Justicialismo
El segundo gobierno del pueblo peronista necesita el apoyo de un cuerpo doctrinario orientador y coherente. Así lo ha entendido el general Perón, pues sus primeras preocupaciones, una vez instalado en la patria para conducir la lucha del pueblo, han tenido ese objetivo. «Nosotros —señaló enfáticamente— somos justicialistas». Ha fijado así aquello que debe ser fijado de una doctrina: sus grandes principios. Y el más profundo de los principios que orientan la doctrina peronista es justamente el de especificidad nacional: surgida del pueblo, enarbolada siempre como bandera de justicia, su primer principio consistió y consiste en ser la más fiel expresión de las creencias, las esperanzas y las luchas de los trabajadores de esta tierra. Somos justicialistas porque creemos en el camino original y autónomo de la revolución, somos justicialistas porque sabemos que la única y posible doctrina política de un pueblo es la que éste mismo elige para sí, somos justicialistas porque creemos en la capacidad creadora de las masas, somos justicialistas porque es ésta la doctrina que, desde hace ya treinta años, cotidianamente, viene surgiendo del diálogo movilizador, entrañable y combativo, entablado entre los sometidos de esta tierra y el más grande líder de masas que ella ha creado. Somos justicialistas, en fin, porque así es como ha elegido nuestro pueblo expresar su proyecto de organización y poder, que es la condición insoslayable de su liberación.
A través de diversas tácticas, consignas y enunciados doctrinarios, nuestro movimiento ha expresado desde sus albores, un claro proyecto político: el de la liberación de la patria a través del poder popular. Porque del Justicialismo se podrán decir muchas cosas, tantas como hoy lo hagan necesario los distintos intereses políticos en juego en nuestra patria, pero nadie puede llamarse justicialista y negar que esta doctrina expresa un proyecto político de poder popular. Entendiendo por poder (y atención: no porque hoy lo entendamos de este modo, sino porque siempre, desde el surgimiento del peronismo, fue así), no la mera participación de las mayorías en el Estado empresarial-distributivo, sino la posibilidad real para el pueblo de ir tomando entre sus manos todos los centros políticos y económicos de decisión a través de los cuales pueda determinarse el destino final de la patria: liberación o dependencia. Y entendiendo por popular, no la viscosidad parlamentaria del igualitarismo burgués, sino a todos aquellos sectores que, hegemonizados por la clase obrera, se organizan políticamente a través del movimiento que intenta el rescate del país enajenado: nuestro movimiento, el peronista.
La era del gobierno de las mayorías ha comenzado, decía aquel vertiginoso coronel Perón de los años cuarenta. Y no se equivocaba, porque, para espanto de la oligarquía y de los otros sectores dominantes, los trabajadores reconocieron a su líder en ese militar obrerista y movilizador. La relación líder-masa es una relación de poder: con el peronismo surge para nuestra época la empresa liberadora de conquistar el poder para el pueblo. El peón de campo consigue su estatuto y ya no se somete a los arbitrios patronales, los obreros urbanos construyen sus sindicatos, tienen sus abogados, acceden a los puestos de gobierno. Todos los desplazados, los sometidos, los explotados, comienzan a alzar la frente, a organizarse, a ganar la calle para reclamar sus derechos. Porque no hay que olvidarlo nunca: el Justicialismo nace el 17 de octubre de 1945, es hijo del poder del pueblo, de su vocación movilizadora y revolucionaria. Por eso somos justicialistas. ¿Cómo podríamos ser otra cosa?
Socialismo nacional
Acostumbrado a tutearse con la historia universal, Juan Perón se detiene en una de sus encrucijadas y fija su devenir: «El mundo marcha hacia el socialismo». Se trata, claro está, de una comprobación empírica: saber leer en la madeja enmarañada de los hechos el sentido final de la historia es la tarea del conductor. Por eso: «La única verdad es la realidad». Ahora bien, ¿qué es esto del socialismo?
Perón, refiriéndose a la experiencia maoísta, gusta comentar a menudo: «China ya es un socialismo nacional, con algunas formas marxistas, pero muy achinado». Y en este achinamiento de los chinos está la clave del problema: el socialismo nacional es el proyecto político a través del cual un pueblo instaura una comunidad organizada y justa. Este socialismo, contrariamente al internacional y dogmático, es fruto del poder creador de las masas y se realiza en un ámbito geopolítico y cultural determinado: es un socialismo con fronteras, solidario con las experiencias liberadoras de otros pueblos, pero celoso de su rostro personal, que es el de su pasado histórico, el de sus luchas y el de sus mártires. Este socialismo es la expresión más radical del poder del pueblo, porque sólo el pueblo puede conquistarlo. Y si es verdad que «el mundo marcha hacia el socialismo», resulta claro entonces que ésta es «la hora de los pueblos» y la tarea del conductor, de aquel que conduce porque es conducido, una sola: «Hacer lo que el pueblo quiere».
El socialismo nacional del que habla Perón y hablamos los peronistas no es de ningún modo la expresión particular de un concepto universal. Cuando Perón señala la existencia de un socialismo internacional y dogmático, sustentado por la política de gran potencia de la URSS, menciona toda una concepción de la historia en la cual el Socialismo —así, con mayúsculas y adornado también con los oropeles de la Ciencia— se dirige al encuentro de los movimientos de liberación del Tercer Mundo para incorporarlos como un momento más de su periplo expansionista. Lo real es justamente lo contrario: el concepto de socialismo no les llega a los movimientos de liberación tercermundistas como algo externo, sino que ellos mismos lo generan de sí en tanto proyecto organizativo y movilizador que fija el punto de realización del poder popular. Pues si el socialismo es lo nuevo, aquello que quiebra y supera los viejos moldes para impulsar a las sociedades hacia formas superiores de justicia, sólo puede ser producido por los movimientos de liberación de la periferia, en tanto son ellos los únicos que pueden generar una universalidad verdadera al introducir en el cuerpo de la historia las fuerzas de lo negativo, lo dinámico y original.
¿Qué formas concretas presenta el socialismo nacional? Es curioso que esta pregunta sea frecuentemente formulada como si se estuviera hablando en ella de algo futuro. Lo cierto es, sin embargo, que el socialismo nacional tiene a su base toda la infinita riqueza política del peronismo para definirse. Socialismo nacional, entonces, no puede ser sino la organización política integral del pueblo, hegemonizado por la clase trabajadora y conducido por el general Perón, para instaurar una Patria Justa, Libre y Soberana. Y hay ya demasiados años de peronismo en nuestra patria como para que sea posible embretar este proceso en formas tan escuálidas como «socialización de los medios de producción» o «reforma del régimen de propiedad de la tierra», por mencionar sólo las más corrientes. El peronismo ha expresado ya su proyecto socialista nacional de distintas formas: gestando un Estado antiimperialista y movilizador, nacionalizando la economía para ponerla al servicio del pueblo o haciendo servir a la propiedad privada en función social. Las nuevas formas que este proyecto pueda adoptar dependerán de las necesidades de las masas y de su organización para llevarlas a cabo. Podemos asegurar, eso sí, que serán siempre algo mucho más rico y complejo que una mera transcripción nacional popular del Manual de Nikitin.
Desde esta perspectiva, es fundamental la participación creadora del pueblo en el largo proceso de liberación y reconstrucción nacional que inicia el peronismo a partir de mayo de 1973. Y si decimos largo proceso es porque queremos marcar que la revolución es, siempre, un proceso de paulatinas mediaciones. El poder no se toma de un golpe, pero la cuestión de la toma del poder debe estar presente en cada acción popular y en cada medida de gobierno. Todo objetivo parcial deberá juzgarse por su capacidad para impulsar o no la conquista del objetivo final. Este proceso, claro está, de ningún modo es sencillo: ciertas medidas, aparentemente revolucionarias, pueden impulsar a las masas al fracaso y el desaliento si están hechas al margen del poder para imponerlas. En tanto que otras, aparentemente reformistas, habrán logrado el más profundo de los objetivos revolucionarios si consiguen ser asumidas por el pueblo y contribuyen a su organización y movilización.
Justicialismo y socialismo nacional
Es incorrecto afirmar que hoy es necesario postular el concepto de socialismo nacional porque nos encontramos en una etapa cualitativamente superior de las luchas populares. El peronismo, por el contrario, expresó desde sus orígenes un proyecto político de poder popular. «La verdadera democracia (se dice en la primera verdad justicialista) es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo». Cuando se trató de ponerle un nombre al movimiento, Perón pensó en el de socialismo. Y dejemos que él mismo nos explique por qué cambió de idea: «Nosotros le queríamos poner socialismo (…) pero como socialismo era un nombre gastado y desprestigiado por los socialistas que habían actuado en nuestro país, se decidió ponerle justicialismo». Pero para Perón no hay oposición entre ambos conceptos, y así lo dice: «Nuestro movimiento (…) es indudablemente de base socialista. ¿Por qué? Porque pivotea sobre la justicia social, que es la base de toda nuestra promoción revolucionaria».
Justicialismo, en suma, es el concepto que el líder de los trabajadores eligió para nombrar el proceso de poder popular que se inició en nuestra patria en octubre de 1945. Justicialismo y socialismo nacional son, en suma, conceptos equivalentes. El inclaudicable mantenimiento del segundo en la doctrina peronista es aconsejable por dos motivos: 1.º — para desenmascarar a quienes interpretan al justicialismo como un mero proyecto distributivo, empresarial y capitalista, que nada tiene que ver con el poder popular; 2.º — para ubicar al movimiento peronista en la geopolítica que le corresponde: la de las luchas de los pueblos del Tercer Mundo que van elaborando un nuevo concepto de socialismo como expresión de su proyecto de liberación. Esto merece ser aclarado.
Acostumbra a decir Perón que nuestra era es la del Continentalismo: es una forma más de afirmar la tercera posición. Tan lejos del imperialismo capitalista como del socialismo internacional y dogmático, las luchas de los movimientos nacionales de liberación buscan un camino hermanado y autónomo. Perón, que sabe de la imperiosa necesidad de recorrer ese camino (pues «el año 2000 nos encontrará unidos o dominados»), incorpora al cuerpo doctrinario justicialista el concepto de socialismo, pues advierte en él la meta que los pueblos del Tercer Mundo han fijado a su proyecto de poder. Pero en tanto el Justicialismo constituye la forma específica de socialismo que las mayorías argentinas van creando para sí, Perón insistirá frecuentemente en señalar que Justicialismo y socialismo nacional expresan un mismo proyecto político: la totalidad del poder para el pueblo.