El peronismo y la unidad nacional
Por su condición de movimiento de liberación nacional y social, el movimiento peronista intentó siempre organizar al mayor número de sectores sociales dispuestos a movilizarse contra el imperialismo. De aquí que uno de los conceptos que más asiduamente utilizara fuera el de unidad nacional. Desde la izquierda, suele atacarse este concepto a través de una teoría que deposita en una determinada clase (la clase obrera) las tareas de la revolución y visualiza como alienantes aquellos objetivos que esta clase pueda compartir con otras. La unidad nacional, para quienes así razonan, se transforma en un objetivo estratégico altamente sospechoso, pues temen que allí los intereses históricos de la clase obrera puedan confundirse con los de la burguesía y ser aprovechados por ésta para su consolidación. La unidad nacional, sospechan, acabaría con convertirse en la unidad nacional burguesa.
Lo que subyace a este tipo de argumentación es una teoría que divide al proceso revolucionario en dos etapas diferenciadas: una de liberación nacional, hegemonizada por la burguesía y en la cual la clase obrera debe participar con justificados recelos; y otra de liberación social hegemonizada por la clase obrera y que tiene como objetivo la instauración del socialismo, previa derrota de la burguesía. De este modo, el peronismo sería un movimiento de liberación nacional-burgués cuyo objetivo se agotaría en la impulsión de la primera etapa, de aquí su contenido progresivo. Pero nada más. Porque el peronismo, en razón de su condición burguesa, no puede producir la liberación social de la Patria. En una palabra: no puede ni quiere hacer la revolución socialista. ¿Qué papel, ante esta certeza, debe jugar la clase obrera? Uno solo: acompañar al peronismo, en razón de su contenido progresivo, en las tareas democrático-burguesas de liberación nacional, pero sin identificarse con él. La clase obrera debe comprender que el movimiento no representa sus verdaderos intereses históricos, pues éstos sólo pueden realizarse a través de una revolución socialista que el peronismo, por esencia, no habrá de cumplir. El proyecto político que de todo esto se deriva para el movimiento obrero es muy claro: debe acompañar al peronismo pero manteniendo su autonomía y su identidad, las cuales, desde luego, sólo podrán lograrse a través de la creación de un Partido revolucionario. Esta teoría del Partido revolucionario marca el centro de la cuestión: el movimiento obrero sólo acompaña tácticamente al movimiento peronista, pues su proyecto estratégico es otro. Desde este punto de vista, es comprensible que el concepto de unidad nacional despierte profundas sospechas en quienes así razonan. Lo que se teme es que los objetivos sociales de la clase obrera puedan ser disueltos o neutralizados por los objetivos nacionales de la burguesía. Lo que a nosotros nos ha apartado siempre de este tipo de argumentaciones es lo siguiente: comienzan por regalarle lo nacional a la burguesía. Y es mucho regalar.
El concepto de unidad nacional que maneja el peronismo no es reformista, no apunta cosas así como la «conciliación de clases», ni se emparenta oscuramente con los acuerdos nacionales impulsados por el cipayaje nativo. Por el contrario, el concepto de unidad nacional es un concepto antiimperialista y, en cuanto tal, anticapitalista. Porque toda postura consecuentemente antiimperialista es también anticapitalista, desde el momento que el capitalismo nació como imperialismo y ambos conceptos son absolutamente inseparables. En consecuencia: una auténtica revolución nacional es inseparable de una revolución social, pues el imperialismo solamente se lo derrota cuando son derrotados sus agentes nativos, los explotadores de adentro. Para producir este hecho, el peronismo convoca a la unidad nacional. Habrá que ver, entonces, cuáles son los contenidos concretos de ese proyecto.
Hay que comenzar por comprender lo siguiente: el concepto peronista de revolución es esencialmente integrativo y no eliminativo. Se trata de producir una tarea: la revolución nacional, que es, indisolublemente, revolución social. Para esta tarea, es necesario organizar a todos aquellos sectores sociales que puedan ser movilizados en el sentido de la autonomía nacional. La revolución, entonces, es algo que produce el Pueblo en su conjunto, y a esta unidad del Pueblo el peronismo la llama unidad nacional, porque es una unidad puesta al servicio de la hegemonía estratégica de la Nación.
Afirmar que el concepto peronista de revolución es esencialmente integrativo es afirmar que es esencialmente político. Para las concepciones clasistas, el proletariado realiza la revolución socialista manteniendo una clara identidad determinada por su ubicación en el aparato productivo. Aquí, la política surge como resultado de la economía.
Nosotros, los peronistas, afirmamos la primacía de la política: la revolución, de este modo, es conducida por un movimiento político cuya proyecto organizativo y movilizador tiende a ampliar sus bases sociales a través de la integración del Pueblo en su conjunto.
Y como integrar es una tarea esencialmente política, la cuestión, para nosotros, apunta a eso: a hacer política. De aquí que las tareas que nos propongamos los peronistas sean siempre, en lo esencial, doctrinarias y organizativas: organizarnos en los barrios, en las villas, en las fábricas, en las universidades, en fin, donde haga falta. De toda esta tarea irá surgiendo una unidad política: la unidad nacional que no es sino la unidad del Pueblo.
Este mismo concepto de Pueblo, sin embargo, suele provocar inquietudes en algunos compañeros. Aceptan que sea equivalente al de unidad nacional, pero todo esto los lleva a la siguiente pregunta: ¿Cuáles son las estructuras internas de ese concepto de Pueblo? O más claramente: si acordamos que el concepto de Pueblo está integrado por una diversidad social, ¿cómo se resuelven las contradicciones en el seno del Pueblo? Todo esto merece un párrafo aparte.
La cuestión de las clases sociales
Las tareas fundamentales del movimiento peronista, antes que las que intentan las alianzas partidarias, son aquellas que impulsan a la organización integral del Pueblo. En este punto, el movimiento peronista se diferencia tajantemente del Partido Obrero, pues su propósito es organizar no sólo a la clase obrera sino también al mayor número posible de sectores sociales. Todo cuadro del movimiento peronista se define, ante todo, como un militante de la lucha por la liberación nacional y social de la Patria. Con esto queremos marcar la primacía absoluta de un criterio organizativo-político en nuestros análisis. Para nosotros, las clases sociales son conceptos meramente descriptivos pero de ningún modo explicativos, pues lo explicativo es la política. Pero surge esta cuestión: si dejamos de lado el análisis de clases, y si caracterizamos a todo integrante del movimiento peronista como un militante de la lucha por la liberación nacional y social, ¿cómo explicamos, entonces, las llamadas contradicciones internas del movimiento peronista? A eso vamos.
Vamos a tener que comenzar por tratar el tema de las clases sociales. Que no lo inventó, como se sabe, Marx, sino que fue introducido, según él mismo lo dijera a menudo, por los economistas ingleses (Smith, Ricardo) y los historiadores franceses (Tierry, Guizot). Y también por Hegel, quien, en su Filosofía del Derecho, largó profundas parrafadas sobre la miseria creciente de los trabajadores y la venta de la fuerza de trabajo. Pero Marx, es cierto, encontró la relación entre la plusvalía y la división de la sociedad entre propietarios y no-propietarios. Y aquí, en esta división, fundamentó, en la última página del manuscrito de El Capital, su concepto de clase social. Y después se murió y vinieron los marxistas. Y dijeron: «Son (…) las relaciones de producción el elemento más importante para definir las clases sociales» (Martha Harnecker). Y bien: si las relaciones de producción son el elemento más importante para explicar las clases sociales, entonces las clases sociales no sirven para explicar los procesos históricos, porque los procesos históricos no pueden ser explicados a partir de las relaciones de producción sino a partir de la práctica política. Son, en suma, dos concepciones distintas del cambio histórico las que están en juego aquí. Lo comprenderemos claramente a través de este otro texto de la discípula de Althusser que acabamos de citar, y que consigna fielmente la posición del marxismo sobre el tema: «Los cambios radicales de las estructuras sociales sólo se producen cuando las clases revolucionarias son capaces de aprovecharse de las crisis del sistema para producir cambios estructurales profundos, es decir, cambios revolucionarios». Los fundamentos del cambio revolucionario son ubicados en la estructura productiva: la práctica política, para desplegarse con éxito, tiene que esperar que el sistema entre en crisis a partir de sí mismo. Lo que se está afirmando con esto, es que si hay una práctica política es porque antes y como fundamento hay una crisis del sistema. Nosotros, justamente, afirmamos lo contrario: si hay una crisis del sistema, es porque antes y también como fundamento hay una práctica política.
Los oprimidos no descubren su opresión desde la economía sino desde la política. Las relaciones de producción fijan a los hombres en tanto propietarios o no propietarios, pero no en tanto opresores y oprimidos. Porque para que este pasaje tenga lugar, es decir: para que un no-propietario comience a visualizarse como un oprimido, es necesario todo un proceso de concientización revolucionaria, cuyo origen de ningún modo habrá de ser localizado en las estructuras productivas sino en la práctica y en la organización política.
Son, como dijimos, dos concepciones diferenciadas del cambio histórico. Para la primera, la política aparece como resultado de un proceso cuantitativo. Hagamos memoria: la creciente acumulación de contradicciones estructurales insolubles para el sistema abre las posibilidades del cambio revolucionario. La práctica política aparece así como el fruto maduro de la asincronía (desajuste) entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Lo que esta teoría impide valorar en su justa medida es la incidencia de la práctica política sobre las crisis del sistema. Porque si la política aparece después de las crisis estructurales y como consecuencia de las mismas, todo remite a una suerte de teoría de la esperanza o de la paciencia: confiar en que el sistema, necesariamente, habrá de desplegar toda la riqueza de sus determinaciones contradictorias para entrar en crisis sobre las cuales deberá ejercitarse la práctica política revolucionaria. Queda en claro lo siguiente: la práctica política es resultado de las crisis del sistema y debe esperar a que éstas se produzcan para poder desplegarse con éxito. Pero lo que no queda en claro es el papel que debe jugar la práctica política antes de las crisis del sistema. Es decir: qué posibilidades tiene la práctica política de producirle contradicciones al sistema sin esperar a que éste las genere de sí. Porque si para algo sirve la política es, precisamente, para acelerar el curso de la historia, y muy mal podría ejercitar esta tarea si no tuviera la posibilidad de conducir al sistema a crisis de creciente insolubilidad.
Se dirá lo siguiente: esta teoría, que concibe a la política como resultado de las contradicciones del modo de producción capitalista, de ningún modo niega la fundamental incidencia de la práctica sobre las estructuras, sino que propone fijarle un marco objetivo de condicionamientos. Se intenta, en suma, evitar cualquier tipo de idealismo politicista, entendiendo por tal toda teoría que haga de la práctica política un fin en sí, arrancándola de las estructuras que le dan sentido y existencia. A las concepciones sobrepolitizadoras se las intenta soslayar del siguiente modo: a) fijando las posibilidades objetivas de la práctica política; b) explicitando que si estas posibilidades son llamadas así, objetivas, es porque son expresión de las contradicciones internas del modo de producción capitalista (y ante todo de su contradicción fundamental: fuerzas productivas/relaciones de producción), y que son estas contradicciones las que entregan el marco referencial objetivo de la práctica política, que surge como resultado de las mismas y que debe aguardar su exacerbación para poder desplegarse con éxito. Toda teoría que se aparte de ese marco referencial acabará por sustantivar la práctica política para generar una especie de voluntarismo histórico. Perderá de vista, en suma, el nivel de lo concreto.
Coincidimos en este último punto: también creemos que lo fundamental reside en no perder de vista el nivel de lo concreto. Pero la gran cuestión es ésta: ¿qué es lo concreto? El tema viene de lejos. Se sabe que voluntarismo y economismo son dos caras de una misma moneda. Si ponemos el acento en las estructuras productivas, ¿dónde queda la conciencia revolucionaria? Si ponemos el acento en la conciencia, ¿dónde quedan los condicionamientos estructurales? Voluntarismo y economismo, en consecuencia no son sino expresión de un mismo error: totalizar desde una parcialidad. ¿Cómo superar este error? ¿Cómo acceder, en suma al nivel de lo concreto?
El concepto de práctica política
Sólo hay, para nosotros, una respuesta: el nivel de lo concreto es aquel en que surge, se desarrolla y organiza la práctica política. Esto no significa dejar de lado los llamados condicionamientos estructurales. Pero atención: para nosotros, los condicionamientos estructurales no son concretos sino materiales, pues lo concreto es la práctica política en tanto suma compleja de determinaciones. Vamos a aclararlo: lo concreto constituye el momento más alto de la totalización dialéctica, aquel en el cual todas las determinaciones encuentran su punto de realización. De esta perspectiva, resulta inadecuado llamar condicionamientos concretos a aquellos que la estructura productiva ejerce sobre la acción política, pues lo concreto, en tanto suma de determinaciones condicionantes, no puede reducirse a ninguno de los momentos particulares que integran la totalidad. Los condicionamientos de la estructura productiva son condicionamientos materiales y no concretos. Exactamente ocurre con los provenientes de lo que se ha dado en llamar superestructura: es decir, los condicionamientos ideológicos, jurídicos, culturales, etc. Todo esto conduce a una necesaria reformulación de los conceptos de estructura y superestructura que más adelante desarrollaremos. Por ahora esto: voluntarismo y economismo encuentran su resolución en la práctica política, pues sólo ésta consigue enlazar los distintos condicionamientos materiales a través de su producto más genuino: el acto revolucionario. En consecuencia, una adecuada interpretación de los procesos, lejos de partir de las estructuras o de la conciencia, deberá explicitar ante todo las características del acto histórico por excelencia, el acto revolucionario, para lo cual deberá partir de la práctica política en tanto síntesis de todas las determinaciones y fundamento último del cambio social.
Que las estructuras productivas no generan el cambio a partir de sí mismas es algo que se percibe claramente en varios textos de Marx. Sobre todo en uno del primer tomo de El Capital, bastante conocido, del cual creemos que pueden extraerse importantes conclusiones, distintas de las que en general han extraído los marxistas y hasta el propio Marx. Aquí está: «El proceso capitalista de producción reproduce, por tanto, en virtud de su propio desarrollo, el divorcio entre la fuerza de trabajo y las condiciones de trabajo. Reproduce y eterniza, con ellos, las condiciones de explotación del obrero. Le obliga constantemente a vender su fuerza de trabajo para poder vivir y permite constantemente al capitalista comprársela para enriquecerse. Ya no es la casualidad la que pone frente a frente, en el mercado de mercancías, como comprador y vendedor, al capitalista y al obrero. Es el molino triturador del mismo proceso capitalista de producción, que lanza constantemente a los unos al mercado de mercancías, como vendedores de su fuerza de trabajo, convirtiendo constantemente su propio producto en medios de compra para los otros (…) Por tanto, el proceso capitalista de producción, enfocado en conjunto o como proceso de reproducción, no produce solamente mercancías, no produce solamente plusvalía, sino que produce y reproduce al mismo régimen del capital: de una parte al capitalista y de la otra al obrero asalariado» (El Capital, FCE, p. 486, tomo I). Hay en este texto una esplendente verdad que es necesario desarrollar hasta sus últimas consecuencias: las estructuras del sistema capitalista de producción no hacen sino reproducir a las estructuras del sistema capitalista de producción. El acto revolucionario, en consecuencia, lejos de ubicarse a nivel de las estructuras, implicará siempre una toma de distancia ante ellas, una ruptura que sólo puede ser producida y comprendida a partir de la práctica política. Si las estructuras no hacen sino reproducir a las estructuras, a nadie extrañará, entonces, que a lo largo de toda la historia de los procesos populares el reformismo se haya expresado en la economía y la revolución en la política.
Marx, sin embargo, desarrolló en otros textos teorías que generaron una línea de interpretación opuesta a la que hemos recogido nosotros. Es comprensible que así lo hiciera: las crisis capitalistas que alcanzó a presenciar y su pasión hegeliana por las contradicciones internas de los procesos, lo llevaron a considerar al sistema capitalista como un sistema estructuralmente condenado por su imposibilidad para resolver las contradicciones por él mismo producidas. La revolución, de este modo, quedaba ubicada en las estructuras productivas, las cuales, a través de sus insolubles contradicciones internas, abrían las épocas de cambio revolucionario. Resulta difícil armonizar las dos tesis de Marx que hemos explicitado, pues si, como afirmaba la primera, las estructuras del sistema de producción capitalista no hacen sino reproducir a las estructuras del sistema de producción capitalista, no se advierte cómo es posible que durante ese mismo proceso esas mismas estructuras generen contradicciones tan radicales que conduzcan a su eliminación. Toda la vertiente positivista del marxismo ha desarrollado, a través del mito de la Ciencia, la segunda tesis: la del cambio revolucionario como producto de las contradicciones estructurales. De la primera tesis, pese a haber sido frecuentemente comentada, no se ha extraído siempre su derivación más profunda. Que es ésta: si las estructuras no hacen sino reproducir a las estructuras, la revolución sólo puede surgir de la política.
Es razonable, y ya lo dijimos, que Marx se inclinara a creer que las contradicciones inherentes al sistema capitalista habrían de conducirlo a su destrucción. Las crisis que presenció y su insuficiente apreciación del problema colonial (en tanto no alcanzó a vislumbrarlo como el gran ejército de reserva del capitalismo), constituyen los datos centrales para comprender su actitud. Mucho menos comprensible es que sus seguidores continúen sosteniendo la misma teoría. Porque ya nadie puede dudarlo: si bien es cierto que el sistema capitalista de producción genera crisis periódicas, no es menos cierto que ha demostrado infinitas posibilidades para resolverlas. La verdad, entonces, no es otra más que ésta: las estructuras capitalistas reproducen constantemente a las estructuras capitalistas e incorporan y disuelven en ese proceso a todas aquellas crisis y contradicciones que ellas mismas puedan generar.
Por otra parte, las crisis estructurales producidas por el desarrollo mismo del sistema son las que menos afectan hoy al capitalismo. Vamos a explicarnos: cuando Marx escribió El Capital, el sistema capitalista de producción se expandía victoriosamente por el planeta. Las resistencias de los pueblos periféricos, algunas más profundas y radicales que otras, no alcanzaban a conmoverlo en totalidad. Las crisis por las que entonces atravesó fueron, de este modo, producidas justamente por el vigoroso desarrollo del sistema: crisis de producción. Pero hoy las cosas son diferentes: el modo capitalista de producción puede paliar todas y cada una de las crisis generadas por el desarrollo de su estructura productiva, pero se muestra incapaz para solucionar aquellas que le son provocadas por los movimientos de liberación del Tercer Mundo. Sería absurdo, por ejemplo, intentar una explicación de la caída del dólar que no encontrara su punto de partida en las luchas del pueblo vietnamita por su liberación nacional, pues son la práctica y la organización política de los pueblos del Tercer Mundo las que generan aquellas contradicciones que el sistema capitalista no puede ya resolver. En resumen: el capitalismo agoniza por la política antes que por la economía.
Estructura y superestructura
Volvemos, así, a la práctica política. Y ya lo hemos dicho: ella representa el nivel de lo concreto. Para desarrollar esta tesis con mayor amplitud, vamos a detenernos en la consideración de dos conceptos tradicionalmente utilizados para categorizar a los procesos sociales: estructura y superestructura.
También aquí la polémica viene de lejos. Si se pone el acento en la estructura: economismo. Si se lo pone en la superestructura, idealismo, voluntarismo, politicismo, etc. Quienes teorizan sobre el tema han intentado siempre precisar ambos conceptos. Se describen entonces los elementos que componen la estructura y la superestructura, con lo cual, fatalmente, se contribuye a aislar analíticamente ambos conceptos. Pero también suele emprenderse otra tarea, al parecer, más correcta: precisar las relaciones entre ambos conceptos. Se termina, también fatalmente, enunciando la siguiente proposición: las relaciones entre estructura y superestructura son dialécticas. Pero, lamentablemente, la empresa es abandonada allí con frecuencia como si la pronunciación de la palabra dialéctica bastara para solucionar el problema. Porque siempre ocurre así: cuando no se sabe qué diablos es una cosa, se dice que es dialéctica y listo. Se continúa entonces teorizando sobre los conceptos de estructura y superestructura, acentuando uno u otro y cubriendo con la famosa dialéctica aquello que sin duda constituye el núcleo del problema: la vinculación entre ambos.
Para nosotros, estructura y superestructura son conceptos abstractos, analíticos, de aquí la imposibilidad de totalizar (es decir: de alcanzar lo concreto) partiendo de cualquiera de ellos. Si totalizamos desde la estructura, caemos en el reduccionismo economicista. Si totalizamos desde la superestructura, caemos en el reduccionismo idealista o voluntarista. Sólo es posible totalizar, entonces, a partir de aquello que establece el vínculo entre estructura y superestructura, y esto no es otra cosa que la práctica política. Si ella, según venimos diciendo, representa el nivel de lo concreto, es porque retorna los condicionamientos en sí incompletos de la estructura y la superestructura para incorporarlos a una síntesis superior que los contiene y supera.
La práctica política incorpora los condicionamientos de la estructura porque es una práctica situada, que no se despliega en el reino de las ideas sino a partir de la realidad: la explotación que padecen los sometidos, es cierto, constituye un dato objetivo, verificable, inserto en la estructura productiva del país colonial, pero sólo en tanto sea descubierta desde la práctica política podrá ser incorporada a una visión totalizadora que impulse a la transformación de la realidad. Esta tarea revolucionaria, por su parte, sólo consigue alejarse del utopismo en tanto se hace cargo de la realidad material contra la cual se organiza. Pero debemos poner en claro lo siguiente: el fundamento del cambio revolucionario reside en la práctica política, porque sólo desde ella pueden los sometidos descubrirse en tanto sometidos y comprender el carácter esencialmente antinatural de aquello que los poseedores llaman el orden natural de las cosas, que, según se sabe, no es sino la expresión de su propio orden y su propio poder. La explotación, en suma, si bien constituye unir materialidad verificable a nivel estructural, sólo puede ser descubierta e incorporada al campo de la revolución desde la práctica política.
Exactamente ocurre con aquellos elementos que constituyen lo que se ha dado en llamar superestructura: así como la dependencia estructural no se quiebra desde las estructuras, la superestructura tiene muy poco que temer de aquellos ataques que se le dirigen desde su propio campo. Un notable texto de Cooke, que siempre nos ha gustado citar, aclara en profundidad la cuestión: «El obrero no es simplemente un ser humano que trabaja con sus manos y que vende su fuerza de trabajo. El obrero es un ser humano malogrado por la situación que ocupa en el sistema productivo, despojado de parte del valor que su trabajo crea, pero despojado también de su humanidad, de sus posibilidades de desarrollo espiritual y cultural. Sujeto para sí, es objeto para quienes lo explotan, carente de bienes materiales y también de los bienes espirituales a los que se accede por la cultura y el desenvolvimiento de la personalidad. El primer paso para dejar de ser objeto no es la cultura, que los regímenes de trabajo extenuantes no le permitirán formarse, sino la acción revolucionaria» (Cooke, La lucha por la liberación nacional, Papiro, 1971, p. 55). Partiendo de la práctica política, en suma, eludimos los peligros del economismo mecanicista y el idealismo voluntarista. Los condicionamientos estructurales son insuficientes, pues las estructuras, por sí mismas, son incapaces de generar el cambio revolucionario; los condicionamientos ideológicos y culturales, si son sustantivados, sólo pueden conducir a aventuras utópicas y, finalmente, estériles. Sólo la práctica política, en tanto actividad esencialmente y totalizadora, incorpora en un proceso de cambio la infinita riqueza de determinaciones de lo real.
La característica central de la práctica política es la de ser una práctica organizada. Las organizaciones del Pueblo, de este modo, constituyen las estructuras más concretas de lo real. El movimiento peronista, en tanto expresión orgánica de las mayorías nacionales, tiene por tarea la de impulsar todos los elementos de la realidad social (económicos, ideológicos, jurídicos, históricos, etc.) en una sola dirección: la liberación nacional y social de la Patria. El siguiente texto de Cooke aclara bastante la cuestión: «El régimen está en crisis: muchas voces lo viene repitiendo. Pero no por eso ha de caer. También el capitalismo como sistema mundial está en crisis, y nada permite predecir su caída a plazo más o menos corto. Un sistema en crisis puede subsistir mucho tiempo; no hay ninguna garantía de que se derrumbe por sí mismo, o por acciones espontáneas que esa crisis desate. Caerá cuando lo volteen; cuando el movimiento de masas oponga a esa crisis —que es total— la superación de su propia crisis —que es superable—; a esa anarquía, su acción orgánica, coherente, ordenada» (Cooke, ob. cit., p. 55). Cooke toca aquí el centro del problema: la organización del movimiento peronista.
Cuando hablando de nuestra realidad política, decimos que el régimen está en crisis, afirmamos que su capacidad de iniciativa ha sido superada por la de las organizaciones populares. Pues a través de todos estos años de lucha, los peronistas hemos ido incorporando ciertas certezas definitivas sobre estos temas, y una de ellas es ésta: la acentuación de las crisis del régimen guarda relación directa con el fortalecimiento de las organizaciones del pueblo. Como vemos, la práctica política, en tanto práctica organizada, aparece siempre en primer plano. Cuando Cooke define al burócrata, lo hace también a través de la práctica política, pues el proyecto del burócrata, precisamente, consiste en impedirla mediante el congelamiento y la regiminización de las organizaciones populares.
Desde el concepto de práctica política debemos ahora volver al tema de las clases sociales. Todo cuanto hemos intentado fundamentar hasta aquí (en especial: el concepto de práctica política en tanto práctica política popular organizada) nos conduce a la imposibilidad de visualizar a las clases sociales como eje explicativo último de los procesos históricos. Por eso dijimos: son descriptivas pero no explicativas, pues lo explicativo es la práctica y la organización política. Las clases sociales, sin duda, constituyen un valioso elemento para el análisis de la realidad, pues toda acción política se despliega siempre condicionada por el hecho material que supone la determinada ubicación de sus agentes en el aparato productivo. Pero este hecho, según lo hemos visto, es insuficiente para explicar los procesos de cambio revolucionario, pues si la historia es dialéctica y cambiante lo más adecuado será abordar su comprensión desde aquella realidad que constituye precisamente la irrupción de lo dinámico en el todo social.
Ninguna de las proposiciones hasta aquí esbozadas obedece a inquietudes de tipo meramente teórico. Creemos, por el contrario, que una interpretación exclusivamente clasista de nuestros procesos políticos y de nuestro movimiento suele conducir a errores tácticos y hasta estratégicos de importancia. En otros trabajos hemos analizado algunos de ellos. Aquí se trata de llevar al plano de la discusión el concepto de alianza de clases. Para ello hemos desarrollado los temas precedentes que ofrecerán el marco político-conceptual con el que nos manejaremos de aquí en más.
El concepto de alianza de clases
Un concepto repetido y al parecer necesario recorre los cuadros del movimiento peronista: el de alianza de clases. Su frecuente utilización en el trabajo barrial, fabril y universitario no hace sino revelar su notable funcionalidad. El militante político, en efecto, encuentra en él una herramienta teórica que le permite explicar con apreciable comodidad varios de los problemas centrales que plantea la práctica organizativa y doctrinaria del peronismo, en especial los siguientes: a) la articulación del Frente antiimperialista; b) las contradicciones internas de nuestro movimiento. Pero, junto a estas virtudes, el concepto presenta también, en un nivel inmediato, ciertos inconvenientes que preocupan y hasta confunden a muchos compañeros. Primero: es innegable que el concepto de alianza de clases remite, invariablemente, al de policlasismo, el cual no pudo ser rescatado para el vocabulario peronista ni siquiera por la frecuente utilización a que lo sometiera nuestro Cooke. Pues los compañeros, también invariablemente, se preguntan si con esto del policlasismo no estaremos impulsando una concepción que haga de la lucha de clases el motor de la historia y desarrolle unilateralmente el tema de la cuestión social, marginándolo del de la cuestión nacional. También saben, por otra parte, que el policlasismo ha constituido un instrumento inapreciable en manos de quienes han impugnado al movimiento nacional a través del concepto de conciliación de clases. Pues así fueron las cosas: todos aquellos que tildaron de policlasista al movimiento peronista (menos Cooke, claro está), encontraron allí una esplendente vía para definirlo como un movimiento que intentó la conciliación y la armonía entre las clases, pero (y ésta es la trampa) en beneficio de la única clase social interesada en esa conciliación: la burguesía. Muchos compañeros, asimismo, sospechan justificadamente que esta cuestión del policlasismo escamotea, en última instancia, la hegemonía que la clase trabajadora detenta en el movimiento peronista (temas sobre el que volveremos más adelante). Segundo: el concepto de alianza de clases constituye una pieza clave en la filosofía política del desarrollismo. Ante esto, los peronistas no podemos sino preguntarnos cómo es posible que estemos utilizando el mismo lenguaje que Frondizi y Frigerio. ¿Es que los conceptos no tienen contenidos? ¿Es que pueden servir tanto para una como para otra cosa? Pensamos que no. Y de esta certidumbre habremos de partir: un concepto plausible de transformarse en herramienta fundamental y expresión fidedigna del proyecto político del desarrollismo, autoriza a los peronistas, cuanto menos, a abrigar sobre él justificados recelos. Ahora bien, ¿por qué les gusta tanto a los desarrollistas esta cuestión de la alianza de clases?
Desarrollismo y alianza de clases
Según los impugnadores del movimiento nacional, la cuestión de la industria pesada constituye otro (uno más) de los «grandes errores» del peronismo. Tan importante, que figura con destacadas luces en la galería interminable de nuestros pecados. Allí, junto a la dilapidación de divisas para comprar hierro viejo, junto al oscuro propósito de integrar al proletariado al proyecto burgués, junto a las evidentes limitaciones de clase que impidieron la expropiación oligárquica, promovieron el plan económico del 52 o los contratos petroleros, y asimismo (corriendo la mira un poco más a la derecha) junto a la corrupción moral y política, la quiebra del tradicional estilo de vida argentino o la quiebra (también) de la joven Nelly Rivas y las niñitas de la UES, allí, decíamos, ocupa un lugar destacadísimo la cuestión de la industria pesada. Cuando los desarrollistas, por ejemplo, se refieren a ella pronuncian, invariablemente, la siguiente frase: las oportunidades que el peronismo dejó pasar. Recordemos sino aquella película, ¿Ni vencedores ni vencidos?, en la cual, con voz compungida y llorona, el relator afirmaba: «Se combatieron los efectos pero no las causas, se construyeron heladeras pero no se echaron las bases de una industria pesada». Pues éstas son, ni más ni menos, «las oportunidades que el peronismo dejó pasar».
Coincidiendo con los desarrollistas, también los teóricos de la izquierda han embestido al peronismo por ese lado: al parecer, nuestro movimiento no habría atacado las causas estructurales de la dependencia, permaneciendo así en un plano superestructural propio, por otra parte, de toda política populista. Esta coincidencia entre desarrollistas e izquierdistas no es de ningún modo casual: cuando se hace de la economía el principio explicativo último de los procesos sociales, se coincide siempre en ubicar a la revolución en las estructuras productivas. No es de extrañar, entonces, que Rogelio Frigerio y, pongamos, Ismael Viñas hayan coincidido tanto. Porque el desarrollismo es un pensamiento economicista y clasista. Y vamos a aclararlo.
El proyecto político del desarrollismo comienza por negar su condición de proyecto político. Se trata de un proyecto económico: una alianza de clases formalizada para posibilitar un desarrollo industrial impulsado por el capital extranjero. El desarrollismo (sin duda el proyecto más lúcido que el neocolonialismo ha generado en nuestro país) se presenta como la negación de la práctica política. Entendiendo por práctica política lo que nosotros entendemos, es decir, la organización y la movilización del Pueblo en su conjunto. No, dice el desarrollismo, para eso están los sindicatos, pero en tanto estructuras profesionales de reivindicación económica y no política. ¿Dónde ubican entonces los desarrollistas la política? Convengamos, ante todo, en que mantienen una cierta superestructura que podemos llamar política: el MID. Pero esto es secundario, pues ellos ubican a la política en la economía, es decir, en las estructuras productivas. La siderurgia, la soda solvay, la petroquímica y hasta el papel prensa: esto es la política, esto es lo que habrá de transformar y liberar al país, a esto Frondizi lo llama «Revolución Nacional». Porque si de macanear se trata, no se quedan cortos los artífices de la dependencia argentina.
El desarrollista, en suma, comienza por negar la importancia y aún la necesidad de la organización popular: la política no es algo que tenga que ver con el pueblo sino con las fuerzas productivas. Cuando el frondifrigerismo dice que «hay que desarrollar al país» está diciendo, ante todo, que hay que despolitizarlo. Es una lógica de la eficiencia (un eficientismo) que se articula del siguiente modo: 1.º, se afirma que la «revolución nacional» sólo habrá de producirse a través del desarrollo económico, eficiente e integrado del país; 2.º, con esto se ubica el centro del problema en la estructura productiva nacional: hay que crear una industria de base que nos permita colocar al país en un nivel de paridad con las grandes potencias. Especialmente con las europeas, cuyo modelo de desarrollo es el que, fundamentalmente, hay que realizar en la Argentina; 3.º, para impulsar el desarrollo de la estructura productiva (proceso que constituye el fundamento último de la liberación nacional) es necesario el aporte del capital extranjero, ante todo europeo, pues el proceso de acumulación del capital nacional va en retraso en relación a las necesidades de la estructura productiva. Y esto, aunque ahora no lo digan muy a menudo, se debe a los errores del pasado: a la dilapidación de divisas que produjo la demagogia y la imprevisión del peronismo, a esas oportunidades que dejó pasar; 4.º, para impulsar esta tarea el frondifrigerismo propone su proyecto de unidad nacional, al cual denomina, con maravillosa lógica, alianza de clases. Y aquí es donde el clasismo, el economismo y el eficientismo desarrollista encuentran su esplendente punto de complementación en un único proyecto: la negociación de la práctica política.
Cuando el peronismo habla de unidad nacional se refiere a una unidad política: la unidad organizativa del Pueblo pura impulsar el proyecto de liberación nacional y social de la Patria. Cuando el frondifrigerismo habla de unidad nacional se refiere a una alianza de clases. ¿Por qué? Muy simple: porque el concepto de alianza de clases es un concepto estructural y no político. Las clases están aliadas cuando sus objetivos materiales son coincidentes y pasan a constituir un campo común de intereses. Pero este concepto marxista de «interés de clase» marca el nivel meramente inmediato y espontáneo de las clases sociales, aquel justamente, en el que aún no ha hecho su aparición la política. Por eso lo recoge el desarrollismo con tanto entusiasmo. En resumen: el concepto de alianza de clases marca el momento en el cual las clases permanecen unidas por intereses estructurales comunes. Interés de clase quiere decir inmediatez de clase, espontaneidad de clase. Quiere decir, en suma, ausencia de la política. Entonces, si la unidad nacional es meramente alianza de clases, todo el proceso continúa manteniéndose en la esfera económica, que es justamente lo que el desarrollismo quiere. Es decir: el desarrollo dependiente de la estructura productiva, la ausencia de toda organización y práctica política popular, la participación de la clase trabajadora en el proceso como mero agente de la producción, como sujeto económico que debe canalizar sus reivindicaciones, económicas también, a través de las estructuras sindicales. Y nada más.
Alianza de clases y fuerzas políticas
Contrariamente al frondifrigerismo, el peronismo jamás concibió la posibilidad del cambio revolucionario al margen de la capacidad movilizadora y organizativa del Pueblo para imponerlo. Recordemos sino algunos de los temas que hemos tratado en este libro. El proceso de industrialización que Perón alienta durante su primera etapa de gobierno tiende justamente a impulsar la movilización del Pueblo: no fue otro el proyecto político que determinó la acumulación del capital en la industria. Antes que impulsar la industria pesada, decidió Perón, era necesario comenzar con la liviana pues ello permitiría varias conquistas fundamentales: a) la concentración urbana, proceso que significaba el debilitamiento de las bases sociales del poder oligárquico. Pues el peronismo no «despobló al campo» como suele decirse, sino que despobló a la oligarquía: era una etapa necesaria en ese momento de la revolución. La tarea se completó, según ya hemos visto, entregando a las bases campesinas que permanecieron bajo la égida oligárquica, un fundamental instrumento de protección y de lucha: el estatuto del peón; b) la transformación de ese proceso de movilidad social en un proceso de movilidad política a través de la organización del movimiento obrero. Como vemos, la transferencia de utilidades del sector agrario al sector industrial era expresión de un determinado proyecto político, e intentaba, asimismo, impulsar aquellos procesos populares destinados a sostener y garantizar la realización de ese proyecto.
Creemos, en consecuencia, que resulta inadecuado y peligroso calificar como alianza de clases a los frentes nacionales antiimperialistas impulsados por el movimiento peronista. El escamoteo de la cuestión de la primacía de la política conduce, con riesgosa y casi inevitable frecuencia, al economismo. Porque un Frente Antiimperialista es mucho más que una alianza de clases: es una alianza de fuerzas políticas. Las clases no establecen alianzas deliberadas (políticas) sino alianzas objetivas (estructurales, económicas). Entre una alianza de clases y una alianza política existe todo el complejo proceso que va desde la existencia objetiva de una situación común (verificable a nivel estructural) hasta el descubrimiento y la instrumentación política de esa situación por medio de sus agentes.
Y queremos ser claros aun a riesgo de ser redundantes: determinadas clases sociales pueden configurar, a nivel estructural, un campo común de intereses. A esto sin duda es correcto llamarlo alianza de clases, y más correcto aún sería llamarlo unidad de clases para eliminar el matiz volitivo del concepto alianza. Pero cuando esas mismas clases deciden la conformación de un Frente antiimperialista, esa decisión se determina desde el campo de la práctica política y no desde el de las estructuras económicas. Se objetará, sin duda, que las fuerzas políticas no constituyen sino la expresión superestructural de las clases sociales, y que, en consecuencia, sólo es posible analizar la composición interna del Frente antiimperialista partiendo de los intereses objetivos de las clases que lo componen. A lo que respondemos: a) es incorrecto ubicar a las fuerzas políticas en lo que se denomina superestructura. El movimiento peronista, por ejemplo, en tanto estructura organizativa de las mayorías populares, constituye una fuerza política que sintetiza las determinaciones, en sí incompletas, de la estructura y la superestructura: implica, en consecuencia, un nivel más elevado y totalizador de la realidad social. Los peronistas preferimos reservar el concepto de superestructura para marcar aquellas fuerzas políticas incapaces de lograr una efectiva inserción en las bases. Por eso decimos: superestructura burocrática. Pero, por el contrario, consideramos inadecuado ubicar allí a quienes realizan un efectivo trabajo de organización; b) para analizar la composición interna de un Frente antiimperialista, es necesario poner el acento en las fuerzas políticas que constituyen ese Frente y en los proyectos políticos que cada una de ellas sustenta. Se determinarán, de ese modo, los aspectos coincidentes que impulsan a la alianza de esos proyectos, como asimismo los alcances y límites de esas coincidencias y sus posibles (cercanos o lejanos) puntos de ruptura; c) es incorrecto interpretar mecánicamente a las fuerzas políticas como expresiones unívocas de una determinada clase. Ante este hecho, el concepto de alianza de clases encuentra serios inconvenientes cuando se lo intenta transformar en una herramienta de análisis político y no económico-social. Y vamos a ver por qué.
Más allá de versiones esporádicas, se ha presentado como altamente probable durante la presente coyuntura política argentina (1973), una integración del peronismo y el radicalismo en un Frente antiimperialista. Pongamos que llegue a efectivizarse, ¿cómo interpretarla según el concepto de alianza de clases? Concretamente: ¿una alianza entre el movimiento peronista y el partido radical es una alianza de clases? Para averiguarlo, analicemos primeramente qué sectores sociales encuentran su canalización política a través del radicalismo: pequeños comerciantes, pequeños industriales, trabajadores independientes, trabajadores rurales, pequeños propietarios rurales, sectores medios burocráticos y profesionales. A nadie escapa que estos mismos sectores sociales encuentran también su representatividad política a través del peronismo. En consecuencia, una alianza de clases entre peronismo y radicalismo plantea para el análisis clasista un hecho notable: una alianza de determinadas clases consigo mismas.
Por innumerables razones que ya conocemos, la clase obrera argentina encuentra su expresión organizativa y doctrinaria en el peronismo: no existen allí mayores problemas de hegemonía para nuestro movimiento. Es entre los sectores medios de la población donde el peronismo comparte áreas de influencia con otra fuerza política de larga trayectoria, el radicalismo. Porque nadie lo ignora: entre los sectores medios hay, por ejemplo, pequeños propietarios rurales peronistas y pequeños propietarios rurales radicales, pequeños comerciantes peronistas y pequeños comerciantes radicales, empleados burocráticos peronistas y empleados burocráticos radicales, y así sucesivamente. ¿Estaríamos en presencia, entonces, de dos clases medias, una radical y otra peronista? Absurdo. ¿Se trataría de fracciones de clase? Ni por asomo. Las fracciones de clase se determinan a partir de las funciones diferenciadas que cada una de ellas ejerce en relación a la otra. Es así como resulta posible distinguir, por ejemplo, una burguesía industrial, una comercial y otra financiera. Pero en los casos que estamos desarrollando se trata de idénticos sectores sociales con funciones también idénticas. Una alianza entre pequeños propietarios rurales peronistas y pequeños propietarios rurales radicales no es una alianza de clases ni una alianza de fracciones de clases, pero es, sin duda, una de las alianzas que la constitución del Frente antiimperialista permitiría establecer. ¿Cómo interpretarla?
Ante este tipo de situaciones se revela la enorme riqueza del análisis político. Resulta sin duda absurdo imaginar una alianza de clases entre una clase media peronista y una clase media radical, pues la clase media, en tanto sectores ligados a las estructuras menos concentradas del aparato productivo o sectores dependientes burocráticos, es una sola. Y las clases no establecen alianzas consigo mismas. El problema aquí planteado, en consecuencia, no se resuelve desde el campo de las clases sino desde el de la política.
Una alianza entre peronismo y radicalismo, a través de la formación de un Frente antiimperialista, sólo puede ser interpretada como una alianza de fuerzas políticas que expresan y organizan a los mismos sectores sociales. A excepción, claro está, del sector obrero, sobre el cual el radicalismo ejerce una limitadísima influencia. Para el peronismo, la existencia del radicalismo, antes que una cuestión clasista, implica una cuestión organizativa y doctrinaria: no existe ningún impedimento para que las bases radicales sean movilizadas y organizadas por el movimiento peronista. Un primer paso en esta tarea lo constituye la alianza con la superestructura partidaria radical. Y aquí sí, deliberadamente, introducimos el concepto de superestructura, pues el partido radical, siempre imbuido del espíritu comiteril que lo caracterizó desde la caída de Yrigoyen, lejos de emprender una auténtica tarea organizativa y doctrinaria para movilizar a sus bases en el sentido de la liberación nacional, continúa adoptando el papel de maquinaria electoral, haciendo sentir su presencia, de este modo, sólo en las épocas de procesos eleccionarios. La alianza que establece el Frente antiimperialista constituye un intento por incorporar al radicalismo al proyecto de liberación nacional y social de la Patria, incorporación que habrá sido realizada en sus más profundos alcances cuando las bases radicales, a través de las tareas organizativas y doctrinarias de nuestros cuadros, puedan ser movilizadas por el movimiento peronista.
El concepto de alianza de clases, en suma, implica el riesgo de caer en una interpretación economicista, clasista o estructuralista del Frente de liberación nacional. La que nosotros venimos proponiendo, por el contrario, es una interpretación política. La única, por otra parte, que debemos dar desde el campo del peronismo.
Alianza de clases, policlasismo y conciliación de clases
El economismo clasista que destila el concepto de alianza de clases ejerce su riesgosa influencia a través del acercamiento al campo político-conceptual del Pueblo de dos categorías con un elevado índice de confusionismo ideológico: las de policlasismo y conciliación de clases. No es casual que los compañeros abriguen severas dudas sobre la utilización de las mismas en el trabajo de base, aun a pesar de la cómoda funcionalidad que revelan para explicar ciertos aspectos de la práctica política del peronismo. Pues esto es lo cierto: los conceptos de alianza de clases, policlasismo y conciliación de clases, establecen entre sí un campo común de significatividades que determina que la utilización de cualquiera de ellos remita necesariamente a los otros dos. Habrá que analizar, entonces, cómo y por qué se produce esta triple traslación de sentidos.
El hecho de la dominación imperialista atraviesa la realidad social de nuestra Patria e introduce en ella su contradicción fundamental: Imperialismo/Nación. El peronismo, en tanto movimiento de liberación nacional y social, ha intentado siempre la organización de todos aquellos sectores sociales objetivamente enfrentados al imperialismo y pasibles de ser movilizados políticamente en su contra. De aquí que su práctica política se haya expresado y se exprese a través de la formación de amplios frentes populares, es decir, frentes antiimperialistas. Definir este hecho mediante el concepto de alianza de clases remite de inmediato a la cuestión del policlasismo, pues implica la obvia afirmación de que son varias las clases que integran el frente antiimperialista. La cuestión revela su verdadera peligrosidad cuando las características propias del concepto de alianza de clases comienzan a desplegar su influencia. Pues si, según hemos visto en detalle, el concepto expresa ese momento en el que las clases permanecen unidas a nivel estructural, la influencia decisiva que indudablemente ejerce sobre el de policlasismo será suficiente para transformar a éste en un concepto estructural y no político. El Frente antiimperialista, entonces, es definido en tanto Frente estructural policlasista, quedando cerradas las posibilidades de introducir en él factores de fuerza o hegemonía política. Pues un Frente policlasista implica la unidad estructuralmente determinada de todos los sectores que lo integran, e imposibilita la adecuada valoración de aquellos factores políticos tendientes a calibrar la hegemonía que uno u otro de esos sectores puedan detentar sobre el Frente. Y esta cuestión de la hegemonía es fundamental, pues al margen de lo que en estos momentos se discuta sobre si la clase obrera tiene o quiere la batuta, lo que no se puede dejar de marcar es que la clase obrera es la clase hegemónica del proyecto político peronista y, en consecuencia, de los Frentes políticos que ese proyecto impulsa a establecer. Pues la hegemonía de la clase trabajadora en el movimiento peronista no se establece únicamente en relación al nivel de organicidad y representatividad que hoy pueda tener, sino que debe calibrar también todos aquellos factores que han conducido siempre a concebirla como «columna vertebral del movimiento peronista»: su capacidad movilizadora y revolucionaria y su fidelidad histórica al proyecto político del movimiento que ella misma impuso y sigue imponiendo en la realidad nacional desde las jornadas de octubre del 45. Se puede y debe, entonces, discutir y fortalecer su organicidad presente, y siempre habrá que hacerlo pues sólo esa organicidad garantizará su triunfo, pero no es aconsejable ni siquiera correr el riesgo de proponer conceptos que puedan ocultar su hegemonía siempre vigente (con mayor o menor grado de efectividad) en el movimiento peronista, pues todos los sabemos: no hay peronismo sin clase obrera. Y todo esto es lo que oculta, peligrosamente, el concepto de policlasismo, pues definir al movimiento peronista como una estructura de clases sin marcar en él las cuestiones relativas a la hegemonía política, implica una abrupta caída en el economismo. Y de aquí al tema condenatorio de la conciliación de clases en beneficio de la burguesía no hay más que un paso. Pues como la burguesía, a nivel económico, es más fuerte que la clase obrera, cuya única posibilidad de poder es la política, toda interpretación que desde el concepto de alianza de clases haga del movimiento peronista un movimiento policlasista estará escamoteando la cuestión de la primacía de la política y, con ella, la de la hegemonía de la clase trabajadora. Y estará impulsando, así, una interpretación estructural y economicista que fatalmente otorga a la clase más concentrada a ese nivel, la burguesía, la hegemonía final sobre el proyecto histórico del peronismo. Que quedaría reducido, entonces, a la conciliación y la armonía entre las clases sociales, tarea que sólo puede redundar en beneficio de aquella cuyo poder ha alcanzado mayores grados de concentración a nivel económico, la burguesía. Pues allí donde desaparece la política, la clase obrera va al muere.
Como no creemos que todo esto sea sencillo, vamos a intentar resumirlo ordenadamente: a) el concepto de alianza de clases marca aquel nivel en el que las clases permanecen unidas estructuralmente, configurando un campo objetivo de intereses comunes. Se trata aquí de una mera unificación de las clases sociales a partir de aquellos intereses objetivos determinados por la ubicación de cada una de ellas en el aparato productivo. Esta unidad material está establecida por completo al margen de la práctica política; b) el concepto de policlasismo, que se determina a partir del de alianza de clases, queda así establecido también como un concepto estructural y no político. Esta ausencia de criterios políticos establece una amorfa igualdad entre aquellas clases que integran el Frente antiimperialista pues impide calibrar los distintos proyectos con que cada una de ellas ingresa a ese Frente; c) el concepto de policlasismo conduce al de conciliación de clases a través de la fatal definición del Frente antiimperialista como el lugar en el cual las clases armonizan. Y si hablamos de fatalismo es porque queremos marcar la determinación mecanicista que se establece a través de todo este razonamiento. En efecto, si el concepto de policlasismo, en tanto concepto estructural, escamotea la cuestión política, ¿cómo establecer entonces las diferencias entre las distintas clases del Frente? Pues esto es lo cierto: si algo impide caracterizar al Frente antiimperialista como el lugar en el cual las clases armonizan, es la puesta en evidencia de los distintos proyectos políticos que confluyen en ese Frente, de los objetivos comunes que permiten esa confluencia y de las diferencias estratégicas que determinarán las luchas internas por la hegemonía del proceso. El concepto de policlasismo, por el contrario, al eliminar las cuestiones de hegemonía política y las diferencias que sólo ellas pueden introducir en el campo de la unidad de clases, define al Frente como mero reflejo superestructural de una amorfa unidad verificable a nivel de las estructuras productivas. Con lo cual, las cuestiones relativas a la hegemonía pasan a resolverse en el terreno económico y no en el político: la burguesía, entonces, en tanto clase social más concentrada a ese nivel, queda establecida como clase hegemónica de los Frentes populares impulsados por el peronismo a lo largo de su historia. De aquí a la caracterización de nuestro movimiento como nacionalismo burgués, bonapartismo y otras yerbas no hay ni siquiera un paso.
Nuestro propósito es marcar la hegemonía que la clase obrera ha detentado y detenta en el movimiento peronista, pues creemos (y si no lo creyéramos no seríamos peronistas) que el movimiento expresa sus verdaderos interese históricos. Pero el rescate de esta hegemonía (tendiente a no caer en caracterizaciones del peronismo que lo reduzcan a ser expresión de un proyecto burgués al cual la clase obrera meramente debe acompañar) no nos deben conducir a posturas triunfalistas que afirmen, por ejemplo, que la clase obrera tiene hoy la batuta y está conduciendo el proceso. En la historia del peronismo hay, básicamente, dos líneas: una revolucionaria y leal y otra burocrática y regiminosa. Ambas han compartido la hegemonía durante largos períodos. Lo que no es posible negar, a riesgo de caer en una interpretación falsa de nuestro movimiento en totalidad, es que la clase obrera tiene la hegemonía histórica del proceso. Pero el señalamiento de esta hegemonía no nos debe ocultar el hecho de que la misma es seriamente dañada en momentos en que arrecian su embestida los sectores conciliadores, no leales al proyecto histórico del movimiento.
En resumen: la definición del Frente antiimperialista como alianza de clases conduce a una visualización del peronismo (cuya práctica política siempre se desarrolló a través de la formación de este tipo de Frentes) que impide marcar la hegemonía de la clase obrera en el movimiento. Se sabe, por otra parte, que los objetivos de poder de la clase obrera implican la transformación de su número en fuerza. Pues bien: el concepto de alianza de clases marca aquel nivel en el cual la clase obrera se expresa a través del número, de aquí que siempre pierda ante la burguesía cuando las cuestiones de hegemonía son resueltas a ese nivel. Pero la organización y la práctica política significan las mediaciones por las cuales la clase obrera transforma su número en fuerza.
Contradicciones internas del Frente antiimperialista
En la Argentina, la herramienta política que el pueblo ha producido para la tarea de la liberación nacional es el movimiento peronista. Este movimiento, integrado por una diversidad siempre creciente de sectores sociales, realiza alianzas políticas con otros grupos. Estas alianzas, a su vez, las realiza por mediación de una estructura que ha creado para eso: el Partido Justicialista. En resumen a través de las alianzas establecidas por el Partido Justicialista con otros sectores políticos, el movimiento peronista integra a esos sectores al campo del Pueblo. Esto es, básicamente, el Frejuli. Cada uno de esos sectores, a su vez, ingresa al campo del Pueblo con su propio proyecto estratégico. El Frejuli, en suma, es una estructura que el movimiento peronista ha montado a través de las alianzas del Partido Justicialista para incorporar a cuanto partido político fuera posible al proyecto de liberación nacional.
Veamos ahora el Frente del 45. Confluyen allí: a) la clase obrera y demás sectores populares a través de un proyecto político movilizador y organizativo: un proyecto de poder popular surgido de la relación líder-masa; b) las FF. AA. cuya doctrina de Defensa Nacional las llevaba a acompañar al peronismo por los postulados industrialistas del movimiento; c) la llamada burguesía nacional, cuyos intereses económicos encontraban adecuada expresión en la política proteccionista del Estado Nacional Popular. Tenemos, en suma, tres proyectos políticos. Clase obrera y sectores populares: movilización, organización y poder. Fuerzas Armadas: industrialismo y defensa nacional. Burguesía «nacional»: desarrollo económico y proteccionismo estatal. Es obvio que los proyectos políticos de la burguesía «nacional» y de las FF. AA. presentaban características que terminarían por posibilitar una alianza de alcances más permanentes.
Un Frente antiimperialista, en resumen, constituye la formación de un bloque de fuerzas políticas ante un adversario común. Cada una de las fuerzas que lo constituyen ingresa al Frente con un proyecto político propio. Los distintos proyectos políticos, si bien son coincidentes en el nivel coyuntural de enfrentamiento al enemigo, se diferencian estratégicamente. Las contradicciones internas del Frente antiimperialista, en suma, se expresan a través de las luchas que las distintas fuerzas políticas establecen entre sí para instrumentar las acciones del Frente en el sentido de sus propios proyectos estratégicos.
Una adecuada caracterización política de un Frente antiimperialista no debe supeditarse a la enumeración y descripción de las clases sociales que lo constituyen. Será necesario analizar, además de eso, aquellos procesos a través de los cuales esas clases han descubierto e instrumentado su situación objetiva, su situación de clase. Sólo entonces comenzaremos a visualizar al Frente como el lugar político de confluencia de las organizaciones y proyectos estratégicos elaborados por las distintas fuerzas políticas. Más enriquecedor y hasta didáctico que afirmar, por ejemplo, que en el Frente antiimperialista confluyen la clase obrera, la pequeña burguesía y los sectores burocráticos y empresariales, es caracterizar los proyectos estratégicos de cada una de esas fuerzas políticas, sus orígenes históricos en el movimiento peronista, sus organizaciones, sus métodos de lucha política, las coincidencias coyunturales que les permiten una alianza táctica y las diferencias estratégicas que las enfrentan constantemente, con mayor o menor fuerza según las circunstancias.
Nada de esto es sencillo ni está definitivamente resuelto. La práctica política popular recrea constantemente aquellas categorías que permitirán su inteligibilidad más profunda. A los peronistas, partícipes de un enorme proceso de transformación protagonizado por los pueblos del Tercer Mundo, nos está vedado elaborar teorías y métodos de investigación acabados y perfectos sobre los que solamente reste discutir tal o cual aspecto parcial. Que todas las presentes sean cuestiones abiertas no es sino otra manifestación de la continuidad de la lucha.