Clase 7

Kant y las vanguardias

Me gustaría abundar sobre las fructíferas prolongaciones del formalismo kantiano en distintas esferas del arte. En la teoría crítica literaria Kant es instrumentado por los formalistas rusos, quienes se desarrollan durante las tres primeras décadas del siglo XX de la agitadísima Rusia. El formalismo se centra en el texto. En esto no solo se diferencia de tendencias anteriores, sino que habrá de entrar en conflicto con la estética propuesta por el régimen estaliniano a partir de los años treinta. Al centrarse el texto literario los formalistas rusos le dan primacía a la forma en desmedro de todo intento contenidista. Seamos claros: centrarse en la forma, buscar su significación predominante, es ir en busca de leyes inmanentes del lenguaje y la literatura. ¿Vemos cómo funciona aquí el formulismo de Kant? Podríamos decir que el mundo de la experiencia posible de Kant es creación del sujeto trascendental. Llevado a la literatura esto significa que el texto literario responde centralmente (con una centralidad excluyente) al pathos creativo del autor, que el autor produce un texto y todo queda dentro de una inmanencia que va del autor al texto y del texto al autor. No hay afuera. Fuera del mundo del sujeto kantiano está lo incognoscible. Eso a Kant no le interesa. Su mundo formal se resuelve en una creatividad inmanente del sujeto. Slava I. Yastremski escribe: la piedra angular de la teoría de los formalistas rusos fue el intento de superar el dualismo de forma y contenido mediante el desarrollo de una noción de forma como la única expresión de especificidad del arte, y de “contenido” como categoría no artística (…) Procediendo del concepto kantiano de belleza (…), la escuela formal consideró que el reflejo de la calidad, con sus conceptos e ideas, no era tarea del arte. Un artista creaba formas que transmitían sus experiencias emocionales»[64]. Los formalistas, según dije, encuentran problemas en medio del estalinismo. No podía ser de otro modo. El realismo socialista es lo opuesto del formalismo. En uno de sus libros de juventud (y, sin duda, en el mejor de ellos junto a Teoría de la novela, me refiero a Historia y conciencia de clase) György Lukács escribe: «(…) la esencia del marxismo científico consiste en el conocimiento de la independencia de las fuerzas realmente motoras de la historia respecto de la conciencia (psicológica) que tengan de ella los hombres»[65]. Y muchos años después: «Todo gran arte desde Homero en adelante, es realista, en cuanto es un reflejo de la realidad»[66]. ¿Qué diría Kant ante esto? ¿Todo arte, entonces, es empírico? ¿Todo arte se somete a la empiria de Hume? La teoría del reflejo, que fue la que tuvo primacía agobiante durante el estalinismo, propuso algo semejante. O sea, hay una realidad ya constituida fuera de la conciencia. La conciencia es pasiva frente a esa realidad. Solo puede reflejarla. Todo verdadero arte consiste en reflejar la realidad. Es una teoría del poder. El poder somete al arte diciéndole que su misión es reflejar la realidad porque la realidad es la realidad del poder. El poder la posee. El arte, al reflejarla, refleja al poder, que es lo que el poder quiere. Desde este punto de vista, el formalismo kantiano es un acto de afirmación de la libertad del sujeto.

Lateralidad

«Lacan, que lee a Freud desde Heidegger, también incurre en el neokantismo con esa relación entre la realidad (un mundo simbólico muy semejante al de la “experiencia posible” kantiana) y lo real (categoría impenetrable heredera de la “cosa en sí”, del noúmeno). Y Freud, ni hablar: su “sujeto” vive esclavo de los mensajes (sueños, lapsus, fallidos) o, si se quiere, de las “narraciones” o “mitos” que le envía ese incómodo habitante al que llama inconsciente. Lacan, por si no alcanzara, habla del inconsciente como no solo lo que no es conocido sino (y sobre todo) como lo que no puede conocerse. Esta “cosa en sí”, este “noúmeno” temible acecha y humilla al sujeto. Freud y Lacan ponen la “cosa en sí” en el sujeto y le entregan el poder. De este modo, tal como Borges decía que “la metafísica es una rama de la literatura fantástica”, mi última imprudencia radicará en decir (ante este “agujero negro”, ante esta incognoscibilidad que arrastramos y nos sojuzga, ante “esto” que “no es conocido” ni “puede conocerse”) que el psicoanálisis es una rama de la literatura de terror. Y a “eso”, a lo que “acecha” y nos gobierna desde no sabemos dónde, al inconsciente, lo creó Kant»[67].

Esta lateralidad es, en rigor, una de las «imprudencias» de mis Escritos imprudentes. Que el inconsciente no solo es lo que no se conoce, sino lo que no puede conocerse lo dice Lacan en los Escritos, en el texto sobre la dirección de la cura[68]. También, es cierto, que se postula que el inconsciente se presenta durante la sesión analítica por medio del lenguaje. Surge como narración o relato mítico. Lo que yo noto aquí de muy kantiano es que estamos en presencia de un elemento central (el inconsciente) que no se conoce ni puede conocerse, y si esto no es el noúmeno kantiano que alguien lo diga. Por otra parte, Lacan, que hacía uso abusivo y no explicitado de todos los filósofos que le interesaban (sobre todo, desde luego, Heidegger), recurre a Kant para formular su en verdad valiosa teoría sobre lo real y la realidad. No puedo entrar mucho en esto, solo señalarlo. Además mi saber lacaniano no me autoriza a demasiadas cosas. Pero tal vez mi saber kantiano sí. Lacan introduce el término «real» en un artículo de 1936. En esa época ya algunos filósofos hablaban de lo «real» como una verdadera cosa en sí. ¿Cómo funciona en Lacan? Será adecuado partir del concepto de «realidad». La realidad es el mundo del orden simbólico. Lo real; por el contrario, es no solo lo que permanece como no-asimilable al orden simbólico sino que también está fuera del lenguaje. Lo real se transforma en lo imposible. En lo absolutamente resistente a la simbolización. Tres imposibles lo caracterizan: 1) imposibilidad de integrar el orden simbólico; 2) imposibilidad de ser imaginado; 3) imposibilidad de obtenerlo o acceder a él.

En suma:

Realidad —————————————————— Mundo fenoménico

Real —————————————————————— Mundo nouménico

Pueden (si lo desean) abundar gratamente en esta temática leyendo los textos laca-cinematográficos de Slavoj Žižek. En Mirando al sesgo, en el primer capítulo al que titula «¿Cuán real es la realidad?», Žižek da cuentas de este dualismo que Lacan toma de Kant. Žižek recurre a una novela de Robert Heinlein, La desagradable profesión de Jonathan Hoag, y plantea el no-lugar (uso esta expresión de mi cosecha) de lo «real» como «el inexistente piso 13 del edificio Acmé»[69]. Luego ofrecerá otro acercamiento a cierta definición de lo «imposible»: lo «real» sería «el “lugar donde no tiene lugar nada, salvo el lugar” si se nos permite esta cita de Mallarmé»[70].

Para ilustrar esto voy a narrar un breve cuento, que no es mío, sino de un alumno de un taller literario que tuve durante unos cuatro o cinco años de la década del noventa. Ese alumno vino a dos o tres clases, y acaso ese haya sido su juicio sobre los valores de mi enseñanza literaria. Nunca más supe de él. El cuento ha sido reelaborado por mí, pero la idea central (una habitación en la que no hay nada) es suya. Acaso aparezca si lee esto. Pero ya que estamos con Žižek y su recurrencia a la literatura fantástica o de terror para explicar conceptos del lacanismo utilicemos este relato (para mí fascinante) sobre —siguiendo a Mallarmé— un lugar donde no tiene lugar nada, salvo el lugar. Pongámosle un nombre. Llamémosle «La décima habitación». Es así:

Alejandro tiene catorce años y vive en una casona con su abuela, de ochenta. Sus padres murieron cinco años atrás en un accidente automovilístico. La casona tiene diez habitaciones. La abuela, interminablemente, teje una mantilla. Ella conoce todos los secretos e historias de la casa, que le pertenece. Ha prohibido una sola cosa a Alejandro: abrir la puerta de la décima habitación, la última, al fondo de un largo y muy oscuro pasillo. «Nunca entrarás ahí. Yo tengo la llave». Alejandro, obsedido por la intriga, pregunta: «Abuela, ¿qué hay en esa habitación?» La abuela, siempre, responde: «Nada». Transcurren diez largos meses. Alejandro insiste: «¿Por qué no me das la llave? Quiero entrar en esa habitación». La abuela responde: «¿Para qué? No hay nada ahí». Cierto atardecer, la abuela se recuesta en un sillón. Se adormece. Alejandro entra como un vértigo y la acuchilla. Una, dos, varias, incontables veces. La sangre corre por el piso de la habitación y tiñe la mantilla de la abuela que ya, largamente, cubría el piso. Alejandro revisa entre las ropas de la anciana. No encuentra la llave. Durante tres días y tres noches revisa la casa. Por fin, la encuentra: estaba en el altillo, en una caja pequeña, de madera tallada. Prestamente, Alejandro se dirige hacia la décima habitación. Atraviesa el largo pasillo. Su corazón es un caballo desbocado. Con su mano estremecida, temblorosa, mete la llave en la cerradura y abre la puerta. En la habitación no hay nada. Nada. Nada. Esa noche, Alejandro entierra a la abuela en el jardín de la casona. Luego regresa. Sube las escaleras. Atraviesa el pasillo. Abre la puerta de la habitación, entra y enloquece.

La conclusión del relato —que no debe haber escapado a ustedes— es que la razón se desquicia ante la experiencia de la nada. O de un lugar donde no tiene lugar nada, salvo el lugar. También podríamos decir que en ese lugar, en la décima habitación, lejos de no tener lugar nada, tiene lugar algo: la nada. Lo que hay en el lugar es la nada. Heidegger llega en uno de sus textos a esta formulación: hay nada.

Recuerdo, otra vez, al alumno que me entregó ese texto. Tenía algo de personaje kafkiano: pequeño, delgado, nervioso. O de cierto tipo de personaje kafkiano. Sé que sabía poco o nada de filosofía y nada de Lacan, estoy seguro. Sin embargo, imaginó un cuento con ese final, alguien abría una habitación en la que —se le había dicho no había nada y en efecto— no había nada. Notemos cómo desde la literatura (ni hablar desde la poesía) se pueden, sin conocimientos teóricos, plantear cuestiones de rica densidad.

Otro concepto lacaniano deudor de la cosa en sí kantiana es el concepto de Cosa. Lacan se remite a dos términos alemanes: das Ding y die Sache. Para die Sache reserva el universo simbólico. Con lo cual vemos la cosa (die Sache) se da —cuando se da, según dije, dentro del orden simbólico— en la realidad. Es decir, en lo fenoménico kantiano. En el mundo de la experiencia posible constituido por el sujeto. Mientras que la cosa en tanto das Ding es la cosa en lo real, que es eso que Lacan llama el más-allá-del-significado. Bien, espero que ningún adepto de Lacan se ofenda (no lo creo: conocen estas cuestiones) si decimos —nosotros, que admiramos la riqueza del intento kantiano— que la Cosa, en tanto Cosa o x-incognoscible que está por fuera o más allá de la simbolización, hunde sus raíces en la cosa en sí de Kant. Podríamos avanzar (pero ahora con respecto a Freud) y proponer a la cosa en sí como el inconsciente freudiano y al imperativo categórico como el superyó que, reprimiendo los instintos del yo pecaminoso, introduce en la conciencia el mundo moral. Si recordamos que la Critica de la razón práctica concluye con el célebre texto de las «dos cosas» que llenan de «admiración y respeto» el ánimo de Kant. Y que esas dos cosas son: 1) «el cielo estrellado que está sobre mí» y 2) «la ley moral que hay en mí», veríamos que la ley moral está introyectada en el sujeto. Está, dice Kant, «en mí»[71]. Si está «en mí» está en el sujeto. ¿Qué otra cosa sino el superyó podría ser el imperativo categórico si está en el sujeto?

¿Cuál es el propósito de estas imprudencias? No otro que mostrar la movilidad de las ideas. Todos los filósofos están vivos y los que vienen después se apoderan, con gran creatividad frecuentemente, de conceptos de quienes los precedieron. Esa división del formalismo kantiano entre un mundo de la experiencia posible y un mundo de la experiencia imposible (concepto, este, que Kant no usa nunca y que acaso se me ocurrió a mí) es de una enorme riqueza y espero haberlo explicitado lo bastante al menos como para ya dejarlos en paz con esta temática.

Pero no. Falta algo. (Siempre faltará algo, siempre habrá que seguir —hasta, al menos, que se haga presente la imposibilidad de todas nuestras posibilidades). Quiero insistir en ciertos aspectos políticos del realismo cuando degenera en ideología del poder. Me refiero al realismo socialista soviético. Ya dijimos que durante el estalinismo se impuso como teoría del conocimiento la teoría del reflejo: la conciencia refleja la realidad. O más claramente: debe reflejarla, estar a su servicio. La teoría del reflejo es de cuño engelsiano y su autor (Engels) la desarrolla en un texto totalmente desafortunado como es la Dialéctica de la naturaleza, que provocará, sobre todo, las iras del Sartre de la Crítica de la razón dialéctica. Para Engels, las leyes de la historia, o, si se prefiere, la dialéctica histórica es reflejo de la dialéctica de la naturaleza. Sartre, por el contrario, quiere fundamentar una dialéctica crítica, una dialéctica del agente práctico entregado a la libertad de su praxis. Es la praxis del hombre la que es dialéctica, y es por ella que la historia es dialéctica, no porque refleje una dialéctica de la naturaleza que la condicionaría en exterioridad. Stalin no pensaba así. Hay una realidad y el arte debe reflejarla. Como Gorki su novela La madre. Ese es el arte socialista, el realismo socialista que el régimen exige. Insistamos: el arte proletario (dice Stalin) tiene que ser realista porque tiene que expresar la materialidad de la vida proletaria. Para Stalin, este era un imperativo revolucionario. Nuestros proletarios viven en la realidad, son parte de la realidad y trabajan con la materia, de aquí que la filosofía marxista los exprese. Porque el marxismo ha venido a expresar la materialidad. ¿Por qué? Porque ha venido a expresar al proletariado y ¿con qué trabaja el proletariado? Con la materia. Por consiguiente, el pensamiento marxista es materialista.

Ocurre que cuando todo esto se dogmatiza y deviene autoritario las aristas menos creativas (libres) de esas posturas (aclaro: que el materialismo de Marx es tal porque viene a expresar a una clase que trabaja la materia es un razonamiento impecable) se cosifican en dogmas de Partido. Stalin, así, propone un arte para el pueblo. Que exprese al pueblo y que el pueblo entienda porque, justamente, lo expresa. Hubo una situación dolorosa en este encuadre: los artistas perdieron creatividad, se volvieron obedientes. Y esto, en los verdaderamente geniales, era trágico. Tomemos el célebre caso de Dimitri Shostakovich. Shostakovich nace en 1906 y en 1924, a los dieciocho años de edad, llega a la consagración mundial con su Primera Sinfonía. Se trata de una obra de genio. Creo que podemos considerar a Shostakovich el más grande compositor del siglo XX o, si prefieren, uno de los pocos que pueden estar entre los realmente grandes. Un monstruo. En 1924, escribe una ópera breve y atonal. O con enorme cantidad de pasajes atonales: La nariz. El realismo socialista aún no se había impuesto. El aparato burocrático se consolida a partir de los años treinta. Y justamente en 1930 Shostakovich escribe una ópera lúgubre, desoladora, trágica, llena de disonancias terribles pero solo con uno que otro pasaje atonal. Se trata de la célebre Lady Macbeth del distrito de Mtsensk. No se estrena en Moscú, sino en ciudades de la Unión Soviética. Tiene gran éxito. Seré breve: se estrena, por fin, en Moscú. Stalin la va a ver y luego publica un artículo en Pravda. Habla de disonancias decadentes y burguesas, de música hecha a espaldas del pueblo, en fin, ya pueden imaginar el tono del texto. La ópera deja de darse. Shostakovich, temeroso, sigue componiendo, con, pongamos, cautela. En ese lapso, hay que decirlo, compone un bellísimo Concierto para piano, trompeta y cuerdas. Y en 1937 estrena la que será su más aclamada sinfonía, la más conocida, célebre, la Quinta Sinfonía, Opus 47. Antecediéndola, la partitura lleva una aclaración: Respuesta creativa de un artista a una crítica justa. No sabemos si la aclaración era totalmente sincera o escondía aristas irónicas, la música de música de Shostakovich abunda en ironías y sarcasmos. La Quinta Sinfonía es tonal y lo será toda la música que Shostakovich habrá de componer de ahí en más. Ahora bien, no necesitó ser atonal para ser un genio. Tampoco huyó de la Unión Soviética. Los críticos musicales de Occidente se han pasado años imaginando qué habría hecho Shostakovich si «hubiera elegido la libertad». Difícil saberlo. En 1979, Albin Michel publica Témoignage, les memoires de Dimitri Shostakovich, que son fraguadas por un tal Solomon Volkov, cuyo esfuerzo es presentar a un Shostakovich «occidental». Dimitri jamás se fue de su tierra rusa. Y durante el sitio de Leningrado él (Dimitri Shostakovich) era el que tocaba la campana al atardecer para que todos supieran que la ciudad aún resistía. No sé qué habría sido de Dimitri en Occidente. Acaso hubiera escrito sonatas atonales para piano preparado y cepillo de dientes. No sé. Stalin fue un dictador sanguinario, nadie lo duda. Pero también Prokofiev, al fin, vuelve a su tierra rusa y hasta compone música para el Ejército Rojo. En cuanto a Dimitri digamos que se movió —como dijimos— dentro de la tonalidad, pero no escribió música obediente. Y también escribió música secreta, o más íntima. La grandeza no estaba en el atonalismo. La medida de la grandeza la daba el genio de Shostakovich, que fue más allá de todo. Del atonalismo y del realismo socialista. Hoy —cuando el mundo se apresta a festejar los cien años del nacimiento del músico— textos como los que escribió sobre él, desde el fundamentalismo schoenbergiano, el músico argentino Juan Carlos Paz mueven a risa, a desdén o lo ponen a uno de malhumor. El totalitarismo de la vanguardia se expresó como pocas veces en el mamotreto de Paz Introducción a la música de nuestro tiempo, 1956, que creía tener la verdad revelada en el Corán de los doce tonos. De él, no queda nada. (A lo sumo, algunas petulantes disonancias). De Shostakovich, una obra colosal amada por los melómanos de todo el mundo. (También Paz, no podía ser de otro modo, la emprendió contra George Gershwin en un pequeño libro sobre la música de jazz. Lo llamó «representante del naturalismo en retardo». Con frecuencia me sorprende la nostalgia con que se recuerda la década del sesenta. Yo no la tengo. En música fue insoportable. En cine se desplegó el genio de Visconti, Fellini, algo de Godard y casi nada de Antonioni. El resto, la petulancia y el prestigio del tedio. Para colmo, se eclipsaron los grandes maestros del cine norteamericano. Recuerdo haber ido a ver El ocaso de los cheyennes a espaldas de mis compañeros de filo, ocultándome. En lo político, la intelligentsia de Primera plana apoyó y colaboró abiertamente con el golpe cursillista, ultracatólico y fascista de Onganía. En el Di Telia hubo snobismo pero también gran arte: el sorprendente humor de Bonino en «Bonino explica ciertas dudas», «Crash» y el surgimiento de Oscar Araiz, el Timón de Atenas de Roberto Villanueva, el rescate de los géneros menores —la «literatura dibujada» de Oscar Masotta—, algunas experimentaciones de Ginastera y Gandini, Juan Carlos Distéfano y last but not least las primeras obras de la luminosa Griselda Gambaro que, aún hoy, brilla como entonces o más, porque la madurez la acerca a la totalización de su estética).

Las filosofías posmodernas encuentran en el atonalismo uno de sus antecedentes. No han tratado mucho este tema, acaso porque no les interesa demasiado la música. En serio, no conozco trabajos sobre posmodernismo y música atonal. Conjeturo que debe haberlos. Pero observemos que la ausencia de tonalidad quiebra la hegemonía autoritaria de la tonalidad. Si la temporalidad posmoderna va a proponer (ya de Foucault y Althusser viene esto) no una linealidad (eso que Althusser llamaba “continuidad sustancial” en Hegel), sino una discontinuidad, el dodecafonismo le viene como anillo al dedo. Schoenberg, el creador del dodecafonismo, proponía un sistema que tocara las doce notas antes de volver a tocar alguna de ellas. El atonalismo, la música serial están en esta búsqueda. Esto lo trata Thomas Mann en su novela Doctor Faustus. Ahí explica (en el capítulo 22) el sistema dodecafónico tal como Theodor Adorno, que había frecuentado a Schoenberg, se lo explicó. No es casual que Adorno haya sido el lujoso maestro de Mann. En Minima moralia (texto de 1951, Frankfurt) Adorno habrá de decir: «La misión del arte hoy es introducir el caos en el orden»[72]. Afirmación ampliamente… compartible. Cuando el arte se vuelve ordenado se cosifica. Es necesario, entonces, el caos interior del artista («atrévete a tu propio caos», dirá Nietzsche) para sacarlo de ese orden, para dislocarlo. Esto se hace de muchas maneras. Cuando se propone hacerlo de una sola, el arte se vuelve a ordenar y se torna otra vez cosificación, dogma. Yo no soy un experto en atonalismo. Eso no quiere decir que sepa poco sobre esta cuestión. Pero un experto es alguien que sabe bastante más que poco y aún que mucho. Solo quiero decir que la ruptura de la tonalidad hegemónica tal como la conocemos (pongamos: en la Fantasía en do mayor de Schumann o en la Sonata en si menor de Liszt, por citar las dos más grandes partituras para piano del romanticismo) establece el quiebre de la linealidad, que vamos a encontrar como propuesta en los posmodernos. La novela de Thomas Mann narra la historia del compositor Adrian Leverkühn, quien dialoga con un amigo, que es, en rigor, el narrador de la novela y le explica el dodecafonismo: «Ninguna [nota] debiera repetirse sin que hubieran aparecido antes todas las demás»[73]. Con cierto espanto, el azorado amigo de Leverkühn le pregunta: «Pero ¿tienes esperanza de que todo esto sea oído?»[74] Aquí hay un traspié del traductor. «Todo eso» será, qué duda cabe, oído. La cuestión es que pueda ser escuchado. Dejemos esto para un poco más adelante. Permítanme remitirme a los que son considerados los más grandes melodistas del siglo XIX y del siglo XX. Si uno toma una melodía de Tchaikovsky —supongamos cualquiera de El lago de los cisnes, bello ballet sin duda— encuentra en ella una linealidad tonal. La melodía podría incluso dibujarse. Pero ha sido posible porque ha vuelto a recurrir a ciertos tonos antes de tocarlos todos. Vayamos a una melodía de Gershwin. Tomemos, por ejemplo, la poderosa Bess, you is my woman now. Ocurre lo mismo. Hay una linealidad tonal. Es la tonalidad la que se pone al servicio del melodista. No hay quiebres. No hay discontinuidades. Con el atonalismo o el serialismo la continuidad necesariamente se quiebra, se triza, se fragmentariza. Y, como dirán los posmodernos, cada uno de esos fragmentos es un centro, todos valen lo mismo. El dodecafonismo se forma muy tempranamente (quiero decir: mucho antes que el posmodernismo o el posestructuralismo) en la llamada Escuela de Viena, que forman Schoenberg, Alban Berg y Anton Webern. «Si bien es cierto (escribe Diego Fisherman) que Schoenberg, Berg y Webern compartieron, además de las inevitables ideas de época, un cierto alfabeto musical (la música con doce sonidos y su sistematización en el serialismo o el dodecafonismo), sus lenguajes son absolutamente distintos»[75]. Berg es un Schoenberg más, por decirlo así, blando; Webern endurece las facetas ya duras del dodecafonismo. Esto ha determinado que la llamada «música del siglo XX» haya sido raramente escuchada por su público. «Por primera vez en la historia de la recepción musical (…) el cuerpo principal de lo que se escucha está formado por obras del pasado»[76]. Hay casos —como, por ejemplo, el Pierrot Lunaire de Schoenberg, que es de ¡1918!— en los que resulta increíble y algo melancólico, dado el gran arte de la obra, que no sea escuchada o que se escuche escasamente. Por ejemplo: entre nosotros, solo cuando Gerardo Gandini la toca en algún lugar semiclandestino. Hace unos años se dio Lulu de Alban Berg en el Teatro Colón: la gente se retiraba en bandadas para encontrar mesa en Edelweiss, comer y olvidar. El serialismo casi no se escucha en las salas de concierto. Toda la música que escribió Anton Webern escasamente llega a las tres horas. Pese a ello, pese a esa escualidez, el público que escucha música de especulación superior, no la escucha, prefiere obviarla. Ahora bien, como elemento teórico a nosotros todo esto nos sirve y mucho. La música experimental no convoca público. Esto no quiere decir que sea de vanguardia ni que sea buena. Es posible que se haya tomado un camino equivocado. Bien dice Fisherman: «No vale lo mismo, para el arte, un experimento que abrió determinadas puertas estéticas (…) que una obra artística lograda, haya sido o no experimental y haya o no abierto puertas de cualquier clase»[77]. Por decirlo claro: uno no sabe si Ravel o Poulenc (por hablar de dos grandes de la música francesa) inventaron algo, pero la música que hicieron es de altísimo valor artístico.

El caso extremo de ruptura de la linealidad es la no linealidad, la nada sonora de la obra de John Cage 4′ 33″. Un pianista se sienta al piano y durante cuatro minutos y treinta y tres segundos no toca nada. Se levanta, saluda y se va. La sala aplaude. Como experimento es, sin duda, genial. Cage aducirá que el contenido de su obra está en los sonidos de la sala: toses, estornudos o, por qué no, flatulencias. Aquí estaríamos ante la carencia total de narratividad.

Estas filosofías (posestructuralistas y posmodernas) son deconstructoras de la totalidad y de la centralidad. Anhelan la esfera de Pascal: que tiene su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna. Resulta, creo, claro, que la tonalidad establece un centro. Una raíz arborescente, diría Deleuze. El dodecafonismo está muy cerca de lo rizomático, esa figura que Deleuze toma de la botánica y que tiende a eliminar la jerarquización de la totalidad hegeliano-marxista en busca de un horizontalismo que garantiza, entre otras cosas, un descentramiento del esquema vertical, autoritario arborescente. El rizoma se ramifica en todas direcciones, horizontalmente. La música atonal, ante todo, huye de la tonalidad. El rizoma, al diversificarse, torna imposible establecer un centro. Digamos: una hegemonía tonal. La Fantasía en do mayor, por ejemplo. No hay do mayor. El rizoma destruye la tonalidad. En el esquema arborescente, por el contrario, todo punto remite a la raíz. En la música tonal la partitura puede salir de su tonalidad hegemónica, pero habrá de volver a ella. No esperen encontrar esta mezcla explicativa en Mil mesetas, la obra de Deleuze y Guattari. Es un pequeño juego que me he permitido aquí. En cuanto a la música, tonal o no tonal, qué les puedo decir, para mí son tan maravillosos el Concierto para piano, escrito en 1942, de Arnold Schoenberg como el Concierto en fa mayor de George Gershwin, quienes fueron, además, buenos amigos. Incluso Schoenberg orquestó el genial Segundo Preludio de Gershwin.

Sobre el realismo —y no pretendo saldar aquí semejante cuestión— sería sensato no atarse ni al reflejo del socialismo dogmático ni al formalismo acaso extremo al que suele conducir el sujeto trascendental kantiano. Habrá que pensar en artistas como Warhol o como Lichtenstein, que buscan desaparecer tras la materialidad de su obra. O en Jackson Pollock y su expresionismo abstracto: la conciencia expresando su caos por medio del color y la concreta realidad de la tela. De todos modos —y pienso aquí, volviendo, en los ejemplos de Warhol y Lichtenstein—, una buena obra vale más que un experimento. Las obras de Warhol y Lichtenstein valen porque son buenas. Los fines experimentales resultan —en los dos— bastante inocuos. Si la propuesta del camp es borrar la existencia del autor detrás de la obra, raramente se logra. Uno ve una gigantografía de The Phantom y dice: «Ahí hay un Lichtenstein». Uno ve una serialización de Marilyn Monroe y dice: «Ahí está Warhol». Se ha intentado también hacer una lectura posmoderna de un escritor como Manuel Puig, que se puso de moda en el canon de nuestra pequeña escena literaria de los noventa, demostrando que en sus primeras novelas, al incluir fragmentos de diarios íntimos (un «yo» que no es el del narrador) o fragmentos, también, de diarios y revistas de la época en que as novelas transcurren (los años cuarenta), accedía a un grado cero de la escritura y con ello a la desaparición del autor. De ese autor, se dice, que bajo el signo de la novela burguesa de la modernidad se presentaba con un estilo, con un porte individual de escritor que poseía y controlaba todos los resortes de su obra. Frente a esto, Puig, que elimina los bloques narrativos en novelas como El beso de la mujer araña, y solo trabaja con diálogos, sería a la novela lo que Lichtenstein y Warhol a la plástica: el autor desaparece. O se esconde tras su obra. En esas novelas, se dice, no hay voz narrativa. Detrás de todo esto se encuentra la postulación barthesiana de la «muerte del autor». Que se trama con la foucaultiana de la «muerte del hombre». Y que vienen, ambas, de la Carta sobre el humanismo de Heidegger. Por el momento, solo esto: ignoro si Puig quiso hacer desaparecer al narrador al escribir una novela con el solo recurso de los diálogos. Pero digamos que está bien, es correcto. Con estas cosas se hacen papers o tesis de licenciatura, se llenan suplementos literarios (que prolongan, por el prurito de lo «culto» y lo «nuevo», los avatares de la escena literaria académica), pero no se hacen grandes obras de arte. Y si se hacen es por el genio de sus autores. Esto lo sabía bien el propio Puig: siempre dijo que aquello que en verdad diferencia a una obra de otra —y lo que en verdad importa— es el talento de su autor. Conocí a Puig en los sesenta. No manejaba un bagaje teórico de relevancia. Era eso que los norteamericanos llaman un natural. Un dotado. Un escritor que escribía con frescura y libertad. (No ingenuamente, claro). En suma, y al costo de repetirme, lo que hace grande a una obra de arte es el genio, la entrega y el riesgo de un autor. Con esto quiero decir que el autor, del modo que sea, existe, que existe el estilo y, sobre todo, que existe el individuo cuyo genio se expresa en la obra cuando la obra vale y cuya mediocridad también aunque la venda con todos los artilugios de la vanguardia.

Ha llegado el momento de enfrentarnos a Hegel. Uno no puede atravesar esta vida sin tener que ver algo con Hegel. También suele decirse que cada época se define por el modo en que piensa a Hegel. Desde hace un buen tiempo Hegel ha entrado en desgracia. Adorno —un hombre de la Escuela de Frankfurt— había lanzado un dictum mortal: «la totalidad es lo falso». Si pensamos que la totalidad (o la totalización dialéctica) es la herramienta metodológica central de la filosofía de Hegel, vemos el peso que tiene la frase. Que es, coherentemente, atrapada por los filósofos post (los que surgen a partir de Althusser y Foucault, a mediados de los sesenta, y se extienden hasta el tardío posmodernismo, que ha muerto, pero todavía persiste en espacios como el teatro, al menos en Argentina), para perseverar en la deconstrucción de la totalidad y encandilarse con la maravilla de lo fragmentario, de una historia trizada en miles de particularidades cada una de las cuales es un centro que vale lo mismo que todos los otros centros. Sin constituir, todos estos centros, una totalidad sino un juego constante de alternancias y destrucción de relaciones binarias, de relaciones de poder, lo que llevaría a un garantismo incesante de la pluralidad democrática.

Acaso la artillería no esté siendo descargada tanto sobre Hegel como sobre Marx, dado que al ser Marx el más genial discípulo y seguidor, en muchos aspectos, de Hegel, es él quien debe recibir las bofetadas. Donde más sigue Marx a su maestro es en la dialéctica como herramienta de intelección de la historia. Y hasta en la relevancia dada a la historia, que las filosofías post han decidido aniquilar. (Y que nosotros, con nuestra postulación del barro, de la suciedad, de la contaminación de la filosofía en su entorno fáctico, venimos, con decisión, a restaurar. Digo decisión porque si de algo estamos seguros, a esta altura, es de la decisión.

Lo demás lo estamos viendo, lo estamos transitando con ustedes). En suma, la condena de Hegel es la condena de Marx. Y la condena de Marx expresa el deseo de los filósofos post de salir de la órbita marxista, de abandonar los pesares que la política soviética les acarrea y empezar a pensar desde otra dimensión. Que será —lo hemos dicho— la dimensión Heidegger-Nietzsche. Bien, si Derrida, con remarcable honestidad, pregunta, a comienzos de los noventa, por el estruendoso silencio en torno a Marx —o por lo extraño que resulta que todos den por muerto a alguien: Marx, en este caso—, y habla, entonces, del fantasma de Marx que recorre la academia europea y norteamericana, podríamos nosotros preguntarnos: ¿por qué se le teme tanto a Hegel? Derrida escribe: «Siempre será un fallo no leer y releer y discutir a Hegel (…) Será cada vez más un fallo, una falta contra la responsabilidad teórica, filosófica, política. No habrá porvenir sin ello. No sin Hegel. No hay porvenir sin Hegel. Sin la memoria y sin la herencia de Hegel»[78]. Luego de la trampa, la confesión: en la cita de Derrida suplanté «Marx» por «Hegel». Quería que sintiéramos que con la misma fuerza y justeza sonaba el texto para Hegel.

Nuestro propósito es arrancar con Hegel como filósofo que expresa el hecho fundante de la Revolución Francesa, tal como lo hace todo el idealismo alemán (Fichte y Schelling y hasta podríamos incluir a Kant). Con Hegel, como el primer filósofo que reflexiona sobre toda la historia humana y no solo sobre su presente, como señaló Foucault que Kant lo hacía con la Ilustración.

Solo algo más: para nosotros, que reflexionamos en situación, que pensamos desde la periferia, ¿qué es Hegel? Es el filósofo que expresa la consolidación de la burguesía europea y su aptitud para iniciar su expansión imperial. Todo esto, no obstante, no hacemos, aquí, más que enunciarlo. Demostrarlo será una ardua tarea pero —también— nos permitirá ver un paisaje asombroso: el de la cabeza filosófica más destellante de la historia de la humanidad.