9

El horizonte estaba abarrotado de grúas y gasómetros; las indolentes chimeneas arrojaban un humo ocre hacia los nubarrones. De no haber sido sábado, Smiley habría utilizado los transportes públicos, pero los sábados estaba dispuesto a conducir, pese a que mantenía relaciones de odio recíproco con el motor de explosión. Había cruzado el río por el Vauxhall Bridge. Greenwich quedaba a sus espaldas. Había penetrado en el interior monótono y desordenado de los muelles. Mientras los limpiaparabrisas se estremecían, unas gruesas gotas de lluvia se colaban por la carrocería de su maltrecho y pequeño coche inglés. Algunos niños malhumorados, protegidos en una parada de autobús, parecían decir: «Oye, chico, sigue avanzando». Se había duchado y afeitado, pero no había dormido. Había enviado la factura telefónica de Vladimir a Lacon y solicitado, con carácter urgente, el análisis de todas las llamadas rastreables. Mientras conducía, su mente estaba despejada, pero era víctima de anárquicos cambios de humor. Llevaba un gabán de mezclilla, de color pardo, el mismo que utilizaba cuando salía de viaje. Condujo dando rodeos, coronó una pendiente y súbitamente apareció ante él un elegante pub de estilo eduardino, con un cartel con un guerrero de rostro rubicundo. Battle-of-the-Nile Street se alejaba desde el pub hacia una isla de césped pisoteado en la que se alzaba la iglesia de San Salvador, de piedra, que proclamaba el mensaje de Dios a los desmoronados almacenes Victorianos. Según el cartel, el sermón del domingo lo pronunciaría un comandante femenino del Ejército de Salvación; delante del cartel se encontraba el camión: un gigantesco remolque de dieciocho metros y medio, de color carmesí, con las ventanillas adornadas con banderines de equipos de fútbol y una puerta cubierta de variadas pegatinas de matrículas extranjeras. Era lo más grande que había a la vista, mayor incluso que la iglesia. En el fondo, oyó que el motor de una motocicleta reducía la velocidad y volvía a arrancar, pero ni siquiera se molestó en mirar hacia atrás: la conocida escolta le había seguido desde Chelsea. Pero el miedo, como solía predicar en Sarratt, siempre es una cuestión de elección.

Smiley siguió el sendero y entró en un cementerio sin tumbas. Las hileras de lápidas delimitaban el perímetro y una escalera infantil y tres casas nuevas de tipo estándar ocupaban el terreno central. La primera casa se llamaba Sión, la segunda no tenía nombre y la tercera era Número Tres. Todas contaban con ventanas amplias, pero Número Tres tenía cortinas de encaje y cuando abrió el portal sólo vio una sombra en el piso superior. Vio que permanecía inmóvil y que luego caía y desaparecía como si el suelo se la hubiese tragado y durante unos segundos se preguntó bastante atemorizado, si acababa de presenciar otro asesinato. Tocó el timbre que sonó en el interior de la casa. La puerta era de cristal esmerilado. Se apoyó contra ella y vio la moqueta parda de la escalera y algo que parecía un cochecito de niño. Volvió a tocar el timbre y oyó un quejido que se inició con suavidad y luego creció; al principio pensó que se trataba de un niño, después de un gato y luego de una olla con avisador. El sonido llegó al punto más alto, mantuvo la nota y súbitamente cesó, ya fuese porque alguien había retirado la olla del fuego o porque la boquilla había salido despedida. Smiley fue hasta la parte de atrás de la casa. Era igual que en la fachada, con excepción de los tubos de desagüe, un huerto y un pequeño estanque para peces hecho de losas prefabricadas. No había agua en el estanque y, por tanto, tampoco peces, pero el cuenco de cemento contenía un pato amarillo de madera caído de costado. Permanecía con el pico abierto, los ojos fijos vueltos hacia el cielo y dos de las ruedas aún giraban.

«El individuo compró un pato de madera con ruedas» había dicho el conductor del minitaxi, que se volvió para ilustrarlo con las manos. «Una cosa amarilla».

La puerta del fondo tenía aldaba. Smiley llamó suavemente y dio vuelta al picaporte, que cedió. Entró en la casa y cerro cuidadosamente la puerta. Se encontraba en el office que conducía a la cocina y lo primero que vio en ésta fue la olla retirada del fuego, de cuya boquilla muda surgía una delgada línea de vapor. Además, dos tazas, una lechera y una tetera en una bandeja.

—¿Señora Graven? —llamó en voz baja—. ¿Stella?

Cruzó el comedor y se detuvo en el pasillo, sobre la moqueta parda, junto al cochecito de niño, mientras mentalmente hacía pactos con Dios: ni más muertes ni más Vladimires y Te adoraré durante el resto de nuestras vidas.

—¿Stella? Soy yo, Max —insistió.

Abrió la puerta de la sala y la vio sentada en una esquina de la butaca, entre el piano y la ventana, observándole con fría decisión. No estaba asustada y parecía odiarle. Llevaba un vestido de corte oriental largo, pero no se había maquillado. Tenía en brazos a la criatura y él no supo si era niña o niño, ni logró recordarlo. Ella apretaba la cabeza despeinada contra su hombro, le cubría la boca con una mano para evitar que emitiera sonido alguno y lo observaba por encima de la cabeza de la criatura, desafiante.

—¿Dónde está Villem? —preguntó Smiley.

Ella retiró lentamente la mano y Smiley supuso que la criatura gritaría, pero ésta se limitó a mirarle a modo de saludo.

—Se llama William —puntualizó ella serenamente—. Métaselo en la cabeza, Max. Es lo que él ha elegido. William Graven. Inglés hasta los tuétanos. Ni estonio ni ruso, sino inglés —era una mujer hermosa, de pelo negro y permanecía inmóvil. Sentada en el borde de la banqueta y con la criatura en brazos, parecía pintada de forma indeleble contra el fondo oscuro.

—Stella, quiero hablar con él. No le pediré que haga nada. Incluso es posible que le ayude.

—Me parece que ya he oído esas palabras. Ha salido. Fue a trabajar, como debe ser.

Smiley digirió esa frase.

—¿Qué hace entonces su camión en la puerta? —objetó con toda delicadeza.

—Ha ido al depósito. Vinieron a buscarle en coche.

Smiley también digirió esas palabras.

—¿Entonces para quién es la segunda taza que hay en la cocina?

—Él no tiene nada que ver con eso —replicó.

Smiley subió la escalera y ella no se opuso. Había una puerta frente a él y otras dos a izquierda y derecha respectivamente, ambas abiertas: una daba a la habitación de la criatura y la otra al dormitorio principal. La puerta que tenía delante estaba cerrada y cuando llamó no obtuvo respuesta.

—Villem, soy Max —dijo—. Por favor, tengo que hablar contigo. Te prometo que después me iré y te dejaré en paz.

Repitió esa frase palabra por palabra, volvió a bajar la empinada escalera y entró en la sala. La criatura lloraba ruidosamente.

—Quizá, si preparases el té —sugirió entre los sollozos de la criatura.

—Max, no hablará a solas con él. No permitiré que vuelva a engatusarle.

—Jamás lo hice. No era ése mi trabajo.

—Aún piensa maravillas de usted y, para mí, eso es suficiente.

—Se trata de Vladimir —agregó Smiley.

—Ya lo sé. Han telefoneado durante casi toda la noche ¿no?

—¿Quiénes?

—«¿Dónde está Vladimir? ¿Dónde está Vladi?». ¿Qué creen que es William? ¿Jack el Destripador? No ha tenido noticias ni visto a Vladi desde hace mucho tiempo. ¡Oh, Beckie, querida, quédate quieta! —cruzó la sala, encontró una lata de galletas bajo un montón de ropa para la colada y metió una galleta a la fuerza en la boca de la niña—. Generalmente no se porta así.

—¿Quién ha preguntado por él? —insistió Smiley serenamente.

—Mikhel, ¿quién más podía ser? ¿Se acuerda de Mikhel, nuestro as de Radio Libre, primer ministro de Estonia, revendedor de apuestas? A las tres de la madrugada, mientras a Beckie le salía un diente, empezó a sonar el maldito teléfono. Era Mikhel, con su numerito de respiración jadeante «Stella, ¿dónde está Vladi? ¿Dónde está nuestro jefe?». Le respondí: «Eres un imbécil, ¿no? ¿Crees que es más difícil interceptar una conversación telefónica cuando la gente habla en voz baja? Estás loco de atar». Eso le dije. «Ocúpate de los caballos de carreras y abandona la política».

—¿Por qué estaba tan preocupado? —inquirió Smiley.

—Porque Vladi le debía dinero. Cincuenta libras. Probablemente las perdieron juntos en alguna apuesta, uno más de sus numerosos fracasos. Había prometido llevarlas a casa de Mikhel y jugar con él una partida de ajedrez. Fíjese, en plena noche. Parece que, además de patriotas, son insomnes. Nuestro jefe no había aparecido: un drama. «¿Por qué demonios debería saber William dónde se ha metido?», le pregunté. «Vuelve a la cama». Una hora después, ¿quién había vuelto a llamar por teléfono y respiraba igual que antes? Una vez más, nuestro comandante Mikhel, héroe de la Caballería Real de Estonia, que daba talonazos y pedía disculpas. Había ido a la guarida de Vladimir, golpeado en la puerta y tocado el timbre. Allí no había nadie. Le dije: «Escucha, Mikhel, no está aquí, no le hemos escondido en el desván. No le hemos visto desde el bautizo de Beckie y no hemos recibido noticias suyas. ¿De acuerdo? William acaba de llegar de Hamburgo, necesita dormir y no pienso despertarle».

—Y entonces volvió a telefonear —sugirió Smiley.

—¡Vaya si lo hizo! Es una sanguijuela. «Villem es el preferido de Vladi», dice. «¿Para qué?», preguntó. «¿La carrera de las tres y media en Ascot? ¡Escucha, vete a la cama de una puñetera vez!». «Vladimir siempre me dijo que si algo salía mal, debía recurrir a Villem», explicó. Le pregunté: «¿Qué quieres que haga? ¿Qué vaya en el remolque hasta el centro y también aporree la puerta de la casa de Vladi?». ¡Jesús!

Sentó a la niña en una silla. La criatura se quedó allí y mordisqueó satisfecha la galleta.

Se oyó el sonido de una puerta que se cerraba violentamente, seguido de pasos presurosos que bajaban por la escalera.

—Max, William está fuera de esto —advirtió Stella y miró directamente a los ojos de Smiley—. No es un político ni un rastrero y ha superado el hecho de que su padre fuese un mártir. Ya es un adulto y tendrá que bastarse a sí mismo, ¿de acuerdo? He preguntado, ¿de acuerdo?

Smiley se había trasladado al otro extremo de la sala a fin de alejarse de la puerta. Villem entró vestido aún con las prendas deportivas y las zapatillas de gimnasia. Era aproximadamente diez años más joven que Stella y demasiado delgado para su propia seguridad. Se acomodó en el borde del sofá y su mirada concentrada pasaba de su esposa a Smiley, como si se preguntase cuál de los dos sería el primero en saltar. Su frente alta quedaba extrañamente blanca bajo la cabellera oscura peinada hacia atrás. Se había afeitado, por lo que su cara parecía más llena, lo cual le daba un aspecto aún más juvenil. Sus ojos, enrojecidos de tanto conducir, eran pardos y apasionados.

—Hola, Villem —dijo Smiley.

—William —corrigió Stella.

Villem asintió tensamente con la cabeza y aceptó ambas formas de dirigirse a él.

—Hola, Max —respondió Villem. Juntó las manos en el regazo y las entrelazó—. Max, ¿cómo está? Así está bien, ¿no?

—Supongo que ya te has enterado de las novedades sobre Vladimir —agregó Smiley.

—¿Novedades? ¿Qué novedades, por favor?

Smiley se tomó el tiempo necesario para observarle y captar su tensión.

—Ha desaparecido —replicó al final con bastante ligereza—. Supongo que sus amigos te han telefoneado a horas intempestivas.

—¿Amigos? —Villem dirigió una mirada de sometimiento a Stella—. ¿Viejos emigrados, beben té, juegan todo el día al ajedrez, hablan de política? ¿Hablan de sueños y delirios? Max, Mikhel no es mi amigo.

Habló apresuradamente, con impaciencia, en esa lengua extraña que era una sustituía tan mezquina de la propia. Pero Smiley hablaba como si tuviese todo el día por delante.

—Pero Vladi es tu amigo —objetó—. Antes de ser tu amigo, lo era de tu padre. Estuvieron juntos en París. Eran camaradas de armas. Vinieron juntos a Inglaterra.

Violentado por el peso de ese recuerdo, el cuerpo menudo de Villem se convirtió en una tormenta de gestos. Separó las manos, con las que trazó furiosos arcos; enarcó las cejas y su cabellera castaña se agitó.

—¡Seguro! Vladimir era amigo de mi padre. Su buen amigo. También padrino de Beckie, ¿de acuerdo? Pero no en política. Ya no —miró a Stella en busca de su aprobación—. Yo soy William Graven. Tengo un hogar inglés, una esposa inglesa, un nombre inglés. ¿De acuerdo?

—Y un trabajo inglés —agregó Stella suavemente, sin dejar de observarlo.

—¡Un buen trabajo! Max, ¿sabe cuánto gano? Compramos una casa, quizás un coche, ¿de acuerdo?

Algo en la conducta de Villem —quizá su verborrea o la energía de sus protestas— había llamado la atención de su esposa, ya que ahora ésta lo estudiaba tan atentamente como Smiley y sostenía distraídamente a la criatura, casi sin interés.

—William, ¿cuándo lo viste por última vez? —preguntó Smiley.

—¿A quién, Max? ¿Ver a quién? No le entiendo, por favor.

—Díselo, Bill —ordenó Stella a su marido, sin dejar de mirarle ni un instante.

—¿Cuándo viste por última vez a Vladimir? —repitió Smiley pacientemente.

—Hace mucho tiempo, Max.

—¿Semanas?

—Claro, semanas.

—¿Meses?

—Meses. ¡Seis meses! ¡Siete! En el bautizo. Fue padrino, hacemos una fiesta. Pero nada de política.

Los silencios de Smiley habían dado por resultado una incómoda tensión.

—¿Y desde entonces no lo has visto? —preguntó por último.

—No.

Smiley se volvió hacia Stella, cuya mirada seguía fija en su marido.

—¿A qué hora regresó William ayer?

—Temprano —repuso ella.

—¿Es posible que a las diez de la mañana?

—Es posible. Yo no estaba en casa. Fui a visitar a mi madre.

—Ayer Vladimir vino aquí en taxi —explicó Smiley dirigiéndose a Stella—. Creo que vio a William —nadie le ayudó: ni Smiley ni su esposa. Hasta la criatura se quedó quieta—. Mientras venía hacia aquí, compró un juguete. El taxi le esperó una hora en la calle y volvió a llevarlo a Paddington, donde vive —agregó Smiley y tuvo buen cuidado de hablar en presente.

Finalmente Villem recuperó el habla:

—¡Vladi es de Beckie el padrino! —protestó gesticulando otra vez, a medida que su inglés amenazaba con abandonarle por completo—. A Stella no le gusta, así que debe venir aquí como un ladrón, ¿de acuerdo? Trae a mi Beckie un juguete, ¿de acuerdo? ¿Ya es un delito, Max? ¿Es una ley, un viejo no puede llevar juguetes a su ahijada? —ni Smiley ni Stella abrieron la boca. Ambos esperaban el mismo derrumbamiento inevitable—. ¡Max, Vladi es viejo! ¿Quién sabe cuándo ve de nuevo a su Beckie? ¡Es amigo de la familia!

—De esta familia, no —intervino Stella—. Ya no.

—¡Era amigo de mi padre! ¡Camaradas! En París luchan juntos contra el bolchevismo. Por eso trae a Beckie un juguete. ¿Por qué no, por favor? ¿Por qué no, Max?

—Dijiste que tú habías comprado el maldito juguete —le reprochó Stella. Se llevó una mano al pecho y se cerró un botón como si quisiera apartarse de William.

Villem se volvió hacia Smiley y apeló a él:

—A Stella no le gusta el viejo, ¿de acuerdo? Tiene miedo de que haga más política con él, ¿de acuerdo? Por eso no se lo cuento a Stella. Va a ver a su madre al hospital de Staines y mientras está afuera, Vladi hace una corta visita para ver a Beckie, saludarla, ¿por qué no? —desesperado, se levantó de un salto y agitó los brazos en una exagerada protesta—: ¡Stella, escúchame! ¿Así que Vladi no vuelve a casa anoche? ¡Por favor, lo siento tanto! Pero no es culpa mía, ¿verdad? ¡Max! ¡Ese Vladi es un viejo! Solitario. Quizá por una vez encuentra a una mujer. ¿De acuerdo? Aunque no puede hacer mucho con ella, le agrada su compañía. ¡Creo que ser famoso por esto! ¿De acuerdo? ¿Por qué no?

—¿Y anteayer? —preguntó Smiley después de una eternidad. Como al parecer Villem no comprendía, Smiley volvió a plantear la cuestión—: Ayer viste a Vladimir. Vino en taxi y trajo un pato de madera, de color amarillo y con ruedas, para Beckie.

—Seguro.

—Muy bien. Pero anteayer… sin hablar de ayer… ¿cuándo lo viste por última vez?

Algunas preguntas son aventuradas, algunas son instintivas y otras —como ésta— se basan en una comprensión prematura que es más que instintiva pero no llega al conocimiento.

Villem se limpió los labios con el dorso de la mano.

—El lunes —respondió con pesar—. Lo veo el lunes. Me llama y nos encontramos. Seguro.

—Oh William —susurró Stella y abrazó a la niña, como a un soldadito, mientras observaba la alfombra de esparto con la esperanza de ordenar sus sentimientos.

Empezó a sonar el teléfono. Como un niño enfurecido, Villem saltó hasta él, lo descolgó y colgó violentamente, tiró el aparato al suelo y lo pateó. Luego se sentó.

Stella se volvió hacia Smiley.

—Quiero que se vaya —dijo—. Quiero que salga de aquí y que no vuelva más. Por favor, Max. Ahora mismo.

Durante un rato, Smiley pareció considerar seriamente ese ruego. Observó a Villem con afecto familiar y luego a Stella. Luego buscó algo en el bolsillo interior del gabán, retiró un ejemplar doblado de la primera edición del Evening Standard y se lo entregó a Stella más que a Villem, en parte por la barrera lingüística y en parte porque sospechaba que Villem sufriría un colapso.

—William, me temo que Vladi ha desaparecido para siempre —declaró con un tono de sencillo pesar—. Lo dicen los periódicos. Lo han matado de un tiro. La policía querrá hacerte preguntas. Tengo que saber qué ha ocurrido y decirte cómo has de responderlas.

En ese momento Villem dijo algo desesperado en ruso y Stella, conmovida por su tono aunque no por sus palabras, dejó a una de las criaturas para consolar a la otra y hubiese dado lo mismo que Smiley no estuviese presente. Éste permaneció aislado un rato y pensó en el negativo de Vladimir —indescifrable hasta que lo positivara— que descansaba en la caja del Hotel Savoy, junto con la carta anónima enviada desde París con respecto a la cual nada podía hacer. Pensó en la segunda prueba, se preguntó qué sería, cómo la había transportado el viejo y supuso que la llevaba en la cartera. Pero sabía que nunca lo sabría.

Villem se comportaba valientemente, como si ya estuviese en el funeral de Vladimir. Stella permanecía a su lado, con una mano en la de él. La pequeña Beckie se había echado en el suelo y dormía. A veces, mientras Villem hablaba, las lágrimas caían espontáneamente por sus pálidas mejillas.

—Por los demás, no doy nada —dijo Villem—. Por Vladi, todo. Quiero a ese hombre —empezó de nuevo—: Después de la muerte de mi padre, Vladi se convierte en padre para mí. A veces hasta le digo «mi padre». No tío sino padre.

—Quizá podríamos empezar por el lunes —propuso Smiley—. Por el primer encuentro.

Vladi había telefoneado, explicó Villem. Era la primera vez que tenía noticias de él o de cualquier miembro del grupo desde hacía meses. Vladi había telefoneado a Villem inesperadamente al depósito, mientras éste aseguraba su carga y controlaba los documentos de transbordo en la oficina antes de salir para Dover. Ése era el acuerdo. Villem explicó que eso era lo que habían acordado con el grupo. Él estaba fuera, más o menos como todos los demás, pero si alguna vez lo necesitaban con urgencia, el lunes por la mañana en el depósito. No en casa, debido a Stella. Vladi era el padrino de Beckie y, como tal, podía telefonear en cualquier momento a la casa. Pero por negocios, no. Nunca.

—Digo: «¡Vladi! ¿Qué quieres? Escucha, ¿cómo estás?».

Vladimir estaba en una cabina telefónica calle abajo. Quería que conversaran personalmente y en ese mismo momento. Saltándose las normas de la empresa, Villem lo recogió en el cruce y Vladimir hizo con él la mitad del camino a Dover. «Negro», dijo Villem… es decir, «ilegalmente». El viejo llevaba una cesta llena de naranjas, pero Villem no había estado de humor para preguntarle por qué llevaba tantos kilos de fruta. Al principio, Vladimir habló de París, del padre de Villem y de las grandes luchas que habían compartido; después se refirió a un pequeño favor que Villem podía hacerle. Un pequeño favor en nombre de los viejos tiempos. En nombre del difunto padre de Villem, al que Vladimir tanto había querido. En nombre del grupo, del que otrora el padre de Villem fuera un gran héroe.

—Le digo: «Vladi, ese pequeño favor es imposible para mí. ¡Se lo prometo a Stella: es imposible!».

La mano de Stella se apartó de la de su marido y se sentó sola, dividida entre el deseo de consolarle por la muerte del viejo y el dolor que sentía porque él hubiese faltado a su promesa.

Sólo un pequeño favor, había insistido Vladimir. Pequeño, nada de problemas ni de riesgos, pero resultaría muy útil para la causa: también era el deber de Villem. Después Vladi hizo aparecer las instantáneas que había tomado durante el bautizo de Beckie. Estaban en un sobre amarillo de Kodak, las copias a un lado y los negativos con el celofán protector del otro y la etiqueta azul de la tienda donde fueron reveladas aparecía sujeta con una grapa en la parte exterior del sobre, todo muy inocente.

Las miraron un rato hasta que Vladimir agregó repentinamente: «Villem, es por Beckie. Lo que hacemos es por el futuro de Beckie».

Al oír a Villem repetir esa explicación, Stella apretó los puños y cuando levantó nuevamente la mirada, se la veía decidida y, por algún motivo, mucho más vieja, con islas de minúsculas arrugas alrededor de los ojos.

Villem prosiguió el relato:

—Entonces Vladimir me dice. «Villem, todos los lunes vas a Hannover y a Hamburgo y vuelves el viernes. Por favor, ¿cuánto tiempo te quedas en Hamburgo?».

Villem le había explicado que lo menos posible, pero que todo dependía de cuánto tardaba en descargar, de si entregaba la carga a la gente o al consignatario, de la hora de llegada y de la cantidad de horas que ya figuraban en su hoja de servicios. Hubo más preguntas de ese tipo, preguntas que Villem mencionó en ese momento, la mayoría triviales —dónde dormía y dónde comía durante el viaje— y Smiley comprendió que el viejo, de un modo monstruoso, hacía lo que él mismo habría hecho: arrinconaba a Villem mediante las palabras, le hacía responder como preludio para hacerle obedecer. Sólo después Vladimir explicó a Villem, haciendo uso de toda su autoridad militar y familiar lo que quería que hiciese.

—Me dice: «Villem, lleva estas naranjas a Hamburgo en mi nombre. Lleva esta cesta». «¿Para qué?», le preguntó. «General, ¿para qué llevo esta cesta?». Entonces me da cincuenta libras. «Para emergencias», me dice. «Aquí hay cincuenta libras para emergencias». Le preguntó: «¿Pero por qué llevo esta cesta? General, ¿qué emergencia se tiene en cuenta en este caso?».

A continuación Vladimir dio instrucciones a Villem, instrucciones que incluían recursos y contingencias —incluso, si era necesario, quedarse una noche más usando esas cincuenta libras—; Smiley reparó en que el viejo había insistido en las Reglas de Moscú, tal como había hecho con Mostyn, y en que aquello era demasiado, como de costumbre… Cuanto más envejecía, más se había enredado el viejo en la trama de sus propias conspiraciones. Villem debía dejar el sobre amarillo de Kodak con las fotos de Beckie encima de las naranjas, debía ir hasta la parte delantera del salón… cosas que, a su debido tiempo, había hecho, explicó Villem… y el sobre era la contraseña, y la señal de que se había cumplido sería una marca de tiza, «amarilla como el sobre, pues ésa es la tradición de nuestro grupo», agregó Villem.

—¿Y la señal de seguridad? —inquirió Smiley—. ¿La señal que significa «no me siguen»?

—Un diario de Hamburgo del día anterior —respondió Villem de prisa, aunque confesó que había tenido una pequeña diferencia con Vladimir, a pesar del respeto que le debía como jefe, como general y como amigo de su padre—. Me dice: «Villem, lleva ese periódico en el bolsillo». Pero le digo: «Vladi, por favor, mírame, llevo un traje de gimnasia que no tiene bolsillos». Entonces dice: «Villem, entonces lleva el diario bajo el brazo».

—Bill —suspiró Stella en una especie de temor reverencial—. Oh, Bill, eres un imbécil —se volvió hacia Smiley—. Es decir, ¿por qué no lo enviaron por el maldito correo, sea lo que fuere, y así quedaba resuelto?

Porque era un negativo y sólo los negativos son aceptables bajo las Reglas de Moscú. Porque al general le aterraba la traición, pensó Smiley. El viejo la presentía en todas partes, en todos los que le rodeaban. Si la muerte es el juez definitivo, él tenía razón.

—¿Y funcionó? —preguntó por último Smiley a Villem con delicadeza—. ¿La entrega salió bien?

—¡Seguro! Salió bien —respondió Villem con entusiasmo y miró a Stella provocativamente.

—¿Tienes idea, por ejemplo, de quién pudo ser tu contacto en ese encuentro?

Después de muchas vacilaciones y de muchas presiones, algunas por parte de Stella, Villem respondió a esa pregunta: se refirió al rostro chupado que había parecido tan desesperado y que le había recordado a su padre; a la mirada de advertencia, que era real o él lo había imaginado a causa de su agitación. Dijo que a veces, cuando veía fútbol por televisión —lo cual le gustaba mucho—, la cámara captaba el rostro o la expresión de alguien y quedaba grabada en su memoria durante el resto del partido, aunque no la volviese a ver más… y que la cara del hombre del vapor era precisamente de ese tipo. Describió los rizos revueltos y, con las puntas de los dedos, trazó suavemente surcos profundos en sus mejillas sin marcas. Describió la pequeña estatura del hombre e incluso su atractivo sexual… Villem dijo que se notaba. Describió su propia sensación de haber sido advertido por el hombre, advertido de que debía hacerse cargo de algo precioso. ¡Él mismo tendría ese aspecto —le dijo a Stella con un repentino comentario de tragedia imaginaria— si hubiese otra guerra, otros combates y tuviese que entregar a Beckie a un desconocido para que la cuidase! Ése fue al detonador que provocó más lágrimas, nuevas reconciliaciones y más lamentos por la muerte del viejo, a lo que la siguiente pregunta de Smiley contribuyó inevitablemente.

—De modo que trajiste de regreso el sobre amarillo y ayer, cuando el general vino con un pato para Beckie, se lo entregaste —sugirió con tanta suavidad como pudo, pero transcurrió un buen rato antes de que obtuviera un relato liso y llano de los hechos.

Villem explicó que los viernes, antes de volver a su casa tenía la costumbre de dormir algunas horas en el depósito, en la cabina del camión, afeitarse después y tomar una taza de té con los compañeros a fin de llegar tranquilo, en lugar de nervioso y de mal humor, a su hogar. Explicó que era un truco que le habían enseñado los más veteranos: nada de volver corriendo a casa, pues a la larga te arrepentías. Pero el día anterior fue distinto y, además —súbitamente convirtió los nombres en monosílabos—, Stell había llevado a Beck a Staines para visitar a su ma. De modo que, por una vez, volvió directamente a casa, telefoneó a Vladimir y le transmitió la palabra en código que habían acordado de antemano.

—¿Adónde le telefoneaste? —le interrumpió Smiley para preguntárselo.

—Al apartamento. Me dijo: «Telefonéame únicamente al apartamento. Nunca a la biblioteca. Mikhel es un buen hombre, pero no está informado».

Poco rato después —ya no sabía cuánto tiempo había transcurrido—, Vladimir había llegado a la casa en minitaxi, algo que nunca antes había hecho, con el pato para Beck, prosiguió Villem. Le entregó el sobre amarillo con las fotos y Vladimir las acercó a la ventana y lentamente, «como si fuesen algo sagrado de una iglesia, Max», dándole la espalda, observó los negativos al trasluz hasta que evidentemente encontró el que buscaba y después siguió mirándolo largo rato.

—¿Sólo uno? —preguntó Smiley de prisa, ya que volvía a pensar en las dos pruebas—. ¿Un negativo?

—Seguro.

—¿Una foto o un rollo?

Foto. Villem estaba seguro. Una pequeña foto. Sí, de treinta y cinco milímetros, como las de su Agfa automática. No, Villem no había logrado ver lo que contenían, si se trataba de algo escrito o de otra cosa. Había visto a Vladimir observándolo, eso era todo.

—Max, Vladi estaba rojo. Con el rostro desencajado, con los ojos brillantes. Era un hombre envejecido.

—Durante el viaje —dijo Smiley e interrumpió el relato de Villem para hacer una pregunta crucial—, mientras regresabas de Hamburgo, ¿no se te ocurrió mirar?

—Era secreto, Max. Era secreto militar. Smiley miró a Stella.

—No lo haría —dijo ella respondiendo a su pregunta no formulada—. Es demasiado honrado.

Smiley lo creyó.

Villem prosiguió el relato. Después de guardar el sobre amarillo en el bolsillo, Vladimir lo llevó al jardín y le dio las gracias, apretó la mano de Villem entre las suyas y le dijo que lo que había hecho era extraordinario, lo mejor; que era hijo de su padre, mejor soldado aún que su padre… de la mejor estirpe estonia, sereno, consciente y digno de toda confianza; que con esa fotografía podrían pagar muchas deudas y hacer un daño considerable a los bolcheviques; que la foto era una prueba, una prueba imposible de ignorar. Pero no dijo qué era lo que probaría… sólo que Max la vería, creería y recordaría. Villem no sabía por qué habían salido al jardín, pero supuso que el viejo, dominado por una gran agitación, temía que hubiese micrófonos, ya que hablaba mucho sobre la seguridad.

—Voy con él hasta la puerta pero no hasta el taxi. Me dice que no debo ir con él hasta el taxi. «Villem, soy un viejo», me dice. Hablamos en ruso. «La semana que viene podría morir. ¿A quién le preocupa? Hoy hemos ganado una gran batalla. Max se sentirá muy orgulloso de nosotros» —sorprendido por lo acertado de las últimas palabras que el general le había dicho, Villem volvió a ponerse violentamente de pie, con los ojos pardos encendidos—. ¡Fueron soviéticos! —gritó—. ¡Fueron espías soviéticos, Max, ellos matan a Vladimir! ¡Él sabe demasiado!

—Y tú también —opinó Stella, después de lo cual se produjo un prolongado e incómodo silencio—. Igual que todos —agregó y miró a Smiley.

—¿Fue todo lo que dijo? —preguntó Smiley—. ¿No dijo nada más, por ejemplo, con respecto al valor de lo que habías hecho? ¿Sólo que Max lo creería?

Villem movió la cabeza afirmativamente.

—Por ejemplo, ¿no dijo si había otras pruebas?

Nada, dijo Villem, nada más.

—¿No mencionó cómo se había comunicado con Hamburgo y de qué modo lo había organizado todo? ¿Dijo si había involucrados otros miembros del grupo? Por favor piénsalo.

Villem reflexionó, sin éxito.

—William, además de mí, ¿a quién le has contado esto? —preguntó Smiley.

—¡A nadie! ¡Max, a nadie!

—No ha tenido tiempo —intervino Stella.

—¡A nadie! Durante el viaje duermo en la cabina, ahorro diez libras por dietas nocturnas. ¡Compramos casa con ese dinero! En Hamburgo no se lo digo a nadie. ¡En el depósito, a nadie!

—¿Se lo había contado Vladimir a alguien… es decir, a alguien que tú conozcas?

—A nadie del grupo, sólo a Mikhel, porque era necesario, pero ni siquiera a Mikhel se lo contó todo. Le pregunté: «Vladimir, ¿quién sabe que hago esto por ti?». «Sólo Mikhel, pero muy poco». «Mikhel me presta dinero y la fotocopiadora y es mi amigo. Pero ni siquiera podemos confiar en los amigos. Villem, no temo a los enemigos, pero me dan mucho miedo los amigos».

Smiley se dirigió a Stella:

—Si viene la policía… —dijo—, si aparecen, sólo estarán enterados de que Vladimir estuvo ayer aquí. Lo sabrán por el taxista, igual que yo.

Ella le observaba con sus ojos grandes y perspicaces.

—¿Y…? —preguntó.

—No les cuentes lo demás. Saben todo lo que necesitan. Cualquier otra cosa podría ser un estorbo para ellos.

—¿Para ellos o para usted? —inquirió Stella.

—Vladimir vino ayer para visitar a Beckie y traerle un regalo. Esa es la historia de cobertura, tal como la contó William por primera vez. No sabía que habías llevado a la niña a ver a tu madre. Vladimir encontró a William aquí, charlaron de los viejos tiempos y pasearon por el jardín. No podía quedarse demasiado rato porque el taxi le esperaba, de modo que se marchó sin verte a ti ni a su ahijada. Eso es todo.

—¿Estuvo usted aquí? —Stella seguía mirándolo.

—Si preguntan por mí, sí. Vine hoy y os comuniqué la mala noticia. A la policía no le interesa que Villem perteneciera al grupo. Sólo les preocupa el presente —en ese momento Smiley se dirigió a Villem—: Dime, ¿trajiste algo más para Vladimir? Quiero decir, algo además de lo que había en el sobre. ¿Quizás un regalo? ¿Algo que le gustaba y no podía comprar?

Villem se concentró en la pregunta y súbitamente respondió a gritos:

—¡Cigarrillos! En el vapor, le compro cigarrillos franceses de regalo. Gauloises, Max. ¡Le gustan tanto! «Villem, Gauloises Caporal, con filtro». ¡Seguro!

—¿Y las cincuenta libras que le había pedido prestadas a Mikhel? —insistió Smiley.

—Las devuelvo, por supuesto.

—¿Todas? —quiso saber Smiley.

—Todas. Los cigarrillos son un regalo. Max, quiero a ese hombre.

Stella le acompañó hasta la puerta. Allí, Smiley la cogió delicadamente del brazo y la guió algunos pasos por el jardín, fuera del alcance del oído de su marido.

—Usted está atrasado de noticias —le dijo ella—. Sea lo que fuere lo que está haciendo, tarde o temprano unos u otros tendrán que ponerle fin. Usted es como el grupo.

—Tranquilízate y escucha —pidió Smiley—. ¿Me estás oyendo?

—Sí.

—William no debe hablar con nadie acerca de esto. ¿Con quién le gusta charlar en el depósito?

—Con todo el mundo.

—Bueno, haz lo que puedas. Además de Mikhel, ¿telefoneó alguien más? ¿Hubo quizá una llamada equivocada? ¿Sonó el teléfono y luego se cortó? —Stella pensó y meneó la cabeza negativamente—. ¿Llamó alguien a la puerta? ¿Un vendedor, un encuestador, un evangelista? ¿Algún proselitista en busca de votos? ¿Nadie? ¿Estás segura?

Mientras le miraba, los ojos de Stella parecieron reconocerle y apreciarle realmente. Pero volvió a menear negativamente la cabeza, negándole la complicidad que le pedía.

—Manténgase al margen, Max. Todos ustedes. Ocurra lo que ocurra y por muy malo que sea. Él ha crecido. Ya no necesita consejero.

Stella le vio partir, quizá para cerciorarse de que realmente se iba. Durante un rato, mientras Smiley conducía la idea del negativo de Vladimir protegido en la caja lo consumió como dinero oculto: ¿estaría todavía a salvo? ¿Debía examinarlo o cambiarlo de lugar, ya que había cruzado las fronteras al precio de una vida? Pero al acercarse al río cambió de idea y de propósitos. Evitó Chelsea y se mezcló con el tráfico del sábado que se dirigía al norte y que se componía, principalmente, de familias jóvenes con coches viejos. Y de una conocida moto con sidecar negro, que fue pisándole fielmente los talones hasta Bloomsbury.