Clase 33
Sartre, Crítica de la razón dialéctica
Revisitemos algunas cuestiones: esa crítica que Sartre le formula al Dasein heideggeriano, es decir, que el «ser en el mundo» no es algo que «le ocurre» al Dasein sino que eso «le ocurre» porque «ser en el mundo» es una estructura interna del Dasein, uno de sus modos de ser, un existenciario, se la formulaba, allá por los sesenta, un filósofo vietnamita al que era obligatorio leer porque, entre otras cosas, su libro era excelente. El filósofo vietnamita decía: «El ser-en-el-mundo, asegura Heidegger, no es una circunstancia objetiva que se imponga por la realidad de las cosas sino más bien una estructura ontológica que pertenece en propiedad al existente humano: el hombre no existe porque está en el mundo y en razón de su posición en el mundo, sino que su posición en el mundo es posible precisamente porque él existe en cuanto hombre y en razón de su esencia humana»[718]. La posición de Tran-Duc-Thao estaba muy cerca del marxismo dogmático que deducía la dialéctica de las leyes de la naturaleza. Como sea, su crítica apuntaba a decir que los filósofos de la existencia (Heidegger, Sartre) postulaban una oposición metafísica entre el hombre y la naturaleza. Esta crítica podía caberle, siempre con reparos, al Heidegger de Ser y tiempo. De todos modos, Heidegger negaría que él habla de una «esencia humana». Sartre también. Sartre, incluso, hará de este uno de sus temas centrales: la conciencia no tiene esencia de ningún tipo, está expectorada hacia el mundo.
Al intencionar sobre el mundo la conciencia recupera, expresándola, la idea más genuina de la fenomenología. Sartre exhibe aquí sus influencias: de Descartes y de Hegel, la conciencia. De Hegel toma cuidadosamente la idea de conciencia desdichada. La palabra conciencia, en Hegel, se lee como escisión. En toda la Fenomenología del espíritu la conciencia, y esta es su desdicha, se descubre como no siendo lo que la realidad es. Todo el trayecto fenomenológico de la conciencia hegeliana reposa en esta asincronía. Lo real siempre le revela un rostro que ella no es. Recién en el final del recorrido, en el saber absoluto, llega a la certeza de ser una y la misma cosa con lo real. Sartre toma esta concepción de la desdicha de la conciencia hegeliana pero le adosa la intencionalidad de Husserl, luego de haber eliminado de la conciencia husserliana el Ego constitutivo trascendental. Su conciencia se expectora (la palabra es de Sartre) sobre el mundo y se unifica afuera, entre las cosas. Hay conciencia (de) mundo. ¿Qué toma de Heidegger? El ser-en-el-mundo, luego de criticarle que no es una estructura interna de la conciencia. Convengamos que la tentación de ver en los existenciarios de Ser y tiempo (en los modos de ser del Dasein) categorías trascendentales kantianas es muy fuerte. De hecho, si tanto insistí en el aspecto antropológico de Ser y tiempo es porque creo que Sartre hace una buena lectura del texto. Hace la lectura humanista de un texto humanista. Luego, abandona a Heidegger. El Heidegger II jamás le interesó y, en lugar de seguirlo en su crítica a la modernidad, buscó la unión con el marxismo.
Nos habíamos encontrado con el ser en-sí y con el Ser para-sí. Los dos se encuentran unidos, ligados por la originaria trascendencia de la conciencia. Sartre elimina así la metafísica del sujeto. Observemos hasta qué punto estaba atento a esta cuestión y buscaba no caer en dualismos metafísicos. La conciencia sartreana no es el sujeto cognoscente. Está inmersa, arrojada hacia la más concreta de las experiencias. Este arrojo la entrega al en-sí. Esta unidad que la conciencia establece entre el en-sí y el para-sí no es cognoscitiva ni constitutiva. El en-sí tampoco es la cosa en sí kantiana porque aquí no se plantea un problema de conocimiento. El en-sí es. Pero no es incognocible para la conciencia. Lo que la con-ciencia hace con el en-sí no es conocerlo, es nihilizarlo.
El en-sí y el para-sí están unidos por la trascendencia de la conciencia
El para-sí, dijimos, es nada. Es nihilización del ser. Toda interrogación encierra una comprensión pre-judicativa del no-ser. De esta forma, no nos queda sino reconocer que si la negación no existiera nos veríamos en la imposibilidad de formular ninguna interrogación, en particular la que se refiere al ser. «Y si espero una revelación del ser, quiere decir que estoy a la vez preparado para la eventualidad de la revelación de un no-ser. Si interrogo al carburador, quiere decir que considero como posible que en el carburador no haya nada. Así, mi interrogación involucra, por naturaleza, cierta comprensión pre-judicativa del no-ser; ella es, en sí misma, una relación del ser con el no-ser, sobre el fondo de la trascendencia original; es decir, una relación de ser con el ser»[719]. La trascendencia que establece la relación del ser con el ser es la de la conciencia. Por distintos que sean el en-sí y el para-sí están unidos porque la conciencia solo puede unificarse, recordemos, escapándose, intencionando sobre el en-sí. Lo que establece la conciencia es «una relación de ser con el ser». Pero lo que ronda en torno a esto es la cuestión de la nada. «Debimos entonces reconocer que, si la negación no existiera, no podría formularse pregunta alguna, ni, en particular, la del ser. Pero esa negación misma, vista de más cerca, nos ha remitido a la Nada como a su origen y fundamento: para que haya negación en el mundo y, por consiguiente, para que podamos interrogarnos sobre el Ser, es preciso que la Nada se dé de alguna manera»[720]. No habremos de encontrar la respuesta por el lado del en-sí. Este es lo que es, pura positividad: no podría contener a la Nada como una de sus estructuras. «Resulta, pues, que debe existir un Ser —que no podría ser el Ser en-sí—, el cual tenga por propiedad nihilizar la Nada, soportarla con su propio ser, desplegarla perpetuamente desde su propia existencia: un ser por el cual la Nada advenga a las cosas»[721]. Ese ser es la realidad humana.
La realidad humana es el centro de la ontología de Sartre. Podemos hacer un breve resumen —aquí— de las ideas que hemos expuesto. Son centrales y, por medio de ellas, el pensamiento de Sartre arma su coherencia y su despliegue. Primero) El ser es en-sí. Positividad pura. (Aclaro: este concepto de positividad viene de la dialéctica hegeliana. Sartre lo usa correctamente. Lo positivo es lo que es. Lo que no puede ser otra cosa. Lo positivo es la antítesis del devenir. Lo menciono, aclarándolo, porque Nietzsche, y Deleuze en su crítica a la dialéctica, hecha desde Nietzsche, utiliza el concepto de positividad como la afirmación que el señor tiene de sí. De esta afirmación, de esta certeza en la potencia de sí, surge la acción del hombre superior. Lo negativo es propio de la moral de los esclavos. Volveremos a esto cuando veamos la crítica a la dialéctica que hace Deleuze en Nietzsche y la filosofía. Digo esto porque hay muchos nietzcheanos que leen estas clases y no desearía que se sintieran olvidados). Pero ahora estamos con Sartre. El filósofo francés que se devoró a las tres «haches» en Berlín. Nietzsche no se escribe con «hache». De modo que la positividad en Sartre es granítica. Es una piedra. Un tronco. Una podredumbre. Es lo que es. Positividad pura. El ser en sí vive en la más completa identidad y adecuación consigo mismo. Segundo) La negación (Nada) viene al mundo por el hombre. A lo largo de estas clases sobre Sartre veremos que son muchas las cosas que el hombre trae al mundo. Algunas son: la temporalidad, la verdad, la libertad, el fundamento, la dialéctica, la historia. Por decirlo claro: el mundo sartreano es un mundo humano. (También inhumano: alienación, materia trabajada, práctico-inerte —ya en la Crítica de la razón dialéctica—, contra-finalidad. Pero lo inhumano es absolutamente reductible al hombre. La libertad del sujeto práctico es el fundamento de la alienación. O para decirlo con la brillante fórmula con que Sartre cierra su texto La libertad cartesiana: «La libertad es el fundamento del ser». Sartre es el filósofo que escribe un gran texto filosófico sobre la libertad del hombre en medio de la ocupación nazi. También, y no sé si hemos reflexionado lo suficiente sobre esto, es el filósofo que le quita a la derecha el concepto de libertad. Tenemos mucho que avanzar aún). De esta forma, el existencialismo —según la fórmula que lanzará Sartre en su conferencia del 29 de octubre de 1945— es un humanismo. Y la Crítica de la razón dialéctica se propondrá establecer algo así como los prolegómenos a toda antropología futura.
Continuemos. El ser para-sí surge frente al en-sí como su radical negación. Este ser es descompresión del ser, un agujero en medio de la positividad. Este ser se define como carencia y esta es el fundamento de su desdicha. «La característica de la conciencia (…) está en que es una descompresión de ser. Es imposible, en efecto, definirla como coincidencia consigo misma. De esta mesa puedo decir que es pura y simplemente esta mesa»[722]. Sin embargo, el para-sí es. Encontramos aquí una categoría central de la ontología sartreana: la facticidad. El para-sí es porque está arrojado a un mundo, y lo está en medio de una situación. Esta situación (atención a este concepto sartreano) expresa la pura contingencia del para-sí. Para él, como para las cosas del mundo hay una pregunta origina-ria que siempre puede plantearse: ¿por qué este ser es tal y no de otra manera? El para-sí es en tanto hay algo en él de lo que él no es fundamento: su presencia en el mundo.
El para-sí, por consiguiente, es fundamento de sí en tanto que conciencia (nada) pero no en tanto que ser. «Si descifro los datos del cogito prerreflexivo, compruebo, ciertamente, que el para-sí remite a sí. Sea este lo que fuere, lo es en el modo de conciencia de ser»[723]. Pero aun cuando la conciencia sea su propio fundamento está constituida por una radical contingencia: la de que ella exista. La de que haya una conciencia. Todo esto nos habla de la prioridad del ser sobre la nada. El para-sí se produce a partir del en-sí como no siendo este en-sí, como siendo su radical negación. De este modo, en tanto conciencia, en tanto nada, no remite más que a sí mismo, pero lo que no puede explicar ni fundar es el hecho de su presencia. «Esta contingencia perpetuamente evanescente del en-sí, que infesta al para-sí y lo liga al ser-en-sí sin dejarse captar nunca, es lo que llamaremos la facticidad del para-sí»[724]. Esta facticidad es lo que el para-sí es, aquello que es en el modo de la negación, del no-ser, puesto que siempre captamos a ese ser a través del para-sí. Pero es por la facticidad que todo para-sí puede ser nombrado, señalado. Y de esta irrealizable facticidad (irrealizable porque el para-sí nunca puede serla, sino que siempre la es en el modo del no-ser) debe hacerse responsable.
La facticidad
Según vimos, el para-sí no es fundamento de su presencia en el mundo. Esto lo vimos en Heidegger: el Dasein no era fundamento de sí y esta era su culpa. La ontología de la facticidad, en Sartre, expresa eso que el para-sí es. Utilizando un lenguaje más cercano a la conferencia sobre el humanismo digamos que el para-sí es lo que ha hecho en el pasado para ser lo que es en el presente. Soy la suma de mis actos, de mis elecciones. Ellas me han hecho lo que soy. Esa es mi facticidad. Pero lo soy en el modo de no-serlo. Porque mi presente es un no-ser. Mi presente es pro-yecto. El estado de-yecto de Heidegger, Sartre lo toma por el lado de la fenomenología (la conciencia se expectora hacia el mundo) y también por el lado del pro-yecto que abre la temporalidad. El hombre está siempre arrojado a sus proyectos. El proyecto es la dimensión del futuro. La facticidad es lo que fui y lo soy, ahora, no siéndolo, porque, ahora, no soy, mi presente es no-ser, mi presente es pura posibilidad, pura eyección, es una sed que me arroja hacia mis posibles. Soy responsable de ellos porque, eligiéndolos, me elijo a mí mismo. Esta es mi libertad. Si estoy condenado a ser libre (célebre fórmula sartreana) es porque estoy condenado —por la trascendencia de la conciencia— a estar en el mundo y a estar proyectándome. Al no-ser cada uno de mis actos me da el ser. Ese ser se desliza detrás de mí y se incluye en mi facticidad. No bien soy algo he dejado de serlo. De aquí que el hombre anhele el reposo del ser. Pero tiene la sed de la nada, de no ser nunca algo. Lo que Sartre llamará «mala fe» será el intento del para-sí de captarse en alguna de las formas del ser. Ser un mozo de café, ser un escritor, ser un obrero, ser un pianista. El para-sí nunca es. Su ser es no-ser. Su ser es ser nada. Así, Sartre dirá otra de sus fórmulas más transitadas: el hombre es una pasión inútil. Si el hombre es la pasión de reposar en la unicidad del ser, esa pasión está condenada a no ser saciada jamás. El para-sí desearía ser un todo. Una totalidad cerrada, compacta, como el en-sí. Una mesa es una mesa. Una mesa es un todo. Una mesa será para siempre una mesa. Una mesa es una mesa porque no le falta nada para ser una mesa. Una mesa es una totalidad. El para-sí es, en su ser, falta o carencia. El para-sí siempre está siendo otra cosa de lo que es. El para-sí es siempre una nada proyectante. Su ser es un no-ser. El para-sí (tal como la historia en la Crítica de la razón dialéctica) no es nunca una totalidad. O es una totalidad de tipo especial: und totalidad destotalizada. Una totalidad que no es, sino que se hace y en tanto se hace totalizándose se destotaliza constantemente. Y es esta constante destotalización, este constante sobrepasamiento, lo que le impide al para-sí aprehenderse como totalidad en acto, como ser, dado que es por su misma condición de conciencia (nada) que la realización de este ideal le está vedado. «La realidad humana (escribe Sartre) es padeciente en su ser, porque surge al ser como perpetuamente infestada por una totalidad que ella es sin poder serla, ya que justamente no podría alcanzar el en-sí sin perderse como para-sí. Es, pues, por naturaleza, conciencia infeliz, sin trascender posible de ese estado de infelicidad»[725]. Sartre le exigirá al hombre ser heroico. O ser un hombre o ser una piedra, una mesa. La realidad humana es falta, es carencia, jamás tendrá la plenitud del ser. Pero en esa carencia reside la libertad. Al ser nada tiene que hacerse, al tener que hacerse tiene que actuar, al tener que actuar se lanza hacia sus proyectos, al hacerlo surge una temporalidad, al lanzarse hacia sus proyectos tiene que elegirlos, al elegirlos se elige, se da el ser, ese ser que nunca es reposo, que siempre es falta, que nunca totaliza, porque siempre estamos eligiéndonos. Si la des-dicha de la conciencia surge de su imposibilidad de ser, de su imposibilidad de ser surge su libertad. Soy una nada que debe darse el ser. Nunca me daré el ser. Siempre que crea ser dejaré de serlo para ser otra cosa. No hay totalidad para la conciencia. Había mencionado la alienación. En El ser y la nada la alienación es el intento de la conciencia por hacerse ser, por encadenar la libertad a la viscosidad de lo en-sí. Pero no: el para-sí es inacabado. Es y será esa nada en medio de la plenitud del ser. Al ser el para-sí inacabado, al ser falta, al ser carencia, aparece la temporalidad en el mundo. La temporalidad encuentra su fundamento en el proyecto del para-sí de darse el ser. Para darse el ser el para-sí debe actuar. El fundamento del acto es la libertad. Toda acción, toda praxis, es libre y generadora de temporalidad. Nos estamos acercando a la Crítica de la razón dialéctica. A su vez, toda acción es acción situada. De hecho, dirá usualmente Sartre, nazco pequeño burgués, proletario, negro o judío. Supongo que, como siempre, repetí muchas cosas, o las dije abruptamente o las arrojé con cierta extrema brusquedad. Ocurre que hay un vértigo en el pensamiento sartreano que hubiera querido reflejar. Confesión: El ser y la nada, según habrán notado, reelabora muchos elementos de Ser y tiempo. Habrán notado también que las nociones de falta y carencia que Sartre maneja con brillo habrán de rendir sus frutos en la siguiente generación de pensadores. ¿Dónde está la confesión? Pienso en el proyecto abarcante del libro. Es una ontología de la realidad humana. Sigue, en este punto, la ambición heideggeriana. Ya casi no imaginamos un libro que nos venga a decir qué y cómo es el hombre. El texto de Sartre es un texto de posguerra y está marcado por los mismos tonos sombríos que el de Heidegger. Ocurre que los dos textos están situados: el Dasein es el alemán de la República de Weimar. El para-sí es el francés de la Resistencia. Creo, sin embargo, que la filosofía de la libertad que hay en Sartre implica una fe profunda en el hombre. Le dice una y otra vez que elija, que se dé el ser actuando, que nunca se dará el ser pero que eso es, justamente, ser libre: no ser nunca nada. Ser siempre nada. Una nada que se trasciende por medio de sus actos libres. Acaso aquí pueda meter la más poderosa de las fórmulas filosóficas de Sartre. El hombre es ese ser que es lo que no es y no es lo que es. Es lo que no es porque el hombre es. Es su facticidad. Tiene un ser: ese ser es la suma de los actos que lo han transformado en lo que ahora es. Puedo decir de Pedro (Sartre casi siempre habla de Pedro, démosle el gusto) que es el hombre que fue a ver Atlanta y Gimnasia y Esgrima el jueves 20 de abril de 1975. Pedro, en rigor, lo es. Pero lo es en el modo de no serlo. Porque ya no es ese hombre. Ahora Pedro no es. Pedro, ahora, es una nada que se trasciende hacia sus proyectos, hacia su horizonte temporal. Pongamos un ejemplo que no recuerdo si da Sartre pero da Pirandello en Seis personajes en busca de un autor. Pedro es ese hombre al que vi entrar al burdel hace tres meses. Al verlo, lo cosifico. El tema de la mirada en Sartre es importante pero no puedo tomarlo aquí. Digamos esto: vi entrar a Pedro al burdel. Para mí, Pedro es el hombre que entró al burdel. No, dirá Pedro, yo soy muchas cosas más, soy un hombre abierto a sus posibles, tengo la posibilidad de elegirme de otro modo, de varios otros modos; hay, incluso, un vértigo de la posibilidad. Pedro no es el que entró al burdel porque no es lo que es. La conciencia es negación y es acto y es libertad. De aquí que la conciencia sea lo que no es. El ser de la conciencia es no-ser. Es ser Nada. De donde brota la fórmula de Sartre: la realidad humana «no es lo que es y es lo que no es».
El coeficiente de adversidad de las cosas
Nos acercamos a nuestro objetivo. No sé si fue dicho que el objetivo de estas clases sobre Sartre será el de quitarle al olvido, a la ignorancia y a la comodidad la lectura de su obra fundamental; si no fue así, el objetivo de estas clases queda dicho ahora. Porque ese es: meternos en serio con la Crítica de la razón dialéctica. Antes, alguna cosas todavía. (Y una, sobre todo una, sorpresiva y bellísima). Hay un tema que Sartre trata recurrentemente: el coeficiente de adversidad de las cosas. Podríamos expresarlo así: el coeficiente de adversidad de las cosas no le viene a las cosas por las cosas, sino que le viene a las cosas por el hombre. Este tema es recurrente porque expresa el intento de Sartre por marcar los alcances de la libertad inalienable del para-sí. «El coeficiente de adversidad de las cosas (…) no puede constituir un argumento contra nuestra libertad, pues por nosotros, es decir, por la previa posición de un fin, surge ese coeficiente de adversidad. Tal peñasco, que manifiesta una resistencia profunda si quiero desplazarlo, será, al contrario, una ayuda preciosa si quiero escalarlo para contemplar el paisaje. En sí mismo —si es siquiera posible encarar lo que en sí mismo pueda ser— es neutro, es decir, espera ser iluminado por un fin para manifestarse como adversario o como auxiliar»[726]. Sartre no negará los obstáculos que pueden presentar las cosas, pero siempre se encargará de mostrar que esos obstáculos solo pueden ser revelados como tales por un proyecto humano. La idea corre de un extremo a otro de su obra. 1943: «Lo dado en sí como resistencia o como ayuda no se revela sino a la luz de la libertad pro-yectante»[727]. 1946: «Para explicar la realidad como resistencia que ha de ser domada por el trabajo es preciso que tal resistencia sea vivida por una subjetividad que procure vencerla»[728]. 1960: «No puede haber resistencia y por consiguiente fuerzas negativas, sino en el interior de un movimiento que se determina en función del porvenir, es decir, de determinada forma de integración. Si el término que se quiere alcanzar no se ha fijado al principio, ¿cómo podría concebirse un freno?»[729] Sartre expresará del siguiente modo la alienación: si el porvenir le viene al hombre por las cosas es porque antes le ha venido a las cosas por el hombre. Remitámonos a la teoría de la cosificación. En tanto hombre enajenado soy una cosa y mi porvenir también lo es. Pero el fundamento de la alienación es la libertad. Hay alienación porque hay, antes y como fundamento, una libertad siempre concreta que se aliena.
Ahora sí: sobre qué intenciona la conciencia intencional. Sartre desarrolla aquí la sección que más apasionaba a Heidegger de El ser y la nada: las relaciones con los otros. La conciencia intenciona sobre los hombres y sobre las cosas. Su vértigo intencional nos arroja al mundo. Veamos de qué mundo se trata. (Solo podré entrar brevemente en esto. Pero, al menos, no lo pasaré por alto).
El fundamento de las relaciones humanas es el Conflicto. Este conflicto se expresa por medio de la dualidad ser-mirante o ser-mirado. Si soy mirante, el Otro deviene mi objeto, trasciendo su trascendencia. Si el Otro me mira, todo este proceso se da en mí. La vinculación entre Yo y el Otro no es de conocimiento, sino de ser. Esta refutación que hace Sartre del solipsismo es más radical que la que había intentado en La trascendencia del ego. Se inspira, para eso, en Hegel: «El señor es la conciencia que es para-sí, pero ya no simplemente el concepto de ella, sino una conciencia que es para sí, que es mediación consigo misma a través de otra conciencia»[730]. Se trata, en rigor, de hacer depender mi ser del Otro. Ahora bien, ¿quién es este otro? ¿Será un asalariado, un burgués, un intelectual? ¿Será un judío, un negro? ¿Qué dice un negro cuando termina de leer El ser y la nada? Escuchemos a Fanon: «Jean-Paul Sartre olvida que el negro sufre en su cuerpo de manera distinta que el blanco (…) Si los estudios de Sartre sobre la existencia del Otro son exactos (…) su aplicación a una conciencia negra es falsa. El blanco no es solamente el Otro, sino el señor, real o imaginario»[731]. Fanon clama contra la formalidad del «mundo» sartreano. Ese «mundo» de miradas, ese mundo de Otros que colisionan por medio de relaciones intersubjetivas de poder, no le parece su mundo, al que ve más concreto. Lo cierto es que el Otro, en El ser y la nada, soy yo y todos los otros Otro. Si el Otro es solo el Otro. Y si el Otro son todos. El Otro es nadie. Sartre buscará solucionar esta y otras cuestiones en la Crítica de la razón dialéctica. Los marxistas lo agobiarán preguntándole dónde está, en su ontología fenomenológica, el mundo de la explotación y la lucha de clases. Sartre se mostrará muy sensible a estas críticas y, en la búsqueda de respuestas, se transformará en el mejor teórico marxista de su tiempo, a infinita distancia de sus críticos estalinistas. Escribirá entonces su summa metodológica. A la que, ahora sí, hemos llegado.
Antes, un texto que me niego a dejar de lado. Nadie ha hablado de Sartre como lo ha hecho Gilles Deleuze en una especie de larga confesión a la que llamó Fue mi maestro. El texto va más allá de todo. De Sartre y de Deleuze. Es un texto sobre la filosofía, la política, la literatura, la admiración, la entrega y el rechazo, la necesidad de los maestros, el dolor de perderlos, la fiereza de abandonarlos, olvidarlos, volver a ellos, un texto sobre la posguerra en Francia, la aparición de Sartre, lo que su figura revitalizó, un texto con opciones, rechazos, bien escrito, formidablemente meditado. Se publicó en la revista Arts el 28 de noviembre de 1964. Sartre había rechazado el Premio Nobel. Lo había logrado (o fue, sin duda, lo que decidió a los suecos) por su novela autobiográfica Las palabras, una, por decirlo sin estridencias, maravilla literaria. El texto de Deleuze fue publicado por el suplemento Radar de este diario y la traducción, impecable, es de Alan Pauls. Lo transcribo en toda su extensión. No tolera ser mutilado
Lateralidad: Sartre, por Deleuze
Tristeza de las generaciones sin «maestros». Nuestros maestros no son solo los profesores públicos, si bien tenemos gran necesidad de profesores. Cuando llegamos a la edad adulta, nuestros maestros son los que nos golpean con una novedad radical, los que saben inventar una técnica artística o literaria y encontrar las maneras de pensar que se corresponden con nuestra modernidad, es decir con nuestras dificultades tanto como con nuestros difusos entusiasmos. Sabemos que en el arte, y aun en la verdad, hay un solo valor: la «primera mano», la auténtica novedad de lo que decimos, la «musiquita» con la que lo decimos. Sartre fue eso para nosotros (para la generación que tenía veinte años en el momento de la Liberación). Por entonces, ¿quién si no Sartre supo decir algo nuevo? ¿Quién nos enseñó nuevas maneras de pensar? Por brillante y profunda que fuera, la obra de Merleau-Ponty era profesoral y dependía en muchos aspectos de la de Sartre (a Sartre le gustaba asimilar la existencia del hombre al no-ser de un «agujero» en el mundo: pequeñas lagunas de la nada, decía. Pero Merleau-Ponty las consideraba pliegues, simples pliegues y plegamientos. De ese modo se distinguían un existencialismo duro y penetrante y un existencialismo más tierno, más reservado). Camus, ¡ay!, era la virtud inflada o el absurdo de segunda mano; Camus reivindicaba a los pensadores malditos, pero toda su filosofía nos remitía a Lalande y a Meyerson, autores que los bachilleres conocen muy bien. Los nuevos temas, un cierto estilo nuevo, una manera nueva, polémica y agresiva, de plantear los problemas, todo eso vino de Sartre. En medio del desorden y las esperanzas de la Liberación, lo descubríamos, lo redescubríamos todo: Kafka, la novela norteamericana, Husserl y Heidegger, los interminables ajustes de cuentas con el marxismo, el impulso hacia una nueva novela… Si todo pasó por Sartre, no fue solo porque como filósofo tenía un sentido genial de la totalización sino porque sabía inventar lo nuevo. Las primeras representaciones de Las moscas, la aparición de El ser y la nada, la conferencia El existencialismo es un humanismo fueron acontecimientos: en ellos aprendíamos, después de una larga noche, la identidad entre el pensamiento y la libertad.
Los «pensadores privados» se oponen de algún modo a los «profesores públicos». Hasta la Sorbona necesita una antiSorbona, y los estudiantes solo escuchan bien a sus profesores cuando tienen también otros maestros. En su momento, Nietzsche dejó de ser profesor para convertirse en un pensador privado. También lo hizo Sartre, en otro contexto, con otra salida. Los pensadores privados tienen dos características; una especie de soledad que les pertenece siempre, cualesquiera sean las circunstancias; pero también una cierta agitación, un cierto desorden del mundo en el que surgen y en el que hablan. Y también solo hablan en su propio nombre, sin «representar» nada; y lo que le reclaman al mundo son presencias brutas, potencias desnudas que tampoco son «representables». Ya en ¿Qué es la literatura?, Sartre dibujaba el ideal del escritor: «El escritor retomará el mundo tal cual es, totalmente en crudo, sudoroso, maloliente, cotidiano, para presentarlo a los libertados sobre el cimiento de una libertad. No basta con concederle al escritor la libertad de decirlo todo. Es preciso que escriba para un público que tenga la libertad de cambiarlo todo, lo que significa, además de la supresión de las clases, la abolición de toda dictadura, la renovación perpetua de los cuadros, la continua perturbación del orden tan pronto como tienda a fijarse. En una palabra, la literatura es, por esencia, la subjetividad de una sociedad en revolución permanente». Desde el principio, Sartre concibió el escritor bajo la forma de un hombre como todos, que se dirige a los demás desde un solo punto de vista: su libertad. Toda su filosofía se insertaba en un movimiento especulativo que impugnaba la noción de representación, el orden mismo de la representación: la filosofía cambiaba de lugar, abandonaba la esfera del juicio, para instalarse en el mundo más colorido de lo «prejudicativo», de lo «sub-representativo». Sartre acababa de rechazar el Premio Nobel. Continuación práctica de la misma actitud, horror ante la idea de representar prácticamente algo, aunque sean valores espirituales o, como él dice, de institucionalizarse.
El pensador privado necesita un mundo que incluya un mínimo de desorden, aunque más no sea una esperanza revolucionaria, un grano de revolución permanente. En Sartre hay, en efecto, cierta fijación con la Liberación, con las esperanzas decepcionadas de esa época. Hizo falta la guerra de Argelia para reencontrar algo de la lucha política o de la agitación liberadora, y aun así en condiciones tanto más complejas cuanto que nosotros ya no éramos los oprimidos sino aquellos que debían alzarse contra sí mismos. ¡Ah, juventud! Ya no quedan más que Cuba y los maquis venezolanos. Pero, más grande aún que la soledad del pensador privado, está también la soledad de los que buscan un maestro, los que querrían un maestro y solo podrían encontrarlo en un mundo agitado.
El orden moral, el orden «representativo» se ha cerrado sobre nosotros. Hasta el miedo atómico adoptó los aires de un miedo burgués. A los jóvenes, ahora, se les ofrece a Teilhard de Chardin como maestro de pensamiento. Tenemos lo que nos merecemos. Después de Sartre, no solo Simone Weil sino la Simone Weil del simio. Y sin embargo no es que en la literatura actual no haya cosas profundamente nuevas. Citemos al voleo: el nouveau roman, los libros de Gombrowicz, los relatos de Klossowski, la sociología de Lévi-Strauss, el teatro de Genet y de Gatti, la filosofía de la «sinrazón» que elabora Foucault… Pero lo que hoy falta es lo que Sartre supo reunir y encarnar para la generación anterior: las condiciones de una totalización: aquella en la que la política, lo imaginario, la sexualidad, el inconsciente y la voluntad se reúnen en los derechos de la totalidad humana. Hoy nos limitamos a subsistir, con los miembros dispersos.
Sartre decía de Kafka: «Su obra es una reacción libre y unitaria contra el mundo judeocristiano de Europa central; sus novelas son la superación sintética de su situación de hombre, de judío, de checo, de novio recalcitrante, de tuberculoso, etcétera». Pero es el caso de Sartre mismo: su obra es una reacción contra el mundo burgués tal como lo pone en cuestión el comunismo. Expresa la superación de su propia situación de intelectual burgués, de ex alumno de la Escuela Normal, de novio libre, de hombre feo (puesto que Sartre a menudo se presentó de ese modo), etc.: todas cosas que se reflejan y resuenan en el movimiento de sus libros.
Hablamos de Sartre como si perteneciera a una época caduca. ¡Ay! Somos nosotros, más bien, los que hemos caducado en el orden moral y conformista de la actualidad. Sartre, al menos, nos permite la esperanza vaga de los momentos futuros, de las reanudaciones donde el pensamiento puede reformarse y rehacer sus totalidades como potencia a la vez colectiva y privada. Por eso Sartre sigue siendo nuestro maestro. El último libro de Sartre, Crítica de la razón dialéctica, es uno de los libros más bellos y más importantes que se hayan publicado en estos últimos años. Le da a El ser y la nada su complemento necesario, en el sentido en que las exigencias colectivas vienen a consumar la subjetividad de la persona. Y si volvemos a pensar en El ser y la nada, es para recuperar el asombro que supimos sentir ante esa renovación de la filosofía. Hoy sabemos aún mejor que las relaciones de Sartre con Heidegger, su dependencia de Heidegger, eran falsos problemas que descansaban en malentendidos. Lo que nos impactaba de El ser y la nada era únicamente sartreano y servía para medir el aporte de Sartre: la teoría de la mala fe, donde la conciencia, en el interior de sí misma, jugaba con su doble poder de no ser lo que es y de ser lo que no es; la teoría del Otro, donde la mirada del otro bastaba para hacer vacilar el mundo y para «robármelo»; la teoría de la libertad, donde esta se limitaba a sí misma constituyéndose en situaciones; el psicoanálisis existencial, donde recuperábamos las elecciones básicas de un individuo en el seno de su vida concreta. Y, cada vez, la esencia y el ejemplo entraban en relaciones complejas que le daban un nuevo estilo a la filosofía. El mozo del bar, la chica enamorada, el hombre feo, y sobre todo mi amigo Pedro-que-nunca-estaba, formaban verdaderas novelas en la obra filosófica y hacían palpitar las esencias al ritmo de sus ejemplos existenciales. Por todas partes brillaba una sintaxis violenta, hecha de rupturas y estiramientos, que nos recordaba las dos obsesiones sartreanas: las lagunas de no-ser, las viscosidades de la materia.
El rechazo del Premio Nobel fue una buena noticia. Al fin alguien que no trata de explicar la clase de paradoja deliciosa que es para un escritor, para un pensador privado, aceptar honores y representaciones públicas. Ya hay muchos astutos que tratan de sorprender a Sartre contradiciéndose: le atribuyen sentimientos de despecho porque el premio llegó demasiado tarde; le objetan que algo, de todos modos, siempre representa; le recuerdan que sus logros, de todos modos, fueron y siguen siendo logros burgueses; se sugiere que su rechazo no es razonable ni adulto; se le propone el ejemplo de aquellos que lo aceptaron rechazándolo, sin perjuicio de destinar el dinero a buenas obras. No les conviene provocarlo demasiado; Sartre es un polemista temible. No hay genio que no se parodie a sí mismo. Pero ¿cuál es la mejor parodia? ¿Convertirse en un viejo adaptado, una coqueta autoridad espiritual? ¿O bien querer ser el retrasado de la Liberación? ¿Verse como un académico o bien soñarse como resistente venezolano? ¿Quién no ve la diferencia de calidad, la diferencia de genio, la diferencia vital entre esas dos opciones o esas dos parodias? ¿A qué es fiel Sartre? Siempre al amigo Pedro-que-nunca-está. Ese es el destino de este autor; hacer correr aire puro cuando habla, aun si ese aire puro, el aire de las ausencias, es difícil de respirar.
Heidegger, Sartre y el humanismo
La Crítica de la razón dialéctica apareció el 6 de abril de 1960. Lo que debió ser un impulso para unir la conciencia fenomenológica y la praxis revolucionaria del marxismo, de la mano de un filosofo de genio, se congeló en el desdén o en la incomprensión o, en suma, en la absoluta no-lectura de la obra por parte de todo un movimiento que surgía con enorme ímpetu y que ocuparía largamente la escena filosófica. Si la Crítica de la razón dialéctica es la obra que funda la dialéctica, no en el objeto como los marxistas, sino en la praxis libre del sujeto libre, en mal momento llegaba, pues todos los filósofos estructuralistas habían venido a liquidar al hombre y al humanismo. Pienso que lo hicieron con mayor rigor que el Heidegger de la Carta sobre el humanismo en el que se basaron. No recurrieron, al menos, a fórmulas pseudomísticas. Sabemos que cuando Sartre dictó su célebre conferencia El existencialismo es un humanismo Heidegger redactó de inmediato su texto kitsch-pastoril para refutarlo. Refutación en la que todos coincidieron. Nadie ha demostrado que internamente el texto de Sartre estaba errado. No, lo que todos dijeron es que lo estaba porque Heidegger lo había demostrado. Preguntemos: ¿qué demostró Heidegger? O no, veamos antes en qué se equivocó Sartre. Cometió el error de Kojève: interpretar que Ser y tiempo es una antropología filosófica. Caramba. Con solo retroceder unas páginas verán ustedes que eso es exactamente lo que también yo interpreté: Ser y tiempo es una «antropología existenciaria». Me esmeré en eso. Tengo a Kojève y a Sartre de mi lado. Sartre, en su conferencia, postula el humanismo. Jamás dejará de hacerlo. Pero, para Heidegger, enmascarado con el humanismo viene el peligro de la «subjetividad». Con ella, el «olvido del ser». Con él, la entrega del hombre a la técnica. Con ello, la transformación del hombre en «amo de lo ente». ¿Hay una solución a esta catástrofe? Sí, ¿«el pathos de la escucha»? Que el hombre se deje convocar por el Ser. Que el pathos de la escucha sea el pathos de la entrega a «la llamada del Ser». Bueno, creo que Sartre (que dudo haya leído la Carta sobre el humanismo) se habría reído de toda esta argamasa pretenciosa de kitsch, bucolismo primario y exquisito nacionalsocialismo. Si Adorno, con enorme justeza, le señalará a Heidegger que el pathos de la escucha tiene otros lados a los que conducir con más urgencia y dramatismo que a la «llamada del ser», como, por ejemplo, a la demanda del otro, al sufrimiento del otro, Sartre le diría, no se tomó el trabajo de hacerlo, que el pathos de la escucha debe conducirme a que la explotación del Otro me sea intolerable, y de aquí a la praxis histórica y a la libertad. Sartre, al fin y al cabo, siempre responderá al pathos de la llamada de la libertad, de la lucha contra la opresión, de una filosofía que, por medio de la praxis, una al sujeto y a la historia. En suma, a Marx, a Husserl, al Heidegger de Ser y tiempo y a él, al Sartre de la Crítica de la razón dialéctica.