21

Su habitación era una miniatura suiza de Versalles. El escritorio bombé tenía incrustaciones de bronce y sobre de mármol; encima de las pulcras camas gemelas colgaba un grabado de Bartlett que representaba al Childe Harold de lord Byron. La ventana dejaba ver una pared gris formada por la bruma. Deshizo la maleta y bajó al bar, donde un pianista anciano interpretaba un popurrí de éxitos de los años cincuenta, melodías que habían sido favoritas de Ann y, supuso, de él mismo. Comió una ración de queso y bebió una copa de Fendant, sin dejar de pensar. Ahora. Ahora es el principio. A partir de ahora no hay retroceso ni vacilación posible. A las diez se dirigió hacia la ciudad vieja, zona que adoraba. Las calles eran empedradas y el aire frío olía a castañas asadas y a cigarros. Las antiguas fuentes salieron a su encuentro de entre la bruma y las casonas medievales se erigieron en telón de fondo de una pieza dramática en la que no tenía arte ni parte. Entró en las arcadas y pasó junto a galerías de arte, a tiendas de antigüedades y a portales lo bastante altos para cruzarlos a caballo. Se detuvo en el puente Nydegg y observó el río. Tantas noches, pensó. Tantas calles hasta llegar a este sitio. Evocó a Hesse: Cuan extraño es deambular en medio de la bruma… ningún árbol reconoce al próximo. La neblina helada se arremolinaba sobre las aguas agitadas y un color amarillo pastel iluminaba la represa.

Una furgoneta Volvo color naranja, con matrícula de Berna, se acercó desde atrás, y apagó los faros unos instantes. Mientras Smiley se encaminaba hacia el vehículo, se abrió la portezuela del lado del acompañante y gracias a la luz del interior divisó a Toby Esterhase al volante y, en el asiento trasero, a una mujer de aspecto austero con uniforme de ama de casa bernesa, con un chiquillo que saltaba sobre sus rodillas. Los utiliza como cobertura, pensó Smiley, para lograr lo que los observadores denominan la imagen. El coche arrancó y la mujer empezó a hablar con el niño. Su tono suizo alemán tenía una nota constante de irritación:

—Eduard, mira la grúa… ahora pasamos junto al foso de los osos, Eduard… Mira, Eduard, un tranvía…

Smiley recordó que los observadores siempre quedan insatisfechos: es el destino de todo voyeur. Ella movía las manos y dirigía la mirada del niño a todas partes. Una velada familiar, oficial, —acotación para la escena—. Hemos salido de visita en nuestro hermoso Volvo naranja, oficial. Ahora volvemos a casa. Naturalmente, oficial, los hombres van sentados delante.

Habían entrado en Elfenau, el ghetto diplomático de Berna. En medio de la bruma, Smiley divisó jardines enmarañados y teñidos de blanco por la helada, y los pórticos verdes de las mansiones. Los faros iluminaron una placa de bronce con el nombre de un país árabe y a los dos guardianes que la protegían. Pasaron junto a una iglesia anglicana y una serie de pistas de tenis; se internaron en una avenida bordeada por hayas deshojadas. Los faroles pendían de éstas como globos blancos.

—El número dieciocho se encuentra quinientos metros más adelante, a la izquierda —explicó Toby en voz baja—. Grigoriev y su esposa ocupan la planta baja —conducía a muy poca velocidad y utilizaba la bruma como excusa.

—¡Eduard, aquí vive gente muy rica! —canturreaba la mujer desde el asiento trasero—. Todos vienen del extranjero. Puedes estar seguro de que son mucho más ricos que nosotros. ¡Presta atención y quizá veas a un negro! ¡Hasta los negros son ricos!

—La mayor parte de la gente del otro lado del telón de acero no vive en Elfenau sino en Muri —agregó Toby—. Es una comuna y lo hacen todo en grupo. Van de tiendas en grupo, salen de paseo en grupo, cualquier cosa que se te ocurra la hacen en grupo. Los Grigoriev son diferentes. Se mudaron de Muri hace tres meses y arrendaron este piso a título personal. El alquiler asciende a tres mil quinientos francos mensuales que él paga al dueño directamente.

—¿En efectivo?

—Mensualmente, en billetes de cien.

—¿Cómo paga la Embajada el resto de los alquileres?

—Por intermedio de las cuentas de la misión. Pero no el de Grigoriev. Este es la excepción a la regla.

Un patrullero de la policía los adelantó con la lentitud de una gabarra; Smiley vio que, desde el interior, tres cabezas se volvían hacia ellos.

—¡Mira, Eduard, la policía! —exclamó la mujer e intentó que el niño los saludara con la mano—. Los diplomáticos no pagan impuestos —explicó al pequeño—. Es tu madre la que paga impuestos. Los diplomáticos pueden aparcar el coche donde se les antoje. Así son las cosas.

Toby tuvo el tino de no dejar de hablar:

—Los chicos de la policía se preocupan por las bombas —comentó—. Creen que los palestinos harán volar el mundo en mil pedazos. Por un lado, George, esto es bueno para nosotros, pero también tiene sus desventajas. Si somos torpes, Grigoriev puede llegar a creer que somos custodios locales. Pero éste no será el criterio de la policía. Faltan cien metros. George, trata de ver un Mercedes negro en el jardín de delante. El resto del personal utiliza los coches de la Embajada, pero Grigoriev no. Él conduce su propio Mercedes.

—¿Cuándo lo compró? —preguntó Smiley.

—Hace tres meses, de segunda mano. En la misma época en que dejó Muri. Para él supuso un gran paso adelante. Recibió tantas cosas que parecía un cumpleaños. El coche, la casa, el ascenso de primer secretario a consejero.

Era una villa estucada, emplazada en un extenso jardín que no tenía fin a causa de la bruma. En una ventana salediza de la fachada, Smiley vislumbró una lámpara encendida detrás de las cortinas. En el jardín había un tobogán y una piscina que parecía estar vacía. En la calzada curva de grava se destacaba un Mercedes negro con matrícula diplomática.

—El número de las matrículas de todos los coches de la Embajada soviética termina en 73 —dijo Toby—. A los ingleses les han asignado el 72. Hace dos meses, Grigorieva obtuvo el permiso de conducir. En la Embajada sólo lo tienen dos mujeres. Ella es una de esas privilegiadas y te aseguro que es una pésima conductora.

—¿Quién ocupa el resto del edificio?

—El propietario. Es profesor en la Universidad de Berna, un pelotillero. Hace un tiempo se le acercaron los primos americanos, le explicaron que querían colocar un par de micrófonos de sondeo en la planta baja y le ofrecieron dinero. El profesor aceptó el dinero y, como buen ciudadano, los denunció a la Bundespolizei. Y ésta se asustó. Prometió a los primos que haría la vista gorda a cambio de poder mirar el producto. La operación fue abandonada. Al parecer, los primos no estaban especialmente interesados en Grigoriev y sólo era un asunto de rutina.

—¿Dónde están los hijos de Grigoriev?

—Son internos de la Escuela de la Misión Soviética en Ginebra. Los viernes por la noche vuelven a su casa. Durante el fin de semana, la familia sale de excursión, retoza en los bosques, sigue el curso de los ríos, juega al badminton, recoge setas. Grigorieva es una fanática de la vida natural. Además, ahora se dedican a ir en bicicleta —agregó Toby.

—¿Grigoriev va a esas excursiones con la familia?

—George, trabaja los sábados… estoy convencido de que para librarse de su familia.

Smiley notó que Toby tenía opiniones claras sobre el matrimonio Grigoriev. Se preguntó si éstas contenían ecos del de Toby.

Habían abandonado la avenida y entrado en una calle lateral.

—Escúchame, George —decía Toby, refiriéndose todavía a los fines de semana de Grigoriev—. ¿De acuerdo? Los observadores imaginan cosas. Deben hacerlo, pues ése es su trabajo. En la Sección de visados trabaja una muchacha morena y, para ser rusa, de gran atractivo sexual. Los muchachos la llaman «Pequeña Natasha». Su verdadero nombre es otro, pero para ellos es Natasha. Los sábados trabaja en la Embajada. En un par de ocasiones, Grigoriev la llevó en coche hasta su casa en Muri. Hicimos algunas fotos, que no están mal. Ella se apeó del coche antes de llegar a su apartamento y recorrió a pie los últimos quinientos metros. ¿Por qué? En otra ocasión, la llevó a dar un paseo… sólo una vuelta por el Gurten, pero hablaron muy amistosamente. Quizá los muchachos quieren que la relación sea así a causa de Grigorieva. George, este tío les cae bien. Ya sabes cómo son los observadores. Siempre es cuestión de amor u odio. Les cae bien.

Toby estaba a punto de parar el coche. Las luces de un pequeño café brillaban en la bruma. Frente a éste se encontraba un Citroën dos caballos verde, con matrícula de Ginebra, una pila de cajas de cartón en el asiento trasero —de muestras comerciales— y una cola de zorro que colgaba de la antena de la radio. Toby se apeó de un salto, abrió la frágil puerta del dos caballos y empujó a Smiley hasta el asiento del acompañante; después le entregó un sombrero flexible que Smiley se puso. Para sí, Toby contaba con una piel de estilo ruso. Partieron y Smiley vio que la matrona bernesa subía al asiento delantero del Volvo naranja que acababan de abandonar. El niño les despidió tristemente por el cristal trasero mientras se alejaban.

—¿Cómo están todos? —inquirió Smiley.

—Perfectamente bien, George, del primero al último firmes en su lugar. Uno de los hermanos Sartor tenía un hijo enfermo, por lo que tuvo que regresar a su casa de Viena. Casi se le partió el corazón de pena. Por lo demás, todo está a la perfección. Eres el número uno para todos ellos. El que se acerca por la derecha es Harry Slingo. ¿Te acuerdas de él? Era compañero mío en Acton.

—Me enteré de que su hijo ganó una beca de estudios en Oxford —comentó Smiley.

—Becado en física en Wadham, Oxford. Ese muchacho es un genio. George, no muevas la cabeza, sigue mirando hacia delante.

Adelantaron a una camioneta aparcada, en uno de cuyos lados, pintado en letras vistosas, se leía «Auto-Schnelldients». El conductor dormitaba ante el volante.

—¿Quién va en la parte de atrás? —preguntó Smiley cuando se alejaron.

—Pete Lusty, que solía ser cazador de cabezas. Estos chicos han sufrido mucho. George, si no hay trabajo tampoco hay acción. Pete se alistó en el ejército rodesiano. Mató a unos cuantos, no le importó un comino y volvió. No es extraño que te adoren —volvieron a pasar junto a la casa de Grigoriev. Una luz se destacaba a través de otra ventana—. Los Grigoriev se acuestan temprano —agregó Toby con cierto respeto. Delante de ellos estaba aparcada una limusina con matrícula consular de Zurich. En el asiento del conductor, un chofer leía un libro de bolsillo—. Ese es Canadá Bill —explicó Toby—. Si Grigoriev sale de la casa y se dirige a la derecha, pasa junto a Pete Lusty. Si va a la izquierda, pasa junto a Canadá Bill. Son buenos chicos, muy despiertos.

—¿Quién está detrás de nosotros?

—Las chicas Meinertzhagen. La grandota se casó.

La bruma tornaba muy íntima y serena la marcha. Descendieron por una suave pendiente y pasaron junto a la residencia del embajador británico y a su Rolls-Royce, aparcado en la calzada curva, ambos situados a la derecha. La calle daba vuelta hacia la izquierda y Toby la siguió. Al hacerlo, el coche que iba detrás los adelantó, encendiendo convenientemente las luces largas. Gracias a esa iluminación, Toby vio un arbolado callejón sin salida que acababa en un par de portales altos, cerrados y protegidos desde el interior por un pequeño grupo de hombres. Los árboles impedían la visión de todo lo demás.

—George, bienvenido a la Embajada soviética —saludó Toby con voz muy suave—. Veinticuatro diplomáticos, cincuenta miembros de otras jerarquías… codificadores, mecanógrafos y algunos espantosos conductores, todos con base en este lugar. La delegación comercial se encuentra en otro edificio, en la Schanzeneckstrasse número diecisiete. Grigoriev la visita a menudo. En Berna también contamos con Tass y con Novosti, en su mayoría rufianes del personal fijo. La residencia matriz está en Ginebra, con cobertura de las Naciones Unidas, y cuenta aproximadamente con doscientas personas. Este lugar cumple una función secundaria: doce quince en total, pero sólo crece lentamente. El consulado es un anexo de la parte trasera de la Embajada. Entras en él a través de un portal de la verja, como si penetraras en un fumadero de opio o en un burdel. En el camino cuentan con una cámara que se conecta con un circuito cerrado de televisión y en la sala de espera han colocado dispositivos de exploración. Intenta solicitar un visado alguna vez.

—Muchas gracias, pero creo que me perderé esa experiencia —respondió Smiley y, excepcionalmente, Toby rió.

—El parque de la Embajada —explicó Toby cuando los faros iluminaron el bosque en pendiente que caía hacia la derecha—. Aquí Grigorieva juega al balón volea y adoctrina políticamente a los niños. George, créeme si te digo que es una mujer con mucha trastienda. El parvulario de la Embajada, las clases de vulgata marxista, el club de ping-pong, badminton para mujeres… esa tía maneja todo el cotarro. Si no me crees, oye a mi gente hablar de ella —mientras salían del callejón sin salida, Smiley levantó la mirada hacia la ventana alta de la casa de la esquina y vio que una luz se apagaba y volvía a encenderse—. Ese es Pauli Skordeno que dice «bienvenido a Berna» —dijo Toby—. La semana pasada logramos alquilar el último piso de esa residencia. Pauli es colaborador de Reuter. Hasta le falsificamos un carnet de periodista. Tiene permiso para transmitir cables y todo lo necesario —Toby aparcó el coche cerca de la Thunplatz. Un campanario daba las once. Caían algunos copos de nieve, pero la bruma no se había dispersado. Durante unos minutos ninguno de los dos habló—. George, el día de hoy fue una copia de la semana pasada y la semana pasada una copia de la anterior —agregó Toby—. Todos los jueves ocurre lo mismo. Al salir del trabajo, Grigoriev lleva el Mercedes al garaje, llena el depósito de gasolina comprueba el nivel de aceite y el agua de la batería y solicita un recibo. Vuelve a su casa. A las seis o poco más tarde, un coche de la Embajada se detiene en la puerta de su casa y de él se apea Krassky, el correo diplomático de Moscú. Va solo. Krassky es un personaje muy irritante, un profesional. En todas las demás situaciones, Krassky no va a ningún sitio sin Bogdanov, su compañero. Vuelan juntos, se trasladan juntos, comen juntos. Pero para la visita a Grigoriev, Krassky rompe filas y va solo. Se queda media hora y se marcha. ¿Por qué? George, es una conducta muy irregular para un correo diplomático. Y créeme que muy peligrosa si no tiene respaldo.

—Toby, ¿qué opinión te merece Grigoriev? ¿Qué es?

Toby inclinó la palma de la mano extendida.

—George, Grigoriev no es un rufián bien adiestrado. Carece de oficio y, mejor dicho, es un desastre total. Creo que es un mestizo.

«Igual que Kirov», pensó Smiley.

—¿Opinas que tenemos suficientes cosas con respecto a él? —inquirió Smiley.

—Técnicamente, no hay problemas. El banco, la identidad falsa, incluso la Pequeña Natasha: técnicamente, contamos con una mano de ases.

—Y crees que se quemará —agregó Smiley, más como confirmación que como pregunta.

En la oscuridad, Toby volvió a inclinar una vez más la palma de la mano hacia un lado y hacia el otro.

—George, la quema siempre es un riesgo, ¿comprendes? Algunos muchachos se sienten heroicos y repentinamente desean morir por su país. Otros se dan la vuelta y se quedan quietos en cuanto les pones una mano encima. Pero la quema despierta la testarudez de algunas personas. ¿Me entiendes?

—Sí, creo que sí —respondió Smiley. Recordó Delhi una vez más y el rostro mudo que le observaba entre el humo: de los cigarrillos.

—George, ve con calma. ¿De acuerdo? Alguna vez tienes que descansar.

—Buenas noches —se despidió Smiley.

Alcanzó el último tranvía, que le llevó hasta el centro de la ciudad. Cuando entró en el Bellevue Palace, nevaba copiosamente: copos grandes que se arremolinaban bajo la luz mortecina, demasiado húmedos para asentarse. Puso el despertador a las siete.