10

La Biblioteca Báltica Libre estaba en el tercer piso, encima de una polvorienta librería de viejo especializada en temas espirituales. Sus pequeñas ventanas daban a una sala delantera del Museo Británico. Smiley llegó a través de una escalera de caracol de madera y en su lento ascenso pasó junto a varios carteles hechos a mano y envejecidos, colgados con chinchetas y una pila de cajas de artículos de tocador, de color pardo, pertenecientes a la farmacia vecina. Al llegar a lo alto, se dio cuenta de que se había quedado sin resuello y tuvo el buen tino de hacer una pausa antes de tocar el timbre. Mientras esperaba, presa de un agotamiento pasajero, sufrió una alucinación. Creyó que visitaba una y otra vez el mismo sitio elevado: el piso franco de Hampstead, el desván de Vladimir en Westbourne Terrace y ahora ese obsesionante lugar de los años cincuenta, otrora punto de reunión de los autodenominados irregulares de Bloomsbury. Imaginó que todos constituían un único lugar, un único campo de comprobación de virtudes aún no establecidas. La alucinación se esfumó y Smiley hizo tres llamadas breves y una prolongada, mientras se preguntaba si habían cambiado la contraseña, pero lo dudaba, aún estaba preocupado por Villem, quizá por Stella o quizá por la niña. Oyó el crujido de las tablas del suelo y supuso que alguien que se encontraba a treinta centímetros de él le observaba a través de la mirilla. La puerta se abrió en seguida y entró en un pasillo oscuro al tiempo que dos brazos delgados, aunque fuertes, lo contenían en un abrazo. Olió la calefacción, el sudor y el humo de cigarrillo; un rostro sin afeitar se apretó contra el suyo… mejilla izquierda, mejilla derecha, como para otorgar una medalla, y una vez más la izquierda, como muestra especial de afecto.

—Max —murmuró Mikhel con una voz que era, en sí misma, un réquiem—. Has venido. Me alegro. Deseaba que lo hicieras pero no me atrevía a esperarlo. De todos modos, te esperaba. Esperé todo el día hasta ahora. El te quería, Max. Fuiste el mejor. Siempre lo dijo. Fuiste su fuente de inspiración. Me lo dijo. Su ejemplo.

—Lo lamento, Mikhel —dijo Smiley—. Lo lamento sinceramente.

—Como todos, Max. Como todos. Estamos desconsolados. Pero somos soldados.

Era apuesto, de pecho prominente y elegante, como correspondía al mayor de caballería retirado que afirmaba ser. Sus ojos pardos, enrojecidos por la guardia nocturna, tenían una inclinación que le sentaba bien. Llevaba una chaqueta negra sobre los hombros, como si fuese una capa y botas negras pulcramente lustradas que, sin duda, podían servir para montar a caballo. Había peinado su cabello cano con corrección militar y su bigote era tupido, pero cuidadosamente recortado. A primera vista, su rostro resultaba juvenil y sólo una mirada atenta a la fragmentación de su superficie clara e incontables y minúsculos deltas revelaba que tenía sesenta años o más. Smiley le siguió en silencio hasta la biblioteca. Ésta ocupaba toda la casa y estaba dividida en nacionalidades desaparecidas que se extendían por diversos aposentos: Letonia, Lituania y —no podía faltar— Estonia; cada aposento contaba con una mesa y una bandera y en varias mesas se veían tableros de ajedrez, pero nadie jugaba ni leía. No había nadie a excepción de una cuarentona rubia y rolliza, vestida con falda corta y calcetines hasta los tobillos. Su pelo pajizo, con las raíces oscuras, estaba recogido en un moño austero; la mujer descansaba junto a un samovar y leía una revista de viajes que mostraba un paisaje otoñal con bosques de abedules. Al llegar junto a ella, Mikhel se detuvo y pareció a punto de presentarlos, pero al ver a Smiley los ojos de la mujer relampaguearon con una ira intensa e inconfundible. Le miró, frunció despectivamente los labios y desvió la mirada hacia la ventana mojada por la lluvia. Tenía las mejillas brillantes a causa de las lágrimas y bajo sus ojos de párpados inflamados aparecían cardenales de color oliva.

—Elvira también le quería mucho —comentó Mikhel a modo de explicación cuando estuvieron fuera del alcance de su ira—. Fue un hermano para ella. La formó.

—¿Elvira?

—Sí, es mi mujer. Después de muchos años, nos hemos casado. Me resistía a hacerlo. No siempre es bueno para nuestro trabajo. Pero le debía esta seguridad.

Se sentaron. Alrededor de ellos y en las paredes aparecían fotos de los mártires de movimientos olvidados. Ese ya estaba en la cárcel y fue fotografiado a través de las rejas. Aquél ya estaba muerto y —al igual que con Vladimir—, habían retirado la sábana para dejar al descubierto su rostro ensangrentado. Un tercero, sonriente, se tocaba con una gorra holgada de guerrillero y empuñaba un rifle de cañón largo. De más abajo de la estancia les llegó una ligera explosión, seguida de una estridente maldición en ruso. Elvira, esposa de Mikhel, encendía el samovar.

—Lo lamento —repitió Smiley.

Villem, no temo a los enemigos, pensó Smiley, pero me dan mucho miedo los amigos.

Estaban en el aposento personal de Mikhel, que él denominaba su despacho. En la mesa, junto a una máquina de escribir Remington idéntica a la que había en el apartamento de Vladimir, se veía un teléfono antiguo. Alguien debía haber comprado una partida entera de esas máquinas de escribir, pensó Smiley. Pero el centro de atención era una silla alta, tallada a mano, de patas torneadas y blasón monárquico bordado en el respaldo. Mikhel se sentó en ella ceremoniosamente y juntó las rodillas y las botas como un regente demasiado menudo para el trono. Había encendido un cigarrillo y lo sostenía como una antorcha, verticalmente desde abajo. Por encima de él, flotaba una nube de humo semejante a una cortina de lluvia, exactamente como la recordaba Smiley. Vio en la papelera varios ejemplares desechados de Sporting Life.

—Era un líder, Max, era un héroe —declaró Mikhel—. Debemos tratar de aprovechar su valor y su ejemplo —hizo una pausa, como si esperase que Smiley apuntase esas palabras para publicarlas—. En estos casos, es natural que uno se pregunte cómo es posible continuar. ¿Quién es digno de seguirlo? ¿Quién posee su talla, su sentido del honor y del destino? Por fortuna, nuestro movimiento es un proceso constante. Es mayor que cualquier individuo, incluso que un grupo.

Al escuchar las pulidas frases de Mikhel y mirar sus botas lustradas, Smiley se maravilló de la edad de ese hombre. Los rusos ocuparon Estonia en 1940, recordó. Si entonces era oficial de caballería, Mikhel ahora tenía, por lo menos, sesenta años. Intentó organizar el resto de la turbulenta biografía de Mikhel: el largo camino a través de guerras ajenas y de brigadas étnicas poco dignas de confianza, todos los capítulos de historia contenidos en ese cuerpo menudo. Se preguntó cuántos años tendrían las botas.

—Háblame de sus últimos días, Mikhel —pidió Smiley—. ¿Permaneció activo hasta el final?

—Sí, Max, absolutamente, activo en todos los sentidos. Como patriota, como hombre y como dirigente.

Con la misma expresión de desprecio que había mostrado antes, Elvira les sirvió té, dos tazas con limón y pastelillos de mazapán. Cuando se movía, era una mujer insinuante, de muslos flexibles y con un matiz de desafío en la expresión. Smiley intentó recordar sus antecedentes pero se le escaparon o, quizás, nunca los había conocido. Fue un hermano para ella, pensó. La formó. Pero hacía mucho tiempo que un elemento de su propia vida le había aconsejado que desconfiara de las explicaciones, sobre todo de las amorosas.

—¿Y como miembro del grupo? —preguntó Smiley cuando la mujer se retiró—. ¿También fue activo?

—Siempre —respondió Mikhel con gravedad.

Se produjo una breve pausa, mientras cada uno esperaba amablemente a que el otro tomase la palabra.

—Mikhel, ¿quién crees que lo hizo? ¿Fue traicionado?

—Max, sabes tan bien como yo quién lo hizo. Todos corremos peligro. Todos nosotros. La llamada puede llegar en cualquier momento. Lo importante es que debemos estar listos. Yo mismo soy un soldado y estoy preparado, estoy listo. Si me voy, Elvira contará con su seguridad. Eso es todo. Para los bolcheviques, los exiliados seguimos siendo el enemigo número uno. Un anatema. Donde pueden, nos destruyen. Todavía lo hacen, del mismo modo que una vez destruyeron nuestras iglesias, nuestras aldeas, nuestras escuelas y nuestra cultura. Y tienen razón, Max. Tienen razón al temernos porque un día los destruiremos.

—¿Pero por qué eligieron este preciso momento? —objetó Smiley serenamente, después de ese parlamento tan ritual—. Podrían haber matado a Vladimir hace años.

Mikhel había cogido una caja chata de hojalata con dos rodillos pequeños, semejante a un exprimidor de ropa y un paquete de papel para liar cigarrillos, grueso y amarillo. Humedeció el papel con la lengua, lo acomodó sobre los rodillos y echó encima tabaco negro. Un chasquido, el exprimidor giró y en la superficie plateada apareció un pitillo grueso y flojamente liado. Estaba a punto de encenderlo cuando apareció Elvira y cogió el cigarrillo. Mikhel lió otro y se guardó la caja en el bolsillo.

—A menos que Vladimir tramara algo —prosiguió Smiley después de la preparación de los cigarrillos—. A menos que de algún modo los provocara… cosa que, conociéndolo, es factible.

—¿Quién puede saberlo? —preguntó Mikhel y exhaló lentamente una bocanada de humo.

—Bueno, Mikhel, si alguien puede saberlo, ése eres . Seguramente confió en ti. Durante veinte años o más fuiste su brazo derecho. Primero en París y después aquí. No me dirás que no confió en ti —agregó Smiley candorosamente.

—Max, nuestro jefe era un hombre reservado. En ello residía su fuerza. Tenía que ser reservado. Se trataba de una necesidad militar.

—Pero seguramente no lo fue contigo —insistió Smiley con su tono más lisonjero—. Fuiste su ayudante en París. Su edecán. ¿Su secretario confidencial? ¡Vamos, eres injusto contigo mismo!

Mikhel se echó hacia adelante en el trono y apoyó firmemente una mano menuda sobre el corazón. Su voz ronca adoptó un tono aún más profundo.

—Max, incluso conmigo. Al final, incluso con Mikhel. Fue para protegerme. Para evitarme conocimientos peligrosos. Incluso me dijo: «Mikhel, será mejor que tú no sepas lo que ha vomitado el pasado». Se lo imploré, pero fue en vano. Vino a verme una noche. Yo estaba durmiendo arriba. Tocó el timbre con la señal: «Mikhel, necesito cincuenta libras».

Elvira regresó, esta vez con un cenicero limpio y, mientras lo colocaba en la mesa, Smiley sintió una oleada de tensión, semejante al efecto repentino de una droga. A veces la experimentaba al conducir, cuando estaba a la expectativa de un choque que no se producía. Y también la sentía con Ann, al verla regresar de una cita supuestamente inocente pero sabiendo —simplemente sabiendo— que no era así.

—¿Cuándo ocurrió? —preguntó cuando ella se retiró nuevamente.

—Hace doce días. Hizo una semana el lunes pasado. Por su actitud, percibí inmediatamente que se trataba de un asunto oficial. Nunca me había pedido dinero. «General», le dije, «estás preparando una conspiración. Dime de qué se trata». Pero movió negativamente la cabeza. Le dije: «Escucha, si se trata de una conspiración, acepta mis consejos y ve a ver a Max». Rechazó mi idea y me dijo: «Mikhel, Max es un buen hombre pero ya no confía en nuestro grupo. Incluso desea que pongamos fin a nuestra lucha. Pero cuando haya cogido al pez gordo que espero capturar, iré a ver a Max, reclamaré nuestros gastos y es posible que muchas otras cosas. Pero lo haré después, no antes. Mientras tanto no puedo realizar mis negocios con la camisa sucia. Por favor, Mikhel, préstame cincuenta libras. Esta es la misión más importante de mi vida. Llega hasta el fondo de nuestro pasado». Éstas fueron exactamente sus palabras. Tenía cincuenta libras en la cartera, ya que afortunadamente ese día había hecho una inversión fructífera, y se las di. «General», le dije, «llévate todo lo que tengo. Mis pertenencias son tuyas. Por favor» —repitió Mikhel y para quitarle importancia a su gesto, o para darle autenticidad, chupó con fuerza el cigarrillo amarillo.

En la sucia ventana que se alzaba por encima de ellos, Smiley había visto la imagen de Elvira de pie en mitad de la estancia, atenta a la conversación que sostenían. Mikhel también la había visto e incluso la había mirado con el ceño fruncido, pero parecía poco dispuesto —y quizás era incapaz— a pedirle que se fuera.

—Fue muy generoso por tu parte —agregó Smiley, después de una pausa que consideró pertinente.

—Max, era mi deber. De corazón. No conozco ninguna otra ley.

Ella me desprecia por no ayudar al viejo, pensó Smiley. Estaba enterada, lo sabía, y ahora me desprecia por no ayudarle en su hora de necesidad. Fue un hermano para ella, recordó. La formó.

—Y ese acercamiento a ti… esa petición de fondos operativos, ¿surgió inesperadamente? —preguntó Smiley—. ¿Antes no había ocurrido nada que te indicase que estaba tramando algo grande?

Mikhel volvió a fruncir el ceño, se tomó el tiempo necesario y fue evidente que no le interesaban mucho las preguntas.

—Hace algunos meses, quizá dos, recibió una carta —repuso con cautela—. Aquí, en este domicilio.

—¿Recibía tan poca correspondencia?

—Era una carta especial —agregó Mikhel con el mismo aire de cautela.

Súbitamente Smiley comprendió que Mikhel estaba en lo que los inquisidores de Sarratt denominaban el rincón del perdedor, pues ignoraba —sólo podía imaginar— qué era lo que Smiley ya sabía. Por tanto, Mikhel daría parsimoniosamente su información, con la esperanza de descifrar los conocimientos de Smiley por su expresión.

—¿Quién la envió?

Como solía hacer con frecuencia, Mikhel respondió a una pregunta algo distinta:

—Venía de París, Max, y era una carta larga, de muchas páginas, escrita a mano. Dirigida personalmente al general, no a Miller. Para el general Vladimir, estrictamente personal. En el sobre habían escrito en francés «estrictamente personal». Llegó la carta y la guardé en mi escritorio; él apareció a las once, como de costumbre. «Mikhel, te saludo». Créeme si te digo que incluso a veces nos saludábamos. Le entregué la carta y se sentó —señaló el extremo de la habitación ocupado por Elvira—. Se sentó, la abrió distraídamente como si no esperase nada de ella y vi que gradualmente empezaba a preocuparse. Estaba absorto. Diría que fascinado. Incluso apasionado. Le hablé. No respondió. Volví a dirigirle la palabra, ya le conoces, pero me ignoró totalmente. Salió a pasear. «Volveré», dijo.

—¿Se llevó la carta?

—Por supuesto. Cuando tenía que considerar un asunto serio, solía irse a pasear. Cuando regresó, noté que estaba muy agitado. Tenso. «Mikhel». Ya sabes cómo hablaba. Todos debíamos obedecer. «Mikhel. Prepara la fotocopiadora. Coloca el papel. Tengo que copiar un documento». Le pregunté cuántas copias quería. Una. Le pregunté cuántas hojas. «Siete. Por favor, quédate a cinco pasos de distancia mientras manejo la máquina», me dijo. «No puedo comprometerte en este asunto» —una vez más, Mikhel señaló el lugar como si ello probase la veracidad absoluta del relato. La copiadora negra se alzaba sobre su propia mesa, como una vieja locomotora, con rodillos y agujeros para verter las diversas sustancias químicas—. Al general no se le daban las cosas mecánicas, Max. Le preparé la máquina… y luego me quedé… aproximadamente aquí… mientras le dictaba las instrucciones para operar la copiadora. Cuando terminó, cubrió las copias con el cuerpo mientras se secaban, luego las dobló y las guardó en el bolsillo.

—¿Y el original?

—También lo guardó en el bolsillo.

—¿De modo que no leíste la carta? —preguntó Smiley con tono de ligera conmiseración.

—No, Max. Lamento decirte que no lo hice.

—Pero viste el sobre. Lo tuviste aquí mientras esperabas que Vladimir llegara para entregárselo.

—Ya te lo dije, Max. Venía de París.

—¿De qué distrito?

Nuevamente vaciló antes de contestar.

—El decimoquinto —respondió Mikhel—. Creo que el decimoquinto, en el que muchos de los nuestros solían vivir.

—¿Y la fecha? ¿Puedes ser más preciso en este punto? Dijiste alrededor de dos meses.

—Principios de septiembre. Diría que fue a principios de septiembre. También es posible que a finales de agosto. Digamos que hace alrededor de seis semanas.

—¿La dirección del sobre también iba manuscrita?

—Lo iba, Max, lo iba.

—¿De qué color era el sobre?

—Pardo.

—¿Y la tinta?

—Supongo que azul.

—¿Venía cerrado?

—¿Cómo?

—¿El sobre estaba cerrado con lacre o con celo o sólo engomado de manera corriente? —Mikhel se encogió de hombros, como si esos detalles fuesen indignos de él—. Pero cabe suponer que el remitente escribiese su nombre en el exterior del sobre —insistió Smiley sin presionarle.

Aunque lo hubiera escrito, Mikhel no lo reconocería.

Durante unos instantes, la mente de Smiley se concentró en el sobre pardo escondido en el guardarropa del Savoy y en la apasionada petición de ayuda que contenía. Esta mañana tuve la impresión de que se proponen matarme. ¿No me enviaría una vez más a su mágico amigo? Con matasellos de París, pensó. El distrito decimoquinto. Después de la primera carta, Vladimir dio las señas de su casa a quien la escribió, pensó. Del mismo modo que dio el número de teléfono de su hogar a Villem. Después de la primera carta, Vladimir se ocupó de evitar el contacto con Mikhel.

Sonó un teléfono y Mikhel respondió de inmediato, pronunció un monosílabo y después escuchó.

—Entonces póngame cinco de cada —murmuró y colgó con dignidad de magistrado.

Al acercarse al objetivo principal de su visita a Mikhel Smiley tuvo el cuidado de proceder con gran cautela. Recordó que Mikhel —que en la época en que se unió al grupo de París había visto el interior de la mitad de los centros de interrogatorio de Europa del Este— tenía la costumbre de contenerse cuando le aguijoneaban y que de ese modo, en su época, había enloquecido a los inquisidores de Sarratt.

—Mikhel, ¿puedo preguntarte algo? —dijo Smiley, meditó y escogió una línea tangencial al propósito principal de su investigación.

—Por supuesto.

—La noche en que te visitó a ti para pedirte dinero prestado, ¿se quedó? ¿Le preparaste una taza de té? ¿Quizá jugaste con él al ajedrez? Por favor, ¿puedes describirme brevemente esa velada?

—Jugamos al ajedrez, pero sin concentración. Max, él estaba preocupado.

—¿Dijo algo más sobre el pez gordo?

Los ojos caídos estudiaron apreciativamente a Smiley.

—¿Cómo, Max?

—El pez gordo. La operación que, según dijo, estaba organizando. Me gustaría saber si se explayó sobre este tema.

—Nada. Nada de nada, Max. Se mostró totalmente reservado.

—¿Tuviste la impresión de que afectaba a otro país?

—Sólo mencionó que no tenía pasaporte. Estaba dolido… Max, te digo sinceramente que se sentía herido porque el Circus no le proporcionaba un pasaporte. Después de tantos servicios, de tanta devoción, se sentía dolido.

—Era por su propio bien, Mikhel.

—Max, yo lo comprendo perfectamente. Soy más joven, un hombre de mundo, flexible. Max, en ocasiones el general era impulsivo. Incluso los que le admirábamos teníamos que tomar medidas para contener sus energías. Pero a él le resultaba incomprensible, insultante.

A sus espaldas, Smiley oyó un ruido sordo de pisadas mientras Elvira regresaba desdeñosamente a su rincón.

—Entonces, ¿quién pensaba que debía viajar en su lugar? —preguntó Smiley e ignoró nuevamente a la mujer.

—Villem —contestó Mikhel con evidente desaprobación—. No se expresó con claridad, pero creo que envió a Villem. Esa fue la impresión que me dio: que Villem iría. El general Vladimir hablaba orgullosamente de la juventud y el honor de Villem. También de su padre Incluso hizo una referencia histórica. Habló de introducir a la nueva generación para reparar las injusticias de la vieja. Estaba muy conmovido.

—¿Adónde lo envió? ¿Vladi aludió a este tema?

—No me lo dijo. Sólo comentó: «Villem tiene pasaporte, es un chico valiente, un buen báltico, y puede viajar, pero de todos modos es necesario protegerlo». Yo no me inmiscuyo, Max, no me entrometo. No tengo por costumbre hacerlo y lo sabes.

—De todos modos, supongo que te formaste alguna impresión —agregó Smiley—. Todos lo hacemos. Al fin y al cabo, Villem no es libre de ir a tantos lugares. Menos aún con cincuenta libras. También hay que tener en cuenta el trabajo de Villem, ¿verdad? Por no hablar de su esposa. No podía desaparecer inopinadamente cuando le daba la gana.

Mikhel hizo un gesto claramente militar: proyectó los labios adelante hasta que el bigote quedó casi del revés y se tironeó astutamente de la nariz con el pulgar y el índice.

—El general también me pidió mapas —explicó por último—. Dudaba en decírtelo. Eres su vicario, Max, pero no perteneces a nuestra causa. De todos modos, como confío en ti, te lo digo.

—¿Mapas de dónde?

—Mapas callejeros —abarcó con una mano los estantes como si les ordenara que se acercasen—. Mapas de ciudades. De Danzig, Hamburgo, Lubeck, Helsinki. El litoral norteño. Le dije: «General, déjame ayudarte. Por favor. Soy tu ayudante en todo. Tengo derecho. Vladimir, déjame ayudarte». Me rechazó. Deseaba actuar solo.

Reglas de Moscú, pensó Smiley por enésima vez. Muchos mapas, pero sólo uno es el adecuado. Notó una vez más que Vladimir tomaba medidas para confundir sus intenciones ante su leal ayudante de París.

—¿Y después se fue? —preguntó.

—Así es.

—¿A qué hora?

—Ya era tarde.

—¿Puedes precisar la hora?

—Las dos, las tres y hasta es posible que fueran las cuatro. No estoy seguro.

Smiley notó que la mirada de Mikhel pasaba ligeramente por encima de su hombro y quedaba fija en un punto más alejado. Un instinto por el cual se había guiado desde que tenía memoria le llevó a preguntar:

—¿Vladimir vino solo?

—Naturalmente, Max, ¿quién podía acompañarle?

El estrépito de la vajilla los interrumpió cuando Elvira reanudó torpemente sus tareas en el otro extremo de la estancia. En ese momento Smiley se atrevió a mirar a Mikhel y vio que observaba a su esposa con una expresión que reconoció pero que, durante unas décimas de segundo, no logró interpretar: desesperada y afectuosa a la vez, dividida entre la dependencia y el hastío. Con enfermiza simpatía Smiley descubrió que miraba su propio rostro tal como lo había visto muy a menudo, con los ojos rojos como los de Mikhel, en los bonitos espejos dorados de Ann en la casa de Bywater Street.

—Puesto que no permitió que le ayudaras, ¿qué hiciste? —preguntó Smiley también con estudiada indiferencia—. ¿Te sentaste a leer, jugaste al ajedrez con Elvira?

Los ojos pardos de Mikhel le observaron unos instantes, se apartaron y volvieron a posarse en él.

—No, Max —replicó con suma cortesía—. Le di los mapas. Deseaba estudiarlos a solas. Me despedí de él. Cuando se fue, yo ya dormía.

Evidentemente, Elvira no dormía, pensó Smiley. Elvira se quedó para que su hermano de adopción la formara. Activo como patriota, como hombre y como dirigente, ensayó Smiley. Activo en todos los sentidos.

—¿Qué contacto has tenido con él desde entonces? —quiso saber Smiley.

Mikhel recordó súbitamente el día anterior. Ninguno hasta el día anterior, dijo:

—Me telefoneó ayer por la tarde. Max, te juro que hace muchos años que su voz no sonaba tan entusiasmada. Feliz, diría que estaba eufórico. «¡Mikhel! ¡Mikhel!». Max, era un hombre dichoso. Vendría a verme por la noche. Anoche. Probablemente tarde, pero traería mis cincuenta libras. Le dije: «General, ¿qué son cincuenta libras? ¿Estás bien? ¿Estás a salvo? Cuéntame». «Mikhel, he estado pescando y me siento dichoso. Espérame despierto —me dijo—. Me reuniré contigo a las once o poco después. Tendré el dinero. Además, necesito ganarte una partida de ajedrez para calmar mis nervios». Me quedo levantado, preparo té, le espero. Y sigo esperando. Max, yo soy un soldado, no temo por mí. Pero temía por el general… por el viejo, Max. Llamé por teléfono al Circus pues se trataba de una emergencia. Me colgaron. ¿Por qué? Max, por favor, ¿por qué hiciste eso?

—No estaba de guardia —repuso Smiley, que ahora observaba a Mikhel con tanta atención como se atrevía—. Sigue, Mikhel —agregó deliberadamente.

—Sí, Max.

—¿Qué supusiste que haría Vladimir después de telefonearte para darte la buena nueva… y antes de venir a devolverte las cincuenta libras?

Mikhel no vaciló:

—Naturalmente, supuse que iría a ver a Max. Había capturado al pez gordo. En consecuencia, visitaría a Max, reclamaría los gastos y le ofrecería la gran noticia, naturalmente —repitió y miró demasiado directamente a Smiley a los ojos.

Naturalmente, pensó Smiley, y sabías al segundo el momento en que saldría del apartamento y al centímetro el camino que seguiría para ir al piso de Hampstead.

—Como no apareció, telefoneaste al Circus, pero nosotros fuimos poco serviciales —sintetizó Smiley—. Lo siento. ¿Qué hiciste después?

—Telefoneé a Villem. En primer lugar, para cerciorarme de que se encontraba bien y también para preguntarle dónde estaba nuestro jefe. Su esposa inglesa me echó un rapapolvo. Al final fui a su piso. No quería hacerlo, era una invasión, su vida privada le pertenece, pero de todos modos fui. Llamé al timbre. No me abrió la puerta. Volví a casa. Esta mañana, a las once en punto, telefoneó Jüri. Yo no había leído la primera edición de los periódicos de la tarde pues la Prensa inglesa no me agrada. Pero Jüri los había leído. Vladimir, nuestro jefe, estaba muerto —concluyó.

Elvira estaba a su lado. Sostenía una bandeja con dos vasos de vodka.

—Sírvete —pidió Mikhel. Smiley cogió un vaso y Mikhel el otro—. ¡Por la vida! —brindó en voz muy alta y bebió mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Por la vida —repitió Smiley y notó que Elvira les observaba.

Ella fue con él, pensó Smiley. Obligó a Mikhel a ir al piso del viejo, lo arrastró hasta la puerta.

—Mikhel, ¿has hablado con alguien más de este asunto? —preguntó Smiley después de que ella se retirara.

—No confío en Jüri —replicó Mikhel mientras se sonaba la nariz.

—¿Le hablaste a Jüri de Villem?

—¿Cómo?

—¿Le mencionaste a Villem? ¿Sugeriste a Jüri en algún sentido que Villem podía estar enredado con Vladimir? —evidentemente, Mikhel no había cometido ninguno de esos pecados—. Dada la situación, no debes confiar en nadie —agregó Smiley en un tono más formal mientras se disponía a marcharse—. Ni siquiera en la policía. Ésas son las órdenes. La policía no debe saber que Vladimir trabajaba en una operación cuando murió. Es importante por motivos de seguridad. Tanto la tuya como la nuestra. ¿No te dio ningún otro mensaje? Por ejemplo, ¿ninguna palabra para Max?

Dígale a Max que se refiere al Genio, pensó.

Mikhel sonrió pesarosamente.

—¿Mencionó Vladimir recientemente a Héctor?

—Para él, Héctor no era competente.

—¿Vladimir ha dicho eso?

—Por favor, Max. Personalmente, no tengo nada contra Héctor. Héctor es Héctor y no es un caballero, pero en nuestro trabajo debemos utilizar muchas variedades humanas. Esas fueron las palabras del general. Nuestro jefe era un hombre mayor. «Héctor —me dijo Vladimir—. Héctor no es competente. Nuestro buen cartero Héctor se parece a los bancos. Dicen que cuando llueve los bancos te quitan el paraguas. Nuestro cartero Héctor es igual». Por favor, ésas son palabras de Vladimir, no de mi cosecha. «Héctor no es competente».

—¿Cuándo lo dijo?

—Lo mencionó varias veces.

—¿Últimamente?

—Sí.

—¿Cuánto hace de eso?

—Quizá dos meses, quizá menos.

—¿Antes o después de recibir la carta de París?

—Después, sin la menor duda.

Mikhel le acompañó hasta la puerta, como un caballero, aunque Toby Esterhase no lo fuese. De nuevo junto al samovar, Elvira fumaba delante de la misma fotografía de un bosque de abedules. Al pasar a su lado, Smiley oyó una especie de siseo producido con la nariz o con la boca, o con ambas a la vez, como declaración final de su desprecio.

—¿Qué harás ahora? —preguntó a Mikhel de manera semejante a la que hubiera utilizado para preguntar lo mismo a los deudos. Por el rabillo del ojo vio que ella levantaba la cabeza al oír su pregunta y que extendía los dedos sobre la página. Se le ocurrió una última idea y preguntó—: ¿No reconociste la letra?

—¿A qué letra te refieres, Max?

—A la del sobre de París —de repente no le quedó tiempo para esperar una respuesta; de repente se sintió harto de evasivas—. Adiós, Mikhel.

—Que te vaya bien, Max.

La cabeza de Elvira volvió a caer sobre los abedules. Nunca lo sabré, pensó Smiley, mientras bajaba velozmente por la escalera de madera. Ninguno de nosotros lo sabrá. ¿Era Mikhel el traidor ofendido porque el viejo compartía su mujer y pretendía la corona que le había sido negada durante tanto tiempo? ¿O era el oficial y el caballero desinteresado, el servidor siempre leal? ¿O quizá, como tantos servidores fieles, ambas cosas?

Pensó en el orgullo de Mikhel, un orgullo típico de los hombres de la caballería, tan escrupuloso como el culto a la virilidad y el heroísmo. Su orgullo de ser el guardián del general, el orgullo de ser su sátrapa. Su sentido del perjuicio que se le había causado al haberse visto excluido. Una vez más su orgullo… ¡cuántos caminos recorría! ¿Pero hasta dónde se extendía? ¿Hasta el orgullo de entregarse noblemente a cada amo, por ejemplo?

Caballeros, os he servido bien a ambos, dice el agente doble perfecto en el crepúsculo de su vida. Y también dice que fue por orgullo, pensó Smiley, que había conocido a algunos.

Pensó en la carta de siete páginas de París. Pensó en segundas pruebas. Se preguntó en qué manos había terminado la fotocopia… ¿quizás en las de Esterhase? Se preguntó dónde estaba el original. Entonces, ¿quién fue a París? Si Villem fue a Hamburgo, ¿quién era el mago menudo? Estaba muy cansado. El agotamiento le dominó como un virus repentino. Lo sentía en las rodillas, en las caderas, en todo su cuerpo que se desmoronaba. Pero siguió andando porque su mente se negaba a descansar. Además, había llegado el momento en que no quería escolta, fuese amiga o enemiga.