Clase 16

Nietzsche, más allá del bien y del mal

La «moda Nietzsche» continúa y nada pareciera detenerla. Las interpretaciones se siguen sumando y sus adherentes son despiadados con cualquiera que se atreva a mencionar algunas aristas no claras del personaje. Es notable el desdén de los nietzscheanos: ¡que nadie se atreva a decir que Nietzsche habla de clases sociales cuando habla de la aristocracia o de la plebe! Si uno se siente incomodado —por decirlo así— o tiene cierta reticencia ante algunas frases, como, por ejemplo, las que inician El anticristo, es mirado con desdén frío, con desdén, sin más, filosófico, como si uno no entendiera nada, o, peor, como si uno no entendiera a Nietzsche. Porque es así: lo que siempre nos dirá un nietzscheano es que no entendimos a Nietzsche. O que nos hemos limitado a leerlo literalmente. Y si le decimos, volviendo a El anticristo, que una frase como «Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el axioma capital de nuestro amor al hombre. Y hasta se les debe ayudar a perecer» nos lleva de narices a unirla con la eutanasia nacionalsocialista, nos dirá que hemos leído demasiado el panfleto de Lukács, El asalto a la razón, y que Nietzsche está más allá de esas vulgaridades stalinistas. Insistirá: ¿hemos leído bien a Nietzsche? Le acercamos otra traducción: «Que los débiles y fracasados perezcan, primer principio de nuestro amor a los hombres. Y que se les ayude a morir». Insistirá: ¿lo hemos leído en alemán? Solo nos resta pedir disculpas y perfeccionar nuestro alemán.

Del modo que sea, tenemos mucho que trabajar todavía con el loco de Turin. Se trata de una máquina de generar interpretaciones. ¿Por qué precipitar la nuestra? ¿Será conveniente darla o solo señalar algunas tendencias, algunas líneas que se disparan hacia pensamientos posteriores y preguntarnos, por ejemplo, por qué se transformó en adalid de la posmodernidad? Tenemos, entonces, que seguir trabajando.

Los mundos lejanos del terror

Si bien el tema de la moral de los amos y la moral de los esclavos está en La genealogía de la moral, me permitiré trabajarlo desde la obra de Nietzsche de 1888, Más allá del bien y del mal. Hay una película con este nombre. Es de una directora italiana, Liliana Cavani. Es muy mala. Se centra en el ménage à trois de Nietzsche con Lou Andreas-Salomé y un filósofo y poeta de nombre Paul Rée, quien había asistido a las clases de Fritz en Basilea y se había hecho su íntimo amigo. «Fritz», así llamaban sus amigos a Nietzsche y, sobre todo, quienes tenían con él un ménage à trois. Fräulein Salomé era detestada por la hermana de Fritz, furiosa antisemita, que no cesa de chillar contra «la hebrea». Tal vez lo interesante de la película radique en advertir que un film europeo sobre Nietzsche da como resultado una «travesura estudiantil», llena de desnudos de una joven Dominique Sanda, de desnudos de Paul Rée y hasta de Nietzsche. De filosofía, nada. De vez en cuando Nietzsche grita: «¡No busquen el conocimiento! ¡Busquen la vida!» Esta afirmación vitalista, ¿cómo no iba a dar un film pretencioso y soft-porno? Cavani acepta, sin más, la teoría de la locura a causa de sífilis, pero, supongo, porque esto le permite mostrar a Nietzsche entrando en un burdel lleno de putas desnudas, con lo cual uno no sabe si son putas o solamente practicantes del nudismo. (Ya que estamos en esto: ni siquiera la enfermedad de Nietzsche conocemos. Ni siquiera Karl Jaspers, que es filósofo y médico, develó la cuestión. ¿Por qué y de qué enloqueció Nietzsche? También eso mereció descomedidas interpretaciones).

Nietzsche había dicho —cómo no habría de decirlo— la gran frase que permitiría acercarse a él: «No hay hechos, hay interpretaciones». Volveremos sobre esto. Por ahora: no es posible pensarlo aislándolo de su condición de enfermo. Dolorosamente —y más aún: de un modo profundo y conmovedor—, habrá de escribir en Más allá del bien y del mal: «Quien ha sufrido mucho (…) suele estar lleno de orgullo intelectual y de hastío, se siente impregnado y como coloreado por una certidumbre terrible, la de saber más acerca del sufrimiento, gracias a su propia experiencia dolorosa, que los más inteligentes y sabios, puesto que ha explorado los mundos lejanos del terror en que vivió un tiempo “como en su casa”. Esos mundos de los que los otros no saben nada (…) El sufrimiento profundo hace de nosotros aristócratas, aísla»[290]. La frase es más que poderosa y no la he encontrado a menudo en mis lecturas de Nietzsche. Pero aclara que trabajaba su filosofía —o buena parte de ella— desde su enfermedad. Se trata del sufrimiento psíquico. Solo este sufrimiento lleva a alguien a decir que «ha explorado los mundos lejanos del terror». La cercanía de la locura produce, más que sufrimiento, terror. Se puede sufrir por muchas enfermedades, pero la que produce terror es la locura, o la visión de su cercanía. El «loco» (o el «a punto de serlo») sabe que ha vivido «como en casa» en un mundo del que «los otros no saben nada». Siempre que uno está enfermo cree que es el único que está ahí, que todos los demás están «sanos». Sobre todo lo piensa si siente que su enfermedad es mental y lo acerca al extravío absoluto, la locura. Esta situación —la de «volverse loco»— aísla. Toda enfermedad aísla, pero la mental aísla más: hace del loco un raro, un distinto, un diferente. Deleuze dice que Nietzsche se distingue de la dialéctica hegeliana en que una fuerza, al entrar en relación con otra que le obedece, no encuentra su goce en negarla, sino que lo encuentra en afirmar su propia diferencia y gozar con ella. El aristócrata goza con su propia afirmación, en ella está su goce, no en la negación de la fuerza que ha sometido, o que se le somete. Esta diferencia, en Nietzsche, provenía de su enfermedad. Su sufrimiento era la fuente de su aristocraticismo. Al aislarlo, lo ubicaba por sobre todos los otros valores, especialmente por sobre los valores de la plebe. «El sufrimiento hace de nosotros aristócratas, aísla». Llegaríamos —quizás arriesgadamente; pero ¿hay algo que no sea arriesgado con Nietzsche?— a dibujar la imagen de un loco genial que crea una filosofía desde su sufrimiento, el que lo aísla, le da la certeza de su superioridad, lo convence de su aristocraticismo y lo arroja a compartirlo con los griegos y a postular un transhombre, un superhombre que esté más allá de todo eso, no solo más allá del bien y del mal, sino, como él desearía estarlo en sus momentos de desesperación, más allá del sufrimiento, de la locura. En 1893, Lou Andreas-Salomé, que lo conoció bien, escribe: «Nietzsche identificaba el mal que descubría en sí mismo con el peligro que amenazaba su época entera, y más tarde con el peligro que acechaba a la humanidad; es precisamente de su tragedia interior de donde deducía la misión redentora de la que se sentía investido»[291].

El odio a las masas y a «los lectores de periódicos»

Vamos al parágrafo 260 de Más allá del bien y del mal. Ahí establece Nietzsche dos morales diferentes: «Hay moral de señores y hay moral de esclavos»[292]. Vuelve otra vez sobre la aristocracia griega. «“Nosotros, los verídicos”, tal era el nombre que se daban los aristócratas en la antigua Grecia (…) El aristócrata tiene el sentimiento íntimo de que él mismo determina los valores morales (…) “Lo que me es perjudicial, es perjudicial en sí mismo”. Tiene conciencia de que es él quien crea los valores. Todo lo que encuentra en sí lo honra; semejante moral consiste en la glorificación de sí mismo. Pone en primer término el sentimiento de la plenitud, del poder que desea desbordarse (…), el aristócrata también ayuda al desdichado, no por compasión la mayoría de las veces, sino ayudado por la profusión de la fuerza que siente en sí»[293]. Habla luego de la reverencia que el aristócrata se otorga a sí mismo en tanto hombre poderoso, que sabe aplicar sobre sí el rigor y la dureza. Y escribe: «“Wotan ha puesto en mi pecho un corazón duro”, dice una vieja saga escandinava; eso es hacer hablar como se debe a un vikingo orgulloso»[294]. La saga también dice: quien desde siempre, desde la juventud, no tiene un corazón duro, no lo tendrá jamás. De esta forma, estos vikingos de corazones duros se hallan en las antípodas de la moral de la compasión, de la abnegación y el desinterés. La moral de los nobles odia los corazones cálidos. Odia las ideas modernas, odia el progreso y el porvenir. Odia a los lectores de periódicos. (Esto no figura en este pasaje de Nietzsche, pero es una precisión notable del burgués conformista, gregario, lector de periódicos).

Ahora se consagra Nietzsche a describirnos la moral de los esclavos. Esta moral, como ya podemos esperar, nada tiene que ver con la otra, la de los amos. Esta moral es «el segundo tipo de moral»[295]. «Supongamos (escribe Nietzsche) que las víctimas, los oprimidos, los que sufren, los esclavos (…) se pusiesen a moralizar a su vez: ¿cuál sería el carácter común de sus estimaciones morales?»[296]. Focaliza Nietzsche su mirada en los esclavos, que tanto respeto habían logrado con Hegel: el esclavo, ante las virtudes del poderoso, se disminuye y las ve con desagrado: lo hacen sentirse así, disminuido, miserable. Desearía que la felicidad del poderoso no fuera real, «pone en primer plano y a plena luz las cualidades que sirven para aliviar a los que sufren el fardo de su existencia: lo que honra, en cuanto a él, es la compasión, la mano complaciente y siempre abierta, la bondad de corazón, la paciencia, la humildad, la afabilidad, porque son las cualidades más útiles y casi los únicos medios de soportar el peso de su existencia»[297]. El esclavo está delineado para ser el perfecto destinatario de las virtudes cristianas y utilitaristas, a él se aplican. Sin esclavos acaso no habría cristianismo: ¿dónde, a quiénes se aplicarían los valores de la compasión, la paciencia y la humildad?

Los esclavos deben saber dónde estar, qué hacer, qué tocar y qué no tocar. «Se da ya un gran paso cuando se acaba por inculcar a las masas (a los espíritus superficiales, a los intestinos que digieren demasiado de prisa) el sentimiento de que no tienen el derecho de tocarlo todo, que hay realidades interiores de un carácter sagrado ante las cuales no tienen acceso, sino quitándose los zapatos, ni deben tocar con sus manos impuras; este es quizás el grado más alto de humanidad que pueden alcanzar»[298]. Más detesta a los defensores de las «ideas modernas». Les reprocha su «falta de pudor», «su manera de tocarlo todo, de olfatearlo, de retocarlo y de palparlo»[299]. Este odio a la plebe y a la burguesía ascendente (es en el final de este parágrafo donde habla de «los aficionados a la lectura de periódicos») lo encontraremos en un texto —muy conocido entre nosotros— de nuestro tierno autor del tiernísimo libro Juvenilia. Podemos, también, añadirle el racismo a estas disquisiciones de Nietzsche. No es casual que surja, está implicado en todo lo que dice. ¿Será injuriar mucho al aristócrata de Nietzsche citando sus pasajes bastardos, racistas? Seamos incómodos, acaso los nietzscheanos los han olvidado, acaso los obliguemos a decirnos, otra vez, que no hemos entendido al genio de Turin, al gran loco: «Es imposible que un hombre, incluso a despecho de las apariencias, no tenga en su cuerpo las cualidades y las apariencias de sus padres y de sus abuelos. Este es el problema de la raza. Lo que sabemos respecto de los padres permite sacar consecuencias a propósito del hijo. La repugnante impotencia para dominarse, la envidia mezquina, la torpe vanagloria de darse siempre la razón rasgos que en todo tiempo han caracterizado al tipo plebeyo—, todo eso se trasmite ciertamente al hijo de una manera tan inevitable como la sangre corrompida; y a despecho de la mejor educación y de la mejor cultura del mundo, no se podrá borrar más que la apariencia de semejante herencia. Pero ¿se proponen otro fin la educación y la cultura? En nuestra época muy popular, quiero decir, muy populachera, “educación” y “cultura” deben ser necesariamente el arte de aparentar, de disimular a los ojos el origen plebeyo, el atavismo populachero que llevan en su cuerpo y en su alma»[300]. Confieso que no he podido evitar el recuerdo de Eugenio Cambaceres (En la sangre, Sin rumbo) o Julián Martel (La bolsa). Una frase como «todo eso se trasmite ciertamente al hijo de una manera tan inevitable como la sangre corrompida» es perfectamente cambaceriana, un autor que había leído más a Emile Zolá que a Nietzsche.

La filosofía política de Nietzsche

Que nadie se indigne. Falta —todavía— mucho.

Sin embargo, analicemos: ¿por qué uno se amedrenta ante Nietzsche y los nietzscheanos? Son tantos los grandes que lo han asumido, son tantas las ediciones, colecciones y nuevas lecturas que nos siguen llegando, están tan llenas de desprecio hacia quienes no lo reciben positivamente las condenas de sus seguidores, queda tan mal señalar lo inseñalable en Nietzsche, está tan instalada la certeza impecable que hace de quien lo critica un corto de luces, alguien que, sencillamente, no lo ha entendido, es tan impresionante la expulsión del libro de Lukács (cualquiera sea su valor) de las consideraciones «serias» o aun de las ediciones (no creo que se consiga hoy en Buenos Aires, porque en Barcelona no se publica y aquí nadie pareciera querer hacerlo), la presión, a esta altura de los hechos, es tan inmensa que mejor aceptar, hacer buena letra, honrar al gran pensador que honraron, entre tantísimos otros, Heidegger (¡ahí están los dos inmensos tomos de su inmenso Nietzsche!), Jaspers, el joven Sartre, Fink, Löwith, Jung, Klossowski, Bataille y —¡nada menos!— los posestructuralistas y los posmodernos.

Por ahora, continuemos.

En el apartado 265 de la obra que estamos analizando Nietzsche vuelve sobre la condición aristocrática. Señala que este hombre, el hombre aristocrático, lleva el egoísmo en el alma. El texto se inicia con la certeza que tiene nuestro pensador de escandalizar a sus incautos lectores, a los que no sean suficientemente grandes como para leer a este grande. Nietzsche, aquí, muestra que imagina dirigirse a una cierta pequeña, muy reducida comunidad de iguales, no sabemos cuál. Ya hemos visto que su público está indeterminado. «A riesgo (escribe) de escandalizar a los oídos castos»[301]. Nietzsche, pues, no escribe para oídos castos. Para burgueses débiles —que podrían leerlo— o para esa plebe que, él lo sabe, jamás habrá de abrir un libro suyo. ¿Qué es lo que escandalizará a los oídos castos, al hombre gregario? Que el egoísmo forma parte inescindible del alma aristocrática. Lo citamos: «Afirmo la creencia inquebrantable de que seres “como nosotros” tienen una absoluta necesidad de otros seres que les estén sometidos y que se sacrifiquen a ellos. El aristócrata acepta su propio egoísmo como un hecho, sin escrúpulos de conciencia (…) sino más bien como una peculiaridad que debe hallarse basada en la ley primordial de las cosas. Si quisiese dar un nombre a este sentimiento, diría que es la justicia misma»[302]. La precisión del texto es formidable. Analicemos. Primero: El egoísmo como parte sustancial de la conciencia de la aristocracia. Segundo: Nietzsche escribe «como nosotros», incluyéndose en esa aristocracia que tan certeramente describe. Tercero: El egoísmo del aristócrata requiere que «otros seres» se le sometan, que hasta se sacrifiquen por él. Cuarto: El egoísmo de la aristocracia hunde sus raíces en «la ley primordial de las cosas». Quinto: Este sentimiento, el egoísmo, es la justicia misma.

Disculpen si he sido excesivamente explicativo, pero debemos estudiar excesivamente al excesivo loco y genio de Turin.

Terminamos aquí con Más allá del bien y del mal. Otras cuestiones nos reclaman. Una: ¿hay una filosofía política en Nietzsche?

Desde luego que la hay.

¿Por dónde rastrearla? Tal vez exista un camino más propicio que otro. Por ejemplo: sus pensamientos acerca del Estado.

¿Qué es el Estado?

Cuando Aristóteles dice del hombre que es un «animal político» (zóon politikón) busca diferenciarlo de la bestia y de los dioses. La política arranca al hombre de su condición salvaje, lo lleva hacia los brazos de la cultura y hace de él, precisamente, un hombre, es decir: un individuo. Son conocidas las soluciones que Hobbes y Rousseau, ya en la modernidad, dieron a este problema. Hobbes parte del «estado de naturaleza». En él, el hombre es el lobo del hombre (homo homini lupus). Los hombres, para poder sobrevivir, se desprenden, ante todo, de algo. Su «estado de naturaleza» (que no es sino la liberación incontenible de sus instintos) no les permite vivir juntos. Deben «cederlo». Se lo ceden al Estado. El Estado, así, surge como el organismo que sujeta al lobo que hay en todo hombre. Este ente (el Leviatán) es un formidable represor, pero, en cuanto tal, es un formidable organizador de las pulsiones humanas que obliteran toda posible sociedad. Escribe: «Demuestro, en primer lugar, que el estado de los hombres sin sociedad civil, estado que con propiedad podemos llamar estado de naturaleza, no es otra cosa que una guerra de todos contra todos; y en esa guerra todos los hombres tienen el mismo derecho a todas las cosas. En segundo lugar, [demuestro] que en cuanto los hombres caen en la cuenta de la situación odiosa en que se hallan, desean, obligándolos a ello la naturaleza misma, liberarse de este sufrimiento. Mas ello no pueden hacerlo como no sea mediante un pacto en virtud del cual renuncian todos a tener derecho a todas las cosas»[303]. Todos conocemos cómo Rousseau retoma estos temas y los lleva al plano del «contrato social». Este «contrato» constituye el Estado civil y este convierte a su «justicia» en el valor supremo. Imaginen a Nietzsche leyendo estas apologías de la morigeración, del sofocamiento de las pulsiones. ¿Cómo habrían de establecer pactos las aves de rapiña? ¿Cómo, sino mutilándose, podrían las almas vikingas, las bestias rubias, someterse a una institución a la que todos se someten? ¿Un mismo Estado podría contener a los aristócratas y a los esclavos? ¿Una misma ley, una misma moral para señores y siervos? Nietzsche escupe sobre todas estas banalidades del hombre burgués. Prefiere los instintos a la ley. Las pulsiones a los estamentos. La desigualdad a la igualdad.

Hay un tipo de hombre que se somete al Estado y otro que no. Al primero Nietzsche lo llamará hombre gregario. Al segundo, hombre superior Se trata de una formulación que ya conocemos: el hombre gregario es el que se somete a la moral de los esclavos, del rebaño, de la plebe. El hombre superior es el aristócrata; su moral, la de los señores. El hombre superior ama la soledad; la soledad de los individuos. Al hombre gregario le asusta la soledad; solo en medio del rebaño se siente seguro. El hombre superior puede entender al hombre de la plebe; para él, entenderlo es desdeñarlo o, según vimos, ayudarlo por su propio exceso de vida, que lo desborda. El hombre gregario no puede entender al hombre superior; para entender, tendría que dejar de ser lo que es. La comprensión inter-pares es una de las características del hombre superior. Escribe Nietzsche: «Condición absoluta: que los sentimientos de valores son distintos arriba que abajo; que a los inferiores les falta infinita experiencia; que de abajo arriba es tan inevitable como lógica la incomprensión»[304]. El hombre gregario es, no solo el hombre que se somete al Estado, sino el que se integra en el concepto de humanidad: «El objetivo (dice Nietzsche) no es la humanidad, es el superhombre»[305]. Acabo de introducir este concepto algo abruptamente. Se sabe: es fundamental en Nietzsche. Quien, en su Zaratustra, escribe: «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre: una cuerda tendida sobre el abismo»[306]. Ya habrá tiempo de analizar este concepto.

El Estado se hizo para los cobardes. Para los que no son capaces de enfrentar las calamidades de la condición humana. El hombre de la voluntad de poder no teme. En el hombre gregario el miedo es más poderoso que la voluntad de poder. La voluntad de poder del hombre superior lo entrega a la actividad, su fuerza parte de sí, es activa. El hombre gregario, por el contrario, tiene una voluntad reactiva. Solo puede reaccionar contra una fuerza externa, pero no la puede generar de sí. Esta es la diferencia fundamental entre el señor y el esclavo, entre el hombre superior y el hombre gregario. Todo es fuerza, vida, acción en el primero. En el segundo todo es miedo, gregarismo y reacción. Así las cosas, el Estado es un instrumento de los hombres gregarios. La «justicia» se ha creado para someter la voluntad del hombre superior. Esta voluntad (de poder) no puede ser encauzada, adiestrada o conducida por el Estado y sus instituciones. La voluntad de poder crea sus valores, y sus valores tienden a negar los valores del Estado, los valores del rebaño. Lo negativo es un privilegio del hombre superior, quien niega los valores de la justicia, la religión, la moral y la política de los hombres gregarios. Es comprensible que el gregarismo conduzca a la venganza, que los hombres del rebaño, al suprimir sus instintos y al ver que los hombres superiores los ejercen sin culpa, quieran vengarse. La «justicia» es la expresión de esta venganza. El Estado, como expresión de la justicia, se crea para negar aquello que juzga incorrecto, aquello que «no está bien». Lo que «no está bien» es la negación que el hombre superior ejerce sobre los valores gregarios. ¿Quién será responsable del mal? El hombre superior. Él es el mal frente al bien que el Estado administra. Escribe Nietzsche: «La busca de responsabilidades, en la mayoría de las ocasiones, corre a cargo del instinto de venganza. Este instinto de venganza ha dominado de tal forma sobre la humanidad que toda la metafísica, la psicología, la historia y, sobre todo, la moral, acusan la huella de su sello»[307]. Dejemos claro que el hombre superior es el mal desde el punto de vista del Estado. Y que el Estado es el bien desde ese mismo punto de vista. Para los amos, para el hombre superior —según hemos visto en La genealogía de la moral— las cosas son exactamente al revés: lo malo es la plebe, lo gregario. Lo bueno es lo propio de los señores. Pero el Estado expresa el punto de vista de «los lectores de periódicos» y el de la «plebe», para quienes el vikingo, el ave de rapiña, la bestia rubia o el hombre superior son lo malo, y tanto les temen que han instrumentado contra ellos el Estado y la justicia, para arrinconarlos, encauzarlos, someterlos. Tarea vana y miserable.

Nietzsche, por la dureza de sus ideas, por su intempestividad, por la crueldad manifiesta y gozosamente asumida de muchas de sus ideas, es el filósofo que ha filosofado a martillazos. Precisamente en un breve texto con ese título hay un apartado que expresa en la modalidad de lo impecable —quiero decir: con mayor justeza que nunca— su concepción de la política. Dice: «Las instituciones liberales, una vez impuestas, dejan pronto de ser liberales; posteriormente, nada daña en forma tan grave y radical la libertad como las instituciones liberales. Sabidos son sus efectos: socavan la voluntad de poder, son la nivelación de montaña y valle elevada al plano de la moral, empequeñecen y llevan a la pusilanimidad y a la molicie; con ellas triunfa siempre el hombre-rebaño. El liberalismo significa el desarrollo del hombre-rebaño»[308]. Pero las instituciones liberales —para defenderse de las instituciones liberales de otros países— se entregan a la guerra. «Entonces promueven, en efecto, poderosamente la libertad (…) Y la guerra educa para la libertad. Pues, ¿qué significa libertad? Que se tiene la voluntad de responsabilidad personal. Que se mantiene la distancia jerárquica que diferencia. Que se llega a ser más indiferente hacia la penuria, la dureza, la privación y aun hacia la vida. Que se está pronto a sacrificar en aras de su causa vidas humanas, la propia inclusive. Significa la libertad que tienen los instintos viriles, guerreros y triunfantes para privar sobre otros instintos, por ejemplo, los de la “felicidad”. El hombre libertado y, sobre todo, el espíritu libertado, pisotea el despreciable bienestar con que sueñan mercachifles, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y demás demócratas. El hombre libre es un guerrero»[309]. ¿No los deslumbra este genio de lo políticamente incorrecto? Sé que a las feministas les caerá pésimo que incluya a las mujeres junto a las vacas. Pero los filósofos raramente entendieron a las mujeres. En fin, es otra cuestión. Aquí, lo que quiero decir es esto: un inglés del Parlamento británico, en medio de la guerra española, dijo que ese asunto o cuestión no merecía la sangre de un solo marinero inglés. Bien, el poeta español León Felipe le contestó, en un poderoso poema, que usted, le dijo, habla así porque habla en nombre de una nación raposa, Inglaterra, «la raposa de la historia». Y le dijo, también, que Alemania era más grande que ella, pues Alemania contaba «con su hálito nietzscheano de locura». Solo quien se anime a filosofar a martillazos puede nivelar a los mercachifles, a los ingleses, a los cristianos, y a los democráticos (y sí: también a las mujeres) con… las vacas.

De muchas maneras se puede expresar algo así como «el pensamiento político» de Nietzsche. Según veníamos desarrollando nuestra exposición era claro que el Estado no podría sofocar al hombre superior, a los amos, a las aves de rapiña. Están «más allá del bien y del mal». Más allá de las ataduras que los hombres se imponen a sí mismos para poder vivir en sociedad. La principal, el Estado. Nietzsche, siempre que quiere, en alguno de sus tantos fragmentos afortunados, podrá expresarlo mejor que nosotros. Por ejemplo: «Desprendernos de todos los lazos humanos sociales y morales hasta que podamos bailar y saltar como los niños»[310].

Nietzsche, como pensador político, es, en suma, antiliberal, antidemocrático y furibundo enemigo de la plebe y su expresión política, el socialismo. ¿Qué saldrá de todo esto?

La frase «Dios ha muerto»

De todas las interpretaciones de Nietzsche es la de Heidegger la que más me interesa y la que voy a exponer con extensión y cuidado. El motivo de este interés no es inocente y tiene que ver con la interpretación que fui desarrollando —en medio de una exposición, por decirlo de algún modo, prolija de filósofos insoslayables— y que espero apuntalar con el «Nietzsche» que Heidegger lee, que Heidegger interpreta. Digamos, como punto de partida, que Heidegger ve en Nietzsche la culminación de algo que empezó con Descartes. Por mi parte, voy a invitarlos a seguir esta línea de reflexión: si la subjetividad capitalista surge con el sujeto cartesiano, es con la voluntad de poder nietzscheana que se consolida. Claro que este no es el lenguaje de Heidegger ni es lo que a Heidegger le interesa. Pero a nosotros sí. Guste o no, Nietzsche es el filósofo de la unidad alemana y de la expansión alemana, del reclamo permanente de un espacio vital que necesita porque su demorada unidad le hizo llegar tarde al reparto imperial-capitalista del mundo. Nuestra tesis está arrojada brutalmente de antemano. Hacerlo así nos obliga a una muy cuidadosa fundamentación. En medio de ella late el propósito de que ustedes sigan aprehendiendo la filosofía de Nietzsche, apoderándose de ella para lograr, en su momento, interpretarla. Tarea, claro, que requiere su riguroso relevamiento. De paso (o más que «de paso») vamos entrando en el pensamiento de Heidegger.

En 1935 —un año después de su renuncia al rectorado nacionalsocialista de Friburgo—, Heidegger dicta un curso de «Introducción a la Metafísica». Habla, en él, de la «verdad y la grandeza» del movimiento nacionalsocialista. A partir del año siguiente se consagra a dictar seminarios sobre Friedrich Nietzsche. Es cierto que la Gestapo lo vigila, es cierto que paga hasta el fin de la guerra las cuotas mensuales de su afiliación al Partido, es tal vez cierto (o, sin duda, lo es en cierta medida) que sus seminarios sobre el loco de Turin son su soterrada polémica con el nacionalsocialismo. Dictó estos seminarios en cuatro semestres y un trimestre. Los dictó en la Universidad de Friburgo entre 1936 y 1940. Los editó en 1961. Se trata de una obra considerable y hay en ella visibles repeticiones. De las que dice Heidegger: «Las repeticiones quisieran brindar la oportunidad de que continuamente vuelvan a pensarse en profundidad unos pocos pensamientos que son determinantes de la totalidad»[311]. Si Heidegger reconoce, aunque valorándolas, sus repeticiones, yo les pido clemencia una vez más por las mías. Acaso también se trate de pensar aquí una y otra vez, sin temor a repetirse, como propios o como propuesta, unos pocos pensamientos determinantes de la totalidad.

La obra que nosotros vamos a analizar no pertenece a esos semestres pero se basa en ellos. Es de 1943 y su título es La frase de Nietzsche «Dios ha muerto». Caramba, algo ocurre aquí. Algo tuvo el sonido de lo nuevo, de lo dicho por primera vez. Creo, y no creo equivocarme, que es la primera vez que la frase «Dios ha muerto» es dicha. Tal vez la segunda, pero no más. ¿Hemos demorado en llegar a ella? ¿No es acaso Nietzsche «el filósofo de la muerte de Dios»? ¿No es «el filósofo que mató a Dios»? Ocurre que Niezsche no es solamente eso. Ocurre que nuestra «demora» no es tal, sino que nos hemos concentrado en otras aristas de Nietzsche tan importantes como la que —incluso popularmente— lo identifica. Cierta vez (y no creo ser el único que ha disfrutado de esta experiencia) encontré un graffiti en una pared. Podríamos decir: dos graffitis. El primero decía: «Dios ha muerto, Nietzsche». El segundo decía: «Nietzsche ha muerto, Dios». Este es nuestro último respiro antes de arrojarnos al texto de Heidegger. Que es deslumbrante, sea cual fuere su dificultad.

La interpretación que da Nietzsche de la historia occidental (dice Heidegger) radica en verla «como surgimiento y despliegue del nihilismo»[312]. El nihilismo será resumido en la frase de Nietzsche «Dios ha muerto». Acaso no pueda haber frase más nihilista que esta. (Nihil = nada) Ha tenido distintas formulaciones y ha surgido de distintos modos. Nietzsche habrá de utilizarla de un modo radical, extremo. Pero volvamos brevemente sobre Heidegger. Bernard-Henri Lévy, en su ensayo sobre Sartre (ensayo que escribió cuando se cumplieron los veinte años de la muerte del autor de la Crítica de la razón dialéctica), dice que la tragedia con Heidegger es que resulta imposible separar en sus textos el componente nacionalsocialista de las más brillantes consideraciones filosóficas. «Heidegger exhibe la originalidad de ser, en los mismos escritos, con el mismo tono y en el fondo con las mismas palabras, un filósofo genial y un nazi»[313]. Si me detengo (brevemente, por cierto) en esto, es porque en la página 192, a la vuelta de la página 191 en que Heidegger habla de la interpretación de la historia occidental que ofrece Nietzsche como historia del nihilismo, dice una frase dedicada a su pequeño auditorio de 1943: «No sabemos qué posibilidades le reserva el destino de la historia occidental a nuestro pueblo y a Occidente»[314]. Ya sabemos cuál es «nuestro pueblo» en la experiencia de Heidegger y sus alumnos en 1943: la Alemania nazi. (Pero cautela aquí: que la cuestión del nacionalsocialismo en Heidegger no oblitere nuestra necesidad de leerlo. Como bien se ha dicho: sería terrible que el libro de Víctor Farías, Heidegger y el nazismo, llevara a no leer a Heidegger. Sería una coartada y un grave empobrecimiento para la filosofía).

Hoy, desde nuestra estricta contemporaneidad, entre misiles norteamericanos, israelíes y de la guerrilla Hezbolá, en medio de fundamentalismos que se destruyen los unos a los otros, no por creer en la «muerte de Dios», sino por creer fanáticamente en él (George Bush llegó a decir: «Dios no es neutral»), el no-saber que Heidegger expresa sobre «su» pueblo y Occidente es el no-saber basado en la negación absoluta, en la certeza de la no-pertenencia al mundo del Espíritu del Oriente islámico. Creo que Heidegger se habría asombrado con el acontecimiento-universal de las Torres Gemelas. Su libro sobre Nietzsche (de 1961) empieza citando una frase del genio loco de Turin: «¡Casi dos milenios y ni un solo dios nuevo!» ¿Será el Dios del Islam el nuevo dios que Nietzsche y Heidegger esperaban? No: esperaban que ese dios proviniera de Occidente, ya que solo pensaban en Occidente. Qué novedad inesperada. Qué asalto a la historia del ser occidental. Qué nihilismo tan total e intempestivo. Occidente debe abandonar su soberbia: era una forma de provincianismo. Aquí está el Oriente. Y está furioso. Y mata.