20

George Smiley dedicó las semanas posteriores a su encuentro con Enderby a las múltiples tareas de los preparativos. Su estado de ánimo era complejo y voluble: no estaba en paz. A pesar del estímulo constante de su determinación, como individuo se sentía inseguro. Cazador, amante aislado, solitario en busca de gratificación, jugador astuto del Gran Juego, vengador, escéptico en pos de una confianza renovada, Smiley era, alternativamente, cada uno de estos personajes y, en ocasiones, más de uno a la vez. Entre los que más tarde lo recordarían —el viejo Mendel, policía retirado y uno de sus pocos confidentes; la señora Gray, patrona de la humilde pensión para caballeros de Pimlico, que por razones de seguridad él convirtió en cuartel general provisional; o Toby Esterhase, alias Benati, famoso comerciante en arte árabe—, la mayoría se refirió a una siniestra dedicación, a un sosiego, a una economía de expresiones y de miradas que cada uno describió según su propia posición en la vida y de acuerdo con los conocimientos que de él tenían.

Mendel, un hombre rigurosamente observador que caminaba a grandes zancadas y criaba abejas, declaró con sinceridad que George medía sus pasos ante la inminencia del gran combate. En sus años mozos, Mendel había subido al cuadrilátero de los aficionados, boxeado como peso medio para la División; afirmaba que era capaz de reconocer las señales de la víspera del combate: cierta sobriedad, una esclarecedora soledad y lo que denominaba una mirada fija, demostraban que Smiley «pensaba en sus manos». Al parecer Mendel le recibió algunas veces y le invitó a comer. Como era un hombre muy perspicaz, Mendel reparó en las demás facetas: en la perplejidad, encubierta a menudo como inhibición social; en su costumbre de largarse mediante una excusa poco convincente, como si repentinamente el hecho de permanecer quieto le pesara demasiado, como si necesitara la acción para escapar de sí mismo.

Para la señora Gray, su patrona, Smiley estaba, lisa y llanamente, afligido. Nada sabía acerca de él como persona, salvo el hecho de que se llamaba Lorimer y que era bibliotecario jubilado. Comentó con los otros huéspedes que se daba cuenta de que él había sufrido una pérdida, motivo por el cual había abandonado el trabajo, salía mucho pero siempre solo y dormía con la luz encendida. Agregó que le recordaba a su padre «después de la muerte de mamá». Evidentemente, la señora Gray fue muy aguda en sus percepciones, ya que durante ese intervalo de calma las consecuencias de las dos muertes violentas pesaron mucho en Smiley aun que en modo alguno significaron un freno. También acertó cuando dijo que lo consideraba un hombre dividido y que cambiaba constantemente de idea con respecto a cosas intrascendentes; al igual que a Ostrakova, a Smiley le resultaba cada vez más difícil tomar decisiones vitales de menor importancia.

Toby Esterhase, rebosante de entusiasmo por estar de nuevo en actividad, emitió un juicio con más conocimiento de causa, ya que tuvo muchos más tratos con él. La perspectiva de jugar con Karla «en la gran mesa», como insistía en describir la situación, convirtió a Toby en un hombre nuevo. Sin duda alguna, el señor Benati se había vuelto internacional. Durante dos semanas recorrió los caminos apartados de las ciudades más sórdidas de Europa y reunió a su estrafalario ejército de especialistas descartados: los artistas de la acera, los ladrones de sonido, los conductores y los fotógrafos. Estuviera donde estuviese, todos los días telefoneó a Smiley a diversas cabinas de los alrededores de la pensión con el fin de comunicarle, mediante un código de palabras previamente establecido, sus progresos. Si Toby estaba de paso en Londres, Smiley se trasladaba en coche hasta un hotel del aeropuerto y recibía la información en una de las habitaciones que ahora le resultaban conocidas. Toby declaró que George estaba haciendo una Flucht nach vorn, expresión que nadie ha logrado traducir. Literalmente significa «escapada hacia adelante» y sin duda entraña desesperación, pero también una debilidad a las espaldas, si no un auténtico quemar las naves. Toby era incapaz de describir en qué consistía dicha debilidad. Decía: «Escucha, George siempre tuvo tendencia a magullarse, ¿entiendes lo que quiero decir? Ves muchas cosas… y a la larga te duelen mucho los ojos. Quizá George vio demasiado». Acuñó una expresión que ocupó un modesto lugar en las mitologías del Circus: «George tiene demasiadas cabezas bajo el sombrero».

Por otro lado, Toby no tenía la menor duda con respecto a la aptitud de Smiley para el mando. «Meticuloso en extremo», declaró con respeto, a pesar de que el extremo incluía controlar los fondos de Toby hasta el último Rappen suizo, disciplina que aceptó con triste elegancia. Toby afirmó que George estaba nervioso, como todos los demás, y que su nerviosismo estalló naturalmente cuando él empezó a concentrar los equipos en pares y en tríos, en Berna —la ciudad blanco—, y cuando con suma cautela dieron los primeros pasos hacia la víctima. «Se ha vuelto demasiado minucioso —se quejó Toby—. Actúa como si deseara estar en la calle con nosotros. Como responsable de casos, le resulta difícil delegar en nadie, ¿me entiendes?».

Después de reunir a todos los equipos, darles las explicaciones e informarlos, Smiley insistió desde su base londinense en que se tomaran tres días de inactividad efectiva para que todos le «tomasen el ritmo a la ciudad», compraran ropa, utilizaran los medios de transporte y pusieran a prueba los sistemas de comunicación. «Es una cortina de encaje hasta las últimas consecuencias, Toby», repetía preocupado. «Karla se sentirá mucho más seguro por cada semana que transcurra sin que ocurra nada. Pero bastará con asustar una vez a la presa para que el pánico se apodere de Karla y nosotros estemos perdidos». Después del primer desplazamiento operativo, Smiley hizo que Toby se trasladara a Inglaterra para que le diese noticias una vez más: «¿Estás seguro de que no hubo contacto ocular? ¿Has hecho todas las modificaciones? ¿Necesitas más coches, más personas?». Según contó Toby, a continuación tuvo que repetir la maniobra entera una vez más, con la ayuda de mapas de calles y de fotografías de la casa blanco, para explicarle dónde estaban colocados exactamente los puestos estáticos y de dónde se había retirado de prisa un equipo para dejar lugar al siguiente. «Espera a conocer sus pautas —le dijo Smiley cuando se separaron—. Iré cuando conozcas sus pautas de conducta, no antes».

Toby asegura que George se tomó todo el tiempo necesario, sin lugar a dudas.

Desde luego, no existe la menor memoria oficial sobre las visitas de Smiley al Circus durante ese difícil período. Entraba allí como si fuese el fantasma de sí mismo y flotaba como un ser invisible por los conocidos pasillos. Por sugerencia de Enderby, llegaba a las seis y cuarto de la tarde, poco después de la salida del turno diurno y antes de que el personal nocturno alcanzara el ritmo acostumbrado. Esperaba toparse con barreras y tuvo escrúpulos ante la idea de que conserjes que conocía desde hacía veinte años telefonearan al quinto piso para que les dieran el visto bueno. Pero Enderby había organizado las cosas de otro modo y cuando Smiley se presentó sin pase en el mostrador de chapa de madera dura, un muchacho al que nunca había visto le indicó indiferentemente que subiera al ascensor abierto. Desde allí se dirigió hasta el sótano sin que nadie le diera el alto. Bajó y lo primero que vio fue el tablero del club de asistencia social y los mismos anuncios de su época repetidos palabra por palabra: se regalaban gatitos a un buen hogar; el viernes, en la cantina, el grupo de teatro del personal subalterno leería The Admirable Crichton, mal escrito. El mismo campeonato de squash, con los jugadores inscritos con sus nombres de trabajo por razones de seguridad. Los mismos ventiladores que emitían su inquieto zumbido. Por tanto, cuando empujó la puerta de vidrio con tela de alambre del registro y olió a tinta tipográfica y a polvo de biblioteca, Smiley casi esperaba ver su figura rolliza inclinada sobre el escritorio de una esquina, bajo la luz de la lámpara de lectura cincelada y de color verde, tal como había estado a menudo en la época en que exploraba los desmanes traidores de Bill Haydon e intentaba, mediante un proceso lógico invertido, señalar las debilidades de la armadura del Centro de Moscú.

—Ah, he oído decir que ahora se dedica a escribir sobre nuestro glorioso pasado —tarareó indulgentemente la encargada nocturna del registro. Era una muchacha alta y de porte aristocrático, con el andar de Hilary: parecía balancearse incluso cuando estaba sentada. Colocó sobre el mostrador un viejo archivador de metal—. Se lo envió el quinto piso, con todo cariño —explicó—. Grite si quiere que le traiga algo. ¿De acuerdo?

En la etiqueta colgada del asa se leía: «Cosas notables y dignas de recuerdo». Smiley levantó la tapa y vio una pila de viejos expedientes de color de ante, atados con una cinta verde. Desató delicadamente la cinta, abrió la tapa del primer tomo y se encontró con que la desdibujada foto de Karla le observaba fijamente, como un cadáver desde la oscuridad del féretro. Smiley leyó toda la noche y apenas se movió. Se hundió en su propio pasado tanto como en el de Karla y por un momento tuvo la impresión de que una vida sólo era complemento de la otra, que ambas eran causas de la misma enfermedad incurable. Se preguntó, como había hecho anteriormente tantas veces, qué habría sido su vida si hubiese vivido la infancia de Karla, si hubiese ardido en los mismos hornos de rebelión revolucionaria. Lo intentó pero, al igual que antes, no logró resistir su fascinación por la magnitud misma del sufrimiento ruso, su intensidad, su heroísmo. En comparación se sintió pequeño y blando, aunque consideraba que en su vida el dolor no había estado ausente. Cuando llegó el fin del turno de la noche, Smiley seguía allí, con la mirada fija en las páginas amarillentas, «como un caballo, que duerme de pie», comentó la encargada nocturna, que asistía a reuniones deportivas. Cuando le quitó los expedientes para devolverlos al quinto piso, él siguió con la mirada fija hasta que ella le sacudió suavemente el brazo.

Fue dos noches más, luego desapareció y regresó una semana después sin dar explicaciones. Cuando acabó con Karla, estudió los expedientes de Kirov, de Mikhel, de Villem y del Grupo de Riga en general, aunque sólo fuese para tener, retrospectivamente, una sólida comprensión documental sobre todo lo que había oído y recordado acerca de la historia Leipzig-Kirov. Pues había otra faceta de Smiley —llámesela pedante, llámesela erudita— para lo cual el expediente era la única verdad y todo lo demás una simple extravagancia hasta que se comparaba con el documento y se ajustaba a éste. Retiró los archivos sobre Otto Leipzig y sobre el general y, aunque sólo fuese como homenaje a sus memorias, agregó en cada uno una nota que explicaba serenamente las verdaderas circunstancias de sus muertes.

Finalmente, solicitó el expediente de Bill Haydon. Al principio hubo titubeos y el oficial de guardia del quinto piso, fuera quien fuese aquella noche, llamó a Enderby a una cena privada con miembros del gabinete para pedirle autorización. Es necesario consignar, en favor de Enderby, que éste se puso furioso:

—Santo cielo, hombre, él escribió el maldito informe, ¿no es así? Si George no puede leer sus propios informes, ¿quién demonios puede hacerlo?

En realidad, Smiley ni siquiera lo leyó entonces, informó el encargado, que llevaba una lista secreta de todo lo que retiraba. Fue más bien un hojear ociosamente, explicó la joven del Registro y describió un movimiento lento y especulativo de las páginas, «como alguien que busca una foto que ha visto y no logra volver a encontrarla». Smiley sólo utilizó el expediente alrededor de una hora y lo devolvió con unas amables palabras de agradecimiento. Ya no volvió, pero los conserjes cuentan que esa misma noche, después de las once, después de que Smiley ordenase sus papeles, limpiase el escritorio y tirase las pocas notas que había tomado en la papelera para desperdicios secretos, se le vio permanecer de pie durante largo rato en el patio trasero —un lugar tétrico, cubierto de azulejos blancos, con negros tubos de desagüe y hedor a gato— con la mirada fija en el edificio que se disponía a abandonar y en la luz que brillaba débilmente en el que había sido su escritorio del mismo modo que los viejos miran las casas donde nacieron, las escuelas donde estudiaron y las iglesias donde se casaron. Para sorpresa de todos, en Cambridge Circus —ya eran las once y media— Smiley cogió un taxi a Paddington y subió al coche cama que iba a Penzance, que sale poco después de medianoche. No había adquirido el billete con antelación ni lo solicitó por teléfono; no llevaba un maletín, ni siquiera una maquinilla de afeitar, pues por la mañana le pidió una prestada al mozo. Para ese momento, Sam Collins ya había reunido a un equipo mediocre de observadores, indudablemente un grupo de aficionados, que lo único que después pudieron decir fue que él hizo una llamada telefónica desde una cabina, pero no tuvieron tiempo de hacer nada.

—Un momento bastante extraño para tomarse unas vacaciones, ¿no? —comentó Enderby con tono petulante cuando le transmitieron la información, junto con las quejas del personal subalterno sobre horas extraordinarias, horas de viaje y subvenciones por trabajar en horarios especiales. Después recordó algo y agregó—. Ah, claro, ha ido a visitar a su diosa prostituta. ¿No tiene bastantes problemas ocupándose de Karla sin ayuda de nadie?

Ese episodio molestó a Enderby de un modo especial. Echó pestes todo el día e insultó a Sam Collins delante de todos. En su condición de ex diplomático, sentía un gran desprecio por las abstracciones, pese a que se refugiaba constantemente en ellas.

La casa estaba emplazada sobre una colina, en un bosquecillo de olmos desnudos que aún esperaban la llegada de la decadencia. Era una inmensa estructura de granito que se desmoronaba y contaba con una multitud de tejados de dos aguas que se arremolinaban como rasgadas tiendas de campaña de color negro por encima de las copas de los árboles. Unos terrenos con invernaderos destruidos conducían hasta la casa y debajo, en el valle, se veían cuadras derruidas y un huerto sin cultivar. Las colinas, de color oliva y peladas, otrora habían sido fortalezas. Ella las llamaba «el fortín de Harry en Cornualles». Entre las colinas se divisaba la línea del mar, que esa mañana aparecía de color pizarra bajo los amenazadores bancos de nubes. Un taxi le condujo por el camino lleno de baches, un vetusto Humber semejante a un coche del estado mayor en tiempos de guerra. Aquí es donde ella pasó la infancia, pensó Smiley, y donde adoptó la mía. La calzada estaba cubierta de hoyos y a ambos lados, como lápidas sepulcrales, se alzaban los tocones de los árboles talados. Seguramente ella está en la casa principal, pensó. La casita en la que habían compartido las vacaciones se erguía sobre el precipicio, pero cuando estaba sola se hospedaba en la casa, en la habitación que había ocupado cuando era niña. Smiley le dijo al taxista que no esperara y emprendió la marcha hacia la puerta principal, abriéndose paso ensimismado entre los charcos, con sus zapatos de andar por la ciudad. Ya no es mi mundo, pensó. Es el de ella, el de ellos. Sus ojos observadores recorrieron las numerosas ventanas de la fachada principal e intentaron vislumbrar su sombra. Ella me habría recogido en la estación pero confundió los horarios, pensó, concediéndole el beneficio de la duda. Pero su coche estaba a resguardo en las cuadras, cubierto todavía por la escarcha matinal; Smiley lo había visto mientras pagaba al taxista. Tocó el timbre y oyó los pasos de ella en las losas, pero fue la señora Tremedda quien le abrió la puerta y le hizo pasar a una de las salas… sala de fumar, sala para desayunar, sala, Smiley nunca las había distinguido. La chimenea de leños estaba encendida.

—Iré a buscarla —dijo la señora Tremedda.

Al menos no tengo que hablar de los comunistas para enloquecer a Harry, pensó Smiley mientras esperaba. Al menos no tengo que oír que todos los camareros chinos de Penzance están listos para cumplir la orden de envenenar a sus clientes, enviada desde Pekín. O que habría que poner contra el paredón a los malditos huelguistas y liquidarlos… por Dios, ¿dónde está su sentido del deber? O que Hitler pudo ser un canalla, pero tenía una idea acertada con respecto a los judíos. O alguna otra idea igualmente monstruosa y seriamente sostenida.

«Ella le ha dicho a su familia que no aparezca», pensó.

Percibía olor a miel entre el del humo de la madera y se preguntó, como hacía siempre, de dónde procedía. ¿De la cera para los muebles? ¿O acaso en un recoveco de las catacumbas había una sala para la miel, del mismo modo que existían una sala de caza, una sala de pesca, una sala de trastos y, por lo que sabía, una sala para hacer el amor? Buscó con la mirada el dibujo de Tiépolo —una escena de la vida veneciana— que solía estar encima de la chimenea. Lo han vendido, pensó. Cada vez que iba, la colección había perdido otra pieza. Todos intentaban saber en qué gastaba Harry el dinero… aunque, sin duda alguna, no lo dedicaba a mantener la casa.

Ella cruzó la estancia en dirección a él y Smiley se alegró de no ser quien caminaba, pues habría tropezado con algo. Tenía la boca seca y una especie de cactus en el estómago; no deseaba tenerla cerca, pero, de repente, la realidad de ella le resultó abrumadora. Se la veía hermosa y celta, como ocurría siempre allí, y al acercarse a él sus ojos pardos le observaron intentando percibir su estado de ánimo. Le besó en los labios, apoyó los dedos en su nuca para guiarlo y la sombra de Haydon cayó entre ambos como una espada.

—¿Se te ocurrió comprar un periódico de la mañana en la estación? —preguntó ella—. Harry ha vuelto a ordenar que no los envíen.

Le preguntó si había desayunado; Smiley mintió y respondió afirmativamente. Quizá podrían dar un largo paseo, sugirió ella, como si él fuese alguien que desease ver la finca. Le llevó hasta la sala de caza, donde buscaron un par de botas que le sirvieran. Había botas que brillaban como castañas y otras que parecían permanentemente húmedas. Desde la bahía, el sendero costero se bifurcaba en dos direcciones. Harry lo atravesaba periódicamente con barricadas de alambres de púas o colocaba anuncios en los que se leía: «PELIGRO MINAS TERRESTRES». Sostenía una lucha continua con el Ayuntamiento para que lo autorizaran a instalar un camping y, como le negaban el permiso, en ocasiones se enfurecía. Escogieron la ladera norte de la colina y el viento; ella le cogió del brazo para escucharle. La ladera norte era más ventosa, pero en la del sur había que ir en fila india entre las aulagas.

—Me iré por un tiempo, Ann —dijo Smiley e intentó pronunciar su nombre con naturalidad—. No quería decírtelo por teléfono —utilizó su voz de tiempos de guerra y se sintió como un idiota al oírse. Debió decir: «Me voy a chantajear a un amante».

—¿Te vas a algún lugar en particular o simplemente te alejas de mí?

—Tengo que hacer un trabajo en el extranjero —repuso, tratando todavía de eludir su papel de piloto galante, pero no lo logró—. Me parece mejor que no vayas a Bywater Street mientras esté afuera.

Ella había entrelazado sus dedos con los de él y estaba acostumbrada a hacer esas cosas, sabía tratar naturalmente a las personas, a todas las personas. Más abajo, en la hendidura entre las rocas, rompieron las olas formando frenéticas figuras de agitada espuma.

—¿Y has venido hasta aquí sólo para decirme que la casa es inaccesible? —inquirió Ann. Smiley no respondió—. Déjame plantearlo de otro modo —propuso ella después de un rato—. Si Bywater Street hubiese sido accesible, ¿me habrías sugerido que fuera? ¿O acaso intentas decirme que es inaccesible para siempre?

Ann se detuvo, le miró, le apartó e intentó adivinar su respuesta. Susurró «por Dios» y Smiley vio la duda, el orgullo y las esperanzas mezclados en su rostro y se preguntó qué veía ella en el suyo, pues él mismo ignoraba qué sentía, salvo el hecho de que no pertenecía a ningún lugar próximo a ella, a ningún lugar cercano a ese sitio; ella era como una muchacha en una isla flotante que se alejaba rápidamente de él, rodeada por la sombra de todos sus amantes. Él la amaba, le era indiferente y la observaba con maldita objetividad, pero ella le abandonaba. Si no me conozco a mí mismo, pensó, ¿cómo puedo decir quién eres tú? Vio las arrugas que la edad, el sufrimiento y los esfuerzos de la vida compartida habían dejado en ella. Ann era todo lo que él quería, no era nada, le recordaba a alguien que había conocido hacía mucho tiempo; ella le resultaba lejana, Smiley la conocía profundamente. Vio la seriedad de su rostro y durante unos instantes se preguntó si alguna vez la habría tomado por profundidad, unos momentos después, despreció la dependencia de Ann con él y sólo deseó verse libre de ella. Deseó gritar «regresa», pero no lo hizo; ni siquiera extendió una mano para evitar que ella resbalara.

—Solías decirme que nunca dejara de mirar —dijo Smiley. La afirmación comenzó como el prefacio de una pregunta que no tuvo lugar.

Ann aguardó y luego afirmó:

—George, soy una cómica. Necesito a un hombre recto. Te necesito.

Pero él la veía como si se encontrara a gran distancia.

—Se trata del trabajo —explicó.

—No puedo vivir con ellos. No puedo vivir sin ellos —Smiley supuso que volvía a referirse a sus amantes—. Hay algo peor que el cambio: el statu quo. Detesto elegir. Te quiero. ¿Comprendes? —se produjo un silencio cuando él debió de decir algo. No confiaba en él, pero se apoyó en él mientras lloraba, pues las lágrimas la habían dejado sin fuerza—. George, nunca comprendiste cuan libre eras —la oyó decir—. Tuve que ser libre por los dos —Ann pareció comprender el disparate que acababa de decir y se echó a reír.

Le soltó el brazo y siguieron andando, mientras ella intentaba rectificar el curso de la nave haciendo preguntas sencillas. Él respondió que semanas, quizá más tiempo. Dijo «en un hotel», pero no mencionó en qué ciudad ni de qué país. Ann volvió a mirarlo, súbitamente empapada en lágrimas, peor que antes, pero Smiley no se conmovió tanto como deseaba.

—George, te aseguro que eso es todo lo que hay —afirmó y se detuvo para dar fuerza a su súplica—. El encanto se ha perdido, tanto en tu mundo como en el mío. Los dos hemos llegado a la misma isla desierta. No hay nada más. Según la ley de los términos medios, somos el pueblo más satisfecho de la Tierra.

Smiley asintió con la cabeza y pareció asimilar el hecho de que ella había estado en algún lugar que él no conocía, pero no lo consideró decisivo. Anduvieron un rato más y él notó que cuando Ann no hablaba lograba relacionarse con ella, pero sólo en el sentido de que era otro ser viviente que avanzaba por el mismo sendero.

—Tiene que ver con las personas que acabaron con Bill Haydon —le explicó como consuelo o como excusa por su retraimiento, pero pensó: «Que acabaron contigo».

Había perdido el tren y tuvo que esperar dos horas.

Como la marea estaba baja, anduvo por la orilla, cerca de Marazion, asustado ante su propia indiferencia. El día estaba nublado y las aves marinas se destacaban blanquísimas contra el mar color pizarra. Un par de chiquillos valientes chapoteaban en la rompiente. Soy un ladrón del espíritu, pensó con pesimismo. Desleal, sigo la pista de las convicciones de otro hombre, quemado por más fuegos de los que yo encendí. Miró a los niños y recordó unos versos de los tiempos en que leía poesía:

Volverse como nadadores hacia el salto puro,

dichosos de abandonar un mundo envejecido, frío y tedioso.

Sí, pensó sombríamente, ése soy yo.

—Bueno, George —dijo Lacon—. ¿Crees que tenemos una opinión demasiado elevada de nuestras mujeres? ¿Es éste el fallo que cometemos los hombres de clase media? Lo plantearé de otro modo, ¿te parece que nosotros, los ingleses, con nuestras tradiciones y nuestras escuelas, esperamos que nuestras mujeres signifiquen demasiado y después las culpamos de no representar absolutamente nada…? ¿Me entiendes? Las vemos como conceptos y no como seres de carne y hueso, ¿es ése nuestro error? —Smiley respondió que era posible—. Bueno, si no lo es, ¿por qué Val siempre se enamora de imbéciles? —agregó Lacon agresivamente y el volumen de su voz sorprendió a la pareja que estaba en la mesa de al lado.

Smiley ignoraba la respuesta a esa pregunta. La cena había sido pésima en el restaurante especializado en carnes a la brasa que Lacon había sugerido. Bebieron un borgoña español y Lacon desvarió frenéticamente sobre los problemas políticos de Inglaterra. Ahora tomaban café y un coñac de dudosa procedencia. La fobia anticomunista era una exageración, había declarado Lacon con firmeza. Al fin y al cabo, los comunistas sólo eran seres humanos como los demás. Ya no eran monstruos de afilados colmillos. Los comunistas deseaban lo mismo que todo el mundo: prosperidad, un poco de paz y tranquilidad; la posibilidad de tomarse un respiro en las endemoniadas hostilidades. Y si no era así… Bueno, de todos modos, ¿qué podemos hacer?, había preguntado. Algunos problemas —por ejemplo, el de Irlanda— son insolubles, aunque es imposible lograr que los americanos reconozcan que algo es insoluble. Inglaterra es ingobernable y lo mismo ocurrirá en todas partes en pocos años. Nuestro futuro reposa en lo colectivo, pero nuestra supervivencia se basa en el individuo y la paradoja nos mata diariamente.

—George, ¿cómo lo ves ? Ahora no trabajas. Posees una visión objetiva, una perspectiva global.

Smiley se oyó murmurar una trivialidad relativa a una amplia gama de posibilidades.

Finalmente arribaron al punto que Smiley había temido durante toda la velada: había comenzado el seminario sobre el matrimonio.

—A nosotros siempre nos enseñaron que debíamos proteger a las mujeres —declaró Lacon fastidiado—. Si uno no logra que se sientan amadas las veinticuatro horas del día, se descarrían. Pero el tío con el que se ha juntado Val… bueno, si ella le molesta o habla cuando no corresponde, él es capaz de ponerle un ojo morado. Tú y yo jamás haríamos algo semejante, ¿verdad?

—Claro que no —respondió Smiley.

—¿Te parece que si fuera a verla… si la desafiara en la casa de él… si adoptara una actitud realmente dura… si la amenazara con emprender acciones legales y todo eso… crees que ello podría modificar la situación? Dios sabe que soy más corpulento que él. ¡Y lo entiendas como lo entiendas también soy capaz de dar una bofetada!

Se detuvieron en la acera, bajo el cielo estrellado, a esperar el taxi de Smiley. Lacon prosiguió:

—De todos modos, espero que pases unas buenas vacaciones. Te las merecías. ¿Irás a algún lugar cálido?

—Pensé que lo mejor sería largarme y deambular.

—¡Qué suerte tienes! ¡Dios mío, cuánto envidio tu libertad! De todos modos, me has sido sumamente útil. Seguiré tus consejos al pie de la letra.

—Vamos, Oliver, no te di ningún consejo —protestó Smiley ligeramente preocupado.

Lacon lo ignoró.

—He oído decir que el otro asunto está totalmente resuelto —comentó serenamente—. Ni cabos sueltos ni trapos sucios al sol. George, eso es bueno para ti. Has sido leal. Trataré de que se te reconozcan los méritos. ¿Ya has recibido algo? Precisamente, el otro día alguien dijo en el Ateneo que mereces que te hagan caballero —llegó el taxi y, para incomodidad de Smiley, Lacon insistió en estrecharle la mano—, George, bendito seas. Siempre has sido una buena persona. George, somos lobos de la misma carnada. Ambos somos patriotas, dadores y no tomadores. Siempre estamos listos para cumplir con nuestros deberes y con nuestro país: somos hombres con vocación de servicio. Debemos pagar el precio. Si Ann hubiese sido una de tus agentes en lugar de tu esposa, probablemente la habrías orientado bastante bien.

La tarde siguiente, después de una llamada telefónica de Toby para comunicarle que «el acuerdo estaba a punto de concretarse», George Smiley partió plácidamente a Suiza, bajo el nombre de trabajo de Barraclough. En el aeropuerto de Zurich abordó el avión de Swissair con destino a Berna, donde fue directamente al Hotel Bellevue Palace, un edificio inmenso y suntuoso de impecable serenidad eduardina desde el cual, los días claros, se divisan en medio de las colinas los brillantes Alpes. Pero esa tarde estaba envuelto en una pegajosa bruma invernal. Smiley había pensado ir a algún lugar más recoleto e, incluso, en utilizar uno de los pisos francos de Toby. Pero éste le convenció de que el Bellevue Palace era el lugar más adecuado. Contaba con varias salidas, quedaba en la zona céntrica y era el primer lugar de Berna en el que a cualquiera se le ocurriría preguntar por Smiley y, en consecuencia, el último en el que Karla esperaría encontrarlo si es que había salido a buscarle. Al entrar en el enorme vestíbulo, Smiley tuvo la sensación de abordar un transatlántico vacío en alta mar.