PRIMERA PARTE:

Entre 1943 y 1955

El 4 de junio de 1943, una vez más, las FF. AA. abandonaron sus lugares naturales de residencia e irrumpieron en la sociedad civil para imponer sus concepciones estratégicas. Acababan de abandonar también, y lo sabían, un concepto castrense delicadamente elaborado durante la década infame: el de profesionalismo. El general Manuel A. Rodríguez, ministro de Guerra de Justo, lo expresó como sigue: «El ejército no tiene aspiraciones propias, no pretende arrogarse poderes o facultades reservadas a otras entidades (…) No seduce a los oficiales en actividad la participación en funciones de gobierno, pues saben que no es desempeñando tareas dignísimas en sí, pero que en el juego regular de las instituciones han quedado reservadas a otros órganos, como el ejército logrará cumplir con la misión que le corresponde (…), el ejército-institución no debe tener intervención alguna en la solución de los problemas de política interna»[145]. Lo que ocurría era bien simple: la oligarquía había instaurado su férreo sistema fraudulento-entreguista y el Ejército se hacía el distraído[146]. Todo perfecto. Rodríguez ingresa al panteón liberal como «el hombre del deber». Que esto estaba mal, ni dudarlo: había muchas cosas malas por esos años. Pero cuidado: porque detrás de todas esas lamentaciones sobre el «profesionalismo» y el «apoliticismo» del Ejército de Rodríguez, suele esconderse una línea política (no sólo presente en ciertos teóricos de la izquierda nacional —lo que no sería grave— sino también en sectores importantes de nuestro movimiento) que postula la unidad Pueblo-Ejército como herramienta insustituible para la liberación nacional. Donde el Ejército aparece como el brazo armado del Pueblo, y el Pueblo… desarmado. Es decir: sin una organización política que posibilite sus objetivos de poder a través de la transformación de su número en fuerza. Volveremos sobre esto.

El antiprofesionalismo de los militares del 43

Los oficiales del GOU decidieron ser la antítesis del profesionalismo[147]. Había que actuar, introducir en el putrefacto cuerpo civil la cohesión, moralidad y unidad de fines de los cuerpos militares. Eran hombres nuevos, en todo sentido. Sus apellidos asombraron a la oligarquía cuando salieron a luz: Perón, Ramírez, Farrell, González, Mercante. ¿De dónde venían? Eran los hijos de los inmigrantes, de la laboriosa clase media yrigoyenista que los había introducido a la vida militar buscando la ansiada meta del ascenso social. Habían participado del golpe del 30. Habían padecido los años de Justo, eran católicos, nacionalistas, simpatizantes del Eje más por formación profesional y teórica que por real identificación política. Se habían educado en los grandes textos de los estrategas germanos: Clausewitz, von der Goltz, etc. Y ahora estaban decididos a hacer política.

Pero las cosas no marchan bien. El gobierno del 4 de junio va quedando fatalmente aislado, sin ningún apoyo social. El horizonte estratégico de sus hombres es la industrialización del país, pero ninguno acierta con los medios políticos necesarios para respaldar esa empresa. La oligarquía los enfrenta con desprecio: los tilda de nazis, totalitarios, usurpadores y otras cosas que gusta decir. Del otro lado del cuerpo social, hay una presencia vital y misteriosa: el movimiento obrero. Los militares-siderúrgicos no quieren saber nada con él: esas masas repentinas y anónimas representan para ellos la anarquía, lo amorfo, la amenaza de un mundo rojo. La Secretaría de Trabajo se la dan a Perón. Y que se arregle.

Hay un hecho clave para comprender a estos militares del 43: la solemne celebración que, a tres meses de haber tomado el poder, realizan del golpe uriburista del 30. Aquí está todo. Y más se aclara la cuestión cuando advertimos que algunos desarrollistas afirman no comprender el hecho, o lo computan como un error de los oficiales del GOU. Ocurre que para esta gente, como para muchos teóricos de nuestra izquierda con alma frigerista, los militares del 43 eran muy progresistas y hasta revolucionarios. ¿Por qué? Porque eran industrialistas: amaban la siderurgia, los altos hornos, el acero. Y para un desarrollista no hay nada más hermoso que un militar siderúrgico, es la figura acabada del frigerismo: poder y desarrollo económico, en orden y (sobre todo) sin pueblo. Y también suelen compartir esta fantasía nuestros teóricos marxistas, saturados de economismo, que reducen nuestra historia al conflicto entre una conciencia agroexportadora y una conciencia industrialista, entre proteccionismo y librecambio. Así las cosas, Mosconi, Savio, Baldrich, pasan a ser grandes héroes de nuestra liberación nacional. Y (con todo el respeto que nos merecen esas figuras) no es así. Porque detrás de Mosconi estaba Yrigoyen, y detrás de Savio ya estaba Perón. Porque no basta ser industrialista para ser revolucionario, porque no hay siderurgia que valga si no está sostenida por un proyecto político que implique la movilización revolucionaria de las mayorías.

Si los militares del 43 festejan la revolución uriburista, es porque se sentían sus herederos. Estaban arrepentidos de lo que siguió a esa revolución, es cierto, de Justo, de Rodríguez, del fraude, pero no de los motivos que la desencadenaron. Uriburu, como ellos, salió de los cuarteles a poner orden, a acabar con la corrupción del aparato político. Que este aparato fuera el de Yrigoyen, y el de los oficiales del GOU el de la oligarquía, no importa aquí. Para los militares (del 30 y del 43) eran lo mismo: el caos y la descomposición civil, el vacío de poder. Los militares del 43 estaban tan alejados del pueblo como los del 30. Y también como ellos eran nacionalistas de elite, clericales, principistas e infinitamente ingenuos como políticos. Si el golpe militar del 43 constituye el único acto de los nacionalistas castrenses no copado por los liberales, es porque Perón se encargó de salvarlo. Perón y el movimiento obrero argentino.

La Defensa Nacional según Perón

El pensamiento estratégico-político de Perón se elabora a través del conocimiento de las obras de los teóricos alemanes anteriores al nazismo. El libro de von der Goltz, La Nación en Armas, le proporciona elementos claves. Para este mariscal prusiano, la guerra era un fenómeno social, cultural y político inevitable: «Mientras las naciones de la tierra aspiren a bienes materiales, mientras traten de asegurar para las generaciones siguientes el espacio para su desarrollo, tranquilidad y respeto, mientras guiadas por grandes espíritus anhelen más allá de los estrechos límites de las necesidades diarias, de realizar ideales políticos e histórico-culturales, siempre habrá guerras»[148]. Las naciones, en suma, deberán organizarse a través de la movilización total de sus elementos en una perspectiva de guerra.

Siguiendo esta línea conceptual, Perón, el 10 de junio de 1944, da una célebre conferencia en el Colegio Nacional de la Universidad de La Plata. Su título «Significado de la Defensa Nacional desde el punto de Vista militar». El tema sobre el que más brillantemente se explaya es el de la industrialización: «Referido el problema industrial al caso particular de nuestro país, podemos expresar que él constituye el punto crítico de nuestra defensa nacional (…). Durante mucho tiempo, nuestra producción y riqueza ha sido de carácter casi exclusivamente agropecuario (…). La Defensa Nacional exige una poderosa industria propia y no cualquiera, sino una industria pesada. Para ello, es indudablemente necesaria una acción oficial del Estado». Y finalmente puntualiza tres conclusiones: «1.º — Que la guerra es un fenómeno social inevitable. 2.º — Que las naciones llamadas pacifistas, como es eminentemente la nuestra, si quieren la paz, deben prepararse para la guerra. 3.º — Que la Defensa Nacional de la Patria es un problema integral que abarca totalmente sus diferentes actividades»[149].

Hasta aquí, Perón no ha dicho nada a lo cual no puedan acceder los hombres del golpe del 43. Pero detrás de sus palabras, detrás de todo ese lenguaje castrense, extraído de los tomos frecuentemente tediosos de la Biblioteca del Oficial, empiezan ya a recortarse las rotundas masas del 17 de octubre. El concepto de Nación en Armas seduce al coronel Perón por la idea movilizadora que implica: todos los elementos de la Nación deben organizarse. Sólo que cuando Perón dice todos ya está pensando, fundamentalmente, en los sectores obreros y populares necesarios para impulsar una política. Para los teóricos prusianos (y también para los hombres del GOU), la Nación debía armarse como resultado de situaciones concretas en el campo internacional. Pero ninguno pensaba, ni por asomo, en el problema de la liberación de las naciones. Los prusianos, porque sólo concebían la cuestión de la conquista armada. Y los hombres del GOU, porque no trascendían la idea de una economía de guerra, industrialista y pujante. Y si los más lúcidos de entre ellos llegaban a glosar el tema de la liberación de la Patria, jamás se les hubiera ocurrido relacionarlo con el de la movilización de las mayorías populares.

Para Perón ambas cosas se dan necesariamente unidas. Y por eso comienza por hacer, ante todo, la reforma social. Era necesario devolverle la esperanza y la fortaleza para la lucha y la organización política a ese pueblo que acababa de atravesar los amargos años de la década infame. Movilizar significó entonces incorporar a la clase obrera y demás sectores populares al proyecto de liberación nacional y social que comenzaba a gestarse.

Perón: Presidente del Pueblo y Presidente de las FF. AA.

En octubre de 1945, el Ejército no disparó contra el pueblo. De este hecho se han extraído muchas teorías. Una de las más difundidas es la que coloca al Ejército junto al movimiento obrero y lo rescata en lo que parecería ser uno de sus momentos más gloriosos: el de la comprensión, aceptación y hasta favorecimiento de las luchas y conquistas populares. El 17 de octubre y sus hechos consecuentes entregarían el ejemplo luminoso de algo que hay que volver a conseguir hoy: la unidad Pueblo-Ejército. Para otros, desde los teóricos ultrarrevolucionarios y clasistas hasta los redactores de semanarios que atacan a Perón desde la izquierda porque está fuera de onda llamarlo fascista, para éstos, en fin, el Ejército fue infinitamente lúcido en el 45. Advirtió que Perón era una garantía contra «el bloque marxista que se estaba gestando» (¿dónde?) o «que podía gestarse» (¿cuándo?) y decidió entregar el gobierno a este compañero de armas con vocación populista y esencialmente frenadora. Porque ya se sabe: es culpa de Perón si en este país aún no se ha logrado la expropiación de la pampa húmeda, la reforma agraria y la socialización de los medios de producción.

Pero las cosas no fueron así. El Ejército toleró la presencia del pueblo en la calle porque no hubiera sabido en nombre de qué o de quién reprimirlo. Ya no tenían una política: algunos estaban a la defensiva, otros esperando los acontecimientos. Quienes realmente conducían el proceso y determinaban sus opciones, eran Perón y el movimiento obrero y la oligarquía y sus aliados. Los hombres de armas no habían logrado elaborar nada realmente propio. El 8 de octubre, cuando encarcelan a Perón, parecen inclinarse por la oligarquía. ¿Pero podían realmente identificarse con ese sector social que los humillaba recordándoles sus anónimos orígenes y pedía —lo que ya era el colmo— la entrega del gobierno a la Suprema Corte? Jamás. Y si finalmente se inclinan por Perón es porque se trata de un compañero de armas, y porque entre un militar y un civil no hay opciones para el Ejército: siempre el militar. Y también porque Perón, aunque demasiado obrerista para el gusto castrense, no había dejado nunca de hablar —como ellos— de la Defensa Nacional, la industrialización y la siderurgia. Algo era.

Los acontecimientos que se inician el 8 de octubre tienen importancia para calibrar las relaciones internas entre Perón y las FF. AA. La rebelión contra el entonces Vicepresidente, Ministro de Guerra y Secretario de Trabajo y Previsión, surge ya de dos focos que habrán de serle permanentemente hostiles: la Marina y Campo de Mayo (Caballería). Estas dos fuerzas las veremos aparecer repetidamente enfrentadas a Perón y a sus proyectos políticos: en octubre del 45 y en setiembre del 51 y del 55 hacen sus apariciones más notables durante la década del primer gobierno. Hoy, son las que más se encuentran al acecho e intentan condicionar al segundo.

Perón asume el gobierno el 4 de junio de 1946: todo un símbolo. Se considera el auténtico heredero y el más vigente representante de los móviles políticos del golpe militar. También, está claro, se considera el presidente de las FF.AA. Y el 17 de octubre ya lo ha consagrado presidente del pueblo. Si ambas fechas son siempre entusiastamente festejadas durante los años de gobierno, es porque simbolizan el doble poder de Perón: Presidente del Pueblo y de las FF. AA.

Primera etapa: satisfacción profesional y neutralización política de las FF. AA. (1946-1951)

Pero no hay un equilibrio real entre ambos poderes. Desde el comienzo, resulta claro que Perón ha decidido ser el presidente del pueblo hegemonizado por la clase obrera. Su verdadero poder —lo sabe— ha surgido de allí y es en el fortalecimiento de la organización popular —a la cual entrega su vida— donde habrá de consolidarse. «Los dirigentes socialistas (dice) eran burgueses que levantaban la bandera del proletariado sin gloria ni fortuna. De ninguna manera podían servir intereses de la clase proletaria los que defendían al capitalismo mediante su propia burguesía. Si los capitalistas, con un pequeño número, han dominado el mundo, imagínense lo que serán los obreros organizados»[150]. A la concepción movilizadora y concientizadora de las masas a través de objetivos políticos claros, Perón adosa siempre el concepto de organización popular unido al de la liberación de la Patria. Sólo el pueblo salvará al pueblo, pero el pueblo organizado. Y el sindicalismo es la herramienta más sólida y adecuada que Perón visualiza por esos años. Es necesario, afirma, «tener sindicatos bien organizados para que defiendan los derechos de todos los trabajadores y para poder, el día que la reacción capitalista se produzca, oponer una fuerza poderosa»[151]..

La liberación nacional y social, objetivo estratégico vigente en el peronismo desde sus inicios, tiene como eje a la clase obrera. Para Perón, esta primera etapa de la revolución debe caracterizarse por el fortalecimiento de las estructuras organizativas del movimiento obrero. ¿Qué hacer con los otros sectores sociales que acompañan el proyecto político justicialista? A la burguesía industrialista le permite desarrollarse en lo económico a través de la cobertura de una instancia estratégica clave que no podía ser asumida en ese momento por ningún otro sector: el fortalecimiento de la estructura productiva nacional. A los militares los neutraliza de distintos modos que van desde el equipamiento profesional y técnico hasta las satisfacciones de orden personal. «Dádivas y sobornos» llamaría Lonardi a estas últimas en su proclama del 17 de setiembre de 1955. Pero veamos:

Por decreto del 29/5/46 el entonces coronel Perón pasa a revistar como general de brigada con mando de tropas. «El Senado ratifica el decreto posteriormente y promueve a Perón al grado de general de división el 1.º de marzo de 1950»[152]. Algunos días después, el 3 de junio, jefes y oficiales del Ejército le ofrecen una demostración en los salones del Colegio Militar. A través del discurso que Perón pronuncia aparecen repetidamente las palabras «profesión», «profesional» y otras semejantes. «La República Argentina (dice) puede estar profundamente orgullosa de los profesionales que forman el Ejército de la Nación». A estos profesionales, les recuerda las ventajas que a través de sus actos de gobierno ha recibido la Institución a que pertenecen: «Recibimos en 1943 un Ejército de harapientos, sin cuarteles, sin armamentos, 20 años atrás en la evolución militar del mundo (…) y devuelvo, después de varios años, un Ejército al día, aumentado y perfeccionado en sus cuadros, con una férrea disciplina, con las armas modernas que un Ejército necesita para instruirse y cumplir su misión». Pero aun aquí, en el mismísimo Colegio Militar, Perón no retrocede y afirma algo contundente: a la revolución del 43 la salvó el pueblo. «Para mí, soldado (afirma), el momento más triste de mi vida hubiera sido si esa revolución, que habíamos provocado y producido nosotros para no fracasar, hubiera tenido que caer de nuevo en manos de esos políticos venales que vendieron al país (…) pero, afortunadamente, tenemos un pueblo que sabe que en los momentos de decisión ha de acompañar a quien lo sabe conducir y a quien sabe interpretarlo. Todo eso salvó la revolución.»[153].

Perón sabe que en el Ejército «no está el horno para bollos». La revolución nacional instrumentaba, en ese momento, tres instancias: la movilización y organización popular, el fortalecimiento de las estructuras productivas nacionales y la neutralización política de las FF. AA. Este último proceso se desarrolló a través de la satisfacción de las necesidades de equipamiento y modernización de los cuadros militares: «Queda muy atrás el pequeño Ejército de tiempo de paz que en 1931 incorporaba sólo 25 715 conscriptos y contaba con 1935 oficiales combatientes. Siete años después de finalizada la guerra, en 1952, el Ejército solo cuenta con cerca de 80 000 hombres de tropa (77 432) y 5520 oficiales»[154].

Perón instruye en economía a sus compañeros de armas

Pero ya en ese mismo año de 1950, comienza a notarse inquietud en las FF. AA. El motivo: la política social del peronismo. Los militares sienten que va aumentando peligrosamente el poder de decisión del movimiento obrero en la política nacional. Los políticos opositores, por otra parte, alertan a los altos mandos sobre los peligros incontrolables de la política peronista. Esa vieja y oscura desconfianza por las masas vuelve a recorrer las guarniciones.

Perón afronta la situación hablando en la comida anual de camaradería de ese año (1950). «Frente a este programa realizado (afirma refiriéndose a su política económica y social) se han levantado verdaderas campañas de rumores, de desprestigio, de calumnias de todo orden (…) Las promueven los grandes consorcios y los que siempre comerciaron con el patrimonio y la dignidad de los argentinos». Para convencer y tranquilizar a los militares decide informarlos sobre las realizaciones del gobierno en el campo económico. La clave del éxito ha residido en «el desplazamiento de los monopolios por la comercialización estatal de la producción». Y ahí están los resultados: se ha liquidado la deuda externa, se han comprado los ferrocarriles y teléfonos, nacionalizado los servicios públicos y los seguros y reaseguros, y se ha cumplido un Plan Quinquenal que involucró obras por casi 6000 millones de pesos. Casi con delectación, Perón informa luego sobre los mecanismos y logros del IAPI: «Frente a la inorganicidad de nuestra indefensa economía, donde al “comprador único” opusimos miles de vendedores, la consecuencia no podía ser otra que una baja ruinosa de los precios (…) El IAPI tuvo la virtud de oponer al “comprador único” también un “vendedor único” y los precios subieron (…). Con esta valorización de la producción nacional se evitó la ruina y se impidió que los voraces consorcios monopolistas de origen foráneo se llevaran el producto del trabajo argentino al extranjero»[155].

Perón elude hacer referencias claras a su política social y al ascenso del poder obrero. Los militares quedan relativamente tranquilos: la economía, por lo menos, va bien. Por las dudas, Perón continúa entregándoles órdenes para adquisición de automóviles.

1951: un año decisivo

En mayo de 1951, al inaugurar las sesiones del Congreso Nacional, Perón, entre muchos otros temas, vuelve a hablar de las FF. AA. Se muestra complacido por las tareas profesionales llevadas a término por los hombres de armas y les recuerda algunas de las muchas cosas que ha hecho el gobierno para modernizar la Institución. Pero lo realmente importante es esto: «Las fuerzas armadas —dice— son parte del pueblo y a su creación y sostenimiento contribuye el pueblo (…) lógico y justo es que sus organismos intenten realizar trabajos y servicios que compensen en cierta medida los sacrificios que el pueblo realiza por sus ejércitos. Las fuerzas armadas han comprendido perfectamente bien estos principios de doctrina justicialista»[156]. Estas breves palabras sintetizan la concepción que Perón tenía de las FF.AA. y su papel hasta 1951: 1.º — Las FF. AA. no tienen nada que ver con las tareas de gobierno: gobiernan Perón y las mayorías populares hegemonizadas por la clase obrera; 2.º — Las FF. AA. deben realizar —aparte de las tareas netamente militares— contribuciones en el campo industrial y social; 3.º — Nada de esto se les deberá reconocer especialmente pues es mucho más lo que el pueblo hace por ellas que lo que ellas hacen por el pueblo.

A) PAPEL DE LA BURGUESÍA INDUSTRIAL

Para determinar el juego de fuerzas que se establecía en ese año de 1951, tan crítico y decisivo para las relaciones entre el peronismo y las FF. AA., es necesario analizar brevemente el papel desempeñado por la burguesía industrial no oligárquica. Este sector, surgido a través del proceso de sustitución de importaciones, ingresa al peronismo no como grupo político estructurado sino como suma de industriales individuales pero identificados por su ligazón al aparato productivo nacional. Apoya inicialmente el proyecto peronista pero sólo en uno de sus aspectos, justamente el que le permita desarrollarse y enriquecerse: el proteccionismo económico y la ayuda financiera estatal. Pero los burgueses industriales tenían tanta desconfianza del avance de las masas como los militares: apenas advirtieron el rumbo cierto del proyecto político peronista —la gestación de un Estado nacional antiimperialista con aumento paulatino del poder popular— comenzaron a elaborar su propia estrategia. De este modo, el 3 de abril de 1950, en el Business Advisory Council de Washington, Ramón Cereijo declararía que el Estado no debe alterar los principios de la libertad económica. Y el 13 del mismo mes, en la Cámara Argentino-Norteamericana de Comercio, sería más explícito: «Argentina —era el título del discurso— ofrece inmejorables perspectivas al intercambio con EE.UU. y al aporte de la técnica y los capitales extranjeros»[157]. Y se encargaba de tranquilizar a los posibles inversores yanquis: «Nuestro país se ha caracterizado tradicionalmente por el fiel cumplimiento de sus obligaciones. En materia financiera, figura en nuestro récord el hecho —poco frecuente— de que nunca hemos dejado de cumplir nuestras deudas internacionales por más grandes que hayan sido los sacrificios que —en alguna oportunidad— ello haya demandado»[158]. Se refería, obviamente, al «ahorraré sobre el hambre y la sed de los argentinos», de Avellaneda.

Cereijo representaba a los técnicos que habían comenzado a encaramarse en el aparato estatal. Podían invocar a las masas, es cierto, pero jamás admitir que tomaran un poder que superara lo estrictamente necesario que un Estado debe otorgar para conseguir el consenso social. La burguesía industrialista, en suma, comenzó a buscar en la complementación con el imperialismo el reaseguro más eficaz contra el avance del poder popular que Perón impulsaba.

B) LA CLAUSURA DE LA PRENSA

Más que la huelga ferroviaria de ese año o la cuestión del estudiante Mario Bravo, lo que realmente conmocionó a los militares y constituyó una de las causas inmediatas del golpe del 51, fue la clausura de La Prensa. Bravo, en fin de cuentas, era un comunista. Y los ferroviarios, aunque objetivamente estaban sirviendo intereses antiobreros (cosa que no advertían los militares pues no hilaban tan fino), eran obreros. La clausura de La Prensa, por el contrario, tocaba los intereses sagrados de la oligarquía, sector al que se sentían histórica y espiritualmente unidos los hombres que promovieron el golpe del 51.

Y para agravar aún más el cuadro, los sectores combativos del peronismo supieron asumir el hecho con una lucidez política absoluta. Cooke, ante las voces que clamaban en nombre de la libertad de prensa, afirmó en la Cámara de Diputados el 16 de marzo: «La libertad de prensa (…) ha venido a constituir un instrumento más de aherrojamiento, de sometimiento de los pueblos coloniales y semicoloniales. ¡Qué nos vienen a hablar de libertad de prensa! El propósito es querer embaucarnos con una supuesta igualdad jurídico-formal, que es el punto de arranque de la exacerbación de la desigualdad social y económica»[159]. Y Perón, también entonces, supo ser el más combativo de los peronistas: «Este órgano (escribió refiriéndose a La Prensa), por su origen, por los capitales que lo financian, por su prédica foránea y los testaferros que lo representan, es un foco de traición a la Patria (…) En este país, donde los poderes del Estado son representación genuina del pueblo y no asociaciones de intereses o delincuencias, no existe libertad para atentar contra la libertad y menos aún para traicionar al Pueblo y a la Patria»[160].

C) LA VICEPRESIDENCIA DE EVITA

Los hechos son conocidos: en el Cabildo Abierto del Justicialismo del 22 de agosto de 1951, la CGT propone la candidatura de Evita a la vicepresidencia de la Nación. El 31 de ese mismo mes, Evita da un discurso por la cadena nacional de radiodifusión y, dramáticamente, renuncia. ¿Qué había pasado?

Suponer que no hubo presiones militares es absurdo. Las FF. AA. apenas si habían tolerado medianamente el casamiento Perón-Evita. Ya desde entonces, una actitud recelosa y casi despreciativa los había caracterizado en sus tratos con la esposa del presidente: actriz, en fin de cuentas, con todas las connotaciones de marginalidad y pecado que este adjetivo tenía por entonces (y aún suele tener) en el lenguaje militar. Si aceptamos que no podía haber sino resistencia militar a la candidatura de Evita, la cuestión siguiente es ésta: ¿tenían los militares tanto poder como para vetar la propuesta de la CGT? Si no lo tenían: Evita renunció por propia decisión. Si lo tenían: Evita no tuvo otra opción que renunciar.

Para nosotros, el poder militar, en ese momento, era superior al que habría de derrocar al gobierno del pueblo en 1955. Primero: porque Perón aún no se había propuesto debilitar al Ejército como comenzó a hacerlo después del golpe del 51. Segundo: porque todos los militares —salvo una que otra excepción que no hace sino confirmar nuestra tesis— se opusieron a la candidatura de Evita. Que la CGT era, en ese entonces, mucho más fuerte, combativa e infinitamente menos burocratizada que en el 55, también es cierto. Pero no era todavía lo suficientemente poderosa como para poder imponer la medida revolucionaria que había impulsado, y éste fue su gran error. Si hay algo imperdonable en política es la carencia del criterio de oportunidad, que es el criterio político por excelencia, pues eso es la política: justeza, equilibrio, el filo de la navaja. Una propuesta, por más revolucionaria que sea en sí misma, es siempre reaccionaria si está hecha al margen de la cuestión del poder para imponerla, pues conduce a las masas a la derrota y el desaliento. Entre las lamentaciones de los burócratas para los cuales nunca están dadas las condiciones y las estridencias de los ultras para los cuales hay que hacerlo todo ahora, se despliega la línea estrecha y difícil del acto revolucionario.

Evita vicepresidenta, siempre unida al pueblo a través de la Fundación, era una garantía de auténtica profundización del proceso revolucionario: uno de los intentos más radicales por copar el poder del Estado. ¿Cómo no iba a querer Evita la vicepresidencia? Sólo una concepción exclusivamente basista puede interpretar que corría el peligro de burocratizarse. ¿Burocratizarse Evita? Ni dudarlo: jamás. Pero no por esto dejó nunca de advertir la importancia de la lucha por el aparato del Estado. No hagamos de Evita, compañeros, solamente una llamarada de pasión revolucionaria porque entonces sí, también nosotros, vamos a contribuir a convertirla en un mito.

Si los militares reaccionan contra esa candidatura, es porque saben que representa la concreción militante del poder popular en ascenso. Ante este peligro, abandonan su vigilia profesionalista y enfrentan, por primera vez, al gobierno popular. El segundo enfrentamiento es el del general Menéndez y los oficiales de Caballería de Campo de Mayo.

D) EL GOLPE DE LA ESCUELA DE CABALLERÍA

Desde el 8 de octubre del 45, Perón sabía que sus enemigos más incondicionales dentro de las FF. AA. estaban en la Marina y la Caballería. No estará de más analizar por qué.

La Marina, donde todavía se llora la muerte de Nelson, no ha encontrado sino motivos para olvidar la vocación independentista del legendario almirante Brown. Luego de la constitución liberal del país, su tarea se redujo fundamentalmente a vincularse con los mercados ultramarinos compradores de nuestras materias primas. Es decir, con el Imperio. Los hombres de mar, ya alejados del país físicamente por las necesidades del oficio, comienzan también a enajenarse en lo cultural: los oficiales, antes que hijos de la Patria, se sienten embajadores de la Patria, y como tales se dedicarán desde siempre a cuidar sus maneras de mesa para comportarse dignamente en los ágapes ofrecidos por los altos jefes y oficiales del Almirantazgo británico. La tradición del mar, por otra parte, es la tradición de Inglaterra, Reina de los mares, lo cual alejó aún más a nuestros marinos de las tradiciones nacionales y terminó generando en ellos una actitud hostil y extranjerizante.

En cuanto a la Caballería, ya a Lavalle le habían advertido que nada tenía que ver con ella la política. El general Lanusse acaba de comprenderlo recientemente. Perón, por otra parte, en tanto coronel de Infantería, buscó siempre sus apoyos en este sector del cual extrajo sus dos únicos ministros de Guerra (entre 1946-1955) y todos los comandantes en jefe del Ejército hasta 1953. Asimismo, los militares más adeptos al gobierno popular habrán de surgir de este sector: Tanco, Embrioni, etc. En 1955, en carta al general Lagos —comandante de la rebelión en Cuyo— Lonardi confesaba: «Nuestra crisis es de Infantería» (La Nación, 22/11/58).

Según sus promotores, el golpe del 51 tenía dos motivos centrales: a) no «permanecer impasibles ante este proceso de descomposición general»; b) impedir que se produzca en la República el «derrumbe total de aquellos valores sustanciales que concitaron siempre la consideración y el respeto de los pueblos civilizados»[161]. Y ya sabemos cuáles son estos «valores sustanciales». Los mismos, por de pronto, a que hacen referencia quienes hablan hoy de «gobierno de las mayorías con respeto por las minorías» o afirman que desenvainarán nuevamente la espada para defender los intereses de la democracia. Es decir, de las clases dominantes y el imperialismo.

Las masas peronistas, apenas tienen noticias del golpe, salen a la calle decididas a impedir el libre acceso de los tanques y efectivos rebeldes a la capital: se apoderan de varios colectivos y levantan barricadas en los cruces de acceso a la ciudad. El general Ángel Solari, leal al gobierno popular, comentaría años después, entre asombrado y desdeñoso, la actitud obrera: lo de las barricadas era «una orden absurda», no sabía realmente quién podía haberla impartido. Claro está: la represión a los rebeldes militares era cuestión de los militares, un asunto estrictamente profesional. ¿Qué tenía que ver el pueblo con eso?

Segunda etapa: hacia la disolución del ejército profesional (1952-1955)

El golpe del 51 cambia la situación por completo. De aquí en más, el Ejército deberá abandonar su postura profesional. Ya no se le exigirá que defienda las fronteras y la soberanía territorial de posibles ataques. O al menos, no solamente se le exigirá esto. Ahora el Ejército debe ingresar a la revolución peronista como uno más de sus pilares: debe, en suma, defender al gobierno. «El concepto de lealtad (escribe Rouquié) va a sustituir al de subordinación constitucional, la adhesión a la doctrina justicialista y a la persona del presidente serán pronto parte de los nuevos deberes militares»[162]. En los actos del 17 de octubre de ese año 51, la CGT exhibe su poderío de convocatoria: se festejan, simultáneamente, la derrota del golpe militar y el seguro y cercano triunfo electoral de noviembre. El Ejército participa de los festejos y la CGT distribuye medallas de la lealtad a los oficiales que reprimieron a los rebeldes: el poder militar aparece claramente subordinado al poder sindical. Perón resuelve también promover el estado de guerra interna. Su artículo 2.º es contundente: «Todo militar que se insubordine o subleve contra la autoridad constituida o participe en movimientos tendientes a derrocarlas o desconocer su investidura será fusilado inmediatamente» (noviembre de 1951). La severidad de este artículo pretendía evitar para el futuro las penalidades relativamente leves que los rebeldes del 51 habían recibido de sus compañeros de armas. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, a pesar de las presiones peronistas, condenó a Menéndez a sólo 15 años de prisión. Fue la pena máxima dictada contra los insurgentes. «Estupor ante el fallo», tituló Democracia su editorial del 4 de octubre. La cuestión era clara: los militares seguían decididos a arreglar entre sí las cuestiones que consideraban internas.

Con anterioridad al golpe del 51, Evita, como parte de su plan de creación de milicias populares, comenzó el adoctrinamiento dentro del Ejército a partir de los suboficiales. «Inició un viaje por todo el país (escribe el compañero Dardo Cabo) y visitaba cada guarnición; luego de la visita protocolar al Casino de Oficiales, se dirigía expresamente al de los suboficiales, “ahora vamos a ver a los nuestros” dijo en más de una oportunidad a los miembros de la comitiva»[163]. La medida era por demás atinada: si por algún flanco iba a ser posible controlar políticamente al Ejército, ése era, sin duda, el de los suboficiales, cuyos orígenes los vinculaban con los sectores obreros y medios de la población. La ley de 1947, por otra parte, destinada a promover becas que facilitarán el acceso de los sectores humildes a los Liceos castrenses, fue un paso decisivo para la democratización del Colegio Militar. «Mientras tanto, el presupuesto militar disminuye año tras año hasta un 15 por ciento de los gastos estatales en 1955. Se promueve, para compensar un déficit en los haberes del personal, la función empresarial del Ejército y demás armas merced a la ley de autoabastecimiento que permite no aumentar el presupuesto, y, transformando al soldado en labrador, promover la producción agropecuaria e industrial, la explotación de los bienes a su cargo (…) y el autoabastecimiento de la institución. Esta ley, que se sumaba la baja en el presupuesto y a la utilización de los suboficiales en la Fundación Eva Perón y las oficinas del movimiento, añadida a la amenaza vaga y lejana de la creación de milicias armadas, hace pensar a muchos oficiales que la hora de la disolución del Ejército se acerca.»[164]. Y no estaban tan equivocados. Perón, decidido a incorporar al Ejército a su proyecto político, sabe, sin embargo, que no puede confiar demasiado en él y comienza a debilitarlo. Y en cuanto a las milicias armadas, siempre fueron algo más que una amenaza «vaga y lejana».

Las milicias populares

Sus primeras acciones se desarrollaron a través de los llamados jefes de manzana, cuadros de probada convicción y militancia peronista, que realizaban operaciones de vigilancia y control en determinados sectores de la ciudad. El llamado operativo cruz constituyó su manifestación más estridente. Cierta mañana, varias casas de la Capital aparecieron pintadas con cruces: era la señal con que los jefes de manzana designaban a los opositores de las zonas a su cargo. Un terror infinito envolvió al gorilaje y muchas valijas se prepararon ese mismo día. Otros habitantes, sin embargo, que no eran gorilas y que hubieran podido y debido ser captados por el peronismo, también se aterrorizaron. Y no sin alguna razón: el poder de los jefes de manzana fue a menudo personalista y arbitrario. Gorila o no, solían pintarle la casa a quien más bronca le tenían.

La formación de milicias populares comenzó a ser impulsada por Evita luego del regreso de su exitoso itinerario europeo. Convocó a su despacho de la Fundación a aquellos dirigentes sindicales que mayor confianza le merecían. No le fue difícil conseguirlos, pues no escaseaban hombres de valor en aquella CGT aún no atacada por Méndez San Martín, Borlenghi y Atilio Renzi, y a cuyo frente no estaban todavía hombres como Vucetich o Di Pietro. «El Secretario de la CGT (escribe Dardo Cabo) solicitó a todas las organizaciones sindicales agremiadas que confeccionaran un padrón con los obreros que estuvieran por incorporarse al servicio militar. De ellos, se seleccionarían los más formados política y sindicalmente para que ejercieran funciones de delegados de cuartel cuando fueran soldados. A más, cada sindicato también debería seleccionar un número de activistas —que iban desde los doscientos en las organizaciones grandes a cincuenta en las chicas— para comenzar la instrucción de los futuros oficiales de milicias. Evita mandó comprar a la fábrica Ballester Molina mil pistolas mientras gestionaba con la familia real de Holanda —con la que trabó amistad durante su viaje— el envío de un barco con armamento en más cantidad y más peso».

La presión militar fue inmediata. Sosa Molina y Lucero, que eran realmente dos de los hombres más leales al gobierno dentro de las FF. AA. (aunque ya veremos los límites exactos de esta lealtad), visitaron a Perón y se manifestaron indignados. «Especialmente Sosa Molina, con exaltación, hizo el planteo al presidente. Calificó el proyecto como atentatorio y destinado a producir la anarquía en las FF. AA.; los delegados por cuartel lo enfurecían y la captación de los suboficiales hecha por Evita lo hacía transpirar»[165]. Porque desde ese año de 1951, ya las FF.AA., leales y gorilas, habían comenzado a recorrer el camino que las llevaría al 16 de setiembre del 55.

Las FF. AA. en su totalidad derrocan al primer gobierno del pueblo peronista

De los hechos de setiembre del 55 debemos los peronistas extraer enseñanzas fundamentales: cómo perdimos ese gobierno y qué será necesario hacer para no perder el que acabamos de conquistar. La madurez organizativa y política de nuestro movimiento nos permite hoy revisar con total libertad esos sucesos y capitalizarlos para las luchas políticas del presente.

En 1955, el poder organizativo y movilizador del movimiento peronista era ostensiblemente más bajo que en años anteriores. Lo que seguía inalterable y vigente era la conciencia política y social que habían generado las masas. El contrato con la California, por ejemplo, desata un formidable debate público. Y no nos referimos a los chillidos histéricos del gorilaje (¡eran grandes nacionalistas y patriotas por esos días quienes después traficaron el país!), sino al debate que se lleva adelante en el seno mismo del movimiento peronista. Contratos como ése (mejor dicho: infinitamente peores, pues el de la California no era malo y estaba respaldado por un gobierno popular) se firmaban antes en la penumbra, sin que nadie llegara casi a enterarse de la traición perpetrada. Sólo la acción revolucionaria y concientizadora del peronismo permite entender que la firma de un contrato, aparentemente lesivo para nuestros intereses, generara un debate público y apasionado sobre el tema de la soberanía nacional.

Las fallas de aquel gobierno heroico estaban ahora en su escaso poder organizativo y movilizador. El peronismo, que había surgido de una coyuntura histórica capaz de generar cosas tan buenas como malas, que había tomado entre sus manos esa coyuntura para hacerla jugar en la dirección del fortalecimiento productivo nacional y la organización política de la clase obrera, que había sido el auténtico sujeto de la historia por su poder, para transformarla de acuerdo con un proyecto político determinado, era ahora objeto, inercia pura. Y por una razón muy simple: ya no tenía capacidad para generar hechos nuevos.

Los burócratas se habían apoderado casi totalmente del aparato político y sindical. «Necesitamos hombres para servir a los puestos (decía Perón), no para que se sirvan de ellos». Y también Evita confesaba a menudo que no le temía tanto a la oligarquía que había sido derrotada el 17 de octubre, como a la que podía surgir en el corazón mismo de los dirigentes peronistas. Su muerte constituyó una pérdida irreparable para la lucha contra la burocracia pactista.

Es necesario comprender (para no caer en una visión ahistórica del proceso) la enorme soledad que padecía aquel gobierno popular peronista en aquella América de los años 50. Su aislamiento internacional, las presiones y ataques del imperialismo y el cipayaje nativo, la indiferencia profesionalista de las FF. AA., lo condujo —en los últimos años— a generar un Estado autoritario y defensivo que pudiera asegurar la paz social necesaria para proseguir la tarea que lo justificaba históricamente: la organización política de la clase obrera, instancia fundamental a la cual Perón refirió siempre la posibilidad o no del cambio revolucionario. Pero un Estado autoritario-represivo tiene sus enormes riesgos y nuestro primer gobierno los padeció casi todos. Pues no sólo no aseguró la paz social —lo cual no hubiera sido tan grave—, sino que frenó el proceso de organización popular. Y esto sí, era grave. Un Estado de este tipo, asediado sin tregua por sus enemigos, tiende a colocarse a la defensiva y a fortalecer sus estructuras internas, con lo cual se condena a una inercia casi absoluta. La consigna es defender lo conquistado, lo propio, mostrar los riesgos imprevistos que implica todo cambio y, de inmediato, impedirlo. Es la hora de los burócratas, de los adulones y alcahuetes que Perón lamentaba encontrar siempre a su lado. De aquellos mismos que llenaron el país con sus bustos y retratos para suplantar su figura de líder obrero y combativo por la del Presidente estático, oficial, fatalmente alejado de las masas[166].

Menos aún podía esperar Perón de las FF. AA. Habían reprimido el golpe del 16 de junio, es cierto, y hasta Lucero (en presencia de los entonces generales leales Aramburu, Videla Balaguer, Bengoa, Uranga y Lagos) había entregado a Perón el Decálogo del Soldado. Pero la cosa no daba para más. Las FF. AA. (y ya lo veremos mejor) son, ante todo, una Institución, y esto es lo que básicamente intentan salvar siempre sus integrantes. Los generales leales a Perón, por mero profesionalismo, reprimieron hasta donde no corría el peligro de quebrarse la estructura disciplinaria y jerárquica de la Institución. Más allá, se replegaron y dejaron paso a los rebeldes. Si entre nuestros militares no han habido casi encuentros sangrientos, no es porque sean cobardes (estúpida teoría pequeñoburguesa y torpemente antimilitarista que para nada sirve) sino porque priva siempre entre ellos la tendencia al acuerdo antes que al enfrentamiento. Sus conflictos se resuelven de dos modos: a) si ambos grupos contendores están igualmente decididos en sus actitudes, se procede a la evaluación de las fuerzas con que cuenta cada uno y cede posiciones el que menos efectivos ha nucleado; b) si uno de los grupos está más decidido que el otro en sus propósitos y móviles de acción, el triunfo es suyo aun cuando el otro sea más poderoso desde el punto de vista estrictamente militar. Esto fue lo que pasó en setiembre del 55: el Ejército leal era más poderoso que el rebelde, pero, contrariamente a éste, no estaba de ningún modo decidido a la lucha. Lo deja hacer, entonces, y se convierte en cómplice de sus acciones.

La renuncia que Perón eleva a la CGT para provocar la concentración del 31 de agosto, el fogoso diálogo que se establece entre el líder y las masas, la designación antiburocrática de Cooke como interventor del Partido Peronista en la Capital Federal, son todos hechos valiosos pero tardíos: la suerte estaba echada. Así las cosas, Perón hizo exactamente lo que tenía que hacer: irse, optar por una retirada estratégica que le permitiera reorganizar el movimiento desde la resistencia. Afirmar que abandonó indefensa a la clase obrera es una canallada: le dejó sus organizaciones y una conciencia política lo necesariamente fuerte como para enfrentar a burócratas y explotadores. Afirmar que hubiera debido darle armas, es confundir nuestra historia con un western o una película de Eisenstein, porque, entonces sí, Perón hubiera entregado a los obreros al martirologio y la masacre. Nuestro conductor estratégico es de aquellos hombres que creen que la revolución, aunque a veces estalla, no es estallido sino proceso: el proceso de la liberación nacional y social a través de la organización y movilización revolucionaria de las mayorías. Bajo su conducción, a 18 años de aquel setiembre del 55, hemos reconquistado ya el gobierno. Ahora buscamos el poder.

SEGUNDA PARTE:

Cinco puntos contra el Socialismo Nacional

Del 55 al presente, el Ejército atraviesa una de las etapas más oscuras y crueles de su historia. Inicialmente, Aramburu y Rojas encuentran directa inspiración en el Ejército exterminador de Mitre, el mismo que asoló las provincias después de Pavón afirmando llevar a cabo una «guerra de policía». La maniobra era clara: al considerar al adversario, gaucho montonero, como «salteador» o «delincuente común» se lo apartaba de las leyes de guerra, es decir, de las leyes humanas, y ya nada impedía su brutal exterminio. Para emprender esta tarea, sin embargo, Mitre tuvo que apoyarse en oficiales extranjeros: Rivas, Flores, Arredondo y Sandes eran uruguayos, integrantes del Partido Colorado, mercenarios que cubrieron de sangre nuestro interior mediterráneo. La Fusiladora, por el contrario, no tuvo necesidad de recurrir a extranjeros: fueron argentinos quienes admitieron y promovieron la matanza de obreros en los basurales de León Suárez y fusilaron a un general de la Nación.

De estos últimos años, sin entrar a analizar nada, evocaremos solamente algunas imágenes que han quedado grabadas en la paciente pero estremecida conciencia del pueblo. El golpe del 62, azules y colorados, los tanques por las calles sin que nadie supiera por qué, ese farsesco gobierno de Guido, la obsecuencia ante el Pentágono y la OEA, la «revolución argentina», Onganía llegando en carroza descubierta a la Sociedad Rural, Onganía jugando al polo con el príncipe Felipe, la Junta de Comandantes informando al pueblo —por radio y televisión, un sábado a la tarde— que habían elegido un nuevo presidente y que venía de EE. UU., el Ejército represor, antiobrero, movilizador de huelgas, el Ejército proscriptivo, negador del peronismo y difamador de su líder, el Ejército paternalista, mesiánico, el que a través de Lanusse pidió al pueblo que reflexionara —ante el inminente regreso de Perón— sobre el incierto destino que podría aguardarle si no estuvieran los hombres de armas para protegerlo. Para protegerlo, justamente, de su líder.

A partir de 1955 las concepciones estratégicas de las FF. AA. comienzan también a efectuar virajes de importancia. Los mismos no alcanzan a ser formulados claramente sino hasta ya avanzada la década del 60. No podía ser de otro modo: los altos mandos se habían desgastado hasta entonces en pugnas internas. El ala ultragorila y el ala integracionista discutían la dirección del proceso de desperonización del país. Una vez concluido el conflicto entre azules y colorados, comienzan a imponerse ciertas concepciones comunes a ambos grupos aunque más explicitadas por el bando azul. Se abandona la doctrina de la defensa nacional. Deja ya de tener importancia la posible agresión de un enemigo externo: los pactos internacionales con la potencia hemisférica hegemónica permiten a los militares argentinos abandonar la defensa exterior de las fronteras en manos del Pentágono. Para ellos, la cuestión es, ahora, interna: el enemigo se encuentra dentro de las fronteras nacionales. Se trata, ni más menos, que de la «subversión». Esta interiorización del enemigo determina que el concepto de Seguridad reemplace al de Defensa Nacional. Los presupuestos industrialistas de los militares del 43 son mantenidos, pero no a través de una doctrina de fortalecimiento de la Nación ante el posible agresor externo, sino como requisito fundamental para lograr un desarrollo económico capaz de disolver los conflictos internos y dejar sin margen de protesta social a la agitación subversiva. Los conceptos de Desarrollo y Seguridad pasan así a complementarse a través de un mismo objetivo que los militares, con escasa mesura, llaman «nuestro destino de grandeza». No les fue muy bien con todo esto.

Ahora están desorientados. Más de seis millones de votos pesan en los proyectos y la conciencia de nuestros militares como un dato irreductible. Ese hombre, Perón, ese general degradado sobre quien pesan las acusaciones más atroces que hayan formulado alguna vez los altos mandos, ese soldado cobarde, abyecto y lujurioso, ese ladrón que enajenó los fondos de la patria para construirse un exilio dorado, ese hombre a quien Lanusse insultó infinitas veces recorriendo las guarniciones del país, ha sido consagrado, alegre y abrumadoramente, por la mayoría del pueblo argentino. ¿Cómo es posible? Lentamente, los cuadros de las FF. AA. vuelven a entrar en estado deliberativo. Ya veremos qué es lo que el peronismo puede y debe esperar de esta actitud.

El proyecto militar 1973: Cámpora al gobierno, el Ejército al poder

Poco antes de las elecciones del 11 de marzo, el comandante del Primer Cuerpo de Ejército, general Sánchez de Bustamante, deslizó, ante un auditorio que aún no había almorzado, una serie de conceptos sobre la situación política del país. Expresaba no solamente su opinión sino la de los altos mandos de las FF. AA. en general.

Hablar de política a hombres subordinados, tiene sus riesgos. Los mandos militares argentinos, pese a ser profesionales de la política, son escasamente afectos al espíritu de deliberación entre sus cuadros. El general Manuel Rodríguez, ejecutando el plan de las clases dominantes, extremó sus desvelos en profesionalizar a las FF. AA. para hacerles olvidar que habían sido ellas, justamente, las determinantes del hecho de poder que había entronizado nuevamente a la oligarquía. Cumplida la tarea restauradora, los hombres de armas debían volver a los cuarteles y dejar el gobierno en las expertas manos de los ganaderos. Hoy, sin embargo, las cosas son notablemente más complicadas. Luego de largos años de fracasos estratégicos, chirinadas insignificantes o vacías grandilocuencias, los generales no pueden sino hablar de política.

Insistirán, sin embargo, en inculcar el más amado de sus valores: la disciplina. Citando a un general alemán, Sánchez de Bustamante enumera los «cuatro pilares básicos del edificio militar: disciplina, organización, reclutamiento e instrucción»[167]. Y si alguien quisiera preguntarle sobre el orden prioritario de estos valores, no vacilaría un instante en conceder el lugar primero a la disciplina. «Disciplina, organización, reclutamiento e instrucción apuntan en pro de esto: a la disciplina. Como que en la instrucción misma el orden cerrado tiene importancia sólo porque crea el hábito de la obediencia mecánica». Es la idea más acariciada por nuestros generales: las FF. AA. como Institución cerrada, monolítica, no deliberativa, ajena al cambio y las turbulencias de la vida civil, eternamente igual a sí misma. Pero a más de cuarenta años en que los militares llevan haciendo política, ya no alcanza la mera disciplina para lograr la obediencia mecánica. Ahora, más que nunca, hay que hablar, adoctrinar.

«¿Qué significa no retornar al pasado? (pregunta a sus subordinados este comandante). Eso ha sido escuchado por Uds. en repetidas ocasiones: que el año 30, que el golpe de Estado, que el 1943 (…) Pero, esencialmente, nadie puede llamarse a engaño que cuando hablamos de un no retorno al pasado nos estamos refiriendo al peronismo, al peronismo como régimen, al peronismo como expresión política de la arbitrariedad en el ejercicio de gobierno». Existen, sin embargo, ciertas técnicas cuidadosamente elaboradas por las camarillas ministeriales, que permitirían al peronismo ingresar al cuerpo democrático sin corromperlo. ¿Cómo anhela este comandante que se comporte el movimiento de masas? Así: «Como partido justicialista sujeto a las reglas de juego que están expresadas en el estatuto de los partidos políticos». ¿Será posible esto? Sólo hasta cierto punto, porque este general cree advertir hoy que el peronismo «se presenta con un ingrediente de nítida fisonomía marxista y de una tremenda agresividad, que llama a preocupación a los hombres de armas y a los hombres de orden, y también a los hombres de orden que hay dentro de sus propias filas». Todo esto determina que, ante la gravedad de esta encrucijada histórica, el comandante del Primer Cuerpo de Ejército desgrane con inusitada franqueza sus conclusiones políticas: «La única garantía que el Ejército puede tomar es consigo mismo. Ésa es la gran garantía para el país y para las FF. AA.: que las FF. AA. se) comprometan consigo mismas a hacer que determinados valores y determinadas pautas continúen rigiendo en el país, más allá de la transferencia del poder (…) E incurriendo en una tremenda heterogeneidad democrática, y frente al eslogan de “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, yo le antepongo éste: “Cámpora al gobierno, el Ejército al poder”».

Los cinco puntos de la camarilla militar

Los famosos cinco puntos de los altos mandos militares constituyen un intento por fijar constitucionalmente las dos consignas estratégicas con que han enfrentado al peronismo en esta coyuntura: a) «no permitir que se retorne a los vicios del pasado» (reafirmada en la reunión de almirantes del 20/3/73); b) «gobierno de las mayorías con respeto por las minorías». Esta cuestión de los «vicios del pasado» pretende hacer referencia a aquello que se ha dado en llamar «el régimen peronista». Pero no hay que engañarse: lo que en el fondo molesta no es, por ejemplo, que se le haya puesto el nombre de Perón a las calles, plazas o provincias del país, porque la gran burguesía y los monopolios son muy capaces de digerir estas cosas si no se tocan sus reales intereses, y también de hacérselas digerir (medios de difusión mediante) a nuestra emotiva clase media, tan celosa de su individualismo y libertad de conciencia. No son éstos los «vicios del pasado» que molestan a quienes detentan el poder en la Argentina (aunque suelan escudarse en ellos), sino que lo que temen es una determinada política que el peronismo implica por esencia: la de la movilización revolucionaria de las mayorías. Porque no hay visión más estremecedora para las clases dirigentes que la del pueblo protagonizando la historia.

La segunda consigna, la que establece el juego democrático entre mayorías y minorías, escamotea intencionalmente el tema del poder. Porque una cosa es la inocente y teórica minoría de la mermelada democrática, cuya función sería dialogar en el parlamento sobre las libertades cívicas, y otra muy distinta es la minoría real, concreta, entreguista y represiva, que domina en la Argentina los resortes del poder. A esta minoría sólo podrá respetarla el peronismo al elevado costo de negar su destino revolucionario.

Toda una corriente inserta en nuestro movimiento intenta hoy hacernos pagar ese precio. Son los que, acordes con los organigramas del régimen, intentan transformar al movimiento en partido justicialista, atraparlo con las redes de la partidocracia liberal mutilando el proyecto de trascenderlas —como ha hecho siempre Perón— a través de una estrategia de poder. Peronistas de hace dos horas, planificadores socialdemócratas, hablarán de nuestro socialismo nacional sólo para demostrarnos que de tan nacional que es… no tiene nada de socialismo.

El socialismo nacional, sin embargo, no es una concepción estratégica que Perón haya adosado últimamente a su doctrina para ponerla a tono con los tiempos que corren. Es el proyecto político presente y vigente en el pueblo peronista desde el 17 de octubre de 1945, cuando las masas se movilizaron dispuestas a hacer la historia por su cuenta. Por eso, no es una cuarta bandera que agregamos hoy a las de Justicia, Liberación y Soberanía, sino que constituye la síntesis más profunda del proyecto político de poder popular que animó al peronismo desde sus orígenes.

El concepto de socialismo nacional está llamado a convertirse en el horizonte estratégico de nuestras luchas presentes, porque representa la necesaria actualización que nuestro movimiento ha hecho de sus banderas de lucha. Entendiendo por actualización, no el pasaje a una etapa cualitativamente superior, sino la puesta en evidencia de las tendencias que expresó el peronismo en casi treinta años de lucha. Y si rechazamos el concepto evolucionista de «etapa superior», es porque creemos —como creía Hegel— que el todo es esencialmente resultado pero con aquello de lo cual resulta: si hoy hablamos de socialismo nacional es porque otros compañeros, ayer, fortalecieron los sindicatos, nacionalizaron la economía, movilizaron al pueblo, etcétera.

Volvamos, orgullosamente, a nuestros heroicos «vicios del pasado»: a la firme determinación de socavar el poder del imperialismo y sus agentes a través de una política de liberación apoyada en las mayorías. Porque si gobernar es movilizar al pueblo en una perspectiva de poder, no habrá entonces reconstrucción nacional sin socialismo nacional.

La unidad Pueblo-Ejército y el proyecto político de la burocracia pactista

En febrero de 1971, el entonces Secretario General del Movimiento Nacional Justicialista perpetró un informe (Elementos de trabajo para encarar las soluciones argentinas, se llamaba) en una de cuyas páginas podía leerse lo siguiente: «Las fuerzas armadas olvidaron que el Justicialismo había nacido en su seno». Esta falsedad era, sin duda, un reproche a las FF. AA., pero también una tierna invitación para que volvieran a ingresar en lo que este potable Secretario General llamaba «el juego grande». Era necesario, en suma, restaurar aquella suave armonía del 45, cuando las FF. AA. no sólo entregaron un líder a las masas, sino que las acompañaron y las protegieron contra el poder de la oligarquía. Y el informe del «gran olvidado del 11 de marzo» concluía como sigue: «Las fuerzas armadas deben reintegrarse al pueblo que fue el suyo antes que sea demasiado tarde (…) El destino de la Patria deben elegirlo todos sus hijos. Que los que tengan la fuerza la usen, pero para ayudar a reconquistar su dignidad de ciudadanos a los que no tienen la fuerza. El pueblo argentino devolverá con creces, como siempre lo ha hecho, los gestos de nobleza y amistad si las fuerzas armadas vuelven a ser sus fuerzas armadas».

Para una visión burocrática de las luchas sociales, el pueblo siempre está indefenso, pues eso es la burocracia: la negación de toda organización auténtica, única fuente del poder popular. Las masas peronistas, para el burócrata, deben aportar número y no fuerza, un consenso aterciopelado sobre el cual puedan extenderse los sueños socialdemócratas de los pactistas traidores. Aquel delegado que tuvimos gustaba hablar, en los programas de TV o en las reuniones de empresarios, del «fin de las antinomias», excelso instante de la historia en el cual Ejército-Pueblo y Burócratas dejarían atrás los odios del pasado y comenzarían a marchar juntos, poniendo el Ejército la fuerza, los Burócratas los planes de gobierno y el Pueblo —por supuesto— el consenso. Y nada más.

Conclusiones: ¿Qué podemos y debemos esperar los peronistas de las FF.AA.?

En setiembre de 1806, Liniers hizo publicar un bando que llamaba a las armas a los hombres de 16 a 50 años. Formado por vecinos aguerridos y anónimos, enfrentando al agresor imperial en defensa de la soberanía de la Patria, nuestro Ejército tuvo, en verdad, un origen glorioso. Esta tradición se continúa en las luchas independentistas sanmartinianas, en la firma del Acta de Rancagua por la cual el Ejército libertador rehúsa convertirse en el brazo armado de la burguesía portuaria y reanuda su marcha hacia el Perú desobedeciendo al Directorio, en la sublevación de la Posta de Arequito, cuando los hombres del Ejército de Belgrano, liderados por el general Bustos, se niegan también a combatir contra los caudillos federales, cuyas montoneras, formadas por los pueblos de las provincias interiores, eran ya la recreación militante de los dos elementos que dieron origen y gloria a nuestro Ejército: su composición popular y su proyecto político de independencia nacional. Facundo, el Ejército rosista de la Vuelta de Obligado, Peñaloza, la montonera de Varela formada por los desertores del Ejército-represor mitrista, son los testimonios históricos de una triple equivalencia conquistada desde el campo popular: Pueblo-Ejército-Liberación. Esta línea política se encuentra hoy ausente en las FF. AA.

La que sí está presente es la de Fray Luis Beltrán (es decir, la que concibe al Ejército como protagonista del desarrollo industrial), pero sin el proyecto político de liberación nacional que ubicaba al histórico fraile junto a San Martín. «Los apologistas de Perón (escribe Félix Luna) y del gobierno militar que posibilitó su encumbramiento, no han señalado que el momento más glorioso de esa crónica ocurrió el 11 de octubre de 1945, cuando la primera colada de hierro producida en el país saltó en el alto horno de Zapla, en Jujuy»[168]. Para nosotros, claro está, ese momento fue el del 17 de octubre, cuando las mayorías populares se movilizaron para imponer una política de liberación nacional. Y es que para el frigerismo (lo hemos visto) no puede haber figura más seductora qua la del general industrialista: Mosconi y Savio serán los padres de la Patria. Lo cierto, sin embargo, es que aun en estos generales de innegable patriotismo, el problema de la industrialización estaba relacionado con cuestiones de estrategia militar antes que con la liberación de la Patria. Y mucho menos aún, con la movilización popular. Los escritos de Savio son hoy publicados por el general Guglialmelli, militar desarrollista, heredero del GOU, a quien suelen visitar los burócratas de nuestro movimiento para sugerirle las delicias de la unidad Pueblo-Ejército.

El círculo se cierra y el panorama parece bastante sombrío. ¿Y la oficialidad joven? ¿Y los suboficiales? ¿No es posible esperar algo de ellos? ¿No hay acaso oficiales peronistas? Que debe haberlos, no lo vamos a negar. Pero no es ésta la cuestión. Sería de una peligrosa e imperdonable ingenuidad, elaborar una teoría sobre las posibilidades revolucionarias de las FF. AA. en base a casos individuales. Hay que comprender que las FF. AA. constituyen, ante todo, una estructura institucional, cuidadosa de sus estamentos jerárquicos y escasamente sensible al cambio, cuyo ideal más secreto es parmenídeo: ser lo que se es, con sobriedad y rigor. Esta cerrazón institucional —unida a una concepción autoritaria y jerárquica de la vida que les dificulta aceptar ideas de participación social igualitaria— acaba por convertirlas en el instrumento ideal para la defensa del orden establecido. Es muy difícil que puedan generar el cambio a partir de sí mismas, y esto es lo que determina que el centro de gravedad del problema sobre la posible participación de las FF. AA. junto al pueblo en un proceso de cambio revolucionario, no esté en las FF. AA. sino en el pueblo mismo en tanto fuerza organizada y combatiente.

Casos individuales, hay que insistir en recordarlo, fueron los de los generales Valle, Cogorno y Tanco, cuya heroicidad ejemplar no alcanzó para frenar el golpe del 55 ni para eludir la trágica derrota de junio del 56. Oficiales jóvenes tampoco faltan, pero hay que reconocer que detrás de la esperanza que suele depositarse en ellos, se esconde una concepción idealista y romántica que identifica, abstractamente, el concepto de juventud con el de revolución. Y en cuanto a los suboficiales, si bien es innegable su extracción popular, no hay que dejar de lado el poder de las FF. AA. como instituciones formativas, sólidamente basadas en el adecuado adoctrinamiento de sus cuadros.

Después de 18 años a través de los cuales el Ejército ha jugado en nuestro país el oscuro papel de fuerza de ocupación, no se nos puede pedir a los peronistas que depositemos en él nuestras esperanzas de cambio social. Pero no por esto somos antimilitaristas ni pensamos que haya que abandonarlo totalmente a su suerte. Será beneficioso, sin duda, que los compañeros que tienen sus contactos los mantengan, que sigan hablando, demostrando, convenciendo. Que el compañero Cámpora elabore una estrategia cuidadosa, inspirada en alguna de las que empleó Perón durante nuestro primer gobierno, o no. Nada de esto será inútil, porque quizás pueda evitar enfrentamientos absurdos y ahorrarle a la Patria horas de dolor. Pero tampoco nada de esto será suficiente, pues no va a ser hablando, ni demostrando, ni convenciendo, como vamos a conseguir que el Ejército ingrese al campo popular. Porque si el general Bustos y sus hombres se sublevaron en la Posta de Arequito, fue porque frente a ellos, obligándolos casi, estaban los caudillos federales, organizados y fuertes, combatiendo por un proyecto político que sabían justo.

El Ejército, en suma, está allí: estructurado, jerárquico, institucional. Ni tan amigo ni tan enemigo como suele creerse. Incapaz de cambiar a partir de sí mismo, su cambio, por el contrario, dependerá de la profundización de las luchas populares. Por eso, a la pregunta «qué podemos esperar los peronistas de las FF.AA.», anteponemos ésta: qué podemos esperar los peronistas de nosotros mismos, de nuestra organización, de nuestro movimiento y de nuestra potencialidad movilizadora[169].