Clase 1
Descartes: el sujeto capitalista
Es hora de volver a la filosofía. A la filosofía como disciplina que se hace cargo —reflexivamente— de todas las disciplinas. A un saber de saberes. A un saber de agregaciones. O a un saber que busque, sin vergüenza, con ambición y hasta insolentemente, la totalización de los saberes; totalización que jamás estará «cerrada», dado que el saber no cierra nunca y cuando cierra deviene totalitario. Es hora de abandonar la filosofía como ámbito de expertos, como especialidad académica, como aristocracia recluida en cualquiera de los ámbitos que ha privilegiado: el Ser, el lenguaje, la glorificación del cientificismo, la intocada transparencia de las abstracciones del positivismo lógico o los juegos infinitos de la lingüística. Hay demasiados filósofos que se han transformado en pastores del Ser y habitan su morada: el lenguaje. Que es, en lo concreto, la vida académica. Sacaremos la filosofía a la calle, al riesgo, no la dejaremos reposar en ningún paraje del ruralismo místico y la haremos urbana, sucia. Habitando una vez más (como nunca ha dejado de habitar) el barro de la historia. Porque hasta las exquisitas moradas de la Selva Negra están en la historia. Porque no hay sendas en las que perderse sino tumultuosos conflictos humanos de los que participar. Para mí, por ejemplo, el Discurso del Rectorado le da una densidad fascinante a Heidegger. Es su mácula, sin duda. Su impureza. Pero también la prueba de la historicidad de los filósofos. De su imposibilidad de reposar en lo incontaminado. Heidegger no se quedó «en provincias». Salió de la Selva Negra, abandonó los caminos de bosque, las sendas que no llevan a ninguna parte y se contaminó con lo urbano. Lo hizo —a nuestro juicio— mal. Y lo empeoró luego al recluirse en su morada campesina, al ampararse en su silencio y callar sobre los aspectos sombríos de su experiencia histórica, de su militancia urbana: el nacionalsocialismo. Todo esto, no obstante, no le quita, le suma. El campesino que solía fumar su pipa junto a Heidegger es menos fascinante que él, dado que él habita la historia, la indescifrable (a veces irritantemente incomprensible) participación de un gran filósofo en un movimiento grandiosamente perverso.
Este curso va a desbordar filosofía, pero como creo absolutamente en los enfoques interdisciplinarios va a ser inevitable que tenga mucho de política, filosofía política, literatura, cine, música, artes plásticas y referencias a la actualidad. Algo inevitable dada la coyuntura histórica que estamos atravesando; inevitable, en rigor, en toda coyuntura histórica. Pero esta, la de hoy, tiene las características de una catástrofe civilizatoria.
No voy a tratar temas que no hayan sido tratados, que no se conozcan, que no haya bibliografía abundante sobre ellos. De hecho, en la Argentina, desde 1989, hay una célebre compilación de Nicolás Casullo: El debate modernidad-posmodernidad. Hace mucho que se habla de esto. Lo que ocurre es que nuestra actual perspectiva histórica nos permite ver hacia dónde confluyeron esos debates. No estamos en medio del debate. Cuando Casullo publica ese libro, el debate (modernidad-posmodernidad) era eminentemente actual. Hoy todos los debates son actuales. Acaso porque todos han entrado en crisis. Acaso porque no hay debates en el ámbito público. Acaso porque muchos creen que la historia ha sido resuelta y solo resta analizarla como un fósil venerable. Pero que no haya debates implica el desafío de reinstalarlos todos. No veo filosofías hegemónicas. Filosofías «actuales». Pienso, aquí, en un buen libro de Dardo Scavino: La filosofía actual. Es un análisis del giro lingüístico, del giro democrático. O del giro hermenéutico. Ya veremos qué es todo esto. Por ahora, lo siguiente: esas filosofías ya no son las «actuales». No hay filosofía «actual». Recuperemos entonces la pasión originaria del cartesianismo: cuestionarlo todo. Discutirlo todo.
Uno de los temas de este curso va a ser si todavía podemos seguir hablando de posmodernidad. Si un pensamiento que se presentó —como las filosofías posmodernas— profundamente crítico de las filosofías de la totalización, de la centralidad del sujeto, las filosofías marxistas y hegelianas, que propugnó los particularismos, las diferencias, la fragmentación, el caleidoscopismo, si un pensamiento, en suma, que, en alguno de sus representantes más notorios como Gianni Vattimo, llegó a postular una sociedad transparente, tiene aún cierta vigencia. (La tenga o no, como hecho histórico, las reflexiones de la llamada posmodernidad son relevantes y deben ser seriamente tratadas). Pero esa sociedad transparente de Vattimo —planteada a comienzos de los noventa— nos produce hoy una sonrisa entre amarga y piadosa, porque si hablar de una sociedad transparente es mirar la (CNN, es lo menos que uno puede imaginar sobre una sociedad con transparencia. Desde que Vattimo postula eso hasta el presente, el dominio de los medios de comunicación se ha ido acentuando poderosamente. Hasta tal punto que es casi necesario hablar de una sociedad opaca, de una información controlada, de una fusión comunicacional que ahoga las diferencias en lugar de posibilitarlas. Esta perspectiva histórica nos permite mirar las filosofías posmodernas, las posestructuralistas también (una de las diferencias que voy a establecer en el curso es no mezclar las filosofías posmodernas con las posestructuralistas, dado que sobre todo tienen diferencias de nivel en los filósofos que las encarnan) y mirarlas desde la situación en que hoy nos ubicamos. No hay filosofía que no deba ser historizada, porque de hecho toda filosofía surge dentro de un marco histórico (que implica, también, como elemento esencial un «marco lingüístico»), surge para responder a otras filosofías, para cuestionarlas, para intentar superarlas y a la vez, en esta superación, expresar el surgimiento de un nuevo tiempo, de una temporalidad distinta, de un nuevo espacio histórico político. En este sentido es fundamental que no demos filósofos en sí mismos. No voy a dar Descartes, Kant, Hegel, Nietzsche, Marx, Heidegger, sino que vamos a tratar de establecer un universo relacional de categorías. Se ha dicho, y bien, que la historia de la filosofía no es la galería de los héroes del pensamiento. De aquí que nosotros no hagamos historia de la filosofía. Por ejemplo: ¿por qué Freud toma tanta importancia a partir de la década del 70 para los pensadores de la deconstrucción del sujeto? Porque alguien que introduce la categoría de inconsciente en la narcisista conciencia del cartesianismo, que descubre este hecho, tiene que ser llevado a primer plano por aquellos que intentan destruir al transparente sujeto cartesiano que se había instalado en el siglo XVII. Este es un elemento muy interesante: si intento deconstruir la centralidad del sujeto transparente cartesiano que inaugura la modernidad en el siglo XVII, Freud es alguien a quien tengo que acudir, porque con el inconsciente hiere profundamente esa soberbia cognoscitiva y ontológica del sujeto cartesiano.
Adorno: «La totalidad es lo falso»
Digo esto para dar un pequeño ejemplo de la actitud relacional que vamos a tener. ¿Por qué Dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer cobra tanta importancia para los pensadores posmodernos, posestructuralistas? Lo hace porque Adorno tiene un dictum contundente (Adorno hace un arte de las aseveraciones explosivas; sabe, como Nietzsche, filosofar a martillazos: «no es posible escribir poesía después de Auschwitz»), y ese dictum se esgrime como un ariete contra la concepción de la verdad en Hegel: «la totalidad es lo falso». Contrariamente a Hegel que dice «la verdad es el todo». (En rigor, Hegel dice algo mucho más complicado: «La verdad es el todo, es el delirio báquico en el que cada miembro se entrega a la embriaguez». Pero los filósofos, entregados a sus afanes críticos, suelen simplificar ciertas densidades de sus criticados). Y porque el libro de los frankfurtianos implica un ataque al racionalismo de la Ilustración, de la Razón centrada en el sujeto, de la razón instrumental. Punto en el que se acercan muchísimo a Heidegger.
Vamos a ver el surgimiento filosófico de la modernidad, luego el de la posmodernidad y, también, cómo los pensamientos globalizadores (fundamentalmente Fukuyama con la teoría del fin de la historia y Samuel Huntington con la teoría del choque de civilizaciones), cómo toda esa teoría de la globalización y la política imperial capitalista de la globalización, vienen a refutar las teorías posmodernas que encontraban en la diversidad, en los particularismos, la fundamentación de las democracias neoliberales que habían triunfado con la caída del Muro de Berlín. La «toma de la Bastilla de nuestro tiempo», como se decía en el lenguaje jubiloso del (neo)liberalismo post 1989.
Nuestro tema es primero la modernidad, entendida como el surgimiento del hombre que se ubica como sujeto del conocimiento: en la centralidad del conocimiento, y en el lugar central de la historia. Para lo cual tenemos que hacer una breve disquisición histórica: la Edad Media es una edad de la espera, porque lo que la caracteriza es que el hombre espera el cumplimiento de la Promesa: el Reino de los Cielos nos aguarda, lo que hay que hacer es esperar ese Reino. Cuando el hombre vive en la espera, el dinamismo histórico se extravía, la historia deviene con una enorme lentitud, los hombres han depositado la iniciativa en Dios, y al hacerlo pierden su propio dinamismo y creatividad históricos. La historia se detiene porque ya no es la historia de los hombres, es la historia de los hombres que esperan el cumplimiento de la Promesa para acceder al Reino de Dios. Estas filosofías medievales, escolásticas, urdidas entre Aristóteles y Santo Tomás de Aquino constituyeron el entramado intelectual y confesional de la Edad Media. Tuvo una lentitud histórica excepcional porque los hombres habían delegado la tarea de hacer la historia en la divinidad y no la habían asumido ellos mismos. Si seguimos este hilo llegamos a ver qué es la modernidad: el momento en que los hombres se hacen cargo de la historia, que dicen: la historia la hacemos nosotros. Lo que define el espíritu de la modernidad es el pathos de la rebelión, el espíritu prometeico que retoma la idea de ese dios rebelde que roba el fuego de los dioses y lo entrega a los hombres —esta imagen es poderosa, los hombres son quienes tienen el fuego ahora, tienen la antorcha en la modernidad— y son los que van a hacer la historia. La modernidad es la historia de la vanidad y del orgullo humanos, pero también del coraje humano, de la valentía humana, de la decisión humana: dejar de lado a Dios y hacerse cargo los hombres mismos de la historia. En consecuencia, la frase que podría sintetizar el surgimiento de la modernidad es «Dios ha muerto», frase que está en Hegel y que luego acuñó Nietzsche. (Nietzsche la dice por motivos que tienen que ver con la superación de la metafísica. Ya nos detendremos en el análisis que hace Heidegger de esto). Esta frase comienza a decirse en el Renacimiento, esta frase subyace poderosamente en la actitud cartesiana. Aunque no lo diga, en el Discurso del método cuando Descartes dice: «pienso luego existo» o «dudo, y de lo único que no puedo dudar es de mi duda» está matando a Dios. Esto es fundamental en la historia de la filosofía: Descartes mata a Dios porque de lo único que no duda es de su subjetividad. Lo indubitable, aquello de lo cual van a ser deducidas las otras verdades, ya no es la verdad revelada divina, sino que es la subjetividad humana. Esto es lo que decididamente debemos llamar un gesto revolucionario dentro del pensamiento, el gesto de Descartes a quien Hegel, en sus Lecciones sobre la historia de la Filosofía, llama «un héroe del pensamiento».
El capitalismo, lodo y sangre
Por eso partiremos de Descartes, de ese momento en que los hombres se hacen cargo de su propia historia, y este hacerse cargo de su propia historia tiene que ver con el surgimiento del capitalismo. Esas naves españolas que llevan a Colón a América, esas joyas que vende la reina de España, representan momentos cruciales para la humanidad. Esas tres carabelas que cruzan el océano son el espíritu conquistador del capitalismo. Ahí comienza el capitalismo. Se lanza a la historia como elemento globalizador, empieza a través de una empresa globalizadora, empieza buscando la constitución del mundo: el mundo existe. Esa cosa de la redondez del mundo, del huevo de Colón, todo eso es fundamental. El mundo existe cuando el capitalismo decide que exista porque decide dominarlo. Cuando Colón cruza ese océano descubre América. Y esto que en general ha ofendido a los indigenistas, a los defensores de las culturas de la América india, no tiene por qué ofenderlos. Porque es desde el punto de vista del sistema de producción capitalista que Colón descubre América. ¿Por qué ha quedado la palabra «descubrimiento»? Palabra que muchos evitan utilizar y eligen decir «invasión» de América, lo cual también es cierto. América es —simultáneamente— invadida y descubierta. América es descubierta para el capitalismo: la mirada europea, cuando mira, descubre. Esto es lo que siente el europeo. Que Europa haya «descubierto» América y no al revés, que hayan sido los europeos quienes desembarcaron en los territorios americanos y no los incas en los territorios europeos no responde a una supremacía «cultural» sino «técnica». El capitalismo —impulsado por el proyecto de la acumulación originaria del capital— emprende la «conquista». Colón es, ya, el espíritu de la burguesía. Y la burguesía —es Marx, en el Manifiesto, quien lo dice— es la clase más revolucionaria de la historia. Así, se lanza al saqueo del continente americano. América —América Latina sobre todo, desde luego— es la primera y fundante de las solidificaciones que la rapacidad burguesa «disuelve en el aire», por parafrasear a Marshall Berman, de quien hablaremos con extensión. La «disolución» de América Latina es impiadosa, sanguinaria: decenas de millones de muertos. ¿De qué acción «civilizatoria» puede hablarse? Se trató, sí, de un saqueo destinado a la acumulación del capital comercial que posibilitaría después el surgimiento del capital industrial. Con certeza dirá Marx, en el célebre capítulo XXIV del primer tomo de El capital: «El capital viene al mundo chorreando sangre y lodo».
Durante todo el siglo XIX argentino los pensadores liberales autóctonos deseaban ser mirados por Europa y en la medida en que eran mirados sentían su entidad ontológica, existían: Europa me mira, yo existo. De aquí que Colón tenga una progresividad histórica formidable: incorpora esos territorios al sistema capitalista. El capitalismo mata a Dios, es «el hombre» lo que aparece, el que se lanza a la conquista de los territorios nuevos, a establecer un nuevo sistema de producción. (Aun cuando para hacerlo utilice la cruz y no solo la espada: la Evangelización como excusa). Todo esto apunta hacia el momento más impecable de la praxis humana que va a ser la Revolución Francesa, donde comienzan estrepitosamente los dos siglos de modernidad que los ideólogos del neoconservadurismo dicen que son los doscientos años que la historia debiera haberse saltado, los doscientos años del error, de las revoluciones. Por eso también al pensamiento posmoderno se lo llama pensamiento posmarxista, pensamiento posrevolucionario.
A Colón le sigue el Renacimiento, cuyo nombre también indica la muerte del «hombre de la espera» de la Edad Media. También muere en la hoguera Giordano Bruno, y Galileo es silenciado por seguir los pasos de Copérnico. Hay un gran movimiento hacia lo que vamos a llamar el humanismo, esa filosofía que pone al hombre en el centro de la escena.
El hombre es el punto de partida epistemológico, gnoseológico, el fundamento ontológico y el que hace, constituye y construye la historia. Esto es lo que van a venir a negar las filosofías posmodernas y posestructuralistas: todas basadas en Heidegger. Pero hasta este momento estamos nosotros en una especie de epifanía del hombre, con Giordano Bruno, (Copérnico, Galileo es que el hombre comienza a mirar los cielos, a atreverse a cambiar lo establecido, el geocentrismo ptolemaico. Y todo esto confluye en ese gran momento de la filosofía que es la aparición del Discurso del método. De ahí que este gesto de Descartes sea un gesto revolucionario.
A lo largo del curso vamos a ver mil embestidas contra Descartes, porque el proyecto de la deconstrucción del sujeto que anida en las filosofías posmodernas y posestructuralistas desde hace veinte y hasta treinta años o más es sacar al sujeto de donde Descartes lo puso. Esta sería la empresa fundamental de Derrida basándose en Nietzsche y Heidegger. Y de Foucault y de los pensadores posmodernos. Por eso debemos ver qué hizo Descartes. Me interesa señalar que tengamos muy en cuenta el gesto cartesiano porque fue un gesto revolucionario, y los gestos revolucionarios por nuestro tiempo no abundan, porque son muy pocos los que dicen «no», que fue lo que dijo Descartes. Son muy pocos los que apagan el televisor, la CNN o América on Line. Descartes, por el contrario, apaga el «televisor» de la escolástica medieval, dice que «no» y decide que va a creer solamente en aquello que aceptará a partir de sí. Como ven, una bandera de lucha para los días en que vivimos. Seamos cartesianos: creamos solo en lo que nosotros creemos y no en lo que nos hacen creer sofocantemente todo el tiempo por medio de los dogmas establecidos por la revolución comunicacional. Porque si hay algo que estamos viviendo en nuestra época es una revolución comunicacional. El capitalismo del siglo XXI se expresa en la revolución comunicacional, que es un gigantesco sujeto absoluto que constituye todas nuestras conciencias: nos da imágenes, contenidos, ideas, problemas, temas de debate, dispone la agenda. Nuestras conciencias son conciencias pasivas, reflejas, que discuten lo que quieren que se discuta, que ven lo que quieren que se vea, que piensan lo que quieren que sea pensado. Y hay aquí una constitución de un dogma poderosísimo, instrumentado a través de la enorme red comunicacional manejada por el imperio bélico-comunicacional. Frente a esto la figura de Descartes es muy interesante para ser traída a nuestros días. Porque si en el siglo XVII un señor francés se va a Holanda y desde allí decide que va a dudar de todo aquello que ha aprendido a lo largo de su vida, esta es la posibilidad del surgimiento de la política. Creo que la política siempre surge en el momento en que el sujeto establece un quiebre entre él y aquello que la realidad, que es siempre la realidad del poder, le propone. La realidad (su «construcción» en tanto «verdad») está en manos del poder: el orden natural de las cosas siempre es el orden del poder. El orden que el poder le propone constantemente al sujeto: verdades, estilos, modas, frases, imágenes que el sujeto, pasivamente, absorbe. En determinado momento este señor Descartes dice: no voy a creer más ni en Santo Tomás de Aquino, Aristóteles, Plotino, San Buenaventura. No cree más en nadie, se va a Holanda, se siente seguro y comienza a elaborar el Discurso del método. Hegel admira tanto a Descartes porque es el gran momento de la negatividad, de la conciencia en tanto negatividad. ¿Qué es la conciencia en tanto negatividad? Es la conciencia que le dice «no» a lo dado, a lo fáctico, a lo que ya está ahí. Y todo lo que está ahí está sacralizado, siempre de alguna manera está propuesto como Dios: esto es Dios, esto no se discute, esto es así. Quienes gobiernan el mundo son dioses como vendría a serlo Luis XVI. Por eso la Revolución Francesa le corta la cabeza y al hacerlo le está cortando la cabeza a Dios. Descartes, al decir: de lo único que no puedo dudar es de mi duda, le está también cortando la cabeza a Dios. No leo la Biblia esperando que de ahí surja la palabra justa, la palabra justa no está en ningún lado, la palabra justa la tengo que buscar a partir de una negación radical, que es la negación de todo lo que me ha sido dado. Rompo con todo eso, rompo con mi tradición, mis hábitos, costumbres y empiezo de nuevo. Hay una frase de Sartre —gran cartesiano toda su vida— muy efectiva y deslumbrante en el prólogo del libro de Frantz Fanon Los condenados de la tierra donde dice: «No nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros». (Amo tanto esta frase que figura como acápite de mi libro Escritos imprudentes. También Eduardo Grüner encuentra en ella innumerables espesores filosóficos). Y esto es lo que hace Descartes: hasta cierta altura de su vida hicieron de él muchas cosas, pero hay un momento en que uno tiene que romper con aquello que hicieron de uno y comenzar a hacer de uno lo que uno quiere ser. Esta es la negación ontológica fundamental de la conciencia cartesiana y la actitud revolucionaria de Descartes y el nacimiento del humanismo. Si es el sujeto el principio indubitable, es el hombre el que se ubica en la centralidad: ya no está Dios, el que está es el hombre. La consecuencia inmediata es que la historia se acelera. De Descartes a la Revolución Francesa hay muy poco tiempo. Si tenemos en cuenta que durante la Edad Media transcurren diez siglos sin que pase mayormente nada, o muy poco (sé que muchos «medievalistas» habrán de odiarme por esta frase, pero dudo que los «medievalistas» lean este texto), del siglo XVII a 1789, por el contrario, del 8 de junio de 1637 en que Descartes publica el Discurso del método a 1789 en que se hace la Revolución Francesa, hay un formidable aceleramiento del ritmo histórico. Y este aceleramiento se produce porque son los hombres quienes deciden hacer la historia, no esperar más y desobedecer a Dios. Lo cual era desobedecer a los reyes, dado que los reyes siempre dicen gobernar en nombre de Dios, o de distintos dioses. Bush indudablemente tiene su dios: la retaliación, la venganza del atentado del 11 de septiembre, las viejas tradiciones democráticas occidentales de Estados Unidos que ahora va a llevar a todo el mundo, esos son los credos indiscutibles para este guerrero de la post-posmodernidad —ya veremos cómo llamar a este momento de la historia—. Entonces lo que hace Descartes es una injuria, una insolencia. No hay dioses. ¿Qué es lo que está haciendo? Está poniendo al hombre en lugar de Dios, es fundamental. Si entendemos esto, estamos cerrando cómo se constituye este aparato. Lo que hace Descartes es poner a los hombres en el lugar que antes ocupaba Dios. En este sentido el hombre es ahora el subjectum, el que subyace a todo lo que es. El ente a partir del cual pueden ser explicados todos los entes. (Utilizo aquí el lenguaje de Heidegger, que será central en el cuestionamiento de la centralización cartesiana en el cogito).
La revolución comunicacional reclama la pasividad del receptor. Esa actitud de sentarse a ver, escuchar, de ser subyugado por los efectos especiales de las películas de Hollywood, o por la CNN, donde hay un tipo que explica la guerra con un mapa, con flechas. Uno recibe pasivamente eso, la actitud de la conciencia es refleja, condicionada, es una conciencia que absorbe, que no es crítica. Para definir la conciencia crítica: es siempre una conciencia de la ruptura, que puede permitirse la ruptura, que sabe cuándo ejercer la ruptura, que confía en el discurso del emisor pero tiene (por decirlo así: «a la mano») el poder de la duda, se trata de una conciencia abierta, en disponibilidad para negar la veracidad del discurso del emisor. En Hegel la conciencia se entiende como «escisión». Toda la Fenomenología del espíritu es el desarrollo de una conciencia que no logra saber que ella es parte del proceso de constitución de la realidad, que es autoconsciente. Sin embargo, este es un gran momento del pensamiento hegeliano, porque la realidad es reaccionaria, las cosas son reaccionarias: las cosas las tiene el poder, el poder instituido, el poder que «construye» la realidad. Incluso lo que Lacan llama la realidad y que es un orden estructurado de símbolos, esos símbolos los impone el poder. Cuando nosotros surgimos a la realidad surgimos a la realidad del poder, y esa realidad intenta absorbernos. ¿Y cuándo surge nuestra subjetividad auténtica, verdadera, esencialmente libre? Cuando somos capaces de establecer un quiebre entre aquello que viene hacia nosotros, y nosotros. Esa insolencia es la de la libertad de la conciencia, entendida como ruptura y negación con lo dado, es decir, conciencia «crítica». Volveremos sobre estos puntos.
Descartes, la centralización del logos
Lo que hace Descartes es poner a la razón como centro de explicación de la historia. Frecuentemente se dice que los problemas de la filosofía moderna (Descartes, Kant, Hegel) son problemas gnoseológicos. Y los problemas de la filosofía antigua y medieval son problemas ontológicos que tienen que ver con el ser. Pero eso es profundamente falso, porque el gesto de Descartes de poner al hombre en el centro del conocimiento y de la verdad es un gesto ontológico: lo que antes era el ser ahora es el hombre. No es una actitud gnoseológica, no es una teoría del conocimiento, es una teoría del ser: el ser ahora reside en la conciencia del hombre, en la medida en que es la conciencia del hombre aquello a partir de lo cual se puede explicar el resto de la realidad.
Me interesa marcar (por lo fascinante de la cuestión, por esa fuerza vital que tiene la filosofía) cómo la historia de las ideas se desarrolla complejamente y cómo esa complejidad responde a sus infinitas conexiones. Imaginen si a Descartes en el siglo XVII alguien le decía que en la conciencia —o vaya a saber dónde: seamos cautelosos con esto— había un núcleo que era totalmente opaco para la conciencia, que era el inconsciente. Imaginen a Freud hablando con Descartes, imaginen esa conversación estrepitosa que ignoramos en qué habría terminado (y sabemos que jamás habrá de terminar). Pero que aparezca Freud y la teoría del inconsciente es un golpe muy duro para la conciencia translúcida, clara y distinta cartesiana. De aquí que cuando se decida en la filosofía de los últimos treinta o ya casi cuarenta años salir del sujeto, porque si hay algo que caracteriza a las filosofías a partir de mediados de la década del sesenta es esa temática, Freud sea una herramienta poderosa.
En suma, con Descartes estamos en pleno sujeto, con Descartes entramos en el sujeto. ¿Cómo se sale? Si la duda me abre la certeza de la res cogitans, ¿cómo acceder a la certeza de la res extensa? Si la duda me entrega la apodicticidad (palabra kantiana, que usaré de todos modos) del sujeto, ¿cómo demuestro la existencia del objeto?
Hay una impecable frase de Sartre (en La libertad cartesiana) que dice que Descartes se queda en el cogito como conteniendo la respiración. La pregunta que tenemos que hacer es (y supongamos que tenemos el privilegio transhistórico de hablar con Descartes): «Usted está seguro de su yo porque es lo que le permite pensar. Pero ¿cómo sabe que las demás cosas existen?» Esta es la cuestión que le plantearía el empirismo.
Dudo, dice el solitario de Holanda, luego no puedo dudar de que dudo, dudo porque pienso, luego aquello de lo que no puedo dudar es de mi pensamiento. Ahora, lo que hay fuera, ¿cómo lo fundamenta usted? Y aquí vamos a ver que hay una enorme aflojada de Descartes. Cuando yo era jovencito, y transitaba las aulas de la Facultad de Filosofía de la mítica calle Viamonte, donde la filosofía serpenteaba entre las aulas y los bares y las librerías, solía decir: «Renato tiró la esponja». Porque Descartes se pone a demostrar la existencia de Dios para poder salir de la conciencia. Observemos cómo un pensamiento siempre surge contaminado, el pensamiento de Descartes es rupturista pero está contaminado de verdades teologales, de escolasticismo. Esto convendría verlo desde dos puntos de vista. Primero: el sujeto cartesiano expresa el surgimiento del sujeto europeo capitalista. Ese sujeto, en 1637, aún no tiene la totalidad del poder. Se siente seguro de sí. Pero la «realidad» aún no le pertenece. De aquí las limitaciones del cartesianismo. Segundo: la Inquisición, en 1600, coloca a Giordano Bruno en la hoguera. En 1616 se produce el primero de los procesos a Galileo. Y la Iglesia romana prohíbe las obras de Gopérnico. En 1633 (cuatro años antes de la redacción del Discurso del método) Galileo es condenado en Roma. Muere en 1642, año en que nace Newton cuya ciencia físico-matemática habrá de servir como modelo a Kant. O sea, la osadía de los cruzados del espíritu capitalista se paga cara. No es casual que Descartes incurra en la cautela, en concesiones. Entre nosotros (y disculpen si el salto es muy abrupto) cuando Alberdi escribe el Fragmento preliminar al Estudio del Derecho, a mediados de los treinta del siglo XIX, le prodiga a Rosas el adjetivo usual de «grande». El «grande hombre» que rige nuestros destinos, escribe. Luego, en Montevideo, dirá que lo hizo para poder publicar su texto. No se lo perdonarán los otros exiliados. Es posible que Alberdi mintiera y sus elogios a Rosas fueran auténticos, pero los intelectuales suelen adular a los poderes que critican para —entre otras cosas de menor importancia salvar, sencillamente, la vida.
El problema de Descartes es muy claro: cómo salir de la conciencia. Y este va a ser el problema del idealismo filosófico. El problema constante, álgido del idealismo filosófico es salir de la conciencia. Establecer la conciencia fue relativamente fácil (pero contundente y subversivo) porque dijo algo que todos tenemos incorporado a nuestro sentido común, a eso que Descartes llama «el buen sentido» y le permite iniciar su texto: «El buen sentido es la cosa que mejor repartida está en el mundo»[1]. Todos sabemos que pensamos y que el pensamiento es lo primero que tenemos, que el yo es algo constituido de lo que no podemos dudar. Pero ¿cómo saltar hacia fuera, cómo fundamentar la realidad externa?
El hombre es un invento de la filosofía moderna. Para Parménides el hombre no era el centro de la explicación de las cosas, era el ser. El ser era uno: el ser es y el no ser no es. No ponía al hombre en el centro. De ahí lo que dirá (basándose en Heidegger, desde luego) Foucault. Y a esto vamos a llegar cuando veamos el análisis que hace Foucault de Las meninas de Velázquez y demuestra que el concepto de representación es moderno y no existía antes. Vamos a ver cómo este surgimiento del humanismo es decididamente cuestionado por Foucault: el hombre no existía antes de Descartes. No existía como concepto ontológico, gnoseológico, explicativo de la realidad. En este sentido lo va a decir. Lo dirá, insistamos en esto, siguiendo a Heidegger, quien va a caracterizar a Descartes como el «surgimiento del sujeto en la época moderna». El sujeto en tanto sub-jectum. Aquello que subyace. Eso que los griegos llamaban hypokéimenon. Pero ahora, con Descartes, lo que está en la base, el punto de partida desde el que la realidad habrá de explicarse es la subjetividad humana. Esto Heidegger lo despliega con brillantez en un texto de Caminos de bosque que lleva por título «La época de la imagen del mundo». Y en el segundo tomo de su monumental Nietzsche, que será, según el Herr Rektor de Friburgo, su «discusión» con el nazismo. Llegaremos a estas encrucijadas. Por el momento permanecerán así: señaladas, anotadas. Puntos nodales hacia los que nos dirigimos pero de los que ya, ahora, estamos hablando. Porque, en la filosofía, todos hablan con todos. Y Heidegger dialogará con Descartes desde Nietzsche. Y Adorno y Horkheimer lo harán desde Marx pero en consonancia con Heidegger, quien tenía sobre su escritorio Historia y conciencia de clase de Lukács en tanto escribía Ser y tiempo, porque el fetichismo de la mercancía (tal como lo desarrolla Marx en el primer tomo de El capital) y la teoría de la cosificación de Lukács habrán de servirle para construir su concepción de lo óntico. Así de compleja es la cosa. Así, también, de fascinante y vital. Escupamos, entonces, sobre esa historia de la filosofía que la reduce a la «galería de los héroes del pensamiento». Y la periodiza en etapas históricas que escasamente se relacionan unas con otras: Filosofía Antigua, Medieval, Moderna y Contemporánea. Todos los filósofos son actuales. Todos tienen algo que decir sobre todos Y es mucho, por ejemplo, lo que Platón podría decir de Heidegger. O el mismísimo Descartes, defendiéndose y atacando a la vez. No nos vamos a privar del placer de imaginarlo, pensándolo.