8

Desde el final de la avenida observaba el túnel de hayas que, como un ejército en retirada, se alejaba de él en la bruma. La oscuridad había cedido el paso a un día encapotado, tenebroso. Podría haber sido la hora del crepúsculo, la hora de tomar el té en una vieja casa de campo. Las farolas que tenía a ambos lados eran pobres velas que nada iluminaban. La atmósfera era pegajosa y opresiva. Había supuesto que aún estaría la policía y que habría una zona acordonada. Esperaba encontrar periodistas y curiosos espectadores. No había ocurrido nunca, se dijo, mientras bajaba con lentitud por la pendiente. En cuanto abandonó la escena, Vladimir se puso jovialmente de pie, con el bastón en la mano, se quitó el horripilante maquillaje y se fue con sus amigos actores hacia el cuartelillo para beber una cerveza.

Con el bastón en la mano, repitió para sus adentros y recordó algo que le había dicho el superintendente de policía. ¿Mano izquierda o derecha? «También hay polvo de tiza amarilla en su mano izquierda», había comentado el señor Murgotroyd en el interior de la furgoneta. «En el pulgar y en los dos dedos siguientes».

Avanzó, la avenida se ensombreció y la bruma se hizo más espesa. Sus pisadas resonaban metálicamente más adelante. Veinte metros más arriba, la luz solar parda ardía como una hoguera lenta en su propia humareda. Pero abajo, en la pendiente, la bruma se había acumulado hasta formar una niebla fría y, después de todo, Vladimir estaba muertísimo. Vio huellas de neumáticos donde habían estado aparcados los coches de la policía. Reparó en la ausencia de hojas y en la pulcritud anormal de la grava. ¿Qué hacen?, se preguntó. ¿Limpian la grava con una manguera? ¿Guarda las hojas en bolsas de plástico?

Su fatiga había dado lugar a una nueva y curiosa lucidez. Siguió avenida arriba y deseó buenos días y buenas noches a Vladimir y no se sintió como un tonto por ello, concentró su pensamiento en chinchetas, tizas, cigarrillos franceses y Reglas de Moscú y buscó un vestuario contiguo a un campo de deportes. Analízalo ordenadamente, se dijo. Empieza por el principio. Deja los Caporal en su estante. Llegó a un cruce y lo atravesó, sin dejar de ascender. A su derecha aparecieron los postes de la portería y, más lejos, un vestuario verde de chapa acanalada, evidentemente vacío. Se dispuso a cruzar el campo de deportes y el agua de lluvia se filtró en sus zapatos. Detrás del cobertizo se extendía un banco de arena lleno de toboganes para los niños. Trepó por el banco de arena, se internó en un bosquecillo y siguió subiendo. La niebla no había penetrado en el bosquecillo cuando llegó a la cumbre, el día estaba despejado. No había nadie a la vista. Dio media vuelta y se acercó al vestuario a través de los árboles. El vestuario sólo era una caja de hojalata con un lado abierto que daba al campo. El único mobiliario era un basto banco de madera lleno de marcas y de incisiones hechas con navajas y su único ocupante era una figura postrada, con la cabeza cubierta por una manta y un par de botas de color castaño. A lo largo de unos locos segundos, Smiley se preguntó si la figura postrada también tenía destrozado el rostro. Algunas vigas sustentaban el techo y serias afirmaciones morales animaban la pintura verde desconchada. «El punk es destructivo. La sociedad no lo necesita». Esa afirmación le provocó una indecisión fugaz Sintió deseos de responder: «Ah, la sociedad sí lo necesita; la sociedad es una asociación de minorías». La chincheta se encontraba donde había no dicho Mostyn, exactamente a la altura de la cabeza, de acuerdo con la mejor tradición sarrattiana de eficacia, con su brillante estructura de latón —material del Circus— tan nueva y sin marcas como el muchacho que la había colocado allí.

Continúe hacia el lugar de la cita —decía—, no hay ningún peligro a la vista.

Reglas de Moscú, pensó Smiley una vez más. Moscú, donde un agente podía tardar tres días en hacer llegar una carta a un lugar seguro. Moscú, donde todas las minorías son punk.

Dígale que tengo dos pruebas y que puedo llevarlas conmigo.

La respuesta de Vladimir, escrita con tiza, aparecía al lado de la chincheta: un gusano vacilante y amarillo garabateado en todo el poste. Quizás el viejo estaba preocupado por la lluvia, pensó Smiley, quizá temía que ésta borrase su marca. O quizás, a causa de su estado emocional, se había apoyado con demasiada fuerza sobre la tiza, del mismo modo que dejó caída su chaqueta Norfolk. Un encuentro o nada —le había dicho a Mostyn…—. Esta noche o nunca… Dígale que tengo dos pruebas y que puedo llevarlas conmigo… Sin embargo, sólo alguien que estuviera sobre aviso habría reparado en esa señal, pese a que era de trazo fuerte, o en la brillante chincheta; ni siquiera un individuo suspicaz se hubiera sorprendido, pues en Hampstead Heath la gente fija permanentemente carteles y mensajes y no todos son espías. Hay mensajes de niños, de prostitutas, de fanáticos religiosos, de organizadores de giras benéficas, de personas que han perdido sus animales domésticos y hasta de algunos individuos que buscan nuevas experiencias amorosas y proclaman sus necesidades desde lo alto de la cuesta. Pero nunca les han volado la cara a quemarropa con un arma asesina del Centro de Moscú.

¿Y el propósito de ese reconocimiento? En Moscú, cuando Smiley, desde su escritorio londinense, tenía la responsabilidad final del caso Vladimir… en Moscú, esas señales se preparaban para agentes que podían desaparecer de una hora a otra: eran las ramas quebradas a lo largo de un sendero que siempre podía ser el último. No veo ningún peligro y continúo según las instrucciones hacia la cita acordada, decía el último —y fatalmente equivocado— mensaje de Vladimir al mundo de los vivos.

Al salir del cobertizo, Smiley retrocedió una corta distancia por el camino por el cual había llegado. Mientras andaba, recordó meticulosamente la reconstrucción que el superintendente había hecho de la última caminata de Vladimir y recurrió a su memoria como si fuese un archivo.

—Esos chanclos de goma son algo llovido del cielo, señor Smiley —había declarado devotamente el superintendente—. Señor, son North British Century, con suelas en forma de diamantes, y apenas usadas ¡si fuera necesario, podríamos seguirlo en medio de una multitud de fanáticos del fútbol! —Como el tiempo apremiaba, había agregado rápidamente—: Le daré la versión autorizada. ¿Preparado, señor Smiley?

Preparado, había dicho Smiley.

El superintendente cambió el tono de voz. La conversación era un asunto y las pruebas otro muy distinto. Mientras hablaba, paseó progresivamente la linterna por la grava húmeda de la zona acordonada. Una conferencia con linterna mágica, había pensado Smiley; un poco más y había empezado a tomar notas. «Está aquí y ahora baja la cuesta, señor. ¿Lo ve? Un paso normal, buen movimiento del talón y de los dedos de los pies, un avance normal, todo ocurre abiertamente. ¿Ve, señor Smiley?».

El señor Smiley lo había visto.

—¿Y ve la marca del bastón que aparece allí, mientras lo lleva en la mano derecha, señor?

Smiley también había visto que el bastón con contera de goma había marcado una huella profunda y redonda cada dos pisadas.

—Pero es evidente que llevaba el bastón en la izquierda cuando le dispararon, ¿verdad? Me di cuenta de que usted también lo había notado, señor. ¿Usted sabe cuál era su pierna enferma, si es que sufría de alguna de las dos?

—La derecha —había respondido Smiley.

—Ah. En ese caso lo más probable es que normalmente también llevara el bastón en la derecha. Por aquí, por favor, señor, por aquí. Por favor, fíjese, aún caminaba normalmente —había agregado el superintendente.

Bajo el haz de luz de la linterna del superintendente aún contaron cinco pasos más en los que las huellas del diamante, del tacón y de la puntera eran impecables. Ahora, bajo la luz del día, Smiley sólo vio el fantasma de esas huellas. La lluvia, otros pies y los neumáticos de los ciclistas infractores habían contribuido en gran medida a que desaparecieran. Pero por la noche, durante el espectáculo iluminado por la linterna del superintendente, las había visto nítidamente, tan nítidamente como vio el cadáver cubierto con un plástico en la pendiente que se abría debajo de ellos, donde acababa el sendero.

—Ahora bien —había declarado satisfecho el superintendente y se detuvo, posando el cono de la linterna en una superficie muy pisoteada—. Señor, ¿qué edad ha dicho que tenía?

—No lo he dicho, pero declaraba sesenta y nueve.

—Más un reciente ataque al corazón, supongo. Ahora bien, señor. En primer lugar, las paradas. En un orden definido. No me pregunte la causa. Quizá alguien le habló. Mi suposición es que oyó algo. A sus espaldas. Fíjese el mudo en que se acorta el paso, fíjese en la posición de los pies cuando se vuelve a medias y mira por encima del hombro o hace otro movimiento. En cualquier caso, se vuelve y por ese motivo digo «a sus espaldas». Al margen de lo que viera o no viera, u oyera o no, decide echar a correr. ¡Ahí va, mire! —insistió el superintendente con el entusiasmo súbito del deportista.

»Pisada más larga y los tacones apenas tocan el suelo. Una huella completamente distinta, pues corre a toda velocidad. Incluso puede ver dónde se ayudó con el bastón para lograr un apoyo más firme.

Al verlo ahora iluminado por la luz diurna, Smiley ya no podía ver con certeza, pero la noche anterior había visto —y en su memoria volvía a ver esa mañana— las hendiduras súbitas y desesperadas de la contera, primero clavadas y luego hundidas de lado.

—El problema consiste en que lo que le mató estaba delante, ¿no? Bajo ningún concepto se encontraba a sus espaldas —comentó en voz baja el superintendente y recuperó su estilo judicial.

Estaba en ambos sitios, pensó Smiley ahora, con la ventaja de las horas transcurridas. Le empujaron, concluyó, y sin éxito intentó recordar el nombre que daban en Sarratt a esa técnica. Ellos conocían su camino y le empujaron. El persecutor situado a espaldas del blanco lo empuja hacia adelante y el hombre del gatillo haraganea más adelante, sin ser advertido, hasta que el blanco choca con él. Es una verdad conocida hasta por los equipos de asesinos del Centro de Moscú, que hasta los más duchos pasan horas preocupados por sus espaldas, sus flancos, los coches que les adelantan y los que no les adelantan, las calles que cruzan y las casas en que entran. Pero cuando llega el momento no logran reconocer el peligro que se presenta cara a cara.

—Aún corría —dijo el superintendente y siguió hacia el cadáver—. ¿Ve cómo aquí su paso se hace algo más largo debido a que la pendiente es más escarpada? Además, es irregular, ¿se ha dado cuenta? Pisadas por todas partes. Corría para salvar su vida. Aún llevaba el bastón en la mano derecha. ¿Ve que ahora da la vuelta y avanza hacia el borde del camino? No me extrañaría que se hubiera desorientado. Ya hemos llegado. ¡Explíqueme eso si puede!

La luz de la linterna iluminó una serie de huellas juntas, cinco o seis en total, que aparecían en una superficie muy reducida al borde de la hierba, entre dos árboles altos.

—Ha vuelto a detenerse —anunció el superintendente—. Quizá no fue una detención, sino un titubeo. No me pregunte el motivo. Quizá pisó mal. Quizás empezó a preocuparse al ver que estaba tan cerca de los árboles. Quizás el corazón le jugó una mala pasada, puesto que usted me ha dicho que sufría del corazón. Luego vuelve a andar igual que antes.

—Con el bastón en la mano izquierda —agregó Smiley serenamente.

—¿Por qué? Eso es lo que me pregunto, señor, pero quizá ustedes sepan la respuesta. ¿Por qué? ¿Volvió a oír algo? ¿Recordó algo? ¿Para qué… cuando uno corre para salvar la vida… para qué detenerse, revolverse como un pato, cambiar de mano el bastón y seguir corriendo? ¿Cayó directamente en los brazos de quienquiera que fuese el que le disparó? A menos que, desde luego, lo que estuviera detrás lo alcanzara aquí, diera un rodeo entre los árboles o, por así decirlo, trazara un arco. Desde su perspectiva, señor Smiley, ¿le encuentra alguna explicación?

Mientras esa pregunta aún sonaba en los oídos de Smiley, ambos llegaron hasta el cadáver, que flotaba como un embrión en la lámina de plástico.

Pero Smiley, a la mañana siguiente, se detuvo antes de llegar a la pendiente. Apoyó lo mejor que pudo sus zapatos empapados exactamente en cada huella y se propuso imitar los movimientos que el viejo pudo hacer. Puesto que Smiley lo realizó todo en cámara lenta y con el aspecto de una persona profundamente concentrada bajo la mirada de dos señoras con pantalones que paseaban a sus perros alsacianos, ellas consideraron que era un adepto a la nueva moda de practicar ejercicios marciales chinos y, por tanto, un loco.

En primer lugar, juntó los pies y los apuntó cuesta abajo. Luego adelantó el pie izquierdo y volvió el derecho hasta que la punta señaló un bosquecillo de árboles nuevos. Al hacerlo, su hombro derecho siguió naturalmente el movimiento y el instinto le dijo que probablemente ése habría sido el momento en que Vladimir pasó el bastón a su mano izquierda. Pero ¿por qué? Cómo había preguntado el superintendente, ¿por qué cambiar de mano el bastón? ¿Por qué, en el momento más crítico de su vida, pasó solemnemente el bastón de la mano derecha a la izquierda? Ciertamente, no lo hizo para defenderse… ya que, recordaba Smiley, era diestro. Para defenderse, le habría bastado con coger el bastón con más firmeza. O sujetarlo con ambas manos, como si fuese una cachiporra.

¿Lo hizo a fin de tener libre la mano derecha? ¿Pero libre para qué?

Al reparar en que le observaban, Smiley se volvió bruscamente y vio a dos chiquillos que se habían detenido a mirar al hombrecillo regordete con gafas que realizaba extrañas piruetas con los pies. Los miró con su expresión de profesor y ellos reanudaron apresuradamente la marcha.

¿A fin de tener la mano derecha libre para qué?, repitió Smiley para sus adentros. ¿Y por qué volvió a correr poco después?

Vladimir giró hacia la derecha, pensó Smiley, y una vez más armonizó lo que pensaba con la acción. Vladimir giró a la derecha. Quedó frente al bosquecillo y sujetó el bastón con la mano izquierda. Según el superintendente, permaneció quieto un segundo. Después siguió corriendo.

Reglas de Moscú, pensó Smiley, y se observó la mano derecha. La bajó lentamente hasta el bolsillo del impermeable. Estaba vacío, tal como había estado vacío el bolsillo derecho del abrigo de Vladimir.

¿Quizá se había propuesto escribir un mensaje? Smiley se atormentaba con la teoría que estaba decidido a reprimir. Por ejemplo, ¿escribir un mensaje con la tiza? ¿Acaso había reconocido a su perseguidor y deseaba escribir un nombre con tiza en alguna parte o dejar alguna señal? ¿Pero en qué? Sin duda no lo haría en los troncos húmedos. ¡Ni en el barro, ni en las hojas secas ni en la grava! Al mirar a su alrededor Smiley reparó en una característica especial del lugar. Allí, casi entre los dos árboles, en el borde mismo de la avenida, en el punto en que la bruma alcanzaba su máximo espesor, se encontraba prácticamente fuera de cualquier campo de visión. La avenida descendía, sí, y volvía a elevarse delante de él. Pero también trazaba una curva y desde donde estaba la perspectiva ascendente en ambas direcciones quedaba oculta por los troncos de los árboles y por un tupido matorral de árboles nuevos. A lo largo de la senda de la última y frenética caminata de Vladimir —recordemos que la conocía bien pues la había utilizado para encuentros semejantes—, ése era el único punto en el que el hombre que huía quedaba fuera de la vista tanto por delante como por detrás, pensó Smiley con creciente satisfacción.

Y se había detenido.

Había dejado libre su mano derecha.

La había llevado —digamos— al bolsillo.

¿En busca de las píldoras para el corazón? No. Al igual que la tiza amarilla y las cerillas, llevaba las píldoras en el bolsillo izquierdo, no en el derecho.

En busca de algo —digamos— que ya no llevaba en el bolsillo cuando lo encontraron muerto.

Entonces, ¿en busca de qué?

Dígale que tengo dos pruebas y que puedo llevarlas conmigo… Es posible que en ese caso esté dispuesto a verme… Soy Gregory y llamo a Max. Tengo algo para él, por favor

Pruebas. Pruebas demasiado preciosas para enviarlas por correo. Él llevaba algo. Dos algo. No sólo en la cabeza… en el bolsillo. Y jugaba según las Reglas de Moscú. Reglas que quedaron grabadas en el general desde el día mismo de su reclutamiento como desertor in situ. Ni más ni menos que por el mismo Smiley así como por el oficial encargado de su caso allí mismo. Reglas que fueron inventadas para su supervivencia y la de su red. Smiley sintió que la agitación le revolvía el estómago como una náusea. ¡Las Reglas de Moscú establecen que si transportas corporalmente un mensaje, también has de llevar los medios para deshacerte de él! ¡Decretan que, al margen de cómo esté oculto o disfrazado —micropunto, escritura secreta, película sin revelar, cualquiera de los cien medios meticulosos y arriesgados—, como objeto debe ser lo primero y más liviano que llegue a las manos y lo menos llamativo cuando se abandone!

Por ejemplo, un frasco lleno de píldoras medicinales, pensó y se serenó ligeramente. Por ejemplo, una caja de fósforos.

Una caja de cerillas Swan Vesta usada a medias, bolsillo izquierdo del abrigo, recordó. Nótese bien, fósforos de fumador.

Y en el piso franco, pensó implacablemente —se atormentó, aplazando la comprensión decisiva—, en la mesa, esperándole, un paquete de cigarrillos, la marca favorita de Vladimir. Y en Westbourne Terrace, en la despensa, nueve paquetes de Gauloises Caporal. De un total de diez.

Pero no llevaba un solo cigarrillo en los bolsillos. Ninguno, como hubiera dicho el buen superintendente, en su persona. Mejor dicho, no llevaba ninguno encima cuando lo encontraron.

¿Y la premisa, George?, se preguntó Smiley imitando a Lacon —agitó acusadoramente el dedo de prefecto de Lacon ante su propio rostro—, ¿y la premisa? Oliver, hasta el momento la premisa consiste en que un fumador, un fumador habitual, se dirige a un encuentro clandestino crucial provisto de fósforos pero no lleva siquiera un paquete vacío de cigarrillos a pesar de que posee, como es fácil, demostrar, un buen acopio de tabaco. En consecuencia, los asesinos la encontraron y la retiraron —la prueba o las pruebas a las que Vladimir se refería— o… ¿o qué? O Vladimir pasó el bastón de la mano derecha a la izquierda a tiempo. Y se llevó la mano derecha al bolsillo a tiempo. Y la retiró, también a tiempo, precisamente en el lugar en que no podían verlo. Y se deshizo de ella o de ellas según las Reglas de Moscú.

Después de satisfacer su propia perseverancia con respecto a una concatenación lógica, George Smiley se internó cautelosamente entre las altas hierbas que conducían hacia el bosquecillo y se empapó desde las rodillas hasta los pies. Durante media hora o más, investigó, buscó a tientas en la hierba y entre el follaje, retrocedió por el camino ya recorrido, maldijo sus propios errores, se dio por vencido, volvió a comenzar y respondió a las fatuas preguntas de los transeúntes, que iban desde la grosería hasta la excesiva gentileza. Incluso aparecieron dos monjes budistas de un seminario local, ataviados con túnicas de color azafrán, botas con cordones y gorras de lana, que le ofrecieron su ayuda. Smiley la rechazó cortésmente. Encontró dos cometas rotas y una infinidad de latas de Coca-Cola. Halló fotos de cuerpos femeninos, algunas en color y otras en blanco y negro, recortadas de revistas. Descubrió una gastada zapatilla de gimnasia, negra, y los restos de una vieja manta quemada. Encontró cuatro botellas de cerveza vacías y cuatro paquetes de cigarrillos, también vacíos, tan empapados y viejos que los rechazó apenas los vio. Y en una rama, encajada en la horquilla donde se unía con el tronco madre, el quinto paquete —quizá sea mejor decir el décimo— que ni siquiera estaba vacío: una cajetilla relativamente seca de Gauloises Caporal, Filtre y libres de impuestos. Smiley se empinó para cogerla como si se tratara de fruta prohibida y, al igual que ocurre con ésta, continuó fuera de su alcance. Saltó y sintió que se le desgarraba la espalda: una inconfundible y desalentadora separación de los tejidos de la que se resintió y le atenazó durante varios días. Maldijo en voz alta y se frotó la zona dolorida, tal como había hecho Ostrakova. Dos mecanógrafas que se dirigían al trabajo le consolaron con sus risitas. Smiley encontró un palo, cogió el paquete y lo abrió. Quedaban cuatro cigarrillos.

Y detrás de esos cuatro cigarrillos, oculto a medias y protegido por su propia capa de celofán, algo que reconoció pero que ni siquiera se atrevió a tocar con los dedos húmedos y temblorosos. Algo que ni siquiera se atrevió a contemplar hasta verse fuera de ese lugar detestable donde mecanógrafas sonrientes y monjes budistas pisoteaban inocentemente el lugar donde había muerto Vladimir. Ellos tienen una y yo la otra, pensó. He compartido la herencia del viejo con sus asesinos.

Desafió el tráfico y siguió la estrecha acera cuesta abajo hasta llegar a South End Green, donde esperaba encontrar una cafetería para tomar una taza de té. Como no encontró ninguna abierta, se sentó en un banco frente a un cine y observó una vieja fuente de mármol y un par de cabinas telefónicas rojas, una más sucia que la otra. Caía una llovizna tibia; algunos tenderos habían empezado a bajar los toldos; una delicatessen recibía el reparto de pan. Se sentó con los hombros hundidos y las puntas húmedas del cuello del impermeable le raspaban las mejillas sin afeitar cada vez que volvía la cabeza. «¡Por Dios, llora su muerte!», le había gritado Ann una vez a Smiley, furiosa por su aparente compostura después de la muerte de otro amigo. «Si no lloras a los muertos, ¿cómo podrás amar a los vivos?». Mientras calculaba su próximo paso, allí, sentado en el banco, Smiley le dio la respuesta que cuando le hiciera la pregunta, no había logrado encontrar. «Te equivocas —dijo aturdido—. Lloro sinceramente a los muertos y, en este momento, profundamente a Vladimir. Es el hecho de amar a los vivos el que a veces resulta algo problemático».

Probó las dos cabinas, y la segunda funcionaba. Milagrosamente, incluso estaba intacta la guía S-Z y, más sorprendente aún, el servicio de minitaxis Straight and Steady en Islington N.1. había pagado por el privilegio de aparecer en un tipo de letra más gruesa. Marcó el número y, mientras esperaba, sintió terror de haber olvidado el nombre del firmante del recibo que Vladimir llevaba en el bolsillo. Colgó y recuperó los dos peniques. ¿Lane? ¿Lange? Volvió a marcar.

Una voz femenina respondió a la llamada con un aburrido sonsonete:

—¡Straight and Steady! ¡Nombre, cuándo y dónde por favor!

—Por favor, me gustaría hablar con el señor J. Lamb, uno de los taxistas —solicitó Smiley amablemente.

—Lo siento, pero por esta línea no se reciben llamadas personales —canturreó y colgó.

Marcó el mismo número por tercera vez. Ahora que estaba más seguro del terreno que pisaba explicó malhumorado que no era algo personal. Quería que el señor Lamb fuese su chófer y no aceptaría a ningún otro.

—Dígale que se trata de un viaje largo. A Stratford-on-Avon —eligió una ciudad al azar—, dígale que quiero ir a Stratford.

—Sampson —respondió cuando ella insistió en que le dijese su nombre—. Sampson con «p».

Volvió al banco para seguir esperando.

¿Telefonear a Lacon? ¿Para qué? ¿Volver corriendo a casa, abrir el paquete de cigarrillos y descubrir su inapreciable contenido? Fue lo primero de lo que Vladimir se deshizo, pensó: en el mundo del espionaje, abandonamos primero lo que más amamos. Al fin y al cabo, he obtenido la mejor parte de este negocio. Un matrimonio mayor se había sentado frente a él. El hombre llevaba un sombrero de ala rígida e interpretaba canciones bélicas con un silbato de latón. Su esposa sonreía inútilmente a los transeúntes. Con la intención de evitar su mirada, Smiley recordó el sobre de color pardo de París y lo abrió. ¿Qué esperaba? Probablemente una factura, algún resto de la vida del viejo en esa ciudad. O algún grito de combate en ciclostil, de esos que los emigrados envían como tarjetas de Navidad. Pero no se trataba de una factura ni de una circular, sino de una carta personal: una súplica, pero de un tipo muy especial. No llevaba firma ni remitente. Estaba escrita en francés y a mano con letra veloz. Smiley la leyó una vez y la releía cuando un Ford Cortina con varias capas de pintura, conducido por un joven que llevaba un jersey de cuello cisne, frenó vertiginosamente frente al cine. Smiley se guardó la carta en el bolsillo y cruzó la calle en dirección al coche.

—¿Sampson con p? —gritó impertinentemente el joven por la ventanilla y abrió la puerta trasera desde el interior del coche.

Smiley subió al taxi. Olía a loción para después de afeitarse mezclada con humo de cigarrillo. Tenía en la mano un billete de diez libras y lo mostró.

—¿Tendría la amabilidad de parar el motor? —preguntó Smiley.

El joven obedeció, sin dejar de observarle por el retrovisor. Tenía el pelo castaño peinado al estilo afro. Manos blancas, minuciosamente cuidadas.

Smiley comenzó a explicarse:

—Soy detective privado. Seguramente se topa con muchos de nosotros y sé que somos molestos, pero estoy dispuesto a pagar a cambio de cierta información. Ayer usted firmó un recibo por valor de trece libras. ¿Recuerda quién era el pasajero?

—Un individuo alto. Extranjero. Bigote blanco y cojo.

—¿Viejo?

—Muy viejo. Con bastón y todo lo demás.

—¿Dónde lo recogió? —inquirió Smiley.

—En el restaurante Cosmo, Praed Street, a las diez y media de la mañana —replicó el joven, con deliberado sonsonete.

Praed Street quedaba a cinco minutos a pie de Westbourne Terrace.

—Por favor, ¿podría decirme adonde le llevó?

—A Charlton.

—¿En el sudeste de Londres?

—Sí, a la iglesia de san no sé qué, cerca de la Battle-of-the-Nile Street. Quería ir a un pub que se llama The Defeated Frog.[2]

—¿Frog?

—Francés.

—¿Lo dejó allí?

—Esperé una hora y volvimos a Praed Street.

—¿Hizo alguna parada más?

—Una en una juguetería, a la ida, y otra en una cabina telefónica, al regresar. El individuo compró un pato de madera con ruedas —se volvió, apoyó el mentón en el respaldo del asiento y abrió los brazos burlonamente, para indicar el tamaño del juguete—. Una gran cosa amarilla. La llamada telefónica fue local.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque le presté dos peniques. Después volvió y me pidió dos monedas de diez peniques, por las dudas.

Le pregunté de dónde telefoneaba pero sólo me dijo que tenía monedas de sobra, había comentado Mostyn.

Smiley entregó al muchacho el billete de diez libras y se estiró hacia la portezuela.

—Puede decirle a sus jefes que no aparecí —agregó Smiley.

—Les diré lo que me dé la gana, ¿no le parece?

Smiley se apeó y logró cerrar la portezuela antes de que el joven se alejara a la misma velocidad espantosa con que había llegado. De pie en la acera, terminó de leer por segunda vez la carta y así la grabó para siempre en su memoria. Una mujer, concluyó, confiando en la primera impresión que tuvo. Ella cree que va a morir. Bien, a todos nos pasa lo mismo y acertamos. Fingía despreocupación, indiferencia. Cada hombre tiene su dosis de compasión, pensó, y yo he agotado la mía del día de hoy. Pero de todos modos la carta le asustó y acrecentó su sensación de urgencia.

General, no deseo dramatizar pero algunos hombres vigilan mi casa y no creo que sean sus amigos ni los míos. Esta mañana tuve la impresión de que se proponen matarme. ¿No me enviaría una vez más a su mágico amigo?

Tenía cosas que ocultar, que esconder, como insistían en decir en Sarratt. Tomó varios autobuses, cambió de trayecto varias veces y permaneció atento a lo que ocurría a sus espaldas, al tiempo que dormitaba. La motocicleta negra con sidecar no había vuelto a aparecer y tampoco advirtió otro tipo de vigilancia. En una librería de Baker Street compró una caja de cartón de tamaño grande, algunos diarios, papel de envolver y un rollo de celo. Subió a un taxi y se agazapó en el asiento trasero para preparar el paquete. Guardó en la caja la cajetilla de cigarrillos de Vladimir y la carta de Ostrakova y llenó el resto del espacio con papel de diario. Envolvió la caja y se enredó los dedos en el celo. Este siempre le había jugado malas pasadas. Escribió su nombre en la tapa y también:

«Para recoger». Despidió al taxi en el Hotel Savoy y entregó la caja al encargado del guardarropa de hombres, al que también dio un billete de una libra.

—No es tan pesado como para contener una bomba, ¿verdad, señor? —preguntó el encargado y, chistosamente, se acercó el paquete a la oreja.

—Yo no me fiaría —replicó Smiley y ambos rieron.

Dígale a Max que se refiere al Genio, pensó. «Vladimir —se preguntó melancólicamente—, ¿cuál era la otra prueba?».