XXVIII
“Mujer infalible vestida de brillo,
Cielo y Tierra son tu abrigo”
(Enheduanna)
Reconozco que mi enfado por no poder asistir a la boda de Taram-Agadé se pasó pronto, pues de repente, me vi inmersa en el viaje más fascinante que he hecho hasta ahora. Más fascinante, incluso, que el que realicé a Elam.
Naram-Sin se encontraba en Urkesh para asistir a la boda de su hija, y con la secreta intención de reanudar la campaña de Ebla una vez asentadas las cosas en el norte, por lo que no llegué a reunirme con él, sino con Apiyatum. Acudió a mi templo a la semana de la partida de Taram, y aunque me desagradó tener que tratar con él, aquello que me comunicó me llenó de asombro.
—El rey desea que la Entu viaje hasta la tierra de los gutis — me dijo.
Casi llegué a creer que se me estaba exiliando, pero la expresión en el rostro de Apiyatum no era de alegría, por lo que inmediatamente me alarmé, pues el anuncio sonaba a que Naram-Sin estaba tramando alguna infamia contra mis primos, lo que era algo que no me gustaba. Esta vez no iba a dejarme manipular.
—¿Cuál es el propósito del viaje? — Pregunté intentando aparentar indiferencia.
—Los intereses de la corona, como bien sabéis, están actualmente en el norte. Casi todas las montañas del oeste se encuentran pacificadas, desde que nuestro gran señor se tuvo que defender de la perfidia elamita — bonita forma de llamar a un ataque por sorpresa, pensé yo —, y desde que los lullubis fueron derrotados.
—¿Teme acaso Naram-Sin que los gutis aprovechen la ocasión para atacar?
—Ciertamente, así es. Se han recogido rumores en la ciudad de Der que apuntan en ese sentido. La única razón por la que no han bajado aún de las montañas, es porque fueron derrotados por el rey Satuni, pero no hay duda de que se están recuperando.
—Tal vez sólo les interese tener acceso al comercio con Elam, que ahora está bastante bloqueado desde las fronteras de Namar.
Apiyatum me miró como si ya hubiera pensado que yo no estaba dispuesta a considerar nada malo de mis primos.
—No lo creo, mi Entu, la naturaleza de los dragones de montaña...
—Ministro — le interrumpí con ironía —, sobre la naturaleza de los gutis sé algo, lo puedo asegurar.
—Perdón, mi Entu...
Estuve a punto de insistir con alguna otra ironía, pero luego decidí que ya le había castigado lo suficiente.
—No importa — proseguí —. Lo que quiero saber es qué se espera exactamente de mí.
—El gran señor Naram-Sin desea que convenzáis al rey Usurawasu de que se someta a sus dictados. Dejadle bien claro que, si no lo hace, recibirá un castigo igual o peor que el que recibieron sus vecinos. Deberá sellar un tratado de amistad parecido al de los lullubis o, si es posible, al de los elamitas.
—¿Y por qué yo?
—Sois una de ellos, en cierto modo... ¡No os ofendáis, por favor, son palabras del rey! — Se apresuró a aclarar —. Él piensa que si existe alguien que pueda convencer a un dragón, es otro dragón. ¡Creo que la idea tiene algo de lógica...!
—Para mi desgracia, ministro, por una vez le doy al rey toda la razón.
—Me alegra saberlo, mi Entu. Tendréis que partir cuanto antes, ya que dentro de poco, por lo visto, se celebra una fiesta en las montañas en la que el monarca guti acostumbra recibir a embajadores. Respecto a la necesidad de utilizar los servicios de un guía...
Recordé mi anterior viaje a Elam.
—No os preocupéis por eso, ministro. Recordad que soy de esa zona. Primero viajaré hasta Eshnunna y allí me encargaré, personalmente, de contratar a alguien adecuado.
—Se hará como deseáis.
Apiyatum se retiró aparentando una total sumisión. Tal vez debí recordar su naturaleza traidora, y dar por supuesto que me prepararía alguna sorpresa durante el viaje. En todo caso, ahora contaba con buenos amigos para ayudarme a evitar malos encuentros. Para viajar acompañada recurrí de nuevo a mi amiga Enanedu, la cual, aunque esta vez no estaba tan ilusionada, pues bien que recordaba lo que pudo haber sucedido en el último viaje, no dudó en aceptar acompañarme.
—Pero esta vez la daga la llevaré yo — me advirtió.
—Las dos llevaremos dagas, Enanedu — dije tras soltar una risita, aunque luego, en mi fuero interno, sentí un escalofrío al recordar el uso que había dado a aquel arma.
—Pues ruega a los dioses para que sólo las llevemos de adorno.
—Vamos a visitar a mis primos, Enanedu. Nada malo puede pasar en ese lugar — aseguré con poca convicción.
Enanedu hizo un mohín que pretendía ser de disgusto, aunque yo sabía que, en su fuero interno, se estaba divirtiendo con la idea de portar una daga, como una nueva Inanna guerrera.
—Sheru, las puñaladas más dolorosas, se dan dentro de una misma familia — observó.
El día de la partida, cuando estábamos a punto de embarcar con la intención de subir por el Sirwan hasta la altura de Eshnunna, vino corriendo Aman-Ashtan hasta el puerto. Creí que deseaba despedirse, pero resultó tener otra misión menos agradable.
—Ha venido al templo una criada de Ur-Mud — dijo aún jadeando por la carrera —. Como la Entu no estaba, se ha encargado mi madre de tomar el recado.
Asentí con la cabeza.
—¿Y cuál era ese recado?
—Dice Ur-Mud que Apiyatum ha enviado mensajes con urgencia a Namar. No sabe cuál es el contenido de los mismos, pero cree que tiene que ver con vuestro viaje.
Volví a asentir y le dirigí una mirada a Enanedu, la cual disimuladamente comprobó sin tardanza la daga que había comprado en el mercado de Agadé, y que imitando mi costumbre, llevaba oculta entre las ropas. Le di un abrazo a la hija de Agisa y nos embarcamos en ese nuevo viaje. No sabía lo que Apiyatum estaba preparando, pero por lo menos ya estaba avisada y no iba a renunciar a aquello por muchos peligros que se colocaran en mi camino. Estaba deseando volver a ver Eshnunna.
El viaje estuvo lleno de recuerdos que, en ocasiones, compartí con Enanedu. Descubrí desde el barco el punto donde me había bañado por primera vez con Enheduanna, y aproveché para narrarle a mi amiga varias anécdotas sobre mis primeros días con quienes luego se convertirían en una parte importante de mi vida, como el general Shamum o mi madre. Luego, en vez de desembarcar y seguir hacia Tutub, el barco navegó hasta la desembocadura del Sirwan y subió por él.
Desembarcamos en un punto que se encontraba cerca de Eshnunna, uno de los pocos vados que hay en ese río. Tardamos solamente tres días en llegar a la ciudad, y la verdad es que tampoco nos apresuramos mucho, pues preferí tomármelo con tiempo. En un par de días se iba a celebrar la Fiesta del Año Nuevo. Yo imaginaba que Naram-Sin, a decenas de jornadas de distancia, aprovecharía la celebración para comenzar el ataque, aunque para mí era el inicio de algo que no terminaba de entender, pero que llevaba en mi interior. Aquella sensación aumentó más aún cuando llegamos a la vista de las murallas de la ciudad. Hicimos nuestra entrada por una puerta opuesta a aquélla por la que había entrado siendo una niña, y recordé la sensación que me había embargado cuando vi tantas casas por primera vez, a pesar de que en ese lado de la ciudad no había tantas viviendas extramuros y sí, en cambio, más campos sembrados. Las murallas me parecieron más bajas que cuando era niña, lo que tampoco me extrañó, pues con los años he llegado a ver murallas realmente imponentes, como las de Ur. Las prostitutas de la puerta saludaron a Enanedu, al reconocerla como kezertu, y no tuve duda de que en apenas un día, media ciudad sabría de nuestra llegada, por lo que decidí ocultar mis cabellos.
Nos alojamos en el Templo de Ninazu, cerca del palacio del gobernador. Para el clero del templo constituyó una novedad recibir en el mismo a toda una Entu de Agadé, y más a una que era hija de Enheduanna (para otros, era hija del rey, aunque tampoco me tomé muchas molestias por deshacer equívocos).
La primera noche sucedió algo que me llenó de intranquilidad, y descubrí claramente en ello una señal de la mano de la diosa. Estaba claro que me acercaba a un punto clave de mi vida, al momento para el que había sido escogida. En el Templo de Ninazu se celebraba una pequeña fiesta para festejar mi llegada, que básicamente consistió en una cena con el personal principal del templo, amenizada con animales amaestrados y algunos músicos.
Al final de la cena, observé que un escriba se acercaba a Enanedu, tal vez con la intención de solicitarla, dado que las Fiestas del Año Nuevo iban a comenzar. Me disponía a dedicarle un par de mordaces observaciones a mi amiga acerca de su solicitante, ya que no era alguien precisamente agraciado, cuando una idea se clavó en mi mente. Al ver su apariencia, claramente obesa, pensé en un arcón... y caí en la cuenta de que sabía de quién se trataba. Habían pasado años, pero no había duda de que era uno de los hijos de Messilim, concretamente aquél con cuyo matrimonio bromeaba mi hermana durante nuestra primera cena en Eshnunna.
Me acerqué a ambos y vertí unas palabras en el oído de mi amiga, la cual puso un gesto de sorpresa, pero asintió. Ya le explicaría la razón de lo que le había pedido más tarde. Me retiré a una habitación apartada y, transcurridos unos momentos, entró el hijo de Messilim, con toda la apariencia de encontrarse sumamente extrañado. Evidentemente, no todos los días una Entu lo llamaba para hablar en privado. Se arrodilló a mis pies y besó el suelo ante mí.
—¿Qué deseáis, mi Entu? — Preguntó.
—¿No me reconoces? — Me limité a preguntarle.
—Mi Entu, no os entiendo... — murmuró tras escrutar mi rostro unos instantes.
—Fíjate bien en mí — repetí, y me quité el turbante con que había decidido cubrir mis cabellos mientras estuviera en Eshnunna.
Volvió a echarme un vistazo. Al principio no pareció reconocerme, pero luego abrió mucho los ojos con una expresión que era una mezcla de temor y asombro.
—¡Es imposible...! — Exclamó —. ¡Los dioses no pueden gastar estas bromas! Vuestro rostro es ligeramente distinto, más maduro, pero es un rostro que tengo en mis sueños desde hace mucho tiempo... Aunque no sé...
—Fue en casa de tu padre, hace años, efectivamente. No tienes por qué recordarme del todo, ya que sólo era una niña. Mi padre era el socio del tuyo, porque tú eres hijo de Messilim, ¿verdad?
El escriba se quedó con la boca abierta. Luego enterró la cabeza en sus brazos y se encogió en el suelo. Comenzó a llorar mientras, al mismo tiempo, temblaba de miedo.
—¡No puede ser! — Gimió —. ¡Sois una aparición! ¡Es imposible!
Lo levanté con amabilidad, compadecida ante su reacción, la cual comprendía muy bien, y lo insté a sentarse en un escabel junto a mí.
—Mírame a la cara — ordené.
Así lo hizo y pareció tranquilizarse un poco.
—¿Qué les sucedió? — Me preguntó al fin. Esperaba la pregunta, pero en cierto modo, me tomó por sorpresa. Había narrado las circunstancias de la muerte de mis padres en varias ocasiones, pero me daba cuenta de que tenía ante mí a la persona que más merecía aquella información de entre todos los habitantes de la llanura.
—Murieron — dije tras suspirar con tristeza. Yo ya lo tenía asumido, pero bien sabía que aquel hombre tendría que comenzar a asumirlo a partir de ese instante, y no le iba a resultar fácil, como no me lo había resultado a mí —. Murieron todos. Sólo yo me salvé por decisión de los dioses — le informé.
Luego le conté, sin entrar en pinceladas desagradables, los acontecimientos que habían terminado en una terrible matanza junto a una colina. Recordé el cuerpo destripado de su padre y me estremecí, pero cerré los ojos y descarté ese pensamiento. No quise proporcionarle esos detalles para no entristecerlo más.
—La vida es extraña, y más aún las decisiones de los dioses —, comentó cuando acabé la historia —. Me alegro de saber por fin lo que le pasó a mi padre. Ya veis, yo ahora soy un escriba administrativo en el templo de Ninazu, y mi Entu... — Suspiró —. ¡Han sido terribles estos años sin conocer la verdad!
—¿Cómo te llamas? Nunca supe tu nombre.
—Me llamo Messilim, como mi padre.
—Bien, Messilim, pues debo decirte que ésa no es toda la historia. Hay una parte de ella que he ido descubriendo con los años y que tienes derecho a conocer.
Asintió con la cabeza y adoptó un gesto de interés. Sin esperar más, le conté la historia del sello que encontré en el campamento destrozado, y lo que había ido averiguando con los años acerca de Apiyatum. Mis palabras hicieron que Messilim se quedara en silencio durante un buen rato, sumido en sus pensamientos. Su expresión pasaba, rápidamente, de la pena más profunda a una completa rabia. Su rostro se puso rojo y las manos le temblaron un poco. Si el ministro hubiera estado presente, no hubiera dado un solo anillo de plata por su vida.
—Debería matar a ese hombre — murmuró al fin.
—Es un ministro del rey. Ni siquiera una Entu como yo, puede tocar un pelo de su cabeza sin una causa justificada — le advertí.
—¡Pero nuestros padres exigen venganza! ¡Murieron sin ser enterrados, sin libaciones ni ofrendas...!
—Lo sé, pero en cierto modo tuvieron suerte, pues llevo años ocupándome de ese tema, como sacerdotisa que soy. Y creo que, por ello, Inanna me ha llevado hasta ti. Incluso es posible que tu hermano nos ayude.
—Mi hermano murió en una epidemia, hace años — me informó el escriba —. Hubo una gran mortandad y yo ni siquiera enfermé... Fui afortunado...
—Eso confirma lo que sospecho — dije —. A ti te salvaron también porque tienes una misión.
—¿Y cuál sería esa misión?
Le expliqué mi teoría. Desde hacía un tiempo y, tras hablar con Ur-Mud, pensaba que la razón del ataque a esa caravana, debía estar enterrada en alguna tablilla de venta de tierras en algún templo de Eshnunna. Y seguramente debía tratarse de un templo con tierras pertenecientes, en su origen, a alguien de Kish, dado que la caravana se dirigía hacia esa ciudad.
Messilim asintió.
—Es una tesis razonable. Pero yo solamente tengo acceso a los archivos del Templo de Ninazu.
—Hay algo que me dice que está allí. Por dos razones: la primera es que, con los años, me he informado de que el Templo de Ninazu es el que más tierras posee en esta ciudad — Messilim asintió de nuevo —, y la segunda es que opino que Inanna nos ha juntado después de estos años por algo. La diosa no hace nada en vano. De todas formas, si no hubiera nada, podríamos probar en el de Bau, y ya me buscaría yo algún pretexto, ahora que soy una Entu.
—Una tablilla de venta de tierras... cuyo dueño original sea de Kish...— murmuró Messilim —. No debe ser difícil encontrarlo, aunque son centenares de contratos. Pero, por una parte, conocemos el año en que la venta se realizó, y por otra... no me detendré hasta conseguir vengar a mi padre.
Me levanté y lo despedí, advirtiéndole de que tuviera cuidado con levantar sospechas. Enanedu nos esperaba en la puerta, extrañada de que hubiéramos tardado tanto.
—Vaya — dijo al ver la expresión que llevaba el escriba al abandonarnos —. Por un momento creí que habías decidido hacerte kezertu. Te iba a aconsejar que no debes desagradar tanto a los fieles.
Por una vez no estaba de humor para reírme con la lengua afilada de mi amiga, así que le expliqué lo que había sucedido.
—No sé lo que tendré que hacer, Enanedu, pero quiero esa tablilla, aunque tenga que pedir a los gutis que invadan esta ciudad para conseguirla.
—Tranquila, Sheru — dijo con una sonrisa, mientras me abrazaba. Fue el mismo tipo de abrazo que me dio aquella mañana en la Edduba, en que recibí los azotes en los pies —. No hace falta destruir cosas. A ti se te da mejor construirlas, pero por si acaso, guarda la daga.
Al día siguiente participé en la Fiesta del Año Nuevo. Estuve en lo alto de la plataforma del Templo de Ninazu, el mismo templo en el que había asistido a mi primera ceremonia de niña, sólo que ahora yo estaba arriba, en vez de a los pies de la plataforma. Me había vestido con un kaunake adornado con flecos dorados y anudados, y decidí dejar mis cabellos a la vista. Como Palili no se encontraba a mano, Enanedu tuvo que hacerme un diseño de trenzas, que aunque no era tan maravilloso como los del peluquero, hizo su función adecuadamente. Me adorné las trenzas solamente con el amuleto que me habían regalado en Eshnunna hacía años, ya que me pareció lo apropiado.
Tras terminar la ceremonia decidí enseñarle el mercado a mi amiga, por una parte por compartir nuevas anécdotas de mi niñez con ella (ya que Enanedu siempre me devolvía anécdotas de la suya, que solían ser más escandalosas que las mías, y aquello me divertía), y también porque en el fondo me moría de ganas por volver a probar una de esas brochetas de saltamontes como la que me había comprado mi madre. A pesar de ser toda una Entu, en mi fuero interno volvían a aflorar aquellos sentimientos de niña y no podía refrenarlos, a pesar de las carcajadas de Enanedu, pues como dicen los ancianos: “¿Acaso una rana puede detenerse?”.
Y, entonces, sucedió algo mágico. Uno de esos sucesos que te convencen de que un dios ha dicho tu nombre mientras hablaba con otro, allá en su palacio celestial. Cuando nos encaminábamos hacia el mercado, en medio de una multitud que nos abría paso con deferencia, me topé con una niña que caminaba cogida de la mano de su madre. Los ojos de la niña se clavaron en los míos, y descubrí que me miraba con la misma expresión con que se observa a una diosa caminando por la tierra. Fue entonces cuando supe que un círculo se había cerrado mediante un sutil mensaje de Inanna. Los ojos de esa chiquilla eran mis ojos, y mi vida había llegado al punto en que la diosa deseaba que comenzara a actuar, aunque no supiera en qué. Ésa era, sin duda, la señal. Así pues, de la misma forma que años antes una kezertu me había sonreído, yo la sonreí a ella, y deseé que su círculo fuera menos pesado que el que los dioses habían colocado en mis manos.
A partir de ese instante ya no sentí temor por mi futuro, y en todo momento he actuado con una total confianza. Sabía que ya estaba preparada para todo lo que tuviera que suceder. Estaba en las manos de la diosa y eso era importante.
Y, además, las brochetas de saltamontes, seguían estando deliciosas.
Tal y como le había advertido a Apiyatum, contraté un guía de confianza en Eshnunna, para lo que me ayudó Messilim, quien se había tomado mucho interés en esa misión mía de la cual, en realidad, no conocía ningún detalle concreto. En todo caso, ahora ambos teníamos una propia.
El viaje hasta la zona guti comenzó al terminar las fiestas del Año Nuevo. No llegamos a entrar en Der, sino que nos dirigimos hacia los pasos de montaña, al noroeste de dicha ciudad. Mi objetivo en este caso era encontrar la capital de los gutis, si se la podía llamar así, pues mis primos eran nómadas que vivían en tiendas de piel, por lo que tenía entendido. Gracias a mi primera madre sabía que estaban divididos en grupos numerosos que realizaban cultivos en valles de montaña. En verano muchos de ellos aprovechaban para trasladar rebaños de cabras y ovejas a la parte alta de las montañas. Parte del año solían vivir en tiendas, y otra parte del mismo, en chozas improvisadas con piedras.
El guía que habíamos contratado, que se llamaba Kalki, resultó ser un individuo despierto e inteligente. No me dio mala espina, como me sucedió con el que nos había impuesto Apiyatum en el viaje a Elam. Conocía de forma bastante completa esa zona de las montañas, pues se dedicaba a comerciar con piñones y pistachos, que compraba a los propios gutis. El problema es que no sabía dónde se encontraba el rey guti Usurawasu, por lo que la idea inicial consistía en contactar con algunos de sus socios comerciales, y confiar en que nos llevaran hasta el monarca.
Por fin, tras tres semanas caminando por las montañas (cosa que a mí me encantó, pero que no hizo tan feliz a Enanedu), llegamos a un claro del bosque en el que había varias tiendas de piel. Un grupo de hombres parecía estar esperándonos. Luego supimos que sabían de nuestra llegada desde tres días antes, ya que otros vecinos guti nos habían visto subir por la montaña. Se trataba de un grupo con el que Kalki tenía relaciones comerciales, por lo que nos acogieron amigablemente. Para evitar problemas y otorgar un carácter más serio y mágico a mi misión, había optado por cubrirme con un turbante y con un velo completo. No un velo de desposada acadia, que deja los ojos a la vista, sino uno como los que usan algunas tribus del lejano norte, que oculta el rostro en su totalidad. Se les dijo que yo era una sacerdotisa importante de las llanuras, y que portaba un mensaje para transmitirlo al rey Usurawasu. El truco funcionó, pues se lo tomaron con bastante interés. El guti que actuaba como jefe del conjunto de tiendas, que más tarde supe que, en realidad, eran cuatro familias unidas por lazos de sangre, ordenó que uno de sus propios hijos nos acompañara. Nos advirtió de que nos esperaba un viaje de otras dos semanas por la parte más alta de la montaña, y nos proporcionó suministros para realizar el viaje, negándose a tomar ninguna cantidad de plata a cambio. Solamente nos pidió que bendijera a una niña que acababa de nacer. Eso hice, con todo el gusto del mundo, y le entregué como regalo para la niña una pulsera de cornalina, aunque mantuve mi incógnito y sólo les permití escuchar mi voz en acadio.
Tras la breve detención reanudamos nuestro viaje hacia la capital guti. En cierto modo fue parecido al realizado a Elam, salvo que tras llegar a la primera meseta, tuvimos que atravesarla y subir a una nueva montaña, sufriendo las consecuencias de ello a la hora de respirar y al pasar frío por las noches. Por lo visto, los gutis habían cambiado el lugar de acampada de su rey tras el ataque de los lullubis.
Finalmente, una mañana llegamos cerca del campamento real. Tuvimos que acampar en el bosque, junto a un bonito riachuelo, durante dos días, mientras el joven que nos había guiado llegaba hasta el lugar, notificaba nuestra llegada, y obtenía el permiso para que lo visitáramos.
En la mañana del tercer día hizo acto de presencia, acompañado por cuatro guerreros gutis, los cuales en cierto modo me recordaban las descripciones que me habían hecho de los lullubis, por el hecho de que portaban hachas y vestían con pieles bastas de animales, pero uno de ellos tenía los cabellos de miel. Esto hizo que comenzara casi a sentirme en casa. Nos comunicaron que el rey otorgaba su permiso para que entráramos en el campamento y que nos enviaba sus saludos.
Hicimos nuestra entrada en ese enorme y abigarrado conjunto de tiendas de campaña a mediodía. Había centenares de ellas. Me recordaban a la que había compartido con mi familia en el trágico viaje en que quedé huérfana. Los gutis, ellos y ellas, salían a nuestro paso para observarnos con curiosidad. Pude comprobar de nuevo que una cierta cantidad de ellos tenían los cabellos más o menos claros, y que en general, sus rostros eran menos oscuros, lo que me hizo entender por qué siempre he tenido fama de ser una “mujer pálida”. Observé también que había más mujeres con ojos de cielo, que hombres. Pasamos por entre las tiendas sin hacer caso de las murmuraciones, hasta que llegamos ante una bastante grande que se encontraba en uno de los extremos del campamento, junto a una pequeña laguna de montaña. En realidad eran tres enormes tiendas juntas, a las que se habían añadido estructuras de madera y piedras para aumentar la comodidad.
Se encontraba rodeada de lanzas, y en la punta de las mismas observé cabezas de osos, así como alguna cabeza humana. Se me explicó que, tanto unas como otras, eran de “enemigos” del rey. Me hizo gracia que se considera a un oso como enemigo, aunque supuse que podría tener algún significado mágico.
Nos habían habilitado una tienda personal a poca distancia de la del rey, así como una escolta de cuatro guerreros. Nuestra tienda se levantaba junto a otras parecidas que, supimos, pertenecían a visitantes de otros pueblos. Esa noche, por ejemplo, llegué a vislumbrar a individuos que parecían elamitas por sus ropas. Supuse que eran embajadores. Una vez más decidí fingir que no conocía el elamita, para conservar una ventaja ante cualquier situación inesperada, y resultó una decisión afortunada, así como la de ocultar mis facciones en todo momento.
El guía que habíamos contratado en Eshnunna estaba tan asombrado como nosotras, pues nunca había llegado a viajar a esa zona de las montañas. Supongo que también pensaba en la posibilidad de establecer algún contacto comercial, lo que yo no le impediría, desde luego. Nos había servido bien y dejarle ampliar su negocio, no dejaba de ser una pequeña recompensa por su buena actuación. El joven que nos había llevado hasta el campamento real, nos informó de que la fiesta que se iba a celebrar, era para señalar un año de reinado del rey Usurawasu. Supimos luego que, entre los gutis, los reyes son elegidos por votación, y ejercen el cargo durante tres años, pudiendo renovarlo si alguna situación de emergencia lo exige, durante otros tres.
A la noche siguiente, se nos acompañó a la gran tienda. La mayor parte de la misma estaba dispuesta como una sala de banquetes, parecida a la que Amar-Enlil había improvisado años antes para cenar con Naram-Sin, sólo que más grande todavía.
Uno de los consejeros del rey, que había estado hablando con nuestros dos guías, nos presentó al monarca. Poco sabían que yo los entendía perfectamente, lo que en ocasiones estuvo a punto de hacerme reír. Me había vestido de forma parecida a las sacerdotisas elamitas, con una pieza de ropa debajo del kaunake, ya que la temperatura no aconsejaba ir más ligera, como sucedía en las llanuras, pero seguía con el turbante y el velo puestos. Enanedu y yo nos acercamos al monarca y lo saludamos con una inclinación de cabeza, pero sin arrodillarnos, para que quedara clara nuestra condición de sacerdotisas. Usurawasu escupió en el suelo, soltó una carcajada y se volvió hacia otro de sus consejeros.
—Debe ser más fea que un asno con moscas — dijo. Y el consejero estalló en una carcajada.
—O más fea que las moscas de un asno — añadió el consejero. El rey se rió a su vez.
—El rey de los cabezas negras debe temer que violemos a sus sacerdotisas, por lo que nos envía a una vieja sin ijares, aunque la acompañante es digna de compartir mi lecho.
Estuve a punto de decir algo, pero me hice la tonta. Usurawasu tenía, aproximadamente, la edad de Naram-Sin, y el mismo porte desafiante, aunque parecía más fuerte. En algunos aspectos, como los largos cabellos, me recordaba al tío Ektir. Esto parecía ser habitual entre los guerreros gutis, pues casi todos llevaban el pelo suelto y largo, y solamente alguno se lo recogía en un moño. Observé que, para la ocasión, vestían pieles de animales más elaboradas, seguramente adquiridas en la llanura. Sabía, por habérselo escuchado a mi padre, que los gutis acostumbraban a entregar a algunos mercaderes pieles que luego recogían convertidas en faldellines y kaunakes. El rey llevaba, como símbolo de su cargo, una simple cinta dorada en la frente, y era la única persona de todos los presentes que portaba un arma, en este caso concreto, un hacha de bronce con adornos de oro y marfil.
Por lo visto, el monarca tenía una esposa y tres consortes, y sólo se encontraba presente la esposa principal, ya que era la única que lo había proporcionado descendencia, en concreto un niño y una niña. Las consortes, dos de las cuales me informaron que estaban embarazadas, aún no tenían derecho a asistir a ese tipo de fiestas, por no haber sido madres. Me llamó la atención que se tratara a las mujeres con una cierta actitud de igualdad. Al contrario que entre los acadios, no se las obligaba a cubrirse las facciones con un velo. Comían junto a sus maridos, pero no junto a sus padres, y supe que las que lo deseaban, podían ejercitarse en el uso de las armas. Aquello me recordó a las mujeres umman-manda que defendieron el campamento atacado por Naram-Sin, muriendo con las armas en la mano. Por lo visto, se daba por supuesto que las mujeres gutis defenderían sus tiendas de esa forma si un campamento era invadido. Desde luego, Naram-Sin iba a obtener una guerra, más larga y terrible que la campaña lullubi, si invadía aquella parte de las montañas.
Saludamos en último lugar a Usurawasu, lo que significaba que nos tocaba sentarnos en los lugares más alejados del principal. No tenía mucha idea de lo que iba a decirle al rey cuando me tocara hablar con él tras la comida, pero la diosa me puso las cosas fáciles. Nuestros cojines se encontraban junto a los de los dos representantes de Namar y, de esa forma, pude escucharlos hablar durante la cena, que no fue tan exquisita como en las llanuras, pues para mis primos, una cena especial parecía consistir en un asado enorme hecho directamente en las brasas, sin ninguna salsa de acompañamiento. Los dos elamitas intentaron entablar conversación en su idioma con los que nos rodeaban, pero al ver que nadie parecía comprender el elamita, y tras dedicarse el uno al otro una mirada de complicidad, se dedicaron a hablar de sus asuntos en su idioma materno, confiados en que nadie comprendería la conversación. Poco sabían que yo no perdía ni una palabra de lo que decían.
Los dos elamitas empezaron preguntándose cuándo sería el momento adecuado para entregarle un regalo especial al monarca. El tono de voz que utilizaban indicaba que, lo de “especial”, llevaba implícito algún añadido desagradable. Como seguía captando algunas frases por el contexto, tuve que esforzarme mucho, con lo que atendí poco a la cena. Enanedu se encontraba un poco inquieta al ver mi interés, pues captaba que algo se estaba cociendo a nuestro lado, y que no era nada bueno.
En un momento dado, escuché que se referían a una miel de un tipo singular, y que esa miel acompañaba a unos dulces de higos. Inmediatamente comprendí que hablaban de la miel de azaleas, y eso me recordó a Apiyatum. Estaba claro que intentaban que el rey, o alguien de su familia, incluso alguno de sus hijos pequeños, comieran esos dulces de higos. La idea, por lo visto, según les oí comentar, consistía en que cuando empezaran las molestias del envenenamiento, nos acusarían de brujería a nosotras dos, alegando que las sacerdotisas de las llanuras practicábamos magias extrañas. Aquello implicaba, sin lugar a dudas, una guerra entre las montañas y las llanuras.
Al acabar la cena, las circunstancias (y la diosa) me ayudaron de nuevo. En la sobremesa, el rey hizo entrar a un par de malabaristas elamitas, que entre los gutis eran considerados como un espectáculo refinado. El rey preguntó en sumerio si nos agradaba el espectáculo. Los dos representantes de Namar se apresuraron a responder, adelantándose a nosotras.
—Ha resultado un espectáculo interesante, gran rey — dijo el que aparentaba ser el embajador —. En nuestra tierra se ven otro tipo de cosas.
—¿Cómo cuál? ¿Sacrificar animales y rezar oraciones aburridas? — Preguntó en clara referencia a nosotras. Una carcajada acogió sus palabras.
—No, mi señor. Tenemos magos que acuden desde los confines del mundo y que realizan prodigios.
—¿Magia? La magia es algo que no gusta mucho a mi pueblo. La magia sólo es apta para los dioses — en parte eso me recordó lo que me decía el tío Ektir.
El embajador elamita nos dirigió una mirada de soslayo.
—Pues nuestras compañeras de los cabezas negras, deben saber del tema.
—¿Por qué?
—Porque las sacerdotisas de las llanuras son hechiceras, famosas por sus maldiciones y sortilegios.
El rey palideció un poco y se volvió a uno de sus consejeros.
—¿Y habéis dejado que acampen junto a nuestra tienda? — Preguntó en guti. El consejero se encogió de hombros, como si no temiera ninguna magia procedente de humanos. Enanedu me apretó el brazo disimuladamente, pero yo actué como si esas palabras no fueran con nosotras. El embajador de Namar debió considerar que era el momento adecuado.
—Gran rey — dijo —. Os queremos entregar un regalo especial. Es un dulce de nuestra tierra. Si tenéis hijos pequeños, o alguna esposa o consorte a las que agradar, veréis que es algo tan exquisito, que sin duda recordaréis su sabor durante años.
Se le entregó al rey Usurawasu una bandeja grande, en la que los dulces estaban envueltos en pequeños envoltorios de lino de la mejor calidad. No había duda de que no habían reparado en gastos para realizar la infamia. El rey tomó uno de los dulces y se lo llevó a la boca. Decidí que había llegado el momento de dar un golpe de efecto.
—Gran rey — dije en guti, con una voz lo bastante alta como para que me escucharan todos los presentes —. Sería aconsejable que antes hicierais que el embajador probara ese dulce. Puede que su estómago sea más resistente que el de un montañés, sobre todo por el aderezo.
Todos los presentes se asombraron y guardaron silencio, mientras me observaban con un respetuoso temor. Enanedu, que había comprendido lo que yo deseaba hacer, estuvo a punto de soltar una carcajada, pero se contuvo a tiempo.
—¿Qué queréis decir, señora? — Me preguntó Usurawasu con severidad.
—Digo, gran rey, que los dulces están envenenados.
Usurawasu se volvió a los embajadores y les informó, en sumerio, de que la sacerdotisa de las llanuras aseguraba que aquellos dulces llevaban veneno. El embajador adoptó una actitud ofendida.
—¡Gran rey! — Exclamó —. ¿Cómo podéis prestar oído a una puta de las llanuras? Está bien claro que su monarca, conocido por romper tratados y mentir cuando se le antoja, les ha dado instrucciones para que intenten sembrar la ponzoña entre nuestros pueblos.
—¿Una ponzoña decís, embajador? — Dije en elamita, mientras todos los presentes volvían a asombrarse —. ¿Tal vez una ponzoña como la miel de azaleas? — Repetí de nuevo las palabras en guti y seguí hablando en ese idioma —. Creo que es muy adecuada para mezclar con algo dulce, como los dátiles o los higos maduros.
El embajador palideció al ver que yo hablaba elamita. El rey no dejó de notar que aquel hombre estaba muy inquieto y asustado.
—¿Probaríais uno de estos dulces, sólo por complacerme? — Le preguntó con tono suspicaz.
—Lo haría, gran rey, pero no deseo que se murmure que he obedecido las instrucciones de una puta cabeza negra.
—No soy prostituta sagrada, señor embajador, lo es mi acompañante. Yo soy una gran sacerdotisa, una Entu, y hasta los reyes deben tenerme respeto. Pero si no deseáis obedecer las instrucciones de una cabeza negra... ¿Seguiríais las de una gran sacerdotisa dragona?
Y, al decir esto, me quité el velo y el turbante. Una exclamación de estupor se extendió por toda la sala. El embajador comenzó a temblar, y cayó de rodillas.
—¿Sois una guti? — Preguntó el rey asombrado.
—Mi madre lo era, gran rey. Y espero que eso os sirva como prueba de que no voy a consentir que, un miserable asesino, atente contra un hermano de sangre de mi madre.
El acompañante del embajador cayó también de rodillas. Usurawasu se volvió hacia sus consejeros.
—¡Apresad a esos asesinos! ¡Y guardad los dulces! No se les servirá nada para comer, salvo aquello que pensaban dar a mis hijos. ¡Que revienten en su propio veneno!
Se volvió hacia mí con una sonrisa increíblemente amable.
—Tengo una deuda de honor contigo, hermana. Mañana me contarás tu historia, que debe ser interesante para que ahora sirvas a dioses de las llanuras, y hablaremos de tu rey. No tenía intención de escucharte, pero he cambiado de idea. Has demostrado que, aunque vivas entre los dos ríos, sigues siendo nuestra hermana, así que daré crédito a tus palabras, pues tu madre te enseñaría que la mentira, entre nosotros, es una gran falta.
—Me lo enseñó, gran rey. Sólo quisiera pediros un favor.
—Os debo algo más que un favor. Pedid lo que queráis.
—Deseo hablar con los prisioneros.
Usurawasu me lo concedió amablemente por lo que, esa misma noche, los visité en la tienda donde esperaban su suerte, atados y fuertemente vigilados. Parecieron sorprenderse bastante al verme.
—Os ofrezco dos opciones — les informé sin más preámbulos —. Morir de forma lenta, o de forma rápida. Vuestras vidas ya están perdidas, pero en mis manos está que tengáis una muerte lenta y terrible, o rápida.
Se miraron el uno al otro. Estaban aterrorizados, pues habían oído hablar de la crueldad de los montañeses.
—¿Qué deseas saber? — Me preguntó el embajador.
—¿Quién os ha pagado? Porque está muy claro que no sois embajadores. El rey de Namar no se habría arriesgado a ser atacado por los gutis.
—Acertáis en vuestra suposición — reconoció el que había fingido ser embajador —. Los verdaderos embajadores descansan en un torrente de montaña.
—Lo suponía. Los asesinasteis y suplantasteis sus cargos para entrar en el campamento real.
—Cierto, eso es.
—¿Y quién os ha pagado? — Repetí de nuevo la pregunta al ver que titubeaban. Se miraban el uno al otro, dudando en contestar —. No lo penséis mucho — insistí —. O contestáis ahora mismo, o moriréis de forma tan terrible que os compadecerán en el infierno cuando lleguéis.
—Fue... el ministro del rey.
—¿Apiyatum?
—Sí. Nos envió mensajeros informándonos de vuestro viaje y nos dio instrucciones acerca de que debíamos conseguir, de la forma que fuese, que os ejecutaran en las montañas. Él mismo nos sugirió que, una acusación de brujería, podría funcionar, dado que los gutis son gentes supersticiosas. Pero no nos advirtió que erais una dragona...si ése imbécil nos lo hubiese dicho... — masculló exasperado.
Enanedu silbó con admiración.
—¡Nunca se me hubiera ocurrido que pudiera ser causa de una guerra, ni cuando bailo y enseño mis pechos! — Comentó.
—¿Por qué el ministro Apiyatum desearía una guerra con los gutis? — Inquirí yo, pues no se me ocurría qué intereses podría tener aquel hombre en un lugar donde no había tierras para robar, o cebada de templos que rapiñar.
—El ministro gana más plata con la guerra, que con la paz — me informó el falso embajador —. Suministra cebada al ejército, ¿no?
—Pero ahora mismo hay guerra. ¿Por qué las montañas y no Ebla? ¿Dónde está la diferencia?
—Al ministro no le conviene que prosiga la guerra hasta el gran mar. Junto con los suministros, debe proporcionar barcos, y el rey no se los paga ni alquila. Le sale más rentable una guerra en las montañas, aparte de que está interesado en quedarse con el comercio de Elam —. Eso último, en realidad, ya lo sabía por sus intentos de hundir económicamente a los templos elamitas —. Da muchos más beneficios que el comercio con el reino de la montaña los cedros, que sólo produce madera. También en Elam se encuentra esa madera, y perfumes, animales, esclavos... Además...
—¿Qué hay que añadir? — Insistí.
—El rey le ha prohibido apoderarse de tierras en el reino de los cedros, pues los sacerdotes de Dagán, han puesto esa condición para dar su apoyo a la campaña de conquista del rey.
Ahora lo entendía casi todo. Por esa razón Agatima intentaba colocar un gobernador en Nippur, para compartir el pastel elamita con Apiyatum. Si Nabi-Ulmash hubiera sido gobernador, a esas alturas Apiyatum ya sería el dueño de todo el comercio con Elam. No era tonto el ministro.
A la mañana siguiente, convencí al rey Usurawasu de que no fuera excesivamente cruel con esos desgraciados. En realidad, siguió siendo brutal, pero por lo menos, la ejecución fue rápida. Los ataron de pies y manos a dos árboles flexibles, y cuando cortaron una ligadura que unía las copas de ambos árboles, los cuerpos quedaron desmembrados y casi irreconocibles. Fue espantoso, pero acabó pronto.
Antes de la ejecución les hice llegar una bebida hecha con la flor del sueño, que se cultivaba mucho en tierras de Elam, con lo que estuvieron atontados durante su ejecución y no llegaron a sentir mucho miedo. No lo hice por compasión, sino por cumplir mi palabra.
Cenamos esa noche con el rey y su familia, ya que el monarca consideró que, quienes habían salvado la vida, debían conocerme. Durante la cena le conté mi historia, así como las circunstancias en que me había convertido en sacerdotisa. Desde luego, no había duda de que a mis primos les encantaban las buenas historias, pues siguieron la narración no sólo con atención, sino añadiendo exclamaciones de pena o alegría, según lo que estuviera narrando en cada instante. Al acabar mi historia, Usurawasu me miró con admiración.
—Algunas personas están protegidas por un dios, pero sois alguien que disfruta de la protección de las divinidades de dos mundos. No sé si admiraros o compadeceros.
—¿Por qué?
—Porque siempre hay que pagar por lo que se nos concede.
—Lo sé, mi madre me lo advirtió. Pero tengo algo claro, y es que no voy a permitir que se dañe a quien quiero; ya perdí a mis padres, no deseo que sucedan más cosas como ésa. Y si debo pagar... la diosa debe decidirlo.
El rey asintió y cambió de tema, mientras les hacía un ademán a sus mujeres para que salieran de la estancia.
—¿Qué es lo que el gran Naram-Sin desea de mí? — Preguntó, no sin cierto deje de ironía en la voz.
—El rey busca un tratado de amistad entre los gutis y el reino de Akhad.
—¿Y por qué debería sellar un acuerdo con un rey que es famoso por romper sus tratados?
—No lo sé, yo no soy rey, sólo sirvo a los dioses.
—¿Qué haríais en mi lugar?
—Sinceramente, no lo sé — dije mientras me encogía de hombros —. Pero algo os puedo asegurar: de la misma forma en que he salvado a vuestra familia, haré lo posible, incluso empeñando mi propia vida, para evitar que el rey haga algo que os perjudique.
—¿Y si ello implica daño para los cabezas negras?
—Es una responsabilidad que los dioses han colocado sobre mis hombros, y sé que es terrible. Pero rezaré para que Inanna me proporcione entendimiento y sepa estar entre ambos mundos, protegiéndolos a ambos.
Aquello era algo que había pensado en ocasiones. Pero la posibilidad de que la diosa me hubiera elegido para estar entre dos pueblos era remota. Los cabezas negras solían comentar que las gentes de las montañas habían sido creadas por los dioses para traer el caos. Yo no tenía duda de que una tormenta negra y terrible se acercaba a las fronteras del reino, y que montando en aquella tormenta estaba Inanna, con un objetivo que no lograba ver. Pero también había aprendido que la verdadera magia, la divina, es caótica como las gentes de las montañas, y que del desorden más pronto o más tarde surge algo bueno, como el arco iris aparece tras una fuerte lluvia. Era consciente de que no podía evitar que un diluvio de problemas se abatiera sobre el mundo, pero creía que la diosa me había colocado en un lugar desde el que podría encender una hoguera, como un faro brillante en la noche.
Usurawasu me miró con simpatía y algo de compasión.
—Antes de que volváis a las llanuras os daré una respuesta. Tal vez no sea la respuesta que más agrade al gran señor de los dos ríos, pero si una montañesa ha tenido el valor de aceptar un papel tan difícil como el que los dioses os han encargado... ¡Quién sabe! Posiblemente yo pueda también averiguar cómo hacer que, nuestros dos pueblos, se mantengan a ambos lados del torrente.
Aunque Usurawasu no lo sabía, sus palabras me tranquilizaron mucho. Yo no estaba segura de que una pequeña montañesa pudiera cambiar el mundo, pero dos montañeses... seguramente podrían.
Pasamos mes y medio en aquel campamento, en una tienda especial que se levantó más cerca de la del rey. Recuerdo aquel mes y medio como uno de los más fantásticos de mi vida. Mi parte montañesa se levantaba por las mañanas y respiraba ese aire frío y limpio y sentía como si naciera de nuevo. Supe que la voz se había corrido entre las gentes del campamento, y noté no sólo su respeto, sino un cariño que no había visto más que entre las prostitutas del puerto de Ur. Un grupo de personas volvían a acogerme con amor. Yo era una de ellos y me lo hacían sentir a cada paso que daba por el recinto del campamento.
Curiosamente, los montañeses asimilaron mi condición sacerdotal con una completa naturalidad, y me tocó bendecir a numerosos recién nacidos, así como celebrar dos bodas, mientras duró mi estancia entre ellos. No parecía importarlos que yo representara a un dios de las llanuras, pues para los montañeses, lo importante parecía ser el hecho de que yo fuese una mujer señalada por la divinidad. Un día me llevaron a visitar, a dos días de distancia, a la que era su “gran sacerdotisa”. En el reino de los gutis, la religión estaba representada por el propio rey, que tenía un carácter divino mientras duraba su cargo. Por encima de él estaba la gran sacerdotisa, que vivía en una cueva de las alturas y que era la que hablaba cara a cara con los dioses.
La escalada fue bastante dificultosa, ya que se daba por supuesto que para hablar con los dioses se debía subir lo más posible, y de lo que allí sucedió no revelé nada hasta ahora que lo confío a estas tablillas de barro. Ni siquiera se lo confesé a Enanedu, que se quedó en el campamento.
La gran sacerdotisa era una mujer muy anciana. Su piel era muy blanca, casi como la leche de oveja, y sus cabellos eran tan claros que parecían de oro. Cuando llegué me arrodillé ante ella y besé el suelo ante sus pies. Me observó con unos ojos ciegos, que habían perdido el azulado color de la juventud. Luego, con bastante dificultad, se arrodilló a su vez, ante el asombro de dos mujeres que la acompañaban y atendían en la soledad de las montañas.
—No debes arrodillarte ya, joven — me dijo —. Los dioses han decretado que sean otros los que se arrodillen ante ti.
—No os entiendo, gran sacerdotisa.
—Está cerca el instante en que te será revelado, como una señal en el cielo que no podrás dejar de ver — comenzó a toser y se levantó con dificultad. Yo la ayudé a incorporarse y luego la llevé hasta la cueva. Una vez allí, se sentó en una piedra, bebió un gran trago de agua, y vertió un pequeño chorro en el polvo del suelo. Observó la mancha de barro y pareció leer en ella, de la misma forma que yo leía los símbolos de las tablillas.
—Una diosa reclama su puesto en lo alto del panteón. Hay una batalla en los cielos — me dijo mientras clavaba su ciega miraba en mis ojos —. Los dragones serán convocados para arrasar el mundo de los hombres, pero éstos deberán sobrevivir para que adoren a la diosa triunfante. Aquellos que sobrevivan a la destrucción, caminarán hacia la luz, que saldrá de las manos de una divinidad montada en un león.
—¿Cuál es, entonces, mi papel? — Pregunté.
—Estás ante una puerta negra. Deberás morir para renacer. Tú eres el símbolo para ellos y se te ha elegido para que, cuando vean tus cabellos al viento, sepan que la diosa no los olvida, y que tras la guerra viene la paz, y tras la oscuridad vuelve la luz. Porque la muerte del mundo ha sido decretada, pero debe proclamarse que ni siquiera la muerte es eterna.
Sacudí la cabeza bastante molesta. Nunca se me había dado bien la labor de interpretar símbolos.
—¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo que los dioses me ordenan?
—Eso, joven, no está en mi mano decírtelo, pues no puedo leerlo. Pero puedo darte un consejo — y me tomó suavemente de la barbilla, recordándome aquel gesto a Enheduanna —, y es que actúes como lo que eres: una montañesa. Tienes magia entre las manos y coraje en el corazón. Utilízalos.
—¿Es inevitable que la tormenta caiga sobre el mundo?
La gran sacerdotisa guardó silencio. Al ver que no parecía tener nada más que decir, me dirigí a la entrada de la cueva. Justo cuando ya había salido le oí decir en voz alta: «No importan las tormentas. Importa lo que llega tras ellas».
Si había creído que aquella visita iba a ser lo más singular que me iba a suceder en las montañas, estaba equivocada. Sucedió otro hecho casi tan relevante como éste, y es que Enanedu dejó de estar molesta por vivir en la montaña. Hasta ese instante no había sido muy aficionada a dormir rodeada de bosques frondosos. Resultó que la causa de su cambio de actitud era el hijo de uno de los consejeros del rey. El chico era guapo, y tenía unos ojos como los míos, así que lo entendí perfectamente y me alegré por ella. No se les niega a las kezertu el derecho a enamorarse, pero no son esposas, así que suelen mentalizarse para no tener ese sentimiento por nadie. Yo, que siempre he sabido que jamás sería una esposa, entendía perfectamente a mi amiga.
La última noche se celebró una gran fiesta en nuestro honor, a la que asistieron representantes de otros campamentos. En ella entregué al rey, como regalo, varios objetos de lapislázuli, y él nos regaló a ambas, pieles de cabra montañesa de una calidad increíble, como pocas veces había visto en manos de mi padre.
Acto seguido se celebró un gran baile, y observé lo que mi madre me había contado: que las mujeres bailaban junto a los hombres algunas danzas de naturaleza guerrera. Yo los conocía perfectamente y los recordaba de mi niñez, así que ante la satisfacción general, me levanté y dancé con ellos en un gran círculo alrededor del fuego, cogidos de la cintura y blandiendo dagas de bronce. Cuando los gutis me vieron bailando, como una mujer más de las montañas, prorrumpieron en gritos de alegría y comenzaron a dar palmas marcando el ritmo de la música. El rey se unió a mí en el baile, y la fiesta acabó convirtiéndose en una de las noches más maravillosas que he tenido en mi vida. Sólo faltaron mis padres... y Enlilbani. Sabía que, por mucho que esa vida me gustara, tendría que bajar de nuevo a las llanuras, para estar cerca del que había robado mi corazón, aunque temía que el paso que la diosa deseaba que diera, me alejaría definitivamente de él.
A la mañana siguiente preparamos la marcha. Cuando nos acercamos a los onagros para salir del campamento, el rey se acercó con una pequeña escolta de seis guerreros, que puso a nuestra disposición como guías y protectores.
—He notificado a todos los campamentos que eres nuestra hermana. Desde hoy serás siempre bienvenida entre nosotros, y también lo serán aquellos que vengan de tu parte.
—Os lo agradezco, gran rey — dije — pero aún no me habéis dicho lo que tengo que comunicar a Naram-Sin.
—Ha sido una decisión difícil, pues está escrito en los cielos que los torrentes de la montaña deben arrasar las planicies. Hay demasiada sangre y odio entre nuestros dos pueblos, y ya nada puede impedir que bajemos a lavar esa sangre en las gargantas de los cabezas negras. Así pues, decidle que jamás formalizaré un tratado con un rey que no tiene palabra. Los gutis somos libres como el agua de nuestras laderas. Nada puede retenerla mucho tiempo, pues más pronto o más tarde, inunda las llanuras — iba a decir algo pero me interrumpió —. Sin embargo, establezco contigo un tratado de amistad y de hermandad. Un tratado de sangre ante los dioses.
Tomó una daga de su cintura y se cortó en una mano. Luego salpicó con su sangre al cielo. Yo sabía por mi madre que estaba cerrando un trato ante el panteón de los dioses de las montañas, y que dicho trato no podría romperse, bajo pena de muerte.
—Juro ante nuestros dioses — dijo con voz solemne —, que jamás bajaremos a las llanuras mientras nuestra hermana viva. Dile al señor de los dos ríos que tú eres el tratado. Eres nuestra hermana y te ayudaremos siempre que lo requieras. Si alguna vez necesitas nuestro auxilio, envía a este hombre — señaló a Kalki — o a otro, de tu parte, en nuestra búsqueda. Ése es mi juramento.
Sonreí y me froté la frente con la mano, aceptando su compromiso en el nombre de los dioses de las llanuras.
—Y yo juro — dije a mi vez — que no consentiré que el rey de las llanuras traicione la paz entre nosotros. ¡Que todos los demonios infernales me sirvan en ese empeño!
Me dio un abrazo fraternal ante todos los consejeros y, tras ello, salimos del campamento guti. Mientras comenzábamos a internarnos en el bosque, observé que Enanedu estaba un poco melancólica.
—¿Qué te pasa? — Le pregunté.
—Ése sí que era un león — suspiró mientras echaba una mirada cálida por encima del hombro.
—¿Acaso las kezertu no pertenecéis a todos? — Recordé con ironía.
—Desde luego, pero dudo que la diosa se ofenda por mis preferencias. Si ella lo hubiera probado, también las tendría — me dirigió una de sus miradas traviesas y añadió —: ¡Qué suerte tiene mi hermano! ¡Voy a tener que preguntarle un par de cosas acerca de las montañesas!
Le di un pescozón y ella azuzó al onagro, mientras soltaba una carcajada. El camino a Eshnunna prometía ser más corto que la subida a las montañas.
Y más alegre.
Los guerreros de la escolta nos guiaron bien, y supongo que debería decir que, gracias a ellos, no se presentaron incidentes desagradables durante el viaje, pero la verdad es que no hubieran hecho falta. En los campamentos gutis nos recibieron con todo tipo de muestras de respeto. Por lo visto, el rey había informado convenientemente, pues no nos faltaron presentes y suministros durante el paso por las montañas. Cuando llegamos a las llanuras, me di cuenta de que íbamos camino de la que había sido mi aldea, pero luego nos desviamos ligeramente en dirección a Eshnunna.
Con el tiempo me enteré de que mi aldea, o por lo menos, la zona donde se enclavaba, había sido víctima de una de las epidemias de los últimos años, y que se encontraba totalmente abandonada. Supongo que el rey Usurawasu, al saber que era de esa zona, había dado instrucciones para ahorrarme el disgusto de ver aquel lugar de mi infancia transformado en refugio de la tristeza y la muerte. Decididamente, me caía bien aquel rey.
Los guerreros nos dejaron ante las puertas de Eshnunna, donde los guardias sumerios asistieron asombrados al espectáculo de dos sacerdotisas acompañadas de unos montañeses, que las trataban con un respeto casi divino.
Volvimos a alojarnos en el Templo de Ninazu, cuya Entu estaba deseando conocer cómo era el reino de las montañas. Tuve, pues, que perder dos días en fiestas y explicaciones, a una de las cuales, acudió el gobernador de Eshnunna, quien quedó asombrado al ver que era cierto lo que se rumoreaba, acerca de que la Entu venida de Agadé era una dragona de montaña.
La Entu de Ninazu parecía estar deseando hablar a solas conmigo, así que acepté una invitación suya para visitarla en sus jardines particulares. No se anduvo por las ramas, lo que tampoco me extrañó, pues sabía que había tenido cierta amistad con mi madre.
—¿Cuál es el futuro que les espera a los recintos? — Me preguntó —. ¿La guerra nos va a conceder una tregua?
—No, eso sería esperar mucho de una guerra — contesté, adivinando que se refería a las reservas de alimentos que, poco a poco, se esfumaban.
—Entonces habrá una hambruna.
—¿Tan mal está la situación?
Me echó una mirada de desconcierto, como si pensara que yo debía estar al corriente de todo. Luego debió caer en la cuenta de que yo era una Entu de un templo humilde.
—Ahatu — me informó —, sólo Nippur se mantiene en un nivel aceptable de reservas. He estado en contacto en los últimos meses con los principales Enum y Entu de los grandes recintos, tanto del sur como del norte y, la situación, aunque aún no es grave, no deja de ser problemática.
—Lo sé — asentí tristemente —. Empieza a haber hambre. Muchos jóvenes toman las armas para no pasar necesidad.
—¡Necesitamos a esos jóvenes cuidando los campos, en vez de regándolos con su sangre! — Protestó la Entu.
—Te doy la razón, mi Entu, pero las cosas han sido decididas así por el rey.
—¡Si, por lo menos, utilizara las cosechas de los terrenos conquistados...!
—Se resolvería la situación durante una temporada — opiné —. Pero dudo que al final las cosas salieran bien. Eso solamente crearía odio hacia el reino y más guerras en el futuro. Guerras que llegarían en un momento catastrófico. No creo que un reino pueda sobrevivir a una experiencia como ésa.
—¿Entonces, ahatu...? ¿Qué hacemos?
—O parar la guerra, lo que creo que ya es un poco tarde, o sentarnos con calma y esperar que llegue la oscuridad.
La Entu permaneció en silencio, mientras me miraba con ansiedad. Parecía asustarle mi pasividad.
—¿Tú no harías nada si llega el desastre, ahatu?
Suspiré y decidí en mi interior que sí, que por primera vez en mi vida, sabía bien lo que la diosa deseaba que hiciera.
—Sí lo haría, mi Entu — le dije con convicción —. Primero intentaría detener la guerra, haciendo que el rey se enfrentara a sus locuras. Pero como he dicho, creo que ya es tarde para parar lo inevitable. Si eso llega, creo que nuestra obligación como sacerdotisas es salvar la esperanza.
—¿A qué te refieres?
—Miremos a nuestro alrededor, mi Entu. ¿Qué vemos? Unas paredes bellamente decoradas, mientras nuestras narices aspiran el sabroso olor que llega de las cocinas. Debemos hacer que la esperanza salga de estas paredes. Si no podemos detener la oscuridad, debemos explicarle a las gentes que duerman tranquilos, que cuando amanezca de nuevo, estaremos allí, con sus corazones y sus anhelos, con sus viejas canciones y sus sueños, para devolvérselos más fuertes que nunca.
«Mi madre tenía el sueño de ver un reino unido, pero se equivocaba en algo. No se puede arreglar lo que la violencia ha unido, salvo que antes repares el corazón. Tal vez lo que el reino necesita es a ese enemigo futuro, que invada las fronteras y destruya todo lo que amamos, para que cabezas negras y acadios se unan por una causa común y tengan una esperanza. Llegado ese momento, nosotras somos quienes debemos entregarlos ese corazón, para que fructifique y se desarrolle».
La Entu volvió a mirarme en silencio, y luego cambió bruscamente de tema, preguntándome por los poemas de mi madre.
—Pienso que esos poemas son parte del corazón que debemos legar a los que están ahí fuera — dije —. Son poemas que hablan de coraje y de confianza en los dioses en los momentos de aflicción.
—Entonces, habría que exponerlos más a menudo.
Sonreí con melancolía.
—Por desgracia, mi Entu, no estoy en condiciones de hacerlo. Mis manos están atadas en un exilio extraño. Pero confío en los dioses y confío en Inanna. Ella es la señora de la guerra, y si de una guerra vienen las dificultades, tal vez de esa guerra surja también la solución.
Poco sabía yo que, en un plazo corto, me convertiría en un reflejo de la señora de las batallas.
El último día me informaron de que alguien deseaba verme. Sabía bien de qué se trataba, así que hice que pasaran al visitante a uno de los jardines de forma inmediata. Se trataba de Messilim, el cual, lo primero que hizo, fue sonreírme y entregarme dos tablillas.
—Teníais razón, mi Entu.
Una de las tablillas informaba de la compra de unas tierras del Templo de Ninazu por parte de mi viejo conocido Apiyatum. La segunda tablilla era todavía más interesante, pues se trataba de la clave de todo. Las tierras habían pertenecido en su origen a un comerciante rico de Kish. Messilim me explicó que ése era el detalle que faltaba, pero yo no lo entendí al principio.
—¿Cuál es el detalle?
—Que el comerciante de Kish está muerto.
—No entiendo.
—El gran señor Manishtusu compró grandes cantidades de tierras durante su reinado, y las utilizó para hacer regalos a parientes y a personas a las que deseaba tener contentas. Este comerciante de Kish era un primo de una sacerdotisa cuyo nombre os sonará de algo: Summirat-Ishtar.
La luz se hizo en mi entendimiento.
—¡La madre de Iphur-Kish!
—Exacto — continuó Messilim —. El rey Manishtusu compró esas tierras a su primo y las regaló al Templo de Ninazu. Aquí está el acta de donación con el sello real impreso en ella.
—¿Y por qué Apiyatum no deseaba que esto se conociera?
—Básicamente porque supongo que las tierras nunca llegaron a pagarse del todo. Observad que en el contrato se dice que, la mitad del pago, se efectuará desviando parte de los impuestos de la corona para sufragarlo. Si Apiyatum compró estas tierras no desearía hacerse cargo de esa parte del contrato, así que si interceptaba la comunicación entre el Templo de Ninazu de Eshnunna, y el de Kish donde las tierras estaban registradas...
—¡Nadie se enteraría en Kish de la compra!
—Y si interceptaba en Agadé la comunicación acerca del cambio en el titular de los impuestos...
—¡La corona habrá seguido pagando esos impuestos, a pesar de que Apiyatum sería el dueño nominal de las tierras!
—Y os puedo asegurar que son tierras ricas y extensas, estamos hablando de mucha plata, la suficiente como para hacer útil contratar a un grupo de desertores y atacar una caravana para robar una tablilla... o varias... pues es posible que fueran varios casos de ventas, en realidad.
—Es posible que el ministro haya estado repitiendo esto, de una u otra forma, a lo largo de todo el reino. No me extrañaría que algunos de los rebeldes de la guerra civil poseyeran tierras regaladas por el rey Manishtusu, y que ahora esas tierras estén en manos del ministro. Se ha hecho inmensamente rico acumulando tierras cuyos impuestos, en parte, paga la corona real. Y lo mejor de todo es que, seguramente, muchos de los dueños originales estén muertos, con lo que no quedarán testigos ni pruebas, salvo las tablillas de venta —. Pensé en ello unos instantes, asombrada ante la audacia y la codicia de Apiyatum, y el hecho de que nadie lo hubiera descubierto a pesar del tiempo transcurrido —. ¿Y nadie en palacio se daría cuenta de este apaño?
—Mientras él ocupe el cargo que tiene, no. Todos los avisos de impuestos pasan por sus manos. Otro asunto sería si alguien lo sustituye...
Le agradecí su ayuda y cenamos juntos, recordando los días en que ambos habíamos sido felices con nuestras familias. Me informó que estaba casado y tenía seis hijos y una hija, con lo que no le iba nada mal. Me prometí a mí misma, que si estaba en mi mano, intentaría favorecerlo de alguna forma, tal vez con un cargo de escriba más alto, mediante una recomendación a la Entu de Ninazu...
Antes de retirarse, y después de besarme los pies, se me quedó mirando con algo de tristeza y me dijo: «Sois consciente de que esto no os sirve para nada, ¿verdad?»
—¿Qué quieres decir?
—Aunque llevéis la tablilla a Kish, ya no tiene ningún sentido denunciarlo, pues después de la guerra civil, son tierras de la familia de un usurpador, y a nadie le va a importar el destino de las mismas.
—Pero los impuestos...
—Seguramente, la mitad o todos los ministros del rey realizan algún apaño parecido en sus oficinas. Ninguno de ellos va a mover un dedo para ayudaros con este asunto. Y en cuanto al rey, mientras le entregue una cantidad en concepto de atrasos, y le siga suministrando cebada para el ejército...
Pasé la noche pensando en ello, pero no encontré ninguna salida. Messilim tenía razón. Esas dos tablillas demostraban que era un corrupto en un mar de corruptos, y nadie iba a preocuparse por una gota de agua en medio de un torrente.
En todo caso, pensé, la diosa me había concedido otra pequeña victoria, así que me conformé con ello. Mientras salíamos de la ciudad se me ocurrió de repente una idea, así que le pregunté a Enanedu.
—Tú que estás más enterada de los cotilleos de las calles... Cuando Sharkalisharri dejó el cargo de gobernador de Nippur, ¿qué se supone que iba a hacer en la corte?
—¿Te refieres a supervisar guarniciones? — Me contestó en referencia a aquella batalla, en Tuttul del Sur, que le había dado cierta gloria ante su padre.
—Entre otras cosas, pero para eso hay generales. ¿No es un poco ilógico tener a un heredero, que ha sido gobernador de una gran ciudad, supervisando levas?
—No claro, aunque Sharkalisharri no estaba en Tuttul supervisando soldados.
—¿Ah no?
—No, estaba controlando cuentas, que para eso fue gobernador.
—Entonces, en suma... Si un heredero acadio deja de ser gobernador y vive en la corte, ¿a qué se dedica?
—Pues a dirigir alguna oficina. Por ejemplo, la de impuestos.
—¿Y la de los impuestos correspondientes a los templos?
—También ésa, por supuesto — asintió Enanedu —. No temas por los impuestos de tu templo, Sheru, pues seguramente Sharkalisharri hará la vista gorda con el gasto en requesón.
Me guiñó el ojo y azuzó al onagro. Sonreí en mi fuero interno. El viaje estaba completo. Acababa de descubrir la conexión entre Apiyatum y Agatima.
A veces la miel de azaleas viene muy cargada de impuestos.