SAINT THOMAS, U.S. VIRGIN ISLAND

24 DE SEPTIEMBRE

SEGUNDO DÍA A BORDO

 

Por los altavoces del barco se anunció la llegada a la primera parada del crucero: Saint Thomas. Eran apenas las ocho de la mañana, pero Charlie no podía dormir más. La noche anterior se había decidido por cenar en la cantina mejicana y algo no le había sentado muy bien, con toda probabilidad alguna salsa. Finalmente, cansado por el cambio horario, la indigesta cena y el ejercicio del gimnasio, se había retirado pronto a su camarote. No era muy dado a gastar un día ociosamente, pero, sin haber recibido todavía noticias de su cliente, había madrugado y resuelto hacer turismo por la isla, eso sí, con el móvil cien por cien cargado de batería y sin alejarse mucho del barco, por si acaso. De todos modos, en teoría, hasta el día siguiente, cuando arribasen a Tórtola y tuviera que reunirse con el señor Vorobiov para firmar los papeles de la apertura de la sociedad a crear a su nombre, no tenía nada planificado a priori.

Le vendría bien estirar las piernas y conocer los encantos locales que le pudiera ofrecer la isla más grande de las compradas, en plena I Guerra Mundial, por Estados Unidos a Dinamarca, junto a Saint John y Saint Croix, las islas vecinas.

Ya se encontraba mejor del estómago y se decantó por desayunar en el restaurante buffet de la décimo cuarta cubierta, antes de bajar a tierra firme. Le aburría soberanamente almorzar solo, por eso comenzó a distraerse de nuevo pensando e imaginando a qué podían dedicarse los demás comensales que abarrotaban, a esa hora, el restaurante. Se fijó en muchos, pero sobremanera en dos hombres jóvenes que acababan de sentarse tres mesas a su izquierda: ambos en un evidente buen estado de forma. Uno de ellos llevaba colgada de su cuello una espectacular cámara de fotos. Él no entendía mucho de fotografía, pero evidentemente tenía pinta de ser muy costosa. También observó el corte de pelo de ambos, casi idéntico, así como las también lujosas gafas y relojes que ambos lucían. Parecían incluso mellizos, aunque si Charlie pudiese haber apostado lo hubiera hecho a favor de que más bien eran pareja, sobre todo viendo los anillos idénticos que portaban en sus dedos anulares.

Desde donde se encontraba sentado Charlie no consiguió oír su escasa conversación, pero parecía que hablaban en inglés. Él no estaba muy puesto en temas matrimoniales, pero sabía que en algunos estados norteamericanos como Nueva York o California estaba permitido el matrimonio gay o entre personas del mismo sexo, por lo que supuso que quizás fueran vecinos de alguno de aquellos dos estados estadounidenses. Más difícil fue imaginar a qué profesión podían dedicarse, ambos vestidos de bermudas, camiseta ajustada y zapatillas deportivas; pero, por la cámara fotográfica y los complementos que ambos lucían, la seriedad de sus gestos y en especial, por la poca energía que transmitían sus miradas, probablemente fueran gerentes de proyecto en alguna empresa consultora o casi más seguro, que pertenecieran a una firma de auditoría o trabajasen en una entidad financiera. Además, por la piel tan pálida, eso sí depilada, dedujo que podían dedicarse a alguno de esos trabajos. Probablemente, pensó Charlie, debían ser de los que pasaban todos los días de la semana encerrados en unas plomizas oficinas revisando papel tras papel, o dejándose toda su energía y vitalidad en gigantescas hojas de cálculo y complicadas bases de datos; amén de, por su complexión, pasar bastantes horas en uno de esos típicos gimnasios elitistas de ciudad.

Charlie no pudo evitar sonreír para sí mismo, su vida había ido por derroteros completamente diferentes al de esos más que probables ejecutivos. Desde muy joven su educación se había dirigido, gracias a la pasión de sus padres por el arte, hacia un mundo en absoluto sombrío y triste, puesto que todo lo contrario suponía el bello mundo de las antigüedades.

No recordaba bien que número suponía él en las muchas generaciones de la familia Jones que se habían dedicado a las antigüedades; pero la tienda, que había heredado cuando sus padres fallecieron, hacía ya ocho años, y situada en plena calle Portobello Road, llevaba abierta, al menos que él supiera, desde 1855. La situación estratégica del anticuario Jones era muy buena, en pleno Mercado de Portobello, dentro de la zona más visitada del barrio de Notting Hill. Y el negocio, lo suficientemente lucrativo para permitir vivir durante generaciones, o al menos sin ahogos, a la familia Jones de lo que realmente les había gustado.

Gracias a esa pasión por las antigüedades, su madre, Anne, desde que él fuera muy joven, había rodeado todos sus movimientos y gastado todos sus esfuerzos, incluida gran parte de los monetarios, en que su único vástago recibiera la mejor formación en historia del arte que el presupuesto que les dejaba el anticuario les pudiera permitir.

Sin embargo, a Trevor Jones, el padre de Charlie, siempre le había parecido que tanta formación no era para nada necesaria y menos que su hijo hubiera pasado por las mejores universidades. Es más, afirmaba que la mejor formación estaba en la calle y que ningún aula le podía enseñar lo mismo; tal y como habían hecho generación tras generación los Jones. Charlie recordó mientras daba cuenta del desayuno, que, por ese convencimiento paterno, desde que había tenido apenas uso de la razón, había pasado las pocas horas que el estudio le dejó libres, visitando junto a su padre a otros anticuarios y, sobre todo, aprendiendo de ese oficio tan complicado y al mismo tiempo bello. Si bien esa agenda tan ajetreada no le había dejado mucho tiempo para divertirse, él guardaba grandes recuerdos del tiempo pasado con su padre.

No obstante, los gratos recuerdos de juventud pronto se vieron truncados al recordar que aquella vida desgraciadamente se había roto con el mortal accidente de coche que se llevó por delante a sus padres.

Ese hecho había adelantado el proceso natural de que Charles Jones se hiciera cargo de la tienda familiar. Sin embargo, los problemas en su vida no vinieron porque fuera algo joven para asumir la cabeza del negocio; tampoco por quedarse solo en la vida, no era un hándicap para él realmente ya que en el fondo estaba acostumbrado por ser hijo único y además, sus padres le habían inculcado bien el poder valerse por sí mismo… además, gracias a sus contactos en el mundo universitario, en vacaciones o cuando había puntas de trabajo, no faltaban estudiantes de historia del arte que quisieran por unas libras, echarle una mano en la tienda.

El dinero tampoco fue causa inicial de preocupaciones para él: la herencia que sus padres le habían dejado, consistente en una bien situada vivienda a tres calles de Portobello Road, el local en propiedad que ocupaba el negocio del anticuario, y el seguro de vida de sus protectores, le habían permitido vivir desde el principio una situación más que suficientemente holgada.

El verdadero calvario para él fue el que nadie supo prever: ser propietario de una tienda de antigüedades le ahogaba...

… a Charlie le angustiaba esperar… esperar a que algún turista o algún aficionado a las antigüedades traspasaran la entrada de su tienda. Ser anticuario no era una mala profesión, pero él tenía más ambición que sus padres. Pasar las horas dentro de aquellas paredes, esperando vender un aparador, un marco, o un cuadro… lo consumía, le dejaba sin aire no ser parte activa del verdadero negocio del arte. Él quería, él necesitaba, más.

Desde la Roma antigua se representaba a la Justicia con una balanza. En la vida de Charlie la balanza se equilibró unos años después del accidente de sus padres. Un golpe de suerte, una casualidad, un momento que este recordaba con toda perfección mientras desayunaba en esos momentos a bordo del lujoso Luxury of the seas:

Un cliente, habitual de su tienda y que también había sido conocido de su padre, le había preguntado hacía ya más de un lustro si le podía acompañar como experto en antigüedades a una finca de un familiar a las afueras de Windsor. Él no era realmente especialista en tasaciones, pero no quiso desaprovechar la oportunidad de dejar, aunque fuera por un día, la tienda, y decidió acompañar al cliente gustosamente. Este último le había comentado que su extensa familia se encontraba en una agria disputa por la herencia de un tío excéntrico y solitario que acababa de fallecer. El problema radicaba en la venta de la valiosa propiedad que iba Charlie a visitar, ya que eran numerosos los descendientes del millonario tío. Sin embargo, el cliente había conseguido de algún modo las llaves: quería que alguien experto valorara previa y secretamente, por si acaso, si alguno de los muebles que aún permanecían en la abandonada casa podía venderse extraoficialmente. De este modo sacaría un dinero extra, adelantándose al reparto de la herencia y al resto de descendientes.

Charlie había tenido clara la ilegalidad de aquella acción, y más clara la inmoralidad de la misma, sin embargo, las escasas dudas morales desaparecieron mientras se dedicaba, junto con el cliente, a recorrer la casa, la cual parecía en sí misma una gran tienda de antigüedades.

Había sido como jugar a la búsqueda del tesoro; y durante varias horas, la casa era enormemente espaciosa, un joven Charlie fue maravillándose en cada habitación visitada de lo que podía suponer aquel negocio: el extraño tío de su cliente había acumulado a lo largo de toda una vida muchas piezas, la mayoría eclécticas o inconexas entre sí y de escaso valor; sin embargo, alguna pieza no era desdeñable en absoluto. Él fue indicando a su cliente las posibles salidas en su tienda de antigüedades y tasando posibles precios. Sin duda, aquella extenuante pero provechosa excursión iba a ser un buen negocio para Charlie y para el propio cliente, hasta que llegaron al dormitorio principal del fallecido… allí la sorpresa para ambos fue encontrar, justo enfrente de la gran cama con dosel que presidía la habitación, un pequeño cuadro de no más de 23 pulgadas, el cual desentonaba por completo con el resto de la decoración y estilo ciertamente clásico de la vivienda.

Los dos se habían quedado mudos ante lo que parecían dos personas besándose en el centro, rodeadas de tres personas curvadas hacia la pareja, pintadas en tonos ocres y grisáceos mediante grandes vértices y líneas llenas de energía que daban volumen al conjunto.

Charlie todavía recordaba cómo le había impresionado la mezcla de futurismo y cubismo de la imagen, la fuerza que se transmitía con los trazos curvos y angulosos. No obstante, lo que más desazón le produjo entonces era que aquel cuadro, una foto del mismo, ya lo había antes.

Le costó un rato navegar por internet desde el móvil, pero finalmente Charlie encontró el motivo de su inquietud al ver y reconocer el cuadro: era ni más ni menos que probablemente la obra pictórica más famosa de Wyndham Lewis, un mujeriego escritor y pintor inglés de mitad del siglo XX. La obra se había expuesto en 1912 con el nombre de Kermesse, pero se la consideraba perdida desde hacía muchos años…

No fue fácil y tuvo que pedir varios favores a algunos de sus contactos en el mercado negro de las antigüedades, pero aquella inesperada sorpresa acabó siendo la estrella de la subasta más importante aquel año en Londres; llenando a manos enteras los bolsillos de su encantado y muy agradecido cliente, y dejando una generosísima comisión para él.

También supuso el punto de inflexión en su vida, el verdadero comienzo de un nuevo libro en blanco… y desde entonces, él había escrito algunas páginas canalizando toda su energía en esa faceta, hasta llegar a convertirse, sin cumplir aún los cuarenta, en uno de los mayores expertos mundiales en encontrar arte “perdido”.

Charles Jones, conocido en el gremio de anticuarios simplemente por sus siglas C.J., era desde entonces lo que en el mundillo de las antigüedades se conocía como un “seeker” o “buscador”. Cierto era que esto le obligaba a moverse en un terreno en extremo resbaladizo, ilegal la mayoría de las veces, y, sobre todo, desconocido para la mayoría del gran público; sin embargo, él había encontrado cuál era su verdadera habilidad. Con esfuerzo, dedicación y estudio consiguió proyectar su talento hasta llenar el vacío que sus ansias necesitaban, llenando sus venas de adrenalina y pasión por ese trabajo tan especial.

La verdad era que nunca había dejado de atender con esmero la tienda de antigüedades de sus padres, pero se especializó, dedicando gran parte de su tiempo libre, a encontrar obras de arte ilocalizables, bien fuera por haber dejado de estar en circulación en alguna guerra, saqueo, robo, o simplemente perdida en una herencia en la que el heredero desconocía su origen. Él las localizaba para aquel que tuviera el capricho de comprarlas y mucho dinero para pagarlas. Así que, en el cerrado mundillo del tráfico de antigüedades, dicho con desprecio o no, lo empezaron a apodar “seeker” por ser el mejor buscador de aquellas obras que permanecían, y querían normalmente seguir permaneciendo, ocultas.

Charlie, al igual que cualquiera en su respectiva profesión, tenía virtudes y defectos: sin saber muy bien si era lo primero o lo segundo, él estaba dotado de una excesiva autoestima, casi tanta como su amor por el dinero. Por ello, en el fondo, aunque no podía hacer pública su verdadera “vocación”, se sentía muy orgulloso del apodo con el que le habían rebautizado, tanto que, finalmente, lo había añadido como si fuera su verdadero apellido.

Llegó, por dicho ego desmesurado, incluso a cambiar su nombre; dejando de ser para el mundo Charles Jones y emergiendo como un ave fénix con el nuevo nombre de C.J. Seeker, capricho legal que le había costado un montón de libras esterlinas en el mercado negro hacía ya algunos años. Y no menos su segunda identidad, Carlo Cercatore, la traducción literal en italiano y la que estaba usando en este viaje.

Sin embargo, tanto como recuerdo y tributo a sus padres, como por mantener su verdadera identidad bien oculta de sus otros negocios, sí mantuvo el nombre de la tienda de antigüedades de Portobello Road. Todos los días, ver el rótulo Jones en su establecimiento, lo mantenía con los pies en el suelo, recordándole su origen. De todos modos, sus intereses y negocios paralelos a la tienda, cada vez más ocupaban todo su tiempo: a ellos se dedicaba en cuerpo y alma; no debía desaprovechar ni un solo segundo esa habilidad que tenía para encontrar objetivos inalcanzables y valiosos.

Precisamente por ese “don”, ahora se encontraba desayunando en uno de los restaurantes del probablemente crucero más lujoso del mundo. Había encontrado finalmente lo que su cliente le había encargado buscar: las “joyas de la corona”. Pero debía cerrar el acuerdo en persona y sin duda, conseguirlo iba a precisar de todo su poder de concentración…

Ante la importancia de lo que le esperaba, los nervios entonces volvieron a Charlie, se jugaba mucho en las próximas horas e intentó tranquilizarse. Terminó el desayuno mientras se fijaba de nuevo en que la pareja de jóvenes que intuía homosexuales, no dejaban de mirar hacia el fondo del restaurante. Miró en la misma dirección e identificó con sorpresa a quienes estaban observando con cierto disimulo. De espaldas a ellos, Charlie reconoció la figura de Yerik Vorobiov y especialmente la reconocible melena castaña de su esposa Dasha. Sentados enfrente del matrimonio, una niña digna heredera de la belleza de su madre, la cual, con apenas seis o siete años, no paraba de hablar. A su lado, un niño, menor y también muy guapo, que al contrario que su hermana, en silencio devoraba su desayuno. Eran Zoya y Bogdán, los hijos del matrimonio Vorobiov. Charlie se preguntó por un instante por qué la pareja gay no dejaba de observarles y entonces, cayó en la cuenta: la verdad era que él no tenía ningún sentido paternal, pero lo cierto era que los hijos del matrimonio llamaban la atención y podían despertar la envidia de cualquier otro matrimonio; más si este no podía tener, naturalmente, hijos.

Charlie decidió entonces adelantarse a que Yerik, o especialmente, su mujer, pudiesen verle; y se levantó con disimulo, abandonando el restaurante buffet en dirección a la cubierta fijada para el control de salida, con el objetivo de bajar a recorrer, como un turista más, Charlotte Amalie, la capital de Saint Thomas.

— ¡Hace un día espléndido! — Exclamó Margaret mirando por la ventana del comedor y al mismo tiempo revisando las gafas de sol, la crema, la toalla y demás enseres que misteriosamente convivían en el espacio de su pequeño bolso de playa.

Estaba entusiasmada, igual que Alice, sentada a su lado. También sus compañeros de departamento, María y Tim, este último con una de sus particulares camisas hawaianas, que miraban al unísono por los grandes ventanales, ahora abiertos, del buffet donde desayunaban junto a un número ingente de pasajeros.

El día en Saint Thomas, la principal isla del archipiélago de las famosísimas y estadounidenses Islas Vírgenes, había amanecido despejado. El cielo solo se veía salpicado por dos nubes blancas como el algodón, que, a lo lejos, se mantenían quietas ante la falta absoluta de viento. Los tempranos, pero ya calurosos, rayos de sol les invitaban a visitar alguna de las bonitas playas que ofrecía la isla, y así decidieron hacer. Habían quedado a eso de las nueve para desayunar y así, dar tiempo a Alice a hacer algo de ejercicio mañanero. Sin embargo, en el último momento, María y Margaret también habían decidido apuntarse y acompañarla en una buena caminata por el circuito peatonal de que disponían en el gran Luxury of the seas. Con el apetito bien abierto, ahora daban cuenta de un copioso desayuno.

— ¡Tenías que haberte apuntado Tim! Ha sido un recorrido espectacular, casi cuatro millas por varias de las cubiertas exteriores del barco. ¡Hasta Margaret ha completado las dos vueltas que hemos hecho sin problemas!

Ahora era María quien intentaba contagiar su entusiasmo a Tim:

— ¡Mañana repetiremos seguro! ¡Apúntate con nosotras!

— Está bien, María… medio me habéis convencido. Mañana igual os acompaño… a ver si no me acuesto tan tarde como ayer.

— Luego duermes una siesta y listo, no pongas excusas por adelantado… y terminad de comer ¡hay que aprovechar el fantástico día!

Los cuatro finalizaron el generoso desayuno con rapidez, dando con ello la razón a las premuras indicadas por María. Se dirigieron a la cubierta anunciada para el desembarco. Tenían el día libre de reuniones; además, Alice tenía ya cerrada y bien preparada la presentación de las cuentas anuales de SETBALL. Se mezclaron con el resto de pasajeros que tomaban uno de los grandes botes que les acercarían al puerto de Charlotte Amalie, la principal ciudad de la isla y capital de las U.S. Virgin Islands.

En la gran lancha que hacía las veces de barco-taxi, coincidieron, entre otros pasajeros del crucero, con tres compañeros, del departamento de Publicidad; y minutos después, una vez en tierra firme, decidieron acompañarles. Habían comentado que, al otro lado de la isla, al norte y dando al Atlántico, se encontraba Magens Bay, una playa muy turística, pero considerada habitualmente entre las cinco mejores playas del mundo según la conocida revista National Geographic.

Alquilaron entre todos los servicios de una gran camioneta de estilo pick-up. A Alice le extrañó que el volante estuviera en el lado derecho del vehículo, pero fue María quien se adelantó al preguntar por lo bajo a Margaret:

— ¿Lleva el volante en el asiento del copiloto?

— En Saint Thomas y en todas las Islas Vírgenes se conduce por el carril contrario, herencia británica.

Se subieron todos a la parte trasera y descubierta, tras regatear el precio del transporte con su conductor, un curioso y simpático local de nombre Horace; el cual tocaba su cabeza con un enorme gorro con los colores de la bandera jamaicana, por el que se escapaba alguna rasta o trenza.

El motor de la camioneta arrancó ruidosamente, los años y el óxido daban buena fe de los años de la misma, pero enseguida una música reggae a buen volumen ahogó cualquier sonido del diésel anticuado de la pick-up. El animado grupo se perdió con lentitud por la carretera que serpenteaba la colina y ascendía hasta el monte Crown, la mayor altura de Saint Thomas. Dejaron atrás Charlotte Amalie y las numerosas tiendas de su avenida principal, Dronningens Gade. Dirigiéndose a través de una exuberante vegetación hacia el centro de la isla, a Alice le encantó la sensación del aire en su rostro mientras los bongos caribeños sonaban por los altavoces de la camioneta.

Después de unos cuantos minutos de traqueteo, y algún que otro socavón que les había hecho botar en los duros asientos, llegaron a un cruce en lo alto de la colina.

Horace, el conductor, salió de la carretera en un mirador infestado de turistas y detuvo el vehículo. E indicó con un fuerte acento jamaiquino o creole, que, si querían, podían bajar de la camioneta, ya que era uno de los mejores lugares para hacer fotos de la isla. Una vez abajo, el conductor rastafari[30], como si fuera la acción más normal del mundo, comenzó a liarse un cigarro de marihuana. Mientras daba dos caladas profundas explicó, con su cerrado acento, las vistas que desde allí contemplaba el grupo:

— Estamos en la “silla de Drake”, nombre que debemos en Saint Thomas a que el famoso pirata Drake utilizaba la isla a modo de fondeadero, escondite y lugar habitual de avituallamiento. Este punto donde nos encontramos le permitía controlar trescientos sesenta grados de panorámica, es decir, todos los puntos cardinales que podéis contemplar. Por ejemplo, hacia el sur, la hermosa capital, ¡aprovechad para sacar buenas fotos de Charlotte Amalie!

— Las vistas son espléndidas, sin duda. — Fue Tim quien realizó tal afirmación compartida por todos.

— Efectivamente, lo son. Las casas y callecitas siguen una estética danesa ya que la isla, antes de ser comprada por los Estados Unidos, perteneció a Dinamarca durante muchos años.

— Horace, ¿Y todos esos coches que se dirigen hacia el oeste? ¿Dónde va esa carretera?

Fue John Smithback, compañero del departamento de Publicidad, quien preguntó con curiosidad al conductor que no dejaba de disfrutar de cada calada mientras sonría, apoyado en su camioneta.

— Esa carretera se bifurca en dos a unas pocas millas: Hull Bay Road, que acaba en la bahía de Hull donde se encuentra una de las muchas playas que rodean la isla, y Crown Mountain Road, la cual llega a los Jardines Botánicos y al Mountain Top Viewpoint, donde están las mejores vistas de la parte occidental de Saint Thomas. De todos modos, como veis, las mejores vistas para mí son estas, las del norte…

— ¡Guau, impresionante! — Tim mostró de nuevo su entusiasmo por lo que estaban viendo mientras sacaba un par de fotos con su teléfono móvil y señalaba hacia lo lejos. — ¿Eso que se distingue abajo es una playa?

— Sí, esa es Magens Bay, una bahía que protege una playa preciosa de casi una milla ¡y a dónde os llevo, señores! Luego me imagino que sacaréis muchas fotos, pero insisto, aprovechad ahora porque mejores vistas no vais a tener.

A punto de montarse de nuevo al volante, tras apagar cuidosamente el conductor su cigarro de marihuana en el destartalado cenicero del salpicadero, fue Alice quien, en esta ocasión, preguntó:

— Perdona, Horace, de las vistas que tenemos al este no has comentado nada curiosamente, ¿por?

— Hace unos años era bosque y selva extendiéndose como un mar verde hasta la orilla del Atlántico, fundiéndose en un abrazo mágico hasta el infinito. Ahora, como puedes observar, las ansias constructoras y el capitalismo han hecho estragos en el paisaje. Hoteles y casas para caprichosos multimillonarios de su país, han devorado la naturaleza original de nuestra isla. Un poco a nuestra izquierda, incluso tenemos un campo de golf, el Mahogeny Run, un gigantesco “edén” artificial que alcanza hasta la orilla del mar y que arrasó con bosques tropicales que ya estaban antes de que llegara la “civilización”.

Alice prefirió callarse ante los comentarios anticoloniales del conductor, la verdad era que Horace tenía razón: debía ser, sin duda, más bonito antes. De todos modos, tomó con su smartphone un par de fotografías turísticas antes de volver a subirse a la pick-up y descender hacia la hermosa Magens Bay.

Algunos cocoteros y palmeras llegaban hasta el pie de la arena blanca coralina, la cual depositaba, lentamente y con suavidad, ola tras ola en la orilla. El mar, de un azul intenso, brillaba como el lapislázuli, reflejando los rayos de sol que tocaban las tranquilas aguas de la bahía.

Lejos de acercarse a alguna de las numerosas playas que ofrecía la isla, jugar al golf, subir a pasear en un catamarán, hacer “esnorqueling” o submarinismo en alguno de los numerosos arrecifes que rodean Saint Thomas, Coral World Ocean Park fue el destino elegido por la familia Vorobiov para pasar la mañana. A Dasha le habría gustado coger algo de color bajo el sol caribeño, pero su piel blanca no estaría tan de acuerdo, y menos todavía, su esposo, por lo que ni se planteó la opción de haber podido exhibirse en bañador.

Junto con decenas de pasajeros del barco, el matrimonio y sus hijos, el fiel guardaespaldas Yuri ni había salido de su camarote siguiendo indicaciones de Yerik, habían contratado la excursión programada para visitar el famoso Parque. Todos subieron a los diversos microbuses alquilados por OCEANIC que les esperaban en el puerto de Charlotte Amalie.

Enclavado en Coki Point, una pequeña península al noreste de la isla, los microbuses cruzaron Saint Thomas en dirección al Parque, pudiendo todos sus ocupantes admirar por las ventanas la vegetación caribeña que parecía querer devorar las sinuosas carreteras que atravesaban la isla de punta a punta. Los pequeños Zoya y Bogdán estaban exultantes de energía después de haber dormido del tirón toda la noche. Dasha también se había levantado con las pilas cargadas, agradecida por el levísimo balanceo del barco y, sobre todo, de que, además, su esposo, ayer noche, ni la hubiese despertado. Parecía ser que después de la cena y el espectáculo nocturno, su esposo había estado al menos un par de horas en el Casino jugando a las cartas y, por lo que había comentado este en el desayuno, debió de haber tenido buena suerte duplicando el dinero apostado; por lo que, aún con los mismos aparentes y extraños nervios del día anterior, también se había levantado de buen humor, después eso sí, de haber roncado como un oso gracias al alcohol ciertamente ingerido y al tabaco seguramente fumado.

Saint Thomas era conocida por su variedad en cuanto a vida marítima y la familia recorrió durante horas el Coral World maravillándose de la espectacular variedad que les ofrecía el Parque, incluyendo la oportunidad de observar de cerca tiburones o delfines en sus respectivas piscinas. Tanto sus hijos como la propia Dasha nunca habían visto el mar y muchos menos esos animales. Asombrados, exprimieron cada segundo de la mañana, y, sobre todo, disfrutaron con su famosa atracción: un Observatorio Submarino enorme, un sendero a través del cual podían observar la vida marina caribeña sin tener que ni siquiera tocar el agua, a tres metros, quince pies anunciaba el folleto, bajo el nivel del mar.

Hasta Yerik Vorobiov se dejó llevar y contagiar por la ilusión de sus hijos, especialmente la alegría del pequeño Bogdán que no paraba de hacer preguntas y señalar a su padre las manta rayas, los diferentes tiburones, las tortugas enormes y los cientos de peces de coral que poblaban el fondo marino que había hecho famosas a las Islas Vírgenes y que hacían, de Saint Thomas, una verdadera isla de la vida.

Timni Lehrer se despertó, había echado una breve cabezadita en las pocas horas libres que había podido disfrutar. La noche anterior, él y su ayudante, el joven Watson, habían acabado su ronda bastante tarde y esa mañana había que estar en pie muy pronto para el laxo, por otro lado, control de salida de los pasajeros en el puerto de Saint Thomas. Había descansado perfectamente, sin rastro de ninguna pesadilla. Ya era mediodía y se fumó un cigarrillo en el pequeño balcón de su camarote contemplando a lo lejos el puerto de Charlotte Amalie y cómo las callejuelas y casas de colores dominaban la colina de la capital de la isla, rebosante de pasajeros que se afanaban en comprar recuerdos y sacar fotos para no tener que olvidarse nunca de su visita.

Durante la contemplación, se pasó tres veces la mano por la barba recortada de su mentón. Aunque ya se había acostumbrado a ella, no podía evitar inconscientemente el gesto de atusársela.

Dio las primeras caladas y repasó mentalmente el largo pero tranquilo día anterior, su primer día de trabajo como Jefe de Seguridad del Luxury of the seas. La tarde había sido algo más complicada, ya que se habían producido tres denuncias de pasajeros por sustracción de parte de sus equipajes. Finalmente, dos de ellas se habían resuelto sin incidencias: habían equivocado simplemente la numeración de sus maletas y pudieron ser localizadas, sin problemas, unas horas más tarde.

Distinto fue el caso de un matrimonio finlandés: gracias a su conocimiento del finés consiguieron entender la descripción exacta del trolley o maleta robada. No aparecía por ningún lado y, tanto Timni como sus ayudantes del equipo de vigilancia, tuvieron que revisar cientos de minutos de las cintas de grabación, hasta confirmar, en una de ellas, que aparentemente la maleta sí había al menos llegado hasta el pasillo de los camarotes. Luego, con algo de fortuna, pudieron localizarla en una revisión ocular in situ: al parecer, uno de los mozos la debía haber ocultado en una de las pequeñas habitaciones destinadas para menaje, donde se guardaban los recambios de sábanas y toallas, esperando su momento para recogerla más tarde. Recuperaron el trolley para los clientes, pero no consiguieron averiguar quién había sido el autor de la sustracción.

Timni dio órdenes al Jefe de Camarotes de ese pasillo que le informara si veía u observaba algún comportamiento extraño en alguno de los mozos. Su asistente, Juan José Watson, sin embargo, no le dio muchas esperanzas de que apareciese el empleado con las “manos largas”, por lo que como se había recuperado la maleta, decidieron ambos finalmente no informar de ningún robo en el correspondiente parte.

La noche fue, sin embargo, más tranquila de lo esperado, solamente habían tenido que intervenir en una pequeña trifulca en una de las discotecas de a bordo. El alcohol y una chica había sido el origen de una pelea entre dos jóvenes, la cual ya estaba controlada, por los miembros del equipo de seguridad que rondaban la zona de bares de copas y pubs, cuando Timni y su ayudante Juan José se presentaron en el mismo. Una simple amonestación a ambos “gallos de pelea” fue suficiente para que el agua volviera a su cauce. De todos modos, su ayudante también le comentó que las primeras noches eran las más relajadas habitualmente, por lo que le adelantó que debían estar preparados para las que vendrían, con toda seguridad más movidas, en los días posteriores y, en especial, en las jornadas completas de navegación.

Una vez terminado el repaso mental a la primera jornada del viaje y, en medio aún de la segunda, Timni apuró la última calada mientras se dispuso a tomar una ducha y vestirse. Había quedado con el Capitán Svensson para almorzar y charlar con tranquilidad mientras aprovechaban el atraque del Luxury of the seas en el puerto de Saint Thomas y que casi todos los pasajeros habían abandonado a lo largo de la mañana el barco, para disfrutar de los muchos atractivos que ofrecía la isla.

La tarde empezaba a caer sobre Charlotte Amalie y los turistas abarrotaron, durante las dos horas previas a la prevista de embarque, la capital de la isla. Todo el mundo intentaba comprar un recuerdo de su visita, o directamente gastar sus dólares en alguna de las numerosas joyerías, tiendas de tabaco o licorerías de la ciudad, donde al ser puerto franco y por tanto, libres de impuestos, los atractivos precios hicieron que se desatase la fiebre compradora de los miles de pasajeros del Luxury of the seas.

Tim Nolan intentó regatear con un dependiente mientras Alice esperaba pacientemente. Quería comprar un par de gemelos muy elegantes para su padre, que celebraría en octubre su quincuagésimo cumpleaños, pero el serio dependiente de la joyería no se apeaba del precio inicial por mucho que Tim insistiera. A los demás compañeros, con los que habían pasado un día inolvidable de arena, pieles quemadas por el sol, cervezas, risas, piñas coladas y daiquiris en la playa de Magens Bay, los habían ido perdiendo poco a poco en el tortuoso recorrido de las muchas tiendas de Dronningens Gade, la avenida principal de Charlotte Amalie. María quería buscar algún detalle para el aniversario próximo de sus padres, Margaret en cambio buscaba un par de botellas de ron local, Cruzan Rum, como recuerdo para su marido de su visita caribeña.

Finalmente Tim no se acabó de decidir y abandonaron el local; fuera, en la acera, una marea de turistas inundaba cada baldosa de la misma. Alice se adelantó a su compañero, miró hacia su izquierda, dispuesta a cruzar la calle. En ese fugaz instante, un firme brazo le agarró de su muñeca y tiró de ella hacía atrás velozmente.

Oyó un grito agudo. Asustada y trastabillándose, a Alice le dio tiempo a ver un vehículo pasando peligrosamente a escasos centímetros de ella. Todavía temblando, notó cómo la fuerte y salvadora mano que le sujetaba la muñeca se la soltaba. Se giró y se encontró, rozándose, con un atractivo moreno. Unos insólitos ojos grises acero la miraban fijamente.

— Cuidado, aquí conducen por el carril izquierdo — afirmó con un fuerte acento británico el misterioso joven—. ¿Estás bien?

Alice se alisó instintivamente el floreado vestido de playa mientras Tim, de cuya garganta había salido el afinado grito que había oído, paralizado unos segundos también del susto, rodeaba entonces cariñosamente sus hombros y le repetía la misma pregunta:

— ¿Estás bien, Alice?

Sin brusquedad, Alice se separó unas pulgadas de Tim y consiguió balbucear con timidez a ambos, pero mirando a su interesante salvador:

— Sí, bien, creo… gracias…

— Carlo — Charlie tuvo que hacer un esfuerzo por no decir su verdadero nombre— y no tienes por qué darlas. Pero debes tener cuidado… Alice. Es habitual despistarse al cruzar, al menos hasta que te llevas un primer susto.

Alice no pudo dejar de mirar la bonita sonrisa que iluminaba el atractivo rostro que la observaba, en lo que parecieron unos interminables segundos. Tim rompió el encanto:

— De nuevo gracias, Carlo. — Pronunció el nombre demasiado melosamente — ¡Menudo susto!, la verdad es que no estamos acostumbrados a este sentido de la circulación.

— Aunque soy italiano, vivo en Londres, y es lamentablemente muy normal ver allí algún atropello a algún turista; a nosotros también nos pasa lo mismo cuando salimos del Reino Unido... Bueno os dejo, pero prometedme mirar dos veces la próxima vez.

— Prometido — tanto Tim como Alice contestaron al unísono riéndose, tanto por la coincidencia como por poder soltar los nervios vividos.

— Perfecto, me alegro. Ciao.

En apenas un segundo, la marabunta de turistas rodeó al interesante italiano y dejaron de verlo. Alice se atusó el pelo tras su oreja y sin saber muy bien por qué el nombre salió sin filtrarse de su boca:

— Carlo…

Tim observó con curiosidad a su jefa, la verdad es que el ángel de la guarda que acababa de salvarla de un seguro atropello era evidentemente atractivo. Evitó recordarle que coincidentemente también era italiano, como Bruno, y se calló. La tomó del brazo. Miraron dos veces a ambos lados de la calle y esta vez consiguieron cruzarla sin sobresaltos.

Entraron en una elegante y gran joyería que había justo enfrente, a ver si tenían algo más de suerte con lo que buscaba Tim. Después de haber visto un mostrador con numerosos gemelos, este pidió al dependiente que le mostrase un par de ellos. Unos encajaban con su presupuesto y además incluían un buen descuento. Mientras el dependiente los envolvía para regalo, Alice deambuló echando un vistazo distraídamente por el resto de la enorme tienda. En ese momento, como surgida de la nada, se encontró cara a cara con Brooke Smith. Algo azorada, esta saludó a Alice:

— Esto… ¡Qué casualidad, Alice! ¿Qué… qué haces aquí?

— Nada, ahora echando un vistazo. Estoy acompañando a Tim que quería comprar algún detalle para su padre. ¿Y tú? No te he visto en todo el día.

— No me apetecía ir a ninguna playa, algunos compañeros hemos decidido acercarnos a practicar golf, al noreste.

— ¿A jugar al golf con unos compañeros? ¿Al campo de Mahogeny Run?

— Al mismo, ¡el campo es espectacular! ¿Y las vistas? Impresionante, algunos hoyos se encuentran encima del mismo océano.

— No sabía que te gustara el golf, Brooke.

—… Bueno, no me gustaba, pero creo que me estoy aficionando.

— ¿Y quiénes habéis ido? — Alice inocentemente preguntó a Brooke mirando alrededor suyo por si reconocía a algún compañero de SETBALL, pero justo en ese instante apareció Tim, con un gesto extraño en su rostro:

— ¡Hola Brooke! Alice, ya nos podemos ir.

— Veo que has encontrado lo que buscabas. — Dijo Brooke a Tim en un tono que Alice no logró interpretar.

— Sí… unos gemelos para mi padre. — Tim contestó en un susurro apresurado y sin saber Alice muy bien por qué, la cogió del brazo en dirección a la salida de la joyería.

— Vámonos, Alice… A ver si encontramos a los demás… ¡hasta luego Brooke!

A Alice le chocó el tono apresurado con que Tim dio por finalizada la conversación con Brooke y si bien consiguió medio despedirse de su amiga, se dejó arrastrar por su compañero precipitadamente hacia la salida.

Una vez salieron al calor de la calle, Tim, sin soltar el brazo de Alice, aceleró sus pasos mientras dejaban atrás con rapidez la joyería. Sorprendida por la misteriosa reacción de su compañero, Alice, viendo el gesto serio de este, le preguntó con curiosidad:

— ¿A qué ha venido eso, Tim? Parecía que tenías prisa por salir de la joyería y no hablar con Brooke.

— Yo… ¡qué va!, es que… la hora se nos echa encima…

Tim, claramente nervioso, insistió a Alice en buscar a María y a Margaret: no le apetecía tener que dar explicaciones a su inocente jefa, que evidentemente no se había dado cuenta con quién estaba su amiga Brooke en la joyería…

Alice se dio cuenta de que, por algún especial motivo, su compañero le estaba ocultando algo, pero en el instante en que fue a insistir en preguntar de nuevo por qué habían abandonado de ese modo la joyería, ambos coincidieron con María y Margaret, saliendo de una de las tiendas de recuerdos. Enseguida María, emocionada por todos los regalos que llevaba a su familia empezó a contar qué souvenirs había podido comprar y cortó cualquier posible conversación entre Alice y Tim sobre lo que acababa de pasar.

Todos juntos decidieron dirigirse hacia el final del embarcadero, Alice se guardó para sí preguntar más tarde a su compañero por qué había reaccionado de ese modo en la joyería. Los cuatro alcanzaron el pequeño y moderno edificio donde todos los pasajeros tenían que cruzar el control de salida del puerto.

Tras unos minutos y un rápido trámite de identificación, junto a otros pasajeros, Alice y sus compañeros tomaron una de las grandes barcazas que abandonaban Charlotte Amalie en dirección al gigantesco Luxury of the seas. Este les esperaba milla y media mar adentro, en el dique especialmente diseñado en la entrada de la bahía de Saint Thomas para un barco de sus dimensiones.

Mientras todos los pasajeros de la barcaza contemplaban embelesados el inmenso azul del agua caribeña y retornaban al barco, Alice no dejaba de darle vueltas en su cabeza. Esa maldita timidez suya. Un atractivo joven la había salvado de una posible tragedia y ahora era cuando se le ocurrían muchas frases y preguntas que tenía que haberle dicho: ¿Carlo? ¿Era italiano y había dicho que vivía en Londres? ¿Le había dado las gracias? ¿Sería otro pasajero del Luxury of the seas?

Se dejó llevar por la animada conversación que tenían sus compañeros mientras sus recuerdos volvían a Bruno… estaba claro que se sentía atraída por los italianos.

Desde uno de los camarotes, en la terraza de la Junior Suite 1074, Charlie Seeker descansaba en una de las sillas, con los pies apoyados en la mesa. Sonreía pensando todavía en la dulce joven que casi atropellan, disfrutando de las vistas mientras los últimos barcos de apoyo traían al resto de pasajeros a bordo al Luxury of the seas. Un sol anaranjado asomaba sus tenues rayos caribeños mientras comenzaba a esconderse tras las colinas del oeste de Saint Thomas. Las casas de colores de su capital, Charlotte Amalie, empezaron a cambiar de tonos mientras el azul transparente del agua iba dejando paso lentamente a una oscuridad que sombreaba toda la isla, como si esta se apagara durmiéndose en un sueño del que no volvería a despertar hasta la llegada del siguiente crucero y los miles de turistas que desembarcarían de este, dispuestos a exprimir los encantos de la isla.

Se desperezó un poco y se levantó para contemplar con curiosidad, asomado a la barandilla de su balcón, cómo el barco comenzaba a levantar rampas tras los últimos pasajeros. Algunos marineros de tierra soltaban las descomunales amarras. Muy lentamente, lo notó por una breve vibración del pasamanos, el Luxury of the seas comenzó a moverse, apartándose del dique exterior. Miró su reloj confirmando la puntualidad de la salida y regresó al interior de su camarote, decidiendo qué hacer en lo que quedaba hasta la cena.

Charlotte Amalie había supuesto sin duda una agradable sorpresa. Sus estrechas y tortuosas calles todavía reflejaban su pasado. La arquitectura de la capital de Saint Thomas no había cambiado desde los tiempos en que los tratantes de esclavos comerciaban con su cargamento humano, los piratas anclaban sus naves en el puerto, y los plantadores daneses exportaban el “oro blanco”, que era cómo llamaban a la caña de azúcar. Las antiguas iglesias, fortificaciones y edificios públicos mantenían viva la histórica personalidad de la ciudad. Sin embargo, aunque había llegado a ser uno de los principales emporios comerciales de las Indias Occidentales no era una ciudad muy grande y a él le había dado tiempo de sobra para recorrerla.

Cierto era que, al final, habían sido unas cuantas horas paseando y tenía las piernas algo cargadas: a primera hora había decidido visitar junto a otros cientos de pasajeros el principal atractivo de la capital, el Fuerte Christian.

Situado en la parte occidental de Long Bay, la bahía que protegía de manera natural la principal ciudad de Saint Thomas, el Fuerte era el edificio más antiguo de la isla ya que había sido construido en 1671. Además, por lo que un orgulloso guía local les había explicado, al numeroso grupo de turistas al que se había incorporado Charlie, había servido a lo largo de los siglos como centro administrativo de la isla, residencia de los primeros gobernadores, prisión e incluso como lugar oficial de culto para los primeros daneses que habían poblado la isla.

Arquitectónicamente el Fuerte no tenía ningún valor según había podido confirmar in situ, pero el Museo Cristiano que se localizaba en la zona inferior de la fortaleza, sí había sido de su interés y, no tanto por las exposiciones de fotografías antiguas, que por cierto eran muchas, sino por algunos muebles y objetos antiguos de la época que guardaban en su interior. Los cuales, con toda seguridad, bien podrían tener salida en su tienda de Londres, si estuvieran a la venta claro.

Después de terminar la visita, había observado cómo el resto del grupo de turistas se dispersaba por las numerosas callejuelas en busca de sombras y un refrigerio. Le había parecido distinguir al joven matrimonio que compartió desayuno en el hotel El Convento de San Juan y, fugaz y casi inconscientemente, también había sopesado las escasas probabilidades de volver a encontrarse con la delgada mujer dos veces, dos días seguidos.

De espaldas, también había distinguido casualmente a uno de los jóvenes, casi mellizos, que esa mañana observaban a los hijos del matrimonio Vorobiov en el restaurante buffet de la cubierta catorce del barco. Se fijó unos segundos en él, pero no había conseguido ver por ningún lado a su pareja, observando cómo se alejaba solo en dirección a una calle perpendicular a la que él comenzaba a tomar. Por un instante, el joven había pausado su caminar. Escudado tras sus caras gafas de sol, se había girado como si se sintiera observado y había mirado justo en dirección a Charlie durante apenas una fracción de segundo. Él había bajado la mirada incómodo.

Siguió caminando como si nada, sin embargo, y aunque era mucha la distancia que los separaba, le había parecido haber visto una leve sonrisa en el rostro de aquel joven, al que segundos después, ya había perdido de vista. Charlie había continuado paseando en su propia dirección mientras intentaba disimular la siempre placentera sensación de haber ligado; pese a que fuera con alguien de su propio sexo…

Tras un ligero brunch[31] Charlie decidió recorrer tranquilamente Berreta, el área de las tiendas y la zona del pueblo de estilo danés, en dirección al puerto de embarque en el extremo oriental de la bahía.

Mezclándose con el resto de pasajeros del crucero que invadían la capital a esas calurosas horas del mediodía, había obviado sin embargo entrar en las joyerías o tiendas de electrónica libres de impuestos que abarrotaban Dronningens Gade, la principal calle comercial; centrando su inicial curiosidad solo en las tiendas, antiguos almacenes y depósitos de la época floreciente del comercio en la isla, que ofrecían antigüedades locales. Su interés inicial se había ido apagando según pasaron las horas y dejaba atrás tienda tras tienda, comprobando que ninguno de los anticuarios ofertaba nada interesante salvo simples imitaciones que estos intentaban vender a los turistas como verdaderas reliquias de la época de la colonización danesa.

Sin embargo, el tedio y mal humor que empezaba a dominarle desapareció en cuanto vio cómo una joven norteamericana, aunque solo algún año menor que él y de nombre Alice según había dicho el amigo, con evidentes ademanes amanerados que la acompañaba, se disponía a cruzar la calle sin mirar. Sus reflejos, tras años de entrenamiento de Aikidō, actuaron por si solos y sin pensar. La verdad es que tenía que reconocer que a Charlie le había gustado el electrizante contacto con la aparente frágil Alice.

Le habían encantado sus preciosos ojos azules, también su dulzura vestida de tímido azoramiento. Probablemente se la podía encontrar de nuevo a bordo. Lástima que en este viaje no hubiera sitio para el placer…

Decidió desvestirse, ponerse uno de sus pantalones de deporte y una camiseta corta de compresión. Desbloqueó con la huella dactilar su smartphone y envió a Yerik Vorobiov un mensaje concretando la hora y lugar exacto para reunirse con él, a la mañana siguiente, en Tórtola. Tras esperar unos minutos y recibir la confirmación, Charlie abandonó el camarote enfilando el pasillo en dirección al gimnasio con la sonrisa todavía en su cara: primer día de viaje y primeras sorpresas agradables… no podía empezar con mejores augurios.

La noche había caído ya sobre el Luxury of the seas mientras el barco terminaba de abandonar Saint Thomas Harbor. Lentamente sus doscientas veinte mil toneladas avanzaron a apenas unos nudos; Road Harbour, su próxima escala y puerto principal de Tórtola, la Isla Virgen Británica, conocida por sus siglas en inglés B.V.I., estaba a solo veintisiete millas náuticas[32] de distancia, hacia el este.

Una vez finalizada la ronda por los principales bares y discotecas del barco, Timni Lehrer, junto a su ayudante y sempiterno acompañante, Juan José Watson, había conseguido acabar la segunda noche a bordo sin sobresaltos ni incidencias reseñables. Mientras estuvieron paseando por el barco, Timni se había fijado en los escotes y brazos de los turistas: sus pieles mostraban ya, sin complejos, que habían disfrutado al máximo de su primer día en playas caribeñas, un espléndido día de sol sin nubes en Saint Thomas. Hacía solo veinticuatro horas muchos reflejaban el apodo con el que fueron bautizados como rostros pálidos por los originales indios de las grandes mesetas norteamericanas, ahora, sin embargo, el apodo no correspondía a la realidad ya que abarcaban todo el abanico y paleta de colores imaginable, yendo en muchos casos desde el suave rosa ligeramente sonrojado, de las pieles que con buen criterio habían utilizado protectores solares, hasta las marcas casi púrpuras de aquellos osados o estúpidos que habían expuesto parte de su cuerpo, sin las necesarias medidas de protección, ante los directos rayos del sol de esas latitudes.

También Timni había podido ver el efecto relajante y la bajada de tensión que solía acompañar a un fantástico día de playa y relax:

— Es curiosa la sensación de hoy al observar a los pasajeros ¿no? — Dijo Timni a Juan José sin esperar respuesta de este — Han estado casi todo el día relajados y tumbados en la playa, y en cambio, parecen más cansados que nunca. Ya es hora de retirarnos a dormir y ni siquiera ha habido una mera discusión que apaciguar…

— Al estar tanto tiempo al sol la sudoración del cuerpo aumenta más de lo normal, algo que acaba reduciendo los niveles de minerales del organismo, agotándonos. Para evitarlo es importante beber líquidos constantemente y así mantener una buena hidratación, así como un nivel de electrolitos adecuado.

— ¿Y cómo sabes todo eso?

— Antes de tener el puesto de ayudante del Jefe de Seguridad, he trabajado para la compañía naviera OCEANIC en distintos puestos. Entre ellos, tuve la oportunidad de ser ayudante del médico: la exposición al sol, de los que sois “blanquitos” si me permites el eufemismo, era una las causas más típicas de las visitas de los pasajeros a la enfermería.

— No te acostarás nunca sin saber algo nuevo.

— La segunda causa más habitual para visitar la enfermería de a bordo son también las lesiones deportivas, por cierto.

— Yo tenía olvidado el deporte, pero estoy intentando recupéralo. Durante muchos años no lo he tenido muy presente, como puedes ver…

— En mi opinión, harías bien en recuperarlo. Sin que lo tomes a mal, deberías fumar menos y cuidarte un poco, en este trabajo, al final, se necesita andar mucho y conviene tener al menos buen fondo. En la octava planta, en la proa, tenemos un excelente gimnasio que puedes utilizar, el único problema es que los empleados de la compañía solo lo podemos utilizar de once de la noche a ocho de la mañana.

— Lo de fumar va a estar difícil; y lo del gimnasio, buffff, menudo horario…

— No creas, no está mal por ejemplo ir por la noche, antes de acostarse, dormirías a pierna suelta. Yo al menos lo consigo.

— Pues no me vendría mal dormir bien… digamos que tengo un sueño “ligero”. Algún día me pasaré a probar.

— Si quieres, me avisas y quedamos juntos.

— ¿Vas todos los días?

— Que va, hay días que llego tan cansado que me da pereza, pero intento ir, al menos, tres veces por semana.

— ¡Por cierto, perdona Juan José, al final te he interrumpido! Estabas hablando inicialmente de beber líquidos y electrolitos…

— ¡Ah, cierto! Pues nada, eso, te comentaba que, cuando el cuerpo acusa síntomas de deshidratación, lo que hace es disminuir el rendimiento muscular; y por eso nos sentimos más relajados y con menos energía después de volver de la playa. Precisamente este exceso de sudoración y esta predisposición del cuerpo para permanecer sin actividad y así no gastar más líquidos nos lleva a disminuir la presión arterial. Esto, unido a la falta de actividad que solemos tener en la playa, hace que nuestra tensión disminuya enormemente. Esta bajada de tensión es una de las culpables de que después de tomar el sol nos sintamos cansados y sin ganas de hacer nada.

— Pues es buenísimo para nosotros… una noche sin problemas y además la mayoría de los pasajeros ya se han encerrado en sus camarotes. Voy a aprovechar también yo para retirarme a la cama. Vete tú a descansar también, nos lo hemos ganado por hoy ¿no?

— Perfecto, me pasaré antes por Control para informar que si hubiera cualquier cosa nos localicen en la emisora, canal veintiocho.

Confirmando a su servicial ayudante que dejaría el canal mencionado abierto en su walkie-talkie, Timni se fumó nada más llegar a su camarote un par de cigarrillos seguidos haciendo caso omiso a los sabios consejos que acababa de darle su ayudante. Cansado, se repasó con la maquinilla la barba para mantenerla bien recortada, y después de lavarse los dientes para intentar quitarse el reciente olor a tabaco, se desvistió mientras comprobaba que la alarma estaba activada y la emisora de la radio interna de seguridad conectada.

Solo con los calzoncillos puestos, se puso una camiseta para dormir y abrió la ventana de la terraza. El suave runrún del oleaje llegaba algo lejano hasta su cubierta y Timni dejó caer en oblicuo su largo metro noventa sobre la cama. Rápida e inconscientemente sus párpados se cerraron con pesadez.

Los minutos pasaron, el único sonido que acompañaba sus sueños eran los del viento y las olas rompiendo ligeramente el caso del gigantesco barco.

Un fugaz sonido rasgó el aire durante apenas un segundo.

Timni abrió instintivamente los ojos, somnoliento y sin saber cuánto tiempo llevaba dormido. Miró su reloj. Faltaban diez minutos para las cuatro. No habían pasado ni tres horas desde que se había acostado. Se sentó sobre la cama… le había parecido oír un grito, pero no sabía si se lo había imaginado: ¿Habían sido los gritos de una mujer bajo una lluvia de miles de cristales estallando mientras su esposo era acribillado a su lado?, ¿habían sido gritos de desesperación, desde lo más profundo de un alma desgarrada por ver desaparecer la vida de su amor?… Timni cabeceó intentando pensar. Enseguida negó con certeza, en esta ocasión no había sido su pesadilla.

Se levantó y abrió la pequeña nevera del minibar, bebió un largo sorbo de agua fría intentando que desapareciese la sensación pastosa de su boca… Cerró la botella y la guardó. Se asomó al balcón mientras observaba la gran oscuridad casi absoluta, rota por las miles de estrellas diminutas, que acribillaban un cielo sin luna visible. Miró el lateral de estribor del barco: únicamente se distinguían algunas plantas por las tenues luces de alguno de sus pasillos exteriores. Todos los camarotes permanecían apagados menos uno, una cubierta por encima de la suya y aproximadamente en el mismo centro del barco. La lejana luz se apagó en ese instante, tan rápidamente que incluso Timni dudó haberla visto encendida realmente, a esas horas tan intempestivas.

Regresó a la cama y mientras intentaba dormirse de nuevo, la intranquilidad le dominó. Las dudas nublaron su pensamiento ¿Lo había soñado? ¿Había sido un grito? ¿Era de mujer? ¿Algún día dejaría de oír en su cabeza los gritos de aquella parada de autobús en Lillehammer?

El cansancio le venció sin encontrar respuestas a ninguna de las preguntas. El océano, el rumor hipnótico de las olas y la oscuridad de la noche envolvieron el barco en su regazo, así como a todos sus pasajeros, incluido a su Jefe de Seguridad.