26

Según la tradición popular, a toda operación clandestina le corresponden más días de espera de los que hay en el paraíso; aunque de maneras distintas, tanto para George Smiley como para Toby Esterhase los días y las noches que transcurrieron desde la tarde del domingo hasta el viernes fueron incontables y no tuvieron la menor relación con el más allá.

Toby aseguró que no vivieron según las Reglas de Moscú, sino según las reglas bélicas de George. Ambos cambiaron de hotel y de identidad la noche de ese domingo. Smiley se trasladó a un pequeño hotel amueblado de la ciudad vieja, el Arca, y Toby a un desagradable motel de las afueras. A partir de entonces, los dos hombres se comunicaron de cabina a cabina según una lista de turnos acordada y, cuando necesitaron encontrarse, eligieron lugares al aire libre y muy transitados, en los que recorrían juntos una corta distancia antes de separarse. Toby había decidido cambiar de estilo y utilizó la mínima cantidad posible de automóviles. Su tarea consistía en vigilar a Grigoriev. A lo largo de la semana se aferró a su firme convicción de que, al haber disfrutado tan recientemente del lujo de una confesión, Grigoriev seguramente haría otra. Para impedirlo, Toby le mantuvo las riendas lo más cortas posible, pero seguirle el ritmo fue una pesadilla. Por ejemplo, todas las mañanas Grigoriev salía de su casa a las ocho menos cuarto y andaba cinco minutos para llegar a la Embajada. A las siete y cincuenta en punto, Toby hacía un recorrido con el coche. Si Grigoriev llevaba el maletín en la mano derecha, Toby sabía que no había ningún problema. Pero si lo llevaba en la mano izquierda quería decir que había surgido una «emergencia», de modo que celebrarían una reunión de urgencia en los jardines del palacio de Elfenau y también contaban con un recurso en la ciudad. El lunes y el martes, Grigoriev sólo utilizó la mano derecha. Pero el miércoles nevaba y quiso limpiar sus gafas, por lo que se detuvo para sacar el pañuelo, con el resultado de que lo primero que vio Toby fue el maletín en su mano izquierda. A toda prisa, dio la vuelta a la manzana para volver a controlarlo y vio que Grigoriev sonreía como un loco y balanceaba el maletín en la derecha. Según su propio relato, en ese momento Toby sufrió «un espantoso ataque cardíaco». Al día siguiente, el jueves crucial, Toby logró encontrarse en un coche con Grigoriev en la pequeña aldea de Allmendingen, en las afueras de la ciudad, y habló con él. El correo diplomático Krassky había llegado una hora antes con las órdenes semanales de Karla: Toby le vio entrar en la residencia de Grigoriev. Bien, ¿dónde están las instrucciones de Moscú?, inquirió Toby. Grigoriev estaba de mal humor y algo ebrio. Exigió diez mil dólares a cambio de la carta, actitud que enfureció tanto a Toby que amenazó con desenmascararlo allí mismo; le sometería a arresto civil, le entregaría directamente a la policía y le acusaría de hacerse pasar por ciudadano suizo, de aprovecharse de su condición de diplomático, de evadir las leyes fiscales suizas y de quince cosas más, incluidos devaneos sexuales y espionaje. El farol de Toby dio resultado y Grigoriev le entregó la carta, que ya había sido tratada y cuya escritura secreta se veía entre las líneas manuscritas. Toby tomó varias fotos de la carta y se la devolvió a Grigoriev.

Las preguntas de Karla desde Moscú, que Toby mostró a Smiley a última hora de esa noche en un encuentro excepcional, en una posada campestre, tenían un tono suplicante: «… informe más detalladamente sobre el aspecto y el estado de ánimo de Alexandra… ¿Está lúcida? ¿Ríe? ¿Su risa produce una impresión alegre o triste? ¿Es pulcra en sus costumbres personales, lleva las uñas limpias y el pelo cepillado? ¿Cuál es el último diagnóstico médico? ¿Recomienda algún otro tratamiento?».

Pero la principal preocupación de Grigoriev durante la cita en Allmendingen no se refería a Krassky, ni a la carta ni a su autor. Explicó que su amiga de la sección de visados le había exigido que explicara sus excursiones de los viernes. De ahí su depresión y su borrachera. Grigoriev le había dado una respuesta vaga, pero ahora sospechaba que la muchacha era una espía de Moscú designada por el sacerdote o, peor aún, por algún espantoso órgano de seguridad de los soviéticos. Tal como sucedieron las cosas, Toby compartió esa sospecha, pero creyó que no serviría de nada decirlo.

—Le he dicho que no volveré a hacer el amor con ella hasta que pueda confiar plenamente en ella —explicó Grigoriev seriamente—. Además, aún no he decidido si le permitiré que comparta mi nueva vida en Austria.

—¡George, esto es un manicomio! —le dijo Toby a Smiley en una curiosa mezcla de imágenes mientras éste seguía estudiando las solícitas preguntas de Karla, pese a que estaban escritas en ruso—. Escucha, ¿cuánto tiempo podrá resistir el dique? ¡Ese hombre está completamente chalado!

—¿Cuándo regresa Krassky a Moscú? —preguntó Smiley.

—El sábado a mediodía.

—Grigoriev debe citarse con él antes de su partida. Le dirá a Krassky que tiene un mensaje especial y urgente para él.

—Por supuesto, George, estoy de acuerdo —dijo Toby y eso fue todo.

¿En qué vericuetos de su propia mente se había perdido George?, se preguntó Toby al verle desaparecer una vez más e a multitud. Las instrucciones de Karla a Grigoriev parecían haberlo trastornado absurdamente. Con respecto a este período abrumador, Toby declara: «Yo estaba atrapado entre un chalado sin remedio y un depresivo redomado».

Mientras Toby podía exasperarse ante las divagaciones de su jefe y su agente, Smiley tenía asuntos menos importantes en los que ocupar el tiempo, lo que quizá constituyó problema. El martes fue a Zurich en tren y comió en el Kronenhalle con Peter Guillam, que se había trasladado en avión desde Londres por orden de Saul Enderby. Fue un diálogo contenido, pero no sólo por razones de seguridad Guillam explicó que mientras estaba en Londres se había ocupado de hablar con Ann y dijo que quería saber si podía llevarle algún mensaje al regresar. Smiley respondió fríamente que no y estuvo a punto de gritarle a Guillam. Le dijo que esperaba que en otra ocasión tuviese la amabilidad de no meterse en su vida privada. Guillam cambió de tema en el acto y paso a ocuparse del asunto. En lo que se refería a Grigoriev, dijo que Saul Enderby pensaba vendérselo a los primos en lugar de procesarlo en Sarratt. ¿Qué opinaba George de eso? Saul tenía la corazonada de que el encanto de un desertor ruso de alto rango proporcionaría a los primos la ayuda que tanto necesitaban en Washington, aunque no tuviera nada que contar, en tanto en Londres, por así decirlo, Grigoriev podría aguar el vino puro a punto de producirse. ¿Qué opinaba George?

—Estoy completamente de acuerdo —respondió Smiley.

—Saul también quiere saber si ese asunto del viernes es absolutamente necesario —agregó Guillam con evidente desgana.

Smiley cogió un cuchillo de la mesa y observó el filo.

—Para él, ella vale tanto como su carrera —respondió por último, desalentado y tenso—. Él roba por ella, miente por ella, arriesga el pellejo por ella. Necesita saber si ella se limpia las uñas y se cepilla el pelo. ¡Me parece que debemos echarle un vistazo!

¿Quiénes debemos?, se preguntó Guillam nervioso mientras regresaba en avión a Londres para informar. ¿Smiley había querido decir que él debía hacerlo o se refirió a Karla? Pero Guillam era demasiado cauteloso para mencionar esas hipótesis en presencia de Saul Enderby.

Desde lejos, podía ser un castillo o una de las pequeñas alquerías que se alzan en las cumbres de la región vinícola suiza, alquerías con torreones y fosos con puentes cubiertos que conducen a patios interiores. Vista desde cerca, tenía un aspecto más práctico debido al incinerador, el huerto y los modernos edificios adyacentes, con hileras de ventanucos situados a gran altura. El cartel que se alzaba en la linde de la aldea apuntaba en esa dirección y alababa su entorno tranquilo, su comodidad y las atenciones del personal. La comunidad se describía como «teósofa cristiana interconfesional» y las pacientes extranjeras eran una de las especialidades de la residencia. Nieve vieja y pesada se acumulaba sobre los campos y los tejados, pero al camino por el que Smiley avanzaba estaba despejado. Era un día totalmente blanco; el cielo y la nieve se habían fundido hasta formar un vacío singular e inexplorado. Desde la portería, un severo conserje telefoneó y, al obtener permiso de alguien, le dijo a Smiley que entrara. Había un aparcamiento en el que se leía «DOCTORES» y otro que decía «VISITAS». Aparcó en el segundo. Tocó el timbre y le abrió la puerta una mujer anodina con hábito gris, que se ruborizó incluso antes de hablar. Smiley oyó simultáneamente música fúnebre, el entrechocar de la vajilla que procedía de una cocina, y voces humanas. Era una casa de suelos sólidos, desprovista de cortinas.

—La madre Felicidad le está esperando —susurró tímidamente la hermana Beatitud.

Un grito haría estremecer los cimientos, pensó Smiley. Vio macetas con plantas fuera del alcance de las personas. Su acompañante se detuvo bruscamente ante una puerta en la que se leía «DESPACHO» y la abrió. La madre Felicidad era una mujer corpulenta, de aspecto irritable y mirada sorprendentemente mundana. Smiley tomó asiento frente a ella. Sobre su voluminoso pecho colgaba una vistosa cruz que acariciaba con sus manos fuertes al hablar. Su alemán era pausado y aristocrático.

—Bien —dijo—. De modo que usted es Herr Lachmann. Herr Lachmann es un conocido de Herr Glaser y esta semana Herr Glaser está enfermo —jugó con los nombres como si supiera tan bien como él que eran falsos—. No estaba tan enfermo para no telefonear, pero sí para pedalear, ¿verdad? —Smiley respondió afirmativamente—. Por favor no baje la voz por el mero hecho de que soy una monja. Esta es una casa ruidosa pero nadie es menos piadoso por ello. Está pálido. ¿Tiene gripe?

—No. No, estoy bien.

—Entonces está mejor que Herr Glaser, que ha sucumbido a la gripe. El año pasado padecimos la gripe egipcia y el anterior la asiática, pero parece que la malheur de este año nos pertenece por completo. Herr Lachmann, ¿me permite preguntarle si tiene documentos que acrediten su identidad? —Smiley le entregó un carnet de identidad suizo—. Vamos, le tiembla la mano pero no tiene gripe. De profesión, profesor —leyó la madre Felicidad en voz alta—. Herr Lachmann oculta sus conocimientos. Es el profesor Lachmann. ¿Me permite preguntarle de qué materia es profesor?

—De filología.

—Muy bien, de filología. ¿Y cuál es la profesión de Herr Glasser? Nunca me lo ha dicho.

—Tengo entendido que se ocupa de negocios —respondió Smiley.

—Un hombre de negocios que habla perfectamente el ruso. Profesor, ¿usted también habla perfectamente el ruso?

—Lamentablemente, no.

—Pero son amigos —le devolvió el carnet de identidad—. Un hombre de negocios suizo-ruso y un modesto profesor de filología son amigos. Muy bien. Esperemos que la amistad sea fructífera.

—También somos vecinos —agregó Smiley.

—Herr Lachmann, todos somos vecinos. ¿Conoce a Alexandra?

—No.

—Traen jóvenes aquí por diversos motivos. Recibimos a todas las criaturas de Dios. Tenemos pupilas. Sobrinas, huérfanas, primas, Unas pocas tías. Algunas hermanas. Y ahora un profesor. Se sorprendería al ver qué pocas hijas hay en el mundo. Por ejemplo, ¿cuál es el parentesco entre Herr Glaser y Alexandra?

—Tengo entendido que él es amigo de monsieur Ostrakov.

—Que está en París, pero es invisible. Igual que madame Ostrakova. Invisibles. Como hoy también lo es Herr Glaser. Herr Lachmann, ¿comprende lo difícil que es para nosotros ponernos de acuerdo con el mundo? Si apenas sabemos quiénes somos, ¿cómo podemos decirles a ellas quiénes son? Debe tratar con mucho tiento a Alexandra —sonó la campana que indicaba el final del descanso—. A veces vive en las tinieblas y otras ve demasiado. Ambas situaciones son dolorosas. Ignoro por qué, pero se ha criado en Rusia. Es una historia complicada, llena de contrastes y de lagunas. Si ésta no es la causa de su enfermedad, indudablemente constituye, digamos, su marco. Por ejemplo, ¿usted cree que Herr Glaser es el padre?

—No.

—Yo tampoco. ¿Ha conocido al invisible Ostrakov? Estoy segura de que no. ¿Existe el invisible Ostrakov? Alexandra asegura que es un fantasma. Alexandra debe tener una familia totalmente distinta. ¡Bien, lo mismo ocurre con muchos de nosotros!

—¿Puedo preguntarle qué le ha dicho de mí?

—Todo lo que sé, es decir, nada. Que usted es amigo de su tío Anton, al que se niega a aceptar como tío. Que su tío Anton está enfermo, lo cual parece encantarle, pero probablemente le preocupa mucho. Le he explicado que su padre desea que alguien la visite una vez por semana, pero me respondió que su padre es un bandido que arrojó a su madre montaña abajo a altas horas de la noche. Le he pedido que hable en alemán, pero quizá decida que prefiere hacerlo en ruso.

—Comprendo —dijo Smiley.

—Entonces es usted afortunado, porque yo no entiendo nada —replicó la madre Felicidad.

Alexandra entró y, en un principio, Smiley sólo vio sus ojos transparentes e indefensos. Por algún motivo, al dibujarla mentalmente la había imaginado más corpulenta. Su boca era llena en el centro, pero las comisuras de los labios se habían vuelto delgadas y ágiles y su sonrisa mostraba una peligrosa luminosidad. La madre Felicidad le pidió que se sentara, le dijo algo en ruso y besó su cabeza, muy rubia La monja salió y oyeron el tintineo de sus llaves mientras se alejaba por el pasillo, gritando en francés a una de las monjas para que ordenara aquel lugar. Alexandra usaba una túnica verde de manga larga fruncida en la muñeca y, sobre los hombros, una rebeca, a la manera de una capa. Parecía arrastrar la ropa más que llevarla puesta, como si alguien la hubiese vestido para esa visita.

—¿Ha muerto Anton? —preguntó, y Smiley notó que no existía la menor relación espontánea entre la expresión de su rostro y los pensamientos de su mente.

—No, Anton tiene una fuerte gripe —respondió.

—Anton afirma ser mi tío pero no es verdad —explicó. Hablaba bien el alemán y Smiley se preguntó si ello se debía a su madre, si había heredado la facilidad de Karla para los idiomas o si se debía a ambos factores—. Además, finge que no tiene coche —tal como había hecho su padre una vez, Alexandra le miró sin emoción ni intención alguna. Preguntó—: ¿Dónde está la lista? Anton siempre trae una lista.

—Ah, tengo las preguntas en la cabeza.

—Está prohibido hacer preguntas sin una lista. Mi padre ha prohibido absolutamente las preguntas de la mente.

—¿Quién es tu padre? —preguntó Smiley.

Durante unos instantes, Smiley sólo vio los ojos de la joven, que le observaban desde su lugar íntimo y solitario. Cogió un rollo de celo del escritorio de madre Felicidad y con un dedo recorrió suavemente la superficie brillante.

—He visto su coche —dijo—. «BE» significa Berna.

—Sí, así es —confirmó Smiley.

—¿Qué coche tiene Anton?

—Un Mercedes negro, muy impresionante.

—¿Cuánto le costó?

—Lo compró usado. Supongo que alrededor de cinco mil francos.

—Si es así, ¿por qué viene a visitarme en bicicleta?

—Quizá necesita hacer ejercicio.

—No —aseguró—. Él tiene un secreto.

—Alexandra, ¿tienes tú un secreto? —quiso saber Smiley. Ella oyó su pregunta, le sonrió y asintió un par de veces con la cabeza, como ante alguien que se encontrara muy lejos.

—Mi secreto se llama Tatiana —respondió.

—Es un hermoso nombre —dijo Smiley—. Tatiana. ¿Cómo lo has conseguido?

La joven levantó la cabeza y sonrió radiante a los iconos situados junto a la pared.

—Está prohibido hablar de eso —contestó—. Si hablas de eso, nadie te cree y además te meten en una clínica.

—Pero tú ya estás en una clínica —puntualizó Smiley.

Ella no elevó el tono de voz pero habló con más rapidez. Estaba tan quieta que parecía no respirar al hablar. Su lucidez y su amabilidad resultaban sorprendentes. Alexandra dijo que respetaba su generosidad, pero que sabía que él era un hombre sumamente peligroso, más peligroso que los profesores o la policía. Agregó que el doctor Rüedi había inventado la propiedad, las cárceles y la mayoría de los argumentos inteligentes según los cuales el mundo vivía sus mentiras. La madre Felicidad estaba demasiado cerca de Dios y no comprendía que Dios era alguien a quien había que domar y azuzar como a un caballo hasta que te llevaba en la dirección correcta.

—Pero usted, Herr Lachmann, representa el perdón de las autoridades. Sí, sospecho que es así —suspiró y le dedicó una hastiada e indulgente sonrisa. Cuando Smiley miró el escritorio, vio que ella se había cogido el pulgar y tiraba con fuerza de él hacia atrás hasta que pareció a punto de romperse—. Herr Lachmann, quizás usted es mi padre —sugirió sonriente.

—No, no tengo hijos —repuso Smiley.

—¿Es usted Dios?

—No, sólo soy una persona corriente.

—La madre Felicidad dice que en toda persona corriente hay una parte divina.

Esta vez le tocó a Smiley retrasar la respuesta. Abrió la boca y, con excepcional vacilación, volvió a cerrarla.

—Yo también lo he oído decir —respondió y apartó la mirada.

—Debería preguntarme si me he sentido mejor.

—Alexandra, ¿te has sentido mejor?

—Me llamo Tatiana —contestó.

—En ese caso, ¿cómo se encuentra Tatiana?

Ella se echó a reír. Tenía los ojos aterradoramente brillantes.

—Tatiana es hija de un hombre demasiado importante para existir —declaró—. Él domina toda Rusia pero no existe. Cuando la arrestan, su padre organiza que la pongan en libertad. El no existe, pero todos le temen Tatiana tampoco existe —agregó—. Sólo existe Alexandra.

—¿Qué me dices de la madre de Tatiana?

—Fue castigada —respondió Alexandra serenamente y dio esa información a los iconos más que a Smiley—. No fue fiel a la historia. Mejor dicho, creía que la historia había seguido un camino desviado. Estaba equivocada. La gente no tendría que intentar cambiar la historia. Es tarea de la historia cambiar a la gente. Por favor, quisiera que me llevara con usted. Deseo salir de esta clínica.

Mientras sonreía a los iconos, Alexandra movía frenéticamente las manos.

—¿Conoció Tatiana a su padre? —preguntó.

—Un hombrecillo solía mirar a los niños que iban a la escuela —respondió.

Smiley esperó, pero ella no dijo nada más.

—¿Y después? —insistió.

—Lo hacía desde un coche. Bajaba la ventanilla, pero sólo me miraba a mí.

—¿Le mirabas?

—Por supuesto. De lo contrario, ¿cómo podría saber que me miraba?

—¿Cuál era su aspecto? ¿Era corpulento o menudo? ¿Sonreía?

—Fumaba. Si lo desea, puede fumar. De vez en cuando, a la madre Felicidad le gusta fumar un cigarrillo. ¿No es lógico? Me han dicho que fumar serena la conciencia.

Alexandra había tocado el timbre: se estiró y lo pulsó durante largo rato. Smiley oyó de nuevo el tintineo de las llaves de la madre Felicidad, que bajaba por el pasillo en dirección al despacho, y el movimiento de sus pies junto a la puerta cuando se detuvo para quitarle el cerrojo, los mismos sonidos de cualquiera de las cárceles del mundo.

—Quiero irme con usted en su coche —insistió Alexandra.

Smiley pagó la factura y Alexandra le vio contar los billetes bajo la lámpara, tal como hacía tío Anton. La madre Felicidad se interpuso en la concentrada mirada de Alexandra y quizá presintió que habría problemas, ya que miró bruscamente a Smiley como si sospechase que él había hecho algo incorrecto. Alexandra le acompañó hasta la puerta y ayudó a la hermana Beatitud a abrirla; después estrechó la mano de Smiley con suma elegancia, separando el codo del cuerpo y alzándolo, y dobló la rodilla. Intentó besarle la mano, pero la hermana Beatitud se lo impidió. Le vio caminar hasta el coche y empezó a saludar con la mano. Smiley ya había arrancado cuando oyó que ella gritaba a muy poca distancia y vio que intentaba abrir la portezuela e irse con él, pero la hermana Beatitud tiró de la muchacha y la arrastró, mientras seguía gritando, hasta la residencia.

Media hora después, en Thun, en el mismo café desde el cual una semana antes había observado la visita de Grigoriev al banco, sin mediar palabra, Smiley entregó a Toby la carta que había preparado. Esa noche, o cualquiera que fuese el momento en que se encontrasen, Grigoriev se la entregaría a Krassky, declaró.

—Grigoriev quiere desertar esta misma noche —comentó Toby.

Smiley gritó. Por única vez en la vida, gritó. Abrió desmesuradamente la boca, gritó y todos los parroquianos del café se sobresaltaron… es decir, la camarera apartó la mirada de los anuncios matrimoniales y al menos uno de los cuatro hombres que jugaban a las cartas en el rincón volvió la cabeza.

—¡Todavía no! —a continuación, para demostrar que había recuperado por completo el dominio de su persona, repitió serenamente las palabras—: Todavía no. Toby, discúlpame. Todavía no.

No existe copia de la carta que Smiley envió a Karla por intermedio de Grigoriev —probablemente era lo que Smiley se proponía—, pero pocas dudas caben acerca de su contenido, dado que el mismo Karla era un reconocido partidario de las artes de lo que gustaba denominar presiones. Seguramente Smiley planteó los hechos básicos: se sabía que Alexandra era hija suya y de una amante muerta que profesaba declaradas tendencias antisoviéticas; que él había organizado su salida ilegal de la Unión Soviética simulando que era su agente secreta; que había malversado fondos y recursos públicos; que había organizado dos asesinatos y quizá la ejecución oficial de Kirov, según se suponía, con el fin de proteger su plan criminal. Seguramente Smiley dijo que las pruebas acumuladas en este sentido eran más que suficientes, dada la precaria situación de Karla, pero lograr su liquidación a manos de sus pares de la dirección colegiada del Centro de Moscú; si ello ocurría, el futuro de su hija en Occidente —donde residía bajo falsos pretextos— sería, en el mejor de los casos, incierto. No recibiría dinero y Alexandra se convertiría en una exiliada definitiva y enferma que sería trasladada de un hospital público a otro pero no tendría amigos, documentos en regla ni un céntimo a su nombre. En el peor de los casos, la devolverían a Rusia para que sobre ella cayeran las iras de los enemigos de su padre.

Después de este palo, Smiley ofreció a Karla la misma zanahoria que le había ofrecido en Delhi hacía más de veinte años: salva el pellejo, ven con nosotros, dinos lo que sabes y te prepararemos un hogar. Una jugada perfecta, comentó más tarde Saul Enderby, que gustaba de utilizar metáforas deportivas. Seguramente Smiley prometió a Karla inmunidad en el proceso por complicidad en el asesinato de Vladimir y existen pruebas de que Enderby obtuvo una concesión semejante, a través de su enlace alemán, en lo que respecta al asesinato de Otto Leipzig. Sin duda alguna, Smiley también ofreció amplias garantías para Alexandra y su futuro en Occidente: tratamiento, manutención y, si era necesario, ciudadanía. ¿Adoptó una actitud de afinidad, tal como había hecho antes en Delhi? ¿Apeló a la humanidad de Karla, que ahora quedaba tan claramente en evidencia? ¿Incorporó algún elemento persuasivo, con el propósito de no infligir más humillaciones a Karla y, como conocía su orgullo, apartarle tal vez de un acto autodestructivo?

No cabe la menor duda de que concedió muy poco tiempo a Karla para que tomara una decisión. Porque ése es uno de los axiomas relativos a las presiones, como Karla muy bien sabía: dar tiempo para pensar es peligroso y en este caso existen motivos para suponer que también era un peligro para Smiley, aunque por razones sumamente distintas: podría haberse apiadado en el último momento. Según la tradición de Sarratt, sólo la llamada inmediata a la acción obligará a la presa a librarse de las cuerdas que la contienen y la hará embestir caóticamente, al margen de todas las tendencias natas o adquiridas. En esta ocasión, puede decirse que lo mismo se aplicaba al cazador.