XXIV
Hubo, por supuesto, celebraciones, pero me resultaron extrañas, casi obscenas. El ejército con el que se había vencido a los umman-manda, había quedado casi destruido, y a Naram-Sin ese detalle no parecía importarlo.
Sin embargo, dentro de lo malo, algunos sucesos contribuyeron a levantar mi oscuro estado de ánimo. Enlilbani e Iltani, con sus dos retoños, me visitaron en Agadé, lo que me alegró bastante. Realicé en el Templo de Enlil una pequeña ceremonia en el que entregué su nombre a la niña Ninkare. Permanecieron una semana en la ciudad y por ello tuve ocasión de enterarme de varias cosas que me preocuparon.
Enlilbani me informó de que estaban produciéndose numerosos problemas con las cosechas. Llevábamos dos años sufriendo duras sequías, y el año anterior los recintos sagrados se habían visto obligados a dar órdenes de intensificar las siembras en los templos pequeños, pero en algunos lugares esto ya no podía hacerse, pues se habían perdido dichas tierras a manos de particulares. Gran cantidad de cebada estaba apareciendo fuera del mercado normal, a precios que no eran oficiales. Y aquello no parecía importarle a la corona, pues los que estaban abusando de las cosechas, aparentemente, se guardaban las espaldas ofreciendo suministros al ejército para las campañas militares. Así era, por ejemplo, como se había realizado la última campaña, con cereal procedente de las antiguas tierras de los templos.
En Nippur las cosas aún no parecían estar mal, ya que Gemezida había sujetado con su férrea mano a los templos menores, impidiendo que se desprendieran de las tierras a base de compartir las ganancias de Elam con ellos. Por otra parte, Sharkalisharri, aunque no parecía ser consciente de todo ello, apoyaba diligentemente las iniciativas de Gemezida, con quien se llevaba bastante bien. Me resultó curioso que aquel hombre, que apenas unos años antes era considerado como alguien con poco carácter, ahora se estuviera creando enemigos por su inteligente forma de llevar los asuntos de Nippur. No estoy muy segura de si es mejor tener enemigos por tu ineptitud o por tu eficacia. Tal vez sea más adecuada la idea de Naram-Sin, de que los mejores enemigos son los que están muertos.
Aproveché para pasar unos días con Enlilbani, y como mi humilde templo no permitía demasiada intimidad, optamos por hacer pequeñas escapadas a poblaciones de los alrededores, mientras Enanedu e Iltani visitaban mercados y templos.
Sí. Reconozco que disfruté mucho de esos momentos con Enlilbani. Ya tenía totalmente asumido que sólo le iba a ver de tarde en tarde, cuando los dioses nos otorgaran el permiso, así que aprovechaba aquellos instantes como si fueran los últimos, con la tranquilidad de que Iltani estaba encantada con aquella relación, pero sabía perfectamente cuál era mi lugar. Ella era la esposa y la madre de sus hijos. Yo era solamente la depositaria de pequeños momentos de felicidad, distintos a los habituales, pero pequeños a fin de cuentas. En algún momento llegué a notar que Enlilbani aceptaba la situación, pero no con tanta naturalidad como yo. Estaba claro que no había tenido de mentora a Ittibel. La última noche, mientras descansábamos abrazados en el lecho, él me dijo de repente:
—He empezado a quererla, Sheru. De otra forma distinta a ti, pero la quiero.
—Me alegro por ti. Es una buena mujer. Enanedu eligió bien — dije, mientras intentaba adivinar la idea que se escondía tras aquellas palabras.
—No quiero que pienses que te amo menos, Sheru. Te adoro desde el primer día que te vi, y eso siempre seguirá igual. Pero nunca he querido engañarte y siento que debo decirte que, aunque de otra forma, empiezo a quererla.
Yo reí aliviada.
—Puedo ser tu amante, Enlilbani, pero no tu esposa — le recordé —. Puedo darte placer e incluso amor y ternura, pero no ser la madre de tus hijos. Puedo besarte dentro de estas paredes, pero no en público. Estoy desposada con otro.
—Nunca he oído que los dioses sean celosos.
—Tengo un deber hacia los dioses y los hombres. A veces me despierto por las noches añorándote, deseando que estés a mi lado dándome calor. Otras veces, echo de menos tus besos, cuando la vida me aprieta y necesito algo de consuelo, pero sé que debo caminar a la velocidad que los dioses me ordenan. A cambio, solamente espero que ellos me concedan momentos como éste.
Él me abrazó con bastante fuerza y me mordisqueó suavemente la nuca. Sabía bien dónde estaban mis puntos flacos.
—¿Sabes que siempre te amaré, verdad?
—Tal vez eso sea pedir mucho, pero lo sé. Y ése es el precio que debo pagar por llevar el anillo de Entu. Sólo te puedo prometer que mi corazón está y estará siempre contigo. Si de veras me amas, debes aceptar esto, por el bien de quienes están en las calles y en las plazas. Tú, algún día, puede incluso que seas Shangu, y es un cargo muy importante. Tú sabes lo que es el deber. Somos lo que han hecho de nosotros y debemos aceptarlo.
—En ese caso, yo te prometeré también una cosa: cuando me necesites, cuando tu divino esposo no pueda ayudarte, yo estaré allí para apoyarte. Será mi forma de demostrar que sigo loco por esa chiquilla que llegó a mi casa herida, tras matar ella sola a un regimiento.
Un rato después volvimos a navegar juntos. No fue la mejor de nuestras noches, pues mis pensamientos estaban impregnados de melancolía. No podía evitar el pensar que tal vez pasaría mucho tiempo en volver a tener un momento como aquél. También acaba de darme cuenta de que ya no me pertenecía todo su amor, y que ahora, más que nunca, debía aceptar el compartirlo con otra.
En algún momento, mientras Enlilbani dormía a mi lado, recordé las palabras de la raggimtu de Sippar, y me invadió el temor de que Inanna me arrebatara aquel amor que aún conservaba. Lo único que podía hacer era confiar en que la diosa del amor fuera indulgente pues, ¿acaso a ella no la ayudaron con el agua de la vida, cuando descansaba inerte, colgada de la última puerta negra?
Luego volví a recordar que Enheduanna y el general Shamum habían vivido según aquellas reglas y que el amor nunca había disminuido, tal vez por las largas ausencias. Y con ese tranquilizador pensamiento, me dormí en esos brazos, que por esa noche, eran solamente míos.
Al mes de retornar Enlilbani a Nippur, sucedió algo que causó un gran escándalo en el reino.
Una noche, dos soldados borrachos que hacían la guardia en el recinto del Ekur entraron en los archivos del mismo, supuestamente influenciados por los vapores del vino de palma que habían consumido en abundancia. Digo “supuestamente”, porque la cosa no estuvo nada clara. Tras romper varios documentos, tres sacerdotisas acudieron alarmadas por el escándalo y fueron salvajemente apuñaladas por los soldados. Una de ellas sobrevivió unos días, y pudo advertir que se habían comportado como si buscaran algo, aunque nadie hizo caso de sus palabras, pues se parecían a los delirios de una agonizante.
Yo sí las creí. En el recinto sagrado solían realizar servicios de vigilancia soldados de la propia ciudad pero, en ocasiones, la guardia se solía reforzar con soldados de la guarnición real. Esos dos soldados eran de dicha guarnición, y resultaba muy sospechoso que el ministro Apiyatum hubiera insistido, precisamente, en reforzar la guardia dos semanas antes. Uno de los soldados resultó ser nieto de un esclavo elamita, lo que aumentó aún más mis sospechas.
Los tres asesinos huyeron a Agadé y solicitaron asilo en el recinto sagrado de Inanna, donde se les concedió. Esto fue todavía más escandaloso, pues acababan de cometer un sacrilegio, pero bien era consciente yo de que Agatima era capaz de ello, y empezaba a tener claro que, de alguna forma, andaba en tratos con el ministro.
Gemezida exigió que los tres soldados fueran castigados como sacrílegos, lo que implicaba la encarcelación en el Ekur y su posterior ejecución. El rey no hizo caso alguno, por lo que la Entu, furiosa, lanzó una condenación contra la corona. Maldijo al rey y declaró que no retiraría aquella maldición hasta que los soldados fueran castigados, y el rey realizara en el Ekur una ceremonia de expiación. Naram-Sin soltó una buena cantidad de carcajadas al enterarse.
Yo tenía bien claro que el ministro Apiyatum estaba tras esa barbaridad y que, seguramente, andaba buscando la copia del contrato con Elam. No pudo encontrarla porque no sabía que dicha copia, con otros documentos importantes, se guardaba junto con la Tabla de la Vida. Estaba claro que Apiyatum debía estar muy desesperado para planear semejante locura. Lo que no llegué a deducir es que, si estaba dispuesto a realizar tamaño sacrilegio, solamente para apoderarse de los negocios con Elam, seguramente se debía a que aquellos negocios tenían mucho futuro de cara a posibles acontecimientos que se avecinaban, y que desde su puesto en la corte, el ministro conocería bien.
Me trasladé unos días a Nippur y allí lo comenté con Enlilbani e Ittibel. Decidí, por primera vez en mi vida, confiarme a ellos. Así que los reuní en un cuarto de las habitaciones de Ittibel y coloqué sobre una mesa el sello que estaba en mi poder desde la niñez.
—¿Qué es esto? — Me preguntó Ittibel con curiosidad.
—El sello del ministro Apiyatum — les dije.
Pusieron una cara de estupor que me pareció bastante cómica, y Enlilbani lo tomó de la mesa, examinándolo con curiosidad. Mientras lo hacía les conté la historia del objeto, así como las averiguaciones que había hecho hasta entonces. Ittibel permaneció un rato pensativa, pero luego dijo con voz preocupada:
—Si se entera de esto... te hará matar mil veces sin pensarlo siquiera.
—¿Por qué iba a hacer atacar una caravana? No tiene lógica alguna — murmuró Enlilbani mientras daba vueltas al objeto una y otra vez, como si le quemara en las manos.
—No lo sé. Ésa es la pieza que falta en mi tablero. Los dioses aún no me han permitido averiguarlo y supongo que, cuando llegue ese momento, me darán permiso para que vengue a mis padres.
—Lo que importa — advirtió Ittibel —, es que de momento se está transformando en el mayor dueño de tierras de Akhad, y que parece que no repara en nada para conseguir sus intereses. Tú te estás convirtiendo en un obstáculo para él y eso es muy peligroso.
—Es realmente curioso que te hayas convertido en su enemiga por otros caminos. Es como si los dioses hubieran dispuesto que uno de vosotros deba ser eliminado — sugirió Enlilbani.
—Yo no creo que se trate de un juego tan cruel — me encogí de hombros y volví a coger el sello, guardándolo con cuidado entre mis cosas —. Pienso que, por alguna razón, él se ha colocado contra los designios de la diosa, y por ello ésta me ofrece la oportunidad de vengarme. ¿Cuáles son los designios divinos? No lo sé. Siempre he pensado que eso es algo que va más allá de nuestras propias vidas.
—Si yo estuviera en tu lugar, lo eliminaría sin pensarlo dos veces — dijo él con voz preocupada, mientras me apretaba la mano con cariño, como si intentara protegerme con ello.
—No puedo hacer nada mientras no tenga la última pieza — aseguré.
—Cierto — concedió Ittibel —, pero tú tienes una ventaja que él no tiene.
—¿Cuál?
—Que él es un hombre. ¿Qué es lo que te enseñé sobre ellos?
Enlilbani nos dirigió una mirada divertida y curiosa al mismo tiempo, como si estuviera a punto de enterarse, por azares del destino, del mayor secreto femenino de la historia.
—Sé a qué te refieres. Me enseñaste que los hombres son peces que desean caer en las redes — recordé con ironía —. Les gusta jugar.
Ittibel asintió con una sonrisa, como la buena maestra que había sido.
—Efectivamente, les gusta jugar. Deja que él juegue y que caiga en tus redes. Deja que crea que él tiene todas las piezas del juego. Nunca reveles lo que sabes... Inanna te ayudará.
—¡Así que me lanzaste tus redes! — dijo Enlilbani con voz divertida.
—Creo que, más bien, fue al contrario, cariño — opiné yo —. Te recuerdo que era apenas una niña, no sabía nada de redes.
Ittibel se quedó mirándonos con una sonrisa. Meneó la cabeza, como la mujer sabia y experimentada que era.
—¡Pero qué raritos sois los dos!
Recordé que Enanedu también había dicho algo como eso, tiempo atrás. Así que me reí de buena gana. Mis redes no eran para Enlilbani, sino para un pez más peligroso.
La guerra lullubi no empezó nada bien.
Naram-Sin envió en dirección de las montañas, a modo de expedición de castigo, un destacamento de 1.000 hombres de infantería procedentes de la ciudad de Nuzi, pero ninguno volvió.
Con el tiempo, llegaron rumores hasta la frontera que indicaban que habían avanzado por las laderas completamente perdidos, sin saber muy bien a dónde se dirigían, pues sus dos guías los habían traicionado y se habían dado a la fuga. A las tres semanas, una noche, una horda de lullubis atacó el campamento y masacraron a aquellos aterrorizados soldados con sus hachas.
Solamente se encontraron algunas cabezas, clavadas en troncos de árbol a modo de advertencia, en los meses siguientes. Eso generó un ambiente de terror supersticioso, en el que la gente recordó sus creencias, en las que veían a los habitantes de aquellas montañas como seres mágicos. También aumentó la asistencia a las ceremonias de mi templo, lo que me molestó bastante, e hizo que durante meses volviera a ocultar mis cabellos en público con un turbante. Aunque aquello le molestó más aún al rey, que de repente recordó que no me había enviado aún ningún regalo votivo, por lo que se apresuró a entregar a mi templo una estatua de Enlil con el texto:
Naram-Sin, el Fuerte, rey de las cuatro zonas del mundo. A su hija Sheru, Entu de Enlil en Agadé.
Por una parte me molestó ese repentino empeño del monarca en que la gente creyera que era mi padre, pero por otra, aquello me protegía, momentáneamente, de la morbosa curiosidad de los fieles. De todas formas, no tardé en colocar disimuladamente la estatua junto a uno de los relieves que había mandado hacer para adornar las paredes del templo, en el que se reproducían unos versos de mi madre a Enlil. Si Naram-Sin captó la velada indirecta, tuvo por lo menos la decencia de dar la callada por respuesta.
El rey deseaba organizar un gran ataque, pero en esos momentos no disponía de suficientes regimientos entrenados. Tuvo que reponer soldados en la frontera y realizar levas de urgencia, lo que aumentó el malestar en el reino. Mientras, y en un intento por ganar tiempo, envió un embajador para tantear al rey Satuni, pero tampoco volvió a saberse nada del embajador. Obviamente, no hubo demasiados voluntarios para repetir la embajada.
Finalmente, Naram-Sin pudo reunir un ejército entrenado de 1.500 hombres de infantería y 150 arqueros sumerios. Puso a su frente a un general joven que estaba comenzando a destacar, y que se llamaba Shu-Sin. Éste avanzó por las laderas con bastantes precauciones y logró rechazar una pequeña emboscada nocturna, haciéndole a los lullubis bastantes bajas.
Al mes de estar vagando por las montañas, fueron atacados por una gran horda enemiga. Shu-Sin logró formar a tiempo su falange, pues había tomado la precaución de enviar exploradores, y por tanto se había enterado del avance de los lullubis. Sin embargo, a poco de empezar el ataque comenzaron las dificultades para los acadios, ya que los arqueros no tenían efectividad alguna en aquella arboleda tan espesa, y la falange en un terreno bloqueado por árboles, tampoco maniobraba muy bien. Los lullubis lograron llegar a la línea de escudos acadia sin haber sido castigados por las flechas, y se inició una lucha sangrienta en la que las siparrus de los acadios tampoco resultaron de mucha utilidad, siendo más efectivas las hachas de los enemigos, que destrozaban escudos y cabezas por igual.
Los arqueros fueron prácticamente masacrados en el ataque, aunque lograron evitar con su sacrificio que los lullubis rodearan a la falange acadia. Poco podían hacer con sus dagas y sus inútiles arcos contra unos brutales guerreros armados con hachas. Tras grandes esfuerzos, la lucha se decidió a favor de los acadios, sobre todo gracias a que la disciplina los ayudó a mantener a línea. Aunque las siparrus no eran útiles, las lanzas de los que estaban en segunda línea lograron matar a bastantes atacantes, y algunos de los soldados más experimentados llevaban mazas de bronce, que resultaron tan efectivas como las hachas.
Los lullubis se retiraron en desorden y los furiosos soldados acadios se dedicaron a rematar, sin la más mínima compasión, a todos los enemigos heridos que encontraron. No se hicieron prisioneros ese día, ni esclavos lullubis aparecieron por Agadé.
El ejército acadio había quedado quebrantado y reducido a menos de la mitad. La mayor parte se encontraban muertos o morirían en los días siguientes, pues las heridas de las hachas eran terribles, abriendo cabezas o cortando brazos enteros.
El general Shu-Sin tuvo que retirarse hasta Nuzi, en donde tres semanas después recibió noticias de que había sido cesado y se le ordenaba trasladarse a una guarnición provincial al sur. Tuvo suerte, pues Shamum intercedió a su favor, explicando que el desastre podría haber sido mayor si se hubiera desempeñado de otra forma en el ejercicio del mando, así que salvó la vida. Shamum se ofreció para dirigir la campaña, pero Naram-Sin no aceptó. Alegó que lo reservaba para otras labores más importantes, y aquello me preocupó, pues parecía indicar que el monarca deseaba meterse en una campaña en dos frentes.
La situación empezaba a asemejarse a una pesadilla sangrienta.
Sin embargo, la guerra lullubi, dado que no llegué a participar directamente en ella, no se convirtió en una preocupación para mí, por lo menos de forma directa, pues otros asuntos ocupaban mis pensamientos.
Desde el momento en que di comienzo a mi vida en Agadé, tuve ocasión de relacionarme más con los miembros de la corte, no sólo con Taram. De vez en cuando visitaba a la mujer de Naram-Sin, Meshalim, a veces acompañada por Palili, que había hecho una gran amistad con ella. Descubrí que era una mujer triste, enamorada de un hombre que ya hacía tiempo que no la miraba con buenos ojos. Otros hombres se buscaban consortes o concubinas pero, curiosamente, Naram-Sin no parecía interesado en ello. Tenía todos los hijos que un hombre podía desear, y la única mujer que, por lo visto, llenaba sus noches, era Agatima. Meshalim odiaba a mi antigua compañera, no porque fuera la amante del rey, ya que eso le parecía incluso bueno, dado que era una nin-dingir, sino porque veía en ella a una mujer que incitaba las más bajas pasiones del monarca. Al igual que yo, se daba cuenta de que Agatima influía en el soberano vertiendo en sus oídos sueños de gloria y de conquista.
Casi todos los miembros de la familia real actuaban como Enmenanna, con un total desprecio a mi persona. Supongo que algunos me consideraban como una mestiza que les había robado su parte de la herencia de Enheduanna. Otros, simplemente, me ignoraban.
Con los ministros tuve todo tipo de relaciones. Apiyatum era mi enemigo. Lugalniba se comportaba con cierto desdén hacia mí, aunque también parecía guardar un resquicio de temor que, posiblemente, tenía su origen en mi situación de hija adoptiva de Enheduanna y mujer montañesa de supuestos poderes misteriosos. De todas formas, en aquella época, como dije anteriormente, su salud estaba bastante quebrantada, así que se dejaba caer poco por palacio.
Otros ministros con los que llegué a tener alguna relación fueron Etibmer, que me recordaba mucho a Kitudu por su oficio de escriba y su puntillismo hacia todo tipo de burocracia, o Sharrish-Takal, enemigo feroz de Apiyatum, y posiblemente tan ambicioso y amante de las riquezas como él, pero sin esa disposición natural a destruir cualquier obstáculo que se pusiera por delante, lo que le había supuesto hasta ese momento que Apiyatum se llevara las riquezas y los honores. También podría nombrar a Urunabadni o Ur-Mesh, con los que no traté demasiado, pues sus labores estaban más bien relacionadas con el ejército. Pero sobre todo, debo señalar a Urda, el cual, posiblemente por ser bisnieto de un esclavo, fue el único que me trató con algo de simpatía y reconocimiento, llegando incluso, en ocasiones, a acudir con su familia a mi templo para participar en determinados actos religiosos. Y fue Urda, precisamente, quien más apoyo me prestó para que yo intentara llevar a cabo la labor de Enheduanna, agilizando permisos y hablando con quien fuera necesario, pero por desgracia, a pesar de su ayuda no pude estrenar La Exaltación de Inanna, pues Apiyatum y el mismo rey siempre encontraron pretextos para evitarlo.
A pesar de todo, siempre tuve razones para mantener la esperanza y los dioses me concedieron su ayuda para ello. En cierta ocasión que caminaba hacia el puerto, por ejemplo, escuché a un comerciante de lana procedente de Lagash canturreando el himno al Templo de Ningirsu. Escuchando los versos sentí como si el sol brillara más bello que nunca. Poco a poco me llegaban noticias, a través de Enanedu, de que la gente humilde aceptaba, poco a poco, el orden en el panteón divino. Aunque los de arriba preferían dedicarse a acumular tierras, los pescadores y los campesinos abrían sus corazones a unos dioses renovados y jóvenes, más cercanos a ellos, que les permitían un papel más activo en su pequeña parcela del mundo.
En cuanto a Taram-Agadé, me convertí en una ayuda para sus estudios. El rey deseaba que ella tuviera tanta preparación como sus hermanas, aunque curiosamente, en la corte no se hablaba de que fueran a hacerla sacerdotisa. Ella, desde luego, no pensaba acabar sus días en un templo, y nunca me ocultó que aquella vida no la atraía, aunque me admirara mucho. Era una jovencita que soñaba con el amor, que se reía al ver que algunos jóvenes le dedicaban miradas de deseo, y que me pedía que le narrara historias de amantes de las montañas, después de repasar por milésima vez la lista de palabras acadias escritas en cuneiforme, y mientras la enseñaba a tatuarse las manos con henna.
Yo pensaba muchas veces que podía haber sido como ella, enamoradiza, soñadora y casada con algún jardinero o comerciante. Pero los dioses me habían destinado a otros menesteres, así que me encogía de hombros y me limitaba a apoyarla y a seguir narrándole historias de las montañas (algunas inventadas, cómo no, pues tampoco hay en el mundo tantas historias como para contentar a una adolescente acadia de familia real). Me hubiera gustado que encontrara algún Enlilbani en su vida, pero sospechaba que eso no iba a suceder, pues su matrimonio, si es que se celebraba, sería decidido por el propio rey. Así que me pasaba algunas tardes ayudándola a hacer sus tareas de la Edubba, e intentando inculcarle muchas de las cosas que Ittibel me había enseñado. Y si un día estaba destinada a casarse con un rey o con un gobernador, que fuese tal y como dicen los ancianos: “Alguien que camina poniendo los pies en el suelo”.
Descubrí que mi joven amiga se sentía atraída por la historia de los amores de Inanna, y en cierta ocasión le pregunté por qué.
—Pues porque se equivocó de amante, ¿no crees? Es una historia muy bonita. Yo creo que toda su vida se dedicó a arrepentirse de haber elegido a Dumuzi, y añoró a Enkimdu — me explicó Taram, lo que era una idea que me llamó la atención.
—Es curioso que lo digas, porque yo siempre he tenido también esa sospecha — dije.
—¿Crees que me casaré algún día?
—Posiblemente.
Me dirigió una sonrisa cómplice y añadió: «¿Te hubiera gustado casarte con él? Es guapo, a pesar de esa pequeña cojera...». Me sorprendió que Taram supiera lo de mis relaciones con Enlilbani, pero luego llegué a la conclusión de que Enanedu le habría informado. Y tampoco me importaba, después de todo, que comprobara que yo era una mujer como cualquier otra.
—Sí — le contesté sin poder reprimir un suspiro —. Me habría casado con él, pero los dioses no lo han permitido.
—Pero no eres su mujer, ni su consorte, ni su concubina. ¿Qué sientes que eres, entonces, cuando lo ves?
Lo pensé unos instantes y luego dije:
—El amor de su vida. Él lo es para mí, y yo espero serlo para él. No importa nada más. Sólo que una tarde soleada nos miramos a los ojos y el mundo se detuvo a nuestro alrededor. Es lo único que espero que los dioses no me arrebaten.
Taram soltó una de sus carcajadas y se abrazó a mí.
—Tu historia es la más bonita de todas las que me has contado. ¿Sabes? Quisiera que pusieras tu sello en el acta de mi boda. Y que acudieras a ella, por supuesto.
—Si los dioses lo permiten, así será.
Pero los dioses, como narraré más adelante, no lo permitieron. Tuve que realizar un papel bastante más importante.
Debo hacer un inciso para explicar que fue en esos días, precisamente, cuando gracias a Kitudu hice amistad con Ur-Mud, el escriba que había salvado su vida tras la campaña de los umman-manda.
Le habían ofrecido un puesto como escriba en la corte real, y había acabado trabajando en la oficina personal de Apiyatum. Al principio no le fue mal, pues era el trabajo que había realizado toda su vida y siempre se sentía como si hubiera vuelto a nacer. Pero Apiyatum, por alguna razón inexplicable, comenzó a hacerle la vida imposible. Primero fueron pequeños aunque continuos abusos en el trabajo, obligándolo a jornadas laborales inusuales, pero luego comenzaron los sarcasmos y las burlas veladas en público. Los otros escribas no dudaban en aprovechar la situación y se ensañaban lo que podían con aquel pobre hombre, ya que sabían que no podía trasladarse a otra oficina real. Con su pasado nadie le hubiera dado trabajo.
Había tenido dos retoños, hijo e hija. El muchacho murió a poco de llegar a las tierras del exilio por una herida infectada, y lo peor llegó cuando la chica quiso ingresar en la Edubba del Eulmash. Agatima inmediatamente vetó el ingreso, alegando que era hija del seguidor de un usurpador, lo que era un sarcasmo porque también ella lo era de otro usurpador.
Al final, tras muchos regalos y no pocos sobornos, Ur-Mud logró que dejaran estudiar a su hija, aún a costa de que aceptara ser una apestada entre sus compañeras. Y todo habría podido llegar a buen puerto, aunque con algo de dificultad, si no fuera porque un primo del ministro Apiyatum, que estudiaba en la misma Edubba, comenzó a relacionarse con la muchacha.
Si el pobre escriba había pensado que sus problemas en la vida iban a acabarse, estaba equivocado. Un día la muchacha confesó a su padre que el joven la había violado en compañía de otros dos amigos, tras haberla emborrachado con vino de dátiles. En general, que una joven sea violada no es algo demasiado grave entre los cabezas negras, salvo que concurran circunstancias que agraven el hecho, como romper un acuerdo de matrimonio, sin embargo para aquel hombre fue la gota que colmó el vaso. Intentó recurrir a su patrono, pero Apiyatum no sólo no hizo nada por resolver la situación, sino que le aconsejó delante de otros dos escribas, que inscribiera a su hija como “esposa de la cerveza” en alguna taberna.
Completamente desesperado, y por consejo de Kitudu, al cual conocía de sus tiempos en Kish, acudió a mi templo en busca de ayuda y consuelo. Yo decidí mover los hilos consiguiendo que la muchacha siguiera sus estudios en la Edubba de Nippur, con lo que la alejaba de la fuente de sus problemas y la colocaba en un ambiente más adecuado y tranquilo.
Ur-Mud acudió a verme un día acompañado de su esposa, y regalaron al templo dos hermosos corderos para que comieran las sacerdotisas. El escriba guardó hacia mí un gran agradecimiento, y con el tiempo me resultó de cierta ayuda.
Nunca supo Apiyatum hasta qué punto había cometido un error.
La guerra en las montañas se recrudeció.
Naram-Sin envió un nuevo ejército de 1.500 hombres, esta vez sin el apoyo de los arqueros, ya que resultaban inútiles en esos bosques. No quiso enviar una cantidad más grande de soldados pues, como alegó, “tenía otros proyectos en mente”. Al mando de las tropas colocó a dos generales. Dadamum, que acababa de ascender al cargo tras actuar como jefe de un regimiento acadio en la campaña de los umman-manda, y un viejo conocido de Shamum, que se llamaba Wittum, y al que el buen general consideraba un arribista y un asno. Supe más tarde que tenía amistad con Apiyatum, por lo que me entendí enseguida la razón por la que se le había ofrecido el mando, a pesar de que ya lo poseía un general más joven.
Desde el inicio de las operaciones la cosa no fue nada bien. Wittum se condujo de forma bastante torpe, enfadando al gobernador de Nuzi, el cual acabó por proporcionarles un guía que resultó no ser de confianza.
El guía se perdió varias veces por las montañas y, en ocasiones, no fue capaz de localizar manantiales o riachuelos, haciendo que los soldados llegaran a pasar sed. Llegado ese momento, lo lógico habría sido retroceder hasta Nuzi y esperar unos meses para reanudar la campaña en mejores condiciones. Sin embargo, aquellos dos generales se enzarzaban en discusiones interminables, haciendo que el ejército deambulase de un punto a otro de las montañas sin que los lullubis se dignaran en dar señales de vida.
Solamente lograron atacar un pequeño campamento de montañeses, que fue pillado por sorpresa. Mataron a todos los hombres y enviaron a las pocas mujeres supervivientes (pues casi todas lucharon con fiereza al lado de sus padres y maridos) a Agadé como esclavas.
Ante aquella victoria, por llamarla de alguna forma, el rey renovó su confianza en los dos patanes, con lo que cometió otro gran error. El invierno había llegado y comenzó a hacer frío y a llover en las laderas. Los soldados sufrían bastante con las inclemencias del tiempo. Lo curioso es que en las llanuras sucedía todo lo contrario, pues la sequía seguía golpeando con fuerza a las ciudades de los cabezas negras. En realidad, en las montañas llovía menos que años atrás, pero para aquellos pobres soldados que se helaban de frío por las noches, arrebujados en una delgada manta de lana, era como si el diluvio se repitiera de nuevo.
Tras una de esas miserables noches, el ejército acadio fue emboscado mientras caminaba al lado de un torrente de montaña. Se trataba de un barranco hondo y profundo, y aquellos dos incompetentes no habían tomado la precaución de colocar exploradores. Los lullubis comenzaron a arrojar piedras contra los soldados, logrando que se creara una gran confusión. Curiosamente, en ese lugar no habrían venido mal unos cuantos arqueros, porque sus flechas hubieran podido cubrir la cima de la barranca, pero tuvieron que valerse solamente con los escudos. Mientras avanzaban penosamente, Wittum recibió un impacto en la cabeza que lo mató instantáneamente, lo que en otras circunstancias tal vez hubiera sido bueno, pero Dadamum quedó medio paralizado por el miedo, pues parte de los sesos de Wittum habían cubierto su faldellín. Viendo que lo único que hacía era balbucear, los oficiales decidieron improvisar e impartieron órdenes para salir del atolladero.
Cuando superaron el barranco se encontraron con que los lullubis cargaban cuesta abajo contra ellos, dando unos gritos terribles y blandiendo las hachas. En la parte final del barranco, las paredes no eran tan altas, con lo que se podría haber formado una falange y haber resistido y detenido a los lullubis sin la amenaza de las piedras. Pero los oficiales dieron la orden de atacar directamente y se creó una enorme confusión, con peleas individuales en las que los soldados acadios no podían protegerse unos a otros y los escudos, en ocasiones, los estorbaban más de lo que los protegían. Los acadios habían renunciado a sus siparrus y la campaña se realizaba con las lanzas y las mazas, con lo que pudieron defenderse con más facilidad que la vez anterior. La lucha duró casi todo el día, y sólo al caer la noche, los lullubis abandonaron un campo de batalla que ya parecía estar dominado. Nadie supo jamás por qué se largaron tan deprisa, aunque con el tiempo hubo rumores acerca de que un primo del rey Satuni había caído en ese combate, y que tal vez fuera la razón de la salvación de los acadios. De Dadamum nunca más se supo. La última vez que se le vio estaba junto al riachuelo, aún dentro del barranco, intentando limpiar su faldellín.
La sorpresiva retirada le permitió a Naram-Sin proclamar la victoria, aunque ese nuevo ejército había quedado bastante maltrecho. Cuando Shamum alegaba que eran demasiadas bajas, el rey respondía que seguramente los lullubis habían tenido tantas o más que los acadios, y que no aguantarían mucho aquel ritmo. Lo malo es que no teníamos ni idea de cuántos soldados estaban a disposición del rey Satuni, y a mí me llamaba la atención que las mujeres hubieran luchado para defender, anteriormente, el campamento. Sabía, gracias a mi primera madre, que las mujeres de las montañas eran capaces de luchar junto a sus hombres, sin dudar ni un momento en matar a quien se pusiera por delante de ellas. Yo era la prueba de que ello era posible, pues ya había matado a tres hombres a lo largo de mi vida. También conocía el hecho de que en las montañas existían danzas guerreras en las que participaban las mujeres, y un pueblo en el que las mujeres mueren defendiendo sus hogares, suele ser un pueblo que no puede ser esclavizado.
Naram-Sin consideraba que la campaña contra los lullubis iba bien, pero ni Shamum ni yo estábamos tan seguros.
La maldición de Gemezida comenzó a notarse con el tiempo. La sequía golpeaba más que nunca y las cosechas eran malas. El ejército consumía gran parte de las reservas disponibles en Agadé, y los templos pequeños no disponían de tierras para aumentar las reservas.
Los especuladores, como Apiyatum y sus agentes, suministraban al ejército, con lo que Naram-Sin no parecía preocuparse de lo que estaba pasando. Pero hubiera sido mejor que lo hiciera, porque la situación se le comenzaba a ir de las manos.
Mucha gente empezó a pasar hambre y aumentaron las enfermedades. En Sippar se desencadenó una epidemia, y en Lagash el viento ardiente traía fiebres mortales, haciendo que el gobernador, Lugal-Ushumgal, se quejara en varias cartas al rey. Y no fueron las únicas cartas. Otras llegaron informando acerca de otras epidemias, y de cientos de tumbas que se cavaban en las ciudades, muchas de ellas infantiles.
Finalmente, el rey se decidió a actuar cuando las fiebres llegaron a la ciudad de Agadé y muchos pescadores murieron en el plazo de una semana. Se me llamó a palacio y acudí extrañada, ya que hacía casi dos años que el rey no se molestaba en saber de mi existencia. Como siempre, no actuó como el zorro, sino que habló como el lobo, de forma directa e impaciente.
—¿No sirven de nada los sacrificios ni las ceremonias? — Se refería a que desde dos meses antes, en todos los templos de la capital realizábamos sacrificios para implorar a los dioses el término de aquella desgracia. La verdad es que no servía de mucho, salvo para que los sacerdotes se alimentaran, mejor que nunca, con los productos de los sacrificios. Yo había ordenado que los sacerdotes de mi templo dejaran de aprovecharse de la venta de aquellos animales, y se repartieran entre la gente humilde de la ciudad, para lo que obtuve la inestimable ayuda de Enanedu y sus compañeras kezertu. ¡Demasiado bien recordaba yo los tiempos en que mi almuerzo consistía en gachas de cebada!
—La ofensa fue contra el gran dios Enlil, jefe de la asamblea de los dioses —, respondí en un tono bastante comedido aunque, en mi interior, deseaba decirle cuatro cosas acerca de las consecuencias que se producen por hacer guerras en tiempo de sequía —. Es una ofensa demasiado grande y, por tanto, debe realizarse lo que Gemezida ordena.
—Ishtar es una diosa tan grande como Enlil. Realizaremos sacrificios... — interrumpió Agatima con gran soberbia. Estuve a punto de explicarle lo que podía hacer con esos sacrificios, pero logré controlarme.
—Ya has degollado a un corral entero de ganado, ahatu Agatima — indiqué con ironía —, y dudo que Inanna esté de acuerdo con que se deje pasar, sin castigo, una ofensa contra su gran abuelo.
—¿Qué hacemos entonces? — Preguntó el rey con furia.
—Obedecer a la Entu, pues ella es Ninlil — dije yo.
—¡No tengo ninguna intención de humillarme! — Gritó Naram-Sin.
—El rey no debe humillarse ante nadie — le apoyó Agatima. Supongo que era parte de su papel como nin-dingir.
—Los que ocupamos cargos otorgados por los dioses, debemos aceptar obligaciones impuestas por ellos —, les recordé a ambos, aunque sabía que mis palabras caían en saco roto.
—¿Morirías por esos miserables que acuden a tu templo? — Me preguntó Naram-Sin. Se notaba que se había enterado de que muchos fieles habían dejado de acudir al Eulmash para asediar mi pobre local. Pero a fin de cuentas, yo no tenía la culpa de que me preocuparan más esas personas que los que vivían tras las paredes de palacio (salvo algunas excepciones, claro).
—Sí, si ello es la voluntad de los dioses — afirmé con rotundidad.
—Pues yo no — dijo Naram-Sin —. Son ellos los que deben morir por mí.
Permanecimos un rato en silencio. Los ministros miraban distraídamente al techo, con miedo a comprometerse. Finalmente, rompí el silencio, hastiada ya de esa situación.
—Si el rey no desea sacrificarse por su pueblo — decidí — lo haré yo.
Agatima soltó una carcajada, pero luego la interrumpió al ver la expresión de mi rostro. Ella nunca hubiera tomado semejante decisión, desde luego, pues tanto el monarca como la nin-dingir eran, como bien dice el proverbio: “Aquellos que sirven la cerveza sin lavarse las manos”.
—¿Pedirías el perdón por mí? — Preguntó Naram-Sin asombrado.
—Haré lo que tengo que hacer, simplemente.
Hice un saludo amable y me retiré asqueada por ese ambiente, a pesar de la mirada de amable complicidad que me dirigió el ministro Urda. Con ello comencé mi acto de expiación. Para ello durante dos semanas sólo comí, en pequeña cantidad, pan basto de cebada y agua, y dediqué gran parte de cada día a rogar al dios Enlil que perdonara a las víctimas involuntarias de la soberbia del soberano.
Pasadas esas dos semanas, me trasladé caminando hasta Nippur, vestida con un kaunake humilde de lana basta, y se envió un mensajero a Gemezida, advirtiendo que debía preparar todo para la ceremonia de expiación.
Cuando llegué a Nippur, bastante cansada por los días caminando y débil por el ayuno, me coloqué delante de la puerta de las Impuras Sexuales. Allí, en el lugar donde se esparcían las cenizas de los ejecutados en el Ekur, rodeada por sus espíritus condenados para la eternidad, fui desnudada por dos criados del recinto. Un barbero rasuró mi pubis y cubrieron mi cuerpo y cabellos con cenizas y polvo de aquel suelo maldito. Acto seguido, cargaron mis brazos con cadenas y arrollaron a mi cuello una cuerda basta y áspera, como la que llevan los prisioneros de guerra.
Una vez hechos estos preparativos, comencé a caminar por las calles de la ciudad, mientras las gentes se arremolinaban a ambos lados observando la escena con estupor. Se había corrido la voz de que el rey iba a solicitar el perdón, así que no esperaban ese cambio. Para mí fue una agonía, pues a la debilidad y el cansancio se unía el dolor que me producían las cadenas clavándose en mis muñecas, lacerándomelas cruelmente, aunque aquello en particular no me importó. Me encomendé a Azimua y afronté la prueba con el mismo coraje con que había aceptado los bastonazos en la Edubba. Deseaba acabar con todo ello cuanto antes, y pensaba que una maldición en un instante en el que el reino estaba inmerso en guerras, era algo muy inconveniente. Me molestaba la cabezonería del rey y de la Entu, y me resultaba curioso que los dos castigos corporales más crueles que había sufrido en mi vida, hubieran sido por iniciativa de Gemezida. Era absurdo. Hubiera bastado con mandar ejecutar a los tres soldados, dos de los cuales ya habían muerto en las montañas, luchando contra los lullubis.
Llegué ante el recinto del Ekur y vi que para penetrar en el gran patio, tenía que caminar por una extensión de cenizas ardientes que ocupaba varios codos. Me dije a mí misma que no podía ser peor que los bastonazos, así que cerré los ojos, caminé sin pensar en el dolor, y llegué a los pies de la plataforma. Gemezida estaba en lo alto de la misma, revestida con todos sus atributos, y esperaba sentada en un escabel rodeada por los miembros del alto clero del recinto.
Subí lentamente y, con algo de dificultad, las escaleras de la plataforma, y me arrojé boca abajo a los pies de la Entu, que me observaba con estupor.
—¿Qué haces tú aquí? — Me preguntó.
—Hago lo que debe hacerse, mi Entu — respondí.
—¡No eres tú quien debe hacer esto! ¡Es el rey quien debe hacerlo!
—No importa quién lo haga, mi Entu. Yo represento al rey, con eso basta.
Gemezida hizo un gesto de incredulidad y meneó la cabeza, como si fuera incapaz de entender mis razones.
—Sheru, ¿por qué te humillas por alguien que no parece tener el valor de pedir disculpas a los dioses?
Me apoyé dolorosamente en mis manos, me incorporé un poco y me arrodillé a sus pies. La miré directamente a los ojos.
—No lo hago por él, mi Entu — dirigí un brazo hacia los cientos de personas que observaban la escena, a los pies de la plataforma —. ¡Lo hago por ellos! Los reyes toman decisiones y las sufren los humildes. ¡Basta ya de tanto odio! Que los dioses castiguen al que lo merece, pero no a quien paga las consecuencias.
Al oír aquellas palabras, los que estaban en las primeras filas comenzaron a arrodillarse y a pedir perdón en voz alta, y los de las filas de atrás imitaron a los de delante. Al rato, todos los presentes en el gran patio estaban de rodillas. Gemezida miró la escena con un gesto enfadado, sobre todo al constatar que muchos miembros del clero de su recinto se habían arrodillado también.
—¡Levántate. Sheru! — Dijo al fin —. No debes arrodillarte. Tú no —. Se volvió a los que le rodeaban —. Vestid a Sheru con ropas adecuadas y alimentadla. Está tan demacrada que no parece una sacerdotisa, sino un espíritu errante.
Luego se levantó y observó la escena, mientras dos sacerdotisas me cubrían con un manto de lana.
—¿Entonces, mi Entu...? — Pregunté.
—Durante meses se ha hecho la voluntad de los dioses — concluyó Gemezida con severidad —. Hoy se hará tu voluntad, ahatu Sheru — se volvió hacia la multitud y gritó —: ¡Proclamad que Enlil perdona al rey!
Y se retiró sin decir nada más.
La multitud se disolvió en silencio, y yo fui conducida a las cocinas del Ekur, donde comí algo, aunque no mucho, porque se me revolvía el estómago. Luego me dirigí a casa de Enlilbani, donde tuve que impedir que Iltani se arrodillara a mis pies y me los besara, pero no pude evitar que me llevara a la fuerza hasta el patio, donde me ayudó a darme un baño.
Esa noche tardé un buen rato en conciliar el sueño, pues las emociones del día (y la cercanía de un cariñosísimo Enlilbani, que se desvivió por que yo cenara y descansara) no me lo permitían. Finalmente, cuando ya comenzaba a caer en un dulce sopor, me desperté al escuchar en las calles una algarabía de gritos y canciones.
La multitud estaba allí, en la oscuridad, cantando, bailando, y gritando alabanzas a los dioses, sobre todo a Ishkur, mientras se abrazaban unos a otros y se reían. Miré hacia lo alto y sonreí. Acababa de caer en la cuenta de que, por primera vez desde que nos conocíamos, Gemezida me había llamado “ahatu”...
...Y, además, estaba lloviendo.