SAN JUAN, PUERTO RICO
23 DE SEPTIEMBRE
PRIMERAS HORAS A BORDO
Como nuevo Jefe de Seguridad del Luxury of the seas, Timni Lehrer, había finalizado la supervisión de su primer simulacro de evacuación: la coordinación y organización de la casi veintena de colaboradores de su equipo, así como la del resto de la tripulación que formaban parte del sistema de emergencia, había sido perfecta y sin ningún contratiempo a señalar.
En realidad, pese a que se denominaba simulacro, realmente había sido una simple y breve sesión informativa con video: en los diferentes salones del barco se había reunido a todos los pasajeros, organizados por cubiertas, una vez embarcó el último de ellos. Cómodamente sentados, se les había expuesto, en las respectivas pantallas gigantes, un video sobre la seguridad a bordo, incluyendo instrucciones básicas y muy claras que deberían seguir tanto la tripulación como los huéspedes en caso de sufrir una emergencia: encontrar el punto de reunión de cada sección, cómo colocarse los chalecos salvavidas que se guardaban en cada camarote, la evacuación a los barcos de emergencia, etc. Un video explicativo que durante doce horas se transmitiría además regularmente en el canal uno de todos los televisores de a bordo, repitiéndose en un tedioso bucle, en el canal ocho, el resto del crucero.
Timni era de la opinión de que el ejercicio de simulacro o presentación de emergencia, no resultaba una muy buena tarjeta de entrada para los recién ilusionados pasajeros, amén de ser un video explicativo y breve pero bastante aburrido. Sin embargo, y como bien le había recordado su ayudante, Juan José Watson, las compañías navieras estadounidenses habían tenido que extremar la rigurosidad de estos videos y simulacros, así como toda su seguridad a bordo, especialmente tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas del World Trade Center, en el corazón de Nueva York.
Las grandes empresas de crucero siempre habían sido conscientes de su enorme vulnerabilidad, ya fuera por terrorismo, ataques criminales, robos de bienes y servicios, polizones, secuestros, etc. Por fortuna, la compañía OCEANIC podía contarse entre las más seguras del mundo, con un índice de incidencias prácticamente anecdótico, pero Timni sabía que varios accidentes en el último lustro, en otras compañías navieras, habían puesto en tela de juicio y en el primer plano de la actualidad, la seguridad en los grandes cruceros de lujo.
Especialmente mediático, y con razón, dado el número de treinta y dos fallecidos, así como las circunstancias extrañas que rodearon el accidente, el más famoso había sido el del naufragio del crucero Costa Concordia, frente a la isla italiana de Giglio. Es cierto que en la mente colectiva parecía haberse olvidado ya, al menos así lo confirmaban las estadísticas de embarques: tras unos meses complicados tras el famoso hundimiento en junio de 2012, los viajes marítimos habían continuado creciendo exponencialmente en los últimos ejercicios; pero hacía unos meses que la seguridad a bordo había vuelto a ser tema de actualidad tras el juicio definitivo contra el principal acusado de aquella maniobra incomprensible, el conocido Capitán Schettino. Finalmente, este había sido condenado a dieciséis años de prisión por acercarse caprichosamente a tierra, abandonar el barco a las primeras de cambio y, dejar tras de sí tantos fallecidos y desaparecidos, sin contar las más de cuatro mil personas que tuvieron que, literalmente, buscarse la vida en aquel naufragio.
Borrando pensamientos funestos de su mente, Timni volvió a terminar la revisión del control de embarque del Luxury of the seas. Sin ninguna incidencia reseñable, finalizó y firmó el informe que su joven y eficiente ayudante, Juan José Watson, había terminado con esmero en las oficinas que el equipo de seguridad tenía asignadas en la décima cubierta, cerca de la proa y del puesto de mando del barco.
Mientras Juan José finalizaba el parte de embarque, Timni había estado supervisando también, con uno de los dos equipos de tres personas que se turnarían y serían responsables de la vigilancia remota, el correcto funcionamiento de las decenas de cámaras que vigilaban el barco como un “gran hermano” las veinticuatro horas del día. Del mismo modo, había repasado los partes correspondientes de los cuatro equipos de seguridad que se turnaban también en hacer las rondas pertinentes por las numerosas cubiertas del barco. A Timni por unos segundos le había venido a la cabeza la película “El Show de Truman”, pero él no se veía en absoluto encarnando el personaje del productor ejecutivo del show, el endiosado Christof, por el que el actor Ed Harris había ganado un óscar de la Academia de Hollywood hacía algunos años. Timni y su equipo simplemente observaban y controlaban solo las principales dependencias del barco: y además, lamentablemente, no tenían casi ningún poder de actuación sobre el comportamiento de los cinco mil pasajeros y más de dos mil miembros de la tripulación.
Una vez acabado todo el papeleo, y acompañado por Juan José, se dirigió al otro costado de la proa de la cubierta décima para dar el parte a su superior, en el puente de mando del gran Luxury of the seas.
Tuvieron que esperar un buen rato mientras el Capitán Svensson terminaba de dirigir la maniobra de zarpado, desde la lanzadera anexa de estribor que permitía al Capitán controlar las maniobras desde el moderno y avanzado puente. Sin embargo, a Timni no le importó en absoluto aguardar la espera, ni tampoco mantener un respetuoso silencio, la actividad febril de los tripulantes y oficiales del puente le dejaron fascinado.
Desde su apartamento en Tel Aviv, a Timni le encantaba mirar los movimientos de los barcos maniobrando en el puerto de la Marina, pero reconoció que no era comparable con lo que observaba, en esos instantes, en vivo y en directo.
Y del mismo modo debían pensar la mayoría de pasajeros, que asomados a los cientos de balcones de sus camarotes, así como a las miles de barandillas y terrazas exteriores del crucero, se asomaban en esos momentos, contemplando cómo el gigante Luxury of the seas, con sus más de trescientos ochenta metros de eslora, abandonaba con majestuosa lentitud la Bahía de San Juan, en una maniobra perfecta.
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— ¡Es impresionante!
Charlie Seeker tuvo que dar la razón mentalmente al comentario que una mujer, apoyada a su derecha, en la barandilla de una de las terrazas de proa de la cubierta dieciséis, exclamaba a su familia sobre las espectaculares vistas que contemplaban del gigantesco océano, abriéndose ante ellos.
El enorme barco se tomó su tiempo para salir de la Bahía de San Juan y, mientras, disfrutando de aquellas vistas, Charlie escuchó con atención las explicaciones que el marido, no mucho mayor que Charlie, daba a la mujer y a los tres hijos que les acompañaban:
— “El Morro” es lo que veis a nuestra derecha y la verdad es que, sin duda, impresiona más visto desde el mar. Si lo recordáis de la visita a la que nos llevaron ayer, así es como llaman al Castillo San Felipe del Morro.
— ¿Entonces, ese es el fuerte que vimos ayer, papá? — Ahora fue el hijo mayor, ya adolescente, quien preguntaba.
— Justo, hijo, es la fortificación española que construyeron para proteger la ciudad de ataques marítimos de los piratas ingleses. Y dominar así esta entrada desde el océano Atlántico.
— Cariño, ¿el océano Atlántico? ¿No estamos en el Caribe?
En esta ocasión fue la mujer y madre de familia quien preguntó con cierto desdén y evidentes ganas de llevar la contraria a su marido. Este la miró como si tuviera que corregir a un alumno que no había prestado atención en una clase magistral:
— No mujer, la isla de Puerto Rico da a ambas aguas: por este lado el océano Atlántico; por el otro lado, y una vez superemos la isla al este, estaremos en el Caribe.
El hijo mayor, ajeno a la mal disimulada tensión entre sus padres, volvió a preguntar tras el redicho comentario de su progenitor:
— ¿Antes has dicho piratas ingleses? De eso sí me acuerdo, papá, Drake se llamaba. — Le apuntilló el hijo, con un brillo de fascinación en sus ojos.
— Efectivamente, como recordarás, el pirata Francis Drake intentó entrar en la bahía para apoderarse de un cargamento de oro y plata que se encontraba custodiado por los españoles en La Fortaleza, la residencia del Gobernador, aquel edificio azul que vemos a nuestra espalda, en el interior de la bahía. Pero desde la posición privilegiada, que ahora se ve mejor, los artilleros de “El Morro” consiguieron hacer blanco en la nave pirata de Drake y este tuvo que huir.
— ¿Y el castillo que se ve a la izquierda qué es, papá?
Charlie al compás que la familia miró, disimulado tras sus gafas de sol, hacia la izquierda, donde señalaba aquel joven. No se había fijado que, en un pequeño istmo que cerraba la Bahía, se localizaba otra fortificación, mucho más pequeña eso sí que la de “El Morro”.
— Nos lo explicaron ayer, hijo.
— Pues no me acuerdo...
— Hay que estar más atento, hijo… en fin… lo llaman “El Cañuelo”, aunque su nombre real es Fortín San Juan de la Cruz. Proveía de un punto estratégico a las defensas de la ciudad, creando así un fuego cruzado para cualquier pirata que intentase entrar en la bahía. Ayer contaron que, además, una gigantesca cadena se izaba desde “El Morro” hasta esa pequeña fortificación para hacer de barrera a cualquier barco no deseado que se acercase a la entrada.
— Así que era imposible entrar ¿no? — Preguntó con curiosidad de nuevo el hijo mayor. Los otros dos, más pequeños, permanecían en silencio y aparentaban estar más interesados en la descomunal altura de aproximadamente doscientos pies que les separaba, estando en la cubierta exterior más alta de todo el barco, del océano. La madre les vigilaba protectoramente.
El padre, ajeno a aquella preocupación materna, miraba hacia el horizonte mientras contestaba condescendientemente.
— Pues, aun así, los ingleses y los holandeses llegaron a tomar la ciudad en varias ocasiones, pero fuimos nosotros, los estadounidenses quienes conseguimos conquistar San Juan a los españoles, a finales del siglo diecinueve.
Charlie sonrió ante el comentario orgulloso del cabeza de familia: los ingleses eran calificados como piratas, los estadounidenses, sin embargo, eran unos conquistadores. Una paradoja en toda regla, pero estaba claro que “la historia la escribían los vencedores”. Pensó en esa famosa cita de George Orwell mientras consultaba la hora en su caro reloj Richard Mille. A continuación, desbloqueó con la huella dactilar de su índice su smartphone al escuchar un leve pitido. En el buzón de entrada, un nuevo mensaje de Vorobiov, confirmando que ya estaba a bordo y que, según lo previsto, no había tenido ningún problema con el control portuario de entrada en el barco. Charlie sonrió al ir todo según lo previsto y decidió continuar disfrutando de un paseo por el barco, dejando en pausa y, en la barandilla, a los pretenciosos norteamericanos y sus particulares clases de historia.
Bordeando ya el Viejo San Juan, el majestuoso Luxury of the seas salió a mar abierto, al oscuro y profundo océano Atlántico.
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Tres cubiertas más abajo, y ajeno a la pequeña clase de historia sobre San Juan, en el puente de mando del gran buque insignia de la compañía OCEANIC se produjo un momento de aparente relax una vez este había salido de la bahía; Timni, acompañado por su ayudante Juan José, aprovechó la pausa y se acercó a dar el parte de embarque al Capitán Svensson.
Lars Erik Svensson representaba la máxima autoridad a bordo y él, como Jefe de Seguridad, debía rendir cuentas e informarle diariamente. Ya se habían conocido cuando Timni, hacía un par de meses, había tenido la ocasión de subir por primera vez al barco; le seguía imponiendo admiración la autoridad natural que emanaba el aspecto y ademanes nórdicos del Capitán. Ya había cumplido los cincuenta, pero aparentaba alguno menos por el notable color rubio que aún mantenía en su corto cabello. Además, casi tan alto como él, si bien de menor complexión, su porte rígido y elegante bajo un traje blanco impoluto con tres galones dorados más una barra haciendo curva, tanto en sus hombreras y bocamanga[25], le daba una prestancia con la que conseguía irradiar un silencioso respeto dominando toda la cabina de mando. Timni, contagiado, bajó unos decibelios la voz al presentarse:
— God morgon! Hur mar du, Kapten Svensson?
El Capitán Svensson sonrió al oír a Timni e interrumpió su conversación con el primer oficial del puente que lo acompañaba. Por el gesto sonriente de este, el Jefe de Seguridad había sin duda ganado muchos puntos al saludarlo y preguntar cómo estaba en su lengua nativa. Ya tendrían ocasión de hablar en sueco, en ese instante estaban trabajando y Timni prefirió seguir la conversación en inglés, el único idioma, además, permitido en el puente de mando:
— ¡Buenos días! ¿Cómo está, Capitán Svensson?
— Buenos días. Todo bien. ¿Y ustedes? ¿Qué tal en su primer día señor Lehrer?
— Muy bien la verdad, nos presentamos para informarle de las novedades.
El Capitán esbozó una sonrisa mientras les miraba a ambos.
— Por cierto, sin duda hacen una extraña pareja… no sé si se lo han dicho antes.
Timni ya se había dado cuenta del llamativo contraste que suponía con su ayudante: él era llamativamente alto, así como corpulento y de pálida piel pecosa, mientras que Juan José era delgado, de altura bastante más baja… y además de ascendencia afroamericana como señalaba su color de piel. De todos modos, tampoco supo cómo interpretar el comentario del Capitán. Contestó lo primero que se le vino a la cabeza:
— De uniforme somos todos iguales.
Enseguida se arrepintió de su comentario, pero no intentó corregirse ni explicarse. Lo dicho, dicho quedaba. Guardó silencio hasta que el Capitán, con un gesto algo altivo, volvió a hablar:
— Es una opinión ciertamente discutible, pero ahora no es el momento. Ustedes dirán…
— Respecto al embarque, Capitán, ninguna incidencia reseñable. Han embarcado un total de cinco mil noventa y ocho pasajeros, un noventa y tres por ciento de los camarotes se han ocupado por tanto. Catorce pasajeros no se han presentado, aunque tenían reserva.
— No está mal, señor Lehrer, nuestros jefes estarán contentos con los pasajes vendidos, estamos acabando la temporada alta y son buenas noticias para todos.
— Seguro… respecto a la tripulación se han presentado dos mil ciento veintidós sin contratiempos. Únicamente tenemos cinco bajas, adjunto el parte de los mismos que nos ha facilitado el Oficial Médico Walter Gorman...
— ¿Alguna que deba saber?
— Ninguna realmente destacable, señor.
En ese momento, uno de los oficiales de Telecomunicaciones se presentó ante el Capitán. Este dio por zanjada la conversación devolviendo el parte a Timni, firmado con su rúbrica, que Juan José le había presentado.
— Gracias, pueden retirarse.
Timni y Juan José decidieron abandonar el puesto de mando. Justo antes de salir, el Capitán Svensson se dirigió hacia ellos:
— Perdone señor Lehrer, como ve, tengo otros asuntos que requieren mi atención. Ya hablaremos más tranquilamente luego.
— Cuando quiera, Capitán.
— Agradeceré por ejemplo poder tomarnos un café un día de estos y poder hablar en sueco, no tengo muchas oportunidades de hacerlo a bordo, si le parece bien.
— Por supuesto, — contestó Timni — aunque también lo tengo bastante anquilosado, hace mucho tiempo que no lo hablo. De todos modos, será un placer, Capitán. Me tiene localizable en el canal número veintiocho de la emisora interna de radio.
— Lo sé, hasta luego entonces y ténganme informado de cualquier cuestión relevante.
— Descuide, Capitán Svensson, así lo haremos. Adiós.
Ambos regresaron en dirección a las oficinas de Seguridad. Por el camino Juan José pareció querer decir algo, probablemente sobre alguno de los comentarios del Capitán, pero finalmente guardó respetuoso silencio.
— Bien, Juan José, y ahora, finalizado el parte ¿qué toca?
El eficiente ayudante miró su reloj y con una sonrisa que había vuelto a su rostro afirmó:
— Ahora la mayoría de pasajeros está almorzando, mientras los mozos aprovechan para distribuir y colocar los respectivos equipajes en la puerta de cada camarote. Podemos si quieres, dar una vuelta de inspección, no es habitual, pero a veces, ocasionalmente alguna maleta “se pierde”, es un buen momento para los amigos de lo ajeno. Y no me refiero precisamente a los pasajeros, el índice entre la tripulación que se lleva algún “recuerdo” que no debe, no es desdeñable…
— Para eso tenemos cámaras controlándolo todo ¿no?
— Pues sí… bueno, sí y no. Tener, las tenemos, pero la mayoría están instaladas en el Casino, en las avenidas, en las tiendas, en ambos teatros, en alguno de los restaurantes, en las entradas y salidas a los recibidores y en los ascensores… también en las plataformas de piscinas exteriores… sin embargo en los pasillos de los camarotes no tenemos: sería imposible abarcar visualmente todo el barco.
— Lógico… vayamos entonces a echar un vistazo y después comeremos algo. El espectáculo de ver zarpar el barco me ha abierto el apetito.
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Después del simulacro de emergencia todos los compañeros de SETBALL se habían reunido para su primera comida a bordo en el restaurante buffet.
Alice por fin había podido ver a Brooke, si bien no cruzaron más que un par de frases al saludarse. Después, cada una se incorporó en la mesa asignada. Alice lo hizo en la de sus compañeros de departamento.
Para todo el mundo, Brooke era indiscutiblemente una envoltura bellísima. Para Alice, además, era también una personalidad compleja que escondía un complicado carácter que todavía no había conseguido arañar del todo. Era muy extrovertida, esa era la imagen que todo el mundo percibía, y sin embargo al mismo tiempo, siempre celosa en ocultar realmente sus pensamientos. Ambas, aun así, mantenían una aparente sincera amistad, pero a Alice le molestaba que ella se abriera más personalmente que Brooke y que su amiga no le dejara traspasar algunas barreras; como si solo enseñara una sola cara y la otra, como decían que ocurría con la luna, siempre permaneciera oculta. Al menos, esa era la sensación que siempre había tenido con su amiga.
Cuando eran niñas, pese a que no se conocían ya que Brooke era unos años más joven que ella, curiosamente habían seguido vidas distintas, aunque en cierto modo paralelas: a ambas les habían confirmado, siendo todavía preadolescentes, que tenían potencialmente grandes aptitudes para el tenis; y ambas, también, habían apostado por dedicarse en cuerpo y alma a perfeccionar su juego. Ella en Florida, Boca Ratón, en la prestigiosa Academia de Tenis Chris Evert; Brooke en la costa opuesta del país, en la Academia Weil en Los Ángeles. Pero todo el proceso sin embargo había sido mucho más difícil para ella que para Brooke… mientras que su físico menudo la había relegado a un papel secundario dentro del circuito femenino, las espectaculares aptitudes físicas finalmente desarrolladas por Brooke habían catapultado a esta en una carrera tenística casi meteórica.
La innegable desventaja de su baja altura y cierta fragilidad física, Alice la había logrado compensar ante sus contrincantes con tenacidad, con una fuerza de voluntad muy por encima de la del resto de contrincantes. Su velocidad de piernas, su más que amueblada cabeza y su visión estratégica del juego, la habían llevado a competir a nivel profesional con cierta relevancia y algunos éxitos menores en el circuito nacional estadounidense y ciertos torneos satélites. Pero finalmente, apenas cumplidos los diecinueve años, los sueños de su familia y de ella misma, se rompieron al lesionarse seriamente el hombro derecho. Una intervención arregló sus problemas físicos pero la larga convalecencia había truncado definitivamente su posibilidad de ascenso en el circuito.
Fue una gran decepción volver a casa de sus padres, en Nashville, Tennessee; especial e inicialmente para su padre, pero su tesón y constancia volvieron a jugar a su favor, amén de una madre que se volcó enseguida con ella: consiguió terminar sus algo relegados estudios con notas brillantes y, al final, logró incluso, para orgullo de su madre, pero también de su padre, obtener una beca para estudiar Finanzas en la Universidad Estatal de Tennessee.
Después de algunos trabajos y unos pocos bien ganados ascensos, contactaron con ella desde el circuito femenino norteamericano de tenis. Necesitaban una persona con su perfil y capacidades en la empresa SETBALL, la empresa gestora de los derechos de imagen y venta de entradas del gran torneo de Flushing Meadows, más conocido mundialmente como US Open, que se celebraba cada septiembre en el complejo USTA Billie Jean King National Tennis Center, en pleno centro neurálgico de Queens.
Desde que se mudó al conocido barrio de Nueva York, su cabeza analítica y estratégica se había puesto al servicio de sus jefes; y estos, afortunadamente, supieron ver enseguida su tremendo potencial. Ahora mismo Alice podía presumir de ser la directora de Control de Gestión de la empresa.
Por contra, la proyección y carrera tenística de su amiga Brooke había sido mucho menos complicada. Aunque había entrenado muy duro también, la adolescencia había sido generosa con ella, dotándola de seis pies de fibra y músculo a partes iguales. Con tan solo dieciocho años, esa fuerza de la naturaleza, que incluía un portentoso saque, así como un revés a dos manos tan temible como su drive o derecha, había dejado atrás la Academia de Los Ángeles y llegado a convertirse en una de las más importantes raquetas de su generación. Y, sobre todo, por su arrolladora belleza, en una de las más mediáticas estrellas del tenis del circuito profesional mundial. Viajó por los torneos más importantes del planeta, ascendiendo vertiginosamente en el ranking de la WITA o asociación femenina de tenistas profesionales, del mismo modo que se incrementaba el caché o cuantía de sus contratos publicitarios; sin embargo, los problemas de Brooke paradójicamente vinieron una vez alcanzado su cénit profesional, y no por su físico o una lesión, sino por su cabeza. Su fuerte carácter era de difícil contención y, tras varios sonados cambios de entrenador, le costó mantener el nivel de concentración necesario para destacar entre el resto de durísimas oponentes una vez que llegó a las puertas de la élite, al “top ten”, donde la competencia era feroz, especialmente con las jugadoras venidas del este de Europa.
Brooke era capaz de los mejores golpes, todavía se recordaban en el circuito sus latigazos de revés, pero también de echar por tierra un partido prácticamente ganado. Podía batir brillantemente a muchas de sus contrincantes, pero cuando se enfrentaba a rivales que estuvieran por delante del ranking y el partido se ponía cuesta arriba, no controlaba su genio y perdía la concentración en momentos vitales. Como se dice en el argot tenístico, “se iba del partido” y, aunque llegó a brillar con luz propia, los grandes éxitos no acabaron de llegar. Normalmente los cuartos de final solían ser su barrera infranqueable en la inmensa mayoría de grandes torneos. Alguna meritoria semifinal y torneos menores fueron su único reconocimiento.
Finalmente, esta inestabilidad de resultados y emocional llegó a afectarla demasiado pronto. La paciencia sin duda, no era una de las virtudes de Brooke. Con apenas veintidós años, en contra de la opinión de sus padres, adoptivos para más señas y que poco influían ya en su vida, pero, sobre todo, en contra especialmente de la opinión de su último entrenador y de sus sponsors o patrocinadores, no aguantó la presión decidiendo “colgar” la raqueta.
Como no se había preocupado por los estudios, se encontró entonces con un futuro más que incierto, dedicándose, por lo poco que sabía Alice, a deambular varios años entre fiestas y compañías por lo visto desaconsejables, gastando, despilfarrando mejor dicho, la pequeña fortuna que había ganado por las muchas pistas de tenis del mundo…
Después, misteriosamente, Brooke nunca hablaba de ello, ni siquiera con Alice, “desapareció del mapa” e incluso de la primera plana de la prensa rosa por un tiempo. Lo único que Alice sí sabía era que, por lo que le había contado la propia Brooke, un día esta conoció SETBALL y al jefe Lloyd John, coincidiendo con que este la podía ofrecer justo lo que andaba buscando: como asistente personal del CEO asistiría a fiestas, viajes y encima con los gastos pagados. Y a Brooke, sin duda, le gustaba vivir bien. La empresa incorporaba así una rutilante, aunque retirada estrella del tenis y una súper atractiva relaciones públicas en su plantilla; ella, a cambio, dejaba atrás una época oscura y misteriosa de su vida. Recorrería de nuevo el circuito mundial de tenis, que tan bien conocía, pero sin la presión ya de la competición.
Semanalmente solían quedar para practicar durante un par de horas en alguna de las pistas interiores del Arthur Ashe Stadium, que junto con los estadios Louis Armstrong, Grandstand y Court 17, conformaban un complejo con más de treinta pistas en pleno Flushing Meadows Corona Park. No jugaban ningún partido ya que Brooke estaba a un nivel inalcanzable para su amiga, pero como sparring de prácticas, Alice se encontraba a gusto y podía mantener el intercambio de golpes del peloteo con cierto decoro. Era una costumbre que intentaban mantener siempre que sus respectivas agendas se lo permitían. Aunque descansaban precisamente durante el mes de celebración del torneo del US OPEN y por ello llevaban algunas semanas sin quedar.
Mientras Alice volvió de sus pensamientos encontrados sobre su amiga Brooke y, sus paralelas pero tan distintas trayectorias tenísticas, vitales y profesionales; sus compañeros de mesa estaban en ese momento comentando cómo las dos cubiertas de popa del restaurante se habían convertido, en apenas unos minutos, en una bulliciosa “torre de Babel”[26] con incontables idiomas cruzándose en diferentes conversaciones y, mezcladas con los múltiples camareros que a su vez hablaban también decenas de lenguas de distintas nacionalidades.
Alice escuchó a Margaret, que era, en ese instante, quien parecía llevar la voz cantante de la conversación del grupo:
— Cada camarero o personal del barco lleva puesta una chapa en la solapa de su pecho donde además del nombre del empleado se incluye debajo su respectiva nacionalidad y, si os fijáis, unas banderitas por cada idioma, además del inglés claro está, en el que cada miembro de la tripulación al menos se defiende hablando.
— Tampoco sería mala la opción de utilizar esa idea nosotros, los empleados de SETBALL y, sobre todo, el equipo de la International Tennis Federation, los organizadores de nuestro torneo ¿no?
Ahora fue María quien intervino en respuesta al comentario inicial de Margaret. Alice, tras haberse mantenido en silencio, comentó:
— Aunque mayoritariamente, el público asistente al US Open sea norteamericano, la verdad es que cada año aumenta considerablemente el número de turistas extranjeros que visitan las instalaciones de nuestro complejo. La variedad de nacionalidades entre los mejores jugadores del mundo arrastra cada vez más turistas de otros países a nuestras pistas.
— Además, en realidad solo hay un estadounidense y un inglés, por ejemplo, en el “top ten”: fijaos que, entre las mejores raquetas del mundo, en el cuadro masculino, hay tres españoles, un argentino, dos suizos y, al menos ahora, un japonés y un serbio. Y en el femenino hay al menos tres hispanohablantes entre las cabezas de serie, que yo recuerde.
María corroboró el comentario de Alice sin esconder un tanto orgullosa el hecho de que el idioma más hablado en el circuito, al menos el masculino, estuviese siendo progresivamente el español. A todos les pareció buena idea planteárselo al departamento de Comunicación, pero Tim no fue tan optimista con la idea y dejó la pregunta en el aire finiquitando el debate sobre aquella cuestión:
— No digo que sea mala idea, pero, con excepción de María, ¿cuántos empleados de SETBALL realmente hablamos algún idioma extra además del inglés?
Alice en ese momento estuvo a punto de mencionar que Bruno hablaba también italiano. Guardó silencio.
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Charlie descansaba tumbado en la cama doble de su camarote. Meditaba qué hacer hasta la hora de la cena. Minutos después de un ligero almuerzo en una de las terrazas de proa, había recorrido durante un buen rato el barco, como el resto de pasajeros. Había deambulado por las diferentes cubiertas, salones y piscinas, conociendo la inmensidad del lujoso crucero. Pero también observando con curiosidad y concentración los sistemas de seguridad de video vigilancia de a bordo y confirmando la ausencia de cámaras en los pasillos de camarotes, aunque no en las zonas “comunes” del inmenso barco.
La tarde, sin darse cuenta, se le había echado encima. Finalmente, se había acercado hasta su camarote para ver si ya estaba su equipaje disponible, donde había podido conocer entonces al servicial Jefe de Camarotes de su cubierta, un joven tailandés de nombre Arthit que, cumpliendo con la fama de su país de nacimiento, había mostrado una sonrisa permanente acompañada de una inmejorable disposición para ayudarle en lo que necesitase, tras confirmar la recepción de su equipaje y enseñarle su camarote, con el número 1074, una junior suite con balcón en el costado de babor.
Tras agradecer a Arthit su amabilidad, Charlie dedicó unos minutos a deshacer el equipaje, colocó sin prisas la ropa en el armario anexo a la cama y, guardó en él los dos trolleys de color gris plata, ahora vacíos y cerrados bajo sus candados especiales. Después, salió al balcón para contemplar apoyado en la barandilla el océano mientras fumaba el segundo cigarrillo del día, ahora hasta el final y, volvía a prometerse abandonar aquel vicio de una vez por todas.
Cierta intranquilidad le abrumó mientras daba poderosas caladas: el cierre de la compraventa de las “joyas de la corona” se acercaba a su fin. Al menos, a Vorobiov y familia les tenía localizados en la décimo séptima cubierta, ya que tenían reservada la Royal Suite 1740, un dúplex de dos dormitorios en la proa del descomunal barco. Anexo, un pequeño camarote conectado donde dormiría Yuri, el guardaespaldas elegido por Yerik tanto para acompañarles como para custodiar las “joyas”. Lo que desconocía y preocupaba era el camarote que había reservado su cliente, así como también el hecho de no saber cuál sería el paso siguiente a seguir, si lo había, antes de llegar a Tórtola, la capital de las Islas Vírgenes Británicas.
Esta incertidumbre le provocó cierto nerviosismo, ya que siempre le gustaba tener todo bajo control. Se tumbó en la cama y se dejó mecer por el runrún de las olas chocando con suavidad contra el costado del inmenso barco mientras navegaban devorando millas hasta las Islas Vírgenes.
Decidió levantarse y salir de nuevo al balcón. Logró contagiarse por la relajación del tranquilo océano que se expandía hasta el infinito desde la barandilla de la terraza de su camarote, volviendo a entrar minutos después. Dejó la ventana abierta y se sentó en el diminuto escritorio. Se aplicó en estudiar el plano del barco que habían dejado en la mesa inferior del minúsculo salón que incluía su camarote mientras degustaba un refresco del mini bar. Después de memorizar de punta a punta el inmenso barco, se tomó unos minutos para decidir qué hacer, era aún pronto para cenar tras el tardío almuerzo y no le apetecía acompañar a los miles de pasajeros que alegremente abarrotaban, todavía a esa hora, las piscinas y jacuzzis que a lo largo y ancho de las cubiertas infestaban el Luxury of the seas.
Finalmente resolvió, tras consultar su reloj, comenzar a cambiarse de ropa. Guardó todos sus documentos en la mini caja fuerte que había dentro del armario vestidor y volvió a mirar el plano del barco por última vez, solo para confirmar que lo había memorizado perfectamente. Mientras, se acordonó el pantalón de deporte que se había puesto. Eligió una cómoda camiseta y se calzó sus costosas zapatillas de running. Extrajo la tarjeta electrónica puesta en la entrada, en el interruptor que activaba las luces del camarote, y salió del mismo.
En lugar de tomar alguno de los ascensores, decidió bajar andando los dos pisos o cubiertas que le separaban de la zona de spa, centro de belleza y gimnasio de a bordo.
Cuando alcanzó la cubierta ocho, atravesó las gigantescas puertas automáticas y en ese instante se cruzó casualmente con la delgada mujer recién casada que esa mañana desayunaba en el hotel El Convento. Charlie siguió andando, pero sin ver al marido de la anterior, dejando a su derecha las salas de masaje y el circuito de spa. Entró en el inmenso e inmaculado gimnasio.
Todo el lateral del mismo estaba cubierto de grandes ventanales con decenas de cintas de correr. En segunda fila se encontraban las numerosas bicicletas elípticas, cuatro máquinas de remo y al menos una docena de bicicletas estáticas. Todo el mundo debía estar disfrutando de las piscinas. No había más que un par de personas en las bicicletas. Charlie se subió, tras estirar unos minutos, a una de las muchas cintas de correr que daban a babor. Se colocó unos auriculares de diseño deportivo, conectados inalámbricamente al móvil que llevaba en un brazalete debajo de su hombro izquierdo, y dio al play. Los primeros acordes de la guitarra eléctrica de Kashmir, de Led Zeppelin, comenzaron a sonar en sus oídos mientras marcaba en la máquina media hora de tiempo y una velocidad inicial de siete millas por hora. Ya iría incrementando progresivamente media milla cada cinco minutos.
Tras sudar, quemar más de medio millar de calorías y escuchar una de las muchas recopilaciones musicales que guardaba en su smartphone, Charlie bebió agua en una de las diversas fuentes situadas estratégicamente a lo largo del amplísimo gimnasio, mientras se secaba con una de las toallas inmaculadas que había en la entrada. Aún con las pulsaciones elevadas, se dirigió entonces al centro del gimnasio donde una enorme sala multiusos acristalada permanecía vacía. Esta separaba la sala de “cardio” de la sala de máquinas de pesas. Se descalzó y colocó ordenadamente varias colchonetas a modo de tatami en una esquina, frente al gran espejo que ocupaba todo un lateral de la sala.
Miró por unos segundos la zona de pesas: únicamente un solitario y vigoréxico culturista de su cuerpo, con un batido proteínico a sus pies y, la misma camiseta de SETBALL que había visto al grupo de la entrada del embarque, se “machacaba” en uno de los bancos de musculación, de espaldas a donde se encontraba él. Miró a su izquierda, hacia los ventanales que ocupaban toda la parte frontal. Ante sus ojos agua y más agua. Mañana llegarían a primera hora a Saint Thomas, la primera de las Islas Vírgenes del recorrido del Luxury of the seas y que también era conocida como la isla virgen americana, para diferenciarla de “BVI”, siglas de Tórtola, la British Virgin Island, o de la holandesa, aunque mitad francesa, llamada Sint Maarten o Saint Martin.
Charlie se concentró de nuevo y comenzó a realizar ejercicios de estiramiento aprendidos a lo largo de horas y horas de entrenamiento en el dōjō de su barrio londinense. Antes dejó la toalla y paró la música de sus cascos justo cuando James Hetfield, el emblemático y carismático cantante de Metallica, entonaba con su rasgada pero potente voz las últimas notas de ‘Mama Said’. Dejó los auriculares y el brazalete con el smartphone a un lado, para no distraerse. Durante unos minutos lo único que necesitaba oír era su respiración e intentar dejar fluir libre su energía o ki, como le había enseñado tantas veces su sensei o maestro de Aikidō.
Completamente ajeno a lo que ocurría fuera de las cuatro paredes de la sala multiusos, el gimnasio fue recibiendo nuevos deportistas y, Charlie, sentado sobre las rodillas flexionadas o posición seiza, terminó sus ejercicios sin darse cuenta de que el sol iba abandonando lentamente el horizonte y la oscuridad comenzaba a rodear al majestuoso Luxury of the seas mientras este continuaba su inexorable marcha a muchos nudos de velocidad sobre el ahora negro manto del océano atlántico, con destino a las famosas Islas Vírgenes.
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Nueve cubiertas más arriba del cada vez más ocupado gimnasio, Dasha Vorobiova luchaba con sus nerviosos niños, intentando que se calmasen tras el ajetreado baño. Lo cierto era que comprendía perfectamente la excitación de sus pequeños; el día había sido un continuo vaivén de sensaciones para todos, incluso para ella. Con seis, a punto de cumplir los siete, y cinco años recién cumplidos, todo estaba siendo nuevo para sus hijos, Zoya y Bogdán: su primer viaje fuera de Rusia, el avión, la diferencia horaria, los nervios de dormir en un hotel, el embarque de esa mañana entre cientos de personas de diferentes nacionalidades e idiomas, la dimensión y el lujo del barco, la enorme Royal Suite con vistas panorámicas a la proa, el buffet inacabable donde habían podido escoger lo que quisieran para comer, la piscina infantil con chorros incorporados, los jacuzzis, la máquina de helados gratis al lado de la misma… Ahora, caída la noche, mientras Dasha intentaba arreglarles para la cena, toda su energía desbordante había renacido en su máxima plenitud, excitados con la idea del espectáculo musical infantil que había programado en el anfiteatro de popa justo después de cenar.
Muchas sensaciones encontradas se cruzaron en los pensamientos de Dasha mientras terminaba de secar a sus inquietos pequeños.
Cuando su esposo le había comunicado meses atrás que iban a irse todos a un crucero de lujo por el Caribe, la sorpresa había sido mayúscula y el primer sentimiento que le invadió en un inicio había sido la incredulidad: sin duda, ya era de por sí extraño que toda la familia hiciera un viaje juntos. De todos modos, tampoco entonces se había atrevido a preguntarle a su marido: hacía tiempo que en su matrimonio ya no cuestionaba nada, simplemente se dejaba dirigir. Iban a ser las únicas vacaciones que realizaban juntos, amén, como mucho, de acercarse a San Petersburgo ocasionalmente, para visitar a su familia por navidades o en verano. Además, desde que naciera Zoya, prácticamente ya nunca organizaban ningún plan para todos.
Hacía ya muchos años que el matrimonio Vorobiov solo existía sobre el papel, si había existido efectivamente alguna vez. Ella en realidad nunca se había enamorado de Yerik, pero tampoco había sido correspondida por su esposo. El suyo había sido un matrimonio de conveniencia, acordado por Yerik y su propio padre, cuando esta era apenas una chiquilla. Cierto era que el dinero aportado por Yerik a su padre por concertar dicho matrimonio había posibilitado que ella pudiera recibir una educación en los mejores colegios de San Petersburgo, pero también la había condenado de por vida: su familia era descendiente de la mismísima nobleza zarista de San Petersburgo, sin embargo, como casi toda la aristocracia rusa, la familia de Dasha, Fyodorev, disponía de escasos recursos económicos, aislada por el régimen soviético durante generaciones.
Yerik Vorobiov era, sin embargo, el contrapunto: un multimillonario surgido de la Perestroika, el cual aportaba la dote y el dinero necesario para que la familia Fyodorev pudiera resurgir de sus cenizas, volviendo a alcanzar cierto status social y económico entre los mejores linajes de San Petersburgo. Su esposo, a cambio, se emparentaba con la nobleza y así abría las puertas a ciertos contactos vedados para un hombre con su cuenta corriente pero de escasa clase social.
Sin embargo, el peaje que su padre decidió cobrar por concertar dicho matrimonio, fue para su hija una condena muy larga e injusta. Nada más casarse, con apenas dieciocho años recién cumplidos, la joven e inmadura Dasha comenzó una larga travesía por el desierto que parecía no tener fin.
Ahora, muchos años después, sus pensamientos, mientras secaba el pelo a su hija Zoya, se remontaron por un instante a las primeras semanas en Moscú, echando de menos tanto a su familia como a sus amigas de San Petersburgo y, en las que la soledad la invadía, un día tras otro, sin remisión.
Cierto era también que actualmente incluso echaba de menos aquella época: no todo había sido negativo en los inicios de aquel matrimonio. Incluso Yerik la había tratado al principio con cierto mimo y, pese a que no conocía el amor, al menos su vida social había sido muy activa. Dasha tuvo la posibilidad de conocer gente frívola pero en algunas contadas ocasiones interesante, mientras su esposo la agasajaba con lujos.
En eso, no había habido quejas: habían vivido rodeados de servicio, joyas, vestidos prohibitivos y fiestas continuas… a las que habían asistido como una pareja más de la alta sociedad moscovita; pero entonces, tras un par de años, las cosas empezaron a cambiar en su matrimonio.
Como bien le recordó Yerik más de una vez, ella ya no era ninguna joven y debía darle hijos, echándole en cara porque no se quedaba embarazada. El carácter de su esposo se fue agriando cada vez más según pasaban los meses y ella no se quedaba encinta, confirmando que ella en realidad no había sido sino un mero capricho suyo, otro de tantos; la verdadera naturaleza agresiva de su marido comenzó a aflorar con su verdadera luz. Al principio fue únicamente distancia unida a una creciente frialdad. Luego, incluso dejó de llevarla a fiestas o cenas, salvo que estas fuesen de negocios. Y más pronto que tarde empezó el infierno para ella: Dasha todavía recordaba con claridad la primera vez que él había vuelto borracho de una fiesta privada a la que ella no estaba invitada, oliendo a perfume y vodka desde la distancia; y cómo ella se había negado a mantener relaciones sexuales con él. Todavía recordaba los denigrantes insultos, así como las amenazas, de aquella noche. Sin embargo, su inocente mente no se imaginaba entonces que aquello no era más que el principio de algo mucho peor.
Inicialmente la embargó un sentimiento absurdo de culpabilidad. No sabía por qué no se quedaba embarazada. Quizás no sabía cumplir con lo que una buena esposa debía representar en aquella sociedad moscovita tan machista, quizás no había sido lo que su marido esperaba que hubiera sido.
Sin embargo, toda culpabilidad desapareció la primera vez que él la había abofeteado, apenas unos días después. Aún recordaba la rabia inmensa que se apoderó de ella en aquel instante, incluso se le pasó por la cabeza devolverle a su esposo los golpes recibidos, pero al final los aguantó en silencio, pensando que así pasaría aquella pesadilla sin más… Que equivocada estaba, Yerik había interpretado aquel silencio como una debilidad y, desde entonces, las ocasiones en que este la había golpeado o denigrado no habían hecho sino aumentar su poder del miedo sobre ella.
Al principio, en uno de aquellos dramáticos momentos de furia de su esposo, Dasha incluso había tomado la determinación de abandonarlo y volver a casa de sus padres, pero entonces se quedó embarazada y al menos, aquella violencia física, se tomó una pausa.
Con el paso de los años, se había ido acostumbrando a esa nueva situación, asumiendo que ser madre sería su único papel y que estaba avocada al encierro en su jaula de oro en la enorme casa a las afueras de Moscú, sin embargo, tampoco eso la molestaba en el fondo: su esposo siempre tenía alguna excusa relacionada con el trabajo y los negocios absorbían todo su tiempo, por lo que casi siempre estaba fuera de casa y, de ese modo, ella podía al menos disfrutar de sus hijos. Y estos compensaban con creces su soledad.
De todos modos, por desgracia, los maltratos de su esposo habían vuelto a aparecer en los últimos meses. Al principio veladamente: “solo” eran insultos, malos modos y amenazas domésticas. Eso sí, nunca delante de sus hijos. Su esposo respetaba todavía ese espacio. Últimamente, sin embargo, los negocios de su esposo ya no debían marchar como antes y con ellos también habían vuelto a resurgir de sus cenizas los brotes violentos, casi siempre, bajo los efectos del vodka y, en la intimidad de su alcoba.
En el fondo de su ser, Dasha odiaba a aquel horrible hombre y en más de una ocasión había estado cerca de tomar la decisión de dejarle e irse con sus hijos. Sin embargo, también la había amenazado con los niños. Dasha no soportaba la idea de que les pasara nada y finalmente había enterrado profundamente sus ganas de luchar.
Ella no se inmiscuía en los negocios de su esposo, pero sabía que, con los primeros problemas económicos, este pronto había comenzado a relacionarse con miembros no muy deseables de la recién estrenada jet set de Moscú y había empezado a obsesionarse con su seguridad y la de su familia, especialmente hijos, tras el nacimiento del pequeño Bogdán. De la noche a la mañana, la jaula de oro en que habían vivido fue convirtiéndose en toda una cárcel: empezaron cada vez más a recluirse detrás de coches blindados, cámaras de vigilancia y un pequeño ejército de guardaespaldas que continuamente seguían sus pasos. Solo en alguna ocasión especial, en la que su esposo requería que su belleza y saber estar convencieran a algún cliente, la mostraba en público.
— ¿Dasha, os queda mucho? ¡Vamos a llegar tarde!
Los pensamientos melancólicos se vieron interrumpidos por los malhumorados gritos de su esposo desde el salón, en el piso de abajo del dúplex de la Royal Suite.
— No, ya les estoy peinando.
— Date prisa, joder…
— Ahora bajamos.
Dasha rápidamente terminó de hacer la raya a Bogdán, el cual no podía parar quieto ni un segundo. También ella estaba muy nerviosa, pero por motivos bien distintos a los de sus hijos: cierto era que en el fondo le emocionaban también las estupendas vacaciones de las que estaban disfrutando sus pequeños, pero tras la sorpresa inicial por el hecho de irse de crucero todos juntos, le inquietaban algunas extrañas piezas que no encajaban en aquel extraño viaje.
El hecho de que la propuesta por ejemplo hubiera coincidido con la visita de aquel culto británico a principios de julio no podía ser solo una coincidencia, Dasha todavía se acordaba de su chocante nombre, C.J. Seeker. ¿Cómo habría sido su vida con un hombre como aquel? Borró inmediatamente de su cabeza esas elucubraciones tan inútiles.
Sus pensamientos volvieron al crucero: en segundo lugar estaba también el raro hecho de que su esposo hubiera insistido en que les acompañaría Yuri, el fiel guardaespaldas; en realidad a Dasha no le extrañaba tanto sabiendo la obsesión que tenía con su seguridad y la de sus hijos; sin embargo lo sorprendente era que este, desde que habían embarcado, se hubiera encerrado en el camarote anexo y comunicado con su suite; y sobre todo, que por algún motivo que ella desconocía, no solo nos les había acompañado a la piscina con sus hijos sino que no había vuelto a hacer acto de presencia en toda la tarde.
Más insólito si cabía también había sido la reacción algo nerviosa de su esposo de que los niños se separaran de los grandes peluches que llevaban en el viaje, obsequio parece ser del mismo británico y, que, bajo ningún concepto, podían llevárselos de paseo por el barco ni al restaurante. Sin embargo, en ese momento, descansasen misteriosamente, sin más comentarios, apoyados en las almohadas del dormitorio de sus hijos.
E igualmente chocante había sido el hecho de que su esposo insistiera en que fuesen a cenar al restaurante principal del barco, mezclándose con el resto del pasaje…
Mientras bajaba las escaleras con sus hijos otra sensación la inquietó al ver a su esposo esperándoles y era el hecho de pensar en tener que volver a compartir lecho conyugal con él. Una ventaja de esa nueva vida de reclusión en Moscú había sido que su papel de esposa solícita se había reducido hasta casi desaparecer, ya incluso no compartían dormitorio y, solo en contadísimas ocasiones su esposo requería algún contacto sexual, cuestión que además ella intentaba evitar: los años iban haciendo parte del trabajo, pero ella se preocupaba también de no maquillarse, de no llevar tacones o de disimular al máximo su figura.
No le agradaba tener que esconderse, pero más aborrecía que su esposo simplemente la rozara; y con toda probabilidad, ahora que compartían camarote en la planta superior de la Royal Suite, su esposo la solicitaría, pero no se podía permitir el lujo de que este la pudiera repudiar por negarse a mantener relaciones sexuales con él. Estaba la posibilidad de sufrir algún episodio violento de nuevo, pero más importante era la amenaza de separarla de sus hijos. Y eso no pasaría nunca, costase lo que costase. Era un alto y degradante precio que estaba dispuesta a pagar por la felicidad de sus pequeños…
Ella sabía con plena certeza que su esposo se rodeaba habitualmente de prostitutas e interesadas amantes, como por ejemplo la maître del restaurante ZOGOB, Olga. Su esposo ni siquiera se lo ocultaba pensando así que ella sufriría por los celos, sin embargo, lo que realmente sentía por ello era cierta vergüenza, vergüenza ajena por la humillación pública de que todo el mundo en Moscú supiera las infidelidades manifiestas de su marido. Y aunque era una práctica habitual implantada en la machista sociedad moscovita, ella ya había dejado de darle importancia a lo que la gente pensara de su matrimonio: mientras no perdiera a sus hijos de su lado, lo demás le daba exactamente igual.
De todos modos, en el fondo, lo que más odiaba no eran las infidelidades, sino la conmiseración con que todos la trataban por ello.
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Eran más de las diez y media de la noche. Martyn Kadýrov, oculto bajo su alias de Martin Vólkov, pidió una carta más. El crupier[27] repartió carta, a él y a los cuatro jugadores de la mesa de blackjack. Martyn tuvo suerte y con la figura que acababa de salir, sumó veinte puntos, el croupier pidió carta para la banca y afortunadamente se pasó de los veintiuno[28]. El crupier le pagó religiosamente el doble de lo apostado, mientras observaba de reojo, alejada unos metros a su izquierda, una de las mesas de póker. Yerik Vorobiov, de espaldas a él, llevaba jugando un buen rato con otros cinco jugadores una partida de la conocida variante del texas hold’em[29].
En ese momento, la pareja de Martyn entró en el Gran Casino del Luxury of the seas, se acercó a este y le susurró al oído:
— La esposa y los niños de Vorobiov acaban de retirarse a su camarote, tras ver un espectáculo infantil en la Walk Promenade. He podido averiguar que están alojados en la Royal Suite, número de camarote 1740. El problema es que solo se puede acceder a su cubierta con una tarjeta que tenga activado dicho nivel de acceso de seguridad.
— Bien, ya nos encargaremos de eso llegado el momento… ¿y el guardaespaldas, Yuri?
— No lo he visto en toda la noche, ni en la cena ni en el espectáculo infantil del anfiteatro de popa.
— Pues sí que es raro ¿y el inglés?
— Me ha costado también averiguar dónde se aloja porque se ha embarcado bajo su identidad y pasaporte italiano, Carlo Cercatore. Ha estado en el gimnasio casi dos horas. Luego se ha duchado y arreglado. Está cenando, solo, en el restaurante mejicano.
Martyn hizo un gesto instintivo de preocupación y decidió abandonar la partida. Acompañado por su pareja se dirigió al mostrador de la caja para convertir las fichas obtenidas en dinero. No era mucho importe, pero tampoco le importaba: el juego no era una de sus pasiones, no le gustaba nada que el azar decidiese el destino de su fortuna. Ambos se dirigieron a la barra del bar mientras se colocaban de tal manera que no perdieran disimuladamente de vista al señor Vorobiov. Pidieron un par de refrescos y, no tanto porque su secreta religión fuera estricta con el consumo de alcohol, ya que tras muchos años en Rusia habían tenido que sepultar bajo losas de hipocresía sus costumbres musulmanas, sino por mantenerse despejados y con los reflejos al cien por cien.
Aunque ahora podían hablar más tranquilamente, ajenos a oídos curiosos, siguieron la conversación entre susurros:
— Yerik no se ha movido de la mesa desde que ha venido directamente de cenar. No deja de fumar un cigarrillo tras otro, pero no sé si es por los nervios de la partida de póker, quizás esté esperando algo o a alguien, seguramente su contacto… ¿has podido ver al señor Seeker… Cercatore, encontrándose con alguien?
— Negativo Martyn. Ha estado en todo momento solo.
— Pues toca esperar y vigilar al señor Vorobiov, así como seguir a Seeker, tarde o temprano alguno nos llevará al misterioso comprador.
— De acuerdo, me vuelvo ahora a vigilar a Seeker, pero lo que es muy extraño es lo que te comentaba de Yuri, el guardaespaldas del señor Vorobiov. He repasado los planos del barco y hay un camarote pequeño comunicado y anexo a la Royal Suite de este. Probablemente se haya quedado custodiando las “joyas de la corona” sean lo que sean estas. Va a ser difícil hacerse con ellas si lo ordena nuestro cliente.
— No te preocupes por eso, he hablado hace un par de horas con el señor Vasilyev y, por ahora, no tenemos esas órdenes. Continuamos únicamente con la vigilancia. De todos modos, en caso necesario y siendo dos, no sería imposible encargarnos del gigantón.
— Pese a que nos costaría lo suyo sin duda, lo que me preocupa realmente, Martyn, es que veo muy complicado si tenemos que deshacernos del cuerpo. Son dos metros de puros músculos y hay mucha gente en el barco, cualquiera podría encontrarlo.
— Tampoco te preocupes por ese detalle, mira un segundo por la ventana.
— Lo único que veo es la oscuridad absoluta y la luna reflejándose tímidamente sobre el océano ¿qué debo ver exactamente? No te sigo.
— Pues eso, el océano nos rodea, no habría mejor lugar para hacer desaparecer a alguien, por muy grande que sea: su cuerpo no sería más que una “gota en el océano”.
Martyn sonrió ante su propia e ingeniosa frase, mientras su pareja cabeceaba afirmativamente entendiendo su comentario y mirando hacia la negra noche.
Al contemplar el inmenso océano Atlántico a través del cristal de los ventanales del Casino, a Martyn le vino a la memoria curiosamente un verso que creía olvidado, del Corán; y lo recitó en un susurro:
“أَوْ كَظُلُمَاتٍ فِي بَحْرٍ لُجِّيٍّ يَغْشَاهُ مَوْجٌ مِنْ فَوْقِهِ مَوْجٌ مِنْ فَوْقِهِ سَحَابٌ ۚ ظُلُمَاتٌ بَعْضُهَا فَوْقَ بَعْضٍ إِذَا أَخْرَجَ يَدَهُ لَمْ يَكَدْ يَرَاهَا ۗ وَمَنْ لَمْ يَجْعَلِ اللَّهُ لَهُ نُورًا فَمَا لَهُ مِنْ نُورٍ”
(O como tinieblas en un mar profundo,
cubierto de olas, unas sobre otras,
con nubes por encima, tinieblas sobre tinieblas.
Si se saca la mano, apenas se la distingue.
No dispone de luz ninguna aquel a quien Alá se la niega).