SAN JUAN, PUERTO RICO

28 DE SEPTIEMBRE

DESEMBARQUE

 

Timni miró su reloj, quedaba poco para que anocheciera. Se encontraba en el puente de mando, a su lado, todavía con el pómulo fracturado y vendado, su ayudante Juan José. El Capitán Svensson, al que Timni ya había pasado el extensísimo informe de lo acaecido, permanecía concentrado en las órdenes de aproximación y posterior atraque, unos pasos a su izquierda. Todos miraban por uno de los grandes ventanales de proa cómo la entrada a la Bahía de San Juan se acercaba más y más. El Castillo o Fuerte de San Felipe del Morro, con sus temibles fortificaciones y murallas de sesenta pies de altura, se hacía cada vez más grande, presidiendo el promontorio de la ciudad llamada Viejo San Juan.

En el Muelle 4 les esperaban, como recibimiento especial, las autoridades puertorriqueñas y varios agentes especiales del FBI, enviados exprofeso para hacerse cargo de la investigación de los asesinatos y desapariciones ocurridos en aquel maldito viaje.

En primer lugar, se había dado la orden de que desembarcaran, sin controles específicos, ya que no sabían tampoco qué buscar, todos los pasajeros. Con excepción de la viuda e hijos de Yerik Vorobiov, así como de los empleados de SETBALL, incluida la pobre Alice, que deberían esperar a poder tomar tierra una vez se les tomase declaración.

Del mismo modo, también Timni había comunicado a algunos miembros de la tripulación que se reunieran en las dependencias de Seguridad de a bordo, en cuanto finalizara el desembarque. Desde que hubiera acompañado a Alice a su camarote aquella mañana, parecía que habían transcurrido días y no horas.

Tras un exhaustivo pero infructuoso registro del camarote del señor Atkinson habían estado revisando una y otra vez todos los videos de las cámaras de video vigilancia. Timni estaba agotado.

Habían hecho una copia con las imágenes más relevantes de que disponían, incluidas todas las correspondientes que habían podido identificar de la familia Vorobiov y de su escolta, del señor Atkinson III, de Peter Williams y de Brooke Smith; así como, de la pareja de sicarios rusos que ahora descansaban inertes en la provisional cámara mortuoria que custodiaba el Médico Oficial del barco, Walter Gorman.

También disponían de algunas imágenes donde el desconocido intermediario de la compraventa de las misteriosas joyas aparecía, pero donde, sin éxito, habían podido identificarlo en alguna de ellas. No disponían más que de un extraño apodo, “seeker”, que les había facilitado Peter Williams y de algunas imágenes donde, con los medios de que disponían a bordo, era imposible poder saber su identidad. Tampoco ayudaba que ni las susodichas joyas ni el smartphone del señor Atkinson hubieran aparecido por ningún sitio, con los posibles mensajes entre este y el enigmático mediador.

El FBI se haría cargo del ingente dinero del señor Vorobiov, custodiado en su propio despacho por un par de sus ayudantes, y de todas aquellas imágenes, clasificadas e identificadas. Así como, del registro de los camarotes de todos los implicados en aquella locura de crucero.

Sin duda, no iba a ser fácil que el FBI siguiera la pista del desaparecido intermediario y averiguase si este había intervenido de algún modo en el asesinato de Vorobiov o de Brooke Smith. Tampoco si este doble crimen había sido obra de los dos sicarios rusos. De todos modos, ese ya dejaría de ser su problema en unos minutos.              

Unos minutos que se habían hecho eternos para Charlie, que, tras haber pasado las últimas horas encerrado en su camarote salvo para realizar una compra de última hora en la tienda de souvenirs de a bordo, realizaba, por fin, el check out del crucero, eso sí, excesivamente nervioso.

Mientras un solícito miembro del equipo del Luxury of the seas cobraba, en efectivo por supuesto, los gastos que había realizado a bordo, Charlie respiraba profundamente, intentando templar sus aceleradas pulsaciones, mirando a uno y otro lado, imaginando que en cualquier momento saltaría una alarma, o que unos miembros del equipo de seguridad de a bordo aparecerían de la nada y le detendrían.

Sin embargo, nada de eso pasó. Charlie pudo abandonar, sin que surgieran problemas, el Luxury of the seas por la gran pasarela de estribor. Confundiéndose entre los muchos pasajeros que, como él, ahora cruzaban la gran terminal del muelle 4.

Tuvo que esperar con impaciencia creciente cómo, una cinta de maletas, donde se anunciaba su cubierta, expulsaba sus dos ultraligeros trolleys. Como no había que pasar ningún control para la salida, llevaba consigo una mochila publicitaria de la compañía naviera OCEANIC que había comprado apenas hacía un par de horas, donde guardaba perfectamente escondido el dinero de su comisión y las joyas de la corona.

En un repentino ataque de pánico, incluso estuvo a punto de dejar los trolleys allí, dando vueltas indefinidamente… pero no fue necesario: logró atenazar sus nervios a flor de piel. Además, habría levantado sospechas si hubiese dejado las dos caras maletas allí.

Intentó calmarse mientras no dejaba de observar posibles salidas de la terminal de desembarque, calculando cuál sería su vía escapatoria si tenía que salir corriendo. Pero nada ocurrió.

Tomó sus maletas sin que nada pasara y salió por la puerta principal de la terminal. Un golpe de calor y humedad le alcanzó en cuanto abandonó el aire acondicionado de la terminal.

Arrastró sus maletas unos metros y enseguida uno de los cientos de taxis que atestaban el muelle, ahora iluminado al caer la noche, se paró a sus pies.

— Buenas tardes, señor. — El taxista, un puertorriqueño algo entrado en canas y carnes, saludó con una encantadora sonrisa a Charlie, mientras descendía de su vehículo.

— Buenas tardes.

El taxista eficientemente cogió los dos trolleys de Charlie, sin preguntar. Abrió el maletero y metió ambos bultos en él, mientras Charlie accionaba la manivela de la puerta trasera del taxi con su mochila bien asida del brazo izquierdo.

El taxista antes de cerrar el maletero le preguntó:

— ¿Quiere que le lleve la mochila en el maletero, señor?

— No, gracias, prefiero llevarla yo.

Una vez sentado, y el taxi pugnando por dejar el muelle entre un caótico tráfico, Charlie indicó su destino al conductor:

— Por favor, lléveme directamente al aeropuerto.

Charlie no pudo borrar entonces una enorme sonrisa mientras se comenzaba a relajar en el asiento, mirando por la ventana trasera del taxi como la silueta del iluminado Luxury of the seas rompía el anochecer e iba haciéndose cada vez más pequeño.

El huracán Shary había trastocado todo su plan del viaje y ahora se encontraba unos días antes de lo previsto de vuelta en el Viejo San Juan, sin reserva en ningún hotel. Con toda seguridad, no habría problema alguno para encontrar una habitación libre con unas cuentas libras esterlinas por delante, pero Charlie no quería permanecer en Puerto Rico ni un minuto más de lo imprescindible. Llegaría al aeropuerto y cambiaría su billete de vuelta a Londres por uno directo a Milán o cualquier otro destino cercano, el primero que hubiese.

Sin duda, tenía que esconderse durante un largo tiempo y ya había decidido que su casa “Paradisus” de Brunate sería el sitio perfecto.

Aún agarraba la mochila que mantenía pegada a su lado, mientras el taxi cruzó un Viejo San Juan que saludaba a la noche entre luces amarillas, en dirección a la Avenida Expreso Román Baldorioty de Castro que le llevaría a uno de los esperanzadores aviones que despegasen de la isla de Puerto Rico.

Se prometió a si mismo que no habría más cruceros, este había sido el primero, pero sería también el último. No quería volver a oír mencionar jamás montarse en un barco. De todos modos, la sonrisa no se le borró pensando en ello.

Volvió a mirar incrédulo la mochila en la penumbra del asiento trasero del taxi, no se lo creía aún. Por unos segundos se tentó de abrirla y comprobar que efectivamente los dos altavoces falsos y las ·joyas de la corona” aún permanecían en ella, confirmando que no estaba soñando. Finalmente se decidió por abrir uno de ellos: las preciosas incrustaciones brillaron reflejándose en las paredes interiores de su escondite. Besó en un gesto inconsciente la joya y cerró de nuevo el escondite, cerrando la cremallera de la mochila tras hacerlo.

Nada había salido como estaba previsto, pero ahora, además de una enorme comisión, llevaba consigo, escondidas en su mochila, dos de las joyas más valiosas y buscadas del mundo: dos huevos Fabergé dados por perdidos desde hacía un siglo y cuya historia sabía muy bien…

  … en 1885, un conocido orfebre y joyero, Carl Fabergé, había recibido un encargo muy especial que cambiaría su vida y ahora, como no, la de Charlie… el zar Alejandro III le había encargado a Fabergé fabricar una joya única para su esposa, la emperatriz María. Para ello, el joyero de San Petersburgo, se había inspirado en un huevo de Pascua que se encontraba en las colecciones reales danesas, ya que la emperatriz era oriunda de Dinamarca. Tanto gustó la maravillosa obra de arte, llamada “Huevo Imperial de gallina” que desde entonces a Fabergé se le había solicitado que fabricara cada Pascua un huevo nuevo y único, escondiendo dentro una sorpresa para la emperatriz. Desde entonces, sesenta y nueve joyas de incalculable valor habían salido de las manos del mundialmente conocido artesano; de las que cincuenta y dos fueron a parar directamente a manos de la familia real que había gobernado los designios rusos bajo la dinastía Románov desde principios del siglo XVIII. El resto de huevos conocidos fueron encargos de otros nobles, así como de la alta burguesía que en la época gobernaba con timón firme el imperio ruso junto a los Románov.

Cada huevo era una obra de arte única, pero solamente ocho de ellos se encontraban desaparecidos…

De cinco de ellos, había al menos alguna constancia fotográfica y por tanto se podía estimar, no se podía confirmar, su paradero definitivo. Quedaban por tanto tres huevos de Pascua de Fabergé que habían sido todo un misterio desde la llegada de la Revolución Rusa de 1917. Uno de ellos, llamado “huevo con gallina y pendiente de zafiro”, que fue el fabricado en segundo lugar por Fabergé en el año 1886, fue el que Yerik Vorobiov había vendido hacía muchos años para obtener el dinero para comenzar su imperio. Charlie todavía no había logrado averiguar cómo este había acabado en manos de Yerik, así como los otros dos huevos perdidos… pero ahora eso era completamente irrelevante: el destino de “Huevo malva”, fabricado en 1897 y regalado por el zar Nicolás II a su madre, y el del “Huevo imperial de Nefrita”, también regalo a su madre y de 1902… estaba a punto de reescribirse de nuevo.

Para el mundo, ambas “joyas de la corona” seguirían desaparecidas durante un largo tiempo… igual que él.