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Tal como posteriormente figuró en la mitología del Circus, la quema de Tony Triquiñuelas —caprichoso nombre en código que los observadores asignaron a Grigoriev— fue una de esas operaciones excepcionales en las que la suerte la oportunidad y los preparativos se aúnan para constituir una perfecta unión. Desde el primer momento sabían que el problema consistiría en encontrar a solas a Grigoriev en una ocasión que permitiera su acelerada reintroducción en la vida normal pocas horas después. Durante el fin de semana siguiente a la vigilancia del banco de Thun, la minuciosa investigación sobre las costumbres de Grigoriev no había producido ninguna pista palpable respecto de cuál podía ser ese momento. Desesperados, Skordeno y De Silsky —los hombres duros de Toby— desarrollaron un proyecto descabellado para cogerlo mientras iba al trabajo, en los pocos cientos de metros que separaban su casa de la Embajada. Toby lo rechazó en el acto. Una de las muchachas se ofreció como señuelo: quizá lograra que la llevase en autostop. Su gesto fue considerado, pero no solucionaba ninguna cuestión práctica.

El problema principal consistía en que Grigoriev estaba sometido a una doble vigilancia. No sólo lo controlaba el personal de seguridad de la Embajada, como asunto de trámite, sino que su esposa hacía lo propio. Los observadores estaban persuadidos de que ella sospechaba que Grigoriev sentía cierta inclinación por la Pequeña Natasha. Los temores se confirmaron cuando los escuchas de Toby se las ingeniaron para forzar la caja de empalmes telefónicos de la esquina. En sólo un día de escucha, Grigorieva telefoneó a su esposo no menos de tres veces, sin otro motivo aparente que comprobar que él no se había movido de la Embajada.

—George, te aseguro que esa mujer es un monstruo —declaró Toby cuando lo supo—. El amor me parece bien, pero condeno absolutamente la posesividad. Para mí es una cuestión de principios.

El único resquicio era el viaje que los jueves por la tarde Grigoriev hacía al garaje para que le pusieran a punto el Mercedes. Si un experto mecánico capaz de manipular un coche, por ejemplo Ganada Bill, lograba provocar un fallo en el motor durante la noche del miércoles, un fallo que sólo permitiera mover un poco el coche, ¿no sería posible coger a Grigoriev en el garaje mientras esperaba que encontraran el fallo y lo solucionaran? El plan presentaba muchas incógnitas. Aunque todo saliera bien, ¿cuánto tiempo podrían retenerle? Además, los jueves Grigoriev debía regresar a su casa a punto para recibir la visita semanal del correo diplomático Krassky. De todos modos, era el único plan que tenían —el peor salvo los demás ya rechazados, aseguró Toby— y, en consecuencia, acordaron una recelosa espera de cinco días mientras Toby y los jefes de sus equipos preparaban los recursos para las múltiples contingencias desagradables que surgirían si el proyecto fracasaba: todos cogerían sus bártulos y abandonarían el hotel; en todo momento debían llevar encima documentos y dinero para la huida; el equipo de radio se guardaría en cajas y se ocultaría bajo identidad americana en las cámaras acorazadas de los bancos más importantes, de modo que cualquier pista inculpara a los primos y no a ellos; no habría otra forma de reunión que encuentros de pasada y diálogo en las calles; las longitudes de onda se modificarían cada cuatro horas. Toby aseguró que conocía a la policía suiza. No era la primera vez que estaba de cacería en la Confederación Helvética. Si el globo salía volando, cuantos menos de sus colaboradores estuvieran allí para responder preguntas, mejor sería.

—Podemos dar gracias a Dios de que los suizos sólo sean neutrales, ¿comprendéis?

Como consuelo desesperado y como estímulo para la maltrecha moral de los observadores, Smiley y Toby decidieron que se vigilaría permanentemente a Grigoriev durante los días de espera. El puesto de observación de Brunnadernrain funcionaría las veinticuatro horas del día; se incrementarían las patrullas en coche y en vehículos de dos ruedas; todos debían estar preparados para la remota posibilidad de que Dios, en el momento más inesperado, decidiera favorecer a los justos.

En realidad, lo que hizo Dios fue enviar un domingo excepcionalmente agradable, que resultó ser decisivo. A las diez de la mañana parecía que el sol alpino había bajado de las tierras altas para alegrar las vidas de los habitantes de las tierras bajas, siempre envueltos en la niebla. En el Bellevue Palace, donde los domingos impera una calma abrumadora, un camarero acababa de servir a Smiley. Este tomaba café ociosamente y procuraba concentrarse en la edición de fin de semana del Herald Tribune cuando levantó la vista y vio ante sus ojos la atenta figura de Franz, el jefe de conserjes.

—Lamento molestarle, señor Barraclough, pero le llaman por teléfono. De parte del señor Anselm.

Las cabinas telefónicas se encontraban en el vestíbulo central, la voz pertenecía a Toby y el nombre Anselm quería decir urgencia.

—La oficina de Ginebra acaba de avisarnos que, en este mismo momento, el director gerente ha salido para Berna.

La oficina de Ginebra era el código de palabras que significaba el puesto de observación de Brunnadernrain.

—¿Va con su esposa? —preguntó Smiley.

—Lamentablemente madame ha salido de excursión con los niños —respondió Toby—. Señor Barraclough, ¿puede pasar por mi despacho?

Toby había instalado su despacho en una soleada glorieta del primoroso y cuidado jardín decorativo contiguo a la Bundeshaus. Smiley llegó cinco minutos más tarde. A sus pies se extendía el barranco del río de aguas verdes y más allá se veían, bajo un cielo límpidamente azul, las majestuosas cumbres de las Oberland bernesas destacadas a la luz del sol.

En cuanto Smiley estuvo a su lado, Toby le informó:

—Grigoriev ha salido solo de la Embajada, hace cinco minutos, vestido con abrigo y sombrero. Se dirige a la ciudad a pie. Lo mismo que hizo el primer domingo que le vigilamos. Va andando hasta la Embajada y diez minutos después sale en dirección a la ciudad. George, estoy seguro de que irá a ver la partida de ajedrez. ¿Qué opinas?

—¿Quiénes están con él?

—Skordeno y De Silsky le siguen a pie. Detrás va un coche de apoyo y contamos con dos más adelante. En este mismo momento un equipo se dirige al atrio de la catedral. George, ¿vamos o no? —durante unos segundos Toby percibió el desconcierto que parecía dominar a Smiley cada vez que la operación cobraba impulso: no se trataba de indecisión sino de una extraña apatía ante la acción. Toby insistió—: George, ¿contamos con luz verde o no? ¡Vamos, por favor! ¡Es cuestión de segundos!

—¿La casa seguirá vigilada hasta que regresen Grigorieva y los niños?

—Por supuesto.

Smiley vaciló unos segundos más. Sopesó el método y el premio: la figura gris y lejana de Karla parecía amonestarle.

—Entonces, adelante con la luz verde —declaró Smiley—. Sí, en marcha.

Apenas había terminado de pronunciar esas palabras y Toby ya había entrado en la cabina telefónica que se encontraba a menos de veinte metros de la glorieta. Según declaró más tarde, «con el corazón ardiente como una locomotora», pero también con un fulgor bélico en la mirada.

En Sarratt existe un modelo a escala de la escena y en ocasiones el personal directivo lo hace aparecer y cuenta la historia.

El mejor modo de describir la antigua ciudad de Berna consiste en decir que es, a la vez, una montaña, una fortaleza y una península, tal como se ve en el modelo. El Aar corre en forma de herradura entre los puentes Kirchenfeld y Kornhaus, hasta formar una vertiginosa hondonada y la ciudad vieja anida prudentemente en su interior, en laderas ascendentes de calles medievales, hasta alcanzar la espléndida aguja gótica tardía de la catedral, que constituye la cumbre de la montaña y su gloria. Junto a la catedral y a la misma altura se encuentra el mirador, en cuyo lado sur el visitante desprevenido puede encontrarse en lo alto de treinta metros de ladera rocosa, contemplando las aguas arremolinadas del río. Es un sitio que atrae a los suicidas y no cabe duda de que hubo algunos suicidios. Según la tradición oral, es un lugar desde el cual arrojaron de su caballo a un hombre piadoso aunque en su caída recorrió éste esa pasmosa distancia, sobrevivió gracias a la divina providencia, para servir a la Iglesia durante treinta años más y morir pacíficamente a edad muy avanzada. El resto del mirador es un lugar sereno y apacible, provisto de bancos, árboles decorativos y un patio de juegos para niños. En los últimos años la gente lo ha convertido en un lugar público donde se juega al ajedrez. Las piezas tienen sesenta centímetros o poco más de altura y son lo bastante ligeras como para moverlas, pero lo suficientemente pesadas para resistir las ráfagas ocasionales del viento sur que azota las colinas circundantes. En Sarratt guardan réplicas de las piezas de ajedrez, que forman parte del modelo a escala.

La mañana de aquel domingo, cuando Toby llegó al mirador, el hermoso día soleado había atraído a un pequeño pero ordenado núcleo de ajedrecistas que permanecían en pie o sentados en la acera a cuadros. En el centro, a menos de dos metros de Toby e ignorante de su entorno, como era de desear, estaba el consejero Anton Grigoriev —de la Embajada soviética en Berna, alejado del trabajo y de la familia—, que a través de sus gafas sin aros seguía atentamente los movimientos de los jugadores. Detrás de Grigoriev se encontraban Skordeno y De Silsky, que le vigilaban. Los jugadores eran jóvenes, barbudos y ágiles… si no eran estudiantes de bellas artes, al menos deseaban parecerlo. Tenían una clara conciencia de mantener un duelo bajo la mirada del público.

No era la primera vez que Toby se hallaba tan cerca del ruso, pero nunca lo había estado cuando la atención de éste se encontraba tan concentrada en otra parte. Con la serenidad que le embargaba ante la inminente batalla, Toby le miró de arriba a abajo y confirmó lo que había sostenido en todo momento: Anton Grigoriev no era un hombre de acción en el terreno de los servicios secretos. Su concentración y la imprudente franqueza de sus expresiones cada vez que se realizaba o se analizaba una jugada, poseían una inocencia que jamás hubiese sobrevivido a las luchas intestinas del Centro de Moscú.

El aspecto personal de Toby fue otra de las coincidencias dichosas de aquel día. Por respeto al domingo bernés, se había puesto un abrigo oscuro y el sombrero de piel negra. En consecuencia, en ese momento crucial lleno de improvisaciones, tenía precisamente el aspecto que hubiera deseado si lo hubiese planificado todo hasta el último detalle: un hombre de buena posición que sale el domingo con la intención de relajarse.

Toby dirigió sus ojos oscuros hacia el atrio de la catedral. Los coches de la escapada estaban en sus puestos.

Se oyeron algunas carcajadas. Con una gesticulación, uno de los jugadores barbudos levantó su reina, simuló que su peso era agobiante, se tambaleó con ella durante un par de pasos y la dejó caer con un quejido. El rostro de Grigoriev se ensombreció al analizar la inesperada jugada. Ante una señal de Toby, Skordeno y De Silsky se colocaron uno a cada lado del ruso, tan cerca que el hombro de Skordeno rozaba el de la presa, pero ésta no le prestó la menor atención. Los observadores de Toby consideraron que ésa era la señal para la acción, se mezclaron lentamente con los reunidos y formaron una segunda línea detrás de Skordeno y De Silsky. Toby no esperó más. Se situó delante de Grigoriev, sonrió y se quitó el sombrero. Grigoriev devolvió la sonrisa —inseguro, como se hace ante un colega apenas recordado— y también quitó el sombrero.

—Consejero, ¿cómo está usted? —le preguntó Toby en ruso, con tono de sereno buen humor.

Más desconcertado que nunca, Grigoriev respondió:

—Muy bien, gracias.

—Espero que haya disfrutado de la excursión que el viernes hizo al campo —agregó Toby con la misma serenidad mientras entrecruzaba su brazo con el de Grigoriev—. A mi juicio, los miembros de nuestra distinguida comunidad diplomática no aprecian como es debido la antigua ciudad de Thun. Creo que Thun debiera ser promocionada por su antigüedad y por sus entidades bancarias, ¿no le parece?

Esa jugada inicial fue lo bastante aguda y perturbadora para apartar sumisamente a Grigoriev del corro. Skordeno y De Silsky les pisaban los talones.

Sin soltar el brazo de Grigoriev, Toby susurró en su oído:

—Señor, me llamo Kurt Siebel. Soy el jefe de interventores del Banco Bernés de Thun. Deseamos hacerle algunas preguntas relativas a la cuenta del doctor Adolph Glaser. Será mejor que simule conocerme —siguieron andando. Detrás de ellos aparecían los observadores que formaban una línea escalonada, semejantes a jugadores de rugby preparados para impedir una carrera repentina—. Por favor, no se alarme —agregó Toby y contó los pasos mientras Grigoriev seguía avanzando—. Señor, estoy seguro de que si nos concediera una hora podríamos aclarar esta cuestión sin afectar su situación profesional ni su vida familiar. Por favor.

En el mundo de un agente secreto la frontera entre seguridad y riesgo absoluto es casi nula: semeja una membrana que puede estallar en cualquier momento. Un agente secreto puede ocuparse durante años de una persona a fin de prepararla para plantearle sus insinuaciones. Pero la insinuación en sí —el «¿sí o no?»— es un salto después del cual sólo existe el desastre o la victoria. Durante unos segundos, Toby creyó que se había topado cara a cara con el desastre. Grigoriev se había detenido y se volvió para mirarle. Estaba pálido como un enfermo. Alzó el mentón y abrió la boca para lanzar un torrente de insultos. Intentó apartar su brazo de la mano de Toby, pero éste no cedió. Skordeno y De Silsky estaban cerca, pero aún faltaban quince metros para llegar al coche, distancia que en opinión de Toby era excesiva para arrastrar a un ruso fornido. Entretanto, Toby siguió hablando, pues todos sus instintos le indicaban que debía hacerlo:

—Consejero, existen irregularidades, serias irregularidades. Tenemos un expediente sobre su excelente persona, cuya lectura resulta lamentable. Si se lo presentara a la policía rusa, no habría protesta diplomática para protegerle de algunas dificultades públicas sumamente desagradables. Creo que no necesito mencionar las consecuencias que ello tendría en su carrera. Por favor. He dicho por favor.

Grigoriev no se había movido. Parecía paralizado a causa de la indecisión. Toby tironeó de su brazo, pero él permaneció en su sitio, al parecer ignorante de la presión ejercida sobre él. Toby empujó con más fuerza. Skordeno y De Silsky se acercaron, pero Grigoriev poseía la testaruda fuerza de los dementes.

—¿Qué irregularidades? —preguntó por fin. El sobresalto y la mansedumbre de su voz suscitaron esperanzas. Su cuerpo fornido permanecía rígidamente inmóvil, negándose a todo movimiento—. ¿Quién es ese Glaser del que habla? —preguntó con voz ronca, con el mismo tono de sorpresa—. Yo no soy Glaser. Soy diplomático y me llamo Grigoriev. La cuenta a la que se refiere ha sido utilizada con absoluta corrección. En mi condición de consejero comercial, gozo de inmunidades. Además, tengo derecho a abrir cuentas bancarias aquí.

Toby disparó la única bala que le quedaba. El dinero y la muchacha, había dicho Smiley. El dinero y la muchacha es todo lo que tienes para presionarle.

—Señor, también hemos de tener en cuenta la delicada cuestión de su matrimonio —agregó Toby a regañadientes—. Debo advertirle que sus devaneos en la Embajada han puesto en grave peligro su situación familiar.

Grigoriev se sobresaltó y se le oyó murmurar «banquero», aunque nunca sabremos si lo hizo incrédula o burlonamente. Cerró los ojos y se le oyó repetir esa palabra, en esta ocasión —según Skordeno— unida a una obscenidad. Pero lo que importa es que reanudó la marcha. La puerta trasera del coche permanecía abierta. El automóvil de apoyo esperaba un poco más atrás. Toby decía alguna tontería relativa descuento anticipado de las contribuciones que podía pagarse con los intereses que procedían de las cuentas bancarias suizas, pero sabía que, en realidad, Grigoriev no le escuchaba. De Silsky se adelantó, entró de un salto en el asiento trasero del coche y a continuación Skordeno arrojó a Grigoriev al interior del vehículo, se sentó a su lado y cerró la portezuela violentamente. Toby ocupó el asiento del acompañante. La conductora era una de las chicas Meinertzhagen. En alemán, Toby le dijo que condujera con calma y que, por Dios, recordara que era domingo en Berna. Nada de inglés en mi presencia, había dicho Smiley.

En algún punto cercano a la estación, Grigoriev debió de pensarlo mejor, pues se desencadenó una breve refriega y cuando miró por el retrovisor, Toby vio que el rostro del ruso estaba demudado de dolor y que se protegía la entrepierna con ambas manos. Se trasladaron hasta la Länggassstrasse, una calle larga y poco transitada situada detrás de la Universidad. La puerta de la casa de apartamentos se abrió en cuanto paró el coche. Una delgada ama de casa esperaba en el portal. Era Millie McCraig, antigua reservista del Circus. Al ver su sonrisa, Grigoriev se desconcertó y en ese momento lo importante ya no era la cobertura sino la rapidez. Skordeno saltó a la acera, cogió uno de los brazos de Grigoriev y estuvo a punto de arrancárselo; De Silsky debió golpearle otra vez, aunque más tarde juró que había sido un accidente, ya que Grigoriev bajó inclinado del coche. Ambos hombres lo trasladaron hasta la puerta del apartamento como si fuese una novia y entraron atropelladamente en la sala. Smiley les esperaba sentado en un rincón. Era una habitación con adornos y encajes de color chocolate. Al cerrar la puerta, los raptores se permitieron exteriorizar una muestra de regocijo. Aliviados, Skordeno y De Silsky se echaron a reír. Toby se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente.

—Ruhe —dijo suavemente, pidiendo silencio. Todos obedecieron en el acto.

Grigoriev se frotaba el hombro y evidentemente no le importaba nada salvo el dolor. Al estudiarlo, Smiley se alegró por ese gesto de preocupación por sí mismo: de manera inconsciente, Grigoriev declaraba ser un perdedor en la vida. Smiley recordó a Kirov, sus chapuceras insinuaciones a Ostrakova y su difícil reclutamiento de Otto Leipzig. Observó a Grigoriev y en todo lo que vio encontró la misma mediocridad insuperable: en el traje a rayas nuevo pero mal elegido, ya que destacaba su gordura; en los costosos zapatos grises, con perforaciones que dejaban pasar el aire, pero demasiado ceñidos para resultar cómodos; en el cabello ondulado y acicalado. Esos leves e inútiles actos de vanidad transmitieron; a Smiley una aspiración de grandeza que, sabía —como también parecía saber Grigoriev—, jamás se satisfaría.

Ex catedrático, recordó que había leído en el documento que Enderby le entregó en el Lugar de Ben. Al parecer, abandonó la enseñanza universitaria para gozar de los privilegios más rentables de la burocracia.

Un fracasado, hubiese dicho Ann evaluando a primera vista su sexualidad. Recházalo.

Pero Smiley no podía rechazarlo, Grigoriev era un pez cogido en el anzuelo y a Smiley sólo le quedaban unos segundos para decidir cuál era el mejor modo de sacarlo del agua. El ruso usaba gafas sin aros y tenía una considerable papada. La loción capilar que utilizaba, calentada por el calor de su cuerpo, emitía un vapor con olor a limón. Sin dejar de frotarse el hombro, Grigoriev empezó a estudiar a sus secuestradores. El sudor resbalaba por su cara como gotas de lluvia.

—¿Dónde estoy? preguntó agresivamente, ignoró a Smiley y eligió a Toby como jefe. Su voz era áspera y aguda. Habló en alemán, con cierto deje eslavo.

Tres años como primer secretario comercial de la misión soviética en Potsdam, recordó Smiley . Al parecer, no tiene relaciones con los servicios de información.

—¡Exijo saber dónde estoy! —gritó Grigoriev—. Soy un diplomático soviético de importancia. ¡Exijo hablar inmediatamente con mi embajador! —el movimiento constante de la mano sobre el hombro dolorido limaba las asperezas de su indignación—. ¡He sido raptado! ¡Estoy aquí contra mi voluntad! ¡Si no me devuelven inmediatamente a mi embajador estallará un grave incidente internacional! —Grigoriev tenía la palabra, pero no sabía qué decir. Toby había comunicado a su equipo que sólo George haría preguntas y respondería a las que se plantearan. Pero Smiley permanecía inmóvil, como un director de pompas fúnebres; parecía que nada podía animarlo—. ¿Quieren un rescate? —exclamó Grigoriev ante todos. Al parecer, una idea terrible cruzó por su mente y susurró—: ¿Son ustedes terroristas? En ese caso, ¿por qué no me tapan los ojos? ¿Por qué me dejan ver sus rostros? —miró a De Silsky y luego a Skordeno—. Deben taparse la cara. ¡Cúbranse! ¡No quiero conocerles! —irritado por el prolongado silencio, Grigoriev hizo chocar su rollizo puno contra la palma abierta de la otra mano y gritó «exijo» dos veces.

En ese momento, Smiley, con aire de pesar oficial, abrió una libreta que tenía en el regazo, tal como lo hubiera hecho Kirov, y lanzó un suspiro suave, también muy oficial:

—¿Es usted el consejero Grigoriev, de la Embajada soviética en Berna? —preguntó con el tono de voz más frío que era capaz de emitir.

—¡Grigoriev! Claro que soy Grigoriev. ¡Sí, bien dicho, soy Grigoriev! A propósito, ¿quién es usted? ¿Al Capone? ¿Quién es usted? ¿Por qué me grita como un comisario?

No había nada mejor que la palabra comisario para describir la actitud de Smiley: plomiza hasta el extremo de la indiferencia.

—Consejero, en ese caso y debido a que no podemos permitirnos más retrasos, le pido que estudie las fotos incriminadoras que se encuentran en la mesa que tiene detrás —dijo Smiley con la misma frialdad calculada.

—¿Fotos? ¿Qué fotos? ¿Cómo puede incriminar a un diplomático? ¡Exijo telefonear inmediatamente a mi embajador!

—Sugiero al consejero que primero mire las fotos —agregó Smiley en un alemán sombrío que era imposible atribuir a una región determinada—. Después de mirar las fotos, tendrá la libertad de telefonear a quien quiera. Tenga la amabilidad de empezar por la izquierda —agregó—. Las fotos han sido dispuestas de izquierda a derecha.

Un hombre chantajeado posee la dignidad de nuestras debilidades, pensó Smiley mientras observaba disimuladamente a Grigoriev, que arrastraba los pies junto a la mesa como si estudiara otro banquete diplomático. Un chantajeado es cualquiera de nosotros atrapado en la puerta cuando intenta librarse de la trampa. Smiley en persona había preparado la disposición de las fotos; había imaginado, en la mente de Grigoriev, una sucesión orquestada de desastres. Los Grigoriev aparcando el Mercedes frente al banco. Grigorieva, con su mueca perpetua de insatisfacción, esperando sola en el asiento del conductor, aferrada al volante por si alguien intentaba arrebatárselo. Grigoriev y la Pequeña Natasha en una toma desde lejos, sentados muy juntos en un banco del parque. Grigoriev en el interior del banco, varias fotografías que culminaban en una fabulosa toma por encima del hombro en la que él firmaba el recibo de caja y en la que se veía claramente mecanografiado el nombre de Adolph Glaser en el renglón de arriba de su firma. Aquí estaba Grigoriev, incómodo en la bicicleta, a punto de entrar en la residencia; en ésta aparecía Grigorieva, también sentada de mal humor en el coche, esta vez junto al granero de Gertsch y se veía su bicicleta sujeta con correas a la baca. Pero la fotografía que más atrajo la atención de Grigoriev, notó Smiley, fue la borrosa toma a distancia que habían hecho las chicas Meinertzhagen. No era una buena foto, pero se podían reconocer las dos cabezas del interior del coche, a pesar de que estaban unidas boca a boca. Una pertenecía a Grigoriev. La otra, apretada contra él, como si quisiera comérselo vivo, era la cabeza de la Pequeña Natasha.

—Consejero, el teléfono está a su disposición —le comunicó Smiley serenamente cuando vio que Grigoriev no se movía.

Grigoriev estaba fascinado por la última foto y, a juzga por su expresión, totalmente desolado. No sólo es un hombre descubierto, pensó Smiley; es un hombre cuyo sueño de amor, hasta ahora conservado en secreto, de súbito se vuelve público y ridículo.

Con su tono sombrío de exigencia oficial, Smiley se dispuso a mencionar lo que Karla habría denominado las presiones. En opinión de Toby, otros inquisidores habrían ofrecido una posibilidad a Grigoriev para acrecentar inevitablemente la obstinación rusa que había en él y la inclinación rusa a la autodestrucción: los mismos impulsos que habían provocado la catástrofe. Toby insiste en que otros inquisidores hubiesen amenazado, elevado la voz, recurrido a gestos histriónicos e incluso a abusos físicos. Pero George, no, asegura: jamás. George representó al medido contemporizador oficial; Grigoriev, al igual que todos los Grigoriev del mundo, lo aceptó como su destino ineludible. George evitó totalmente la alternativa. Con serenidad, le explicó a Grigoriev por qué motivo no tenía la menor opción:

—Consejero, lo importante —dijo Smiley como si exigiese el pago de un impuesto— es considerar el impacto que tendrán estas fotografías en los lugares donde muy pronto serán analizadas si no se hace nada por impedir su distribución. En primer lugar, las autoridades suizas, que evidentemente se indignarán ante el uso incorrecto de un pasaporte suizo por parte de un diplomático acreditado, para no hablar de la grave infracción de las leyes bancarias. Presentarán una enérgica protesta oficial y todos los Grigoriev regresarán inmediatamente a Moscú, para no volver a gozar jamás de los frutos de un cargo en el exterior. De todos modos en Moscú usted tampoco será bien recibido —explicó Smiley—. Sus superiores del Ministerio de asuntos exteriores tendrán una visión catastrófica de su conducta, tanto privada como profesional. Sus posibilidades de una carrera en la Administración se verán truncadas. Será un exiliado en su propio país y también lo será su familia. Toda su familia. Imagine que tiene que hacer frente veinticuatro horas diarias a la ira de Grigorieva en los hielos de Siberia.

En ese momento Grigoriev se dejó caer en una silla y cruzó las manos sobre la coronilla, como si temiera que se le volase la cabeza.

—Por último, consejero… —dijo Smiley y apartó unos instantes los ojos de su libreta. Dios sabrá lo que leyó allí dijo Toby, ya que sus páginas de papel rayado estaban en blanco—… por último, hemos de analizar las consecuencias que supondrían dichas fotos en determinados órganos de la seguridad estatal.

En ese punto, Grigoriev se soltó la cabeza, cogió el pañuelo del bolsillo superior y se secó la frente, pero por mucho que se secara, el sudor volvía a brotar. Surgía con la misma rapidez que el de Smiley en la celda de interrogatorios de Delhi, en la que había estado frente a frente con Karla.

Totalmente compenetrado con su papel de mensajero burocrático de lo inevitable, Smiley volvió a suspirar y pasó minuciosamente otra página de la libreta.

—Consejero, ¿me permite preguntarle a qué hora supone que regresarán su esposa y los niños de la excursión? —Grigoriev seguía secándose con el pañuelo y parecía demasiado preocupado para escuchar—. Grigorieva y los niños han ido de excursión al bosque de Elfenau —le recordó Smiley—. Deseamos hacerle algunas preguntas a usted, pero sería una pena que su ausencia despertara inquietud.

Grigoriev guardó el pañuelo.

—¿Son espías? —murmuró—. ¿Ustedes son espías occidentales?

—Consejero, será mejor que no sepa quiénes somos —repuso Smiley seriamente—. Esa información tiene un valor muy peligroso. Cuando haya hecho lo que le pedimos saldrá de aquí como hombre libre. Se lo garantizamos. Ni su esposa ni el Centro de Moscú tienen por qué enterarse de esto. Por favor, dígame a qué hora regresa su familia de Elfenau… —Smiley calló.

Aunque con poco entusiasmo, Grigoriev hizo ademán de huir precipitadamente. Se levantó y dio un salto hacia la puerta. Para ser un hombre duro, Paul Skordeno parecía demasiado lánguido, pero cogió al fugitivo con una llave de brazo antes de que pudiera dar un segundo paso y lo de volvió suavemente a su sitio, teniendo buen cuidado de no dejarle marcas. Con otro quejido falso, Grigoriev alzó los brazos abrumadoramente desesperado. Su cara gorda enrojeció y se convulsionó; sus anchos hombros temblaron de impotencia mientras lanzaba un afligido torrente de recriminaciones contra sí mismo. Habló a medias en ruso y a medias en alemán. Se maldijo a sí mismo con entusiasmo pausado y ritual; a continuación maldijo a su madre, a su esposa, a su mala suerte y a su espantosa flaqueza como padre. Debió quedarse en Moscú, en el Ministerio de comercio. Jamás debió permitir que le alejaran de los círculos académicos sólo porque la idiota de su mujer quería ropa y música extranjeras y privilegios. Debió divorciarse de ella mucho tiempo atrás pero no soportaba la idea de renunciar a los niños; era un imbécil y un payaso. Merecía estar en la residencia en lugar de la muchacha. Cuando Moscú le mandó llamar, debió decir que no, debió rechazar las presiones y comunicarle el asunto a su embajador en cuanto regresó.

—¡Ay, Grigoriev! —gimió—. ¡Ay, Grigoriev! ¡Eres tan débil, tan débil!

A continuación, lanzó una diatriba contra la conspiración. La conspiración era anatema para él, varias veces a lo largo de su carrera se había visto obligado a colaborar con los odiosos «vecinos» en una empresa estrafalaria que siempre acabó en desastre. Las personas dedicadas al espionaje eran delincuentes, charlatanes e idiotas, una masonería de monstruos. ¿Por qué los rusos estaban tan enamorados de ellas? ¡Ay, el fallo fatal en la discreción del alma rusa!

—¡La conspiración ha sustituido a la religión! —se quejó Grigoriev en alemán delante de todos ellos—. ¡Es nuestro sustituto místico! ¡Sus agentes son nuestros jesuitas esos cerdos que todo lo estropean!

En ese momento cerró los puños, los acercó a sus mejillas y se aporreó presa del remordimiento hasta que Smiley, con un movimiento de la libreta que tenía en el regazo, le obligó severamente a volver al asunto que les ocupaba.

—Consejero, volvamos a Grigorieva y a los niños —dijo—. Le aseguro que es de suma importancia que sepamos a qué hora regresarán a su casa.

En todo interrogatorio provechoso —como gusta de pontificar Toby Esterhase con respecto a ese momento—, se produce un desliz que no tiene rectificación posible: se trata de un gesto, implícito o explícito, quizá de una sonrisa velada o de la aceptación de un cigarrillo, de una expresión que marca el paso de la resistencia a la colaboración. Según el relato que Toby hace de la escena, Grigoriev cometió el desliz fatal en ese momento.

—Volverá a casa a la una —murmuró y evitó tanto la mirada de Smiley como la de Toby.

Smiley miró la hora. Para alegría intima de Toby, Grigoriev hizo lo mismo.

—¿Es posible que se retrase? —quiso saber Smiley.

—Ella jamás se retrasa —replicó Grigoriev malhumorado.

—Entonces tenga la amabilidad de hablarme de su relación con la joven Ostrakova —agregó Smiley inesperadamente, como afirma Toby, pero logró dar a entender que su petición era la continuación natural de la cuestión de la puntualidad de madame Grigorieva.

En ese momento, Smiley preparó la pluma de modo tal cuenta Toby, que un hombre como Grigoriev se sentiría claramente obligado a proporcionarle algo para escribir. Pese a todo, la resistencia de Grigoriev aún no había desaparecido. Su amour propre exigía, como mínimo, otro exabrupto. Por consiguiente, abrió los brazos y apeló a Toby.

—¡Ostrakova! —repitió con exagerado desdén—. ¿Él me pregunta algo sobre una mujer llamada Ostrakova? No conozco a esa persona. Quizás él la conozca, pero yo no. Soy un diplomático. Suélteme inmediatamente. Tengo importantes compromisos que cumplir.

Grigoriev sabía tan bien como cualquiera de los presentes que al protestar se debilitaba y perdía el desarrollo lógico de la conversación.

—Alexandra Borisovna Ostrakova —entonó Smiley mientras limpiaba las gafas con la punta más gruesa de la corbata—. Una rusa que tiene pasaporte francés —se caló las gafas—. Igual que usted, consejero, que es ruso pero tiene un pasaporte suizo, aunque con nombre falso. Bueno, me gustaría saber cómo se enredó con ella.

—¿Enredarme? ¡Ahora dice que estuve enredado con ella! ¿Cree que soy tan degenerado como para acostarme con una loca? Me chantajearon. Fui chantajeado, del mismo modo que usted me chantajea ahora. ¡Presiones! ¡Siempre presiones, siempre, al pobre Grigoriev!

—Entonces explíqueme cómo le chantajearon —propuso Smiley y apenas lo miró.

Grigoriev se miró las manos, las levantó y las dejó caer nuevamente sobre sus rodillas, esta vez sin utilizarlas. Se secó los labios con el pañuelo. Meneó la cabeza ante la injusticia del mundo.

—Estaba en Moscú —respondió y, tal como declararía Toby más tarde, esas palabras sonaron como si coros de ángeles entonaran el Aleluya.

George había dado en el blanco y empezó la confesión de Grigoriev.

Por su parte, Smiley no mostró el menor entusiasmo ante ese logro. Por el contrario, una mueca de irritación arrugó su rostro regordete.

—Consejero, por favor, la fecha —dijo como si el lugar no tuviera importancia—. Diga la fecha en que estuvo en Moscú. De ahora en adelante, tenga la amabilidad de mencionar las fechas en todo momento.

A Toby le gusta explicar que es una treta demasiado clásica: el inquisidor sagaz siempre enciende algunas fogatas falsas.

—En septiembre —respondió Grigoriev confundido.

—¿De qué año? —preguntó Smiley sin dejar de escribir.

Grigoriev volvió a mirar lastimeramente a Toby.

—¡De qué año! Digo que en septiembre y me pregunta en qué septiembre. ¿Es historiador? Me parece que sí. Este mes de septiembre —replicó a Smiley de mala gana—. Me mandaron llamar urgentemente de Moscú para asistir a una conferencia comercial. Soy experto en algunos campos económicos altamente especializados. Dicha conferencia hubiese carecido de significado sin mi presencia.

—¿Le acompañó su esposa en ese viaje?

Grigoriev rió huecamente.

—¡Ahora cree que somos capitalistas! —le comentó a Toby—. Cree que llevamos a nuestras esposas en primera clase de Swissair para asistir a conferencias que duran dos semanas.

—En septiembre de este año me ordenaron que me trasladara solo en avión a Moscú con el fin de asistir durante dos semanas a una conferencia sobre economía —recitó Smiley como si estuviera leyendo en voz alta la declaración de Grigoriev—. Mi esposa se quedó en Berna. Consejero, tenga la amabilidad de describir el objeto de la conferencia.

El tema de nuestras discusiones de alto nivel era sumamente secreto —respondió Grigoriev resignado—. Mi Ministerio deseaba encontrar formas de apoyar la actitud oficial soviética hacia las naciones que vendían armas a China. Discutiríamos qué sanciones podían aplicarse a dichas naciones.

Según Toby, el estilo despersonalizado de Smiley y su actitud de pesarosa imperiosidad burocrática no sólo estaban claros, sino que eran perfectos: Grigoriev los había aceptado plenamente, con pesimismo filosófico y muy ruso. En cuando al resto de los presentes, apenas podían creer después que Grigoriev no hubiese llegado al apartamento con ganas de hablar.

—¿Dónde se celebró la conferencia? —inquirió Smiley, como si las cuestiones secretas le preocuparan menos que los detalles formales.

—En el Ministerio de comercio. En el cuarto piso… en el salón de conferencias. Frente a los lavabos —concluyó Grigoriev con humor desesperanzado.

—¿Dónde se hospedó?

—En un parador para funcionarios de alto rango —repuso Grigoriev. Dijo la dirección e, irónicamente, el número de la habitación. A partir de ese momento, ofreció generosa y voluntariamente información—: A veces nuestras discusiones terminaban a altas horas de la noche, pero el viernes, puesto que aún hacía buen tiempo y calor, cerramos temprano la sesión para que los que deseaban ir al campo pudieran hacerlo. Pero yo no tenía esos planes. Tenía motivos por los cuales me proponía pasar el fin de semana en Moscú. Había acordado que pasaría dos días en el apartamento de una muchacha llamada Evdokia, que había sido mi secretaria. Su marido estaba fuera, cumpliendo tareas militares —explicó, como si se tratara de una transacción absolutamente normal entre hombres de mundo; transacción que, al menos Toby, en tanto alma gemela, apreciaría, aunque los comisarios desalmados no lo hicieran. Para sorpresa de Toby, en ese momento Grigoriev abordó el quid de la cuestión. De sus juegos amorosos con Evdokia pasó, sin la menor advertencia ni preámbulo, a la esencia de la investigación de la gente de Smiley—: Desdichadamente, la intervención de los miembros de la Decimotercera Dirección del Centro de Moscú, conocida también como la Dirección de Karla, me impidió cumplir con ese compromiso. Me convocaron para que asistiera inmediatamente a una entrevista.

En ese momento sonó el teléfono. Toby levantó el auricular, prestó atención, colgó y le dijo a Smiley en alemán.

—Ella ha regresado a casa.

Sin vacilación, Smiley se dirigió a Grigoriev:

—Consejero, acaban de comunicarnos que su esposa ha regresado. En consecuencia es necesario que la telefonee.

—¡Telefonearla! —horrorizado, Grigoriev recurrió a Toby—. ¡Me ordena que la telefonee! ¿Y qué le digo? «Grigorieva, aquí está tu amante esposo. ¡He sido raptado por espías occidentales!». ¡Su comisario está loco, loco de atar!

—Tendrá la amabilidad de explicarle que se retrasará inevitablemente —agregó Smiley.

La placidez de Smiley echó leña al fuego del estallido de Grigoriev.

—¿Quiere que le diga eso a mi esposa? ¿A Grigorieva? ¿Supone que ella me creerá? Lo que hará es denunciarme inmediatamente al embajador. «¡Embajador, mi marido ha huido! Encuéntrelo».

—El correo diplomático Krassky le entrega todas las semanas las órdenes de Moscú, ¿no es así? —inquirió Smiley.

—Este comisario sabe mucho —dijo Grigoriev a Toby y se pasó la mano por el mentón—. Puesto qué sabe tanto ¿por qué no habla él con Grigorieva?

—Consejero, ha de utilizar un tono oficial con ella —aconsejó Smiley—. No mencione a Krassky, pero dé a entender que le ha pedido que se reúna con él en algún lugar de la ciudad con motivo de una conversación secreta. Diga que se trata de una emergencia. Krassky ha cambiado de planes. Usted no sabe a qué hora regresará ni lo que él quiere Si su esposa protesta, regáñela. Dígale que se trata de un secreto de Estado.

Todos percibieron la preocupación de Grigoriev y su asombro. Por último vieron que una ligera sonrisa iluminaba su rostro.

—Un secreto —repitió Grigoriev para sí mismo—. Un secreto de Estado. Sí.

Se acercó con atrevimiento al teléfono y marcó un número. Toby permaneció a su lado y preparó discretamente una mano para cortar la comunicación si Grigoriev intentaba alguna triquiñuela, pero Smiley le indicó que se alejara con un ligero movimiento de cabeza. Oyeron que la voz de Grigorieva decía «hola» en alemán. Oyeron la osada respuesta de Grigoriev y a continuación a su esposa —todo quedó grabado en la cinta—, que le preguntaba imperiosamente dónde estaba. Vieron que él se ponía rígido, alzaba el mentón y adoptaba una expresión de funcionario; le oyeron pronunciar algunas frases breves y hacer una pregunta que aparentemente no tuvo respuesta. Vieron que Grigoriev colgaba, con los ojos brillantes y sonrosado de placer, y que agitaba con deleite sus brazos cortos en el aire, como quien ha marcado un gol. Lo que notaron después fue que él se echaba a reír; prolongadas y generosas carcajadas de risa eslava que recorrían de cabo a rabo toda la escala musical. Sin poderse controlar, los demás se unieron a sus carcajadas Skordeno, De Silsky y Toby. Grigoriev estrechó la mano de Toby.

—¡Hoy me encanta la conspiración! —exclamó Grigoriev en medio de nuevas ráfagas de risa liberadora—. ¡La conspiración es hoy algo fabuloso!

Smiley no había participado de la algarabía general pues se apartó deliberadamente, como un aguafiestas. Se ocupaba de volver las páginas de la libreta, a la espera de que cesaran las risas.

—Estaba describiendo cómo le abordaron los miembros de la Decimotercera Dirección —dijo Smiley cuando volvió a reinar el silencio—, conocida también como la Dirección de Karla. Tenga la amabilidad de continuar.