Historia de la ilegitimidad liberal

Toda revolución, desde su mismo surgimiento, implica la negación de un determinado pasado y la actualización de otro. Ni siquiera esa ambigüedad que suelen presentar los procesos históricos nuevos minimiza este hecho: se sabe, siempre, qué es lo que ya no se puede tolerar y quiénes, en el pasado, abogaron por lo intolerable o testimoniaron en su contra. La revolución peronista constituye un ejemplo luminoso de esta situación: las mayorías populares, el 17 de octubre, irrumpieron nuevamente en nuestra historia para quebrar su rumbo y para teñirla con la épica jocunda de sus consignas victoriosas. Surgía, también, un nuevo Estado, el Estado Nacional Popular, cuya legitimidad más profunda anclaba en la movilización de las mayorías y la autonomía de la Nación. Estado, Pueblo y Nación volvían, de este modo, a integrarse en una totalidad instrumental y política que es condición insoslayable de los procesos de liberación tercermundistas. Y otro modelo de Estado, hegemónico hasta entonces en nuestra patria, era cuestionado en profundidad: el Estado liberal. Cuya oscura historia, que es la de su ilegitimidad, vamos a contar aquí.

Las causas profundas de las asimetrías entre países imperialistas y países semicoloniales pueden encontrarse en el distinto concepto de Estado que cada uno de ellos realizó en su comunidad. En los países de la Europa capitalista, que encuentran su despegue histórico en la expropiación originaria del mundo periférico cumplida a partir del siglo XV, el Estado se estructura a través de los procesos de formación de las nacionalidades y adopta, en cada coyuntura histórica, el papel que pueda convertirlo en propulsor de esa comunidad nacional. El Estado capitalista europeo nunca fue un Estado débil. Su frecuente prescindencia ante los procesos económicos (la del laissez-faire-laissez passer) no fue más que la expresión de la fuerza de los sectores sociales en que ese Estado basaba su legitimidad. Había que dejar hacer a la burguesía manufacturera, pues el Estado no es un fin en sí mismo sino que forma parte indisoluble de la Nación, y todo lo que fortalece a la Nación fortalece al Estado. Así ocurrió en Inglaterra: el Estado adopta el liberalismo económico recién cuando la burguesía manufacturera, ya definitivamente fortalecida, ha conseguido establecer una indisoluble identidad entre sus proyectos políticos y la legalidad espontánea de los procesos históricos. No es casual, entonces, que Inglaterra haya adoptado y hecho adoptar este sistema recién al asegurarse el dominio del mercado mundial. Antes, nos lo va a decir Engels, había obrado de otro modo: «Bajo el ala del proteccionismo se incubó y desarrolló en Inglaterra, durante el último tercio del siglo XVIII, este sistema de la gran industria moderna: la producción mediante máquinas impulsadas por el vapor. Y como si las tarifas protectoras no fueran suficientes, las guerras contra la Revolución Francesa ayudaron a que Inglaterra se asegurara el monopolio de nuevos métodos industriales»[93]. También Marx describió adecuadamente la cuestión: «El sistema proteccionista es solamente un medio para crear en un pueblo la gran industria (…). Por eso vemos que, en aquellos países en que la burguesía comienza a imponerse como clase, en Alemania, por ejemplo, hace grandes esfuerzos por implantar aranceles protectores»[94]. El proteccionismo bismarckiano, el que más acabadamente realizó Alemania, significó la comprensión profunda del siguiente problema: una Nación en atraso no puede abandonar su destino a la espontaneidad de los procesos históricos, pues las llamadas leyes objetivas de la historia jamás son otra cosa que la expresión del poder de las naciones que detentan la hegemonía mundial. Y si de definir se trata, digámoslo así: el poder, en el plano internacional, no es sino aquello que permite a una nación o grupo de naciones hacer de su propia legalidad la legalidad espontánea de los procesos históricos[95].

Ante esta situación, ¿qué respuesta ofreció el Estado que la política liberal erigió en nuestro país? Acabó por dictar, según se sabe, una Constitución, la del 53, que encontraba sus fuentes doctrinarias en las Bases de Alberdi, el Dogma Socialista de Echeverría y el Federalista de Hamilton, y sus fuentes materiales en los sectores mercantiles y ganaderos del litoral (porteño y entrerriano) que, luego del triunfo de Caseros, habían decidido estructurar el país en base a sus intereses, discutiendo solamente (batallas de Cepeda y Pavón, Urquiza y Mitre) quién habría de mantener la hegemonía de ese proceso y usufructuar sus principales beneficios. La Nación, de este modo, quedaba abierta «para todos los hombres del mundo que quieran habitar suelo argentino» (Preámbulo), se otorgaban al extranjero «todos los derechos civiles del ciudadano» (artículo 20), se declaraba libre para todas las banderas la navegación de los ríos interiores de la Nación (artículo 26) y se concedían considerables privilegios al capital extranjero. «La Constitución federal argentina (escribía Alberdi refiriéndose a esos capitales) es la primera en Sud América que, habiendo comprendido el rol económico de ese agente de prosperidad en la civilización de estos países, ha consagrado principios dirigidos a proteger directamente el ingreso y establecimiento de capitales extranjeros»[96]. El Estado liberal, de este modo, fue constituido en contra de los intereses de la Nación y del Pueblo. Lejos de significar el punto de integración de la comunidad nacional, expresó meramente los intereses de una parcialidad que encontraba en el sometimiento a los poderes extranacionales la realización de su destino. Integró al país en exterioridad, en tanto entidad colonizable, y acabó por convertirse en eficaz instrumento mediador de la penetración imperialista. Para esto sirvió el liberalismo en nuestra Patria.

Para lo que no sirvió, jamás, fue para integrar al pueblo a ese proyecto. Ante esta evidencia, los liberales decidieron hacer la historia al margen o en contra de las mayorías, optando siempre, según las circunstancias, por el acuerdo entre dirigentes o la violencia desembozada. En setiembre de 1826, el partido unitario rivadaviano dictó una Constitución cuyo artículo sexto decía así: «Los derechos de ciudadanía se suspenden 1.º, por no haber cumplido veinte años de edad, no siendo casado; 2.º, por no saber leer ni escribir (esta condición no tendrá efecto hasta diez años después de la fecha)…; 6.º, por el (estado) de doméstico a sueldo, jornalero, soldado, notoriamente vago, etc.». En el mismo Congreso que dictó esta Constitución, un diputado unitario, Manuel Antonio Castro, lanzó una frase reveladora: «La democracia es un vicio»[97].

Del esplendente humanitarismo de los dogmas liberales europeos, los representantes de la burguesía mercantil porteña sólo estaban en condiciones de aplicar los referentes al intercambio económico, nunca los que eran expresión de los derechos y garantías que la democracia política aseguraba a los ciudadanos. Es el costo que debe pagar toda política hecha en contra de los intereses de las mayorías populares. Un ideólogo del litoral no porteño, un apasionado antimitrista, supo describir como pocos, en página célebre, los orígenes antinacionales de la política liberal realizada por Buenos Aires: «La revolución de Mayo de 1810 (es Juan Bautista Alberdi quien lo dice), hecha por Buenos Aires, que debió tener por objeto único la independencia de la República Argentina respecto de España, tuvo además el de emancipar a la provincia de Buenos Aires de la autoridad de la Nación Argentina o más bien el de imponer la autoridad de su provincia a la nación emancipada de España. En ese día cesó el poder español y se instaló el de Buenos Aires sobre las provincias argentinas (…) Fue una doble revolución contra la autoridad de España y contra la autoridad de la Nación Argentina. Fue la sustitución de la autoridad metropolitana de España por la de Buenos Aires sobre las provincias argentinas: el coloniaje porteño sustituyendo al coloniaje español (…) Para Buenos Aires, Mayo significa independencia de España y predominio sobre las provincias: la asunción por su cuenta del vasallaje que ejercía sobre el virreynato en nombre de España. Para las provincias, Mayo significa separación de España, sometimiento a Buenos Aires; reforma del coloniaje, no su abolición. Ese extravío de la revolución, debido a la ambición ininteligente de Buenos Aires, ha creado dos países distintos e independientes, bajo la apariencia de uno solo: el estado metrópoli, Buenos Aires, y el país vasallo, la república. El uno gobierna, el otro obedece; el uno goza del tesoro, el otro lo produce; el uno es feliz, el otro miserable; el uno tiene su renta y su gasto garantido; el otro no tiene seguro su pan»[98].

La política liberal argentina puede reducirse a dos conceptos claves: complementación y exterminio. En el orden económico, la burguesía porteña, aceptando el pacto imperialista de división internacional del trabajo, instauraba una economía complementaria de las industrias británicas. Importadores de manufacturas y productores de materias primas, el rol de la Argentina en el mundo ya estaba fijado en las obras de Adam Smith y Ricardo. Que esta política arruinaba a las provincias, en especial a las mediterráneas, es cierto. Pero aquí entra en juego el segundo concepto que instrumentó la burguesía liberal: el de exterminio. Si el pueblo persistía en oponerse a la política de complementación al mercado europeo, entonces esa política se haría sin el pueblo. O sea, con la violencia, que es la única forma de hacer política cuando se reniega del pueblo[99]. De este modo, con toda justicia, puede escribir Cooke lo siguiente: «La cabeza del Chacho asesinado simboliza a la clase dominante argentina mucho mejor que los mármoles con que ella se ha idealizado»[100].

A partir de la derrota nacional de Caseros, la política liberal se escinde en dos alas atrincheradas, una en Buenos Aires y la otra en el litoral entrerriano: el liberalismo ultragorila y el liberalismo integracionista. Las expediciones punitivas a las provincias, el intento de instaurar el Estado de Buenos Aires y la Guerra del Paraguay, constituyen los hechos más detonantes producidos por la primera fracción. Mitre y Sarmiento fueron sus planificadores más decididos y encarnizados, pues pudieron generar los exactos sentimientos que la ejecución de esa política requería: un odio inclaudicable al pueblo argentino y una vocación exterminadora que, trágicamente, volvería a expresarse una y otra vez en nuestra historia a través de sus sectores dirigentes. La segunda fracción, la integracionista, se realizó a través de la política del litoral entrerriano. Fueron los hombres de Paraná, entre quienes figuraron, ciertamente, varias de las más notables inteligencias que produjera nuestra Patria: Alberdi, Andrade y José Hernández entre muchos otros. Son los que pierden los frutos de un triunfo que era de ellos, el de Caseros, al producirse el golpe unitario del 11 de setiembre de 1852, los que vuelven a la carga y triunfan en Cepeda, los que sufren posteriormente la traición de su máximo caudillo militar, Urquiza, y deben retirarse del campo de Pavón dejando el poder en manos de Mitre.

Eran tan liberales como los hombres de Buenos Aires, pero, federalistas por vocación y destino, buscaban antes la unión que el enfrentamiento con las provincias mediterráneas.

Alberdi, su representante más lúcido, proponía una integración de todo el litoral (porteño y entrerriano) a través de una política que nacionalizara la Aduana, abriera los ríos y complementara nuestra economía con la de Europa. Es la política que, recién en el 80, realiza Roca. Y no es casual que haya ocurrido de ese modo: para que el integracionismo alberdiano-roquista pudiera imponerse era necesario, antes, que Mitre y Sarmiento barrieran a sangre y fuego las resistencias provincianas y arrasaran el Paraguay con el beneplácito británico. Sarmiento-Mitre y Alberdi creían en las mismas cosas, pero los primeros, hombres más prácticos y decididos, advertían que, para realizar el proyecto liberal de complementación económica, era necesario antes exterminar las resistencias populares, proclamar que «la democracia es un vicio» y hacer «la unidad a palos». El integracionismo alberdiano, como todo integracionismo, requiere ciertas concesiones democráticas que no podían permitirse los liberales del siglo XIX, y que los que vinieron después sólo concedieron cuando fueron obligados por el avance de las fuerzas populares. Lo que Alberdi realmente no comprendió es que esa República Argentina consolidada en el 80, tan festejada y deseada por él, tuvo en su condición de posibilidad la política exterminadora mitrista. Tal como el integracionismo frondi-frigerista sólo fue posible luego de la brutal política represiva que la revolución fusiladora desató sobre el pueblo peronista.

El Estado liberal instaura un orden de violencia represiva en el frente interno y de extrema liberalidad en el externo. Se pronuncian las frases terribles: aquella de Sarmiento, no ahorre sangre de gauchos, esa otra de Paunero, no se pueden comer huevos sin romper las cáscaras, que abren una línea histórica retomada por el se acabó la leche de la clemencia de Ghioldi o las armas no las llevamos de adorno pronunciada por Lanusse sobre el recuerdo cercano y terrible de Trelew.

Contrariamente al Estado Nacional Popular (democrático en el frente interno porque basa su legitimidad en el pronunciamiento y la movilización del Pueblo, y fuerte en el externo para defender a la Nación ante la estructuración imperialista del mundo), el Estado represor liberal ofrece al poder imperial, a través de su Constitución, un país debilitado y en disponibilidad para el vasallaje. «La oligarquía (resume Scalabrini Ortiz) impuso un orden legal y un orden jurídico de estructuras extraordinariamente liberales para el poderoso y extraordinariamente tiránico para el desnutrido de riquezas»[101]. Comprendemos ahora por qué, para aquel constitucionalista rivadaviano del 26, la democracia era un vicio: acababa de enunciar, quizás sin saberlo, los exactos alcances y límites de la política liberal argentina. Ellos consisten, en efecto, en que pese a haber llenado sus Constituciones, Códigos y tratados académicos de bellos conceptos democráticos, el liberalismo jamás ha podido ejercer la democracia en nuestra Patria. Porque la democracia es un asunto del pueblo.

El Estado Peronista y su espacio jurídico: la Constitución del 49

La experiencia estatal del peronismo es inseparable de la experiencia política del Pueblo y su proyecto de instaurar la autonomía estratégica de la Nación. Concretamente: el Estado Nacional Popular no es sino un instrumento creado por la voluntad del Pueblo para la defensa de los objetivos nacionales. Como tarea sustancial para la realización de estos objetivos se presenta la de encuadrar a la Nación en su marco geopolítico correspondiente. Tercera Posición, Tercer Mundo y Continentalismo fueron los conceptos que utilizó y utiliza el peronismo para nombrar esta empresa: fijar el encuadre geopolítico del socialismo nacional. Pueblo-Estado-Nación-Continente forman una totalidad estructurada e indisoluble que el poder peronista ha creado como instrumento y objetivo de su lucha por la liberación nacional y social. El concepto de Pueblo es, sin embargo, el fundamento último sobre el que descansa ese poder. Pues el poder es poder del Pueblo y para el Pueblo, obra de su organización y de su capacidad movilizadora. Desde este punto de vista, el peronismo, como toda revolución auténtica, expresa una concepción humanista de la realidad, en tanto es el Hombre quien impone un sentido y un orden a las cosas. Es difícil, por otra parte, que puedan generar otra filosofía aquellos pueblos que, en su lucha por la liberación, comprueban casi cotidianamente su poder para transformar el rumbo de la historia. Desde que la revolución es una cosa que hacen los hombres a través de la práctica política, estos tres conceptos, Hombre-Revolución-Política, son inseparables: una revolución es siempre humanista.

La cuestión, claro está, es más compleja. El tema del humanismo viene de lejos y no se resuelve en cinco renglones. Pero lo que queremos marcar aquí, es que la práctica política, fundamento de todo cambio revolucionario, es siempre humanista pues es expresión de la capacidad de los hombres para enfrentar y quebrar las leyes objetivas de los procesos. Porque se sabe que las condiciones objetivas de los procesos nunca están dadas, pues la historia no cambia a partir de sí misma, sino que es siempre un pronunciamiento de la voluntad humana lo que produce ese cambio. No es posible, por otra parte, endilgar el concepto de humanismo a todo cambio histórico, porque entonces serían humanistas, pongamos, la «revolución libertadora» o la «revolución argentina», que, en fin de cuentas, también fueron resultados de la práctica de los hombres. Pero no es así: si los peronistas escribimos entre comillas y minúsculas los nombres de esas revoluciones es, precisamente, para marcar que no fueron tales. Porque no toda práctica política es revolucionaria y no toda práctica política es humanista. Por el contrario: sólo puede hablarse de revolución allí donde hay una práctica política que expresa un proyecto de liberación del Hombre a través de la supresión de toda realidad que lo oprima. Por eso, para Leopoldo Marechal, la revolución peronista era «una revolución en todo el grave sentido de la palabra»[102]. Y así lo expresó: «Nuestra revolución no se basa en una doctrina del Estado, tendiente a lograr una adecuación del Hombre a los intereses del Estado, sino en una doctrina del Hombre, tendiente a lograr una adecuación del Estado a los intereses del Hombre. Este punto de partida, verdaderamente “humano”, da la tónica más original de nuestra revolución y la asienta sobre la más firme de las bases, es decir, sobre esa “realidad” eterna y también sobre ese eterno “misterio” que es el hombre. Nuestra revolución ni lastima esa realidad ni profana ese misterio, tras el siempre arriesgado afán de someter la una y el otro al patrón de una forma estatal cualquiera; por el contrario, ha concebido y realiza una forma estatal hecha a “la medida del hombre”»[103].

La Constitución del 49 fue la expresión jurídica del proceso revolucionario abierto por Perón desde la Secretaría de Trabajo y consolidado en las jornadas de octubre. El texto constitucional, en efecto, bloqueaba la posible continuidad del sistema que el peronismo venía a suprimir: «La economía autorregulada por el mercado, el papel neutral del Estado en lo económico-social, el Estado mal administrador, la supuesta igualdad de todos los contratantes, el respeto ilimitado por la propiedad privada, etc. etc.»[104]. Era, desde este punto de vista, una Constitución en el más clásico y profundo sentido de la palabra. Tal como el mismísimo Aristóteles se encargó de definirla: «La Constitución es la ordenación de los poderes gubernativos de una comunidad política, de cómo están distribuidas las funciones de tales poderes, de cuál es el sector social dominante en la comunidad política y de cuál es el fin asignado a la comunidad por ese sector social dominante»[105]. Una auténtica Constitución, en suma, debe ser expresión del proyecto político creado por el Pueblo y por el cual se moviliza el Pueblo.

Si el Estado Peronista había surgido como negación del Estado liberal histórico, la Constitución del 49 debía significar la expresión formal de esa realidad. La tarea, según lo ha dicho Scalabrini Ortiz, no era de ningún modo sencilla: «Nacimos con nuestros sentimientos ya educados en la reverencia del mito. La Constitución de 1853 era el hecho perfecto, concluso y tan intangible como la Soberanía misma de la Nación. Pretender enmendar un solo inciso de uno de sus artículos era idea que parecía agraviar tanto como una mancilla a los símbolos de la nacionalidad»[106]. Sin embargo, la parte esencial de los constituyentes del 49 ya había sido realizada por las mayorías populares, pues fueron ellas quienes negaron victoriosamente el orden real de la oligarquía del cual la Constitución del 53 era expresión formal. El nuevo texto constitucional, para ser auténtico, debía ahora introducir en el antiguo las exactas normas jurídicas a través de las cuales pudiera expresarse el poder popular en ascenso.

A) EL ARTÍCULO 97 Y LA FIJACIÓN CONSTITUCIONAL DEL PUEBLO

La redacción del Preámbulo, si bien aceptaba en general la del 53 y su planteo de un Estado débil y abierto «para todos los hombres del mundo», lo hacía ratificando, a renglón seguido, «la irrevocable decisión de constituir una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana». El anteproyecto de reforma elaborado por el Partido Peronista, y aprobado por el Consejo Superior el 6 de enero de 1949, contenía la siguiente aclaración: «Las Constituciones han de contener declaraciones de principios a los cuales se ha de ajustar la vida de la Nación en todos sus aspectos: políticos, sociales, económicos. Promulgada nuestra Carta Magna actual a mediados del siglo XIX, es natural que en ella predominasen los conceptos políticos de aquella época y que los económicos y sociales quedasen relegados a vagas referencias, inspiradas, además, en las ideas de un liberalismo burgués»[107].

Las críticas a las concepciones liberal burguesas son una constante doctrinaria en las reformas del 49. La justificación a la reforma del artículo 14, con la inclusión de los derechos del trabajador, de la familia y de la ancianidad, insiste en esas críticas y afirma a su vez los fundamentos doctrinarios del peronismo: «La modificación de este artículo está justificada porque en él se incluyen los Derechos del Trabajador, y ha sido ésta una de las aspiraciones de carácter popular más intensamente sentida. En cierto modo, se puede decir que esa inclusión ha sido el principal motivo determinante de la reforma constitucional. Tiene, además, un profundo sentido político-jurídico y económico, porque afecta a los conceptos del liberalismo capitalista predominante en los constitucionalistas del siglo XIX»[108].

Junto a los Derechos del Trabajador (artículo 37), que fijaron las obligaciones por parte del Estado con las bases sociales en las cuales fundaba su legitimidad fueron cuatro los artículos de la Constitución del 49 que significaron la más elevada expresión del nuevo poder popular: el 38, 39, 40 y 78. Será necesario analizarlos con detenimiento.

B) EL ARTÍCULO 38 Y LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA PROPIEDAD PRIVADA

Ya conocemos las opiniones de Alberdi, que eran las de los constitucionalistas del 53, sobre el tema. La propiedad, para el hombre capitalista, es inviolable porque significa la manifestación objetiva de su libertad. En tanto individuo aislado, el sujeto económico sólo encuentra su identidad a través de las cosas, con las cuales, en su afán por apropiárselas, termina por identificarse.

«La propiedad privada (afirma el artículo 38 de la Constitución peronista) tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común». Y a continuación, señalaba a la propiedad agraria como destinataria central del artículo: «Incumbe al Estado fiscalizar la distribución y la utilización del campo e intervenir con el objeto de desarrollar e incrementar su rendimiento en interés de la comunidad, y procurar a cada labriego la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva». Al analizar el papel del IAPI, veremos cómo el peronismo aplicó a la cuestión agraria el precepto doctrinario de la función social de la propiedad.

La justificación de la reforma ofrecida por el anteproyecto del Partido Peronista afirmaba lo siguiente: «La modificación del artículo 17 es una de las más trascendentales en orden a las proyectadas. La Constitución del 53 declara que la propiedad es inviolable (…) La propiedad no es inviolable ni siquiera intocable, sino simplemente respetable a condición de que sea útil no solamente al propietario sino a la colectividad. Lo que en ella interesa no es el beneficio individual que reporta sino la función social que cumple» (p. 13). Asimismo, en otro trabajo elaborado especialmente para comparar los nuevos preceptos constitucionales con los del texto de 1853, se decía: «El sentido quiritario de la definición de 1853 (sobre la inviolabilidad de la propiedad, JPF) se hace patente en la indiferencia ante los hechos, las conmociones y las tragedias a que la Nación puede verse envuelta. Ni las necesidades militares en tiempo de guerra podían ser atendidas en gracia a la inviolabilidad de la propiedad. Este tabú trágico podía hacer morir de hambre a los ejércitos de la Patria antes de permitir una requisación salvadora. Ni en la paz ni en la guerra se conmovía el concepto de la propiedad ni la sensibilidad de los propietarios»[109]. Si el peronismo había surgido como antítesis de la Argentina liberal, su texto constitucional se proponía, sin duda, ser la expresión jurídica de esa realidad.

C) EL ARTÍCULO 39 Y LA HUMANIZACIÓN DEL CAPITAL

Dice así: «El capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social. Sus diversas formas de explotación ni pueden contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino». Veamos ahora la justificación que de esta reforma presentaba el anteproyecto del Partido Peronista: «Se justifica por las mismas razones que la modificación del artículo 17. En definitiva, es llevar a la idea de capital el mismo concepto de función social atribuido a la propiedad. Consecuencia indeclinable del postulado ha de ser que: ni el capital ni quienes lo poseen pueden emplearlo para la explotación del hombre; y que quien aplique su libertad individual a esos fines, incurre en delito penado por la ley»[110].

Acabamos de leer un texto revolucionario. Y hay que marcarlo bien porque, aún hoy, suele encontrarse en este concepto de capital humanizado un fuerte componente reformista. No es así. Se trataba de algo mucho más profundo que, pongamos, «corregir los excesos del capital» o «impedir que los ricos se hagan demasiado ricos». Para comprenderlo hay que ubicarse en la coyuntura histórica en que esa consigna es lanzada y analizar las relaciones de poder entonces vigentes. Queda claro que el peronismo no podía suprimir en nuestra patria el sistema de la propiedad privada y la civilización del capital. No hizo disparates, hizo política: que es, como siempre ha dicho Perón, el arte de hacer lo posible. Y lo posible fue lo que entonces se hizo: el Estado Peronista, en tanto instrumento del poder popular, modificó el orden natural del capitalismo privado obligándolo a jugar en el sentido de la comunidad nacional. No fue otro el proyecto político que orientó las realizaciones económicas del peronismo[111].

D) EL ARTÍCULO 40 Y EL INTERVENCIONISMO DE ESTADO

Scalabrini lo llamó «bastión de nuestra soberanía». Era, exactamente, eso. Y también una obra maestra del constitucionalismo argentino. Los gorilas de la «libertadora» se apresuraron a eliminarlo. Pero allí está: es el famoso artículo cuarenta. Una de las más elevadas expresiones del poder popular en nuestra Patria.

Comenzaba así: «La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social». Era la explicitación justicialista del concepto de riqueza: sólo es útil aquello que está al servicio del pueblo, toda investigación, toda explotación, toda producción debe estar orientada hacia la cobertura de las reales necesidades de las mayorías. Continuaba diciendo: «El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución». Esto, sin duda, merece un párrafo aparte.

El intervencionismo de Estado no era nuevo en nuestro país. Luego de la crisis de 1929 (y luego también de la aparición del contundente texto de Keynes, The end of laissez faire, de 1926) los ganaderos de la década infame decidieron recurrir a las bondades de un Estado que, en fin de cuentas, los representaba por completo, para paliar los tremendismos de esa crisis. El perenne debate entre proteccionismo y libre cambio, que venía enfrentando, aunque no demasiado, a los sectores agrarios con los surgentes industriales, comienza a encontrar un punto de solución. Con esa enorme capacidad que han tenido siempre para renegar de sus presupuestos teóricos en defensa de sus verdaderos intereses, los liberales comienzan a hablar de intervención estatal, planificación, regulación económica, etc. ¿Qué había pasado? Lo necesario y suficiente como para obligarlos a cambiar posiciones.

Con un comercio internacional quebrado por una de las más grandes crisis de su historia, la Argentina no podía contar ya con una adecuada provisión exterior de bienes manufacturados. Era necesario, entonces, para mantener el equilibrio del sistema oligárquica-dependiente, promover una cierta política proteccionista que pudiera generar un desarrollo industrial (bajo control oligárquico) capaz de cubrir el espacio abierto por la crisis del comercio mundial.

El intervencionismo estatal de la década infame poco tuvo que ver, salvo en aspectos meramente formales, con el de los gobiernos peronistas. Primero: porque fue promovido por los sectores dominantes de la oligarquía para paliar la crisis del sistema fraudulento-entreguista. Segundo: porque no desarrolló, de ningún modo, una auténtica política de industrialización. Sus medidas proteccionistas se limitaron a estructurar ciertas barreras arancelarias destinadas a la defensa de un limitado grupo de industrias: aquellas, justamente, que pudieran elaborar las manufacturas que la crisis mundial impedía al imperialismo entregar al país. Ni siquiera hubo una verdadera política de sustitución de importaciones, porque se sustituyeron, meramente, aquellos productos que no podían llegarnos: no se amparó la producción interna de ningún bien que pudiera conseguirse en el exterior. Y no podía ocurrir de otro modo: porque todo el sistema estaba montado en beneficio de las clases oligárquicas, y una auténtica política de sustitución de importaciones hubiera limitado considerablemente los márgenes de exportación de esos sectores[112]. El mismo Pinedo, en sus conocidas consideraciones sobre el Plan de 1940 (que no llega a ser aprobado por el Parlamento: ni siquiera ese Plan admitía por completo la oligarquía), aclara debidamente que no todas las industrias deberán ser fomentadas. Y agrega: «Debemos precavernos del error de promover aquellas producciones que tiendan a disminuir las importaciones de los países que sigan comprando nuestros productos en la medida suficiente para permitirnos pagar esas importaciones. De lo contrario, crearemos nuevos obstáculos a las exportaciones: hay que importar mientras se pueda seguir exportando».

Nada tuvo que ver con todo esto el intervencionismo estatal peronista. Primero: porque el Estado no era expresión de un determinado grupo social, sino que expresaba los intereses del Pueblo (es decir: de todos aquellos sectores sociales movilizados contra el imperialismo) y los de la Nación. Segundo: porque los planes de industrialización que el Estado peronista impulsó no tenían como finalidad la defensa del orden dependiente, sino que se encuadraban en un proyecto político de liberación nacional y social. Volveremos sobre esto.

Continúa el artículo 40: «Salvo la importación y exportación, que estarán a cargo del Estado de acuerdo con las limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o en cubierto, dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios» (subr. nuestro). Uno de los más entrañables dogmas del liberalismo es reconocido en este párrafo: la libre iniciativa privada. Pero hasta por ahí nomás. Por otra parte: «La misma Constitución de la República Popular China (anota con acierto el compañero Eggers Lan) garantiza el capital privado, con ciertas limitaciones, en el texto precedente (se refiere al del artículo 40, JPF), las limitaciones son bastante delineadas antes y después de la frase libre iniciativa privada»[113]. Hay que comprender, asimismo, lo siguiente: el capital nacional tenía un importante rol estratégico a jugar en el proyecto político peronista. En un fundamental discurso de 1946, sobre el que volveremos más adelante, Perón, marcando los objetivos del Primer Plan Quinquenal, lo dice con todas las letras: «No somos de manera alguna enemigos del capital, y se verá en el futuro que hemos sido sus verdaderos amigos»[114]. Esta frase, citada hasta el hartazgo por teóricos tipo Ismael Viñas que pretenden encontrar en ella la prueba esplendente del burguesismo de Perón, plantea meramente el necesario aporte del capital nacional al fortalecimiento de la estructura productiva: era, entre tantas otras, una medida más para frenar la penetración imperialista. Así lo aclaraba Perón: «Es menester discriminar claramente entre lo que es el capitalismo internacional de los grandes consorcios de explotación foránea, y lo que es el capital patrimonial de la industria y el comercio. Nosotros hemos defendido a estos últimos, y atacado sin cuartel y sin tregua a los primeros». Pues el Estado Peronista, en tanto expresión del poder del pueblo, ejercía un férreo control político sobre las actividades del capital, tanto del internacional como del nativo. Y así lo expresó Perón: «No somos enemigos del capital, aun foráneo, que se dedica a su negocio (es decir: que no se propone quebrar la autonomía estratégica de la Nación, JPF); pero sí lo somos del capitalismo, aun argentino, que se erige en oligarquía para disputarle a la Nación el derecho de gobernarse por sí, y al Estado el privilegio de defender al país contra la ignominia o contra la traición» (subr. nuestro). La libre iniciativa privada, en suma, sólo era reconocida a condición de que sus objetivos no entraran en contradicción con aquellos que el poder popular había fijado como metas de la comunidad nacional.

Continúa el artículo 40: «Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedades imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias» (subr. nuestro). Más de veinte años después, en 1971, el gobierno popular de Salvador Allende utiliza este pasaje de la Constitución peronista para instrumentar la defensa de la riqueza minera chilena. Entre las modificaciones incorporadas al artículo 10 de la Constitución Política del Estado, figura la siguiente: «El Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas, las covaderas, las arenas metalíferas, los salares, los depósitos de carbón e hidrocarburos y demás sustancias fósiles, con excepción de las arcillas superficiales»[115].

Continúa el artículo 40: «Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación. Los que se hallaren en poder de particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación, con indemnización previa, cuando una ley nacional lo determine». Este pasaje era expresión de la política de nacionalizaciones emprendida por el Estado Nacional Popular, la cual, más allá de las consideraciones numéricas que puedan hacerse sobre si, por ejemplo, se pagó mucho o poco o demasiado por la compra de los ferrocarriles, significaba sustraer al imperialismo los resortes estructurales que le permitían el dominio de nuestra economía. Porque es absurdo afirmar, según suele hacerse, que la nacionalización de los ferrocarriles fue un buen negocio para Inglaterra. Quizás los ingleses negociaron bien esa derrota, pero no por eso la operación dejó de constituir para ellos justamente eso: una derrota. El trazado de las líneas ferroviarias, realizado por los liberales durante el período de nuestra des-organización nacional, fue una de las expresiones más acabadas del proyecto político que esos sectores lograron finalmente imponer: la integración al mercado mundial como exportadores de materias primas e importadores de manufacturas, la incondicional aceptación de los dogmas smithianos y ricardianos sobre la división internacional del trabajo, la unificación del país bajo la hegemonía represiva (exterminadora) de la ciudad portuaria, la Patria abierta, entregada, ultramarina, de espaldas al pueblo y a la tierra, mirando hacia el Imperio. Es cierto, según reza la crítica frigerista, que el peronismo no modificó el trazado de esas líneas, pero no es menos cierto que comprendió y realizó la urgente tarea de imponer sobre ellas un control nacional opuesto al control imperial que hasta entonces habían ejercido los ingleses. Ante este logro político, todas las consideraciones numéricas que puedan ofrecer quienes hacen de la política un asunto cuantificable, pasan a ocupar un lugar subordinado.

El anteproyecto del Partido Peronista, con marcada profundidad doctrinaria, desarrollaba, para justificar la inclusión del artículo 40 en el nuevo texto constitucional, las siguientes consideraciones: «En su aspecto fundamental, las ideas contenidas en este nuevo artículo no son sino continuación o consecuencia lógica de los conceptos vertidos en las innovaciones precedentes a partir de la nueva redacción del artículo 17 (recordemos: el artículo 17 de la Constitución del 53 era el que consagraba la inviolabilidad de la propiedad privada, JPF). Las principales innovaciones que contiene están representadas por la facultad del Estado a intervenir en el dominio económico y monopolizar determinada industria o actividad, sin más limitación que el interés público, y los derechos asegurados en la Constitución; y la determinación de que los servicios públicos han de ser argentinos, bien en el sentido de su nacionalización, bien en el de su estatificación. El desarrollo de una economía moderna ha de cumplir los requisitos de una posible dirección por parte del Estado, porque no es ya tolerable que los intereses particulares prevalezcan sobre los colectivos. Por otra parte, los servicios públicos tienen que ser argentinos, porque ello resulta indispensable para la independencia económica del país, complementaria de su soberanía política»[116].

E) EL ARTÍCULO 78 Y LA FIJACIÓN CONSTITUCIONAL DEL LÍDER

Dice, muy simplemente, así: «El presidente y el vicepresidente duran en sus cargos seis años; y pueden ser reelegidos». El gorilaje ha insistido siempre en que éste era el objetivo central de la Constitución del 49. Concretamente: la reelección de Perón. Y bien, claro que sí. Pero por muy distintos motivos. No, por ejemplo, porque Perón quisiera perpetrarse en el poder para saciar sus apetitos o porque quisiera hacer politiquería o porque, en fin de cuentas, todos los demás artículos de la Constitución fueran letra muerta y el único que realmente se deseaba cumplir era este de la reelección. No. Si el artículo 78 era el más importante de los artículos de la Constitución del 49, era porque significaba la condición de posibilidad de cumplimiento de todos los otros. Porque la revolución política y social que esa Constitución expresaba había surgido de la relación entre un líder y un pueblo que lo había reconocido como tal. En consecuencia: la continuidad de ese liderazgo era inseparable de la continuidad de los objetivos revolucionarios. No había revolución sin Perón ni había revolución sin el Pueblo, y esto que Perón y el Pueblo sabían y querían debía figurar necesariamente en el texto constitucional. De aquí que los Derechos del Trabajador (fijación constitucional del Pueblo) y la reelección del presidente (fijación constitucional del líder), signifiquen las reformas más importantes que contiene la Constitución del 49. Pues todas las demás, tanto las económicas como las financieras, les están subordinadas por encontrar en ellas sus posibilidades de realización[117].

La economía como mediación instrumental de la política

No es poco lo que se ha escrito ya sobre las medidas que el peronismo impulsó en economía. El tema, en sus grandes líneas al menos, suele ser conocido: los planes quinquenales, las nacionalizaciones, el IAPI, la cuestión agraria, el plan económico del 52, etc. Nosotros, aquí, no vamos a hablar de economía. Intentaremos, sí, averiguar los orígenes de las medidas que el peronismo desarrolló en el campo económico. Es decir: qué significado político tienen, por ejemplo, la nacionalización del Banco Central, el IAPI o los planes quinquenales. Y si partimos de la política para estudiar la economía, es porque la economía del peronismo sólo puede ser comprendida a partir del proyecto político que le dio orientación y sentido.

En un memorable texto de 1951, Perón afirmaba lo que sigue: «Los países que todo lo confían a su poder poseen la política de su fuerza y suelen renunciar a la habilidad. Los débiles, generalmente, desde que carecen de poder, deben servirse de su habilidad y tienen sólo la fuerza de su política»[118]. La fuerza de la política no es sino la capacidad que tiene la voluntad humana para quebrar el orden natural de las cosas. Sabemos, por otra parte, que lo que se denomina «orden natural de las cosas» no es sino el orden que los grupos de poder, en su práctica de dominación, han conseguido imponer a los procesos. Los que someten siempre intentan naturalizar, objetivar o cuantificar la historia, pues su propósito es, precisamente, inmovilizarla. Hablan de las cosas tal cual son, no tal cual están. Es cierto que también pueden recurrir a la organización y movilización de grupos humanos: pero este aspecto, aunque importante, es secundario en la política de dominación. Más claramente: el imperialismo puede invadir países y sus agentes nativos pueden, por ejemplo, armar bandas de provocación o grupos para-policiales. Y aquí, sin duda, interviene la voluntad humana, desde que hay una organización que cumple objetivos políticos. Pero estas organizaciones, ante todo, no se proponen impulsar la historia, sino, por el contrario, impedir que otros la impulsen. No se proponen movilizar a las mayorías, sino atacar o eliminar a quienes pueden movilizarlas. La acción política (es decir: la organización de la voluntad humana) es siempre secundaria para los dominadores pues su principal herramienta de poder es la del poder material: el poder económico, financiero, tecnológico, cultural (cultura-objeto), todo aquello que los dominadores llaman «el orden natural de las cosas» y que no es sino la expresión estructural de su propio poder.

Los sometidos, carentes de poder material, tienen como única posibilidad la de crear otro poder. Porque es cierto que el poder se toma, pero no es menos cierto que el poder para tomar el poder es una creación del Pueblo. Este poder se da también estructuras materiales, pues su tarea central es la de organizarse. Pero la organización política del Pueblo, antes que una estructura objetiva, es la expresión de la voluntad humana de la liberación nacional y social. A esto llamamos política: a la capacidad que tienen los sometidos para quebrar el «orden natural de las cosas», para dejar de ser objetos económicos o agentes del aparato productivo y, tomando definitivas distancias ante los procesos objetivos, encauzar organizativamente esa voluntad de liberación. Porque la revolución es algo que tiene que ver antes con la política que con la economía, antes con los hombres que con las estructuras.

Para caracterizar la planificación económica del Estado Peronista, vamos a partir de la distinción, ya tradicional en ciencias sociales, entre lo político y la política. La esfera de lo político comprende, básicamente, al Estado en tanto superestructura jurídico-política de la sociedad. La esfera de la política comprende las prácticas de organización y movilización popular. Es característica básica del Estado Nacional Popular una subordinación de la primera instancia (lo político) a la segunda (la política). Concretamente: el Estado Peronista basó la legitimidad de sus estructuras jurídicas y político-parlamentarias en las prácticas de organización y movilización del Pueblo, las cuales generaron un proyecto político que determinó el sentido en que debían orientarse esas estructuras del Estado.

Y entonces se hizo economía, porque la economía es algo que solamente se hace desde el gobierno. Para aclararlo recordemos una frase de Fanon que gusta citar el compañero Horacio González: «La economía es una realidad burguesa, extranjera». «Quería afirmar (explicita González) que las fuerzas de la producción, sus estadios y desarrollos, encierran determinaciones que las vinculan internamente con el proyecto histórico del capitalismo»[119]. Entonces, cuando un movimiento de liberación llega al gobierno e instaura un Estado Nacional Popular, debe comenzar por revertir el sentido y la orientación que el imperialismo ha impuesto a los procesos económicos. Debe hacer economía para transformar la economía de arma de dominación en arma de liberación. Porque solamente así la economía dejará de ser una realidad burguesa y extranjera para convertirse en una realidad popular y nacional. Pero para efectivizar esta tarea hay que hacer economía a partir de la política, lo que significa oponer a la legalidad que el imperialismo ha introducido en los procesos objetivos, una nueva legalidad cuyo fundamento descansa en la práctica organizativa del Pueblo y su proyecto político de autonomía de la Nación[120]. Cómo el Estado Peronista realizó esta tarea es lo que ahora vamos a ver.

A) LA NACIONALIZACIÓN DEL BANCO CENTRAL Y DE LOS DEPÓSITOS BANCARIOS: PAPEL DEL AHORRO INTERNO EN LA LIBERACIÓN NACIONAL

En octubre de 1946, Perón se presenta en la Cámara de Diputados de la Nación con un claro propósito: explicitar los lineamientos ideológicos centrales del Primer Plan Quinquenal (1947-1951). Así lo dijo: «Antes de exponer el Plan quinquenal, deseo hacer una rápida interpretación ideológica de su contenido. Todo plan tiene su contenido formal y frío: inerte. La parte víviva es su ideología, sin la cual la ejecución será también fría. Un buen plan, sin contenido ideológico, puede ser como un hombre sin alma; en el mejor de los casos, sólo un hermoso cadáver»[121]. Se trataba, en suma, de marcar claramente los objetivos políticos que habían orientado la creación de ese plan. Y seguía diciendo Perón: «En una Cámara de un país, un legislador dijo: La República Argentina es nuestra mejor colonia, porque incluso se gobierna y se defiende sola. Desgraciadamente, señores, esta afirmación ha sido exacta. He dicho muchas veces que quienes se sentaban en el honroso sillón de Rivadavia, tenían el gobierno político de la Nación, pero no el gobierno económico ni el gobierno social del país. La economía ha sido en gran parte manejada desde el exterior por intermedio de los grandes consorcios capitalistas del país, y cuando un Presidente adoptaba una medida que incidía sobre los aspectos económicos interesados pasaba poco tiempo para que el crédito se viese comprometido sucediendo que, en oportunidades, transcurrían tres o cuatro meses sin pagarse a la administración, hasta que era necesario transar o exponerse a tener que renunciar al gobierno»[122].

Toda la política fraudulenta y entreguista de los años infames había encontrado su lugar de residencia permanente en un organismo que el peronismo desmontó e hizo funcionar en sentido inverso: el Banco Central, ese monumento que los liberales levantaron para celebrar nuestro sometimiento nacional. En un párrafo notablemente preciso, Perón explicita los objetivos que esa institución había perseguido en el pasado: «¿Qué era el Banco Central? Un organismo al servicio absoluto de los intereses de la banca particular e internacional. Manejaba y controlaba los cambios y el crédito bancario y decidía la política monetaria de la Nación, con total indiferencia respecto de la política económica que la Nación debía desarrollar para la promoción de su riqueza. En nombre de teorías extranjeras, desoía los justos reclamos en favor de una mayor industrialización, que era la base de la independencia del país. Organizados como un perfecto monopolio, los bancos eran dirigidos a través de un “pool” cerrado, en el cual las entidades particulares podían imponer su criterio en asambleas, sobre los bancos oficiales y mixtos. Así, los bancos privados, con sólo un aporte inicial de 30,4 por ciento del capital —unos seis millones, más o menos—, tenían el extraordinario privilegio de manejar las asambleas, custodiar el oro de la Nación, y el ejercicio de todas las facultades de gobierno, indelegables por razones de autonomía estatal. El Banco Central promovía la inflación contra la cual aparentaba luchar, violando el artículo 40 de su ley orgánica y emitiendo billetes sin limitación, contra divisas bloqueadas en el exterior, de cuyo oro no se podía disponer en el momento de su emisión. En otras palabras, se confabulaba contra la Nación y se actuaba visiblemente en favor de los intereses foráneos e internacionales. Por eso, su nacionalización ha sido, sin lugar a dudas, la medida financiera más trascendental da estos últimos cincuenta años»[123].

La nacionalización del Banco Central y de los depósitos bancarios implica la clara incidencia del Estado sobre la legalidad espontánea de las leyes económicas. Orientar el crédito en el sentido de los intereses nacionales: ésta es la consigna. Su realización comienza el 25 de mayo de 1946, cuando, por decreto-ley N.º 8503, se nacionaliza el Banco Central. Los fundamentos que se ofrecen de la medida en el Boletín Oficial del 5 de abril de 1946 son los siguientes: «Las funciones otorgadas al Banco Central por la antigua ley 12 155 como Banco mixto, dominado por la mayoría de la banca privada, para emitir billetes, comprar y vender oro, concentrar reservas para las fluctuaciones que afectan el valor de la moneda, regular la cantidad de créditos y los medios de pago, no deben estar sometidos a los intereses privados ya que son fines propios del Estado. No puede trazarse en normas aisladas y distintas la política económica del Estado. El interés privado no constituye una garantía de coincidencia con las necesidades del interés general»[124]. Y el 24 de abril de 1946, por decreto-ley N.º 11 554, se nacionalizan los depósitos bancarios. A partir de ese momento, los depósitos que tiene a su cargo el Banco Central, tienen la siguiente evolución:

diciembre 31, 1946.......... m$n. 11 075 millones

abril 15, 1951............ m$n. 24 813 millones[125].

El 6 de junio de 1950, en la Casa Central del Banco de la Nación, Perón, ante una reunión de gerentes de sucursales y agencias del Banco, habla sobre La reforma bancaria como promotora de la economía de la Nación. Y dice: «Es interesante recordar aquí la principalísima función que ejercen los bancos en la promoción de la economía, cumpliendo en la sociedad una función equivalente a la que desarrolla el sistema circulatorio en la vida orgánica. Traslada el ahorro flotante de las manos pasivas a las manos activas, facilita las posibilidades del crédito y hace posible la más rápida circulación de los medios de pago por el mecanismo de la compensación. El Gobierno de la Revolución recurrió a la planificación de la economía como medio de llevar a la práctica sus postulados fundamentales. Para ello necesitaba contar con el poderoso instrumento del dinero y del crédito y lo hizo mediante la nacionalización de los depósitos bancarios. La consecuencia final de este proceso fue que el Banco Central está ahora en condiciones de hacer su política cuantitativa y cualitativa del crédito, lo que le permitirá encauzar la economía nacional, con el propósito de elevar la producción y de asegurar el mayor nivel de vida y de felicidad colectiva. La reforma llevada a cabo por el Gobierno de la Revolución ha habilitado el sistema bancario nacional para responder eficazmente a las necesidades generales de la economía de la Nación, y no a la de los grandes consorcios capitalistas que anteriormente controlaban el proceso económico en función de sus intereses particulares. Actualmente, es el Estado el que orienta con finalidades de interés general la función crediticia a través del redescuento. Cuando los bancos disponían libremente de sus depósitos podían invertirlos en forma discrecional, mientras cuidaran la seguridad de su colocación que era lo único que preocupaba al anterior Banco Central. Ahora es el Ministro de Finanzas, por intermedio del Banco Central de los bancos del sistema, quien fija el destino que tendrán los préstamos, puesto que es él quien da el dinero para que se hagan; esto es de una importancia enorme, porque significa dar sentido social al crédito, o sea la posibilidad de que el ahorro del país se emplee a través del crédito bancario, en la forma que más convenga a los superiores intereses de la colectividad»[126].

El Estado Nacional Popular accedía, de este modo, al manejo del ahorro interno para orientarlo en el sentido de la liberación nacional. El capital financiero, por su parte, encontraba bloqueados los canales a través de los cuales había conseguido, hasta ese momento, manejar a su arbitrio los fondos nacionales. El hecho revolucionario que se produce entonces en la Argentina, consiste en que, por primera vez, es utilizado el ahorro interno para impulsar un desarrollo económico de signo emancipador. Este proceso determina una clara merma en la participación del capital monopolista en la economía nacional. El capitalismo privado (la banca privada y las empresas privadas) disminuye notoriamente su posibilidad de acceder a las fuentes del crédito. El Banco Central canaliza las cifras del ahorro interno hacia el fortalecimiento de las empresas estatales. El Estado utiliza, así, el 48% de los créditos otorgados. Este porcentaje de participación, que corresponde a 1955, comienza a disminuir a partir del gobierno de la libertadura. El cambio de poder político incide de inmediato en la estructura económica: «La “libre empresa” (escribe Juan Carlos Esteban) comienza a ser beneficiaria absoluta del crédito, en una maniobra deliberada de liquidación por asfixia de las empresas estatales que, en 1956, apenas participan con un 20% y, en 1957, con un 9%. Esta tendencia se consolida en una maniobra sin precedentes que restituye la facultad a los bancos privados de manejar el crédito producto del ahorro nacional (…) Conforme con lo dispuesto en el artículo 14 del Decreto-Ley N.º 7125/57, a partir del 1.º de diciembre de 1957, y remedando el más crudo liberalismo manchesteriano, los bancos privados volvieron a disponer libremente de sus depósitos que a esa fecha superaban los 68 000 millones de pesos, fruto del auténtico ahorro nacional»[127]. Volveremos sobre esto al analizar, brevemente, el proyecto de desperonización de la economía que impulsaron los gorilas del 55.

B) EL IAPI: SENTIDO POLÍTICO Y MOVILIZADOR DE LA ACUMULACIÓN DEL CAPITAL EN LA INDUSTRIA

A Perón le gustaba hablar del IAPI. En todo acto público o protocolar en que pudiera hacerlo, largaba algunos párrafos sobre el papel primordial desempeñado por la nacionalización del comercio exterior en el provecto económico justicialista. El 1.º de mayo de 1951, en el Congreso Nacional, se explayó a gusto sobre el tema. Y dijo así: «Un factor importante dentro de nuestro comercio exterior es, sin duda, el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio, organismo que en 1950 totalizó en exportaciones un volumen de 5 600 000 toneladas y 3800 millones de pesos. Si tenemos en cuenta que las cifras de todo cuanto exporta el país suman 5000 millones de pesos y 6 millones de toneladas, fácil es advertir que el IAPI cubre aproximadamente el 75% de nuestras exportaciones. Se cumple así uno de los aspectos básicos de nuestra reforma económica, el que más discutieron nuestros adversarios, cuyos objetivos, en éste como en tantos otros casos, coincidió con el de los grandes intereses extranjeros e internacionales que teníamos que doblegar y que vencer en nuestro afán por conquistar la independencia económica»[128]. Y luego puntualizaba lo siguiente: «El IAPI (ha sustituido) a los antiguos monopolios que comercializaban la cosecha argentina explotando al productor»[129].

Quedaban derrotados, así, los grandes trusts cerealeros como Bunge y Born y Dreyfus, quienes, aprovechando sus vinculaciones en el terreno internacional, capitalizaban en beneficio propio la intermediación que ejercían sobre la producción agrícola nacional. La creación del IAPI venía a llenar los siguientes objetivos centrales: 1.º) eliminar la intermediación parasitaria de los trusts cerealeros y ceder este papel al Estado, quien, al pasar a beneficiarse con los excedentes surgidos de la colocación de los productos agrarios en el mercado internacional, disponía de un enorme caudal financiero para impulsar las estructuras más dinámicas de la economía nacional; 2.º) a través de la consigna oponer un vendedor único al comprador único, se acababa por constituir una concentración monopólica de signo nacional para enfrentar a la imperialista.

La incidencia del IAPI en las exportaciones es del 99,0 por ciento en 1949, del 70,5% en 1950, del 68,6% en 1951, del 60,5% en 1952 y del 70,4% en 1953[130]. Esteban ofrece un excelente resumen del papel financiero jugado por el IAPI en la impulsión de la política industrial: «En 1945, el 42% de la inversión es centralizada por organismos como el Banco Central y el IAPI, quienes la movilizaron y encauzaron por canales de inversiones constructivas. Vale decir que el excedente social disponible o, en términos correctos, la parte de la plusvalía total apropiada hasta allí por sectores burocráticos y parasitarios que la realizan en su mayoría fuera del mercado local, es a partir de 1945 realizada por el Estado e invertida en el país»[131]. El sentido final de la política financiera del IAPI era evitar la estructura industrial en desarrollo. Entre 1943 y 1955 el crecimiento de la producción es del 5,4%, entre 1945 y 1950 el promedio anual de acumulación del capital en la industria es del 8% y entre 1944 y 1955 el 18,8% de la población activa ingresa al sector industrial, en tanto que al sector agrario sólo lo hace el 4,3%. ¿Qué sentido político tenía este proceso?

El proceso de industrialización del país, lo hemos visto, venía produciéndose de diversos modos: 1.º) a través de la política económica que los sectores oligárquicos habían instrumentado para impedir el desquebrajamiento del sistema fraudulento-entreguista; 2.º) como resultado mecánico de la crisis que la guerra civil europea había desatado sobre la economía imperialista. Ante la imposibilidad de equiparse en la metrópoli, la colonia genera un proceso mecánico-reflejo de sustitución de importaciones que, aunque leve, es) un proceso de industrialización.

Pero el peronismo no se conforma con esa tendencia refleja (es decir: producida como efecto de una causa externa: la crisis europea), sino que decide influir activamente sobre ella y orientarla en el sentido de sus objetivos políticos. Por eso nosotros hablamos siempre del peronismo como sujeto: porque lejos de ser el reflejo de una determinada coyuntura, utilizó, orientó y transformó esa coyuntura poniéndola al servicio de la movilización del Pueblo y la autonomía de la Nación. Pues si bien es cierto que existía un proceso de industrialización, no es menos cierto que se trataba de un proceso mecánico y reflejo: crisis en la metrópoli = industrialización en la colonia. El peronismo, por el contrario, se hace cargo de ese proceso y lo transforma de pasivo en activo, de condicionado en condicionante, pues lo incorpora a un claro proyecto político. Con todo esto se estaba dando respuesta a la siguiente cuestión: no es posible abandonar los procesos a su propia legalidad, pues la legalidad espontánea de los procesos es, siempre, la legalidad del imperialismo.

Todo cuanto venimos diciendo destruye una argumentación tan falaz como frecuente, que se empeña en describir al peronismo como el resultado feliz de una coyuntura feliz. No hay coyunturas felices: sólo hay formas felices de enfrentar e instrumentar las coyunturas. Es decir: formas adecuadas de hacer política. El mismo Perón, en un discurso de julio de 1971, se encargó de explicitarlo así: «La reacción ha sostenido que la prosperidad y la felicidad de los diez años justicialistas, se han debido a una etapa propicia de la posguerra. Ninguna falacia puede ser mayor que ésa (…) Todo eso fue posible hacer con sólo liberar al país e impedir la explotación capitalista. Si el pueblo argentino gozó de diez años de dignidad y felicidad, no fue porque la situación nos ayudaba sino porque nosotros supimos ayudar a esa situación, resolviendo los problemas que mantenían al país sumergido como consecuencia de su estado colonial y de su desorganización, mantenida precisamente para hacer posible el saqueo de nuestra riqueza y la explotación de nuestro trabajo» (subr. nuestro).

¿Qué sentido político tenía el proceso de industrialización impulsado por el peronismo? Todo cuanto hemos venido explicitando hasta el momento obtiene su sentido en la respuesta a esta pregunta. Está claro, según creemos, que la nacionalización bancaria y la del comercio exterior constituyen las dos medidas más importantes que el peronismo adoptó a nivel económico. No es casual que sean medidas en lo fundamental, de orden financiero. Pues en un mundo regido por los arbitrios del capital financiero, es primordial para una Nación que intenta liberarse mantener un estricto control sobre ese campo.

El Banco Central impide al capital monopolista el manejo del ahorro interno, y lo canaliza, a su vez, tras los objetivos de la industrialización del país. El IAPI, emplazándose en el lugar ocupado anteriormente por el mediador monopolista, impide al sector agrario las suculentas ganancias del pasado y transfiere al sector industrial los recursos financieros obtenidos de ese modo. Así, la práctica económica del peronismo desencadena un proceso de clara transferencia de recursos financieros, técnicos y humanos del sector agrario al sector industrial: ¿qué finalidad política se intentaba obtener con esto?

Perón sabía que el sector social más inclaudicablemente opuesto a su política era el de la oligarquía terrateniente. Y de ningún modo esta clase se encontraba en retirada. Porque son falsas todas esas leyendas sobre el avance incontenible de una burguesía «nacional» o industrialista ante la cual la oligarquía, derrotada y confusa, habría de retirarse incondicionalmente. Nada de esto existía, y ya lo hemos visto. El poder ante el cual habían cedido posiciones los hacendados, no era el de los burgueses industriales (aquellos del tallercito en Avellaneda), sino el de la clase obrera y el de Perón. Y si bien es cierto que habían cedido posiciones, no es menos cierto que los resortes económicos y financieros fundamentales de la Nación continuaban en sus manos hasta que el peronismo advino al gobierno. Una vez allí, Perón les arrebata lo que puede: parte del poder financiero, en especial. Y de este poder decide valerse, en el terreno económico, para enfrentar al de la oligarquía terrateniente.

El peronismo aplica el poder financiero del Estado a la promoción del sector industrial por dos razones centrales: 1.º) porque era el sector más dinámico de la estructura económica y, en consecuencia, el que más iba a contribuir a fortalecerla y posibilitarle independencia ante el avance imperialista; 2.º) porque una dinámica política de industrialización, forzosamente movilizaba hacia ese sector a la mayoría de la población trabajadora, consiguiendo, de este modo, restarle bases de sustentación social al poder de la oligarquía. Y ésta fue la reforma agraria que hizo el peronismo. Porque si por reforma agraria entendemos, exclusivamente, una política que se realiza a través de la expropiación lisa y llana de las tierras de la oligarquía, entonces, es cierto, el peronismo no hizo la reforma agraria. O mejor aún: no hizo esa reforma agraria. Es decir: no hizo una reforma absoluta del régimen de propiedad de la tierra. Y no la hizo por una muy simple razón: porque no podía. Porque, como ya dijimos, no hizo disparates sino política. Y las relaciones de poder vigentes durante la década de los primeros gobiernos peronistas, hacían absolutamente imposible una reforma del régimen de tenencia de la tierra. Esto lo veremos mejor cuando analicemos el papel que las FF. AA. en tanto factor de poder, jugaron durante el transcurso de aquella década. Pero el peronismo hizo su reforma agraria: que no estaba inspirada en ningún manual del tipo qué-sé-yo-acerca-de-la-revolución, sino en las complejas relaciones de poder vigentes en la sociedad argentina de aquellos años.

La cosa empezó con el famoso estatuto del Peón. «El peón de campo (decía Perón) ha estado sujeto a la omnímoda voluntad del dueño del establecimiento. El patrón supo reeditar todos los privilegios del feudalismo medieval pero tuvo la habilidad de eludir los compromisos que el señor estaba obligado a guardar con sus mesnadas. La técnica industrial enseñó a nuestros feudales del siglo XX que podían servirse a su antojo del peón y su familia con sólo pagarle un salario al término de la quincena o a fin de mes. No importaba la cuantía del salario con tal que alcanzara el límite mínimo que les impidiese morir de hambre»[132]. Y es justamente esta cuestión del salario la que desencadena el primer enfrentamiento entre Perón y los hacendados. En agosto de 1944, la Sociedad Rural ofrece la siguiente respuesta a una consulta que, sobre salarios, le había formulado la Secretaría de Trabajo y Previsión: «En la fijación de salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes. Últimamente se ha visto en la zona maicera entorpecerse la recolección debido a que con la abundancia del cereal y el buen jornal por bolsa, resultaba que con pocos días de trabajo se daban por satisfechos, holgando los demás»[133].

El Estatuto del Peón tiene por objeto dotar al trabajador de campo de los elementos legales necesarios como para enfrentar al hacendado. Todo esto contribuye a evitar su sometimiento y a separarlo de la directa influencia patronal. En resumen: si la política industrialista restaba bases sociales a la oligarquía, los derechos del peón de campo impedían a ésta un dominio efectivo sobre aquellos asalariados que aún retenía.

El IAPI, por otra parte, significaba la concreta aplicación a la propiedad oligárquica del artículo 38 de la Constitución del 49. Aquel, recordemos, que reformando el texto del artículo 17 de la Constitución del 53, proclamaba la función social de la propiedad privada. A través del IAPI, el Estado Nacional Popular se adueña de las superganancias de la propiedad oligárquica para ponerlas al servicio de los intereses del Pueblo. No en vano, en la Memoria de la Sociedad Rural correspondiente a los años 1948-49, se plantean profundos temores ante esta nueva redacción del texto constitucional: «Interpretando la incertidumbre que provoca entre los productores agropecuarios la forma en que se redactó el nuevo texto del artículo 17 de la Constitución nacional, se dirigieron notas al Primer Magistrado. Se manifestó que esta Sociedad no desconocía la evolución que en el campo de la doctrina y del derecho positivo universal se ha venido operando con respecto al derecho de propiedad, en el sentido de subordinarlo al interés colectivo, pero que era necesario precisar o aclarar conceptos en la definición del mismo en la nueva Constitución»[134].

En resumen, la política agraria del peronismo se desarrolló a través de los siguientes momentos: 1.º — Estatuto del Peón: se desmitifica la figura patriarcal e incuestionable del patrón. El trabajador de campo, munido de derechos, no resulta ya tan vulnerable a la influencia y la manipulación oligárquica; 2.º — Nacionalización bancaria: se impide a la oligarquía manejar en su beneficio (y en el del imperialismo) el ahorro interno nacional; 3.º — IAPI: se le expropian a la oligarquía las superganancias que sus vinculaciones con el mercado internacional le permitían realizar; 4.º — Acumulación del capital en la industria: la mayor parte del poder financiero del Estado se vuelca al sector industrial. Se acentúa el proceso de migraciones internas y se le restan bases sociales a la política oligárquica. Y se consigue, fundamentalmente, transformar este proceso de movilidad social en un proceso de movilidad política a través de la organización integral de la clase obrera. Éste fue, en suma, el sentido político y movilizador de la acumulación del capital en la industria.

C) LOS PLANES QUINQUENALES Y LA CUESTIÓN DE LA INDUSTRIA PESADA

El peronismo centró sus principales objetivos en la reforma social: el énfasis puesto en la impulsión de la industria liviana apuntaba también a este objetivo. Si se hicieron heladeras, por utilizar un ejemplo caro a los desarrollistas, fue porque la población necesitaba heladeras. La crítica que suele hacerse a esta política económica consiste en afirmar que la misma mantenía el signo dependiente de la estructura productiva. Su más correcta y seria formulación aparece en un trabajo de Juan Carlos Torre sobre la economía peronista. Torre comienza por definir al proyecto peronista como un proyecto distributivo: una economía del consumo y no de la producción. Lo dice con todas las letras: un banquete asiático. Y luego: «En lugar de este banquete asiático, ¿existía otra propuesta alternativa? Sí, la que fue anunciada, con todas sus imprecisiones, en el proyecto industrialista de los militares del 43. Ésta implicaba indudablemente una asignación de las inversiones que, en el corto plazo, establecía un freno a los consumos inmediatos, pero a la vez creaba condiciones más permanentes de crecimiento económico. La voluntad de sacrificio de los trabajadores se comprobó en 1952, ¿por qué no convocarla en 1946?»[135]. Vayamos por partes. Primero: el rescate del proyecto siderúrgico de los militares del 43 ubicaba a Torre, cuando escribió este trabajo, en 1970, junto a quienes proponían como salida un golpe nacionalista militar sin pueblo. Su concepción del papel de las FF. AA. como propulsoras de un desarrollo industrial liberador, lo coloca hoy junto a los militares pseudoperuanistas y a los burócratas que claman por la unidad Pueblo-Ejército: es el alto precio que se paga cuando se hace política a partir de las fuerzas productivas. Segundo: si la implantación de la industria pesada tenía como condición, en 1946, el sacrificio de los trabajadores (y realmente así era), entonces Perón tuvo razón en no incluir sus objetivos entre los del Primer Plan Quinquenal. Para Perón se trataba de movilizar, organizar y politizar a la clase obrera, y esto sólo era posible conseguirlo a través de una política de profundo contenido social. La producción de bienes de consumo, de este modo, cumplía varios de los objetivos de Perón: 1.º — desataba una intensa movilidad social que, según vimos, el peronismo transformó en movilidad política a través de la organización de la clase trabajadora; 2.º — restaba bases de sustentación social a la oligarquía terrateniente; 3.º — era el sector de la producción que estaba en mejores condiciones de ser impulsado, el que aceleraba el proceso de migraciones internas (que el peronismo politizó) y el que satisfacía, además, las necesidades que la concentración urbana generaba en la esfera del consumo. En resumen: el peronismo impulsó el proceso de industrialización de bienes de consumo para movilizar, concientizar y organizar a las mayorías populares. No creemos que hubiera sido posible hacerlo de otro modo. Fue, entonces, un proceso industrialista auténticamente liberador. Porque hoy sabemos sobradamente que el desarrollo de las fuerzas productivas, por sí solo, no constituye un proceso de liberación, ya que el imperialismo aprendió a controlarlo e instrumentarlo según sus objetivos. No es casual que quienes más chillan hoy por la siderurgia sean los desarrollistas. Perón, por el contrario, impulsó lo único que realmente libera: la organización del Pueblo a través de la conciencia revolucionaria de su opresión.

El resto de lo que afirma Torre es lo de siempre: que era necesario «ejecutar una profunda reforma de la estructura económica que (…) modificara los patrones de dominación de la sociedad». La respuesta correcta la ofrece él mismo: «¿Esta propuesta se alimenta de una excesiva impaciencia revolucionaria?, ¿no se compadece con las limitaciones que acompañan al ejercicio del poder?». Allí donde responde quizás, hay que responder sin duda. Y punto.

El Segundo Plan Quinquenal lleva a nivel prioritario los objetivos de la industria pesada: «La actividad industrial del país (decía en su fundamentación doctrinaria) será conducida por el Estado, con la cooperación de las organizaciones interesadas cuando corresponda, con el fin de lograr la autarquía en la producción esencial para la economía social y la defensa del país; y de manera especial debe llegar al establecimiento y consolidación de la industria pesada». Y más adelante: «A fin de cumplir con el desarrollo de las actividades básicas del país (…), la acción del Estado, en materia de promoción industrial, será desarrollada según el siguiente orden de prioridades: 1. Siderurgia. 2. Metalurgia. 3. Aluminio. 4. Química. 5. Mecánica. 6. Eléctrica. 7. Construcción. 8. Forestal. 9. Textiles y cuero. 10. Alimentaria».

Los objetivos de la industria pesada son planteados a partir del Segundo Plan Quinquenal porque el peronismo considera ya cumplidos ciertos requisitos centrales para hacerlo: 1.º — control estatal del poder financiero, lo que determina la disponibilidad por parte del Estado de recursos como para financiar, sin ayuda del capital imperialista, las obras de infraestructura. Esta conquista se había realizado a través de la política de nacionalizaciones: servicios públicos, comercio exterior, Bancos, etc.; 2.º — se dan por consolidados los objetivos políticos que determinaron la impulsión ele la industria liviana: movilidad interna, reforma social, politización y organización del Pueblo bajo los objetos de la liberación nacional.

Pero surgen dos elementos con los cuales no contaba la planificación peronista. Primero: se pierden dos cosechas, la de 1949-1950 y la 1951-1952. Segundo: no se declara una tercera guerra «mundial». La cuestión de la pérdida de las cosechas es otra de las graves acusaciones que se lanzan contra la planificación económica peronista. En un librito que salió no hace mucho, un economista, recientemente malogrado, decía más o menos así: «Toda la compleja planificación económica peronista se echó a perder… porque llovió». Luego de lo cual no nos queda sino reírnos como locos de la ingenuidad de Perón y sus asesores, o pensar melancólicamente cómo pudieron ser tan torpes.

La crítica eterna y repetida hasta el hartazgo que se le formula a la economía peronista es la siguiente: no modificó la estructura agropecuaria del país, no echó las bases de una industria pesada y todo quedó tal como era entonces. La cuestión apunta, invariablemente, a negar el carácter revolucionario de nuestro movimiento a través de un enfoque clásicamente stalinista de la cuestión agraria: donde no hay una reforma absoluta del régimen de la tierra no hay revolución. Y esto se complementa con el asunto de la industria pesada: si el peronismo no la impulsó fue porque, a causa de sus limitaciones de clase, no se animó a expropiar a la oligarquía. Entonces, al quedar todo el sistema apoyado sobre la estructura agraria, sólo restaba desear… que no lloviera. O que lloviera lo justo: algo así como una tercera posición climatológica.

Dado el avance de las luchas sociales y políticas en nuestra patria, es difícil que con este cuento de hadas economicista se pueda encuadrar a alguien al margen de la organización revolucionaria del Pueblo. Conviene, de todos modos, aclarar y repasar ciertas cosas: 1.º — durante el periodo abarcado por el Primer Plan Quinquenal, lo que se propone la planificación económica peronista, es un objetivo político: movilizar al Pueblo. Por eso emprende, ante todo, una reforma social: porque sólo es posible movilizar a las masas a partir de sus intereses inmediatos. Entonces, antes que exigir el sacrificio popular para implantar la industria pesada, y antes que hacer una reforma agraria de acuerdo con la dogmática estalinista, se prefirió movilizar y organizar al Pueblo mediante el cumplimiento de sus necesidades postergadas, y hacer una reforma agraria a través de la orientación nacional de las bases sociales y del poder financiero de la oligarquía. No se podía hacer otra cosa. En el plano de lo real, al menos.

Pero el colapso del sector agrario no significó el colapso de la economía peronista. La situación real, a partir de 1952, es la siguiente: se han perdido dos cosechas y se han reducido los márgenes de exportación, no ha estallado una tercera guerra interimperialista y las grandes potencias, fortalecidas, vuelven a inclinar en su favor los términos de intercambio. En el marco político interno, los sectores de la burguesía «nacional» comienzan a mostrar serios recelos ante el poder popular en ascenso y elaboran una estrategia alternativa de complementación al imperialismo. Perón, por el contrario, intentará siempre mantenerlos en el campo del Pueblo para evitar fisuras en el frente interno.

Para paliar la crisis, el peronismo recurre a su arma más genuina: la organización y la movilización popular. Esto es el plan económico del 52. Y así lo explicó Perón en una disertación radial del 5 de marzo de 1952: «Determinado en el contenido del Plan económico lo concerniente a la economía nacional, popular y familiar, su ejecución depende más que nada de la buena voluntad que cada argentino debe poseer cuando se trata del porvenir de la Patria y del bienestar de su pueblo. Sabemos que contamos de antemano con esa buena voluntad que asegura la cooperación popular a nuestros propósitos. Sabemos también que las ciudades y los campos argentinos están poblados por hombres patriotas y de buena voluntad, que se empeñarán en los objetivos señalados. Pero ello, que conforma lo fundamental, no es todo. Es menester que podamos seguir la ejecución del Plan y controlar ajustadamente su desarrollo en todas sus etapas y su intensidad para accionar en consecuencia. Ello nos obliga a pedir la cooperación orgánica y racional a todas las organizaciones estatales y populares, de manera que su intervención inteligente y activa nos permita intensificar la ejecución, ajustar el control y mantener una información fehaciente y oportuna. El Gobierno centralizará mediante el Consejo Económico Nacional, los ministerios, Dirección Nacional de Vigilancia de Precios y Abastecimiento, Control de Estado, Coordinación de Informaciones, etc., toda la dirección y control. El Estado, por medio de los ministerios, reparticiones y agentes del Estado, tendrá a su cargo la ejecución del Plan. El Pueblo, mediante todas sus organizaciones, cooperará activamente en la ejecución del Plan y en el control necesario»[136].

El Plan había sido lanzado por Perón el 18 de febrero de ese año (1952) en su discurso sobre los precios de la cosecha. En ese mismo mes de febrero, la presidenta del Partido Peronista Femenino había impartido las siguientes directivas de organización: «1) Cada mujer peronista será en el seno de su hogar, centinela vigilante de la austeridad, evitando el derroche, disminuyendo el consumo e incrementando la producción; 2) Las mujeres peronistas vigilarán en el puesto o tarea que desempeñan fuera de su hogar el fiel cumplimiento de las directivas generales del plan del General Perón; 3) Cada mujer peronista vigilará atentamente en sus compras el cumplimiento exacto de los precios que se fijan; 4) Todas las unidades básicas femeninas realizarán permanentemente, durante los meses de marzo y abril, reuniones de estudio y difusión del Plan Económico del General Perón. Esta declaración pública deberá ser leída en todas las unidades básicas del país, juntamente con el Plan Económico del General Perón y las unidades básicas deberán informar a la Presidencia del Partido acerca de la labor cumplida y de los resultados obtenidos. Eva Perón, Presidenta del Partido Peronista femenino»[137]. Siempre nos ha gustado este texto de Evita: en él, nuestra entrañable compañera no aparece sólo como un torbellino de ardor combatiente (que lo era, y profundamente), sino también como un valioso engranaje de la política táctica y coyuntural del movimiento peronista. Quienes ataquen como reaccionario al plan económico del 52 (afirmando, por ejemplo, que significaba sacrificar al pueblo en beneficio de la burguesía), convendrá que tengan en cuenta que Evita, la mismísima Evita, difundió y organizó ese Plan con la misma fuerza con que afirmaba que el peronismo sería revolucionario o no sería nada. Comprendía, sin duda, que los objetivos de una revolución transitan caminos varios y que el plan económico del 52 era, justamente, uno de ellos.

El plan significa, concretamente, la unidad de los sectores populares y del empresariado nacional para enfrentar la crisis sin recurrir a la «ayuda» imperialista. Sin embargo, el empresariado nacional no era muy nacional que digamos. Y menos a esa altura del partido. Que quede claro: Perón necesitaba recurrir a los sectores empresariales ligados al mercado interno para fortalecer a la Nación ante la reestructuración imperialista. Pero esos sectores consideran, veladamente, que el fortalecimiento nacional que propone Perón implica el ascenso, cada vez más peligroso, de la organización popular. Comienzan, entonces, a propiciar la «ayuda» externa. «El crecimiento del capital extranjero en la Argentina (escribe Esteban) desde 1949 a 1955 es de 282 millones de dólares, a valores corrientes, cifra exigua que no llega a representar un aumento del 20% sobre el capital existente en 1949. En general se produce este crecimiento partiendo de las grandes dificultades económicas de 1952 que paralizan las nacionalizaciones y hacen que el sector conciliador de la burguesía nacional gane posiciones en el gobierno peronista»[138]. Este proceso explica la sanción, en 1953, de la ley N.º 14 222 de radicación de capitales. La cual, sin embargo, establecía claros límites a la remisión de utilidades. «Por primera vez (escribe Esteban) un gobierno argentino ataca justamente en sus bases a la penetración imperialista al reducir y regular la salida de utilidades. Debe quedar bien en claro que no es lo mismo la reinversión que la remesa de beneficios. Éste es el rasgo típico, genuino, el objetivo final del capital financiero». No en vano, el informe de la Cepal sobre el desarrollo económico argentino, reprueba «los topes anuales uniformes impuestos a las repatriaciones por la ley 14 222»[139]..

De cualquier forma, la crisis determina la paralización de los proyectos del Segundo Plan Quinquenal en el área de industrias. Aquí, en esta coyuntura, es donde la mayoría de los teóricos economicistas vuelven a insistir en la transformación radical del régimen de propiedad: era, dicen, el único modo de paliar la crisis. Pero resulta que, en 1952, Evita quiere ser vicepresidente y no puede: así estaban entonces las relaciones de poder.

El plan económico del 52 fue el gran instrumento que el peronismo forjó para enfrentar la reestructuración del poder imperialista. Unidad a nivel de bases, organización, movilización y control popular, unidad empresarial, fijación de límites a las inversiones extranjeras, búsqueda de recursos financieros en las posibilidades del ahorro interno, etc. La adecuada realización de este plan permitiría abrir nuevamente el campo de la industria pesada. Pero el plan fracasa, no por razones económicas sino por razones políticas. Y no podía ocurrir de otro modo: la planificación económica peronista estaba claramente subordinada al logro de las metas políticas del movimiento, en la medida en que éstas no consiguieran realizarse necesariamente iban a fracasar aquéllas. De este modo, el fracaso del plan económico del 52 habrá que buscarlo en las causas que, finalmente, conducen al movimiento peronista a la derrota táctica del 55. Y que en el próximo capítulo habremos de analizar[140].

En 1954, el peronismo podía exhibir orgullosamente las siguientes realizaciones cumplidas en nueve años de gobierno:

[141]

Poco después de haber lanzado el plan del 52, Perón trazaba claramente el horizonte ideológico que orientaba sus proyectos económicos: «Que nadie se engañe: la economía capitalista no tiene nada que hacer en nuestro país. Sus reductos todavía en pie serán objeto de implacable destrucción (…), por una natural evolución de nuestro sistema económico, los trabajadores adquirirán progresivamente la propiedad directa de los bienes capitales de la producción, del comercio y de la industria, pero el proceso evolucionista será lento y paulatino». Es el célebre discurso del 19 de mayo de 1952: no es casual que por ese entonces los empresarios «nacionales» comenzaran a tender lazos de unión con el imperialismo. Veinte años después, en el discurso ya citado del 8 de julio de 1971, Perón, haciendo un repaso de su obra de gobierno, desarrollaba los objetos trazados entonces: «Se trataba, en consecuencia, de promover y acelerar una evolución que llevara progresivamente a la República a un cambio fundamental de estructuras, hacia un nuevo régimen y un nuevo sistema en el que el Estado, la política y las condiciones socioeconómicas, se orientaran hacia un socialismo nacional».

Los restauradores liberales del 55 y la desperonización del Estado

La restauración liberal comienza por destruir las estructuras del Estado Peronista. Esta tarea, lo saben, es la más inmediata: pues el poder del Estado Peronista se ejercía a través del aparato del Estado Peronista. Esta identificación que nuestro movimiento había conseguido durante su experiencia de gobierno constituye una de las características centrales de toda revolución auténtica: conseguir que las estructuras del Estado sean reflejo fiel del poder del Estado. Vamos a aclararlo: cuando un movimiento político ocupa el Estado, se adueña, por ese acto, del poder del Estado. Pero ocurre que este poder debe necesariamente manifestarse a través del aparato del Estado. Es decir: a través de las estructuras del gobierno, la administración, el sistema jurídico y el parlamentario. Y también las de control militar, penal e ideológico: Ejército, Policía, cárceles, escuelas, universidades, etc. Todo esto constituye lo que denominamos aparato del Estado. Por su parte, el poder del Estado no es sino la posibilidad que un movimiento político tiene de proyectar sobre la sociedad sus objetivos estratégicos. Pero esta tarea (y aquí reside el problema) debe realizarla a través de las estructuras que forman el aparato del Estado, estructuras heredadas del régimen anterior y expresión también de sus proyectos políticos.

Nuestro movimiento ocupa el Estado liberal para revolucionar su estructura: no había (ni hay) otro camino para que el poder del Estado fuera expresión del poder del Pueblo. Pero la estructura del Estado liberal no era, de ningún modo, una materialidad dócil y dispuesta a ceder posiciones sin resistencias. Por el contrario, había sido cuidadosamente montada a través de casi un siglo de existencia. Porque salvo el interregno yrigoyenista, el Estado argentino fue siempre el Estado liberal, expresión de los proyectos oligárquicos, obra maestra de los prohombres de esta clase social. La tarea del peronismo fue, entonces, inmensa: se trataba de eliminar todas aquellas estructuras del aparato del Estado que fueran expresión del poder oligárquico para reemplazarlas por otras que expresaran el poder popular.

Los gorilas del 55 tuvieron también ardua tarea. Pero la destrucción que hicieron del aparato estatal peronista no constituyó un acto revolucionario: fue, por el contrario, un retorno al pasado, a las gloriosas épocas en que el liberalismo se espejaba en el Estado. Se trataba, para ellos, de aniquilar todas aquellas estructuras que fueran expresión del poder del Pueblo (la Constitución del 49, el IAPI, las organizaciones obreras, etc.) para restaurar, en su reemplazo, otras que expresaran las necesidades presentes del poder oligárquico. Se trataba, en suma, de desperonizar al Estado. Tarea que se realizó en todos los frentes: económico, jurídico, político, sindical, cultural, etc. Aquí, vamos a ocuparnos del proyecto económico que el gorilaje impulsó a partir de setiembre del 55.

Raúl Presbisch, el insigne tecnoburócrata en quien deposita su confianza la libertadura, comienza su diagnóstico del «problema argentino» recordando a Avellaneda: ¡tan mal nos había dejado Perón! Así lo dijo: «La Argentina atraviesa por la crisis más aguda de su desarrollo económico; más que aquella que el presidente Avellaneda hubo de conjurar “ahorrando sobre el hambre y la sed” y más que la del 90 y que la de hace un cuarto de siglo, en plena depresión mundial»[142]. No cabían dudas: horas de dolor y miseria aguardaban al pueblo argentino, pues los técnicos de los grandes consorcios financieros habían incorporado ya su hambre y su sed a los organigramas de la dependencia.

En 1956, la Secretaría de Prensa edita un pequeño folleto «educativo». Se llama: Síntesis del Informe Preliminar Presbisch acerca de la situación económica. Los gorilas se proponían «llegar al pueblo» y adoctrinarlo sobre las urgencias de la situación. Ante todo: nada de aumentos de salarios. Candorosamente, con sarmientino esmero pedagógico, así lo explicaba el folleto: «Para poder dar más mercaderías y comodidades a cada habitante no basta con darle más salario. Esto crea la ilusión de poder comprar más cosas pero cuando vamos a comprarlas nos encontramos que el precio sube por la inflación y al final tenemos menos que antes». Sobre el final del folleto, en un capitulito optimista y rosa titulado «Hay soluciones», se indican las fuentes de la esperanza: «Indudablemente, la industria nuestra que nos da más divisas es la producción del campo: del 92 al 95%». A pie de página: el dibujo de un gauchito saludable y dispuesto para el trabajo.

Pero sigue latente la cuestión de la falta de capitales. El tecnoburócrata Presbisch sabe que no se puede recurrir al ahorro interno popular (¿de dónde si al pueblo se le reservaba lo justo para ir tirando?) o a la utilización de la renta parasitaria oligárquica (jamás: esa revolución pertenecía a estos sectores). Por otra parte, estas medidas eran características del «totalitarismo peronista». ¿Qué quedaba entonces? El folletito sarmientino lo explica sin retaceos: «¿Qué hace Ud. cuando quiere hacer su casa propia, la necesita y no tiene todo el dinero que le hace falta? Busca un crédito, es decir pide un préstamo al Banco Hipotecario. La Argentina está en igual situación: le es indispensable mejorar y aumentar sus transportes, sus minas eléctricas, sus fábricas, para poder así aumentar la producción agraria, industrial, minera, etc., y aumentar el nivel de vida de su pueblo, pero no tiene ahorros de los que valen para el exterior. Entonces tiene que comprar a crédito, obtener préstamos o empréstitos en el extranjero, sea cual fuere el país, siempre que no se le exijan condiciones desdorosas». Como vemos: el camino ideal para tener la casita propia. En cuanto a lo de las «condiciones desdorosas», era, por supuesto, una mera declaración de forma para no lesionar el respeto que por la soberanía nacional había inculcado el peronismo en el pueblo.

Una de las más claras exposiciones del plan económico de los gorilas del 55 es formulada por Eugenio Blanco en una conferencia que pronuncia en noviembre de 1956 en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Blanco era ministro de Hacienda del aramburato y, también, un fervoroso defensor de los «principios republicanos», esas vaporosas esencias en cuyo nombre ha cometido la oligarquía sus más grandes iniquidades.

Según Blanco, el golpe del 55 ha restablecido «el imperio del honor y la dignidad en la Argentina»[143]. Su caracterización de la década peronista no es precisamente amable: «Fueron diez años de obscuridad y de silencio» (p. 9). Esto del silencio fue una idea fija en los gorilas de aquella época. También hicieron una película: Después del silencio. Que nosotros sepamos, no eran muy silenciosas esas reuniones que Perón y el pueblo organizaban el 1.º de mayo o el 17 de octubre. Pero claro: la oligarquía no se acercaba al centro en esos días, sino que cerraba sus puertas y se quedaba en casa. Y ya se sabe: cuando la oligarquía enmudece, enmudece la patria. Por eso lo del silencio: diez años sin abrir la boca. Y también hay que comprender lo de la oscuridad. Que se relaciona con el tema de la cultura: si los años del gobierno peronista constituyeron una era de oscuridad, fue porque durante ellos el haz luminoso de la cultura oligárquica no consiguió proyectarse sobre el suelo de la patria.

Blanco comienza por embestir contra el intervencionismo de Estado: «La crisis de 1930 trajo la caída de uno de los primeros gobiernos populares que tuvo el país bajo los auspicios de la Ley Sáenz Peña, iniciándose un período de intervencionismo estatal que iba a adquirir características totalitarias durante el régimen depuesto» (p. 8). Obsérvese la caracterización que hace del surgimiento de los gobiernos radicales: fueron posibilitados por la ley Sáenz Peña, es decir, por la generosidad democrática de la oligarquía. Nada tienen que ver con esto, según parece, las revoluciones radicales ni el liderazgo de Hipólito Yrigoyen: es la oligarquía la que permite la representación gubernamental de las masas rurales e inmigratorias que se movilizaron tras las banderas yrigoyenistas.

Seguidamente, Blanco inicia la urgente y apasionada reivindicación del sector agropecuario: «La producción agropecuaria disminuyó, la industria no compensó ese menor ritmo productivo y los servicios del gobierno aumentaron en forma significativa. Fue así como el país empezó a sentir los efectos de la vulnerabilidad exterior, pues constituyendo la producción agropecuaria el elemento fundamental en la creación de divisas, fue imposible mantener el ritmo ascendente de la producción industrial debido a la sangría de las reservas monetarias que se hizo cada vez más sensible a medida que dicho proceso avanzaba en su curso» (p. 11). La oligarquía terrateniente, así, se complacía en exhibir ante el sector industrial su papel hegemónico en la nueva planificación económica. Por otra parte, los industriales debían estar dispuestos a admitir un papel subordinado en esos mismos planes: habían apoyado, en fin de cuentas, la gestión del peronismo y, contrariamente a la oligarquía, se habían beneficiado con ella.

La impulsión que los fusiladores del 55 destinan al sector agropecuario responde a variadas causas: había sido el sector más perjudicado por el «totalitarismo peronista», el más perseguido y el más expoliado. La intromisión estatal en las relaciones de patronazgo, el bloqueo a los trusts cerealeros, la transferencia de ingresos a los sectores que respaldaban la gestión peronista, fueron los ejes centrales de una clara política antioligárquica. Los hacendados, entonces, a través de sus influencias en las FF. AA. (Marina, en especial) y sus contactos con el imperialismo, se convirtieron en los protagonistas e ideólogos del golpe del 55. No era de ningún modo casual que ahora pretendieran capitalizarlo por completo. Por otra parte, el sector industrial no-oligárquico (es decir: no vinculado con la manufacturación de productos primarios) no había demostrado tanta furia antiperonista como para merecer la absoluta confianza de los hacendados. Está claro que no podía haberlo hecho, pues su tarea consistió en minar al Estado Peronista desde adentro, es decir, desde los puestos que la política nacional del movimiento le había permitido obtener en el aparato estatal. Y esto lo sabían los terratenientes, pero no estaban dispuestos a reconocerlo pues esperaban usufructuarlo para mantener el rol hegemónico del proceso.

Por eso, cuando Blanco se pregunta cómo salir de la situación en que el peronismo había ubicado al país, señala un solo camino: «Tratando de crear el factor favorable para el incremento de las reservas monetarias del país, que en los momentos actuales no puede ser otro que la producción agropecuaria. Sólo de este modo será posible seguir importando y crear las condiciones aptas para la expansión industrial (…) Dicho planteamiento implica de modo incuestionable el sostén del agro como elemento principal para estabilización industrial y su progreso ulterior» (p. 12).

Estos textos contienen todo un programa de desarrollo económico absolutamente opuesto al del Estado Peronista. Primero: la economía vuelve a girar en torno a la producción primaria, tal como había ocurrido durante los momentos más esplendentes del dominio liberal en nuestra patria. Segundo: el desarrollo industrial queda subordinado al agrario y su impulsión pasa a guardar relación directa con el ritmo de las exportaciones. Tercero: en el orden político e ideológico, la oligarquía terrateniente se adueña de la conducción estratégica del proceso para orientarlo, fundamentalmente, en su propio beneficio. Esto no lo consiguió en plenitud. No podía hacerlo, por otra parte, pues el proceso posterior a 1955 fue demasiado complejo como para que pudiera manejarlo una sola clase. Se establece, por el contrario, un bloque de fuerzas entre las FF. AA., la oligarquía terrateniente, la burguesía industrial y los sectores burocráticos del peronismo. De cualquier forma, la conducción económica, al centrarse sobre el desarrollo agrario, responde en lo esencial al proyecto de los hacendados. Cuarto: la hegemonía oligárquica sobre la conducción económica, es compartida por los sectores industriales que sustentan un claro proyecto de complementación al imperialismo. Todo esto determina la eliminación del sistema financiero nacional que el peronismo había montado y su reemplazo por el de los grandes consorcios monopolistas.

Así lo dijo Blanco: «Resulta evidente la necesidad de completar el esfuerzo nacional con el proveniente del exterior. La radicación de capitales extranjeros es a este respecto imprescindible para enfrentar la actual situación económica. Por otra parte, las ventas de oro que viene soportando el país en la segunda parte del corriente año exigirán —mientras no se ofrezcan al mercado internacional el fruto de las próximas cosechas, que prometen ser muy satisfactorias— la utilización de los créditos que a breve término suministrará el Fondo Monetario Internacional, que según es sabido es uno de los organismos mundiales al que se ha incorporado recientemente la Argentina. El otro es el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento que nos suministrará los fondos necesarios en moneda extranjera para proseguir la tarea del restablecimiento económico nacional» (p. 13). Ante la propuesta de iniciar un desarrollo centrado en el ahorro interno y en la reducción de las importaciones, el ministro del aramburato exime una cólera olímpica: «Otros críticos se colocan en el plano opuesto, y sostienen muchas veces en un lenguaje airado y dogmático, que el país tiene actualmente sus propios recursos y que es suficiente que los ejerza con soltura para obtener los propósitos enunciados de la recuperación nacional, con prescindencia del apoyo financiero del exterior. Se trata, como es fácil deducir, de un razonamiento de claro origen xenófobo y reaccionario, que llega a sostener, por parte de algún polemista exaltado, que no es necesario vender ahora el oro, que deben reducirse las importaciones y que el país reanudará en un nuevo equilibrio económico su ritmo ascendente. Cómo contestar a este argumento demagógico sino con una respuesta sumamente simple. Si se deja de exportar oro, se habrá comprometido la solvencia de nuestro país en el extranjero. Habremos retrogradado en el concepto de la honrosa tradición argentina de cumplir puntualmente nuestras deudas» (p. 14, subr. nuestro). Otra vez el emocionado recuerdo de Avellaneda. Porque, hay que reconocerlo, así fue la mayor parte de nuestra historia: la oligarquía se enriqueció contrayendo deudas con el imperialismo y el pueblo vivió en la explotación trabajando para pagarlas. Esto es lo que los hacendados llaman «la honrosa tradición argentina».

A partir de setiembre del 55, la «actividad privada» vive su gran hora. El Estado liberal vuelve a surgir: fuerte y represor en el orden interno, débil y complaciente en el externo. Criticando al peronismo, afirma Blanco: «El gobierno se hizo negociante a través del IAPI, industrial por intermedio de muchas empresas que competían con la actividad privada, y al hacerlo descuidó entre otras, una de sus funciones esenciales que es la de la educación pública, que vivió sometida y humillada especialmente en la Universidad, que nunca trabajó con recursos tan pobres como durante la dictadura» (p. 16). No es otro el proyecto oligárquico para la actividad estatal: la economía en manos de los propietarios y la educación en manos del Estado. Para enseñar, claro está, la ideología de los propietarios.

El ministro del aramburato insiste, pues tiene pasión por el tema, en marcar la dependencia absoluta que el desarrollo económico nacional mantiene ante el poder financiero externo: «La adhesión de la República Argentina a los pactos bancarios mundiales, son actos de mutua cooperación y convivencia internacional que de ninguna manera afectan la soberanía y la dignidad de la Nación. Si no fuera así, no habrían sido suscriptos por los hombres de la Revolución Libertadora. La Argentina, en los momentos difíciles que ha tenido que enfrentar después de la década del desgobierno dictatorial, ha buscado en la cooperación internacional y en la confianza de los inversores del exterior, los complementos indispensables de sustentación de la recuperación, que iniciada en los sectores agropecuarios, por ser los generadores de las divisas que requiere el país, se desparramarán luego a los sectores fabriles que constituyen un todo armónico en la estructura productiva nacional» (p. 15). El control nacional del aparato financiero, esa obra maestra de la planificación económica peronista, es arrasado por los liberales del 55, quienes abren el país a la penetración desembozada del capital monopolista. Los organismos financieros privados e internacionales elevan incesantemente su monto de participación en el crédito, en tanto que el Banco Industrial lo disminuye. El Fondo Monetario Internacional y el Eximbank, en especial el primero, pasan a desempeñar el oscuro papel que el Banco Central había jugado durante la década infame[144].

Y en cuanto a la política de salarios, he aquí el proyecto de los restauradores liberales: «Durante el régimen depuesto se hizo alarde de una mejora en las retribuciones a los trabajadores mediante aumentos masivos en los salarios que no correspondían a crecimientos correlativos en la productividad. Más pesos y menos bienes fue la realidad de la dictadura. Más pesos con emisión monetaria y menos bienes por el estrangulamiento de la actividad agropecuaria, que al disponer de menos divisas dificultó los abastecimientos del exterior y atascó la producción industrial» (p. 21). ¿Cómo solucionar todo esto? Simplemente así: «La única forma en que la mejora en las remuneraciones sea efectiva y real, existe cuando la misma proviene de un incremento en la productividad ya sea de origen tecnológico o de racionalización en el esfuerzo y la distribución de la mano de obra (…) De ahí, la importancia que reviste una política de aumentos de los salarios en función de la productividad, que no responde a ningún propósito reaccionario de empobrecimiento de la clase trabajadora, sino muy por el contrario, a la única salida realista que permita valorizar el salario en términos de bienes y servicios» (pp. 22/23). Productividad y racionalización, cuando la clase obrera escucha este lenguaje, sabe, por larga y dolorosa experiencia, que el régimen ha resuelto ahondar su explotación.

Y así terminó su charla aquel ministro de las horas triunfales de la restauración oligárquica: «Vosotros, jóvenes egresados, tenéis una enorme responsabilidad que cumplir en estos años cruciales en que vais a asistir al retorno de la Argentina de vuestros padres y abuelos, que vieron crecer a este país en una atmósfera de libertad, de decoro, de decencia y de austeridad republicana» (p. 25, subr. nuestro). No volvió, sin embargo, esa Argentina. Un 17 de noviembre de 1973, el líder de los trabajadores pisaba nuevamente el suelo de la Patria: volvía, traída por la lucha del Pueblo, la Argentina de Perón.