Y ya que estamos…

Rimbaud lo dijo para siempre: Hay que cambiar la vida. Tanto él como Marx comprendieron que si la vida seguía por el cauce que hasta el siglo XX buscó trazarle ese Pantocrátor que también se llama Historia de Occidente, el destino del hombre era 1984. Ocurre entonces que el socialismo nace para destruir al Pantocrátor en la imagen del Zar, como Fidel Castro lo destruye en la de Batista y los sandinistas en la de Somoza. La noción del hombre nuevo surge inevitablemente; entonces, claro, empiezan los problemas en este ajedrez humano, demasiado humano.

Para empezar: ¿en qué medida puede gestarse el hombre nuevo? ¿Quién conoce los parámetros? Hay un esquema ilusorio que rápidamente deriva al sectarismo y al empobrecimiento de la entidad humana: el de querer crear un tipo de revolucionario permanente, considerado a priori como bueno, abnegado, etc. Como bien lo supieron en Cuba, esta idealización entraña la negación de todas las ambivalencias libidinales, de las pulsiones irracionales; en última instancia se traduce en cosas tales como la condena del temperamento homosexual, del individualismo intelectual cuando se expresa en actitudes críticas o en actividades aparentemente desvinculadas del esfuerzo revolucionario, y puede abarcar en su repulsa al sentimiento religioso considerado como un resabio reaccionario.

En Cuba hace rato que las tentativas parciales por imponer el esquema idealista del hombre nuevo han cedido a una visión más abierta que se hace sentir positivamente en todos los planos, desde el intelectual hasta él lúdico y el erótico; nadie sabe en verdad cómo deberá ser el hombre nuevo, pero en cambio los cubanos parecen saber cuál es la cuota de hombre viejo que no se le puede quitar sin mutilarlo irremisiblemente. Una experiencia de veinte años empieza a dar resultados positivos en este campo fundamental; pero, por supuesto, la impenitente crítica antisocialista insiste en denunciar el primer esquema ya superado como si fuera permanente; le basta un caso aislado, un poeta en la prisión, un científico perseguido, para decretar el gulag total.

El viraje negativo de la imagen exterior de Cuba sé dio, es sabido, como consecuencia del llamado «caso Padilla», a comienzo de los años setenta, qué en su momento condensó la visión errónea nacida del esquema ilusorio, y que se tradujo en medidas coercitivas que humillaban en vez de transformar, buscando un valor catártico y hasta ejemplar en cosas tales como la autocrítica pública, sin conseguir otra cosa que un estado de temor permanente, un pregusto de todo lo que en su última instancia desemboca en el terror de 1984. Esto lo saben de sobra los cubanos, y aquellos que hoy lo niegan se cuentan seguramente entre quienes estuvieron más atemorizados y más callados en aquel momento.

Si para algo sirvió en definitiva el caso Padilla, fue para separar el trigo de la paja fuera de Cuba, pues la crítica se escindió en las dos vertientes de que se habla más arriba. Mi crítica, por más solidaria que fuese, me valió siete años de silencio y de ausencia, pero era una crítica que acaso, ayudó a franquear el paso del esquema ilusorio a otro en el que la necesidad de renovación no ignorara las pulsiones que hacen de un hombre lo que verdaderamente es. En cambio la crítica antisocialista se aferró a todas las extrapolaciones y generalizaciones que su retórica era capaz de inventar, y desde entonces hasta hoy, quince años después, sigue anclada en la denuncia permanente de algo transitorio; su periódica reiteración responde mecánicamente a la misma técnica: denunciar un atropello verdadero o no (Arenas, Valladares, etc.) y lanzar desde ahí la monótona escalada a la totalidad de lo cubano, porque esa totalidad es el socialismo en marcha, y de lo que se trata es de acabar con él. Esa crítica no me duele por sí misma sino porque opera en terreno favorable, con el sostén y el apoyo tácitos de los norteamericanos del establishment y de los intereses capitalistas mundiales. Los cubanos han contribuido no poco a favorecerla, aunque les sorprenda oírlo; demasiado solos en su isla, nunca comprendieron toda la importancia de estar auténticamente presentes en el exterior a través de su red diplomática y otros medios de información. La famosa carta de los intelectuales franceses a Fidel Castro, cuando el caso Padilla, fue una carta paternalista e imperdonable por su insolencia, pero puedo afirmar con todas las pruebas necesarias que esa carta no hubiera sido enviada si el primer pedido de información sobre los hechos —que firmé con muchos otros— hubiera tenido una respuesta en un plazo razonable. Es penoso comprobar, en Francia, por lo menos, que los episodios que se dan como negativos y qué la crítica explota a fondo y diariamente, son aquellos que sé marcan más en la memoria colectiva, puesto que hay poca información sobre el prodigioso avance socioeconómico, cultural y científico de Cuba no sólo con respecto a su propio pasado sino frente al conjunto de los países latinoamericanos, la mayoría de ellos más ricos y poderosos que esa pequeña isla pero incapaces de operar el paso decisivo de la dependencia a la toma de posesión de su verdadera y escamoteada identidad nacional que reemplazan por un patriotismo vocinglero del que el fútbol y las islas Malvinas dan el mejor ejemplo.

En ese sentido la crítica antisocialista ha marcado puntos y los seguirá marcando si Cuba no proyecta mejor su verdadera imagen. A veces creo soñar cuando algún francés me interroga sobre el caso Padilla; si le explico que eso es analógicamente como si me preguntara sobre los dinosaurios, se asombra un poco pues lo sigue viendo como algo actual y operante. Nicaragua, en cambio (es verdad que su revolución tiene la frescura de la infancia) ha logrado crear una imagen cada vez más amplia y completa en Europa, pese al diluvio de falsedades provenientes de Washington. ¿Pero no me estoy alejando demasiado de 1984?