BRUNATE, ITALIA

28 DE JUNIO

88 DÍAS ANTES DEL EMBARQUE

 

Las blancas sábanas de algodón egipcio se removieron con ligereza. Charlie se incorporó en la inmensa cama con dosel. Un corto pitido doble le había despertado de su duermevela.

Con un simple bóxer ajustado cubriendo su fibroso, definido y esos días, algo sonrosado cuerpo, se puso de pie y estiró sus seis pies británicos, o cómo medirían por estos lares italianos, su metro ochenta y tres centímetros, mientras cogía su smartphone de última generación de la mesilla. Con él en su mano izquierda, se dirigió descalzo hacia el gran ventanal del gigantesco dormitorio.

Apartó, con su mano libre, las grandes cortinas que se mecían al aire de la mañana, ya calurosa, que le acariciaba el rostro y el pecho, erizándole levemente el escaso vello de sus brazos. Salió a la terraza.

El aire del jazmín, que invadía en forma de enredaderas toda la valla de la parcela de su bella casa lombarda de una sola planta, inundó sus papilas olfativas al mismo tiempo que el resto de sus sentidos.

Recorrió con unos pasos el suelo de madera importado de algún país del sudeste asiático y cruzó la terraza, bajo la inmensa pérgola que le daba sombra, cubierta por una pequeña vid que había ido trepando inexorablemente por los postes buscando los rayos de sol. Cuando alcanzó el césped cortado como un green de golf, dejó que sus pies descalzos tocaran suavemente la hierba aún algo húmeda del rocío del amanecer, mientras el calor de media mañana le abrazaba.

Disfrutó del momento y de las vistas. Sus grises pupilas se fueron contrayendo poco a poco, acostumbrándose a la hermosa luz de un cielo completamente despejado.

Pensó, mientras contemplaba el hermoso lago Como extendiéndose a sus pies, lo acertado de haber bautizado su maravillosa finca con el expresivo nombre de “Paradisus”. Recordó en ese momento qué le había hecho levantarse y consultó la pantalla del teléfono móvil que todavía agarraba en su mano izquierda.

Desbloqueó el mismo con su huella digital. Abrió con el mismo pulgar el icono del correo electrónico y deslizando el dedo, abrió también el buzón de entradas. No había buena cobertura por lo que respiró pausadamente dejando que el aire puro entrara en sus pulmones, esperando que el móvil descargara con lentitud los mensajes.

Contempló de nuevo las vistas mientras el smartphone se tomaba su tiempo. Desde la altura que le daba su casa sonrió observando la increíble ciudad medieval de Como, extendiéndose a su izquierda: como una alfombra de piedra, madera y cristal a los pies del famoso lago al que daba nombre la ciudad.

Se deleitó en el modo en que este extendía el profundísimo azul de sus aguas hasta perderse a su derecha, muchas millas a lo lejos. Entre verdes y frondosas montañas, con los Alpes a vista de pájaro, en una mañana soleada como esa de junio, no pudo por menos que pensar en la famosa frase manida de que el dinero no podía dar la felicidad; pero con las vistas que tenía delante, él tenía claro que el dinero, sin duda, sí ayudaba a comprarla.

Sus pensamientos se perdieron entre sensaciones recordadas, cuando se acercó a Como por primera vez, hacía unos años. Había recorrido, en sus casi cuatro décadas de vida, muchos otros lugares fantásticos a lo largo y ancho de varios continentes; sin embargo, la belleza de la ciudad, las coloridas trattorias y pizzerías[8]que con su incesante movimiento de turistas se mezclaba con una población que vivía la vida a un ritmo sosegado, el paisaje perfecto del lago con sus ascendentes montañas, el nítido azul incomparable de su cielo, la cordialidad y simpatía de sus gentes, le convencieron finalmente de que Como cumplía prácticamente todos los requisitos para convertirse en un buen lugar donde esconderse de sus estresados “negocios”.

Después de su primera visita, la idea estuvo rondando su cabeza durante meses, pero, finalmente, en la segunda oportunidad que tuvo de recorrer tranquilamente la zona, Charlie tomó la decisión de que aquel rincón formaría parte de su vida. Especialmente, cuando subió en el turístico funicular de Como a Brunate, un pequeño pueblo al que los lugareños conocían desde siempre como el “balcone delle Prealpi” por las increíbles vistas de las altas y perennemente nevadas montañas centroeuropeas que se podían ver desde casi cualquier rincón del extenso lago.

Todavía recordaba perfectamente cuando descendió del funicular, junto al resto de turistas, cómo se fue enamorando de aquel lugar, paseando durante horas, perdiéndose entre aquellas escondidas villas, rodeado por árboles centenarios, con el único sonido de los pájaros acompañando su andar. Fue entonces cuando decidió sin ninguna duda que, en aquel pueblecito sin igual, compraría una casa en cuanto pudiera. Sería su pequeño paradisus, su paraíso o personal parcela del cielo comprada en la tierra.

Finalmente, hacía ya tres años de aquello, su primer lucrativo negocio con el multimillonario señor Sforza le permitió cumplir su deseo. E invirtió hasta el último penique de la generosa comisión obtenida en adquirir aquella pequeña, pero hermosa, villa que ahora pisaba.

Cada vez que sus negocios por medio mundo se lo permitían, juntaba unos días de asueto y abandonaba el estrés bullicioso de su lejano barrio, en su Londres natal, y, mezclándose con el resto de turistas que visitaban el norte de Italia, se escondía en aquel hermoso rincón de Brunate, su paraíso.

Recordando esa primera visita de hacía poco más de unos años, en la quietud de esas vistas, comprobó que ya se había terminado de descargar el buzón de mensajes de su móvil. Reconoció entre varios mensajes publicitarios, por la dirección del remitente del email recibido, uno que esperaba desde hacía días.

Dejó de sonreír, el mensaje que abrió era muy escueto:

“Sr. Seeker:

Vía libre para cerrar la operación.

Todo arreglado.

Contacte con nuestro futuro vendedor y manténgame

al tanto de todos los detalles.

Durante unos segundos, releyó el mensaje con cierta intranquilidad: lo que le preocupó por un instante es no saber bien que significaban las dos primeras y sucintas frases: no tenía ni idea por qué el cliente había tardado tanto tiempo en decidirse a dar vía libre… ni a qué se refería con “todo arreglado”, pero la duda desapareció tan rápida como había venido… no pensaba preguntar, ni tampoco era asunto suyo hacerlo. Nunca lo era. En su trabajo no convenía tener preguntas que hacer, ni escrúpulos que sentir.

Sonrió de nuevo, lo único importante en realidad era que la operación tenía por fin el visto bueno de su cliente. Bueno, eso y la astronómica comisión prometida. Bien merecida sería eso sí: le había costado muchos esfuerzos encontrar lo que su cliente buscaba.

Todavía quedaba mucho por hacer, pero al menos, para rematar el trabajo y poder llevarse la generosísima comisión, ahora, como intermediario, tenía vía libre para negociar directa y personalmente con el futuro y, por ahora, ignorante, vendedor: Yerik Vorobiov.

El primer paso era ponerse en contacto con él: debía mandarle un correo para concertar una cita. El señor Vorobiov no sabía aún que iba a recibir la oferta de su vida, una oferta que, sin duda, no podría rechazar. Con toda seguridad, se mostraría reticente a desprenderse de sus “joyas de la corona” así como así. Charlie debía lanzar bien el anzuelo y simplemente dejar que la pieza a pescar quisiera picar…

Contradictoriamente borró poco a poco la sonrisa de su rostro según terminaba de darle vueltas al correo y a los siguientes pasos a dar. Frunció el ceño en un gesto de concentración. Por un lado, se jugaba mucho con ese “negocio”, podía ganar más dinero del que había visto nunca y eso que había ganado ya una buena fortuna sin haber cumplido aún los cuarenta; por otro lado, sin embargo, debía cortar sus pequeñas vacaciones y volver a Londres para organizar tanto el viaje como la visita a Vorobiov. Sin duda era una pena dejar Brunate precipitadamente, aunque con el futuro beneficio que ya empezaba a bailar delante de sus ojos, calculó que podrá recuperar las vacaciones perdidas más adelante... incluso, se planteó que con la comisión hasta podría retirarse para siempre en su villa “Paradisus”.

De inmediato lo descartó, sabía que estaba enganchado sin remisión, no podía vivir sin buscar... y, sobre todo, sin el dinero que ello le reportaba.

Su ágil mente volvió rápidamente a repasar de nuevo todo: enviar un correo para intentar cerrar la reunión con el potencial vendedor, reservar un hotel, conseguir el visado para entrar en territorio ruso, reservar los billetes de avión desde Londres a Moscú, etc.

Moscú… él nunca había tenido ocasión de pisar la capital rusa. Había estado un par de ocasiones en la bella San Petersburgo, pero ni una sola vez en la ciudad moscovita. Sabía que le tocaría moverse en aguas desconocidas, incluso el idioma volvería a ser un problema ya que por lo que había podido comprobar en la ciudad de los zares, el inglés no era un idioma que dominaran la mayoría de rusos y él, de ruso, andaba bastante escaso, por no decir otra cosa. Sin embargo, la operación tenía que salir sí o sí, no se le podía escapar ningún detalle por alto...

Aún de pie en el jardín, miró entonces cómo en la mesa de la terraza brillaba fulgurante bajo el sol una cajetilla dorada de cigarrillos ingleses.

Ya no recordaba cuántas veces se había hecho la firme promesa de dejar de fumar. Lo único que había conseguido era al menos controlar el número de cigarrillos diario que se metía entre pecho y espalda. Y nunca, nunca, en ayunas. Pero, aun así, dejó el smartphone en la mesa y abrió la cajetilla… con la tensión de esta operación, le entraron unas ganas horribles y pospuso, por enésima vez, su decisión de abandonar para siempre ese maldito vicio…

— Cuando termine este negocio, lo prometo.

Susurró la frase mientras cogía el mechero. Justo en ese momento una melosa voz interrumpió sus pensamientos.

— ¿Caro?, ¿Dove vai?

Charlie dejó el encendedor y el cigarrillo sin encender sobre la mesa, junto al teléfono móvil. Las preocupaciones se alejaron de su todavía ceño fruncido y una pícara sonrisa apareció de nuevo en sus labios. Un par de segundos después volvió a oír la misma dulce voz femenina salir desde el dormitorio, en esta ocasión, en su idioma:

— ¿Cariño?, ¿dónde estás?

Desanduvo sus pasos, cruzó la terraza y volvió a entrar por el ventanal del dormitorio principal de su villa.

La belleza de Bianca no podía ser más contundente: recostada sobre la cama deshecha y levemente apoyada sobre la almohada, sus largos rizos negros como la noche se extendían sobre la misma, cayendo sobre sus bronceados hombros y ocultando la parte izquierda de un atractivo rostro muy latino, donde resaltaban unos sugerentes labios carnosos semiabiertos, una nariz perfectamente definida y sobre todo, unos grandes ojos oscuros, pero brillantes al contraluz, que la ventana abierta, dibujaba sobre cada rincón del dormitorio y de la sensual Bianca.

Charlie se cuestionó por un milisegundo si la postura en la que Bianca descansaba, era intencionada o si el posado era natural, pero de lo que no le cupo ninguna duda era que ella sabía con toda certeza cómo llamar su atención o la de todos los sentidos de un hombre: las suaves sábanas apenas tapaban unos pechos rotundos, que desafiando la ley de la gravedad coronaban unos pezones erectos y oscuros que tensaban la sábana impidiendo que Charlie pudiera mirar a cualquier otro sitio o concentrarse en otra cuestión que no fuera Bianca y su incansable deseo. Esta sonrió al adivinar dónde dirigía él su mirada y se giró levemente, dejando que la sábana se deslizara hacia abajo, mostrando descaradamente sus senos. Con un intencionado gesto, también dejó al descubierto la bronceada piel de su tersa cadera, entreabriendo ligeramente pero con descaro fingido la misma, apoyando con naturalidad una larga y suave pierna sobre la cama… con un tono de voz sexualmente irresistible volvió a dirigirse a él:

Buongiorno caro mio… Buenos días.

Buongiorno principessa, ¿Qué tal has dormido?

— Muy bien, muy relajada después de… de ayer noche.

La exultante sensualidad que Bianca imprimió a sus palabras le atrajo definitivamente hacia la cama, como si ella tuviera un imán, en absoluto invisible, en su morena piel desnuda… una fruta prohibida que jamás le saciaba y de la que no estaba dispuesto a dejar de comer.

Se sentó a sus pies y mientras rozaba con la yema de sus dedos la interminable pierna bronceada, la sangre volvió a su mente y la sonrisa desapareció otra vez de su rostro.

— ¿Qué ocurre Carlo? — Bianca acostumbraba a llamarle utilizando su nombre en italiano, una costumbre que él nunca había intentado corregir, todo lo contrario, viniendo de esa hermosa voz, miel para sus oídos.

Charlie mantuvo la mirada de color azabache que ella le dirigió:

— Era un mensaje que he recibido de un cliente muy importante… tengo que volver a Londres.

— ¿Cuándo?

— Lo antes posible, debería irme en el primer vuelo, el que sale esta misma noche de Malpensa[9]

Aunque él era consciente de que a una mujer nunca se la acababa de entender, creyó intuir la reacción de Bianca. No en vano, eran ya numerosas las ocasiones que había podido disfrutar con la hermosísima y sensual joven.

La había conocido en Milán, hacía apenas un par de años; todavía mantenía fresco, en su excelente memoria, ese momento y de nuevo sonrió rememorando aquella primera noche:

Estaba invitado a una fastuosa fiesta en uno de los más bellos palacios de la ciudad, propiedad del señor Sforza, el todopoderoso Alanzo Sforza. El anfitrión, descendiente directo, para más señas, de la gran familia que dominó el gran ducado de Milán durante finales del siglo XV; aunque ya jubilado parcialmente de la vida política, seguía manteniendo intacta su ajetreada actividad empresarial. En su senectud, seguía siendo uno de los prohombres más importantes de la ciudad. Propietario de numerosos y rentables negocios, así como de la mitad de las famosas Galerías Comerciales Vittorio Emanuele II, a un lado del majestuoso Duomo de Milán.

Siendo uno de los hombres más ricos de toda Italia, el señor Sforza había invitado hacía un par de años a lo más granado de la alta sociedad milanesa con la excusa de su septuagésimo cumpleaños.

Con una de las colecciones privadas de pintura y escultura más exclusivas que se conocían, el señor Sforza había incluido a Charlie entre los afortunados asistentes a la fiesta en virtud de haberle hecho poco tiempo atrás un “encargo” muy personal… y sin duda, uno de sus mejores trabajos: consiguiendo contribuir a la espectacular colección del señor Sforza con la que era sin duda, su obra más valiosa, Leda col cigno[10], un erótico óleo sobre tabla que se presuponía obra del gran Leonardo da Vinci y, quizás, su único desnudo femenino.

De un valor difícilmente calculable, la exorbitante comisión que le había pagado el señor Sforza por aquella pintura “perdida” o fuera de todo mercado legal, supuso para Charlie, el capital principal para poder comprar la villa “Paradisus”. Amén de suponer también el inicio de una lucrativa cartera de “encargos” para otros caprichosos multimillonarios italianos, amigos del señor Sforza y especialmente, de lo ajeno. A los que les traía sin cuidado cómo el señor Seeker, nombre con el que era conocido en ese mundillo Charlie, conseguía encontrar las obras. A muchos de ellos los pudo saludar Charlie también aquella recordada noche junto al anfitrión.

El señor Sforza y sus amigos disponían, sin duda, de gustos muy exquisitos y estaban acostumbrados, desde que habían nacido, a conseguir aquello que se propusiesen. Entre sus posesiones, esa noche, en aquella exquisita fiesta multitudinaria, Charlie pudo ver por ejemplo que el excelente gusto de Alanzo Sforza no se limitaba solo a cuestiones artísticas. También pudo conocer una de las mejores joyas que el señor Sforza coleccionaba: su cuarta joven mujer. Una escultural belleza, llamada Bianca, que ahora le miraba desde unos profundos ojos oscuros.

En aquella fiesta, en la que apenas pudieron hablar unos minutos, pero de atracción sexual manifiesta entre ambos desde que los presentaron, surgió una evidente complicidad que unida al carácter prohibido y al lujurioso riesgo de la relación conllevó a que comenzaran a verse esporádicamente, siempre claro está, a espaldas del “viejo”, que era como ambos llamaban al señor Sforza, no sin cierto y paradójico cariño.

Y cuando Charlie visitaba su particular “Paradisus” en Brunate, Bianca se “escapaba” de los ojos indiscretos de Milán y de su marido, normalmente ausente, viajando por el mundo con su séquito particular. Ambos, entonces, se escondían en la villa durante días y, especialmente, sus largas noches. Noches de caricias y sexo sin fin.

A veces, solo muy ocasionalmente, se arriesgaban a salir de la villa. Siempre y cuando hubiese caído la noche, para no ser reconocidos en algún encontronazo fortuito con algún conocido del poderoso marido de Bianca. Siempre a trattorias humildes, ya que los amigos de su marido no solían frecuentar ese tipo de modestos lugares. Y siempre en coche, a Charlie no le hacía mucha gracia ir en barco, menos si la oscuridad nocturna ya dominaba el lago.

Solían perderse por las callejuelas empedradas y en cuesta de los pueblecitos que rodean el lago: Varenna, Menaggio, Lecco y el más famoso de todos: Bellagio.

Bellagio domina la intersección de las tres ramas del lago Como en forma de Y invertida, situándose en la punta de la península que separa los brazos del sur del lago, con los Alpes visibles a través del lago al norte.

Por el día, estaba siempre infestado de turistas, americanos en su mayoría que querían conocer el lugar original del famosísimo hotel de las Vegas, del mismo nombre, o donde se había rodado alguna película famosa y se escondían estrellas de Hollywood que habían puesto de moda Como y sus encantadores pueblos.

Por la noche, sin embargo, solo los lugareños solían ocupar las mesas de los pequeños restaurantes, degustando muchos de ellos, como Bianca y Charlie, la típica pasta de trigo sarraceno propia de esta zona alpina, los pizzoccheri. A ambos les encantaba, y no era lo único que tenían en común: la relación era perfecta para ambos, ninguno quería más, ni menos, de lo que el otro le pudiera ofrecer; ella seguiría felizmente casada y aparentando ser la mujer perfecta del magnate Sforza, él no era más que una aventura casual que satisfacía, con creces, su ardorosa juventud y sus deseos más primitivos.

Para Charlie era la combinación perfecta que cumplimentaba la inmaculada belleza de Como, un aliciente para venir a Italia en cuanto tenía la oportunidad. Una relación desinteresada, sin ataduras ni complicaciones, amén de no ser descubierta, que no intercedía en otras relaciones de ambos y, especialmente, en los “negocios” del señor Seeker, el alter ego profesional de Charlie Jones.

Regresando de los recuerdos a los negocios, Charlie volvió a mirar a Bianca, pensando que haberle anunciado que debían interrumpir las vacaciones iba a romper la sexual magia del momento, sin embargo, la reacción de ella le sorprendió gratamente:

— ¿Te vuelves en el vuelo de esta noche? Entonces tenemos tiempo… Carlo

Bianca retiró la sábana que la cubría parcialmente y, desnuda, acercó su sensual boca a la suya, mordisqueando su labio inferior mientras sus dedos jugaban con el negro cabello de su nuca.

Como la chispa que inicia el fuego devastador, el deseo de Charlie se acrecentó, perdiéndose en la boca ardiente de ella. Bianca conocía perfectamente las teclas a tocar para que la partitura del juego sexual comenzara a sonar y según empezaba a mover su lasciva lengua buscando con hambre la suya, con sus uñas fue descendiendo con lentitud, arañando la piel de su espalda. Al igual que a una gata le gusta afilarse las uñas, Bianca marcó con firmeza sus cinco finos dedos en el omóplato de Charlie y consiguió que él soltara un entrecortado gruñido, a caballo entre el dolor y la sensación de placer recibida.

— ¿Te gusta Carlo?

— Sabes que sí.

No hubo necesidad de más diálogo entre ambos. Conocían aquel juego a la perfección. Charlie, aún sentado, inició de inmediato su movimiento de apertura besando el cuello de Bianca, con suavidad, rozando con su lengua la piel morena que ella le ofrecía al arquear su cabeza hacia atrás. El denso perfume que Bianca usaba inundó su nariz y le hizo cerrar los ojos, concentrándose en guardar aquel olor dulce, picante, fuerte y caliente para siempre.

Acarició al mismo tiempo con sus dos manos los generosos pechos que ella le ofrecía en aquella postura y se entretuvo en uno de sus pezones, erecto gracias a la habilidad de Charlie con las yemas de sus dedos. Mientras no dejaba de pellizcarle con cierta brusquedad, Charlie también sabía perfectamente cuáles eran los gustos de Bianca, descendió sus cada vez más ansiosos besos desde el cuello hasta el otro pecho, succionándolo con sus labios mientras dejaba que la punta de su lengua se moviera ávida por la aureola, consiguiendo que el pezón se endureciera hasta casi hacerle daño cuando se lo atenazó suavemente entre sus dientes. Bianca resopló un gemido que inundó toda la habitación.

La respiración de ella se aceleró y sus uñas descendieron por las definidas abdominales de Charlie hasta alcanzar su miembro palpitante que pugnaba por salir del apretado bóxer. Con firmeza Bianca empujó entonces a Charlie, haciendo que este se tumbara de espaldas en las enredadas sábanas y, sin esperar ni un segundo, dejó libre su tenso pene, agarrándolo vigorosamente con sus finos y expertos dedos.

Charlie se concentró en la gozosa sensación de que Bianca se lo introdujera en su húmeda boca, masturbándole al mismo tiempo que lo besaba, jugando con su caprichosa lengua y la punta de su erguido miembro.

Se dejó hacer durante unos segundos, pero sabía que ella querría más. Con la mano que hasta ese momento sujetaba la cabeza de Bianca, la apartó y le sonrió. De los labios de Charlie solo pudo salir una petición de una única palabra:

— Fóllame.

Acompañando su petición, tomó por los hombros a Bianca y la atrajo hasta que se montara a horcajadas sobre él. Con habilidad, introdujo un poco su pene en la vehemente humedad de ella, mientras que con una mano le sujetaba firmemente su terso culo y, con la otra, volvía a acariciarle uno de sus senos.

Bianca arqueó su espalda mientras bajaba sus caderas y dejaba que él la penetrara hasta el final. Ella comenzó entonces a moverse arriba y abajo, al principio despacio, notando cómo, cada centímetro suyo, la llenaba; luego cada vez más deprisa, coordinando sus movimientos con los de él, en un baile perfectamente sincronizado de cuerpos desnudos.

Sus vientres se rozaban mientras la respiración de Bianca se hacía cada vez más entrecortada y sus iniciales suspiros de placer iban tornándose, cada vez más, con cada movimiento, en jadeos.

Charlie supo reconocer cuál era el punto justo de la partida en que ambos se encontraban y decidió concentrar cada energía de su cuerpo en no correrse en ese instante. Para ello tomó la determinación de cambiar de postura. Cierto era que a él realmente no le importaba en absoluto ser la parte pasiva en sus relaciones sexuales, menos con Bianca, con quien estas eran una lección perfectamente aprendida por ambos, pero de vez en cuando le gustaba ser él quien, en ese combate de intentar poseer al otro, dominara sus reglas de juego. Apartó a Bianca con delicadeza a un lado, haciendo que giraran sobre sí mismos.

Se deslizó en la cama hacia abajo, besando sus senos, luego su pequeño ombligo. Bianca abrió sus caderas, deseosa de lo que estaba por venir y Charlie comenzó a besar su sexo con ansia, utilizando además de su lengua, su dedo índice y corazón. En un ritmo cadencioso que había mejorado tras largos años de experiencia hasta alcanzar el nivel de experto. Solo se oían alternativamente gemidos y gritos, y entre ellos, de vez en cuando, algún:

Carlo, sigue, per Dio, Carlo, sigue…

Cuando la húmeda intimidad de ella mandó todas las señales necesarias de que iba a desbordarse, y los muslos de Bianca temblaban ya ligeramente por el placer, Charlie paró. Le encantaba la sensación de poder que ese gesto le otorgaba: él dominaba la situación. Rápidamente la cogió por las caderas y la giró, poniéndola de espaldas a él. Únicamente le pidió de nuevo una orden:

— Aguanta un poco Bianca.

Charlie la penetró desde atrás con brusquedad. Con una mano cogió firmemente su cadera y, con la otra, continuó acariciando su sexo mientras chocaba todo su cuerpo contra ella. Bianca arqueó su espalda mientras agarraba con ambas manos el cabecero y se dejaba ir. Ambos llegaron al orgasmo al mismo tiempo, mientras sus gargantas dejaban escapar un ahogado grito de placer y ella se llenaba de él, atrapando en el interior de sus muslos toda su simiente.

De manera inevitable, la lucha física por poseer al otro había acabado… movimiento, respiración, fuerza y abandono. “Carlo” irremediablemente había dejado ya, hacía muchos minutos, de pensar…