Clase 2
La filosofía como asesino serial
Razón y revolución
Aquí estamos: a las puertas del Discurso del método, el texto que —según nuestra interpretación— es a la subjetividad capitalista lo que la conquista de América fue para el fortalecimiento de ese sistema por medio de la expoliación de las colonias. Entremos en algunos pasajes decisivos del texto cartesiano. Empieza diciendo algo muy obvio: lo único que nos distingue de las bestias es la razón. Por lo tanto va a interrogar a la razón, va a ir en busca de la razón. «Sé cuán expuestos estamos a equivocarnos cuando se trata de nosotros mismos y cuán sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos que se pronuncian en nuestro favor»[2]. Va a narrar lo que él dice es una fábula: «Propongo este escrito tan solo a modo de historia o, si se prefiere, de fábula»[3]. Y luego Lyotard, en su «Misiva sobre la historia universal», va a tratar a todos estos sistemas de conocimiento como «relatos». Y va a hablar de la muerte de los grandes relatos. Este que aquí inaugura Descartes es un relato, el gran relato del hombre y su relación constitutiva con la historia. «Me embargaban —dice Descartes— tantas dudas y errores que procurando instruirme no había conseguido más provecho que el reconocer más y más mi ignorancia»[4]. Esto es socrático. Quiero decir: los filósofos suelen partir de un estadio de ignorancia. También se da en Nicolás de Cusa y su texto sobre la docta ignorancia. Sigamos con Descartes: «Pasaba todo el día solo y encerrado, junto a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para entregarme por entero a mis pensamientos»[5]. Esta es una imagen que, en el terreno popular, perdurará del filósofo: solitario, alelado de las pasiones, junto a una estufa y pensando. Descartes sigue su relato. Voy a hacer una lectura de algunos textos: «Por lo que toca a las opiniones que había aceptado hasta entonces lo mejor que podía hacer era cometer, de una vez, la empresa de abandonarlas»[6]. Esto es muy importante y es un sabio consejo para nuestros tiempos. «Para sustituirlas por otras mejores o aceptarlas de nuevo cuando las hubiese sometido al juicio de la razón»[7]. O sea, con lo que sabemos podemos hacer dos cosas: o lo abandonamos o lo aceptamos; pero ambas actitudes solo pueden ser esgrimidas luego de someterlas al «juicio de la razón». «Mis designios no han sido nunca otros que reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que sea enteramente mío»[8]. Aquí, en esta remisión al yo, está la revolución cartesiana: «Mis propios pensamientos». Y no deja de asomar el poderoso eurocentrismo que marca toda la filosofía occidental. «Un mismo hombre, poseyendo idéntico espíritu, si se ha criado desde niño entre franceses o alemanes llega a ser muy diferente de lo que sería si hubiese vivido siempre entre chinos o caníbales»[9].
Este texto (el que postula la supremacía del sujeto) solo puede surgir en el centro de Europa, en el corazón del saber, no «entre chinos o caníbales». Conclusión: la razón es europea. Porque este proceso filosófico-histórico (y, desde ya, antropocéntrico y fonocentrista) que vemos surgir con Descartes, que se va a dar con Kant, con los pensadores de la Ilustración, con Hegel, es el apoderamiento de la realidad por parte de la burguesía europea, del capitalismo burgués europeo.
Descartes pone el yo, con lo cual pone al hombre, pero todavía para derivarse a la realidad externa le pide permiso a Dios. Más o menos así razona: «Hay cosas fuera de mi conciencia. Yo las veo. ¿Cómo demostrar su existencia? Si las veo, es porque existen; de lo contrario Dios me engañaría y Dios no puede engañarme». Descartes acude a la «veracidad divina». ¿Esto qué significa? En el plano político (más que en el económico) la burguesía estaba lejos de tomar el poder. Por eso el saber cartesiano no es un saber totalizador, no es un sujeto absoluto. En Kant existe la cosa en sí, aquello a lo que el conocimiento no puede llegar, porque tampoco con Kant la burguesía tomó el poder. En consecuencia, no instaura un saber total. Los iluministas van a decir: la historia no garantiza nada, la historia es un campo anárquico que hay que transformar.
¿Cómo hay que transformarla? De acuerdo con la razón. ¿Quién es la razón? Somos nosotros, dicen Voltaire, D’Alambert, Diderot, Rousseau. Ergo, hay que hacer la Revolución Francesa. La Revolución Francesa significa la toma del poder político por parte de la burguesía, clase que ya se había adueñado del poder económico. En Europa, la burguesía, desde el traspaso de los feudos a los burgos, se va adueñando del poder económico en la base de la sociedad, pero el asalto al poder político se da con la Revolución Francesa. Y con ella la burguesía europea pasa a tener el poder político y el poder económico. De inmediato viene Hegel e instaura el sujeto absoluto.
Es fundamental entenderlo porque hay una interrelación profunda entre el movimiento del saber filosófico y el movimiento del asalto de la burguesía al poder en tanto totalidad. Señalar que el conocimiento va avanzando y se le va animando a la materialidad en la medida en que la burguesía capitalista se va apoderando de esa materialidad. Cuando se apodera, cuando toma el poder político unido al poder económico, Hegel, que es el pensador de la Revolución Francesa, va a instaurar el sujeto absoluto y va a decir: la realidad y el sujeto son lo mismo. ¿Cuál es la postulación fundamental de Hegel? Todo lo real es racional, todo lo racional es real. La identificación entre el sujeto y la realidad. Se acabó no solo la recurrencia a la veracidad divina sino la cosa en sí kantiana. Ya no hay cosas en sí, podría decir la burguesía hegeliana: todas las cosas son nuestras. (Ya veremos la formulación de Marx: todas las cosas son mercancías). El sujeto es real y la realidad es subjetiva porque la burguesía se apropió de la totalidad del poder. De aquí que Hegel diga: la historia terminó. Es el primero que mata la historia. Fukuyama es solo un hegeliano tardío, mediocre y chino —como diría Descartes—. Pero Hegel es el primero que dice: la historia terminó. No es que no vaya a seguir, pero la historia terminó porque la burguesía capitalista se ha adueñado totalmente del poder. Y luego viene Marx y dirá que la historia sigue, porque la burguesía capitalista, al adueñarse de la historia, engendra su propio enterrador: el proletariado. Resta otra historia (que Hegel, en tanto filósofo de un Estado reaccionario, se negó a ver o no pudo ver). La historia en que el proletariado enterrará a la burguesía y suprimirá la sociedad de clases. Tampoco nosotros hemos visto esa historia. Pero Marx, en 1848, cuando publica el Manifiesto comunista, la consideraba irrefutable.
Esta interpretación del avance de la burguesía europea y la relación que el sujeto tiene con ella fue una propuesta temprana de un temprano libro que escribí entre 1970 y 1974 y hasta un año más, y recién publiqué (por razones que conocemos y hemos padecido: el Reich argentino) en 1982. Sigo manteniendo su validez epistemológica. Sobre todo si filosofamos en situación. Si filosofamos periféricamente. Como pensadores «situados» en América Latina. Pocos, como nosotros, hemos sufrido las crueldades de la razón instrumental europea. Volveremos sobre este tema —central en este texto— pero no es casual que nos acompañe desde nuestros años tempranos. Lo cual, por otra parte, muestra que uno ha cambiado muchas ideas, pero no todas. Quiero decir: no las fundamentales. Somos parte de Occidente en la modalidad de periferia saqueada. El sujeto dominador del capitalismo se expresó ya en la conquista de América. En la «acumulación originaria del capital». No en vano nos ocupamos tanto de la filosofía europea. Ella se ha ocupado mucho de nosotros. Conocerla a fondo es conocer nuestra condición. Somos —aun contradictoriamente— lo que el sujeto de la modernidad capitalista hizo de nosotros. El temprano ensayo al que me refiero es Filosofía y nación. Para algunos, un libro «setentista». Para otros, «un clásico que bien puede descansar en la serenidad de un clásico». Para nosotros, aquí, un texto que seguimos escribiendo. Y del que aconsejo leer, al menos, el capitulo acerca de la historia social y política de la filosofía europea[10].
Lateralidad
En el que considera el mejor de sus libros, Slavoj Žižek hace un resumen acertado de la importancia actual del «sujeto cartesiano». Lo cito: «Un espectro ronda la academia occidental… el espectro del sujeto cartesiano. Todos los poderes académicos han entrado en una santa alianza para exorcizarlo: (…) el desconstructivismo posmoderno (para el cual el sujeto cartesiano es una ficción discursiva, un efecto de mecanismos descentrados); los teóricos habermasianos de la comunicación (que insisten en querer pasar de la subjetividad monológica cartesiana a una intersubjetividad discursiva) y los defensores heideggerianos del pensamiento del ser (quienes subrayan la necesidad de atravesar el horizonte de la subjetividad moderna que ha culminado en el actual nihilismo devastador) (…) los “ecólogos profundos” (quienes acusan al materialismo mecanicista cartesiano de proporcionar el fundamento filosófico para la explotación implacable de la naturaleza); los (pos)marxistas críticos (quienes sostienen que la libertad ilusoria del sujeto pensante burgués arraiga en la división de clases) y las feministas (quienes observan que el cogito supuestamente asexuado es en realidad una formación patriarcal masculina)»[11]. Acaso por su (se dice) inminente radicación en nuestro país, Žižek se entere de otras posiciones. De las que andan entre nosotros. En este texto, por ejemplo. Nosotros no tuvimos sujeto cartesiano, el sujeto cartesiano nos tuvo a nosotros. La expoliación de nuestro continente posibilitó la acumulación originaria que hizo posible a la burguesía, que hizo posible, a su vez, al sujeto cartesiano. Nunca tuvimos un sujeto fuerte, mal podríamos querer deconstruirlo. Estamos, por el contrario, empeñados en su construcción. Todavía y pese a todo. Esa construcción es nuestra utópica identidad. De aquí que sea central nuestro estudio de la filosofía de Occidente. Esa filosofía, en la modalidad de lo periférico, constituye nuestra identidad. Tenemos una identidad periférica. Acaso la mayor ambición de este trabajo sea acercarnos a una posible ontología de la periferia. Y sí: volveremos, también, sobre esto.
Lateralidad
El gran deconstructor del sujeto cartesiano será Heidegger. A él se remitirán todos los que vendrán después, lo confiesen o no. El maestro de Alemania escribe: «Debemos entender esta palabra, subjectum, como una traducción del griego hypokéimenon. Dicha palabra designa a lo que yace ante nosotros y que, como fundamento, reúne todo sobre sí (…) Pero si el hombre se convierte en el primer y auténtico subjectum, esto significa que se convierte en aquel ente sobre el que se fundamenta todo ente en lo tocante a su modo de ser y su verdad. El hombre se convierte en centro de referencia de lo ente como tal»[12]. En el tomo II de su Nietzsche el Rektor de Friburgo desarrollará con mayor hondura y agresividad su concepción del sujeto cartesiano como sujeto de la dominación que inaugura la modernidad. La centralidad cartesiana adquiere la figura cuasi ominosa de la «caída». O, si se quiere, del pecado. El hombre se extravía para el Ser cuando se pone en la centralidad y se entrega —instrumentando la técnica— al dominio de los entes. Todo se transforma «en negocio». Heidegger se constituye, de este modo, en un crítico tenaz del tecnocapitalismo. ¿Como Marx? Sí y no. Veremos esto más adelante.
Qué es la filosofía
Ahora tenemos que formular una pregunta insoslayable. Volvamos nuestro pensamiento sobre la propia disciplina en la que estamos incurriendo. Al hacerlo surge una pregunta que —según veremos— es, en sí misma, filosófica. Esa pregunta es: qué es la filosofía.
Se trata de darle respuesta. Esa pregunta no es inocente, es filosófica. Cuando la filosofía se pregunta por su condición esa pregunta forma parte de ella. Las ciencias no se preguntan por sí mismas. Hay una polémica y hasta algo agresiva frase de Heidegger: «La ciencia no piensa». Aquí diremos: la filosofía es el saber que se hace cargo reflexivamente de los otros saberes. Cuando uno dice qué es la química, qué es la física, qué es la física atómica, la física cuántica, ahí, cuando hacemos eso, tenemos las filosofías de las ciencias. Cuando preguntamos qué es la anatomía, cuando preguntamos qué es la genética, cuando preguntamos qué es el átomo, no estamos haciendo una pregunta física, científica, estamos haciendo una pregunta filosófica. Lo mismo cuando nos preguntamos por el derecho, por la historia, por la política. De aquí que el subtítulo de estas clases sea «Del sujeto cartesiano al sujeto absoluto comunicacional».
El planteamiento, este planteamiento, es muy desafiante. Lo es, sobre todo, en el momento actual de la filosofía porque la propone como un saber totalizador. Es decir, la filosofía —tal como la vamos a plantear, desde aquí— se plantea como el saber que totaliza todos los saberes. El saber que reflexiona sobre todos los demás. Por ejemplo: cuando los científicos —a los que curiosamente se les suele llamar sabios— como, por poner un par de nombres, Einstein u Oppenheimer, ven el estallido de las bombas en Hiroshima y Nagasaki dicen «Caramba, qué hemos hecho». La cuestión podrá atormentar a unos más que a otros, pero la pregunta se la han formulado todos, ya que nadie esperaba tal devastación. Nadie esperaba el uso político-militar del átomo. Los científicos trabajan con el átomo, le entregan la bomba a los guerreros y los guerreros causan estragos que ellos no preveían. La política —transformada aquí en guerra de exterminación— se adueña de la ciencia, sin que ella lo sospeche. La ciencia es instrumentada.
Volvemos, entonces, a la frase de Heidegger: «La ciencia no piensa». La afirmación nos suena más cercana a la dolorosa verdad. La ciencia no se piensa a sí misma, sino que va hacia adelante estableciendo, ante todo, lo verificable, que es su típica elemental. Pero la pregunta del por qué y el para qué de la ciencia o de las distintas disciplinas es una pregunta que corresponde a la filosofía. Al pensar que asume reflexivamente cada acto de trascendencia. Con lo cual no vamos a reducir la filosofía al ámbito académico. No nos vamos a preguntar incansablemente por el ser, o por el lenguaje. No vamos a lanzar frases provocativas y peligrosas como «no hay más allá del lenguaje», sino que abiertamente vamos a proponer la filosofía —en su sentido originario griego— como el saber de los saberes. Ahora esto lo vamos a ver en detalle.
Lo que tiene de particular el programa que armé… Pero veamos: apareció la palabra «armar». La palabra «armar» tiene su sentido aquí. Un programa armado como este se pregunta: qué es la filosofía. Esta es una pregunta típica de la novela policial. Si nos derivamos del qué al quién le damos su relevancia a la pregunta clave de la novela policial clásica de enigma. Esa pregunta es: quién lo hizo. Los norteamericanos definen a esto con la contracción whodunit. Que es «quién lo hizo». Esto es lo que define a la novela policial clásica. Es decir, quién es el asesino. Acá, desde el vamos, nosotros sabemos quién es el asesino. El asesino es la filosofía. La filosofía —en uno de sus aspectos centrales— es un asesino serial. Mostraremos que tiene una obsesividad por provocar destrucciones, deconstrucciones, destotalizaciones o directamente muertes.
Nosotros vamos a analizar brevemente al sujeto cartesiano. Al hombre como centralidad. Y también la muerte de Dios en Nietzsche. Dios como centralidad, como supuesto metafísico sobre el cual ya es imposible basarse. Y después vamos a ver las distintas muertes que han estado de moda en los últimos 30 años en la filosofía. Incluso ustedes saben que desde el triunfo del neoliberalismo, la caída del Muro, murieron muchas cosas o su muerte fue decretada. Murieron los grandes relatos, murió la historia, murió, por supuesto, el comunismo, murió la Revolución, murieron las ideologías, murieron la utopías, murió el humanismo, murió el sujeto, murió el logocentrismo, murió el fonocentrismo, murió el autor, murió el estilo. Y esto tiene un gran momento que surge con Foucault, quien, en su libro Las palabras y las cosas, propone la muerte del hombre. La propuesta de Foucault suena provocativa. Pero tenemos que incorporar la provocación a la filosofía. Cada filósofo que viene, viene para matar a los filósofos anteriores. En realidad esto es muy humano y muy legítimo. Cada generación que viene, viene para superar a la anterior, para matarla en ese sentido al menos. Pero, de todos modos, hay una unidad en la filosofía, aunque esa unidad no es lineal y la vamos a ir rastreando. Lo que vemos en este programa es que su primera parte define a la filosofía como un asesino serial. Esto nos lleva, como dije, al terreno de la novela policial. Y esto nos compromete a definir qué es un asesino serial para que sepamos por qué llamamos así a la filosofía. Este tema es uno de los más filosóficos que voy a tomar seguramente a lo largo del curso.
Las filosofías académicas norteamericanas que más éxito han tenido en los últimos años son las filosofías deconstructivistas, que se basan en Derrida, quien se basa, a su vez, en Heidegger. Qué es la filosofía o Qué es eso de filosofía es un texto de Heidegger. Por su título advertirán que tiene mucho que ver con nuestro tema. Yo, como unos cuantos, me inclino por el título Qué es eso de filosofía. Was ist das - die Philosophie? Ese «eso» es muy heideggeriano: señala la cosa implicada en la pregunta. Acá voy a mencionar un texto de Heidegger que remite a un parágrafo de su obra de 1927, Ser y tiempo. Se trata del parágrafo sexto, donde aparece el concepto de destrucción, que es el que los deconstructivistas van a tomar para armar las filosofías de la deconstrucción. Vamos a ver este camino, hacia dónde lleva. Voy a anticipar hacia dónde lleva. Hay dos maneras de exponer una cosa: o sorprender o anticipar el final. Al anticipar creamos la angustia sobre cómo vamos a llegar a ese final. Esto es lo que hacía Alfred Hitchcock. Definía así al suspenso: hay dos hombres hablando y una bomba bajo la mesa. La bomba va a explotar dentro de diez minutos. Si yo los filmo y de pronto hago explotar la bomba y vuelan los dos tipos causo en el espectador un impacto formidable, una gran sorpresa, un shock. Pero si le hago saber al espectador que debajo hay una bomba y subo la cámara, entonces, en tanto estos dos señores, los dos personajes, hablan de todas las infinitas banalidades del mundo, nos vamos a angustiar muchísimo más porque vamos a ver la pateticidad de los últimos minutos de dos personas que están por morir pero hablan del cultivo de orquídeas.
Heidegger, Jack el Destripador: el concepto de destruktion
Ahora bien, los conceptos destrucción y deconstrucción los voy a tomar ahora para remitirme a Jack el Destripador, the Ripper, que es una figura central en este curso aunque no está en el programa porque tal vez si lo ponía muchos habrían dicho cómo va a ser serio un programa de filosofía donde figura Jack el Destripador. Aunque —como no creo que me importe que eso se diga— será solo por distracción u olvido que no lo puse. No obstante, podríamos decir que fue un gran filósofo analítico o, si se quiere, el adalid de la deconstrucción, ya que creó la frase: «Vamos por partes». Calma, nada tiene sentido si no tiene humor.
Bien, Heidegger dice: «Este camino hacia la respuesta de nuestra pregunta [Qué es eso de la filosofía] no es una ruptura con la historia, no es una negación de la historia, sino una apropiación y transformación de lo transmitido por tradición. Tal apropiación de la historia es lo que se alude con el título de “Destrucción” (Destruktion)»[13]. Heidegger señala que el sentido de esta palabra está claramente abordado en el parágrafo 6 de Ser y tiempo y añade: «Destrucción no significa aniquilar, sino desmontar, escombrar…»[14] Desmantelar. Nada más que esto por ahora: que destrucción no es aniquilar, sino desmantelar, desmontar. Si les gusta «escombrar», que suena atractiva, la dejamos, es correcta. Con lo cual está anticipando, Heidegger, el término «deconstrucción» que va a significar algo parecido a lo que él dice. Si el término «destrucción» fuera aniquilar, sería simplemente matar, pero en realidad el término «destrucción» lo plantea Heidegger para poder después volver a construir y reconstruir en todo caso. Hay algunos filósofos que lo hacen y otros no. Encuentran en la fragmentación infinita, en la interpretación infinita (en la infinita hermenéutica), en el preguntar infinito, el sentido de la filosofía.
También quiero aclarar que no será casual que las preguntas abunden en nuestra exposición, porque quizás estemos diciendo desde ya que el sentido final de la filosofía es preguntar más que responder. Con lo cual es bueno insistir con que este curso no va a curar a nadie. Lo digo por algunos panfletos más o menos dilatados que han aparecido por ahí. Presumo que se está tratando de hacer de la filosofía una especie de rama elegante o semierudita de la autoayuda. Es una de las tantas canalladas de estos tiempos devaluados. He visto libros que dicen La filosofía sanará tu vida o Más Platón y menos Prozac. Bien, si alguno de ustedes está realmente deprimido consulte a un buen psiquiatra y lo más probable es que le recete un Prozac o algunos de los muy buenos antidepresivos que hay. Si les da Platón, el tipo está loco. Hay páginas de Platón que podrían deprimirlos severamente. La filosofía tampoco tiene por qué dar respuestas edificantes ni tranquilizar angustias diversas. Al contrario, se propone crearlas. Por lo cual no nos vamos a subir a esa corriente curativa de la filosofía que se despliega en estos tiempos tan livianos. En rigor, la filosofía viene a preguntar y no a responder. O, sin duda, pregunta mucho antes de animarse a las respuestas. De aquí que, ante todo, nos preguntemos por la misma filosofía. Lo hacemos para indicar que la filosofía viene a problematizar más que a calmar, viene a incomodarnos; la filosofía, por ejemplo, viene a preguntar cosas que los animales no se preguntan y en este sentido el hombre es el ser más patético de la creación y a la vez el más conmovedor porque es el único que muere y sabe que muere, es decir, que a la muerte le añade la conciencia de la muerte, lo cual es muy difícil de sobrellevar. Somos finitos en medio de la infinitud, imperfectos en medio de la perfección. Es por la finitud del hombre que existe la filosofía y existen las religiones y todos sus sustitutos. Y, sobre todo, ese señor al que se recurre tanto: Dios.
Ahora volvamos a Jack el Destripador. Este planteo nuestro que propone a la filosofía como un asesino serial nos lleva a una pregunta insoslayable: ¿qué es un asesino serial? El concepto apareció digamos en los últimos 30 años. Tiene un punto alto en la novela American Psycho. O en notorios films como El silencio de los inocentes. Pero el primero y más grande asesino serial de la historia es Jack el Destripador. Tiene la excepcional característica del misterio de su desaparición histórica. No lo agarraron nunca. Jack el Destripador efectivamente deconstruía a sus víctimas. Escribía notas a la policía: «Les envío un riñón de la víctima. El otro no. Me lo comí». De aquí surgen las características antropofágicas de Hannibal Lecter. ¿Cuáles son las características distintivas del asesino serial? ¿Las tiene? Sí. Y son dos. Primero: Que mata de una manera igual o muy semejante siempre. Segundo: Que deja una señal unívoca de que ese asesinato le pertenece. Jack el Destripador destripaba y solía mandar cartas a la policía. Las cartas las mandaba en unos paquetitos y la más famosa es la que mencioné: la del riñón.
Jack es notable porque aparece en un momento muy sobredeterminado de la literatura inglesa. Un momento en que está Stevenson con Mr. Hyde. Y está Conan Doyle con Sherlock Holmes. Es la época victoriana, fin de siglo, la niebla de Londres y los crímenes en la niebla. Jack el Destripador tenía la característica de matar prostitutas en el barrio prostibulario de Whitechapell. Mataba prostitutas y las destripaba. Y así llegó a establecer una serie. Lo que tiene de horrendo la serialidad es que tiende a no distinguir entre las víctimas. Se piensa más en el asesino que en las víctimas. La figura del asesino cubre el dolor de la muerte de las víctimas, las víctimas pasan a integrar parte de una serie. Yo escribí una novela que se llama Los crímenes de Van Gogh. Es sobre un asesino serial. Se tradujo en seguida en Holanda porque causó curiosidad. ¿Había sido Van Gogh un asesino? No, se trata de un asesino fanático por el cine. Decide escribir un guión cinematográfico basado en hechos reales. Ahora bien, los hechos reales decide crearlos él mismo. Decide crear la realidad. Comete los crímenes y escribe un guión, basado en hechos reales que él comete, y piensa ofrecer a una ejecutiva norteamericana que, él lo sabe, ofrece tres millones de dólares por un guión de ese tipo. Bien, no tiene sentido que nos demoremos más en esto. Solo trato de señalar la característica del asesino serial: su individualidad, sus crímenes son suyos porque solo él los comete así. De este modo, Van Gogh mataba y, a sus víctimas, les arrancaba una oreja. Con esa oreja sangrante escribía Van Gogh en una pared o en el suelo.
A Jack el Destripador —según dije— no lo agarraron nunca y a los otros asesinos seriales a veces sí, a veces no. De Jack se sospecha que era un médico porque los cortes eran muy precisos, eran cortes de un profesional, no era un destripador cualquiera. Tampoco Jacques Derrida va a ser un destripador cualquiera, sino temible. Y de Heidegger ni hablar, el maestro de todos. Como vemos, la filosofía destripa muy bien. En ese sentido su semejanza con el faenador de Whitechapell no tiene por qué ocultarse.
Como ya dije, es la novela policial —o cierta novela policial, según veremos— la que plantea la cuestión de esa pregunta: ¿quién lo hizo? Este preguntar se da más en la llamada novela policial clásica o de enigma. En rigor, la novela policial británica. El citado Conan Doyle, Dorothy Sayers o Agatha Christie. Son estos autores los que aparecen en la gran colección que dirigen Borges y Bioy para Emecé y a la que llaman «El Séptimo Círculo». El séptimo círculo del infierno es el lugar reservado para los asesinos. De aquí que Borges —gran lector de la obra de Alighieri le pone ese nombre a la serie, con gran entusiasmo de Bioy, conjeturo. Borges amaba verdaderamente la novela policial y decía de ella que no tenía el prestigio del tedio. Una conceptualización ingeniosa y precisa.
Esta novela policial clásica o de enigma se caracteriza por el rigor del detective. Es este, en efecto, quien posee la racionalidad. Sherlock Holmes, al descubrir a un asesino, jamás cree estar en presencia de un desajuste social, sino de un mero desajuste individual. No es la sociedad sino el asesino el que se ha desquiciado. De aquí que una vez atrapado y entregado a la justicia todo siga igual. Como diría el Foucault de Vigilar y castigar, la sociedad mantiene su contrato al costo de encerrar a los delincuentes y mantiene su fe en la razón al costo de encerrar a los locos en los manicomios. (Esto se ve más en la Historia de la locura en la época clásica). O sea, el costo de la racionalidad que expresa el equilibrio social es la negación, la marginalización de los asesinos en las cárceles y los locos en los manicomios. Confinando a los delincuentes, la sociedad conquista su transparencia y el contrato social es posible. Confinando a los locos la razón puede seguir creyendo que es soberana. ¿Nos arriesgaríamos a decir que la lupa de Holmes es hermana del panóptico foucaultiano? El panóptico es ese lugar que se ubica en el centro de las prisiones y desde el cual los custodios ven a los presos pero ellos no ven a los custodios. La lupa de Holmes —al ver las huellas que lo llevarán al asesino— ve al asesino. O, al menos, las huellas que ha dejado y lo condenarán. El asesino no ve a Holmes.
Un detective como Sherlock Holmes es un detective del Poder, un detective de la Reina. Holmes tiene una máxima muy rigurosa: cuando lo imposible ha sido descartado, lo que queda, por improbable que sea, es la verdad. O sea, la razón analítica del detective se ocupa de descartar lo imposible; cuando descubre lo que queda… lo que queda es el culpable. Lo entrega a las instituciones policiales, que son las instituciones que custodian a la sociedad, y todo vuelve a estar bien. En la novela policial negra norteamericana —la de Hammet, la de Chandler y la de Goodis, por citar solo algunos— el desquiciado, más que en el asesino, está en la sociedad entera. Toda la sociedad está desquiciada. Aquí el detective participa de la turbia moral de la sociedad capitalista. Por ejemplo, el detective de Chandler, Philip Marlowe, participa del desequilibrio social. No por eso uno debe creer que estas novelas —como se dijo en algún momento— eran profundas críticas al sistema de producción capitalista. O, también se dijo, «el asesino, en la policial negra, es el sistema de producción capitalista». No es así. Estas novelas pueden criticar al capitalismo pero no se proponen superarlo. Y menos por un sistema socialista como sugerían esas lecturas. Un tipo como Raymond Chandler, que era muy escéptico, dice no, no, no, me niego, yo no tengo nada que ver con el comunismo. Philip Marlowe tiene tanta conciencia social como un caballo; tiene conciencia personal, que es algo por completo distinto. A Philip Marlowe no le importa ni quién es el Presidente. A mí tampoco, dice Chandler, porque sé que será un político. Hubo, sigue, alguien que insinuó que yo podría escribir una buena novela proletaria: en mi mundo limitado no existe ese animal. Y si lo hubiera, yo sería el último en apreciarlo, dado que soy por tradición y largo estudio un completo snob. Es decir, Chandler rechaza la idea de que la novela policial dura venga a cuestionar algo. Acaso, y creo que sí, cuestione a la sociedad capitalista pero, sobre todo, dice: esto es así, es terrible, nauseabundo, es una calamidad, pero sé, a lo sumo, describirlo, narrarlo, no imagino siquiera algo que lo reemplace. Hay aquí, subyaciendo, una concepción muy pesimista del hombre.
Regresemos ahora a la pregunta ¿qué es la filosofía? Debíamos aclarar las cuestiones que —supongo— quedan aclaradas porque estas clases podrían llevar como otro posible subtítulo: «La filosofía como asesino serial». Ahora paso a otro punto de partida. Es el punto de partida áspero, básico, torpemente desacreditado por un saber snob, de los diccionarios. Yo recomiendo fervorosamente el uso de los diccionarios porque hay como una especie de arrogancia en no usar los diccionarios: ni de psicología ni de filosofía. Yo uso con frecuencia un diccionario sobre términos de Lacan. Y acaba de aparecer uno excelente sobre el vocabulario de Foucault de un filósofo argentino, Edgardo Castro.
Hay cosas que son difíciles, hay cosas que implican esfuerzo y la filosofía no es fácil. Es una disciplina que se caracteriza por la búsqueda del rigor conceptual. Esto nos puede llevar a elegir dos caminos. Uno: alejarnos por completo de la realidad a través de una técnica de operación sobre ella que no contamine nuestro conocimiento con la suciedad de la historia. Dos: optar por la célebre fórmula de Marx. La undécima tesis sobre Feuerbach: hasta el día de hoy los filósofos, de una u otra manera, se han encargado de interpretar el mundo, de lo que se trata es de transformarlo.
Se le ha objetado a Marx que esta frase supone un desdén por la filosofía. No es así. Marx quiere añadirle a la interpretación de la realidad su transformación. Claramente está diciendo que la realidad no se puede transformar si antes no se consigue inteligirla, interpretarla. O sea, que filosofía y realidad van juntas. La filosofía consiste en interpretar la realidad y también consiste en transformarse en praxis. La praxis es filosofía devenida realidad política transformadora de la realidad social, o, en rigor, de toda realidad. Entonces lo que Marx va a impulsar es esta materialidad de la filosofía. La filosofía no consiste solo en pensar sino que consiste en pensar para transformar. Porque para Marx lo iluminado por ese pensar va a ser esencialmente injusto. Para otros filósofos es justo y ahí se detiene la cosa. ¿Por qué voy a transformar una realidad con la cual estoy de acuerdo? Esto es lo que diferencia a un pensador de derecha. En general, está de acuerdo con el estado general de las cosas. En el pensador de izquierda hay un des-acople. Digamos una incomodidad profunda entre él y la realidad. Y esta incomodidad se agrava a medida que la piensa. Porque a medida que la piensa va descubriendo que esa realidad es todavía más injusta y, en consecuencia, el conocimiento requiere paralelamente una praxis de transformación aun más honda.