XIX
Como dije anteriormente, en aquellos días Naram-Sin logró humillar a Mannudannu, rey de Magán. Supongo que todo lo que sucedió pudo haber quedado en una simple anécdota, pero la verdad es que ahora, pasado el tiempo, me doy cuenta de que fue un experimento de Naram-Sin para comprobar si sus pies eran capaces de caminar fuera de las fronteras de Akhad.
El reino de Magán se encuentra al otro lado del mar. Desde tiempos inmemoriales, los cabezas negras han comerciado con esa zona, fundando en ocasiones alguna que otra factoría, sobre todo por parte de los navegantes de Eridu, la ciudad de los constructores de barcos.
A pesar de su lejanía, el comercio con ese país produce buenos réditos, pues los maganitas están muy interesados en adquirir productos manufacturados de los cabezas negras, y estos, sobre todo, compran el cobre maganita, que es de un calidad excelente, así como grandes bloques de diorita, con la que se tallan estatuas muy apreciadas y de gran valor. Y es que, por una parte, la diorita es una piedra durísima, que asegura que las estatuas talladas en ella duren siglos y siglos sin deteriorarse, pero por otra, al ser tan dura es casi imposible mellar su superficie. En todo caso, con cinceles de bronce o cobre es una tarea infructuosa. Sólo pueden tallarse estas estatuas con mazas de una piedra, la dolerita, que es aún más dura que la diorita. En cuanto a los textos que se inscriben en las estatuas, los canteros los suelen realizar con piedra de esmeril.
Debo decir que todo esto lo aprendí durante mi estancia en Agadé, pues tuve ocasión de visitar talleres de cantería, y no dudé en preguntarles a los artesanos los pormenores de su trabajo. Supongo que, el haber sido jardinera, me proporciona una curiosidad natural que otras sacerdotisas no poseen, o que consideran inadecuado exhibir. Y esto me ha resultado muy beneficioso a lo largo de mi vida, incluso en asuntos personales, como veremos más adelante.
El conflicto entre Naram-Sin y Mannudannu comenzó cuando este último, al estallar la rebelión contra el rey, decidió que era un buen momento para sacar tajada del caos reinante. Ya se sabe que, mientras los perros se pelean por los huesos del convite matrimonial, el zorro acaba llevándose el pastel de manteca. Así pues, mantuvo los precios habituales para el comercio del cobre, pero subió el de la piedra de diorita. En un principio aquello no molestó demasiado, pues ocupadas como estaban las ciudades con sus conflictos, la situación no se presentaba como para hacer muchas estatuas. Pero cuando las guerras finalizan, llega el momento de los desfiles, los grandes relieves conmemorativos de las victorias, y las estatuas con las que los reyes intentan agradecer su ayuda a los dioses, impresionando de paso a los vencidos.
Naram-Sin había decidido obsequiar con varias estatuas (entre las que contaba aquélla que regaló a Nippur) a algunos recintos sagrados, con el fin de congraciarse con ellos y, de paso, aparecer como benefactor a los ojos de los que antes habían sido sus enemigos. Y es que Naram-Sin, si bien no escatimaba crueldad allá por donde iba, tampoco dudaba en reconstruir murallas y templos o en costear banquetes públicos, no sé si en un intento de hacerse perdonar los arrebatos sangrientos, o más bien, supongo, intentando sobornar las voluntades de los vencidos.
La maniobra de imagen suponía la compra de varios bloques de diorita de gran tamaño y calidad, pues no basta con que el bloque sea grande, sino que tampoco debe presentar fisuras que rompan la estatua a medio tallar, máxime teniendo en cuenta que una de estas estatuas tarda años en ser acabada. Y el problema surgió cuando la tarea de comprar los bloques se encargó a la ciudad de Eridu y llegó la notificación de lo que iban a costar. Debo decir aquí, aprovechando este momento de la historia, que la estatua de Nippur, en realidad se realizó sobre otra más antigua, que ya estaba a punto de ser terminada y que iba representar al difunto gobernador de Eridu. Se limitaron a cambiar los rasgos del rostro a toda prisa para hacerlos más acadios y luego añadieron el texto final. Esto se hizo así por las prisas, pues como acabo de advertir, una estatua de diorita requiere años para ser tallada, y porque no había en Eridu un sólo bloque disponible de tal piedra.
Cuando llegaron los barcos procedentes de Magán, resultó que el rey maganita había intentado aprovecharse de la situación, y había vendido los bloques por un lado, y las mazas de dolerita por otro lado. De hecho, las mazas no serían entregadas hasta que el importe en productos manufacturados, cerveza y dátiles, se hiciera efectivo en un envío posterior. Y era, debo decirlo, un importe excesivamente crecido, sobre todo porque tampoco se hablaba en ninguna parte de la piedra de esmeril, lo que hacía sospechar que también se iba a cobrar aparte y con el precio hábilmente inflado.
Naram-Sin montó en cólera y alegó que, de forma tradicional, las mazas de dolerita se habían vendido siempre junto con los bloques de diorita. El rey Mannudannu alegó que las viejas costumbres, por el hecho de ser viejas, no eran necesariamente inmutables, y que con las guerras, el hambre y los años, los precios cambian, como cambian los hombres.
Si creyó que con una respuesta ingeniosa iba a librarse, como el burro se libró del león, andaba muy equivocado. Naram-Sin dio la callada por respuesta y ordenó que se pagara, cumplidamente y en su totalidad, lo que se reclamaba.
Lo recuerdo bien, porque el recinto sagrado tuvo que hacerle un gran préstamo en cerveza de nuestras factorías cercanas a los pantanos, lo que hizo que los precios en las tabernas de la ciudad crecieran durante una temporada, a despecho de que Naram-Sin hubiera fijado las tablas de intercambio de productos, obligando a todas las ciudades, según iban siendo conquistadas o prestaban juramento de lealtad a la corona, a aceptar las tablas anuales de trueques que, a partir de ese instante, se decidirían en la capital.
El caso es que, cuando el rey maganita ya se daba por satisfecho y disfrutaba con sus concubinas de nuestra cerveza (y, sinceramente, espero que le haya aprovechado), Naram-Sin preparó en secreto varios barcos en el puerto de Eridu, los cuales tuvo que pedir prestados al recinto de Enki, pues los necesitaba rápidos y con capacidad para transportar varios hombres.
Los grandes navíos, con sus cabezas de dragón adornando las proas, y llevando cada uno alrededor de 30 soldados, navegaron en dirección a Magán. Atracaron en el puerto a oscuras, sin encender las cabezas de dragón, guiándose por las pequeñas luces que despedían las casas del puerto. En la oscuridad de la noche, un grupo de casi 300 soldados saltó de los barcos y corrió, sin apenas detenerse a despachar por el camino a los vigilantes que se iban encontrando, hasta que llegaron al palacio real, que tomaron sin apenas lucha, pues al rey de Magán nunca se le había pasado por la cabeza la eventualidad de que, alguien procedente del otro lado del mar, fuera a capturarlo.
Pero no se trataba de conquistar el palacio, pues aquellos soldados hubieran sido sitiados en el mismo. Una vez capturado el rey junto a sus familiares, los soldados acadios se retiraron apresuradamente hacia el puerto, donde embarcaron inmediatamente y, a fuerza de remos, se alejaron de Magán volviendo a Eridu. Sólo se perdieron 15 soldados en esa operación tan exitosa.
Una vez llegados a Eridu, el rey de Magán vio cómo se le recibía en el puerto con una gran fiesta y con toda pompa y boato, tal y como su cargo exigía, aunque en todo momento estuvo vigilado y rodeado por soldados, haciendo imposible su fuga. Luego se le hizo viajar hasta Agadé por el canal Susuka, en cuyos márgenes una exultante multitud lo aclamaba y arrojaba flores al paso de su navío. Una vez en la capital se le alojó en palacio, y asistió a toda una serie de fiestas en su honor, así como espectáculos diarios con músicos, bailarinas y animales amaestrados. Supongo que el pobre rey creería estar en un sueño, pues durante el paseo por mar debió pensar que su cuello peligraba. Supe años después, que le escucharon comentar cuando creía estar libre de oídos indiscretos, que Naram-Sin pretendía sobornarlo para bajar los precios, o tal vez para repartirse beneficios, y que consideraba al rey acadio ingenuo e inexperto en cuestiones de negocios. Seguramente estuvo varios días riéndose para sí mismo, sin captar el detalle de que nadie soborna a otro habiéndolo secuestrado previamente en la oscuridad de la noche. Si hubiera conocido a Naram-Sin, como lo conocía yo, habría sabido que la mente del rey era mucho más tortuosa y retorcida.
Sin embargo, a las tres semanas de estar allí, como un rehén agasajado, el ministro Apiyatum, acompañado por Lugalniba, se presentó en sus aposentos con una serie de tablillas en las que se especificaba todo lo que debía pagar por el montante de la celebración de las fiestas y los espectáculos. ¡Y bien cara que le salió la cuenta al pobre rey!
Por cada shekel de cebada se le exigía el equivalente de una mina, por cada gila de cerveza, el equivalente de de un ban; cada oso amaestrado costó como una familia entera, cada bailarina como una compañía de baile. El pobre rey maganita quedó aterrorizado cuando, por si fuera poco, se enteró de que por cada día que se retrasara en satisfacer el montante, ya crecidísimo, se añadiría con intereses todo aquello que consumiera, incluso el agua. Y hay que tener en cuenta que se incluían, incluso, los festejos realizados en la ciudad de Eridu y los gastos de la expedición militar, que en la tablilla constaban como “escolta privada real”.
Mannudannu le dijo a Naram-Sin que era una vieja costumbre entre los cabezas negras agasajar gratis a sus invitados, y el acadio le contestó que las viejas costumbres, con los años, el hambre y las guerras, cambian, como cambian los reyes cuando triunfan en un conflicto.
Supongo que Mannudannu captó el mensaje, porque inmediatamente hizo que enviaran el pago desde su reino en los barcos más rápidos que pudo encontrar en Eridu. Al final, Naram-Sin fue generoso y no le cobró por los días transcurridos esperando el envío, pero el maganita aprendió la lección.
Reconozco que cuando me lo contaron me reí bastante con la aventura, y por ello no me di cuenta de que era un señal clara de las intenciones de Naram-Sin. Unos años antes, tal y como yo lo había conocido, era un rey pusilánime y asustado, cercado dentro de sus propias murallas. Ahora era un conquistador que estaba dispuesto, incluso, a secuestrar a otro rey para salirse con la suya. No parecía que Naram-Sin considerara que existieran obstáculos imposibles de salvar.
Al rey maganita las cosas le salieron bien después de todo, pues el comercio se reanudó a precios razonables y, a fin de cuentas, pudo seguir obteniendo unos ingresos muy jugosos, aparte de que Naram-Sin no estaba interesado, al contrario que su abuelo, en tierras que estuvieran al otro lado del mar. Pero al reino de Akhad, la cuenta le salió cara, y es ahora cuando la estamos empezando a pagar.
En aquellos tiempos, mi labor principal se centró, como ya he dicho, en ayudar a Enheduanna, y aunque Kitudu realizaba la tarea de tabsarru con total eficiencia, yo era la colaboradora de la Entu.
Fue por entonces cuando Ittibel dejó poco a poco de atender a los fieles, pues ya se sentía un poco mayor para esa vida. Debo decir que es cierto que algunas hebras grises comenzaban a aparecer en sus cabellos, al igual que en los de la Entu, pero su belleza, aunque madura, seguía llamando la atención por las calles.
Sin embargo, prefirió dedicarse cada vez más a asesorar, ayudar y dirigir la labor de las kezertu más jóvenes, sobre todo porque, si bien siempre había realizado esa labor, nunca había dispuesto de un apoyo oficial, y ahora lo tenía. El mismísimo Zimrri-Lim había hecho buenas migas con ella y, en cierto modo, ahora las kezertu de Ur dependían, por lo menos moralmente, del Eanna, en vez de Agadé. Al no ser miembros de un templo concreto, esto no molestó a nadie en la capital. Si no hay impuestos de por medio, un cambio de protección importa poco, sobre todo si los fieles son gente humilde y no grandes familias ricas. Agatima, en su papel de ishtaritum mayor y nin-dingir de Agadé, nunca fue muy lista en ese aspecto. Debió pensarlo bien antes de perder a las kezertu de Ur, y con ellas a las de casi todo el reino. Ellas representaban el corazón de los humildes, y ese corazón, aunque se vea afectado por guerras, permanece en su lugar cuando el viento se ha llevado el polvo de las estatuas.
Por aquellos días Alane, que había retomado sus viejos negocios, sobre todo los relacionados con la fabricación y venta de cerveza, me propuso que yo, a mi vez, me iniciara en aquella actividad que casi todo el clero practicaba. Después de sopesarlo detenidamente decidí que vender cerveza no me atraía demasiado, pero que si aprovechaba mis buenas relaciones con algunas personas de Nippur, podría comprar lapislázuli en esa ciudad, procedente sobre todo de Elam, y revenderlo en otras zonas más lejanas hacia el oeste, tal vez en Ebla o sus cercanías.
Al principio me quede perpleja ante la idea, ya que nunca me había propuesto comerciar, aunque supongo que como hija de un comerciante, aquello debería haberme parecido algo casi natural. Lo que me convenció a la hora de empezar, fue que pensé que era un forma de ganar plata para devolver al templo todo lo que le debía y, sobre todo, de devolver a mi protectora lo que se había gastado en mí, que no era poco. Yo siempre he considerado las deudas sagradas, y nunca he dejado de devolver ninguna, fuera monetaria o de honor. En eso, lo reconozco, no soy demasiado montañesa, sino que se impone más la sangre de mi padre.
Me dirigí a Enheduanna una mañana y le pregunté si podía el templo hacerme un préstamo.
—¡Pues claro que sí, muchacha! — Me dijo en un tono de lo más alegre —. Me preguntaba cuándo ibas a hacerme esa pregunta. Pensé que jamás ibas a embarcarte en tus pequeños negocios.
—¿Hubiera sido malo, mi Entu, si no hubiera deseado hacerlos? Porque la verdad es que no se me había ocurrido hasta estos últimos días.
—Por supuesto que no, pero ganar bienes propios proporciona seguridad en la vida. ¡Hasta Alane disfruta de independencia de su marido, gracias a lo que gana con la cerveza! Y tú, al no disponer de una familia que te respalde, necesitas más independencia que nadie. Nunca te dieron una herencia o una dote, así que necesitas labrarte tu lugar de alguna forma. Si fueras campesina, lo tendrías difícil, pero estás entre el personal de un templo. Sería poco inteligente por tu parte no aprovechar esa circunstancia.
Me sentí aliviada con sus palabras. Además de ello, me agradó saber que mi protectora se interesaba por las circunstancias particulares de mi vida. De hecho, sentí bastante alegría.
—Os lo agradezco entonces, mi Entu. Nunca hubiera osado abusar de mi situación en el templo.
—¿Y de cuánto necesitas que sea el préstamo? — Me preguntó Enheduanna, sin poder evitar que se le escapara una sonrisa al escuchar esos escrúpulos míos. Bien sabía ella que otros se aprovechaban de la situación sin el más mínimo pudor.
—Estaba pensando en la suficiente plata para comprar cinco talentos de lapislázuli en Nippur.
—No es una cantidad grande — observó la Entu.
—Yo soy una comerciante pequeña, mi Entu. Y novata, lo que me convierte en más pequeña todavía. Si la cosa resulta mal, no quiero dejar una deuda excesiva.
Enheduanna no puso contener una carcajada. Evidentemente, yo no era la típica persona que pedía préstamos a un templo. Eso lo he podido comprobar posteriormente por mí misma.
—¿Necesitas la ayuda de Alane o de mí misma?
—Tal vez más tarde, mi Entu, porque de momento me gustaría probar a dónde puedo llegar con sólo mi ingenio como ayuda. Conozco más o menos cómo funciona el negocio del comercio, pues mi padre fue comerciante.
Enheduanna asintió e hizo que el intendente me diera la plata. Con aquel metal me trasladé a Nippur, donde me puse en contacto con Enanedu y un primo suyo, que tenía relaciones con los comerciantes de lapislázuli. Compré, pues, cinco talentos. Una vez en mi poder, me trasladé con ellos a Ur, después de dejar a Enanedu como mi representante en Nippur para futuros negocios.
Finalmente, vendí el lapislázuli en Umma. Enheduanna se extrañó de que no eligiera Eridu para venderlo, pues el lapislázuli tenía buena salida en esa ciudad, al poder venderse al otro lado del mar. Sin embargo, mi idea no consistía en vender lapislázuli en realidad. Mi plan era otro. Lo que yo deseaba era cambiarlo por cebollas. Me había enterado de que en Umma habían tenido una tremenda cosecha de cebollas, y gran parte de ellas no eran aprovechadas porque, tras la matanza de la guerra, había menos población para comerlas. Asimismo era una ciudad que había sufrido graves daños en la guerra, y el arreglo de palacios y templos requería cantidades enormes de materias lujosas, como el lapislázuli. Por medio de Ittibel, me puse en contacto con el Templo de Inanna de Umma, y les cambié el lapislázuli por cebollas, consiguiendo un gran margen en el cambio, pues ellas se deshicieron de algo que se les iba a estropear con el tiempo, y consiguieron lapislázuli sin tener que entregar plata a cambio.
Así que salí con ventaja del negocio y me encontré dueña de un gran cargamento de cebollas, que hice trasladar por barco a Nippur. Allí Enanedu ya me había localizado una combinación de barcos, en los que envié las cebollas en dirección a Mari, donde ese producto no se cultivaba demasiado, y por tanto, existía más demanda, y más aún de la variedad que se cultivaba en Umma, que era de cebolla-chalote, de una calidad semejante a las elamitas que se exportaban por mar a través de Lagash.
Al acabar el experimento, y tras entregar las comisiones correspondientes a los barqueros, caravaneros, cobradores de impuestos y a la propia Enanedu, me encontré con que tenía en mis manos tres veces más plata de la que me habían prestado.
Volví a realizar la misma maniobra, pidiendo un nuevo préstamo al templo, pues no deseaba que se pasara la temporada de las cebollas, antes de intentar un golpe más grande. Esta vez, en lugar de lapislázuli, le hice llegar al Templo de Inanna de Umma losas de terrazo decoradas y adobes vidriados que había adquirido en Eridu, mientras esperaba el resultado de mis negocios en Mari.
Enanedu me concertó el traslado en cuatro envíos, pues yo tenía miedo de que alguno de ellos se perdiera por el camino, así que decidí poner los cachorros en varias camadas. Tuve una suerte increíble y mis cuatro cargamentos llegaron sin novedad. Todos ellos se vendieron inmediatamente, sobre todo en el palacio y en los mercados adyacentes al barrio elegante. Una pequeña parte, tal y como había escuchado comentar a mi padre, la invertí en adquirir pequeños frascos de perfume elamita, que regalé a aquellos comerciantes con quienes contacté en Mari. De esa forma ganaba su voluntad en futuros negocios. Bien es cierto que perdía algo en mis beneficios, pero mi padre solía decir que es mejor dejar de ganar ahora un pan de cebada, si con ello ganas un pastel de crema el próximo año.
Al finalizar mi aventura no sólo había restituido al recinto los dos préstamos con sus correspondientes intereses (muy bajos, por ser miembro del clero), sino que también le había devuelto a Enheduanna gran parte de lo que había invertido en mi educación.
Debo decir, sin embargo, que ella se negó a tomar un sólo anillo de plata de mis manos, pero para mí era obligatorio compensarla de alguna forma. Así que le compré un bellísimo kaunake de volantes, fabricado con lana de más allá de las montañas de mi madre, adornado con hilo de plata, ámbar y turquesas. Era tan extremadamente caro que sólo una reina hubiera podido pagarlo, y reconozco que me sorprendí cuando comprobé que yo sí que podía hacerlo, aunque mi economía quedó muy quebrantada y tuve que volver a pedir un préstamo para mi siguiente aventura comercial.
Por lo menos, me quedó la satisfacción de ver que, a partir de ese día, Enheduanna vestía aquel kaunake en muchas ceremonias oficiales. Lo que no supe hasta años después, por medio de Alane, es que el día que le entregué aquella prenda, la qadishtu la encontró en sus aposentos, leyendo una tablilla con correspondencia oficial, y con el kaunake aún descansando en su regazo, mientras sus ojos aparecían húmedos. Enheduanna alegó que se le había metido algo en ellos, pero para cuando Alane me contó la anécdota, años después, yo ya sabía que sus ojos ese día habían estado en perfecto estado.
A día de hoy, Enanedu y yo, siempre juntas, comerciamos con lapislázuli, cebollas, perfumes (con la participación de Ittibel y Palili), lana y madera de las montañas (aquello llegaría más adelante, ya contaré cómo) y con dátiles y productos derivados (gracias también a la ayuda de Ittibel y sus contactos en Uruk).
Creo que si mi padre me viera, estaría orgulloso de lo que he conseguido. He sabido seguir su estela.
Finalmente, Enlilbani se casó.
No pude asistir a su boda, aunque solicitó que yo pusiera mi sello como testigo en el contrato de la misma. ¡Y bien que me hubiera gustado asistir, solo por verlo de nuevo, aunque mi corazón estuviera lleno de inquietud! Pero me encontraba de viaje con Enheduanna, promocionando los primeros “poemas de los dioses”.
Algunas de aquellas primeras visitas fueron a templos pequeños, como el de Gaesh, cerca de Ur, donde la Entu hizo entrega de un poema a su Templo de Nannar, y donde la recibieron de forma casi apoteósica. No era una ciudad grande y el templo, por tanto, tampoco lo era. Al contrario que el recinto de Nannar, apenas disponía de las dependencias de alojamiento para el escaso clero y el culto al dios. Aunque una Entu se hallaba a su frente, no tenía derecho a tiara de cuernos, como las Entu de los grandes recintos sagrados. De hecho, ella dependía de las órdenes de Enheduanna, al igual que, administrativamente, el templo dependía del recinto sagrado de Ur. Incluso en ese mundo divino, los sumerios impregnan todo de su particular costumbre de establecer una telaraña de interrelaciones y lealtades legales y administrativas. Más que a la producción, aquel templo se dedicaba al cobro de diversos impuestos que, en gran parte, revertían al recinto sagrado.
El hecho de haber sido distinguidos con un poema dedicado a su templo hacía que la gente humilde se sintiera llena de alegría. Para ellas Ur, aunque no estuviera demasiado lejana en la distancia, quedaba lejos en sus corazones. Era a ese templo donde iban al nacer, al casarse o al morir, y si algo conseguía enaltecer el edificio, se sentían realzados con el mismo.
Por otra parte, Enheduanna no era tonta, y sabía que al igual que en los negocios, tal y como yo había hecho en Mari, convenía ganarse las simpatías con regalos. Por ello no viajó con las manos vacías, sino que obsequió al templo un rico kaunake de lana para la estatua divina, y repartió varios regalos entre sacerdotes y sacerdotisas.
Se realizó una bonita ceremonia y me tocó a mí decidir el desarrollo de la misma. Enheduanna se empeñaba no sólo en ello, lo que me parecía lógico, pues habíamos quedado en que pusiera algo de la magia montañesa en su cruzada personal, sino que además tenía que mostrar mis cabellos. Con el tiempo me di cuenta de que lo hacía, no sólo porque pensara que las gentes sencillas vieran en mí una extraña señal de los dioses, sino porque ella también lo creía en su fuero interno. En todo caso, me sentía agradecida de no tener que avergonzarme y ocultar mis cabellos, como otras veces.
El poema era muy bello. Hice que se recitara en plena noche, en un día de luna llena. Sólo una luz hacía destacar el rostro de la cantante, que estaba acompañada de un arpa. Cuando se escucharon aquellos versos, en medio de la oscuridad, con una gigantesca luna brillando en lo alto, la gente se entusiasmó:
Sagrado Templo de Nannar
que vigilas las puertas del recinto sagrado.
Tú, que guardas las sagradas puertas blancas
y dejas que la luz de la noche ilumine los campos...
La primera visita importante la hicimos a la ciudad de Lagash, donde ya se había estrenado el poema de Ningirsu. En una gran ceremonia se volvió a recitar el poema con la Entu asistiendo a la oración. Debo decir que fuimos esta vez acompañadas por Sharrat, que aportaba su bellísima voz, y de un par de músicos para acompañar el recitado.
Preferí que éste se realizara al atardecer, mientras las nubes enrojecían con el sol poniente. Antes de dar comienzo, y de que Sharrat apareciera, una atronadora percusión resonó a modo de introducción y acompañó el recitado, subrayando el carácter guerrero del dios. Hice que varios soldados entraran portando antorchas mientras Sharrat cantaba:
Guerrero señor de señores que idea estrategias,
Rey de reyes que sienta la base de las victorias,
increíble y único, el gran héroe sin rival en batalla.
La escena entusiasmó a la gente, y volvieron a atronar los aplausos, mientras Sharrat saludaba rodeada por aquellos guerreros que, en realidad, nunca habían entrado en batalla.
Tras aquel enorme éxito tuvimos que recorrer otras pequeñas ciudades de los alrededores, de menor tamaño, como Uruku, donde estrenamos el poema de su Templo de Bau, rodeados por enfermos de la localidad a los que Enheduanna impuso sus manos, y con los que habló breves instantes interesándose por sus dolencias; Kinirsha, donde se estrenó el poema a su Templo de Dumuzi, y a cuya ciudad se concedió una rebaja en los impuestos en la venta de ganado; o Siarara y su Templo de Nanshe, en donde asistió a varios juicios.
Tras las representaciones siempre nos tocaba asistir a la fiesta correspondiente en el palacio del gobernador. Nunca le estaré suficientemente agradecida a Ittibel por sus enseñanzas, pues a pesar de que la Entu constituía siempre el centro de la celebración, yo no dejaba de llamar la atención. Tuve que derrochar gracia, ingenio e inspiración, y fue entonces cuando vi la utilidad de aprender a caminar con un huevo de pato en la cabeza.
—¿Sois hija del rey de los dragones? — Me preguntó el gobernador de Kinirsha, en la fiesta que nos ofreció tras el recitado.
—Mi madre era una dragona, señor — le respondí mientras, en mi fuero interno, sentía un gran orgullo por mi progenitora.
—¿No sois, pues, hija de un rey? — Supuse que hacía esa pregunta al ver la diadema de plata.
—En la montaña todos son reyes, señor. Las montañas están en lo alto, cerca de los dioses, y eso hace aumentar la categoría de los que las pueblan. Por ello son tan ricos, tanto en sus actos de generosidad, como en sus actos de odio y venganza.
—Pero sois una sacerdotisa. Estaréis, por tanto, doblemente cerca de los dioses.
Sonreí suavemente y decidí que algo de lisonja no vendría mal.
—Como sacerdotisa represento a los dioses y a los hombres, señor. Hago que los dioses miren a los hombres con indulgencia, y traigo a los hombres esa indulgencia de los dioses. Hoy los dioses os han concedido un bello poema para vuestro templo, y ese poema no sólo hará recordar la ciudad, sino el nombre del que la gobernaba cuando los dioses posaron sus manos sobre ella.
En ese instante le tendí la mano, tal y como Ittibel me había enseñado a hacerlo. Él me la tomó con algo de estupor por su parte, y luego coloqué su mano sobre la tablilla con el poema, que sujetaba la Entu del templo. Ante la satisfacción del gobernador y de Enheduanna, todos los presentes prorrumpieron en vítores, tanto en honor de Nannar, como del propio gobernante. A veces los hombres son más difíciles de manejar que un huevo de pato, y sus voluntades son igual de frágiles, pero tuve una buena maestra.
A la vuelta del viaje a la zona de Lagash, Enheduanna tuvo que guardar cama, debido al agotamiento que le produjo el traslado y todas aquellas celebraciones. Para mí fue una experiencia personal. Guardo en un lugar especial de mi corazón todas las noches en que estuve tan cerca de ella, y las veces que, completamente agotada, pero feliz tras un nuevo éxito, se durmió agarrada a mi mano.
A poco de volver de Lagash se produjo una enorme crecida del río, que inundó los campos circundantes. Aquello solía suceder cada cinco o seis años, así que no era algo que inicialmente preocupara a los habitantes de Ur, aparte de que las crecidas fertilizaban de forma espectacular los campos de cultivo.
Para nuestro templo fue una temporada de duro trabajo, pues hubo que sacar las tablillas de los archivos, con los planos de los campos de cultivo, y volver a medir y calcular el tamaño que correspondía a cada dueño. Era tan intensa la labor que se me requirió durante dos semanas para colaborar, debido a mis estudios de trigonometría, y debo decir que no me agradó nada. Los tenía un poco olvidados y tampoco es que me hubieran gustado mucho cuando los realicé. Muchas noches me tocó volver al giparu cubierta de barro, lo que me resultaba más molesto aún, al ver las miradas irónicas de las otras sacerdotisas. ¡Ojalá hubiera decidido aprender a tocar el arpa!
Ittibel se reía mucho con ello, y más cuando alguna noche pernocté en sus habitaciones, pues al ser muy tarde, no quise entrar tan de madrugada en el giparu, alborotando al séquito de la Entu.
—¿Esto es lo que te enseñé acerca de cómo debe vestir y comportarse una sacerdotisa? — Decía mientras me frotaba la espalda con los polvos negros, y luego se partía de risa, contemplando mis intentos por desembarazarme de toda aquella mugre con un baño.
—¡Prueba a llevar en tu cabeza un huevo de pato mientras caminas por el barro! — replicaba yo.
Pero esas risas tuvieron un colofón triste, y aunque me resulta extremadamente doloroso recordarlo, debo reseñarlo, pues también las tristezas son una parte de la vida y debemos aceptarlas, ya que todas ellas constituyen valiosas enseñanzas que, aunque resquebrajan por un lado nuestro corazón, por otro contribuyen a hacerlo más fuerte.
Cuando ya habían pasado las crecidas y los campos habían sido medidos, empezaron a producirse casos de fiebre de los pantanos en la ciudad. Akkilu fue uno de los que cayó enfermo. Durante cuatro días pasé por su casa en todos los ratos libres que tenía, para estar con él y acompañar a Agisa, y no me separaba de su lecho hasta que llegaba la hora de dormir o, cuando un par de veces, ella deseó estar a solas con su marido y me pidió que distrajera a la niña y jugara con ella en la humilde cocina. En aquellos momentos volvía a recurrir a todos los trucos que había usado en Agadé con la niña Taram, pues poco se diferencia una niña plebeya de otra de sangre real. Me hubiera quedado a dormir en aquella casa durante aquellas angustiosas noches, pero Agisa no lo consentía.
La tarde del cuarto día, al volver de la biblioteca, Alane me dio aviso de que Agisa me había mandado llamar. Corrí angustiada hacia la pequeña vivienda donde vivían y, al entrar, me encontré con un ashipum, que vestido con su típico disfraz de pez, estaba quemando varias maderas aromáticas mientras recitaba un conjuro contra Asag:
¡Sal de su cuerpo! ¡Aléjate de su cuerpo! ¡Apártate de su cuerpo! ¡Huye de su cuerpo! ¡No vuelvas a su cuerpo! ¡Que tu perversidad suba hacia el cielo como el humo!
Me emocioné al saber que el sacerdote había sido enviado — y pagado — por Ittibel. Pero todo era ya inútil, ya que Akkilu se moría y era consciente de ello. Me hizo un ademán para que me acercara y le tomara de la mano.
—No te preocupes, pequeña diosa — me susurró —. Ya me he despedido de todos, sólo quedabas tú. No podía irme sin pedirte un favor.
—¡Lo que desees, Akkilu, pide lo que quieras! ¡Removeré las cuatro zonas para conseguirlo, y ya sabes que soy muy cabezota!
—No será necesario tanto — repuso él —. Basta con que tomes mi mano hasta el final. Sé que detrás de ti hay un dios que coloca las suyas en tus hombros. Siempre lo he sospechado, pero sólo ahora lo veo, en la sombra. No distingo sus facciones, pero refulge como el oro recién bruñido. No es como los dioses de mi tierra, creadores y amables; es terrible como un rayo destructor, pero a ti te sonríe con amor...
—Akkilu...
—¡No me interrumpas, pequeña diosa! Me queda poco y quiero entrar en el mundo del otro lado agarrado a tu mano, porque como tienes junto a ti a ese dios, será como entrar agarrado a él. Todos sabrán en ese triste lugar que tú eres mi amiga.
Permanecí un buen rato sentada junto a mi amigo, agarrada a él, mientras Agisa lloraba en silencio, e Ittibel se llevaba fuera a la niña, a jugar en los jardines. Finalmente, su mano se aflojó y dio un último estertor. Solté su mano, le di un beso en la frente, y me levanté. Miré sucesivamente en dirección de las cuatro zonas y exclamé:
¡Padre Enlil, acoge a un buen hombre y resérvalo un puesto en tus jardines!
¡Padre Nannar, acoge a un buen amigo e ilumina su estancia al otro lado!
¡Padre Enki, mira con indulgencia a tu siervo, aunque hubiera nacido en otras tierras!
¡Inanna, señora de los decretos, haz que este hombre se lleve con él todo el amor que ha dado, que fue mucho!
Luego miré en dirección a las lejanas montañas y grité en elamita:
¡Dioses del país de las tierras altas! Él sirvió a su rey, y su vida cambió por ello. Sed indulgentes pues no hizo mal a nadie, y sólo recibió mal de otros. Si sois dioses justos y amáis el pago adecuado, dadle lo que le corresponde.
Cuando me volví hacia la entrada vi a Ittibel cogida de la mano de la niña, observándome con una gran cara de asombro, en la que destacaban dos lágrimas que habían caído por sus mejillas.
—Eres una sacerdotisa Sheru — me dijo —. Hoy por fin lo has entendido, más que ningún otro día.
—Sí — asentí yo mientras hacía esfuerzos para no llorar, lo que conseguí a duras penas.
—Hoy me siento orgullosa de ti. Tus manos han sido las de un general, las de una amante y las de una diosa. Ellas — dijo señalando en dirección a la lejana plataforma del templo — sólo son intermediarias de unas plegarias, a veces vacías, o unas oraciones que no siempre significan gran cosa. Tú hoy has demostrado que eres la intermediaria entre un hombre y sus dioses. Les has mirado a los ojos, y ellos no te han fulminado. Les agradas, Sheru. No sé por qué, pero les agradas. Tal vez sea por ese enorme corazón tuyo de montañesa — dijo mientras me dirigía una mirada significativa, en la que pude leer su reproche por mi costumbre de negarme a mostrar mi dolor —. Ese corazón donde te empeñas en curar todas las penas de los que te rodean, mientras en lo más profundo encierras las tuyas propias.
Pasé la noche acompañando a Agisa y dos días después celebramos conjuntamente, Ittibel y yo, el funeral, al que asistió Palili. Observé que éste, al terminar, se me quedaba mirando. Yo había vuelto a recitar una oración en elamita, ante el asombro de los pocos presentes. El peluquero no me quitaba ojo de encima.
—¿Qué miras Palili? — Le pregunté.
—¿Se puede mirar a los dioses a la cara? — Respondió.
Ittibel me explicó que le había contado la escena que había visto en casa del difunto elamita.
—¿Qué te preocupa Palili? ¿Piensas que me he convertido en una espía de los elamitas?
El peluquero negó con la cabeza.
—¿Cuál es tu dios protector?
Aquella pregunta me sorprendió y trajo recuerdos de mis días de discusiones con Gemezida, cuando me había acusado de ser montañesa y, por tanto, de no poseer un dios personal a mí servicio.
—No sé si tengo un dios protector — le respondí con sinceridad —. Soy medio montañesa, así que es posible que no lo tenga.
—En ese caso... ¡Quién sabe...! — Intervino Ittibel —. Tal vez haya algún dios de las montañas que te ampara, contra el cual los demonios del otro lado no pueden nada. Aunque a veces pienso...
—¿Qué?
—Nada... es sólo una idea... — pareció que Ittibel dudaba unos instantes. Luego dijo con bastante convicción —: Yo creo que tú no tienes un dios protector, sino una diosa. Creo que la propia Inanna te protege, por alguna razón que nadie entendemos.
—Es exactamente lo que estaba pensando — aseguró Palili.
Esto me llenó de inquietud. Tenía cierta lógica, ya que no era una cabeza negra como los demás, pero llevar a la diosa más grande del panteón detrás, era una responsabilidad terrible. Y lo peor es que estaba segura de que era posible, porque a lo largo de mi vida, había recibido pruebas de ello, algunas en mis propias carnes. Si tu dios protector es grande, también lo son tus ventajas, pero también los obstáculos que tienes en la vida, pues el dios protector desea que le pagues de vez en cuando por sus servicios con sacrificios, devoción u ofrendas.
Inanna, estaba claro, tenía sacrificios, devoción y ofrendas de sobra, así que deseaba otra cosa de mí. Yo tenía idea de lo que era, y sabía también que a la diosa le agradaban las pruebas difíciles, y no estaba segura de poder conseguirlo. Lo que no sabía entonces es que no me faltaba capacidad para ello, sino simplemente tiempo para aprender lo que hay que hacer cuando se llega ante las puertas del infierno.
Por fin pude trasladarme en uno de mis viajes de negocios a la ciudad de Nippur, mientras Enheduanna preparaba otra de sus visitas relacionadas con los poemas de los dioses. El objetivo de aquel viaje era concertar con Enanedu el traslado de lo que iba a ser nuestro primer gran envío de perfume, esta vez a la lejana Ebla. El perfume venía procedente de Elam, y viajaría hasta el otro extremo del mundo, lo que era toda una prueba para nosotras.
La aventura nos salió bien, pero eso no es lo que deseo narrar. Visité en su casa a Enlilbani, ya que éste era la persona más adecuada para contratar la caravana. Supusimos, con bastante acierto, que nos convenía trasladar las mercancías de alto valor, como el perfume, en caravanas donde se transportara material del templo, fuera mercancías o tablillas administrativas, pues ese tipo de caravanas estarían más protegidas que las otras.
Enlilbani, desde su puesto de sabra, estaba en condiciones de limar todas las posibles dificultades, y reservarnos algunos onagros para nuestros traslados (previo pago de impuestos y comisiones a las personas que él considerara oportunas).
La charla con Enlilbani transcurrió bien, teniendo en cuenta que era la primera vez que nos veíamos tras su boda, y él actuó con bastante más naturalidad que yo. En ese aspecto, estaba visto que Ittibel no me había logrado inculcar sus enseñanzas. Casi no me atrevía a mirarlo a la cara, pues cada vez que lo hacía deseaba abrazarlo y fundirme en un largo beso con él, pero me sentía como oprimida y en casa ajena. Y en ese aspecto lo pasé muy mal. Había tenido su primer hijo hacía un mes, y su mujer aún descansaba del parto, que había sido largo y difícil.
Una vez que nos pusimos de acuerdo, y tras una breve cena, Enlilbani se dispuso a salir, con el fin de hablar inmediatamente del tema con el Shangu. Antes de salir se me quedó mirando y sonrió, como adivinando lo que se fraguaba en mi interior. Me quedé indecisa un buen rato. No sabía qué hacer.
—Creo que es mejor que antes charles con ella — dijo de repente —. Me ha dicho que quiere hablar contigo. Está deseando conocerte.
La situación me puso muy nerviosa. Había resuelto irme de la casa con algún pretexto cualquiera, sin conocer siquiera a su hijo, como si fuera un ladrón que se avergüenza de visitar el hogar donde ha robado. Una criada me hizo pasar al dormitorio donde la esposa de Enlilbani me esperaba. La muchacha, que se llamaba Iltani, se encontraba tumbada en el lecho, con el bebé en su regazo. Lo estaba amamantando cuando entré.
Hice un esfuerzo y me senté junto al lecho, intentando aparentar una naturalidad que, de nuevo, se negaba a ayudarme. Iltani era una muchacha menuda y bonita, sin llegar a ser extremadamente guapa, pero tenía esa belleza que atrae a los hombres, sin que sepan exactamente la razón. La belleza de lo sencillo es, la mayor parte de las ocasiones, la que perdura con el tiempo.
—Deseaba pediros un favor — me dijo ella después de los saludos, y de que hube mirado un rato cómo el bebé se alimentaba de su pecho, lo que hizo que me sintiera más rara aún.
—Por la mujer de Enlilbani, lo que sea — dije.
Ella sonrió mansamente, como si ya esperara la respuesta.
—Verá, señora... — comenzó a decir. Yo le interrumpí y pedí que me tratara igual que a una hermana. Soy consciente de que me muevo en un mundo difícil de equilibrar, en el que el rey es “mi señor” aunque si eres Entu lo puedas tutear y él deba tratarte con respeto, y los gobernadores “señor”, aunque ellos traten con reconocimiento a una qadishtu o una sal-me. Ya lo estaba pasando bastante mal con aquella situación.
—No sé cómo decirlo — prosiguió Iltani tras dedicarme una sonrisa. Parecía más azorada que yo —. Quería que si algún día faltamos los dos... tú... es que tras haber visto lo que pasó en la familia de él... y sabiendo tu historia, que él me ha contado...
—Pide lo que quieras, está prometido de antemano — le aseguré al ver que estaba muy nerviosa.
—Quisiera que, si faltamos algún día los dos, te ocuparas de proteger a mi pequeño. Sé que estará Enanedu, y que ella no va a dejar desamparado a su sobrino, pero me gustaría especialmente que tú lo hicieras.
—¿Por qué yo?
Permaneció un momento en silencio mientras el niño, satisfecho, dejaba de mamar y se recostaba para dormir tras dar un gran bostezo.
—Lo sé todo — dijo al fin. Yo debí sobresaltarme un poco —. No te preocupes, Enlilbani me lo ha contado. Sé perfectamente lo que hay entre vosotros.
—Perdóname — le pedí yo.
—¿Por qué iba a perdonarte? No has hecho nada malo, Sheru — esbozó una sonrisa para animarme —. Enlilbani ya me advirtió de que no eres una cabeza negra al completo, y que siempre actúas como tal. ¿Creías realmente que yo iba a estar molesta contigo porque tú le ames?
—Sí — suspiré —, lo pensaba, y tendrías todo el derecho a estarlo.
—Sheru, yo soy su esposa, pero no soy su amor — Iltani sonrió débilmente y se encogió ligeramente de hombros, cuidando de no molestar al bebé —. La vida ha sido imaginativa con nosotras: mi matrimonio es concertado, y tu vocación también lo es, pues dice Enlilbani que los dioses te eligieron para algo, aunque no entiendo mucho de esas cosas, pero he oído hablar de tu persona y sé lo que se dice de ti.
—Espero que sea bueno — bromeé.
—Es más que bueno, Sheru. Comentan que, al contrario que otros que dicen representar a algunos dioses, tú llevas la vida en tus manos, y no dudas en regalarla aún a costa de la tuya propia — aseguró con algo de vehemencia, lo que me tranquilizó bastante —. Sheru, tú tienes su amor, yo no puedo cambiarlo. Y yo soy la madre de su hijo y de los que vendrán, eso tú tampoco puedes cambiarlo. Yo tengo sus hijos y tú su amor. Los dioses han decidido que fuera así. Además, ya deberías saber que los cabezas negras pueden tener concubinas.
—Sí, lo sé. Y no necesitan el permiso de la esposa.
—Sheru, él me pidió permiso — aquella revelación me dejó de piedra —. Es un hombre tan bueno que hubiera renunciado a ti si yo me hubiera negado. Y por lo que he sabido de ti, tú harías lo mismo.
—No soy una diosa, Iltani.
—No, pero tampoco eres una concubina. Prefiero mil veces que él te ame a ti que a otra. Porque de otra cualquiera podría sentir celos o envidia, pero de ti, incluso aunque alguna vez pudiera sentir celos, y algo que me dice que tú intentarías evitarlo, sé también que puedo sentir orgullo.
—¿Por qué?
—Porque cuando las otras esposas hablen de las concubinas de sus maridos, yo podré decir que el mío ama a alguien que camina por los cielos.
Me tomó de la mano. En aquellos instantes yo estaba mucho más aliviada. Era cierto que, ante las leyes, Enlilbani hubiera podido tener todas las concubinas que quisiera, e incluso con el permiso de Iltani, otras esposas consortes con las que tener hijos. Pero Iltani tenía razón, yo no era una cabeza negra. No me agradaba hacer daño a una buena muchacha a la que habían impuesto un matrimonio, y menos aún al ver que ella empezaba a querer al buen hombre que le habían buscado por marido. No era algo habitual entre los cabezas negras, y no estaba dispuesta a romper aquello.
—¿Quieres cogerlo? — Me susurró —. No se va a asustar, ya está acostumbrado a que lo coja su tía.
Lo tomé en mis brazos y sentí un agradable calor y una suavidad que me pareció como si bajaran de los palacios de los dioses. Estuve un rato con él en brazos, observando cómo dormía y respiraba suavemente.
—¿Cómo se llama? — Pregunté.
—Lugalnuzu, es el nombre de uno de sus abuelos, que fue general.
—Entonces él será un buen general, ya verás.
Iltani asintió con una sonrisa de orgullo.
—A ti te llaman “pequeña general” por lo que he oído — dijo Iltani. Dejé escapar una risa queda, intentando no despertar a Lugalnuzu —. Eres muy bonita para ser un general. Había oído hablar mucho de ti, pero nunca te habría imaginado... tus cabellos...
Me solté los cabellos y la luz de las lámparas pasó a través de ellos, llegando al bebé que sostenía entre mis brazos.
—Pareces una diosa — dijo Iltani admirada —. Ahora sé que he hecho bien pidiéndote que cuides de nuestro hijo si pasa algo.
Le devolví el bebé y me dispuse a retirarme.
—Si puedo evitarlo, no pasará nada — le susurré mientras frotaba mi frente en señal de juramento —. No sé si llevo la vida en mis manos. Pero te puedo asegurar que lo intentaré.
Mientras me dirigía a la pequeña vivienda donde vivía Enanedu, me detuve un momento y miré hacia las estrellas que brillaban en el cielo. Respiré hondo aspirando con fruición el fresco aire de la noche, y pensé que Ittibel tenía razón. Inanna me había echado una mano. Ella eligió, a saber por qué, a una montañesa para cumplir sus designios, y esa montañesa tenía sus problemas éticos personales. Estaba segura en esos instantes de que Inanna lo tenía en cuenta, e iba a intentar ayudarme siempre que mis escrúpulos salieran a la luz.
En todo caso, era consciente de que había tenido mucha suerte, y no existía nada de magia en ello, sino sólo dos personas que habían renunciado a hacerse daño mutuamente.
¡Ojalá otros hubieran pensado lo mismo!