6
Cuando Smiley salió del piso franco respiró el aire fresco de esa mañana en Hampstead y encontró la misma luz mortecina que también dio los buenos días a Ostrakova, a pesar de que el otoño estaba más avanzado en París y en los sicómoros sólo quedaban unas pocas hojas. Al igual que Smiley, ella tampoco había pasado una buena noche. Se había levantado a oscuras, se vistió con esmero y, puesto que parecía hacer más frío, se preguntó si ése sería el día en que se pondría las botas de invierno, dado que la corriente de aire en el almacén podía resultar terrible y se ensañaba, sobre todo, con sus piernas. Indecisas, retiró las botas del armario, les pasó un paño e incluso las lustró, pero aún no había decidido si se las pondría o no. Y eso era lo que siempre le ocurría cuando se esforzaba por resolver un problema serio: los nimios se volvían insoportables. Conocía todas las señales y las veía llegar, pero no podía hacer nada. Perdería el bolso, armaría un lío con la contabilidad del almacén, se quedaría fuera del apartamento sin la llave y tendría que recurrir a la vieja y tonta portera, madame la Pierre, que comistrajeaba y respiraba ruidosamente como una cabra en un campo de ortigas. Cuando ese estado de ánimo se apoderaba de ella, era muy capaz, después de quince años de hacer el mismo recorrido, de coger un autobús que no correspondía y terminar, furiosa, en un barrio desconocido. Finalmente se calzó las botas —mientras para sus adentros murmuraba «vieja idiota, cretina» y cosas por el estilo— y cargada con la pesada bolsa de la compra que había preparado la noche anterior, emprendió el camino de costumbre, pasó junto a las tres tiendas en las que solía proveerse y no entró en ninguna de ellas, mientras intentaba dilucidar si había perdido o no su sano juicio.
Estoy loca. No estoy loca. Alguien intenta matarme, alguien intenta protegerme. Estoy a salvo. Corro un peligro mortal. Cavilaba incesantemente, pasando de uno a otro extremo.
Durante las cuatro semanas que habían pasado desde que recibiera al menudo confesor estonio, Ostrakova había percibido muchos cambios en sí misma y estaba satisfecha con la mayoría de ellos. El hecho de que se hubiese enamorado de él no era pertinente: su aparición fue oportuna y la picardía del hombre reavivó su propio sentido inconformista en un momento en que corría el riesgo de extinguirse. Él la había estimulado. Quizá su apariencia de gato callejero fue lo que le hizo recordar a Glikman y a otros hombres. Ostrakova jamás había sido estrictamente casta. Por si esto fuese poco, pensó, el mago es un hombre guapo, conoce a las mujeres, aparece en mi vida con una foto de mi opresor y la decisión de eliminarlo… ¡pues entonces sería totalmente absurdo, pese a ser una vieja tonta y solitaria, que no me enamorase de él a primera vista!
Pero la solemnidad del hombre la había impresionado aún más que su encanto.
«No debe adornar las cosas», le había dicho con excepcional aspereza cuando Ostrakova aplicó su sentido festivo o su necesidad de variación y se apartó ligeramente de la versión que había expuesto por escrito al general. «No cometa el error de suponer que el peligro ha pasado, simplemente por el hecho de que ahora se siente más tranquila».
Ella había prometido hacer caso de sus palabras.
—El peligro es absoluto —había dicho él antes de partir—. No está en sus manos acrecentarlo ni reducirlo.
Con anterioridad, algunas personas le habían hablado del peligro, pero cuando el mago mencionó el tema, Ostrakova le creyó.
—¿Peligro para mi hija? —había preguntado—. ¿Peligro para Alexandra?
—Su hija no tiene nada que ver con todo esto. Puede estar segura de que ignora todo lo que ocurre.
—Entonces, ¿peligro para quién?
—Peligro para todos los que conocemos esta cuestión —había replicado el mago mientras ella le concedía graciosamente un único abrazo, en el umbral—. Sobre todo, peligro para usted.
Y ahora, durante los últimos tres días —¿o eran dos, o diez?—, Ostrakova juraba que había visto que el peligro se cernía sobre ella como un ejército de fantasmas alrededor de su propio lecho de muerte. El peligro que era absoluto, que no estaba en sus manos acrecentar ni reducir. Y volvió a percibirlo la mañana de ese sábado mientras caminaba con paso decidido, con sus botas de invierno lustradas y balanceando a un lado la pesada bolsa de la compra: esos dos mismos hombres la perseguían, a pesar de que era fin de semana. Hombres duros. Más recios que el hombre macilento. Hombres que permanecen en los cuarteles generales y escuchan los interrogatorios. Hombres que jamás pronuncian una palabra. Uno iba cinco metros detrás de ella mientras el otro se mantenía a su altura por la acera de enfrente y en ese momento pasaba frente al umbral de ese vagabundo de Mercier, el fabricante de velas, cuyo toldo rojo y verde colgaba a tan poca altura que suponía un peligro incluso para alguien de la modesta estatura de Ostrakova.
Cuando se permitió reparar en ellos por primera vez, llegó a la conclusión de que eran hombres del general. Ocurrió el lunes… ¿o fue el viernes? El general Vladimir me ha enviado a sus guardaespaldas, pensó divertida, y durante una peligrosa mañana pensó en los gestos amistosos que les haría a fin de expresar su gratitud: las sonrisas de una complicidad que les dedicaría cuando nadie mirara, incluso la soupe que les prepararía y les llevaría para ayudarles a pasar su vigilia en los umbrales. ¡Dos guardaespaldas corpulentos y fornidos para una vieja dama!, había pensado. Ostrakov tenía razón: ¡ese general era un auténtico caballero! Al segundo día, llegó a la conclusión de que no estaban allí y de que su voluntad de distinguir a esos hombres sólo era una consecuencia de su deseo de reunirse con el mago. Busco vínculos con él, pensó; del mismo modo, hasta ahora no he sido capaz de lavar el vaso del cual bebió su vodka y de sacudir los almohadones en los que se sentó y desde los que me habló sobre el peligro.
Pero durante el tercer día —¿o fue el quinto?—, tuvo una visión distinta y más definida de sus supuestos protectores. Dejó de jugar a la niña pequeña. Fuera el día que fuese, al salir temprano de su apartamento a fin de comprobar un envío especial que había llegado al almacén, había abandonado el santuario de sus abstracciones sobre las calles de Moscú, tal como las había visto tan a menudo durante los años compartidos con Glikman. Con excepción de un coche negro aparcado a veinte metros de su casa, la calle empedrada y débilmente iluminada estaba vacía. Era probable que el coche hubiese llegado en ese momento. Más tarde creyó que lo había visto aparcar, aparentemente para que se apearan los centinelas que harían la ronda. Frenó bruscamente en el mismo momento en que ella salió. Y apagó los faros. Ostrakova empezó a andar con decisión por la acera. «Sobre todo, peligro para usted», recordaba una y otra vez; «peligro para todos los que estamos enterados».
El coche la seguía.
«Creen que soy una ramera —pensó inútilmente—, una de las viejas que se ocupan de la clientela de primeras horas de la mañana».
Súbitamente su único objetivo fue entrar en una iglesia. En cualquier iglesia. La iglesia ortodoxa rusa más próxima se encontraba a veinte minutos de distancia y era tan pequeña que rezar en ella parecía una sesión de espiritismo; la proximidad de la Sagrada Familia ofrecía el perdón por sí misma. Pero veinte minutos equivalían a una vida. Por norma, evitaba las iglesias no ortodoxas: era una traición a su nacionalidad. Sin embargo, esa mañana, mientras el coche avanzaba lentamente a su espalda, Ostrakova abandonó sus prejuicios y se internó en la primera iglesia que apareció, que no sólo era católica sino católica moderna, de modo que oyó dos veces la misa entera en un francés deplorable, leída por una cura obrero que olía a ajo y a cosas peores. Cuando salió, los hombres no estaban a la vista y eso era lo único importante… a pesar de que cuando llegó al almacén tuvo que prometer que haría dos horas extraordinarias a fin de compensar los inconvenientes provocados por su retraso. De todos modos, eso fue lo único importante que ocurrió.
A lo largo de los tres días siguientes —¿o fueron cinco?—, no ocurrió nada. Ostrakova se había vuelto tan incapaz de ahorrar tiempo como dinero. Fueron tres o cinco días, se habían ido, nunca habían existido. Todo correspondía a su modo de «adornar las cosas», como había dicho el mago, a su estúpida costumbre de ver demasiado, de mirar a demasiadas personas a los ojos, de inventar demasiados incidentes. Hasta hoy, en que estaban de regreso. Pero hoy era cincuenta mil veces peor, pues hoy era ahora, y hoy la calle estaba tan vacía como el último día del mundo o el primero y el hombre que se encontraba cinco metros atrás se acercaba y el hombre que había pasado bajo el toldo escandalosamente peligroso de la tienda de Mercier cruzaba la calle para reunirse con el primero.
Se suponía que lo ocurrido después, según las descripciones o la imaginación de Ostrakova, tuvo lugar a la velocidad del rayo. En un instante estabas en posición vertical, andando por la acera, y al siguiente, en medio de una ráfaga de luces y el aullido de las sirenas, te trasladaban por el aire hasta la mesa de operaciones rodeada de cirujanos con máscaras de todos los colores. O estabas en el Cielo, ante el Todopoderoso, y musitabas excusas con respecto a ciertos deslices de los que en realidad no te arrepentías y a Él no le importaban, si es que le entendías. O, en el peor de los casos, recuperabas el conocimiento y te devolvían a tu apartamento como una paciente en cura ambulatoria y tu aburrida hermanastra Valentina lo dejaba todo, muy a regañadientes, a fin de venir desde Lyon y convertirse en una regañona incesante junto a tu cama.
Ninguna de esas expectativas se cumplió.
Lo que ocurrió tuvo lugar con la lentitud de un ballet acuático. El hombre que la seguía se colocó a su lado y ocupó la posición derecha o interior. En ese mismo momento, el hombre que había cruzado la calle desde la tienda de Mercier se acercó por la izquierda, andando junto al bordillo en lugar de hacerlo por la acera, de modo que accidentalmente la salpicó con el agua de lluvia del día anterior mientras avanzaba. Dada su fatal costumbre de mirar a los ojos de la gente, Ostrakova observó a sus dos acompañantes indeseados y vio rostros que ya había reconocido y que conocía de memoria. Ellos habían perseguido a Ostrakov, asesinado a Glikman y, en su opinión, habían asesinado durante siglos a todo el pueblo ruso, fuese en nombre del zar, de Dios o de Lenin. Apartó la mirada de los hombres y vio que el coche negro que la había seguido mientras iba hacia la iglesia bajaba lentamente por la calle vacía en dirección a ella. Por tanto, hizo exactamente lo que había pensado durante toda la noche, aquello que la había mantenido despierta mientras lo imaginaba. En la bolsa de la compra había guardado una vieja plancha, una chatarra que Ostrakov había comprado en la época en que suponía que podría ganar algunos francos vendiendo antigüedades. La bolsa de la compra era de cuero —de retazos verdes y pardos— y muy resistente. Ostrakova la echó hacia atrás y la dirigió con todas sus fuerzas contra el hombre que andaba junto al bordillo… hacia sus ingles, el odiado centro de su persona. Éste lanzó una maldición —ella no llegó a oír en qué idioma— y cayó de rodillas. En ese momento, el plan de Ostrakova naufragó. No esperaba tener un enemigo a cada lado y necesitaba tiempo para recuperar el equilibrio y balancear la plancha en dirección al segundo hombre. Pero él no se lo permitió. Rodeó con sus brazos los de ella, la cogió como a un saco de grasa y la levantó del suelo. Ella vio caer la bolsa de la compra y oyó el ruido de la plancha cuando ésta salió de la bolsa y chocó contra la tapa de un desagüe. Con la vista hacia abajo, vio que sus botas colgaban a diez centímetros del suelo, igual que si se hubiese ahorcado como su hermano Niki, cuyos pies estaban vueltos hacia dentro como los de un inocentón. Notó que una de las punteras, la izquierda, se había rayado en la refriega. Ahora los brazos del agresor se apretaron con más fuerza contra su pecho y se preguntó si se le romperían las costillas antes de asfixiarse. Sintió que él la echaba hacia atrás y supuso que la estaba acomodando para introducirla en el coche, que ahora bajaba por la calle a bastante velocidad: la estaban raptando. Esa idea la aterrorizó. Nada, y menos aún la muerte, le resultó tan temible en ese momento como la idea de que esos cerdos la llevasen de regreso a Rusia y la sometiesen a ese tipo de muerte carcelaria, lenta y doctrinaria que, estaba convencida, había acabado con Glikman. Se debatió con todas sus fuerzas y logró morderle una mano al hombre. Vio a un par de curiosos que parecían tan asustados como ella. Entonces se dio cuenta de que el coche no reducía la velocidad y de que los hombres se proponían algo muy distinto: no pensaban raptarla sino asesinarla.
El hombre la soltó.
Ostrakova se tambaleó pero no cayó y cuando el coche viró para derribarla, dio gracias a Dios y a todos los ángeles por haber tomado la decisión de ponerse las botas de invierno, ya que el parachoques delantero le golpeó las espinillas y cuando volvió a ver sus pies los tenía delante de la cara, mientras sus muslos desnudos estaban separados como para parir. Voló unos segundos y chocó contra el pavimento con todo el cuerpo: con la cabeza, la columna vertebral y los talones; después rodó como una salchicha por el empedrado. El coche la había adelantado, pero oyó que daba un frenazo y se preguntó si haría marcha atrás y volvería para pasarle por encima. Intentó moverse pero estaba demasiado atontada. Oyó voces y los golpes de las puertas del coche que se cerraban, oyó que el motor rugía y se desvanecía, de modo que el coche se alejaba o ella perdía el sentido del oído.
—No la toquen —dijo alguien.
«No, no», pensó.
—Es la falta de oxígeno —se oyó decir—. Ayúdenme a ponerme de pie y me recuperaré —¿por qué demonios pronunció esas palabras? ¿O acaso sólo las pensó?— Aubergines —agregó—. Llamen a las aubergines —no sabía si se refería a la compra de berenjenas o a las guardias femeninas de tráfico que, según la jerga parisina, se conocían con el nombre de aubergine.
Después unas manos de mujer la cubrieron con una manta y se desencadenó una acalorada discusión en francés acerca de lo que había que hacer. ¿Alguien había visto la matrícula?, deseaba preguntar. Pero en realidad estaba demasiado soñolienta para preocuparse y, además, no tenía oxígeno… la caída lo había arrebatado de su cuerpo para siempre. Tuvo una visión de aves medio muertas que había visto en el campo ruso, aves que aleteaban en vano sobre el suelo mientras esperaban la llegada de los perros. General, pensó, ¿recibió mi segunda carta? Mientras flotaba, Ostrakova lo recordó y le rogó que la leyera y respondiera a su súplica. General, lea mi segunda carta.
La había escrito hacía una semana, en un momento de desesperación. La había enviado el día anterior, en otro momento desesperado.