Economía de posguerra, industrialización, concentración urbana, sindicalismo, etc. Este esquema podrá pasar como una descripción más o menos correcta del desarrollo del capitalismo en la Argentina, pero es, sin duda, una mala explicación del peronismo. Porque explicar al peronismo como reflejo superestructural (ya sea como reflejo reaccionario o respuesta revolucionaria) de una determinada estructura, es no explicarlo. Se explica al capitalismo pero no al peronismo. O al menos, al determinarlo como reflejo o respuesta, se lo explica meramente como predicado. Será necesario, entonces, proponer una explicación del peronismo que lo conciba ante todo como empresa política: como sujeto.

El peronismo como sujeto: la tarea es singularmente opuesta a la emprendida por los impugnadores del movimiento, aquellos a quienes dedicáramos nuestra atención en el primer capítulo de este libro. Pues bien, ya no se la dedicaremos más. Y por una razón muy simple: sería erróneo reducir una explicación del peronismo a la negación de las tesis que sobre él han formulado sus adversarios. Volveremos, sin duda, a mencionarlas, porque son expresión, aunque falsa, de las luchas políticas de nuestro tiempo. Pero no nos desesperaremos tratando de demostrar, por ejemplo, que Perón no es burgués, porque una concepción del peronismo como sujeto debe utilizar un nivel autónomo de explicación.

Este capítulo desarrollará determinados conceptos básicos: líder-masa, clases sociales, contradicción principal, práctica política, cuestión nacional y social, partido y movimiento, etc.

El líder

Toda lectura colonizada de nuestra realidad política acaba por hacer del líder un hecho irracional. Vaya entonces la siguiente advertencia: este trabajo disgustará a quien no valore el papel jugado por el líder, a quien encuentre en él una oposición a sus rigurosas ideas sobre la organización revolucionaria de las masas, o a quien lo visualice como un cuestionamiento a su intransferible individualidad. Porque aquí, largamente, vamos a hablar del líder. Y más aún: vamos a postular la relación líder-masa como el hilo conductor de toda auténtica explicación del peronismo, en tanto son sus elementos constantes y los que han determinado el sentido revolucionario del movimiento.

Lo sabemos: hablar del líder tiene mala fama, es ser «de derecha». Pero no mencionamos esto porque nos alarme o preocupe (nosotros no somos derechistas ni izquierdistas, somos peronistas), sino porque es un buen punto de partida. El principio nazista del Jefe fue, en efecto, el lugar de aposición de dos filosofías: el vitalismo irracionalista nietzschiano y el racionalismo individualista liberal. De allí en más, hablar del Jefe o del Líder fue correr el riesgo de quedar ubicado en el primero de los bandos. Y en mala compañía: Hitler, Mussolini y también Franco.

La cuestión, sin embargo, no aparece con el surgimiento de los totalitarismos monopolistas europeos. Líderes, jefes y caudillos hubo siempre. El nazismo meramente le ha adosado al concepto ese aroma derechista que hoy todavía lo distingue. Aquí, sin embargo, no vamos a preocuparnos por la búsqueda de los orígenes: suele retrocederse tanto en tareas de este tipo que uno ya no puede volver. Lo más apropiado, inicialmente, será explicitar los contenidos que el concepto guarda para quienes acostumbran a abominar de sus manifestaciones concretas.

«El populismo (se dice) tiende a arrojar a los grandes líderes a un contacto místico con las masas»[55]. No es ciertamente la primera vez que escuchamos afirmaciones de este tipo. «El común ciudadano peronista (afirman los monopolios que dominan nuestra patria) tiene depositada una fe candorosa y elemental en Perón, a quien ve como la figura paternal que lo protegió y le dio personalidad y peso político»[56]. Subyace a estos textos la tipología de la dominación que estableciera Max Weber: dominación racional, tradicional y carismática. Entre los tipos uno y tres se establecen las mayores diferencias y oposiciones. La dominación de carácter racional «descansa en la creencia en la legalidad de ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados por esas ordenaciones a ejercer la autoridad (autoridad legal)». Obsérvese el carácter objetivo, impersonal e institucional del proceso. Por el contrario: «En el caso de la autoridad carismática se obedece al caudillo carismáticamente calificado por razones personales en la revelación, heroicidad o ejemplaridad, dentro del círculo en que la fe en su carisma tiene valor»[57]. Y Weber define: «Debe entenderse por “carisma” la cualidad que pasa por extraordinaria (condicionada mágicamente en su origen, lo mismo si se trata de profetas que de hechiceros, árbitros, jefes de cacería o caudillos militares), de una personalidad, por cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas sobrenaturales o sobrehumanas —o por lo menos específicamente extracotidianas y no asequibles a cualquier otra—, o como enviados del dios, o como ejemplar y, en consecuencia, como jefe caudillo, guía o líder» (p. 193).

La relación líder-masa, según vemos, se establece en el engañoso mundo de lo sensible. Cautos y prolijos, los monopolios aconsejan desconfiar de este tipo de realidades: «En el análisis conviene distinguir los datos objetivos correspondientes a una realidad verificable, para separarlos de las meras apariencias de veneración de ciertos sectores del electorado o de subyugación mítica». Retengamos esta palabra: subyugación. No dice poco.

Antes que la Nueva Fuerza, y no es casual, ya Sarmiento había charlado sobre estos temas: tampoco a él le gustaban los caudillos. Y a Facundo creyó descubrirle el secreto de su poder sobre las gentes de su tierra: era el más sanguinario, el más bárbaro y temido entre todos. Se decía de sus dones que eran sobrenaturales, que si miraba a un hombre a los ojos, no necesitaba más para darlo por bueno o por malo, por leal o traidor[58]. Y después de Sarmiento, empachado de psicología y positivismo, vino Ramos Mejía y cometió un libro sobre las multitudes y los caudillos que decía exactamente lo mismo que el del sanjuanino: no en vano fue un hombre de la oligarquía que supo siempre ser fiel a sus orígenes. Y varios años después, Martínez Estrada quedó paralizado de espanto al oír la voz de Perón surgiendo del aparato de radio: era, sin duda, un hecho demoníaco.

Resumiendo: la relación sensible que las masas establecen con su líder es siempre una relación alienante. El líder, determinado por innominables ambiciones de poderío, seduce, engaña y subyuga. Las masas, por «miedo a la libertad», por inmadurez, por desorganización o por vaya-uno-a-saber-qué, terminan siempre depositando su Yo en el cálido regazo del líder. El muy liberal lápiz de Quino supo dibujar, en la revista Siete Días, una interminable manifestación de decapitados que levantaban un estandarte con el rostro sonriente y único de Perón. También Américo Ghioldi gustaba hablar de un país con varios millones de colas y una sola cabeza. Y Alastair Hennessy, lo hemos visto, explicaba la figura del líder como un exitoso intento de traslación de los valores rurales de compadrazgo y paternalismo al orden urbano. En suma: tanto desde el individualismo burgués (ese organismo de seguridad del Ego), con su letal recurrencia a conductas tribales, simbologías, mitos, ritos y demás esoterismos de la fenomenología de las religiones, como desde la izquierda liberal (y frecuentemente de la «revolucionaria»), se visualiza el papel alienante del líder a través del intento por mantener al pueblo en estado de anarquía e inorganicidad. Sobre estos temas, algo tiene que decir Perón.

Líder-masa: la transformación del número en fuerza

Conducción Política encuentra su punto de partida en la tajante oposición de dos conceptos: el de conductor y el de caudillo. La antigua conducción política argentina, explica Perón, era «una forma de caudillismo o de caciquismo; hombres que iban detrás de otros hombres, no detrás de una causa»[59]. Este hecho tiene una consecuencia fundamental: «Así como envejecía el caudillo, envejecía el partido». El verdadero conductor debe tener vocación por lo orgánico, porque «hay que tener en cuenta que el hombre no vence al tiempo, lo único que vence al tiempo es la organización»[60].

La organización política del pueblo se convierte así en la clave para diferenciar al caudillo del conductor. Perón lo explica con claridad: «El caudillo explota la desorganización y el conductor aprovecha la organización (…) Si un conductor, después de haber manejado a un pueblo, no deja nada permanente, no ha sido un conductor: ha sido un caudillo»[61].

El sentido más profundo de la tarea emprendida por el líder y las masas es la de vencer al número: donde desaparece el número, donde los hombres ya no se cuentan de a uno sino que trascienden aquello que el sistema ha hecho de ellos para dominarlos, aparece la política. «Hay un principio (recuerda Perón) según el cual lo único que vence al número es la organización»[62]. Siempre conoció este hecho que describe Cooke: «El número es un inconveniente para la clase trabajadora: políticamente, por cuanto nuestro carácter mayoritario es lo que determina que se nos proscriba; desde el punto de vista de las condiciones de vida, porque cuanto mayor sea el número de brazos disponibles, con relación a la demanda de fuerzas de trabajo, en peores condiciones se encuentran los obreros para negociar con los patrones»[63].

Si el líder tiene vocación por lo orgánico, es porque lejos de buscar el número para alimentar una supuesta voluntad de poderío, intenta conducir una política. Y hay algo que sabe bien: sólo la organización y la movilización política del pueblo pueden transformar el número en fuerza.

Peronistas, no caballeros

Braden o Perón: los dos polos de la consigna llevan nombre propio. Porque la oligarquía también generó su líder. Aunque con una desventaja inicial: tuvo que traerlo de afuera. No contaba en el 45 con la elocuencia de Mitre o la eficacia de Roca. Ni siquiera podía jugar otras cartas, quizás secundarias, pero siempre cautivantes: esa elegancia de Quintana, esa placentera sonrisa de Justo. Nada: a la hora del comicio, apenas si pudo pegotear en las paredes una fórmula con oscuras reminiscencias de lodazales lácteos (tambo/orín/mosca).

Pero a Braden lo tuvo. Y hay que prestarle atención: es el líder del antipueblo. «Era el señor Spruille Braden (recuerda Manuel Gálvez) un hombre rechoncho, de mediana estatura, de tipo bastante vulgar y rostro tirando a cuadrado»[64]. Que también era extranjero, es cierto. Pero esto no preocupó a la oligarquía: la democracia, por ese entonces, era algo que se desembarcaba. Los aliados en Europa, Braden en la Argentina: distintos frentes de una misma batalla contra las fuerzas del Mal.

Braden presenta sus credenciales el 21 de mayo de 1945. De ahí en más, su imagen se identifica con la del líder banqueteador. Y no es casual: el banquete es el sitio en el cual los poseedores se reúnen para ofrecerse mutuo reconocimiento. «Llegaron los sirvientes con la champaña —narra Gálvez—. Los dueños de casa y los invitados más conspicuos brindaron con el embajador.» (p. 237) Está claro: se trata de una reunión de caballeros. Un hombre de la democracia, afirma: «Nos falta un caudillo. Sin un jefe de garra, sin un hombre que arrastre, los argentinos jamás hemos ido a ninguna parte». Aquí está Braden para remediar esa carencia. Y si a veces se aleja de los banquetes oligárquicos, sólo lo anima la sagaz determinación de sumar fuerzas: «Sabrás que Braden fue visitado por una delegación obrera —informa otro “democrático”—. Los comunistas nos ayudan enormemente, y tanto han hecho que ya nadie tiene miedo al comunismo» (p. 233). Nadie tenía miedo a nada. Excepto, eso sí, a cierto ignoto coronel que había acabado por hacer de un oscuro puesto burocrático, una herramienta de peligrosa concientización para las masas. Y allí fue Braden a enfrentarlo: no una, sino varias veces. Sin mayores vueltas, le expone todo aquello que la oligarquía y el imperialismo desean que haga. El coronel, esgrimiendo un lenguaje poco usual en entrevistas diplomáticas, le responde que no piensa hacer nada de eso porque no es un hijo de puta. Y ni siquiera le pide disculpas por la expresión. Braden se enfurece y se va: ese sombrero que deja olvidado en el despacho de Perón, es algo así como el primer trofeo que éste arrebata al enemigo en una guerra que aún no ha terminado.

Con Perón y el peronismo —es decir: con la irrupción de las mayorías en las decisiones de gobierno— desaparece todo un modo de hacer la política en la Argentina: el del acuerdo entre minorías dirigentes. El mismo Perón lo anuncia en un discurso de diciembre del 44: «La era del fraude ha terminado». Había comprendido como ninguno el sentido de los años que acababan de vivirse: «Los métodos de libertad y democracia no han sido incompatibles con la explotación del hombre por el hombre»[65]. También Zoilo Laguna, un bardo del peronismo, supo evocar aquellas miserias del pasado: «¡Libertá…! ¡Si habrán hablao/D’ella en otras ocasiones/Ganando las elecciones/A garrotazo pelao!…/Libertá de andar tirao,/Sin techo, pan ni trabajo/¡Ésa era pa’los de abajo/La libertá del pasao». Y derivaba una clara opción política: «¡Sin asco a darle cruzao/Que’n esta tierra el destino/Tiene ya un hombre argentino:/Perón!!… ¡y asunto arreglado»[66]. El tema es retomado por la revista de Cooke, en julio del 55, al enfrentarse a los sectores conciliadores del peronismo y al gorilaje en acecho, «para quienes “paz” era lo que existía en el país antes de 1943. Para quienes “no violencia” significa convertir la política en un juego de caballeros que celebran pactos en la penumbra. Para quienes la masa debe desempeñar un rol pasivo, sin intervención en las grandes decisiones»[67]. Años después, el mismo Cooke lo resumía todo: «Nosotros somos peronistas, no caballeros» (p. 74).

No hay liberación nacional sin movilización popular

Al modo de Rosas, también Perón viene a «cumplir las leyes». Porque es cierto: las leyes estaban, no las inventó Perón. Pero tampoco se las arrebató a nadie. Si las reivindicaciones socialistas habían acabado invariablemente sepultadas en los archivos de las cámaras legislativas, la responsabilidad les cabía únicamente a ellos. Una concepción reformista y elitista de las luchas obreras, los conducía a no trascender el horizonte del reconocimiento profesional y la participación económica en el Estado fraudulento. Como si esto fuera poco, padecían una extrema sensibilidad por las coyunturas políticas internacionales que los alejaba de las reivindicaciones concretas de las masas. Libertad/totalitarismo y democracia/fascismo eran las abstractas y falsas antinomias a través de las cuales intentaban apropiarse de la realidad. Y acaso porque la historia gusta de los caminos sinuosos, estas carencias del movimiento obrero determinaron su realización más profunda: a partir de ellas comienza Perón a edificar su liderazgo.

«Yo prefiero ser más empírico», es la certidumbre inicial del líder. Entre los dirigentes de aquella patria del 45, es quizás el único que acierta a hilvanar reflexiones como ésta: «No hay una seguridad del método ideal. En cambio, los acontecimientos suelen ser mucho más sabios. ¿Por qué? Uno, no aferrado a ideas viejas, que no ha hecho, diremos, un canon del cual no se puede apartar, tiene una libertad de acción superior que le permite (…) ir ejecutando en forma empírica (…) En otras palabras: se ejecuta el hecho, se sacan las enseñanzas, se perfectibiliza al máximo y, sobre eso, se cristaliza una verdadera doctrina». Perón no parte de ninguna ideología en su enfrentamiento a los hechos. Algo así, aventuramos, apuntaba a decir Cooke cuando lo definía como un premarxista. Y si bien la idea es acertada, no deja de ofrecer riesgos. Por ejemplo: interpretar ese «pre» como un juicio de valor. Perón no es ni pre ni posmarxista: ocurre que su accionar político implica una estructuración estratégica de la realidad en la cual todo objeto cobra sentido a partir del juego de fuerzas que se establece entre nosotros y el enemigo. «La conducción (reflexiona) es un arte que especula sobre todas las cosas y sobre todos los momentos». Si Perón, en su lucha contra el régimen, decide apoyarse en la clase trabajadora, no es porque crea en algo así como «la misión histórica del proletariado», sino porque encuentra en las masas obreras el mayor número que, políticamente organizado, habrá de convertirse en mayor fuerza dispuesta a movilizarse contra el enemigo. Lo real, para el líder, es campo de batalla y oposición de fuerzas: «Unos quieren la independencia económica, y otros no la quieren. Unos quieren la justicia social, y otros no la quieren. Unos quieren la soberanía política, y otros no la quieren». Lo real, en suma, es enfrentamiento, porque «la acción política es una lucha de voluntades».

El líder echa una mirada hacia el pasado y anota en la cuenta del dolor del pueblo una larga década de humillaciones, fraude y vasallaje. «Nosotros (confiesa) comenzamos por hacer una reforma social porque necesitábamos el predicamento de las masas». Años después, algunos teóricos de las ultrautopías le reprocharán esta actitud: ¿por qué no aprovechar ese brillante momento de la posguerra para desarrollar industrias de base?, ¿por qué invertir en lo social en lugar de hacerlo en las estructuras productivas?, ¿por qué no convocar el sacrificio del pueblo en el 46 si se lo hizo en el 52? Objeciones de este tipo —esbozadas por admiradores del GOU que hoy, coherentemente, sólo podrían optar por un golpe nacionalista-militar sin pueblo— harán sonreír seguramente a Perón: nada se podía hacer en el 45 sin el pueblo como sujeto, mucho menos —después de esa década larga e infame— pedirle sacrificios. Si algo diferencia a Perón de los militares del GOU, es que mientras éstos, entregados a un ardiente idilio con la siderurgia, no pensaban en el pueblo ni siquiera para pedirle sacrificios, Perón era incapaz de concebir un alto horno al margen de una política basada en las mayorías: la liberación nacional no se confunde con la aventura eficientista del desarrollo de las fuerzas productivas, sino que implica la movilización revolucionaria del pueblo expresada en un proyecto político que determine los objetivos de la Nación.

No concurra a ninguna fiesta que inviten los patrones

En octubre de 1943, Perón ocupa la titularidad del Departamento Nacional del Trabajo. Esta dependencia, un mes más tarde, se transforma en la Secretaría de Trabajo y Previsión. El general Ramírez y sus asesores creyeron haber hecho una inteligente maniobra política: entregarle a Perón esa Secretaría era matar dos pájaros de un tiro. Primero: porque era cumplir con Perón —el único integrante del GOU emberretinado con el movimiento obrero— al dotarlo del organismo más apropiado a sus inquietudes. Y segundo: porque hacer esto significaba, de rebote, neutralizarlo en un puesto burocrático y, según pensaban, sin mayor futuro político. Que se equivocaron, de medio a medio, ya se sabe. Importa destacar solamente cómo esos «nacionalistas» y siderúrgicos militares del 43 miraban con recelo el obrerismo de Perón.

Las cosas cambian con Farrell: le dio carta blanca a Perón y éste comenzó a prepararse para gobernar. Los años del 44 al 46 —Secretaría de Trabajo y Consejo Nacional de Posguerra— fueron empleados para la preparación técnica y humana del nuevo gobierno: «Esto fue lo que hicimos durante 1944 y 1955, tomando como base la posibilidad de llegar a los distintos sectores populares con realizaciones efectivas en la justicia social»[68]. La cuestión era no ocupar el gobierno como «peludo de regalo», según dice Perón de Onganía y Levingston al azorado coronel Cornicelli.

La Secretaría de Trabajo y Previsión se transforma en la «Casa del Trabajador», y el hombre que está a su frente, empecinado en obligar al cumplimiento de las leyes, comienza a ser reconocido como líder de los trabajadores. La serie de conquistas que se obtienen desde esa casa (decreto-ley de Asociaciones profesionales, Estatuto del Peón, jubilaciones, aguinaldo, vacaciones pagas, indemnizaciones, etc.) provoca la repulsa de los sectores patronales. Porque el resultado objetivo de estas medidas trasciende, y en mucho, lo que los poseedores están dispuestos a entregar. La soberbia del peón de campo ahora protegido por el Estado ante la arbitrariedad patronal, la irritativa presencia de los delegados fabriles y los abogados sindicales, la imposibilidad del despido por medidas de racionalización empresaria o meramente punitivas: todo esto alarma a las clases dominantes. Y lo más grave es que estas conquistas populares, lejos de implicar algún «control social» —como insisten en creer los que charlan sobre la «integración del proletariado al proyecto burgués»—, eran entregadas al pueblo y recibidas fervorosamente por éste como trofeos arrancados al enemigo en una guerra sin cuartel. Perón es bien claro: hay que imponerse a los patrones, hay que arrancarles las cosas, derrotarlos. Nada se puede esperar de ellos: sólo la clase trabajadora, nucleada alrededor de su naciente líder y desde esa Secretaría que debe cuidar porque es obra suya, podrá obtener los derechos que le pertenecen. ¿Qué dice el decálogo para los votantes de febrero del 46? ¿Quién es el enemigo, ante quién no hay que ceder? Las consignas son bien claras: «No concurra a ninguna fiesta que inviten los patrones el día 23 (…) Si el patrón de la estancia (como han prometido algunos) cierra la tranquera con candado, ¡rompa el candado o la tranquera o corte el alambrado, y pase para cumplir con la Patria! Si el patrón lo lleva a votar, acepte y luego haga su voluntad en el cuarto oscuro. Si no hay automóviles ni camiones, concurra a votar a pie, a caballo o en cualquier otra forma. Pero no ceda ante nada. Desconfíe de todo; toda seguridad será poca». Curioso burgués este que mete desconfianza y recelo en las masas obreras, que habla de no ceder, que desnuda implacablemente las ignominias patronales. «Su presencia (dicen los monopolios) es el más activo de los agentes divisivos en el seno de la sociedad argentina». Y bien: sí. Porque nunca hubo «familia argentina», porque esta expresión fue un invento de la oligarquía para mentar aquellas épocas durante las cuales gozó sin contradicciones de sus privilegios. Perón no viene a dividir a los argentinos: estaban divididos desde siempre. Viene, sí, a restablecer una contradicción y levantar unas banderas sofocadas por largos años de fraude y proscripciones.

Lenguaje y liderazgo

Perón se afirma también a través del lenguaje. Aprende a pronunciar esas palabras directas y simples en las que el pueblo ha depositado sus experiencias más ricas. Conoce los giros, los modismos y el sonido íntimo que adquiere el idioma cuando es dicho entre compañeros. Se muestra hábil en el manejo de la frase irónica, colorida, de todo ese lenguaje resentido pero burlón que los sometidos, entre guiños, hablan secretamente de sus patrones. Pronuncia los nombres prohibidos, aquellos que la respetable fraseología oligárquica trata de enmudecer. Dice década infame, cipayo, vendepatrias, semicolonia, explotación. Llama compañeros y muchachos a sus amigos, contras a sus enemigos, bolichero al comerciante, peliagudo a lo difícil, queso a lo que ambicionan los políticos, cuento chino a la mentira, pan comido a lo fácil, bosta de oveja a lo indefinido: la frase entradora a la explicación: «En otros tiempos, con perder tres cosechas hubiéramos estado todos corriendo la liebre», «como el sofá-cama: se sienta mal y se duerme peor», «no vamos a esperar que el chico se ahogue para tapar el pozo». Introduce nuevos vocablos: justicialismo, cegetistas, contras[69]. Aunque el mejor ejemplo lo constituye una palabra arrojada por el enemigo: descamisado. Quisieron ser agraviantes aquellos socialistas de La Vanguardia, y entregaron al peronismo un poderoso instrumento de identidad política. «Unos cuantos descamisados», había sido el juicio sobre las jornadas de octubre. Evita no dejó de comentarlo: «Así, despectivamente, con el vano propósito de subestimar un movimiento de proyecciones históricas, se intentaba lesionar, quebrar la moral de millones de almas, que buscaban la total liberación del pueblo. Un nuevo cabildo, el 17 de octubre de 1945, tocó a arrebato en el alma nacional. Y de allí parte la significación social del “descamisado”. Lanzado su nombre como un insulto, fue recogido y transformado en bandera de justicia»[70].

Perón comienza a dar batalla desde un frente abandonado por los dirigentes sindicales: el de las reivindicaciones inmediatas[71]. Las masas, con ritmo creciente, lo van reconociendo como a uno de los suyos. En diciembre del 44, frente a la Secretaría de Trabajo, alrededor de doscientas mil personas se juntan para oírlo hablar. En junio del año siguiente, y como respuesta a ese Manifiesto de la Industria y el Comercio firmado por cerca de trescientas entidades patronales, vuelven a agruparse centenares de obreros que tienen propuestas definidas para su naciente líder: «Por la participación activa y directa de los trabajadores en la solución de los problemas sociales, económicos y políticos del país; contra la reacción capitalista; contra la especulación y el alza de precios». Hablan representantes de la CGT, habla Borlenghi. Habla, finalmente, Perón. Y se vocea, por primera vez, una consigna que definía que no el peronismo, pero aún no aclaraba a qué y a quiénes se oponía: ni nazis ni fascistas, pe/ro/nistas.

El 9 de octubre, Perón renuncia a sus cargos de vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión. Esa delegación obrera que llega presurosa para visitarlo en su casa, le deja una frase definitiva: «Usted ya cumplió con el Ejército. ¡Ahora es nuestro líder!». Horas después: se realiza un acto frente a la Secretaría. Es una despedida, pero ninguno de los que allí están se siente derrotado: Perón presidente, es la consigna. El líder les recuerda, una vez más, que «la emancipación de la clase obrera está en el propio obrero». Nada iba a demostrarlo mejor que las cercanas jornadas de octubre, y Perón iba a saber reconocerlo: «Si la masa no hubiera tenido las condiciones que tuvo cuando el diecisiete de octubre perdió el comando, perdió la conducción, no hubiera procedido como lo hizo; actuó por su cuenta, ya estaba educada». Secretamente, a través de ese fogoso diálogo entre el líder y las masas, había ido surgiendo una conciencia de pueblo que estallaría en las jornadas de octubre, determinando, con clara univocidad, los exactos pasos que era necesario dar para el rescate del comandante cautivo. A la conciencia política, sin embargo, se le pone un requisito. Lo hemos visto: es el partido revolucionario de vanguardia. El peronismo no lo tuvo. Antes de condenarlo a la heteronomía, nos tomaremos el atrevimiento de cuestionar esta tesis del partido como contraseña de la conciencia política.

Partido y conciencia de clase

Hay un hecho conocido y frecuentemente lamentado: los conceptos de clase social y partido político no aparecen en Marx acabadamente construidos. Existen textos, sin embargo, como para obtener algunas conclusiones. La primera: que entre ambos conceptos hay profundas relaciones de implicancia. Y que lo diga Marx: «En su lucha contra el poder colectivo de las clases propietarias, el proletariado no puede actuar como clase más que constituyéndose en partido político»[72]. El texto más difundido sobre la cuestión (junto con otros del Manifiesto y la carta a Bolte de 1871) es el que aparece en las últimas páginas de Miseria de la filosofía. Marx, aquí reflexionando sobre las conquistas obreras en Inglaterra, advierte que la organización sindical «se desenvuelve simultáneamente con las luchas políticas de los obreros, que constituyen hoy un gran partido político, bajo el nombre de cartistas»[73]. Y algunas líneas más abajo, se comprueba cómo el proletariado realiza su transformación de clase en sí en clase para sí: «Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha (…) esta masa se une, se constituye como clase para sí» (p. 171). Toda una teoría sobre las relaciones universales y necesarias entre partido político y conciencia de clase ha surgido de estos textos. Y la cuestión, claro está, es bastante compleja. Porque vino Lukács y escribió un libro, y después aparecieron los estructuralistas y lo acusaron de ontológico-genético y hegeliano, y antes estuvo Lenin y habló de la teoría revolucionaria que el partido debía introducir como «elemento externo» en el proletariado, y Rosa Luxemburgo (con razón) se enojó. Pero todo esto, por ahora, no nos interesa. Solamente retengamos que el partido es el «lugar» de la conciencia revolucionaria, «la vanguardia consciente a través de la cual la clase supera su inmediatez fragmentaria y subalterna»[74]. Las cosas, por lo pronto, pintan mal para el peronismo: porque el 17 de octubre no hubo partido ni por asomo. Entonces: ¿espontaneísmo, alienación, heteronomía? Propongamos el revés de la trama: ¿y por qué un partido? ¿Es realmente condición de posibilidad de la conciencia política? No será ocioso, creemos, analizar brevemente qué supuestos maneja este concepto de partido político como determinante de la conciencia de clase.

Siempre que los dirigentes traicionan, es hábito pronunciar una frase ya célebre: no han querido, se les dice, arriesgar las migajas obtenidas en el festín del sistema. Quienes así acusan están reconociendo algo: que el partido obrero es parte del sistema, aún cuando sólo reciba sus migajas. Y lo que lamentan es, precisamente, que esa traición le impida desarrollar aquello que lo constituía en elemento superador del sistema: su ideología revolucionaria. Pero nosotros tenemos algo por cierto: funcione o no la ideología, partido y democracia burguesa van juntos. Y si no, hagamos memoria.

Breve (muy breve) historia política de la Europa moderna

Hace mucho tiempo, hubo el absolutismo monárquico. Luis XIV, a quien poco le gustaba compartir poderes, decidió establecer estrechos lazos entre su persona y la divinidad. Fue un acierto: el mejor modo de escatimar su poder al juicio y la voluntad de los hombres. A partir de 1661 (muerte de Mazarino) decide bastarse por sí mismo. Durante sus primeros años, es cierto, lo tuvo a Colbert, pero jamás llegó a oscurecerlo este personaje. En cuanto a la nobleza: la encerró en Versalles y la embotó de placeres. Reinó solo, incuestionado e incuestionable. Así las cosas, la política era imposible. Algo tenía que cambiar.

Y cambió. Pero por el lado de Inglaterra, donde (se sabe) los reyes tuvieron menos suerte. Tempranamente, en el siglo XIII, aparece el Parlamento. Fue durante el reinado de Eduardo I (1272-1307), a quien, no sin razón, llamaron el «Justiniano inglés». «La invitación al Parlamento de 1295 (escribe Heinz Hoply) contenía la célebre sentencia: Lo que a todos toca, por todos ha de ser aprobado». Pero esta frase no quería decir lo que realmente decía, hubiera sido un despropósito. Por el contrario, la composición del Parlamento estaba bien lejos de ser universal: «Las ciudades solían delegar a miembros distinguidos del ayuntamiento; los condados, a representantes de los terratenientes. Esta composición no sufrió ninguna modificación decisiva hasta la reforma electoral de 1832»[75]. Habrá que ver por qué.

Esta integración elitista del poder político tenía fundamentos, al parecer, económicos y filosóficos: sólo los propietarios privados, los poseedores, eran aptos para gobernar. Por cultura, ante todo, pues no había otro camino para acceder «a la comprensión racional de la finalidad política»[76]. Y esta racionalidad no era teórica sino práctica: sólo podía ejercerla quien poseyera un determinado interés social. Es decir, el propietario privado. Nunca los asalariados, los dependientes, pues esta misma dependencia les vedaba toda posible autonomía de criterio. Benjamín Constant no se quedó corto para decirlo: «Aquellos a quienes la indigencia mantiene en una eterna dependencia y ha condenado a trabajar por el jornal, no tienen sobre los asuntos públicos más ilustración que los niños (…), sólo la propiedad hace a los hombres capaces para ejercer los derechos políticos» (en Cerroni, p. 19). No eran estas las circunstancias apropiadas para el surgimiento de los partidos políticos modernos. Porque la administración racional del Estado permanecía, meramente, en manos de una élite ilustrada, cuya condición de propietaria garantizaba no sólo su interés social, sino también su autonomía de criterio. Los asalariados, por el contrario, quedaban confinados a la pasividad: si bien tenían, como los poseedores, intereses sociales, su dependencia les impedía superarlos racionalmente y ejercer la libertad del juicio ante el hecho social. Sólo en el propietario privado, en tanto hombre libre de toda dependencia, el interés conocía pero superaba racionalmente el mundo social que le había dado origen: el interés de los propietarios era un interés desinteresado. El Estado moderno, en suma, encontraba sus fundamentos «en la soberanía abstracta del pueblo y en la actividad concreta de unos pocos» (p. 19). También aquí algo tenía que cambiar. Así como la burguesía, para acceder a las decisiones de gobierno, había necesitado rescatar a la política de los dominios de la religión, la tarea del proletariado estaba ahora en desmistificar esta correspondencia entre propiedad privada y política.

Prehistoria del movimiento social, así gustan llamar algunos a las luchas políticas del proletariado central durante los primeros treinta años del siglo XIX. No había conciencia de clase, dicen, pues los obreros compartían proyectos de otros grupos sociales sin diferenciarse claramente de ellos. Tienen algo de razón: hasta la reforma electoral de 1832, el proletariado inglés enarbola las mismas consignas que la pujante burguesía industrial, es decir, sufragio universal y derogación de la ley de cereales. Porque es cierto: a esta burguesía, que estaba marcando en lo económico los rumbos del imperio, no le iba bien en lo político. Ciudades como Manchester y Liverpool, surgidas durante el siglo XIX al calor de la revolución industrial y con cien mil habitantes cada una, no tenían un solo representante en los Comunes. La aristocracia terrateniente, por el contrario, era dueña del aparato político y sabía utilizarlo: en 1815 dicta la ley de cereales por la que impide la entrada de trigos extranjeros al mercado inglés. Proletarios y burgueses industriales se indignan a dúo. Ley del hambre, llaman los primeros a la promulgada por los terratenientes. Los segundos agreden con pesados tomos de Adam Smith y Ricardo: nada de proteccionismo retrógrado, nada de sistemas tarifarios, todo lo hará (y bien) la mano invisible del libre comercio (sí, la misma que tanto seducía a nuestro Alberdi).

Tenían sus motivos para quejarse así: cerrando la importación de granos, caían las exportaciones inglesas, se encarecían las materias primas y (colmo de males) no era posible reducir el costo de la fuerza de trabajo. La aristocracia cerealera, sin embargo no estaba de acuerdo: toda esta cuestión del sufragio universal le olía a Bastilla y regicidio, nada bueno. Perdió por supuesto, y por lejos, porque la historia no pasaba por su casa. Eran la burguesía industrial y el proletariado, los elegidos para construir la grandeza imperial de la Inglaterra moderna. En 1832, renuncia de Wellington mediante, se promulga la ley electoral: el número de electores pasa de cuatrocientos treinta y cinco mil a ochocientos mil. Pero ni un solo obrero entra en los Comunes, todo lo conquistado es para la burguesía industrial. Y aquí surge, según parece, la conciencia de clase: el proletariado, ante la traición burguesa, descarta todo tipo de alianzas y comienza a organizarse políticamente. Aparece el cartismo, el para sí de la clase obrera: el partido político moderno que no por azar surge entre los hombres dependientes. «La formación y difusión del partido político (escribe Cerroni) se vincula, pues, con un profundo desequilibrio del Estado representativo…» (p. 28). Y la unión de los trabajadores determina la unión de los restantes sectores de la sociedad civil.

El partido político moderno, en suma, con sus características de elevado nivel organizativo y visión totalizadora de la estructura social, aparece con los partidos obreros británicos[77]. Porque los whigs y los tories, por ejemplo, no eran partidos, o en todo caso, y como lo quiere Duverger, eran partidos de «tipo antiguo» o «tipo burgués», para los cuales la «intervención electoral y parlamentaria representaba la misma meta de su existencia, su única forma de actividad» (en Cerroni, p. 146). Eran los también llamados partidos de opinión: se opinaba sobre tal o cual aspecto del sistema, a favor o en contra, pero siempre desde el sistema y sin cuestionarlo, pues quienes opinaban eran los propietarios privados, los poseedores que nada querían cambiar. El partido obrero, por el contrario, al nacer entre hombres que no están ya organizados en tanto propietarios, entre hombres dependientes cuya sola posibilidad de unidad es la sindical y política, incorpora un nivel organizativo cualitativamente distinto del de los viejos partidos. Y también, al tener que negar en el plano teórico esa correspondencia de privilegio entre propiedad privada y racionalidad política, introducirá una concepción totalizadora del sistema social que, lejos de reducirse a emitir opiniones sobre el mismo, intentará superarlo críticamente. Pero hay algo que lo liga a las formaciones políticas anteriores: también él, por más desequilibrio que implique, es hijo del Estado representativo, de los derechos de libertad y asociación que la democracia burguesa reconoce a las personas jurídicas. Y si bien en los momentos iniciales de enfrentamiento, el Estado burgués puede llegar a perseguir a las asociaciones obreras, no por ello dejan éstas de ser expresiones, aunque extremas, de sus postulados jurídicos. En los países centrales, en suma, el partido obrero surge de la democracia burguesa para incorporar al proletariado a la democracia burguesa.

En Inglaterra, el proceso fue vertiginoso. La reforma de 1832, si bien no trajo electores para los obreros, creó la posibilidad de satisfacer sus demandas. Porque la burguesía industrial supo hacer las cosas: abolió la ley de cereales, fomentó las exportaciones de manufacturas, abarató las materias primas al dar libre acceso a las de ultramar, desarrolló la industria, pudo pagar mejores salarios, elevar la situación de la clase obrera y aumentar su propia plusvalía relativa. En 1867, el conservador Disraeli, ejecutando la política liberal que correspondía, lleva a cabo la segunda reforma electoral. Gladstone, en 1884-1885, la tercera. Y se está cerca del sufragio universal, una de las más anheladas conquistas del proletariado inglés.

Pero todo esto, es hora de decirlo, tiene un oscuro trasfondo que lo posibilita: la política imperialista británica. Durante todo el siglo XIX, ya sea por penetración económica o por conquista armada, Inglaterra va construyendo su poderoso imperio. A fines de siglo, ocupa un territorio de veintinueve millones de kilómetros cuadrados con trescientos millones de habitantes. Burguesía y proletariado, entre tanto, hace tiempo ya que han vuelto a marchar juntos: adiós conciencia de clase. Se lo dice Engels a Kautsky en una carta de 1882: «Usted me pregunta qué piensan los obreros ingleses sobre la política colonial. Pues exactamente lo mismo que piensan acerca de la política en general: lo que piensa el burgués»[78]. El proletariado ha comprendido que su mejor negocio es la democracia. Engels, a poco de muerto Marx, «se inclinará de más en más hacia la democracia parlamentaria, considerada como el terreno verdaderamente favorable a la lucha de clases y la revolución»[79]. El propio Cerroni, hoy, afirma: «Se dirá que sólo una transformación de las estructuras sociales fundamentales pueden transformar el terreno para la elaboración de nuevas relaciones políticas. Pero también es verdad que esa transformación hoy debe hacerse a través de la mediación de la democracia…» (p. 52). Rubel, por su parte, desesperado ante el fracaso secular de los partidos revolucionarios metropolitanos, propone abandonar la política y la democracia: «Sólo la conquista del poder social (…) puede volver a dar un sentido y un alma al movimiento obrero»[80]. Como síntoma, el texto es interesante. Aunque Rubel, en tanto siga buscando la revolución por donde no puede producirse, seguirá desesperado: el modo capitalista de producción no se quiebra por el centro sino desde la periferia.

Partido obrero y movimiento peronista

El concepto de partido obrero como estructura interna y condicionante de la conciencia de clase, se origina en el proceso de nucleamiento del proletariado central a través de su incorporación a la vida democrática. No sabemos si era necesario molestarlo hasta a Luis XIV para afirmar esto, pero había que decirlo, porque gran parte de la literatura de izquierda (desde el marxismo sociológico hasta la ortodoxia comunista) llora la inexistencia de un partido en el movimiento obrero que dio origen al peronismo. Los comunistas, obviamente, no lloran su inexistencia fáctica porque existía el de ellos: condenan la demagogia de Perón que impidió canalizar a las masas obreras por sus cauces naturales, democráticos. En resumen: condenar al movimiento obrero peronista al irracionalismo y la heteronomía porque no tuvo su «partido revolucionario de vanguardia» (o variante Murmis-Portantiero: porque lo perdió al disolverse el Partido Laborista), es una vez más pedirle a la clase trabajadora argentina que repita los moldes europeos de integración a la vida política. También es creer, con Germani, que «lo racional habría sido el método democrático» y que es irracional todo otro camino emprendido[81].

Y bien: la clase trabajadora argentina no eligió el método democrático, lo eligió a Perón. Y no vamos a cuestionarnos aquí si este camino fue racional o irracional, porque no nos valemos de estas categorías para interpretar nuestra realidad política. Las utilizamos, por el contrario, para caracterizar a toda la línea de pensamiento antinacional y dependiente que se ha servido de ellas para efectuar una lectura colonizada de nuestra historia. Tampoco negaremos la importancia que pueda tener el partido como factor organizativo de las luchas obreras, porque creemos que siempre hay que mediar organizativamente. Y Perón no fue parco hablando sobre el tema. Pero lo que jamás se nos ocurriría afirmar, es que allí donde no hay partido obrero no hay conciencia política. Porque la experiencia peronista poco tiene que ver con esta tesis. Por el contrario, en el peronismo, la conciencia política se dio a través de la relación con una entidad que no es un partido ni un grupo ni una organización de base, pero que es un elemento constante y fundamental en nuestras luchas populares: el líder.

Y algo más: de movimiento antes que de partido obrero se habla en el peronismo. Y no por algún inconfesable afán burgués de ocultar las raíces clasistas de los conflictos sociales, sino por saber comprender que en una nación sometida, el criterio de unidad y organización debe ser ante todo político. El movimiento es organizativamente más dinámico y totalizador que el partido obrero, porque al definir su acción política en relación directa a la contradicción principal del país dependiente (Imperialismo/Nación), engloba en su estructura a todos aquellos sectores objetivamente perjudicados por el imperialismo y dispuesto a movilizarse tras el proyecto de liberación nacional. «Somos un movimiento (explica Perón) y como tal no representamos intereses sectarios ni partidarios; representamos sólo los intereses nacionales». Lo veremos mejor, pero vaya desde ahora la afirmación de que lo nacional, en Perón y el peronismo, lejos de identificarse con lo burgués, implica la liberación total de la patria a través de la conquista del poder por el pueblo.

Perón y la clase obrera se organizan en un movimiento, porque su tarea es la de hegemonizar el mayor número posible de fuerzas sociales capaces de enfrentar al imperialismo. Se trata, por otra parte, de la exacta aplicación al campo social de un principio que Perón había encontrado en Clausewitz y que es central en su pensamiento estratégico-político: el de la economía de fuerzas. «Debemos llevar el mayor número posible de tropas sobre el punto decisivo del combate», proponía Clausewitz. Acorde con esto, Perón intentará siempre «ser superior en el lugar donde se busca la decisión»[82].

Y ya que estamos en Clausewitz, aclaremos algo: sería absurdo que cuestiones tales como el principio de la economía de fuerzas y otras, lleven a pensar que hay que ser clausewitziano para ser peronista. Clausewitz no es la clave de la revolución, porque muchos militares lo habían leído y sólo Perón se acercó al pueblo. Lo esencial, en Perón, es su percepción de los problemas políticos y su vocación popular. Lo esencial es el pueblo que supo y sabe seguirse siguiendo a su líder. Clausewitz, en manos de Perón, deja de ser Clausewitz y se transforma en un instrumento de mero valor formal que cobra un sentido absolutamente inédito al mezclarse con el movimiento de masas. Ningún autor, ningún libro, es pasaporte o impedimento para la revolución, porque son otros los elementos determinantes de los procesos históricos. Tanto Mao como Juan B. Justo leyeron a Marx…

El movimiento (y volvemos al tema central de este apartado) puede requerir al partido como estructura interna suya, pero será siempre el movimiento quien comprenderá al partido y nunca al revés. El partido, por otra parte, conservará su vitalidad y vigencia sólo en la medida en que su acción política se vea inundada de continuo por los contenidos populares del movimiento. En resumen: hay que desechar el concepto de partido como vanguardia de la clase obrera y elemento condicionante de la conciencia política, para explicitar el elevado poder de movilización y concientización revolucionaria que implica la relación líder-masa, en tanto estructura originaria, permanente y hegemónica del movimiento peronista.

La conciencia política gana la calle

Pero atención: este título hay que aclararlo. Porque sería erróneo imaginar a una conciencia política casera y ya construida que decide luego salir a la calle para aplicarse a los hechos. Por el contrario, no hay conciencia previa o marginada de la acción política. Y las jornadas de octubre se encargarán de demostrarlo.

La renuncia y cárcel de Perón fueron adecuadamente celebradas por la prensa de la oligarquía: había terminado, decían, un nuevo personalismo. Y si bien le erraron feo en eso del «había terminado», no se equivocaron en la del «nuevo personalismo». Porque era cierto: la bendición de Yrigoyen no caía sobre ese partido radical oportunista y claudicante, reducido a funcionar apenas como máquina electoral al servicio del sistema, sino sobre Perón, ahora preso en Martín García y a la espera de los acontecimientos.

El 17 de octubre no es un hecho casual: nada de espontaneísmo ni irracionalidad hay que encontrar allí. ¿Qué las masas superaron las direcciones burocráticas? Es cierto, pero si siempre que ocurre esto nos vamos a poner a teorizar sobre las ventajas y desventajas del espontaneísmo, no vamos a entender nada y, lo peor, aceptaremos algo que no fue: esa famosa espontaneidad de las masas, tan cercana a las categorías de instinto e irracionalidad. Y también, no hay que olvidarse, a los colorinches frondifrigeristas de quienes ronronean extasiados al creer comprobar que «todo se daba misteriosamente, milagrosamente, esa mañana»[83]. Pero es mentira: ni milagros ni misterios. Porque en las calles se gritaba por Perón, y esto era algo bien real y concreto. Y si los dirigentes no fueron vanguardia, fue porque no eran vanguardia. Porque la vanguardia fueron el líder y las masas, organizados a través de los objetivos políticos que se plantearon desde la Secretaría de Trabajo y detrás de los cuales se movilizaba ahora el pueblo.

«¡Vayan a cobrárselo a Perón!»[84]. Hay frases que hacen historia, ésta es una. Los obreros habían cobrado su quincena y ahora querían el pago por el feriado del 12 de octubre. Y no lo querían porque sí, sino porque Perón había firmado el decreto. Los patrones, seguros y confiados, se dieron el lujo de una rabieta irónica: a Perón, vayan a cobrárselo a él. Desgraciadamente para ellos, así fue.

Las clases populares acababan de encontrar en el enemigo su modelo de acción. La respuesta patronal, en efecto, empuja a los trabajadores junto a su líder. Los obreros saben ahora que no sólo el feriado del 12 de octubre, sino todo lo que tengan que cobrarse del sistema injusto que los explota, habrán de conseguirlo a través de su relación revolucionaria con el líder cautivo. Por eso cuando salen a la calle pronuncian un solo grito que Marechal oyó retumbar como un cañonazo: una cosa que empieza con pe/Perón.

¿Qué hacían entre tanto los dirigentes de la CGT? Mercante, que trataba con ellos, se había movido bien. El resultado: una huelga para el 18. Después se movió para Campo de Mayo, preso. El martes 16 se reúne la Comisión Central Confederal de la CGT: se discute, se discute demasiado. Por fin sale la huelga, pero por 21 votos contra 19. Un dirigente socialista afirma que es imprudente jugarse tanto por Perón: «Otros coroneles —remata— no van a faltarnos». No todos piensan lo mismo, pero la cosa es que entre la larga lista de medidas que solicitan en la convocatoria, no aparece la libertad de Perón. Hablan de todo: de aumento de salarios, del mantenimiento de las conquistas de los trabajadores y hasta de la reforma agraria. A Perón ni lo nombran. Las masas —al día siguiente— lo nombraron hasta el hartazgo. Demostraban, entre otras cosas, un gran poder de síntesis. Nada de tediosas enumeraciones reivindicativas: Perón y asunto arreglado.

A Plaza de Mallo, es la consigna. No importa quién la larga, la largan todos. Cada compañero, con su propia conducta, señala al otro y encuentra en el otro el adecuado camino a seguir. Se decide ir a Plaza de Mayo mientras se está yendo, porque no hay un propósito candente antes del acto, acto y conciencia se dan juntos. Sólo se descubre el sentido de la acción a través de la acción misma. Por eso —advertimos ya— la conciencia política no está terminada en casa y sale a la calle después, sino que se realiza en y a través de la práctica. Ganando la calle, la conciencia política se gana a sí misma.

¿Por qué a Plaza de Mayo? Tampoco es un misterio: porque en la medida en que los obreros llegaban al centro, ocupaban una ciudad que no les pertenecía. Ir a Plaza de Mayo fue una consigna revolucionaria porque un obrero nunca iba allí, al lugar donde se decidía: al lugar del patrón, pues también el derecho a decidir —y éste más que ninguno— era patrimonio de los poseedores. Ir a Plaza de Mayo, entonces, cruzar puentes y llegar al centro, era entrar en casa del patrón. Entrada que por más pacífica que fuera, era ya un acto de agresiva irrespetuosidad: un acto subversivo.

Pero hay que insistir: nada de esto es «espontaneidad de las masas». Porque cuando a un movimiento social se le cuelga este cartelito, siempre se hace referencia a su falta de organización y conducción revolucionaria, a su bajo nivel de conciencia política. Y cuando el cartelito se lo cuelgan al peronismo, una calidez jubilosa inunda muchos pechos gorilas: pueden hacer pasar por ahí todas esas viejas ideas de manipulación, alienación y heteronomía, que han elaborado para justificar compasivamente al pueblo en tanto condenan a su líder. Porque si de conductores se trata, no faltaron el diecisiete: Evita, Cipriano Reyes y tantos otros. Pero no es esto lo fundamental. Perón tuvo razón al decir que la masa se condujo a sí misma porque ya estaba educada. Y cuando habla de educación, no se refiere a domesticación o manipulación, sino a conciencia política. Porque reducir la jornada del 17 de octubre a la acción decidida y heroica de algunas individualidades —aun cuando entre ellas figure nada menos que Evita— es una clara maniobra gorila. Y no es casual que Lanusse la haya empleado en su discurso del Colegio Militar. Por el contrario, sólo el nivel de conciencia revolucionaria alcanzado por la clase trabajadora mediante el diálogo abierto con Perón a través de la Secretaría de Trabajo, puede entregar la clave de la jornada histórica. Porque el mero hecho de que los dirigentes declaren la huelga para el dieciocho y las masas se movilicen el diecisiete, no autoriza a nadie a encontrar allí la prueba esplendente del espontaneísmo. Y por una razón bien concreta: no se puede deducir la espontaneidad de un movimiento a partir de su desobediencia a unas direcciones inexistentes. Las masas de octubre, por el contrario, obedecieron a otra conducción política: la de Perón. Y es en la renuncia y en la prisión del líder, donde saben leer la verdadera fecha de la huelga general y la orden de la movilización masiva.

Las consignas políticas expresan el nivel de conciencia alcanzado por las masas

Las consignas políticas, esos latigazos del lenguaje, expresan siempre, aun en forma contradictoria, el nivel de conciencia alcanzado por las masas. En octubre del 45, el grito unánime es Perón: queremos a Perón. Con lo que se está diciendo Perón al poder, Perón presidente. Y si bien las masas peronistas no tenían una «teoría del traspaso del poder» (esa otra contraseña que la ciencia de la revolución exige a la conciencia política), sus consignas decían claramente que querían el poder, el poder para Perón. Es decir: el poder para el pueblo. Porque la política que Perón había desplegado desde la Secretaría de Trabajo, no se había detenido en las reivindicaciones inmediatas. Partía de allí, es cierto, y no podía ser de otro modo, porque toda política revolucionaria (y ya Lenin había estado de acuerdo en esto con Perón) debe partir de la satisfacción de esas reivindicaciones. Pero lo que Perón proponía era una política de poder popular: empieza la era del gobierno de las masas, afirmaba, las conquistas sólo habrán de conseguirse definitivamente a través del acceso del pueblo al poder. Por eso cuando en octubre se dice queremos a Perón se está diciendo queremos el poder: el poder para el pueblo y para el líder del pueblo.

La consigna ni nazis ni fascistas, pe/ro/nistas, lanzada en diciembre del año anterior, se completa ahora con otra: Perón no es comunista/Perón no es dictador/Perón es hijo del pueblo/y el pueblo está con Perón. Ambas están expresando los postulados teóricos de la tercera posición justicialista, que desde el vamos, en su nivel profundo, nada tenía que ver con la conciliación de clases, ni con la tercera vía entre capitalismo y socialismo, sino que expresaba la elección de un camino nacional (Perón es hijo del pueblo) y autónomo para la revolución. Esta revolución, a su vez, fue siempre concebida como un proceso de movilización popular tendiente a conquistar (con los lógicos avances y retrocesos determinados por cada coyuntura histórica y por el nivel de organización alcanzado por el pueblo) no el gobierno sino el poder. Por eso cuando hoy Perón habla de socialismo nacional, no hace sino explicar las tendencias más profundas que expresó el peronismo desde sus orígenes.

Las consignas Haga patria, mate un estudiante y Alpargatas sí, libros no, son lanzadas contra la inteligencia cipaya y su residencia permanente: la Universidad, lugar al que no entraban los obreros sino los hijos de los patrones para convertirse en los abogados, los médicos y los literatos de los patrones. Las pedradas que se le arrojan al Jockey Club contribuyen a marcarlo como el santuario de la antipatria. Son, también, la exacta prueba de que los trabajadores saben distinguir a sus enemigos.

Pero también a sus aliados: Farrell y Perón un solo corazón, Perón encontró un hermano/Hortensio Jota Quijano. La clase obrera, en la calle, demostraba con sus consignas que no emprendía sola la tarea de la liberación nacional. Que existían sectores sociales (Quijano) e instituciones (Farrell), que podían acompañarla en la tarea revolucionaria.

Las consignas de octubre, demuestran que si bien la conciencia política se había elaborado a través del diálogo abierto desde la Secretaría de Trabajo, es en la calle donde acaba por realizarse en su completitud. Porque allí los obreros se reconocen a sí mismos, advierten su poder numérico y su capacidad de decidir (ellos, los eternos postergados) la vida política del país. Y el grito que recibe a Perón cuando aparece por los balcones de la casa de gobierno expresa no solamente la alegría del pueblo ante la libertad del líder cautivo, sino también el jubiloso festejo por la victoria de la movilización masiva. Y ya que las cosas están así, los trabajadores, aparte de elegir a quienes deben o no tener el poder, deciden también señalar los feriados del calendario: Mañana es san Perón/que trabaje el Patrón.

La cuestión de la contradicción principal

Algunos meses más tarde, durante la campaña para las elecciones de febrero del 46, Perón lanza la consigna Braden o Perón que es recibida y voceada fervorosamente por las masas. Y no podía ser de otro modo: allí estaba señalado el enemigo contra el cual era necesario movilizarse. También se marcaba a fuego la contradicción principal del país dependiente. El tema requerirá toda nuestra atención, porque es básico para el peronismo.

«El descubrimiento de América y del paso a las Indias Orientales por el Cabo de Buena Esperanza (es Adam Smith quien lo dice) son los sucesos más grandes e importantes que se registran en la Historia de la Humanidad»[85]. Casi nada. Pero no hay que asombrarse: ¿qué otro hecho histórico podía conmover más íntimamente al vocero de la naciente burguesía industrial británica? Smith lo sabía: toda la grandeza de Inglaterra, y aun de las otras naciones capitalistas en desarrollo, se había originado en aquel lejano siglo XV, cuando las principales potencias europeas —España, Portugal, Holanda, Francia y la misma Inglaterra— se habían lanzado a la conquista de los territorios periféricos del planeta. También Marx, en su capítulo sobre la acumulación originaria del capital, vio la cuestión con claridad[86]..

Es el saqueo del mundo colonial el que permite a Europa su despegue capitalista. Desde esta perspectiva, queda claro que el imperialismo fue desde los orígenes de este sistema productivo, condición fundante de su estructura. Este hecho corre el riesgo de oscurecerse cuando se aplica el nombre de colonialismo a esa primera etapa del sistema, y el de imperialismo a la de exportación de capitales. Para nosotros, desde la periferia, considerar al imperialismo como etapa superior del capitalismo, sería correr el riesgo de tener que ubicar la contradicción principal del sistema (metrópoli-colonia) recién a partir de 1870, lo cual conduce a oscurecer la contribución fundante de la explotación colonial en la acumulación primitiva.

El sistema capitalista tiene la necesidad interna de estructurarse a nivel planetario. A través de este proceso, el capital comercial europeo posibilita el surgimiento de un «mundo» nuevo, y este «mundo» es creado en tanto imperio: y el imperio de Europa. Aparecen dos realidades distintas: los poseedores del Imperio y los poseídos por el Imperio. Los primeros se encuentran en el centro del mundo, los restantes ocupan su periferia. Este somero análisis —que aquí no hacemos más que indicar— nos presenta una clara conclusión: la contradicción principal del sistema de producción capitalista ha sido, desde su inicio, la de metrópoli-colonia. O también: imperialismo-nación. La misma aparece compuesta por un polo en desarrollo y otro en subdesarrollo, siendo el subdesarrollo del segundo la posibilidad del desarrollo del primero. El polo dependiente, para ocupar el lugar de antítesis en la contradicción principal, debe ser: a) el más explotado en lo social; b) el que, a través de esta misma explotación, contribuye con mayor intensidad a mantener y desarrollar en lo histórico la dinámica del sistema; c) el que más excedentes produce en lo económico; d) el que más radicalmente se enfrenta al sistema en lo político, impugnándolo en su totalidad a través de una práctica de liberación que excluya toda posibilidad de negociar aspectos parciales.

No es difícil advertir que han sido y son los pueblos periféricos (los pueblos de lo que desde Yalta llamamos Tercer Mundo), quienes cumplen dolorosamente las condiciones que requiere el polo dependiente en la contradicción principal. Porque si bien en el momento de la revolución industrial europea —donde se produce el surgimiento de las grandes fábricas, las concentraciones urbanas, la proletarización del campesinado, las huelgas obreras y la represión estatal—, es el proletariado metropolitano el que padece la más intensa explotación y el que más excedentes económicos produce, no es, de ningún modo, el que impugna al sistema en su totalidad. Porque si la estructura interna del capitalismo requiere su planetización imperialista, no cuestionar este nivel fundante es no cuestionarlo en totalidad. Y la protesta de los países centrales es una protesta contra la explotación social y nunca contra la explotación internacional, nivel más profundo y fundante del sistema. ¿Que en ese momento el proletariado europeo no podía ver el hecho del colonialismo tal como lo vemos nosotros ahora? Es muy discutible. Pero lo terminante es que cuando sí lo vio, sus proposiciones no cambiaron: siguió protestando contra la explotación social. Y esto significaba, perdón por la dureza, que exigía su parte del botín imperialista. Disraeli y Gladstone le abrieron el camino para discutirla en el Parlamento.

Como vemos, el proletariado central no ha sido muy fiel a las teorías sobre la conciencia de clase. En Inglaterra, por ejemplo, ¿cuánto dura esa conciencia? ¿De 1832 a 1867 o a 1844? Por lo menos: justo hasta donde el proletariado comienza a advertir que su destino —tal como cuando protestaba contra la ley del hambre de los terratenientes— está unido al de la burguesía. Y si hiciéramos caso al esquema de Lukács sobre la conciencia de clase —que es más o menos así: el proletariado es la única clase que, por su ubicación objetiva en la estructura social, adquiere una visión totalizadora del sistema capitalista que le permite superarlo revolucionariamente si hiciéramos caso a esto, decíamos, tendríamos que concluir que el proletariado europeo nunca tuvo conciencia de clase, porque al haber aceptado y compartido los proyectos imperialistas, jamás pudo generar una conciencia superadora del sistema capitalista mundial. Generó, sí, una conciencia totalizadora. Es decir, una conciencia social-imperialista. Engels, en unos textos bastante espeluznantes, la expresa claramente: «En mi opinión las colonias propiamente dichas, es decir, los países ocupados por poblaciones europeas —Canadá, El Cabo, Australia— se independizarán todos; por otra parte, los habitados por poblaciones nativas —India, Argelia, las posesiones holandesas, portuguesas y españolas— deben ser tomados por el momento por el proletariado y conducidos con toda la rapidez posible hacia la independencia». Sabe que surgirán dificultades, y lo confiesa: «Es difícil decir cómo se desarrollará este proceso». Pero no tiene dudas sobre la victoria final: «Una vez lograda la reorganización de Europa y Norteamérica, ello proporcionará un poder tan colosal y un ejemplo tal, que todos los países semicivilizados nos seguirán espontáneamente. Las propias necesidades económicas se encargarán de ello»[87]. Esta conciencia social-imperialista del proletariado determina que hoy, en los países centrales, los grupos más lúcidos sean las minorías —sectores marginados y del estudiantado— que conciben su acción política en conexión con las luchas liberadoras de los pueblos del Tercer Mundo, considerados como vanguardia del proceso revolucionario.

Si hemos destacado esta cuestión de la contradicción principal, es porque, como ya dijimos, se trata de un instrumento teórico básico para el peronismo. Porque si partiéramos de la contradicción burguesía-proletariado, como expresión de la lucha de clases y motor de la historia, deberíamos concluir, al comprobar en el peronismo la existencia de otros sectores sociales que el proletariado, que se trató, por ejemplo, de un intento burgués de conciliación de clases en beneficio, precisamente, de la burguesía. Pero la contradicción imperialismo-nación permite comprender que si hubo otros sectores sociales que acompañaron en el peronismo a la clase obrera, fue porque un movimiento antiimperialista no se define a partir de una clase sino que aglutina en una política nacional a todos aquellos sectores objetivamente enfrentados al imperialismo. Y ya que hablamos de clases, ¿qué papel juegan?

Política y clases sociales

El manuscrito de El Capital se interrumpe en un momento dramático: Marx comenzaba a ocuparse del problema de las clases. Lo poco que alcanzó a decir fue suficiente para determinar los equívocos de sus continuadores. El Capital, en efecto, al referirse principalmente a la esfera economía del modo de producción capitalista, define las clases a partir de su ubicación en el aparato productivo. De aquí en más, muchos dejaron de preguntarse si esto era ya suficiente para elaborar el concepto de clase social. O si Marx, como todo lo hacía prever, no hubiera sido partidario de intentar una totalización utilizando elementos ideológicos, jurídicos y políticos. Al fin y al cabo, era él quien había dicho que toda lucha de clases era una lucha política.

La determinación de las clases por la economía ha sido el error más frecuente en las teorizaciones sobre el tema. Porque una clase social no se define meramente por el lugar que ocupa en el proceso del trabajo como agente del aparato productivo. Se define también a nivel histórico, ideológico, jurídico y político: hay que totalizar. Si la clase obrera es hegemónica en el proyecto político peronista, lo es por su fidelidad histórica, por su explotación secular y por su permanente movilización política. Y si bien la determinación está dada por todos estos elementos, es la región política (la de la práctica política) la que en los países dependientes cumple el papel dominante. Desde el 45 hasta el presente, la clase obrera argentina es aquella que se ha descubierto y se ha revelado a sí misma a través de su movilización peronista contra el imperialismo. En un país dependiente, en suma, las clases sociales se definen desde un nivel político en cuanto a su relación con la contradicción principal.

La consigna Braden o Perón nos entrega, una vez más, la clave para comprender el problema. En el 45, estaban con Braden todos los sectores que, en relación a la contradicción principal, se definían por el imperialismo: los estudiantes (FUBA), el Partido Comunista, el Partido Socialista, la mesa directiva de la Unión Cívica Radical, la Unión Industrial, la Sociedad Rural, la Bolsa de Comercio, la gran prensa, importantes sectores de las fuerzas armadas, etc. Y también las clases medias que, pese a sus intereses objetivos (económicos), habían sido ganadas por la colonización cultural del imperialismo. El lenguaje peronista encontró un nombre para todas las fuerzas: eran el antipueblo. El pueblo, por el contrario, lo formaban quienes en relación a la contradicción principal, se definían contra el imperialismo y a favor de Perón y la nación. Eran la clase obrera y el sector industrialista del ejército. Aunque también se les unieron comerciantes de clase media baja, jubilados, artesanos, etc. De la burguesía «nacional» ya hablaremos. En resumen: pueblo y antipueblo no son categorías abstractas carentes de determinaciones, no han sido inventadas con el maligno propósito de evaporar los conflictos sociales en la nebulosa populista de los conflictos nacionales. Sus contenidos son bien claros: pueblo son todos aquellos sectores sociales que se movilizan políticamente contra el imperialismo. Antipueblo, los que realizan en la patria la política del imperio. Y ya sabemos que en el seno del pueblo hay contradicciones (lo que se denomina cuestión social, de la que ya hablaremos), y todo militante peronista lo sabe y ninguno trata de ocultarlo. Pero hay algo que conviene destacar: sólo puede hablarse efectivamente de una contradicción allí donde existe una práctica política diferenciada que la expresa.

Todo esto permite comprender por qué la clase obrera no se comporta en forma heterónoma al movilizarse junto a otros sectores sociales. Cuando las clases son definidas a nivel político y en relación a la contradicción principal, es necesario llevar a primer plano la visualización que cada una de ellas, en una determinada coyuntura histórico-política, hace tanto de su enemigo principal como de sus aliados. Para nosotros, que la clase obrera vivara a Farrell o a Quijano, lejos de revelar su alienación o heteronomía, demuestra la madurez de su conciencia política: sabía quiénes la estaban acompañando en ese proceso, quiénes estaban dispuestos a movilizarse junto a ella contra Braden y el imperialismo. Quiénes estaban con el pueblo y quiénes con los enemigos del pueblo. Y todo esto no lo había descubierto por su ubicación objetiva en el aparato productivo, sino por su relación con el líder y por sus luchas políticas. La conciencia de pueblo que la clase obrera paseó y gritó por las calles el 17 de octubre nada tenía que ver con el mero reflejo de su inserción en el aparato productivo, porque un reflejo tal no haría más que acompañar la serena reproducción de las estructuras del sistema sin intentar destruirlas jamás. Hay que reivindicar aquí el sentido hegeliano de la palabra conciencia, en tanto escisión, oposición, para afirmar luego que sólo desde la acción política es posible romper con el sistema. «El obrero (explicaba Cooke) es un ser humano malogrado por la posición que ocupa en el sistema productivo, despojado de parte del valor que su trabajo crea, pero despojado también de su humanidad (…). Sujeto para sí, es objeto para quienes lo explotan (…). El primer paso para dejar de ser objeto no es la cultura, que los regímenes de trabajo extenuantes no le permitirían formarse, sino la acción revolucionaria.» (p. 55) En resumen: una conciencia que simplemente reflejara el lugar que ocupa el obrero en el aparato productivo no haría más que integrarse al sistema como uno más de sus momentos y sólo el reformismo sería su conducta política consecuente. La conciencia revolucionaria, por el contrario, surge allí donde el obrero supera el lugar donde lo ha metido el sistema, rompe con él, y no lo hace desde, el pensamiento, sino que esta ruptura se produce en y por la acción política. Y mientras las cosas sigan siendo así, mientras aún existan pueblos capaces de pronunciar el lenguaje de la ruptura, va a ser muy difícil librarse del humanismo, que, en fin de cuentas, es lo único que permite explicar la acción política, esa lucha de voluntades[88].

Los países dependientes no tienen otra posibilidad que la política

Dijimos que en los países dependientes la región política era dominante. Y esto se debe, en lo esencial, a que son países pobres, económicamente débiles. Pero no son dependientes porque son pobres, sino al revés. Y esta dependencia les ha sido impuesta por las naciones imperialistas, quienes han realizado su política de dominación con la más poderosa de sus armas: la economía. ¿Por qué el librecomercio de Smith y Ricardo? ¿Por qué esa confianza en la mano invisible, en las leyes objetivas de los procesos? Porque ahí ganaban ellos, los dueños de la economía. Lo dice Canning cuando festeja la liberación de Hispanoamérica: «Si llevamos bien los negocios es nuestra». Nada de cañonazos ni soldados, la economía se encargará de la política de dominación. Y actualmente, también la tecnología[89].

Esto no tiene por qué oscurecer el papel fundante de la conquista en el despegue del capitalismo. Ni tampoco el de la guerra. Porque cuando es necesario, el imperialismo abre los mercados a cañonazos y después entra con la economía. Y si el esquema se aplica con mayor justeza al caso inglés, es porque esta nación, al haber poseído el más avanzado desarrollo capitalista, fue la que realizó con mayor ejemplaridad el principio imperialista del primado de la economía. No ocurrió así, por ejemplo, con Alemania. Por algo, en Hegel, el Estado, como síntesis superadora de los conflictos de la sociedad civil, se identifica con el desarrollo del concepto lógico. Nada más alejado del Estado liberal prescindente (dejar hacer, dejar pasar), o aun de la concepción del Estado como mera superestructura. Y es que el caso de Alemania es también ejemplar: nación atrasada, realiza su desarrollo capitalista en forma tardía y llega al nivel de potencia imperialista cuando el mundo ya está dividido. No puede, en consecuencia, confiar su suerte a las leyes objetivas de los procesos: deberá forzarlos con la política. Por eso generará de continuo regímenes políticos de fuerza, Estados imperialistas beligerantes que conquistarán, aun a sangre y fuego, el espacio vital y los mercados que la economía reclama. Pero, desde Yalta, el mundo ha vuelto a dividirse. Y en medio de esta pacífica coexistencia, los imperialismos tratan nuevamente de llevar bien sus negocios: aparecen las ayudas progresivas, las misiones salvadoras, los préstamos desarrollantes, las transferencias de tecnología, etcétera.

¿Qué les queda a los países dependientes? Solamente la política. En nuestro país, por ejemplo, no es casual que los gobernantes y los ideólogos de los monopolios tengan una misma meta: despolitizar. Así lo intentó Onganía, así lo proponen los desarrollistas. Porque para los países dependientes, generar una conciencia económica y determinarse a partir de la economía, es aceptar el campo y las reglas de juego del enemigo: es, sencillamente, condenarse a perder. Sólo quienes poseen la economía pueden hacer de ella su arma de combate y confiarle sus proyectos políticos. Pero los pueblos sometidos no tienen economía, la economía los tiene a ellos. O más claramente, la economía que tienen no les pertenece, porque es a través de ella que el imperialismo y sus aliados nativos ejercen su dominación. Por eso no les queda otra posibilidad que la política. Es decir, la negación de la mano invisible, de la ayuda financiera y tecnológica, del ejemplo de las naciones desarrolladas: de todo camino trazado por el enemigo. Y la afirmación de la organización del pueblo para canalizar la voluntad política de la liberación nacional.

Cuestión nacional y cuestión social

Hay muchas maneras de valorar al peronismo, condenándolo. Consciente o inconscientemente se las utiliza a menudo. Aquí va a ocuparnos aquella que divide la revolución en dos etapas cualitativamente distintas: una primera e inferior liderada por la burguesía nacional, y una segunda y superior liderada por la clase obrera. Según se afirma, cuestión nacional y cuestión social, aunque participan del mismo proceso, son dos instancias distintas que requieren dos sujetos distintos (burguesía nacional y clase obrera) para su resolución. Y no estamos glosando aquí interpretaciones de la izquierda antiperonista (aunque también ella las utiliza y, en su caso no hay duda: conscientemente), sino de muchos compañeros, de auténtico sentir y probada militancia peronista, cuya definición presente por el socialismo nacional, los conduce a ubicar esta instancia estratégica en un nivel cualitativamente superior a la que orientó al peronismo en su etapa de gobierno. Lo realmente peligroso de la cuestión es que al considerar a esta segunda etapa hegemonizada por la clase obrera, cuyo objetivo no se detendría en la liberación nacional sino que implicaría también la liberación social, se deriva que la primera etapa (la del gobierno peronista) fue hegemonizada por la burguesía nacional. Y entonces no queda otro remedio, cuando se es peronista, que hacer la apología del papel revolucionario que esta clase juega en los países dependientes. Y cuando no se es peronista, ya se sabe qué pasa: el peronismo es burgués, es reformista y todo eso[90].

Digámoslo ya: la famosa burguesía nacional de nacional nunca tuvo nada. Sus integrantes, sin duda, votaron por Perón en febrero del 46, pero lo hicieron cada uno por su cuenta, ni siquiera en fila, porque no estaban agrupados ni tenían peso político. Y aquí entra la teoría del rebote, que algo de cierto tiene: porque fueron los militares, a través de la doctrina de la Defensa Nacional, quienes representaron, de rebote, los intereses históricos de la naciente burguesía industrialista. De cualquier forma, es cierto que los burgueses industriales se movilizaron políticamente a través del peronismo. ¿Qué buscaban en él? Para comprenderlo mejor, habrá que formular antes otra pregunta: ¿quiénes eran estos hombres, cómo habían surgido? Alguien que mucho los ama, lo describe como sigue: «Y éstos sí, serían los verdaderos enemigos de la oligarquía. Los que en 1943, en 1945, montaban unos telares en San Martín, un tallercito en Avellaneda, una fundición en Lanús (…), esos patrones improvisados, casi iguales a sus obreros en el aspecto»[91]. Conmovedor.

Esta burguesía «nacional», es cierto, se moviliza a través del peronismo, pero lejos de adherir al proyecto de liberación nacional que expresa el movimiento, lo hace, meramente, a su mediación industrialista. Lo único que desea es desarrollarse en lo económico. Por eso acepta complacida la política proteccionista que el Estado nacional-popular debe llevar adelante. Porque Perón no tenía opciones en esto: imposibilitado por el equilibrio de fuerzas y el nivel organizativo de las masas, de conquistar todo el poder para el pueblo, debía apuntalar, ante la ofensiva imperialista, a los sectores más dinámicos de la estructura productiva. Por eso la burguesía «nacional» crece y se cohesiona durante el peronismo, llegando a adquirir peso político a través de los representantes que consigue ubicar en el gobierno para expresar la diferenciación de sus proyectos (misión Cereijo). Pero esto no quiere decir que haya sido la clase hegemónica de la etapa. Porque mucho más creció y se cohesionó la clase obrera, que fue la que el 17 de octubre desencadenó el proceso y la que no lo ha abandonado hasta hoy. La burguesía «nacional», simplemente, logró relevancia porque fue la encargada de cubrir, en ese momento de la revolución, una de las mediaciones del proyecto político peronista: la de la industrialización. Pero quienes desde el comienzo hegemonizaron las grandes instancias estratégicas del proceso, fueron la clase trabajadora y Perón. Y a esas instancias no adhirió nunca la burguesía «nacional», por eso es exagerado hablar de su traición. Lo único que buscó en el peronismo fue la posibilidad de un desarrollo facilitado por el Estado. Pero nada más, porque el horizonte estratégico de la burguesía nacional es el mero crecimiento económico. Claro que para quienes tienen su corazoncito desarrollista, y creen que la liberación nacional se da objetivamente a nivel del desarrollo de las fuerzas productivas, esto ya es suficiente para justificar el cartelito de «nacional» que le ponen a esta clase. Pero creemos nosotros que no basta. Lo nacional no se determina a nivel de la economía sino de la política. Sólo puede hablarse de nacionalismo allí donde existe una práctica política que expresa un proyecto de liberación de la patria a través de la movilización de las mayorías. No hay, en suma, nacionalismo burgués, sino únicamente nacionalismo popular liderado por la clase obrera[92].

Y volviendo al tema de la conciencia política, encontraremos su mejor expresión en esa conciencia de pueblo que acompaña al concepto de liberación nacional que venimos explicitando. Una conciencia de clase, en un país dependiente, no puede concebirse al margen de una conciencia de pueblo, porque ésta, lejos de ser una conciencia primera (más general y abstracta) que la de clase, constituye el grado más eminente de la conciencia política en un país sometido, y posee a la conciencia de clase como estructura interna suya. Para la clase obrera, la conciencia de pueblo implica: a) conciencia de la nación oprimida; b) conciencia de su propia opresión; c) conciencia de los reales aliados y enemigos en el proceso liberador. Son tres instancias de una misma estructura. La conciencia de pueblo, como vemos, es una conciencia estratégico-táctica que se expresa en el proyecto de liberación de la nación y sabe determinar los posibles aliados para esa empresa.

Y todo esto porque para el peronismo nunca la liberación social fue un agregado o una segunda etapa de la liberación nacional: el concepto de liberación nacional que maneja ya desde su etapa de gobierno, nada tiene que ver con el tradicionalmente elaborado para categorizar a las burguesías coloniales y sus conflictos con el imperialismo. Pues al haber sido desde siempre la clase obrera, en tanto clase hegemónica del movimiento, la que estuvo a la base de este concepto de liberación nacional, fue imposible que el mismo no incluyera, como estructura sustancial suya, a la liberación social. Por el contrario, en un proyecto de liberación nacional hegemonizado por la burguesía, el concepto expresa solamente una etapa del proceso liberador y deberá contar como «segunda etapa», o «agregado» con un concepto de liberación social exterior y antagónico al primero en tanto es otra fuerza social —en conflicto con aquélla— quien habrá de realizar este segundo concepto. Pero el concepto de liberación nacional hegemonizado por la clase obrera es inseparable del de liberación social y forman una unidad política y conceptual indisoluble. Y si bien es correcta la fórmula movimiento de liberación nacional y social, porque apunta a negar todas esas burdas calificaciones —nacionalismo burgués, ideólogos de la pequeña burguesía— que se hacen al peronismo y a los peronistas, creemos que se trata de dos formas de decir lo mismo. Más aún cuando la liberación nacional, hegemonizada por la clase obrera, sólo puede tener como desemboque el concepto de poder popular, que es equivalente al de socialismo nacional. En resumen: liberación nacional/poder popular/socialismo nacional son tres conceptos que definen un mismo proceso y una misma conquista que el lenguaje del peronismo supo nombrar: la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación.