Clase 54

Los «versos satánicos» de la filosofía europea

Lo que sigue en pie es: ¿por qué la intelligentsia francesa, los talentosos filósofos de la ideología de los sesenta, los estructuralistas, los post y los posmodernos, eligieron a Heidegger como su campeón filosófico? Esta es la mácula de la filosofía europea. Acaso la marca de su impotencia, de su aburrimiento en un momento de la historia en que todo llamaba desde la derecha o la marca de su latente fascismo, o del latente fascismo de sus sociedades, que hoy se ejemplifica en muchas cosas. Como en todo este mundo-milenio que está al rojo vivo, como si fuera a explotar.

Heidegger, la más poderosa barrera del capitalismo

Las deudas de la filosofía francesa con Heidegger son inconmensurables. Foucault, más nietzscheano que heideggeriano, leyó a Nietzsche a través de Heidegger y nunca dejó de señalarlo como la fuente de su antihumanismo. Luego, Lacan, que en 1955 traduce Logos, el comentario heideggeriano del fragmento 50 de Heráclito. Las influencias en Lacan son considerables. Puede verse el libro de Carlos Parra y Eva Tabakian, Lacan y Heidegger, una conversación fundamental[1196]. Está la revista Imago Agenda, en la que no hay número que no traiga un ensayo, pequeño, sobre Heidegger. Hay un ensayo de divulgación de Sergio Albano y Virginia Naughton, «Lacan y Heidegger, los nudos de Ser y tiempo». Hay mucho más. Y está el exabrupto del connacional Fogwill que, por piantado que se empeñe en hacerse ver, sabe lo que dice. Y dijo: «Lacan son veinte conceptos de Heidegger». Derrida declaraba, en 1972, en Positions, que se lo debía todo a Heidegger, desde la crítica del logocentrismo a la cuestión de la superación de la metafísica. Creo que lo de Derrida supera lo de Lacan. No podría haber pensado nada sin haberse apropiado de los temas fundamentales de Heidegger, como el cuestionamiento a la metafísica de la presencia, la centralización del logos en Descartes, es decir, la metafísica del sujeto y lo que se deduce de esto, siguiendo, claro, las sendas de Heidegger, la «salida» de la metafísica occidental y la crítica al mundo de la técnica, al hombre como amo de lo ente o como amo del logos. Barthes ni qué hablar; su «muerte del autor», que hace seguidismo con la «muerte del hombre» en Foucault, solo se explica en el contexto de la deconstrucción heideggeriana del sujeto. Ya hemos dicho que Althusser confesó que su «antihumanismo» proviene de la Carta de Heidegger. Qué marxista tan especial, Althusser. Negando los Manuscritos de Marx desde la Carta pastoril de Heidegger. Pobre Marx. También Levinas, que introdujo Ser y tiempo en Francia, con su artículo de 1932 en la Revue Philosophique. Y todos los posmodernos. Que se llaman así porque parten de la crítica de Heidegger a la modernidad. Ergo, como Heidegger liquidó la modernidad, ellos son posmodernos. Baudrillard, al meterse con lo virtual, llega a ser más original e independiente de la sombra inextinguible del maestro de Alemania. Y Hannah Arendt, la inefable, amante en su juventud del maestro, jovencita seducida y abandonada que tiene que huir de Alemania por su judaísmo, que, luego de la guerra, vuelve a Alemania y le perdona todo a su amor juvenil, le cede otra vez parte de su vida (no el todo como antes), lo ayuda con sus cuentas extraviadas, le salva la venta del manuscrito de Ser y tiempo y se transforma en una simple heideggeriana, lo que ya era en su juventud, llevando a la política la filosofía del maestro. (No en vano sus libros figuran en todas las librerías. Sus Diarios. Lo que sea. La estela Heidegger es invencible). Del «primer Sartre» ya hablamos. De Merleau-Ponty también.

Pero aclaremos algo: el Heidegger que toma esta generación (si podemos llamarla así) es lo que ellos denominan el «Heidegger II». (Con este Heidegger, a causa de su giro «marxista», Sartre no tiene nada que ver. Creo que ni lo leyó, salvo a través de expositores. De uno que otro, solo eso). El Heidegger de la crítica a la modernidad. El Heidegger de la crítica al mundo de la técnica. Porque el Heidegger de Ser y tiempo no les sirve. Bien hace Derrida (o no en vano lo hace) en demostrar que el nazismo del maestro está ahí, en ese libro desbordante de subjetivismo, humanismo, antropocentrismo, metafísica del sujeto, neokantismo. Ellos se quedan con lo demás. Todo el universo filosófico europeo gira desde hace 40 años alrededor de ese Heidegger, el de la crítica a la modernidad, al mundo de la técnica, al sujeto, a la antropología, al humanismo. Si sacamos esto, no se entiende nada. Si sacamos esto, se cae todo. Ahora bien, la cuestión tiene algo incómodo. «Ese» Heidegger elaboró toda la parafernalia de la Historia del Ser, la crítica al sujeto de la modernidad y la crítica a la metafísica de la presencia en tanto era un nazi convencido, militante y, sin duda alguna, incómodo para quienes lo han seguido. Heidegger ha sido incuestionable (para ellos), indiscutible (para ellos), axiomático (para ellos), irrebatible (para ellos) y ha sido, tal vez sobre todo, irrecusable (para ellos).

Ya traté la cuestión a lo largo del texto. ¿Por qué un tipo que llevaba la insignia nazi en la solapa de la chaqueta, que terminaba sus cartas con un Heil Hitler!, que pagó las cuotas del Partido Nacionalsocialista hasta el último día de la guerra, que niega la democracia en la entrevista de Der Spiegel, que utilizó, adulterando la cita de Platón, la palabra sturm, tormenta, en el final de su discurso del Rectorado como homenaje a los bravios y criminales militantes de las SA, resultó el maestro de todo el pensamiento contemporáneo? Un tipo que llevó a Hannah Arendt al ridículo de hacer una lista de filósofos que, antes de él, se habían sometido a tiranos (lo que equivalía a establecer una comparación entre Hitler y Dioniso de Siracusa) para justificarlo, para blanquearlo por medio de los errores de los otros. (Y mil cosas más. Su compromiso nazi fue tan total que la facticidad del mismo abruma. Uno siente que pierde el tiempo enumerándolo. Esa facticidad se desborda a sí misma, exuda nacionalsocialismo. Al cabo, ¿tantas pruebas hacen falta?) ¿Qué ofrecía Heidegger para semejante entrega? ¿Qué tiene Heidegger para que todavía se esté a los pies de él o de sus discípulos? Vean, esto tenía y esto tiene. ¿Recuerdan a Sartre diciendo que el estructuralismo era la última barrera que la burguesía levantaba contra el marxismo? Tenía razón. Al costo de corregir un par de cosas. Esa barrera no es el estructuralismo. Porque el estructuralismo es hijo de Heidegger. Esa barrera no es la última. Hubo otras, habrá otras, y esa barrera, sobre todo, no es una, son muchas y una de las más poderosas es el marxismo y los marxistas, especialmente estos, ni dudarlo. Pero podemos decirlo (hoy, todavía hoy y no sabemos hasta cuándo) así: Heidegger es la más poderosa barrera que el capitalismo, en el campo del pensamiento, puede levantar contra el marxismo y contra toda forma de rebelión en su contra. Alguien dirá: ¿cómo va a ser una barrera contra el capitalismo alguien que es un crítico de ese sistema? Qué pregunta insustancial. Heidegger no es un crítico del capitalismo. Es un crítico de la técnica. A lo sumo de la técnica que se encarna en el capitalismo. Eso que él llama el tecnocapitalismo. Pero los que se rebelan contra el capitalismo (en Europa y en todo el mundo subdesarrollado, tercerizado, en el cual, como en nuestro país, hay, increíblemente, bolsones de esclavitud) se rebelan contra la explotación capitalista, no de la naturaleza, sino del hombre. Del hombre, ¿está claro? Heidegger hasta ofrece el elegante refugio de sentirse (uno) un enemigo del capitalismo. No, ese señor nacionalsocialista no tiene el más mínimo interés en aquello que era el centro del marxismo: la explotación del hombre por el hombre. Y el centro de todas las verdaderas rebeliones en nombre de la dignidad humana: la explotación, en cualquiera de sus formas. Heidegger, por el contrario, utiliza su crítica a la técnica —que atribuye al hombre, al sujeto, a la subjetividad, al humanismo—, para negar todos estos elementos que son fundamentales para toda filosofía de la rebelión. El malentendido es gigantesco. O es gigantesca la patraña. Heidegger hace responsable al sujeto y al hombre de la modernidad de los horrores de la técnica, del señorío sobre los entes y del olvido del ser. De este modo, el hombre es declarado culpable. (Nota: De aquí que Heidegger pudiera ser cómplice de un régimen organizado para reprimir y matar a los hombres. De un régimen genocida. Siempre me ha parecido más que sugestivo que Heidegger pasara del hombre que hace la gran pregunta sobre el Ser en Ser y tiempo al hombre culpable de la Historia del Ser y que en ese pasaje se diera su pasaje al nazismo. En el momento en que el hombre es culpable y merece morir. O es más fácil aceptar las muertes del régimen al que él adhiere). Ergo, todo lo que le es patrimonio tiene que caer bajo la crítica de la ontología del Ser. La antropología, el humanismo, la praxis, la subjetividad. Entre tanto, Heidegger no dice una sola palabra sobre los derechos humanos o sobre la inhumanidad de la explotación capitalista, sobre la guerra de Vietnam, sobre las masacres en África, en América Latina, en donde sea, porque no le importa nada de todo eso, critica el mundo de la técnica y destroza la cultura del humanismo, que es la cultura de la rebelión. Para la cual, siempre, el hombre será el centro de la política. Todavía, créase o no, sobran los filósofos que nos vienen a hablar de un Heidegger enemigo del capitalismo. Oigan, antes de avasallar la naturaleza, o al mismo tiempo, el capitalismo arrasó con millones de vidas humanas. Y lo sigue haciendo. Contra ese capitalismo se rebelaron Marx y Sartre. Contra ese capitalismo es que todavía se constituyen algunas rebeliones. Y para eso necesitan lo que Heidegger (y todos sus seguidores) le sustrajeron. Necesitan la conciencia crítica, la subjetividad, la praxis, y todo esto es el humanismo. ¿O qué otra cosa creen que pueda ser el humanismo?

El humanismo

El humanismo es lo que hacen los hombres para rebelarse contra la tiranía. Pero también es lo que hace la tiranía para someterlos. Entre estas dos formas del ser del hombre se teje la historia. Se lo señalamos críticamente a Foucault. El poder actuaba porque había sujetos detrás de las relaciones de poder. El poder no puede actuar por fuerzas aleatorias, por espasmos nietzscheanos. El poder se sostiene y es sostenido por hombres, que tienen intereses, que están dispuestos a matar o no, a declarar guerras o no, a usar energía nuclear o no. «(Edward) Said no coincide con Foucault en la opinión de que no hay una fuerza consciente que opera detrás del poder. La concepción de Foucault de las estructuras represivas se niega a ver la idea de poder como una fuerza hegemónica preconcebida que siempre opera jerárquicamente hasta abajo desde una institución del Estado situada en lo más alto. Foucault hace hincapié en el “elemento impersonal” de la dinámica del poder que tiene como objetivo la formación de sujetos y sus historias. Para Said, esto no es así: él sostiene que existe un plan consciente y una intencionalidad detrás del dominio occidental de Oriente. Los Gobiernos, los autores y los individuos no son simples agentes pasivos de estas estrategias»[1197]. Y ahora esta joyita: «Además, mientras Foucault está profundamente interesado en ofrecer una teoría de la dominación, el aspecto “contestatario” u “opositor” de las fuerzas sociales está ausente en su pensamiento»[1198]. Esto que señala tan correctamente Shelley Walia queda, no obstante, en una brillante nota sobre la endeblez del sistema Foucault para respaldar toda rebelión contra el poder. Pero Shelley no se pregunta: ¿por qué le pasa esto a Foucault? Le pasa porque no tiene sujeto. El caso de Foucault es paradigmático de la devastación que Heidegger ha hecho en la filosofía. Salvo una que otra frase en Las palabras y las cosas o en algún otro escrito, que no llega a formar un discurso sólido, crítico, Foucault llega muy tarde a esbozar algunas resistencias contra el poder. Y, en rigor, llega tan escasamente que se podría decir que no llega nunca. ¿La causa? Eliminó al sujeto. Al sujeto del poder y al sujeto de la resistencia al poder. Solo las fuerzas ciegas y centelleantes como espadas se enfrentaban en la trama histórica. Foucault, es cierto, buscó siempre al sujeto, pero lo buscó para no encontrarlo, porque el sistema de ideas con que lo buscaba (elaborado a partir de Nietzsche y de Heidegger) volvía imposible la existencia de un sujeto, hacía de él una aberración trascendental, y esto, esta aberración trascendental, le venía de Heidegger más que de Nietzsche, la diferencia de su lectura de las Meditaciones cartesianas de Husserl con la que hizo Sartre en La trascendencia del ego, y que él señalaba como la fundamental diferencia entre los dos, reside en que Sartre leyó a Husserl y Foucault leyó a Husserl desde Heidegger. Sartre se quedó con un sujeto, al que luego le quitó el campo trascendental. Foucault se quedó sin nada. O sí: se quedó con el mandato heideggeriano de rechazar la fenomenología (porque partía de un sujeto centrado) y luego pasó a Nietzsche. Que también era un mandato heideggeriano. Cualquiera sabe cómo funciona esto: uno se mete con un autor y, si le interesa, se deriva a los otros autores que su autor ha leído. Así, Foucault. Si el gran maestro de Alemania leía y citaba tanto al loco de Turin, ¿cómo no leerlo?

Said le dice lo cierto. Y se lo dice un palestino. Alguien que realmente sabe qué es el poder y quiere, por consiguiente, librarse de esa pesadilla. De aquí que no pueda aceptar una filosofía que imposibilite el aspecto contestatario de un hombre de la periferia, de un sometido. Este hombre, Said o cualquier otro, odia del capitalismo esa explotación: la explotación colonial. Empresa que impulsó la guerra del Führer de Heidegger, cuya voluntad de poder exigía el espacio vital para la gran nación alemana, que haría esclavos de todos los hombres del mundo. Sobre Foucault no hablaremos más pues ya lo hemos hecho en demasía. Pero lo de Said es impecable: «Oiga, Foucault, yo lo leo. Porque doy clases en la academia norteamericana y ahí, si no lo conozco a usted y a todos sus colegas de generación, no soy nadie. Pero usted se equivoca. Las fuerzas sociales tienen que protagonizar sus rebeliones. Cada hombre tiene que saber por qué pelea. Tiene que tener una identidad nacional. Una subjetividad».

El cultivo de la tierra y la fabricación de cadáveres

Tenemos, pues, que salir de Heidegger. La cuestión es: ¿de qué tenemos que salir si salimos de Heidegger? Ya veremos. Insistamos con el tema de su «crítica al capitalismo». Sin duda, la intelligentsia francesa encontró fascinante ese costado. «No necesitamos a Marx. Tenemos a Heidegger». Pero, de las depredaciones del capitalismo (que es un sistema de tan extrema destrucción que se encuentra a las puertas de destruir todo cuanto haya de vida sobre este planeta), a Heidegger le importan solamente las que produce la técnica. Repito lo que deseo establecer con claridad total: Heidegger es el filósofo que critica a la técnica, no al capitalismo. Esa técnica, que ha devorado al hombre, es la del capitalismo. De aquí su concepto: tecnocapitalismo. Pero no le importan las depredaciones que el capitalismo hace con los seres humanos. Hay un despojo social, económico y antropológico que el capitalismo ejerce sobre ellos. Hay hambre del capitalismo, masacres del capitalismo, genocidios del capitalismo, torturas del capitalismo. Hay todo lo que sabemos que hay. (Nota: Además, Heidegger y todos sus discípulos olvidan que, antes de la técnica, estuvo la fabricación de los elementos que la técnica utiliza. Que no hay técnica sin fabricación de los instrumentos de la técnica. Que esa fabricación continúa. Porque a la técnica hay que acompañarla y alimentarla con las máquinas-herramientas que fabrican máquinas y con las máquinas que llenan los talleres, las fábricas, y que este es el fundamental sistema de producción del capitalismo en el cual la mano de obra es el obrero que Marx ha descripto. ¿Ha mencionado alguna vez Heidegger este mundo de la explotación del capitalismo? ¿Le ha importado la relación del salario con el trabajo del obrero? ¿Le ha importado la situación inhumana en que se realizan o realizaron los trabajos del capitalismo? ¿Le importó el saqueo colonial que fue necesario para crear el mundo de la técnica? ¿Alcanza para cubrir todo esto un texto como La pregunta por la técnica? Podríamos discutir años. Pero, para nosotros, no. Heidegger se preocupa por lo «a los ojos» del capitalismo: la técnica. Ve los aparatos de la técnica, que son mercancías, y se deja enceguecer por ese encantamiento de la mercancía fetiche. Ve al tractor, ignora el mundo que hizo posible la producción del tractor y que este, como mercancía fetiche, oculta. No mira lo que la mercancía deja en sombras. No mira el mundo de la producción de mercancías. Solo que Heidegger no es un ingenuo que cae a los pies del encantamiento de la mercancía. Simplemente ese mundo no le importa. Heidegger podría decir que sí, en efecto, no le interesa el mundo de la producción de mercancías y el orden social, el que sea, que lo acompañe, sino la civilización de la cientificidad técnica o científico-técnica. ¿O no nos ha dicho que Rusia y Estados Unidos son, metafísicamente vistos, lo mismo? Para Heidegger ya la relación del hombre con la naturaleza se da dentro del mundo de la técnica. Si así fuera, ahí también hay relaciones sociales. No solo la metafísica de la técnica. Si Rusia y Estados Unidos son, metafísica-mente, lo mismo por entregarse al mundo de la técnica, hoy todo el mundo sería metafísicamente lo mismo. No hay que olvidar, además, que Heidegger marcaba esa identidad entre Rusia y Estados Unidos, en su texto de 1935, para establecer las «tenazas» que amenazaban a la Alemania nazi, el país de la «centralidad» de Occidente. Es notable, por otra parte, cómo el filósofo que establece la «diferencia», que establece la «destruktion» de la centralidad cartesiana, propone sin vacilaciones la «centralidad» alemana como nación espiritual de Occidente. En cuanto a la técnica, insistamos en esto: si, para Heidegger, el problema central, esencial, es el de la técnica planetaria, el de la civilización científico-técnica y no el orden social que lo acompaña, nosotros creemos exactamente lo contrario. O creemos que, pese a todos los avatares desalentadores de la historia, eso es lo que debe creerse: que el problema es el del orden social que acompaña a la técnica. Que, a la base de la técnica, está —y cada vez más, aberrantemente ya— el de la explotación del hombre, o el de su esclavización en trabajos, precisamente, esclavos o el de su exclusión del orden social, algo que lo transforma en «bárbaro de la periferia» presto a saltar sobre las metrópolis o, también, ese latente estallido: el asalto salvaje de las villas a los lujosos countries construidos cercanamente a ellas. Durante estos días, en nuestro país, se ha producido una re-emigración: de los countries otra vez a la ciudad. La re-emigración del miedo. Como se verá, el hecho de que proponga estos temas para pensar, refuerza siempre la propuesta de este texto: la filosofía debe meterse en la aspereza, la suciedad, el barro de la historia. La meditación de Heidegger sobre la técnica, dirán sus acólitos, «incluye» y hasta «cuestiona» la reflexión de Marx. No es así. Ser heideggeriano se está transformando en la sabiduría de verlo todo en los nebulosos textos del maestro y hasta, en algunos, en la soberbia de burlarse de quienes no descifran y aceptan los socavones de esos textos infinitos: un español, Félix Luque, en un libro escrito para «liquidar» al humanismo, se introduce en una especie de risotada universal desdeñosa sobre los que no piensan el «humanismo» al modo friburguense o al modo suyo. Y bueno, allá él. Total, todos podemos reírnos de todos. Sobre todo si somos tenaces, eternos develadores de las oscuridades grandilocuentes de un prolijo nazi que se desliza entre la genialidad y la impostura). Y que nadie venga aquí a recordarnos los horrores de los «socialismos reales». ¿O esto es una balanza de compensaciones? (Nota: No voy a desarrollarlo aquí, pero los regímenes comunistas, de un modo sanguinario y autoritario, desarrollaron procesos vertiginosos de acumulación del capital. Fueron capitalismos de Estado. Todo ello se debió a las peculiares condiciones históricas que les dieron surgimiento. Esto no justifica los crímenes de Stalin ni de Mao, pero explica que se hicieron en medio de un proceso capitalista que buscó realizar en unos años lo que los países capitalistas tradicionales habían hecho en siglos).

Frente a todos los horrores de la explotación capitalista, Heidegger jamás dijo una palabra. No le importaban. Le importaba, sí, que le arrasaran los campos. Era un lúcido crítico del aspecto depredador que el capitalismo encarna contra la naturaleza. Adorno y Horkheimer lo siguieron en eso, no muy felizmente. Coinciden tanto con él que la razón instrumental que proponen y que desde las Luces se lanza a conquistar el planeta devastándolo, es una mera versión menor de la metafísica del sujeto, de la metafísica de la técnica y el humanismo. Salvo que se realiza, por fin, en Auschwitz. (Horror del que, notoriamente, Heidegger no dijo una palabra. Solo algo que ahora veremos).

Heidegger tiene un texto formidable en que demuestra hasta qué punto lo que le irrita del sistema de producción capitalista, que Marx describió, ante todo, como un sistema de explotación del hombre por el hombre, es la técnica aplicada a la naturaleza. Aquí vemos mejor que nunca lo que Heidegger es: un pensador de la técnica, que la demoniza. Es un texto famoso de una conferencia que dio en Bremen en 1949. Dijo: «El cultivo de la tierra, ahora, es una industria alimentaria motorizada, en esencia lo mismo que la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas». Esta frase se cita mucho y se lee de distintas formas. Algunas de ellas dicen que es la frase de «arrepentimiento» de Heidegger. Si fuera así, no fue muy extensa ni clara. Argumentan que es tan horroroso lo que la técnica hace —para Heidegger— con la tierra que, por fin, pone ese horror al nivel del de las cámaras de gas. Farías, ni qué hablar, califica la frase de «impresionante» y señala su «agresiva inhumanidad». Lo que la frase demuestra es que «la tierra», al campesino Heidegger, y la técnica capitalista que la cultivaba por medio de una «industria motorizada», le importaba tanto como «la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas». Eran horrores equivalentes. Tan lejos había llegado en su delirio contra el tecnocapitalismo. Pero más lejos había llegado en su desdén por el hombre. No digo por la «vida humana». Digo por el hombre. Seamos claros: filosóficamente a Heidegger le importaba más la tierra, en la que se producía el «claro» en el cual el hombre como «pastor» (como hombre de la tierra, de los campos) se entregaría al Ser en el acontecimiento (er-eignis) por el cual ambos se propiarían, que «los» hombres, sujetos de la técnica, «amos de los entes», murieran o no en los campos de exterminio. Estos campos eran «otra» expresión de la técnica. No importaban las vidas humanas que ahí se perdían. El desajuste, otro ejemplo más de la «devastación», era que la técnica actuaba «fabricando cadáveres». Lo mismo ocurría con el agro. Heidegger veía el horror en el despliegue de la técnica, no en las vidas humanas segadas. Si no le importaban esos hombres, ¿cómo habrían de importarle los explotados, los hambrientos? Fue un crítico de la técnica, no del capitalismo. Y como crítico de la técnica, más que al capitalismo, acusó al hombre de la subjetividad, al sujeto de Descartes, a la Ilustración. Con lo cual despojó a los hombres de los elementos esenciales para emprender la verdadera lucha: la rebelión contra su sometimiento. Y todos lo siguieron en esa crítica. Y la subjetividad pasó a ser una peste, y el «hombre» tuvo que morir, y el sujeto, y el humanismo y la antropología. ¿Por qué? Porque ahí se expresaba el hombre «amo del ente» y no el hombre «pastor del ser».

La sospecha

Toda una época de la historia siguió a este filósofo rural (no al de Ser y tiempo) en una filosofía que acababa remitiendo a un pensamiento alternativo al mundo de la «técnica» y ponía esa alternativa en el mundo del lenguaje, en la palabra poética, en el ereignis y en los caminos de bosque, en los surcos tenues que «el campesino, con paso lento, abre en el campo» (última frase de la Carta sobre el humanismo). Se trata, qué duda cabe, de fórmulas protosacras. (Las hemos visto con detalle anteriormente. Sobre todo, conjeturo, en pasajes de Identidad y diferencia Y, desde luego, en la Carta).

Dijimos: cómo se sale de Heidegger. Sabemos cómo se entró. Creo que no se sale de Heidegger. Que quienes entraron y murieron se congelaron ahí, en las cercanías del pastor. Y pagaron el precio: Foucault, por ejemplo, al no poder encontrar jamás ni al sujeto del poder ni al sujeto de la resistencia al poder. Y otros no pagaron ningún precio. Al contrario: lucraron con Heidegger durante todas sus académicas vidas, llenas de congresos, viajes y conferencias. Pero hay un punto altamente incómodo que siempre permanecerá. Prestemos atención a esta historia: «Cierta vez Mahoma recibió una revelación en que se le decía que concediera condición divina a tres diosas paganas adoradas por una tribu que necesitaba tener de su lado por motivos de estrategia guerrera. Así lo hizo. Esa tribu se convirtió al Islam y guerreó junto al Profeta. No obstante, hubo otra —terrible— revelación. En ella se le decía a Mahoma que no había sido Alá quien había susurrado la primera revelación, sino Satanás. Este episodio no se conserva en el Corán, nada hace referencia a él. Pero todos lo saben: una vez, fatídica, Satanás habló por labios de Mahoma. Si esto ocurrió una vez, ¿no habrá ocurrido siempre? ¿No será todo el Corán un inmenso monólogo de Satanás dicho por Mahoma? Si fuera así, ¿qué es el Islam? El tema es infinito: toda una religión acosada por una sospecha demoníaca»[1199]. En seguida sacamos las conclusiones de tan fascinante historia.

No podemos decir: «Que se arreglen los europeos con ese problema». Hubo y hay cientos de heideggerianos entre nosotros. No iba a ser ajena una ciudad como Buenos Aires a una fiebre tan compleja, tan prestigiosa. No es un problema menor. Es una tragedia. Toda la filosofía europea y norteamericana (la que acogió, al menos, a la «ideología francesa») desde los años sesenta hasta fines de siglo y más aún está constituida a partir de la crítica a la modernidad que hizo un filósofo innegablemente nazi. Todos los que leían a Lacan, Foucault, a Derrida en la inquieta, bulliciosa Buenos Aires ignoraban ese incómodo linaje, esa estirpe silenciada, esa «genealogía», por usar un término de Michel. O tal vez no lo ignoraran. No se ignoraba en Francia. Lo que podemos llamar el «espacio de los hechos» era bien conocido. Al menos Sartre, y también Levinas, Foucault, Althusser, Lacan y Derrida conocían bien el compromiso del Rektor de Friburgo. Yo, en 1962, era un simple estudiante de primer año y hay svásticas que marqué junto a varios pasajes de Introducción a la metafísica. Pero, sin lugar a ninguna posible duda, el que mejor conocía todo esto era el propio Heidegger, quien, ¡en 1952!, «¡siete años después de que se abrieran los campos de concentración y se descubrieran las cámaras de gas, sigue hablando de la verdad interior y la grandeza del movimiento nacionalsocialista!»[1200]. No hay duda: Heidegger siguió siendo nazi. Y su silencio se explica porque no quería o no podía decir que el nacionalsocialismo había sido el único movimiento que se había opuesto a la dominación planetaria de la técnica. La democracia no servía: era un instrumento del mercantilismo norteamericano. La URSS era la masificación. ¡Solo un dios puede salvarnos! ¿Quién era ese dios? Solo él puede saberlo, pero no parece demasiado arduo imaginar cuál es, o cuál era en esa cabeza tan complicada y tan cristalina.

Bien, fue nazi. Volvamos ahora a los versos satánicos del Corán. Si existen, si son ciertos, si es verdad que alguna vez, una vez al menos, Satanás habló por la boca de Mahoma, toda una sospecha cae sobre el Corán. Si fue una vez, ¿no habrán sido más? Y si fueron más, ¿dónde están? ¿Cuáles son las frases de Satanás? Pongamos, ahora, la pregunta: ¿es la filosofía de Heidegger a la filosofía de Occidente lo que los Versos satánicos son al Corán? Salvando las diferencias entre la filosofía de Occidente y el Corán, entre la filosofía de Heidegger y los versos satánicos y sobre todo, creo, entre Heidegger y Mahoma, el problema es el mismo. La incertidumbre sobre aquello en que se basa una gigantesca construcción. «La regla siempre es la misma» (escribe Levy). «Es la intrincación absoluta, sin reservas del pensamiento, del pensamiento y la infamia (…) Es el hecho de que las dos venas estén tan entrelazadas que resulta imposible (…) separarlas y aislar su nazismo (…) Tropezamos con una estructura, única, repito, en la historia del pensamiento, de un texto que se mueve de forma incesante entre la Idea y la Cosa, entre el concepto más elaborado y la alusión política más infame»[1201] La paradoja más compleja, más sobredeterminada se da en el lacanismo. Lacan fue uno de los pensadores que más abusivamente explotó el pensar heideggeriano. He leído más de un libro sobre la Shoa que toma como base el lacanismo. La Shoa, estudiada desde Lacan, es la Shoa estudiada por medio de numerosos conceptos heideggerianos, nazis, medianamente elaborados por Lacan. Con lo cual llegaríamos a una de las más terribles paradojas: la de un nazi utilizado para analizar los campos de exterminio; campos que, ese hombre, juzgaba al mismo nivel que la tecnificación del agro. Tal vez sea más complejo, no tan directo, el caso de un paciente judío psicoanalizado desde el saber, desde la clínica lacaniana. O de cualquier paciente. Pero ahí hay un tema a tratar, no podemos negarlo. No puedo tratarlo aquí y posiblemente no me atreva, o no tenga elementos suficientes para hacerlo aún. O, sin más, no me corresponda a mí hacerlo. Debieran anotarlo, tenerlo en cuenta quienes están comprometidos en esa situación. Algo he hablado con ciertos profesionales sobre el tema. Tienen respuestas, pero es posible que todavía se precisen más. O, sobre todo, más preguntas).

¿Cuánto nazismo había en la concepción de Heidegger? Difícil saber cuánto pero cierto es que si un filósofo es un nazi, sus convicciones alientan su reflexión y sus escritos. ¿Cuánto nazismo destiló Heidegger en quienes lo acogieron tan entusiastamente? De aquí que el libro de Víctor Parías (Heidegger y el nazismo, 1989) cayera como una bomba en la vida cultural francesa. También el de Hugo Ott (Martin Heidegger, publicado en Frankfurt en 1988, un año antes que el de Parías). Pero menos. El que reventó el tema fue el de Parías. «La obra del señor Víctor Parías», como dicen algunos con el tono que utilizarían para hablar de un delincuente. O si no, los giros son: «Pese a su irritativa vulgaridad». Del modo que fuere, el libro, según Lacoue-Labarthe, cayó «como una bomba», se lo consideró un «libro-acontecimiento» o un «informe abrumador»[1202]. En 2005 aparece el de Emmanuel Faye. Su documentación es apabullante. Pero, aquí, es su título el que me interesa: Heidegger, la introducción del nazismo en la filosofía. Impecable: con Heidegger, el nazismo se introduce en la filosofía. ¿Por dónde? ¿Cómo? ¿En quién? ¿En quiénes? ¿Cómo detectarlo? En Heidegger, dicen los alemanes, es sencillo descubrir ese nazismo por el sonido del lenguaje, los giros, las modulaciones. Acaso sea así, pero eso les pasa a ellos, que son alemanes, que tienen ese privilegio para atrapar al maestro por sus sonoridades, sus pausas, sus latidos, sus vehemencias. Pero ¿en los demás? ¿Dónde está el nazismo de Heidegger en Althusser? ¿En Foucault? Y no hablo de las evidentes «influencias». Acaso ahí no esté el nazismo. ¿Y en Derrida? ¿Y en Lacan? ¿Y en Deleuze? Ahora es el momento de recordar (de nuevo, sí) los Versos satánicos del Corán. Una vez, fatídica, Satanás habló por labios de Mahoma. Algo que ocurre una vez, ¿no habrá, acaso, ocurrido siempre o, sin duda, muchas veces? ¿No será todo el Corán un inmenso monólogo de Satanás dicho por Mahoma? ¿Qué es, entonces, el Islam? ¿Qué surge de esto? Una religión (toda ella) acosada por una sospecha demoníaca. Lo mismo con el nazismo de Heidegger. ¿Dónde está? ¿Está en todas partes, solo en algunas? Todo un largo, importante, fundamental período de la filosofía acosado por una sospecha demoníaca.

La sombra de Heidegger

Y ahí dónde habla el nazismo de Heidegger, ¿habla el nazi Heidegger o habla el nazismo? Si hablara el nazismo, si Heidegger no hubiera hecho suyas todas sus formulaciones nazis, si no las hubiera mediado por su propio genio y hubiera deslizado, sin mediaciones, la palabra del hitlerismo, ¿quién hablaría entonces? ¿Acaso el mismo Hitler, o Goebbels?

Si así fue, ¿por dónde se introdujo en la filosofía occidental del segundo medio siglo del siglo XX la palabra del Führer, la de Goebbels, la de Göring? ¿Sorprende que nombre a Göring? Al contrario: Heidegger lo admiraba hondamente. Era, para él, el modelo de lo que debía ser el nuevo hombre alemán. Cierto día, lo invitan a la casa del historiador de arte Hans Jantzen. Heidegger le lleva de regalo una biografía de Göring. «En esta obra se relatan en tono de himno periodístico las hazañas y proezas heroicas de Göring (…) Allí se puede leer una apasionada definición del nacionalsocialismo y sus metas (…) ¡Qué bajo había caído! Y ¿cómo conciliar esto con el Heidegger que años más tarde escribiría un artículo sobre el “logos” basado en el fragmento B 50 de Heráclito, para la revista de Jantzen (en 1951, con ocasión de su 70 cumpleaños)?»[1203]. Entonces, cuando Heidegger se introduce en la filosofía, ¿quién se introduce, Heráclito o Göring? La sombra de Heidegger es una novela que publiqué con algún propósito de agitar un tema que me apasionaba y llevarlo al terreno de la ficción. Fue muy leída, algo que indica que el tema es visualizado con la gravedad que posee, mucha. Lo que quiero destacar aquí es el título de la novela: La sombra de Heidegger. Aludía exactamente al tema que estamos tratando. La «sombra» de Heidegger cae sobre la filosofía occidental y no es posible salir de ella. Una sombra es una mancha. Nadie, por más argumentos que pueda urdir, puede sustraerse a la incomodidad que esa «sombra» impone. ¿A cuántos ha ensombrecido esa sombra? ¿O se trata de otra cosa? No, no de otra cosa. De algo que va más allá de esa sombra, profundizándola. ¿Y si la sombra es, más que una sombra, la noche? Si fuera así, la noche habría caído sobre la filosofía europea.

El libro de Faye, lo he dicho, trae, a toda página, una foto, cuanto menos, escalofriante. Una reunión de decanos nacionalsocialistas. Ahí está Heidegger y detrás de él y a sus costados jóvenes de las SA con banderas desplegadas con la cruz gamada. Nunca vamos a poder incorporar «eso» y seguir como si tal cosa. Ese tipo, Heidegger, estuvo ahí (porque nosotros lo vemos, pero él estuvo, oyó lo que se dijo, se dejó penetrar por el tono, la gestualidad, la transpiración, los gritos, las órdenes, los taconeos, la prepotencia, las voces de mando de los grupos de choque nacionalsocialistas, quienes, los jóvenes belicosos de las SA, lucen como si estuvieran custodiando a los rectores y fueran más importantes, más fuertes que ellos), estuvo ahí y es Heidegger, el de Ser y tiempo, el de la conferencia sobre Hölderlin en Italia, el del trabajo sobre Heráclito y varios otros textos sublimes, sin duda, pero en los que siempre asoma su nacionalsocialismo, en una línea, en un giro, en un nombre, en una frase coyuntural, cotidiana. Heidegger mira hacia lo alto. Tiene la mano izquierda sobre la mesa. El bigote es irritantemente parecido al de Hitler. Como el de la foto que se sacó al asumir su cargo de Rektor en Friburgo. ¿Tenía, además, que infligirnos ese bigotito siniestro y patético? ¿Tan tonto era como para imitar el bigote del Führer, algo que ninguno de sus colaboradores cercanos hacía? La foto entre los rectores pertenece al Congreso de Leipzig, del 11 de noviembre de 1933. Ahí está, es el mismo hombre que se creía el más grande filósofo desde Heráclito. Entre soldados, banderas con svásticas, profesores arribistas, delatores, antisemitas irascibles, soldados, un par de SS, o (creo) uno solo, a la derecha, pendencieros SA, con pistolas, rígidos, en posición de firmes, alemanes y belicosos, bestias rubias todos, aves de rapiña nietzscheanos, a quien leían en las versiones de Alfred Baeumler.

La razón capitalista, la que hemos visto a los filósofos europeos encarnar, criticar, reemplazar, huir de ella, ponerla en otra parte, en el lenguaje, en la estructura, deconstruirla, debilitarla, adelgazarla, alcanza su término, consciente o no, en Baudrillard, en el pequeño, no excesivamente prestigioso Baudrillard. Pero no era necesario un Zeus para personalizar el exangüe final de un acontecimiento ya liviano, light, débil, desencarnado, sin sustancia, la razón capitalista europea, a los pies, ahora, del gran imperio norteamericano. Esa razón europea no alcanzó a frenar nada. Ni el imperialismo ni los campos de concentración. Baudrillard, por consiguiente, dice: «Esta es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad»[1204]. Si Hegel decía: todo lo real es racional y todo lo racional es real, al asesinara la realidad la razón queda sola. No tiene materialidad sobre la que aplicarse y muere. El sujeto europeo muere o ha sido tan desplazado que es como si hubiera muerto. Lo mató la nueva realidad. Que es la de los mass-media. Bugs Bunny y Mickey Mouse barrieron con todo: de Heráclito a los posmodernos. ¿Qué es lo que viene? El Imperio Bélico Comunicacional. Que no es el pobre(cito) cogito de Descartes. Es el Saber Absoluto hegeliano. La Idea absoluta. El Sujeto Absoluto. El Sujeto Bélico Comunicacional. El sujeto del Imperio Global. De la guerra global. De la guerra global preventiva. El sujeto absoluto comunicacional del siglo XXI.