Clase 52

Heidegger y Marx

No es posible dejar de notar que el ereignis es una relación de amor, de aquí su carácter místico. El Ser se da pero se da apropiándose de aquello a lo que se da. Confieso, aquí, que era necesario este pasaje por esta zona de Heidegger. El mundo se acerca a su apocalipsis más posible. Siempre se temió el Apocalipsis, acaso nuestra época lo esté experimentando como pocas. Heidegger, es cierto, lo advirtió muy tempranamente. «La devastación de la tierra ha llegado tan lejos», decía en su curso de 1935. Es, ahora, el filósofo del «otro pensar». Hay un pensar del tecno-capitalismo que Heidegger señala con la palabra «Gestell», cuyo significado, sin que entremos demasiado en otras de sus complejidades, es «dispositivo», «armazón», «chasis». Es lo que, internamente, un objeto es. «Gestell» sería el «objeto» con el que se trama la «técnica», la que arrasará el planeta, la que obsedió a Heidegger. Este «otro pensar», esta otra relación del hombre ante la técnica, fue lo que Heidegger creyó ver como posibilidad en el nacionalsocialismo, que salvaría, sin duda, al hombre de su catástrofe. Aquí, exactamente en este punto, el pensar de Heidegger es altamente atendible. Sería así: a) Con Descartes se instala la subjetividad del hombre de la técnica. El subjectum es ahora la subjetividad puesta al servicio del «dispositivo» (usemos esta palabra para «Gestell»). Heidegger acusa al hombre de la subjetividad (a lo que llama la «metafísica del sujeto») de la devastación de la tierra. Por consiguiente, la responsabilidad cae sobre el humanismo, sobre la antropología, sobre la subjetividad. Todas estas características del hombre han posibilitado el surgimiento del tecnocapitalismo; b) La técnica lleva al hombre al olvido del Ser. El hombre, en el mundo de la técnica, se transforma en el en te que domina a todos los entes o para apropiárselos o para producirlos o para arrasar el planeta; c) Hay «otro» camino. Hay «otro» pensar. Hay «otro» modo en que el hombre puede, digamos, «ser en el mundo» y, desde el claro, responder al llamado del Ser, que habrá de entregársele, iluminándolo. Esa iluminación pertenece al Ser, no al hombre. En la relación el que priva es el Ser. Esto no es un humanismo porque el hombre no es fundamento (o sea: subjectum metafísico) de lo ente, sino es-cucha del Ser, que, por medio de la iluminación que produce el acontecimiento, entra en una relación de «propiación» con el Ser.

Heidegger y Marx: diferencias fundamentales en La crítica a la modernidad

Pero atención. Lo que voy a escribir ahora puede ser uno de los textos más importantes de estas clases. Heidegger y Marx son, en efecto, críticos de la modernidad capitalista. Pero Heidegger le reprocha al tecno-capitalismo el olvido del Ser y el dominio de los entes. Desplaza, así, al hombre de la centralidad. Desplaza al sujeto, a la subjetividad, a la antropología, al humanismo. No piensa, nunca, ni por casualidad en la expoliación de los hombres por los hombres. La considerará un detalle más de la técnica, que transforma al hombre en un ente a la mano. Tampoco lo dice. Que el pensamiento heideggeriano sobre la esencia de la técnica incluya el de la explotación de unos hombres por otros es algo que colegimos, derivamos y hasta, diría, conjeturamos de esos textos. Que esa cuestión no esté explícitamente formulada responde a que Heidegger jamás lo haría: lo haría sentirse demasiado cercano a una dimensión óntico-marxista. Se trata de una deducción presumiblemente coherente que extraemos nosotros. Pero no habla nunca de lucha de clases, de injusticias sociales, de desigualdades. No se nos tome por ingenuos a causa de haber osado decir un despropósito tal como «no habla nunca de la lucha de clases». Esta era, para Heidegger, una palabra marxista, comunista, propia de la masificación, de la tenaza del Este. ¿Le importaba a Heidegger la clase obrera? No más que la burguesía. La crítica de Heidegger al mundo moderno se basa en «el olvido del Ser». «El ser humano [esta es su típica admonición] está a punto de abalanzarse sobre la totalidad de la tierra y su atmósfera, de arrancar y obtener para sí el escondido reino de la naturaleza bajo la forma de fuerzas y de someter el curso histórico a la planificación y el orden de un gobierno terrestre (…) La totalidad de lo ente es el único objeto de una única voluntad de conquista. La simplicidad de lo ente ha sido sepultada en un único olvido»[1167]. Dice, luego, que muchos cierran los ojos ante ese abismo. «Pero el abismo siempre estará ahí»[1168]. Notable es, en rigor, que Heidegger, en su pesimismo (el texto es de 1946), nos suene hoy más actual que las aristas proféticas de Marx, quien no vio tanto de las monstruosidades de la modernidad como él. Pero el profetismo de Marx (entendamos esto, por favor) responde al de un escritor militante que quiere empujar a la lucha a toda una clase social subalterna, expoliada. Tiene que abrirle a esa clase un horizonte. Cierto es que nada le ha hecho tanto daño a la clase obrera alemana como creer que nadaba a favor de la corriente, como dice Benjamin en las Tesis. Pero Benjamin piensa más en los social-demócratas que en Marx cuando dice eso. Si Marx fue un pensador profético lo fue porque quería impulsar a la lucha a la clase obrera y creía que esa lucha sería más poderosa si se le abría un horizonte de plenitud. Como sea, él pensó que el Ser estaba en la praxis. En la praxis del hombre por su liberación. Heidegger divinizó al Ser. En este texto sobre Anaximandro, formidable texto en verdad, valiosísimo para el estudio de Martin, vuelve sobre la metafísica de la presencia. Cuando lo único que queda es la «presencia» (recordemos La época de la imagen del mundo) «la diferencia de la presencia con respecto a lo presente, queda olvidada»[1169]. Lo presente es lo «a los ojos». Lo «a los ojos» es el ente. Con la «presencia», con la «metafísica de la presencia», el hombre se vuelca en el ente y olvida al Ser. Heidegger, en cursivas, escribe: «El olvido del ser es el olvido de la diferencia entre el ser y lo ente»[1170]. Pero que nadie crea que es el hombre el que olvida al Ser. No es una «decisión antropológica». No: «el ser se repliega en sí mismo con su verdad (…) En la medida en que aporta des-ocultamiento de lo ente, empieza por fundar ocultamiento del ser. Pero el encubrimiento permanece en el trazo de ese rehusarse que se repliega en sí mismo»[1171]. En suma, el ser permite que el ente se desoculte. Al hacerlo, el ente se vuelve presencia. Y el ser humano —como si dijéramos extraviado por esta presentificación del ente— se «abalanza sobre la totalidad de la tierra»[1172]. El ser, según vimos, «se repliega en sí mismo». «El ser se sustrae»[1173]. El ser se encubre. El hombre, de esta forma, no es ni siquiera responsable del «olvido del ser». Heidegger sugiere que esta es la epojé del ser. Pero rechaza esta idea por su cercanía con la fenomenología de Husserl. Igual es interesante que haya recurrido a ella. El Ser hace su «epojé», su «reducción eidética». Se despoja de todo por sí mismo. «La época del ser (escribe Heidegger) le pertenece a él mismo. Está pensada a partir de la experiencia del olvido del ser»[1174]. En otros pasajes insistirá en que el hombre olvida al ser y se entrega a la conquista y dominio de lo ente. Pero lo que debemos entender, lo más genuino del pensar heideggeriano, es que ese acontecimiento («el olvido del ser») ocurre porque el ser se sustrae. También se sustrae cuando «el pensar» cae «en las ciencias y la fe», lo cual «es el mal destino del ser»[1175]. Uno no puede negar que se trata de un pensar lleno de destellos y que Heidegger es, como dice muy atinadamente un gran amigo que tengo y lo admira, «un facho deslumbrante». Del modo en que se lo tome, de la disposición de ánimo con que se lo aborde, uno podrá o no acercarse a Heidegger, pero la modernidad era —para él— basura, y las fábricas y los obreros y los explotadores capitalistas y los comunistas y las huelgas y los mítines y todo esa batahola de la modernidad era (acaso encontramos la palabra, al menos, aproximada) exactamente eso, una batahola, es decir: ruido.

La crítica a la modernidad en Marx, que los estructuralistas y los post, creyeron reemplazar con no demasiados costos por la de Heidegger, se basa en que el «hombre es el ser supremo para el hombre». Marx habría mandado al diablo toda la charla de Heidegger sobre el «olvido del Ser». «Señores: ¿qué diablos es el Ser? ¿Alguien le vio la cara alguna vez? ¿Qué significa que “se sustrae”? ¿A dónde se va cuando lo hace? Si el ser se sustrae, ¿cómo nosotros y la historia y nuestras luchas pueden seguir siendo? Nosotros luchamos por causas concretas, por miserias reales. El capitalismo es un sistema injusto, expoliador. Esta es mi crítica a la modernidad capitalista». Este reemplazo de Marx por Heidegger expresa la tibieza de los estructuralistas ante la lucha de clases. Y, sobre todo, el aniquilamiento del sujeto práctico que podía ejercer esa praxis. Tenían mil razones para aducir que esa causa había fracasado en Rusia, en China y hasta en Cuba. ¿Y qué? Estaban claras las causas de tales fracasos. ¿Había que reemplazarlas por eso por la ontología de un filósofo al cual lo social, la explotación, la historia, las clases, las revoluciones lo tenían sin cuidado y solo proponía un pathos de la escucha a un Ser que habría, en última instancia de poseer al hombre, sin saber para qué diablos? ¿O alguien lo sabe? Heidegger es un poeta. Y malo. Es, posiblemente, un gran lector de poesía como lo dice George Steiner, pero sus poemas, pocos por suerte, son kitsch. El de Marx es el camino por librar al hombre de su miseria, de su desdicha. De aquí su crítica a la modernidad capitalista. El de Heidegger es el de conducirlo al encuentro subalternizado con el Ser. Sartre, que retoma a Marx con enorme creatividad, dirá, muy simplemente, «el ser libre de significación no se encuentra en ninguna parte en la experiencia humana». En este mundo humano, aborrecible y que nos obliga al compromiso de hacer algo por amenguar eso, esa aborrecibilidad, no nos podemos dar el lujo de huir al «claro» para estar abiertos a la palabra del Ser. Tenemos que estar en la calle. «Hombre entre los hombres, cosa entre las cosas». La escritora india «poscolonial» Gayatri Spivak, interrogada en Estados Unidos por un derrideano obstinado que deseaba hacerle decir si había o no había un «más allá» del texto, ofreció esta respuesta: «Provengo de la India. Las cuestiones que usted me plantea no se plantean ahí. Un niño, en India, tiene que defecar en la calle. Y luego mira atentamente sus excreciones porque, según los colores y olores que descubra en ellas, sabrá cuánto le queda por vivir»[1176]. Lo notable de esta sin duda incómoda y poco agradable historia es que el niño «lee» sus excreciones y ellas lo remiten a la vida o a la muerte. Fue la forma directa y brutal en que Spivak le dijo al derrideano que sí, que hay un «más allá» del texto. O que «esos» son los textos que se leen en India. De donde, ella, proviene.

Las diferencias son definitivas. ¿Saben por qué Foucault demora tanto en oponerle algo al poder que tan exhaustivamente desarrolló? Porque, siguiendo a Heidegger y a Nietzsche, eliminó al sujeto de la historia. Michel, el poder lo ejercen los hombres. Y las contraconductas, las resistencias también. Los hombres y las multitudes hambrientas, aunque sean ametralladas sin piedad, dejan su testimonio. Duele, porque se perdió una batalla. Pero habrá otra. Alguna vez triunfarán las masas de las manos vacías que te conmovieron en Irán. Y si no, habrán testimoniado al menos por la dignidad del hombre: luchar contra el poder. Tener la dignidad de no entregarse como corderos. O de amargarle un poco la fiesta a los poderosos.

Heidegger y el zen

En las sociedades occidentales de hoy lo que mide el éxito es el desarrollo económico. La incorporación inapelable, poderosa de la técnica, de la ciencia y de la voluntad capitalista de dominar, someter la naturaleza en beneficio del incesante crecimiento de la rentabilidad de ese sistema. No hay duda: si el éxito es eso, Japón lo ha hecho. Vayamos al centro de la cuestión: Tokio. Es el espacio del vértigo alucinatorio de la mercancía. El LSD del capitalismo terciario. Nueva York con mescalina. La existencia en el modo de la sobredosis. Aquí, más que a la película de Sofia Coppola (Perdidos en Tokio) conviene referirse a la de la alemana Doris Dörrie. Dos alemanes se pierden en Tokio y no consiguen tomar contacto con nada que recuerde a un ser humano. Es una ciudad monstruo. Con hombres objeto. Mujeres objeto. Objetos objeto. Luces que iluminan los objetos para vender objetos. No ha quedado, en todo ese inmenso espacio, nada que refiera a la naturaleza. Esto es, para muchos, el éxito de Japón. Acaso lo sea. Dentro de la modalidad tecnocapitalista de rapidez, inmediatismo, vértigo de la mercancía, remisión de todos los valores de la existencia a un único valor: el dinero, eliminación del tiempo, consagración de la fulminante hipervelocidad, salto incesante de una cosa a la otra, desarraigo absoluto, incomunicación, cosificación de la relaciones humanas y control técnico informático sobre los destinos de todos los sujetos-objeto que se descontrolan en el, sin embargo, implacable control de la ciudad-sistema. Tokio es la bandera del éxito, la avanzada de la civilización occidental. Ha llegado más lejos que Nueva York en la occidentoxicación de la vida. (Actualmente, en otro contexto cultural e ideológico se da un fenómeno igualmente espectacular en China).

Pero Japón ya no es Japón. Los japoneses para triunfar tuvieron que dejar de serlo. ¿Quiénes triunfaron entonces? Si los triunfadores de hoy ya no son japoneses, ¿quiénes son? No sabemos quiénes son y difícilmente lo sepan ellos. Lo que sabemos es que, cierta vez, alguien preguntó al monje budista zen Chao-Chou cuál era la verdad budista y el monje respondió: «Ciprés en el jardín». Algo cambió desmedidamente en ese país para que haya transitado ese camino. Japón pasó del «estar en la naturaleza» a la «voluntad de dominio». Del zen a la instrumentalidad capitalista. Del «estar» al no estar en ninguna parte: como el dinero, lo virtual, lo desterritorializado. Ese cambio civilizatorio posibilitó su triunfo. Ahora, ¿un país triunfa cuando ya no es lo que fue? Porque, cuando se habla (y siempre se habla), del fracaso argentino, al cabo lo que fracasó sigue siendo la Argentina. Pero en Japón, lo que triunfó ya no es Japón.

Cuando el maestro (¿zen?) Martin Heidegger cumplió ochenta años fue a visitarlo un filósofo japonés; fue, digamos, a sumarse a la celebración. El hombre se llama Koichi Tsujimura. Confiesa que ya no queda mucho en Japón de «filosofía japonesa». Acaso por eso haya ido a verlo a Heidegger a su refugio de la Selva Negra, ahí, en su «estar», en su «arraigo». Sospecha que la filosofía zen, ausente en Japón, palpita todavía en los bosques del patriarca. Voy a citar a este zen entristecido y nostálgico con la extensión que merecen sus palabras reveladoras: «Nosotros los japoneses, desde la antigüedad, somos, en cierto sentido, hombres naturales. Es decir, en modo alguno queremos dominar la naturaleza, mientras que, en cambio, querríamos vivir y morir, en la medida de lo posible, en una manera conforme a la naturaleza. Un hombre japonés corriente dijo en su lecho de muerte: “Estoy a punto de morir. Tal como las hojas caen en otoño”. Y un maestro zen, el progenitor, por decir así, de mi práctica zen personal, hallándose próximo a la muerte rechazó una inyección y dijo: “¿Para qué prolongar la vida de forma tan forzada?” En vez de tomar el fármaco bebió un sorbo de su sake preferido y serenamente murió». Con una certeza no, precisamente, ardua de obtener, Tsujimura concluye: «Bien mirado, aquí se advierte un llamativo contraste entre la antigua tradición espiritual japonesa y una vida determinada por la tradición espiritual europea. En suma, vivir y morir según la naturaleza: esto era, por decirlo de alguna manera, un ideal para la sabiduría japonesa antigua». Todo ha cambiado. Hoy, en alguna superhipermoderna clínica de Tokio, si el maestro zen pide sake, le dan quince inyecciones y le calcinan con láser el recóndito lugar de su cuerpo donde el mal pueda latir. Y seguramente lo salven, y el maestro zen volverá, entonces, a la vida pero quizá ya no a su sake.

Tsujimura dice que no es que los japoneses no tengan voluntad sino que en el fondo de la voluntad reina la naturaleza. «Por eso “naturaleza” en japonés era sinónimo de “verdad”». Todo cambió. «A partir de la europeización del Japón, iniciada hace aproximadamente unos cien años, hemos introducido con todas nuestras fuerzas la cultura y la civilización europeas en casi todas las esferas de nuestra vida. La europeización ha sido para nosotros una necesidad histórica a fin de conservar nuestra independencia en el mundo actual determinado por la voluntad. Pero, al mismo tiempo, en ello estriba el peligro de perder nuestra esencia peculiar. La europeización del Japón ha tenido lugar sin una conexión intrínseca con nuestra tradición espiritual. Desde entonces hemos tenido que sufrir en lo más profundo de nuestro ser una grave divergen cia entre nuestro modo de ser y de pensar conforme a la naturaleza y la manera occidental de vivir y de pensar determinada por la voluntad, que nos hemos visto obligados a aceptar». (Es necesario remarcar este giro: «nos hemos visto obligados». ¿Por quién? ¿Quién obligó a Japón a no ser ya Japón? Sin duda el colonialismo ha hecho mucho por esto y también los japoneses, inmensa mayoría, que no eran como Tsujimura). «Nosotros (confiesa dramáticamente Tsujimura), “japoneses europeizados”, debemos conducir más o menos una doble vida». Algo muy occidental, que un judío de Viena, el por completo occidental Freud, llamó esquizofrenia.

El tema es la identidad nacional. En el mundo globalizado y occidentoxicado de hoy es prioritario. Los planteos de Tsujimura (hechos, además, ante Heidegger, que pasa por ser el último filósofo universal, según Badiou y muchos más) son trágicos y transparentes. Luego, para satisfacción del Maestro, el pensador zen arremete contra Descartes quien, según dice toda la academia occidental, arrojó a este mundo a los terrenos del domino de la razón, de su instrumentalidad y de su voluntad de dominio. Si interpretamos al sujeto de Descartes como el surgimiento del sujeto capitalista, ¿cómo no estar de acuerdo? El Ego cartesiano unido a la voluntad de poder nietzscheana da «Irak». Da Imperio Global estadounidense. Da devastación de la naturaleza. Da desdén por el Protocolo de Kioto. Da armamentismo y «devastación de la tierra». ¿Qué se le opone a esto? Tsujimura dice: «Aquí tenemos que limitarnos a mencionar solo un aspecto de la notable relación entre el pensamiento de Heidegger y nuestro budismo zen». La relación («notable») se da en tor-no a la temática del «árbol en flor». Sigue Tsujimura: «Allí está el árbol en flor. Así habla Heidegger de algo tan simple como esto: “Estamos an te un árbol en flor y el árbol está delante de nosotros”». ¿Qué haría el homo tecnocapitalista de la voluntad?: talaría el árbol y construiría pa los de «abollar ideologías» para las laboriosas luchas represivas de los cuerpos policiales. En suma, armas para el Leviatán. ¿Qué haría el hombre de la naturaleza? Dice el maestro zen: «Frente a la simple cosa de que el árbol está en flor» nosotros (dice) tenemos que estar presentes ante él, ahí, donde está el árbol (lejos del campo de la ciencia y de la técnica), en el «suelo donde vivimos y morimos». Sigue Tsujimura y Heidegger, sin duda cuasi extasiado, escucha: «El budismo zen caracteriza esta situación de la siguiente forma: “El asno mira en el pozo y el pozo en el asno. El pájaro mira la flor y la flor mira el pájaro”». Y ahora vuelve a Heidegger, al Maestro de Friburgo y su meditación sobre el árbol en flor: «Al final del ejemplo del árbol en flor, Heidegger amonesta y reclama: “Finalmente se trata, antes que nada, de no dejar caer el árbol en flor, si no de dejarlo donde está”». Difícil que esta frase frene a la colosal industria de la madera. Todo es muy complejo. Heidegger no siempre tuvo tal exquisita sensibilidad por los árboles en flor. De hecho, en 1933 (y por mucho más tiempo aún) consideraba que el Führer encarnaría la función planetaria, auténtica, de la técnica. Jamás abandonó esta creencia. Fero quien pierde un Führer bien puede abrir sus oídos a un humilde maestro zen que traduce sus meditaciones del crepúsculo. Y, por fin, Tsujimura, retomando la amonestación de Heidegger («no dejar caer el árbol en flor sino dejarlo donde está»), concluye: «En otro contexto, pero en el fondo en el mismo sentido, también en el zen somos amonestados por la verdad del ciprés en el jardín: “No taléis, no quebréis aquel árbol exuberante; a su sombra fresca descansan los hombres”»[1177].

La glocalización

Tal vez haya algo de «poesía» en todo esto. Tal vez alguien añore estos paraísos perdidos. De todos modos, el país del cálido maestro zen Tsujimura arrasó y arrasará con todos los árboles en flor o con todo lo que un árbol en flor pueda metaforizar. Abrazar la concepción técnica, la cientificidad y la voluntad de poderío del capitalismo occidental le ha entregado un éxito que preocupa al mismísimo Occidente. También el país de Buda está trocando a Buda por Friedman, Hayek, Popper y quien quiera sumarse al capitalismo amarillo. Oriente hace lo que Occidente hace pero lo hace todavía mejor. El costo es mínimo: solo se trata de dejar de ser lo que se ha sido y ser despiadados taladores de árboles en flor. En suma, occidentales[1178].

Pese a cierta ironía que atraviesa el texto confieso que el camino que traza Tsujimura es el «otro» camino, pero está condenado. Sergio Kiernan (que admira a las grandes potencias coloniales, no en sus excesos, sino en su talante conquistador, en todo lo que llevaron a esos territorios que tomaron bajo su dura mano) cuenta así una historia típica del colonialismo: Había tres barcos norteamericanos frente a un puerto japonés, era el siglo XIX, mediados del siglo XIX, y los norteamericanos exigen a los japoneses que se rindan, que entreguen la plaza y abran espacio a la entrada de la Civilización Occidental. Tímidamente, se les allega un pequeño, delgado junco y tres japoneses suben a bordo y entregan una esquela al capitán. La esquela dice: «El ciruelo florece cuando la primavera es dulce». «Entonces», remata Kiernan, «los yankis los reventaron a cañonazos, tomaron la plaza y en tres meses los japoneses del villorrio tenían casas de material, agua corriente y medicinas occidentales para sus enfermos».

El capitalismo no tiene buenos modales. De todos modos, esta es una típica versión de las bondades «civilizatorias» del colonialismo. Falta decir que los norteamericanos se quedan con las materias primas de ese territorio que, primero, reventaron a cañonazos, que se llevan mano de obra barata y que meten en el villorrio la cultura «occidental» que barre con las tradiciones japonesas, con todo rastro de identidad culturas y hunde ahí las raíces de la razón instrumental, esa vieja conocida nuestra.

Se sabe, lo sabemos: el capitalismo no tiene buenos modales. Pero es-to no le preocupa. Tiene certezas absolutas. Ahí, donde entra, entra el Progreso. Lo que se ha visto, alo largo de la historia, no es solo que el Progreso de Occidente lleva consigo los horrores de la razón instrumental, sino que no hay «carriles de desarrollo». Que no hay «tren de la historia» del capitalismo. Que los países de la periferia conquistados por el colonialismo o el imperialismo se condenaron a seguir detrás de estos en tanto naciones eternamente postergadas, «en vías de desarrollo». Que el mundo que establece el Imperio es un mundo de inagotables desigualdades. El Imperio y sus adeptos en la colonia, en la periferia, argumentarán que ese atraso es, en primer lugar, lógico, ya que ha sido el Imperio el que arrancó del atraso a los territorios coloniales, y, en segundo lugar, es mejor que cualquier desarrollo «propio» o «autóctono» que esos territorios podrían haber tenido «vegetando por toda la eternidad fuera de la Historia». De la Historia de Occidente: la del Progreso, la de la Civilización. La Única. A esta altura de los tiempos —y luego de largas décadas de luchas por la descolonización— se ve como nunca antes que la razón instrumental no es capaz de organizar el planeta. Que las hambrunas, las enfermedades incontrolables, sin cura posible a causa de los royalties de los grandes laboratorios, que las catástrofes climáticas (que todos sabemos a qué se deben) y la extrema, extremísima pobreza, entregan a la humanidad a un mundo desigual y fatídico en que las mismas metrópolis que, antes, llevaban la Civilización a las colonias, a los territorios de la Barbarie, hoy tienen que protegerse de ella, porque la Barbarie las invade, porque los territorios que habrían de ser, según la ratio colonialista, según el relato de la historia de la colonización occidental, prósperos por unirse al «tren del progreso», que, en nombre de ese progreso los colonizaba, no tienen hoy ni tren ni progreso, sino solo desesperación y una codicia rabiosa, terrorífica y terrorista: arrojarse sobre los espacios de la prosperidad e instalarse en ellos, como sea, y si no destruirlos, aniquilar las ciudades y matar a sus ciudadanos con todo tipo de atentados que la vieja civilización de la infructuosa razón instrumental ya no sabe cómo detener, salvo al precio de un holocausto nuclear.

Admito que este es un panorama desolador. Pero no lo es menos la sencilla y cotidiana lectura de los diarios. Además, y pensemos seriamente esta cuestión, la mayoría de los filósofos que hemos estudiado avisaba, detrás o en el primer plano de sus planteos, que el horror podía estar, alguna vez, a las puertas de la historia. Kant podría haber dicho: «Si los ideales de la Ilustración no se realizan». Hegel: «Si el Espíritu no logra su autodesarrollo y autoconciencia racionales». Marx: «Si el proletariado es derrotado y no toma la historia entre sus manos». Freud: «Si la pulsión de muerte vence definitivamente a Eros». Heidegger: «Si se olvida por completo al Ser, si ningún dios viene a salvarnos, si continúa la devastación de la tierra». Adorno y Horkheimer: «Si las formas de barbarie se continúan sucediendo y el recuerdo y la memoria del Horror no las detiene». Benjamin: «Si el Ángel de la historia sigue siendo testigo de una historia de ruinas, si la historia continúa inmersa en la catástrofe, ni los muertos estarán a salvo». Sartre: «Si el hombre se sigue haciendo a sí mismo fabricando esclavos y monstruos». Foucault: «Si toda rebelión es inútil, si no hay contraconductas, resistencias contra el poder». Si todo esto ocurre, como, en efecto, ocurrió, el horror estará, como está, a las puertas de la historia. La «globalización capitalista» (que era la nueva panacea o el nuevo lenitivo que la elite estratégica de Occidente había encontrado para su historia de horrores) no hace sino fortalecer las identidades culturales y étnicas ahí donde penetra. Y no son las que celebra el amable Multiculturalismo académico. Son resistencias irreductibles. Se trata de eso que podríamos llamar glocalización[1179]. Habría un conflicto, un riesgo latente, constante, «una antítesis axial entre Jihad-world y Mc World (…) en la que el primer término figura como cifra de lo local, con sus tendencias a la “tribalización” y la “balcanización”, mientras que el segundo representa, en cambio, el logo de lo global con sus trends (tendencias) de homologación teconológico-publicitarias»[1180]. Estos temas son recientes y están en discusión. Pero creo que el concepto de glocalización solo tiene sentido sustancial, solo tiene el peso que le vemos encarnar en la historia actual, si le otorgamos el poder de expresar el fracaso de la globalización. El Imperio ya no agarra tan inocentes a las culturas que busca penetrar, incorporar o disolver. El concepto de Edward Said, orientalismo, es su mejor concepto, el más rico, y, a la vez, de una exquisitez extrema. Pasaje a la India, ah, esos sueños occidentales sobre ese Oriente que se abría y se entregaba con mansedumbre a la visión del Otro, del occidental. Orientalismo es, así, un concepto de Occidente. Para los orientales no existe el orientalismo. Lo mismo ocurre con el «Oriente» del Occidente de hoy, que lo considera solo como una parte singular de un universal que se realiza en esas singularidades: Occidente es el Todo y el resto es la Parte del Todo. Esta Parte, al no ser aceptada en su singularidad, al ser racial y social y políticamente considerada y valorada como eso que Occidente quiere que sea: su Otro, y que se le someta, no lo hace, no se le somete, sino que está dispuesta a pelear hasta el fin contra ese Occidente que es un Falso Todo, puesto que solo puede universalizarse negando la singularidad. Todo esto lleva a un enfrentamiento irresoluble y cercano a un Apocalipsis parcial o total (¿existen, además, apocalipsis parciales?) que la diplomacia y la ONU, burladas y humilladas por la Administración Bush o, sin más, por los Estados Unidos en sus guerras recientes, se muestran débiles, patética o francamente parciales en favor del Occidente «civilizatorio». Glocalización significa que hay una diferencia en-sí. Y que esa diferencia, ante todo, levanta sus diferencias identitarias: las culturales y las étnicas. Se podrá decir, como se ha dicho, que, ahora, estamos ante una lucha de civilizaciones, ante una lucha de culturas, ante una lucha de concepciones del mundo, ante una lucha religiosa, ante una lucha de terrorismos (el terrorismo y el Imperio del contraterrorismo). Pero también se podrá decir que el conflicto Jihad-world/Mc World es la expresión de la lucha de clases en el siglo XXI. O, sin duda, una de ellas. Y la más vehemente.

Europa no tiene ya nada que hacer con su sujeto. De hecho no lo encarna más, o no centralmente, sin duda. Es socia menor de quien encarna hoy los poderes formidables de la centralidad cartesiana. Pero esos poderes están increíblemente fortalecidos. Y ya lo veremos cuando, pese a todo lo que hemos dicho al analizar los lúcidos escritos de Baudrillard, desarrollemos nuestra teoría del Sujeto Bélico Comunicacional. Del nuevo Sujeto Absoluto. Descartes-Hegel y Nietzsche se encarnan hoy en el águila norteamericana (que es el «ave de rapiña» de la «genealogía de la moral») que le ha declarado la guerra al mundo entero y está dispuesta a conquistarlo para defenderse de él.