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“Muchos nacimientos míos y también tuyos, oh Arjuna, se han verificado ya.
Los conozco todos; pero tú no...”
(BHAGAVAD-GITA)
Recuerdo las voces. Recuerdo el dolor en mi costado, cuando unas manos rudas y ásperas lo manipulaban. Recuerdo figuras antropomorfas, parecidas a peces, que se desplazaban entre las sombras, como si fueran parte de una pesadilla que, en vez de terror, te causa desasosiego. Recuerdo, sobre todo, las manos de Enheduanna en mi frente, acariciando mis cabellos y tomándome las manos. Era el mismo tacto que noté en aquella tienda, años atrás, cuando era una niña desamparada. Con el tiempo he intentado reflexionar sobre ello, y he llegado a la conclusión de que ese tacto era el mismo de las manos de mi madre, lo que me hacía sentir tan protegida. Es por ello que no tuve miedo, a pesar de mi impotencia. En medio de los dolores decidí que, si los dioses habían decretado que mi labor había terminado, me iría bien acompañada al otro lado. No estaría sola como aquellos a los que ya había visto morir.
Cuando por fin abrí los ojos, no estaba en una tienda y no había vuelto a mi niñez. Me encontraba en un lecho, dentro de una habitación. Al otro lado de las paredes se escuchaban los sonidos de una gran ciudad, aquel molesto pero familiar ruido que siempre me ha gustado y, tal vez por ello, llegué a la conclusión de que mi último viaje aún no había sido ordenado. Posiblemente había hecho las cosas bien e Inanna quería que le sirviera en otras tareas. Aún me dolía mucho el costado, así que en mi interior le rogué a Nimti que hiciera algo para calmar esa sensación.
Intenté levantarme, pero no pude. Ni siquiera tenía fuerzas para sacar las piernas del lecho, así que me resigné y esperé a que entrara alguien, cosa que sucedió al rato, resultando ser Alane, la cual volvió a esbozar la misma sonrisa que esa vez, en una tienda, en un mundo ya muy lejano.
—¿Ya te has despertado? — Me preguntó mientras depositaba a mi lado unas cataplasmas de alumbre —. Tienes la mala costumbre de asustarnos, pero es bueno que ya estés de nuevo con nosotras. Durante unos días has permanecido más cerca del otro lado que de éste.
Mientras decía esto me quitó el vendaje y me lo renovó, no sin antes colocar sobre la herida una de las cataplasmas que había traído. «Perdiste mucha sangre. ¡Gracias a que estas cataplasmas son fantásticas cortando las hemorragias!» — Añadió.
Salió de nuevo sin que yo fuera capaz de contestar a sus palabras, pues sentía la boca seca y me dolía bastante la herida. Volvió al rato con un cuenco de sopa. Intenté tomar unos sorbos pero las náuseas me invadieron y lo vomité. Alane, con infinita paciencia, limpió el desastre y, finalmente, logró que tragara medio cuenco, cucharada a cucharada, lentamente.
—¿Qué ha sucedido? — Pregunté al fin, pues el líquido logró que mis cuerdas vocales se relajaran, aunque mi voz parecía extremadamente débil y vacilante, sin que apenas pudiera reconocerla.
—Te desmayaste en el barco. ¡Menudo susto nos diste! — Me informó Alane mientras me colocaba una compresa de agua fría en la frente —. Cuando vimos tus ropas empapadas de sangre... ¡Pudiste haber muerto desangrada! El amigo de Ittibel te cosió la herida, pero me temo que te quedará una buena cicatriz, pues no estaban las cosas para ir con cuidado... ¡Estás loca! ¡Mira que no decir nada...!
—Tenía miedo de que me dejarais atrás.
—Enheduanna jamás habría hecho eso, muchacha. La pobre ha estado junto a tu cama durante días. Echaba pequeñas cabezadas en el rincón y volvía a tu lado. No ha consentido que nadie lo hiciera y te ha cuidado como si fueras su propia hija. Ahora está en sus habitaciones. Cuando vimos que la fiebre descendía por fin, le envié a dormir.
—Había personas disfrazadas de peces — comenté.
—Sí, los médicos que te atendieron. Tenías tanta fiebre que se han gastando una buena cantidad de asafétida contigo, pero ha funcionado. Tu herida dio más trabajo, sin embargo... En el barco te la cosimos y vendamos. Cuando comenzó a cerrarse, el alumbre, las telas de araña y la miel, han ayudado también lo suyo. Te interesará saber que, durante días, todo un ejército de sacerdotisas se ha dedicado a buscar telas de araña por los rincones...
—¿Dónde estamos? — Pregunté.
—Nos encontramos en Nippur.
—¿No hemos llegado a Agadé?
—No. ¿Cómo íbamos a poder llegar, si casi te mueres por el camino? Por suerte, el gobernador de Nippur, que es una buena persona, nos ha permitido quedarnos hasta que te recuperes.
—Me alegra saberlo — aseguré mientras, en mi fuero interno, sentía una gran alegría de que el padre de mi amiga se hubiera comportado así con nosotras. Decidí que era una deuda personal que intentaría devolver.
—Bueno, pienso que si no lo hubiera hecho así, cierta compañera tuya se habría enfadado mucho.
Volví a alegrarme al escuchar esa referencia a Enanedu. En esos instantes no sabía lo que la vida nos iba a deparar, pero tampoco estaba en condiciones de pensarlo. La situación, desde mi punto de vista, se presentaba muy complicada, con nosotras abandonadas en una ciudad, en medio de una secesión que nadie podía imaginar dónde y cómo acabaría. En momentos como ése, toda amistad es poca.
De improviso entró Enanedu. Al ver que estaba despierta corrió hacia el lecho y estuvo a punto de abrazarse a mí, pero luego cayó en la cuenta del estado en el que me encontraba, así que se limitó a sentarse a mi lado, mientras Alane esbozaba un pretexto cualquiera y salía de la habitación dejándonos a solas.
—¿Por qué siempre que te dejo sola te metes en líos? — Me preguntó mientras me apretaba la mano con cariño.
—Son cosas de las dragonas — respondí, lo que debió sonar un poco jocoso, dada la debilidad de mi voz.
—Me alegro de que ya estés mejor.
—¿Nippur se ha independizado también?
Enanedu pareció vacilar un poco pues no esperaba aquella pregunta, pero luego asintió.
—Sí. Todas las ciudades lo han hecho. Supongo que era inevitable. Escucha Sheru... Lo que las ciudades hagan, o lo que pueda pensarse de los acadios... eso no va conmigo. Incluso si tú fueras acadia, mi amistad permanecería igual. Quiero que sepas, que mi padre no es Lugalanne, y creo que lo ha demostrado acogiendo a Enheduanna en un momento de necesidad, a pesar de las presiones que está recibiendo de Ur para que eche a la Entu.
—Lo sé, Enanedu — me apresuré a aclarar pues, para mí, nuestra amistad también estaba por encima de todo —. No te preocupes, nunca hubiera pensado mal de tu padre, y tengo una deuda de honor con él que no se cómo podré pagar... Pero soy consciente de que tendremos que irnos a Agadé cuando me restablezca.
—Puedes quedarte aquí, conmigo.
—No, no puedo. Tengo que permanecer con Enheduanna.
—Lo supongo, pero tenía que intentarlo. Si cambiases de idea, aunque sé que no va a suceder, te informo de que el cónclave entero del Templo de Inanna de Nippur está dispuesto a acogerte como sacerdotisa.
Iba a contestarla cuando se escuchó al otro lado de la puerta un leve ruido, como si alguien rozara con la pared. Al principio pensé que algún criado estaba espiando nuestra conversación, pero Enanedu dirigió la vista hacia el dintel y sonrió. «Había olvidado que te iba a presentar a alguien — me aclaró —. Es una persona muy especial».
Se levantó y salió corriendo de la habitación. Volvió a entrar inmediatamente, con un joven cogido de la mano. En cuanto le vi, supe quién era. Estaba más crecido, más guapo, y una ligera pelusa de barba le oscurecía el mentón. El rostro, un poco más maduro, me trajo de nuevo el recuerdo del perfume de los granados en flor y reconocí los ojos que me miraban mientras, con algo de esfuerzo, escribía en el polvo del suelo, en las tardes de un verano que ya parecía muy lejano en el tiempo. Estaba más crecido, pero no había duda: era el muchacho que me había salvado en Ur. Enanedu le dio un beso en la mejilla y le miró con cariño.
—Cuando vinisteis la última vez, a hacer la visita de Nannar a su padre Enlil, no se encontraba en Nippur, así que no pude presentártelo — comentó.
No supe la razón, pero sentí una enorme losa encima de mi corazón. De repente me costaba tomar aire como si la fiebre hubiera vuelto a hacer presa de mí. Imaginé al muchacho convertido en el león de Enanedu, y me sentí molesta y furiosa. Furiosa con mi amiga por alguna razón que no lograba discernir, y molesta conmigo porque me sentía mal y no sabía por qué. Era una sensación nueva que me descontrolaba, y eso también hacía que sintiera miedo.
No acertaba a reaccionar, así que permanecí en silencio mientras pensaba varias posibles respuestas, y acto seguido las descartaba. Supongo que debía tener una graciosísima cara de asombro, por lo que Enanedu se rió y añadió: «Es alguien muy importante en mi vida, tanto como tú, y le quiero muchísimo. Me gustaría que os llevarais bien. Él tenía muchas ganas de conocerte, ¿sabes? Por cierto, se llama Enlilbani... Y es mi hermano».
No estuve en condiciones de caminar por mi propio pie hasta un par de semanas después, momento en que se me permitió salir por primera vez y sentarme en uno de los jardines con Enheduanna, la cual multiplicaba sus atenciones hacia mí, lo que me abrumaba.
—¿Y ahora qué? — Le pregunté la primera tarde, mientras los rayos del sol me acariciaban el rostro, y me hacían sentir viva de nuevo.
Enheduanna se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que primero iremos a Agadé. Y allí... ya veremos.
—¿Y no volveremos a Ur? ¿Cómo se puede quitar un cargo a una Entu...? ¡Es un sacrilegio!
—Tal vez algún día — me interrumpió Enheduanna —. Yo soy Entu y lo seguiré siendo. Lo que los dioses han decidido no pueden cambiarlo los hombres. Pero lo que está por ver es el templo donde ejerceré mi cargo. Supongo que en alguno de Agadé, pues hay varios en construcción. No importa el lugar donde se sirva a los dioses, lo importante es el servicio como tal. ¿Sabes muchacha? Creo que ahora me tocará a mí fregar unos cuantos suelos...
—¡No, mi Entu! ¡Eso nunca! — Dije con bastante vehemencia —. ¡Yo los fregaré si es necesario, pero...!
—Tranquila, era una broma — me interrumpió mientras se reía suavemente —. Pero hay muchas formas de fregar suelos. A ti te tocó aprender el valor de los pequeños servicios a los dioses. Yo tal vez deba aprender, a mi vez, el valor de los pequeños lugares de servicio. Ambas cosas son positivas, no debemos quejarnos.
—¿Habrá guerra? — Pregunté con temor.
—Seguramente — me confirmó mientras me acariciaba los cabellos —. Pero aún no sé cómo reaccionará mi sobrino, el rey.
—¿Y cuál es nuestra situación aquí?
—Amar-Enlil es un buen hombre. Permite que nos quedemos todo el tiempo que se necesite para que te repongas. Incluso te da permiso para quedarte — añadió cambiando el tono de voz, lo que me hizo pensar que me ofrecía la oportunidad de decidir —. He hablado con Gemezida, y está dispuesta a autorizar tus estudios como shugia en el recinto de Enlil. Es un buen lugar para aprender...
La miré unos instantes y sonreí. Durante los dolorosos días que había estado encerrada en aquel cuarto de convaleciente, había disfrutado de tiempo para reflexionar. Tenía muy claro que las estrellas iban a esperar un tiempo.
—Tal vez pueda proseguirlos en Agadé, en algún templo donde haya una Entu con la que tenga mejores relaciones que con Gemezida.
Enheduanna sonrió con satisfacción al escuchar mi observación.
—En todo caso, Gemezida se ha portado bien contigo. No nos ha podido alojar en el templo de Enlil, porque el gobernador tomó tu curación como un asunto de honor, pero envió a sus mejores ashipum [18] para sanarte. Y no hicieron un mal trabajo.
—Me va a quedar una fea cicatriz.
—Las peores cicatrices, muchacha, son las que se llevan por dentro. Ésas no puedes disimularlas con henna. Las heridas del cuerpo se curan con alumbre y miel, las del espíritu necesitan de tiempo y paciencia.
Permanecí en silencio observando cómo se movían, bajo la ligera brisa, las hojas de un sauce cercano. Finalmente me atreví a preguntar algo que llevaba tiempo deseando conocer.
—¿Por qué Lugalanne se comportó así? No parecía una mala persona. Ahora, sin embargo...
—Nadie es terriblemente malo ni extremadamente bueno — aseguró Enheduanna con resignación —. Supongo que tenía, desde su punto de vista, buenas razones. Yo era una mujer acadia y él nunca fue capaz de ver que, para los dioses, no existen diferencias entre acadios y sumerios.
—¿Realmente es así? ¿Todos los dioses nos consideran iguales? Por lo que decía Gemezida en sus clases, entre ciudades y templos existen variaciones en los cultos y en la consideración hacia los dioses.
Enheduanna asintió.
—Cierto, y eso es algo que llevo mucho tiempo pensando... Me hubiera gustado reunirme con las Entu y los Enum de los grandes recintos sagrados, y unificar todo ese embrollo. Si los que representamos a los dioses no somos capaces siquiera de mostrar una imagen coherente a los fieles, estaremos ejerciendo una pésima representación. Tal vez, de esa forma, Lugalanne pudiera haber visto lo que tú sabes en el fondo de tu corazón...
—Inanna nos ve a todos iguales — comenté yo, recordando las enseñanzas de Ittibel, a la que echaba mucho de menos.
—Si. Ishtar nos ve a todos iguales... — Enheduanna se sumió en un breve mutismo. Luego dio un respingo como si hubiera tenido una idea repentina —. ¡Sí! ¡Ahora lo entiendo! ¡Ésa es la clave...!
—Yo soy la que no entiende, mi Entu.
—Es algo que me hiciste descubrir, cuando ofreciste aquel recital con mi poema sobre el descenso de Ishtar a los infiernos. Mientras lo disfrutaba, caí en la cuenta de que estaba sucediendo ante mí algo que era totalmente nuevo. ¡Ése es el secreto, muchacha! Las gentes sencillas no estaban escuchando ideas acadias o sumerias, no distinguían entre Inanna o Ishtar, sino que ellos se identificaban con una diosa. Deberíamos convertir a todos los dioses en algo tan cercano como lo que tú ofreciste aquella noche. Hacer que los vean, que los toquen... Entonces ya no habrá distinciones entre acadios o cabezas negras.
—¡Pues habrá que escribir muchos poemas para eso! Hay muchos dioses en el panteón — observé con algo de ironía por mi parte.
Enheduanna soltó una risa escandalosa que me contagió algo de alegría. Poco a poco me iba animando y, la melancolía con la que había salido de mi cuarto de convaleciente, se estaba disipando bajo los rayos del sol.
—Bueno, muchacha, de eso me ocuparé yo. Supongo que si nos centramos en los grandes, bastará. No creo que los pequeños protesten si los importantes del panteón son bien servidos.
En ese momento entró Enlilbani en el jardín y pareció un poco turbado, como si no quisiera interrumpirnos. Enheduanna lo vio, sonrió y se levantó.
—No era mi deseo interrumpir, mi Entu — se disculpó.
—No importa, joven. Estamos en casa ajena y debemos adaptarnos a los que nos acogen. Además, ya iba a retirarme. Debo acudir al recinto de Enlil para comentar unos asuntos con Gemezida. Algo que esta jovencita ha sembrado — dijo mientras me dirigía una mirada significativa — y que puede ser muy interesante. Aunque tal vez no deba informarle a Gemezida de que la idea salió de esa cabecita.
Enheduanna se retiró y Enlilbani se acercó a mí. Observé que seguía teniendo la misma ligera cojera que cuando nos conocimos. «¿Puedo sentarme? — Me preguntó con cierta timidez».
—Alguien que va por la vida salvando a indefensas jardineras, no tiene que hacer esa pregunta. A los famosos guerreros se les permiten familiaridades, como al gran Gilgamesh — respondí yo con algo de cariñosa ironía. Enlilbani se sentó y me alargó un recipiente que llevaba en las manos.
—Creo que te gusta mucho — comentó.
Lo abrí y comprobé que estaba lleno de requesón. Y por cierto, que olía muy bien. Sentí no llevar encima algún pedazo de regaliz, para ejecutar lo que hubiera sido una bonita broma.
—Creo que hay una ishtaritum que ha estado hablando demasiado — afirmé intentando dar a mi voz un tono serio.
—¡Perdón! Tal vez me he equivocado...
—No, no te has equivocado — reí ligeramente —. ¿Sabes? Nunca te pregunté tu nombre.
—Enlilbani.
—Ya es un poco tarde para presentaciones — dije con ironía de nuevo —. Pero está bien, pues la culpa fue mía. A fin de cuentas, los nombres sólo son nombres, y tampoco te hubiera olvidado.
—Fuiste muy valiente. Dicen en la ciudad que mataste a varios soldados con tus propias manos.
Negué tristemente con la cabeza. Había estado pensando en todo ello mientras convalecía en un lecho, y no lograba sentirme plenamente satisfecha, por más que lo intentaba. Me alegraba haber salvado la vida de Enheduanna, pero no me veía como una heroína. No le había dicho a nadie que, por las noches, en mis sueños, volvía a ver el rostro del segundo soldado, con sus ojos vidriosos observándome desde el otro lado, y me despertaba sintiendo las manos pegajosas, como si aún estuvieran empapadas de sangre.
—Fui una loca y una inconsciente — afirmé.
—Todos somos un poco locos a veces. ¿Sabes? Te eché de menos — dijo cambiando bruscamente de tema —. Me lo pasaba muy bien contigo. Varios meses después, aún seguía recordando los momentos en que te enseñaba a escribir.
El corazón me dio un vuelco y me sentí extraña al escuchar aquello. Por una parte, me encantaba oírlo y, por otra, me molestaba. Era una sensación turbadora y agradable a la vez, y no supe cómo reaccionar. Así que opté por bromear un poco y escribí en el aire la palabra “zorro” en acadio.
—¿Ves? Todavía recuerdo cómo se escribe — y, a posta, lo realicé cometiendo los mismos errores que la primera vez. Enlilbani tomó mi mano y me corrigió. Sentí un escalofrío cuando su mano se posó en mi muñeca y volví a notarme rara. Mi corazón se estaba acelerando y me sentía tan vulnerable como cuando estaba ante aquellos dos soldados. Y, sobre todo, detestaba la idea de que él se diera cuenta de ello.
—No está mal para alguien que estuvo en la Edubba de Ur — comentó tras hacer la corrección —. Aunque parece que manejas mejor la daga que el estilo de escribir.
—Si manejara la daga tan bien, no me habrían dejado un recuerdo desagradable — afirmé mientras me tocaba el punto del kaunake bajo el que estaba la cicatriz, que aún no estaba cerrada del todo.
Él me miró unos instantes y luego dijo mientras su mano soltaba mi muñeca y rozaba ligeramente mi costado: «No sé cómo son las dragonas, pero estoy seguro de que no sólo no afecta a tu belleza, sino que podrías considerarlo como un trofeo que lucir en las ceremonias».
El inesperado piropo me encantó, pero de nuevo volví a sentirme vulnerable. Estaba hecha un lío y no sabía qué hacer ni cómo reaccionar. Su mano seguía rozando mi costado, así que lo rechacé con un ademán, tal vez con demasiada brusquedad.
—Hay trofeos que deberían evitarse. Lo hice porque tenía que hacerlo.
—Perdón, no quería ofenderte. Es tarde, debo ir a saludar a mi padre.
Se levantó y se retiró tras darme un beso en la mejilla, como aquél de tiempo atrás. Me quedé a solas mientras intentaba controlar los latidos de mi corazón. Cuando un buen rato más tarde me relajé, caí en la cuenta, con cierto estupor por mi parte, que me había portado como una niña, que ya sabía su nombre, y que los besos breves en una cálida tarde son muy interesantes.
En las dos semanas siguientes me recuperé bastante bien y, por fin, se me permitió dar paseos largos, aunque debía realizarlos dentro de los edificios de Inanna y Enlil, pues se consideraba que no era aconsejable que las fugitivas nos dejáramos ver por la ciudad. Por las ishtaritum, que me trataban con muchísimo cariño, me enteré de que me había ganado una curiosa fama. Era verdad que corrían rumores de que me había enfrentado a todo un regimiento yo sola, lo que no me hacía gracia, dado el doloroso resultado de mi experiencia con las armas.
Reconozco que estaba deseando volver a ver a Enlilbani, pero tardé esas dos semanas en ver cumplido mi deseo. Nunca se lo pregunté, pero supongo que sacó la conclusión de que me había ofendido, por tocar inadvertidamente alguna oculta y secreta fibra sensible mía, lo que no estaba lejos de la verdad. O tal vez era posible que estuviera tan confuso como yo, con lo que sería comprensible que desapareciera de mi vista. En cierto momento, le hice entrega a Enanedu del recipiente que había contenido el requesón, y le rogué que se lo devolviera a su hermano con mi agradecimiento y, la advertencia, de que me había encantado. El caso es que tres días después, Enanedu quedó conmigo para enseñarme la biblioteca del Templo de Enlil (con permiso de Gemezida, que seguía sin dejarse ver por mí). Cuando llegué a la biblioteca, Enlilbani estaba esperándome.
—Mi hermana ha tenido que sustituir a una compañera en una ceremonia — me informó —. Así que me ha pedido que te la enseñe yo.
—Supongo que conoces esta biblioteca bastante bien — aventuré yo, intentando que no se notara que aquel cambio era de mi agrado.
—Sí. Para ser un escriba debes visitarla a menudo.
—Pensé que los hijos de los gobernadores dirigían ejércitos.
Enlilbani echó una fugaz mirada hacia su pierna. Inmediatamente pensé que tal vez no debía haber dejado caer una observación tan desafortunada. Por suerte, no pareció inmutarse.
—Me temo que cuando era niño y me rompí la pierna, perdí la oportunidad de colocarme un manto de metal. Creo que tú has visto más sangre de la que yo voy a ver en mi vida. Supongo que algún día sucederé a mi padre, pero lo mío no va a ser dirigir soldados, sino poner sellos en cuentas palaciegas.
Apenas pude ver la biblioteca, pues nos enzarzamos en una intensa charla recordando tiempos pasados, e informándonos mutuamente de lo que había sucedido después de que él se fuera de Ur. Me contó cómo había acudido a la escuela de escribas de Nippur.
—La de Ur tiene prestigio, pero mi padre piensa que, si debo sucederlo, es bueno que aprenda en la misma ciudad donde ejerceré mi cargo.
Yo asentí, pues no me parecía una mala decisión paterna, y me reiteré en la idea de que Amar-Enlil aparentaba ser un hombre prudente que sabía hacer las cosas. Cuando llegó mi turno, le informé de cómo me habían ayudado sus enseñanzas para comenzar con buen pie en la Edubba. Cuando le conté mis problemas con Gemezida, arrugó el entrecejo. También me hizo muchas preguntas sobre Ittibel, pero ninguna sobre Akkilu lo que, en cierto modo, ya me esperaba.
Estaba tan abstraída con mi historia y mis anécdotas, y esforzándome en exponerlas de la forma más divertida posible, con el fin de verle reír, que no me fijé en que nos habíamos salido de la biblioteca, y de que estábamos paseando por los jardines del Templo de Inanna. No eran muy grandes, pero había un precioso macizo de rosales, ante el que nos sentamos y proseguimos nuestra charla mientras la tarde pasaba, casi sin darnos cuenta. Recuerdo que me sentía relajada y feliz. Ni siquiera pensé que alguien pudiera escandalizarse al escuchar sus carcajadas, mientras le explicaba mis apuros apara aprender a caminar con huevos de pato en la cabeza. Estaba tan entusiasmada con ello, que incluso le hice un par de demostraciones. Me había puesto un poco nerviosa al verlo en la biblioteca, pero en ese instante, disfrutaba del momento. De repente, cuando el sol ya empezaba a bajar en el cielo, y se acercaba la hora de retirarnos, caí en la cuenta de dónde nos encontrábamos y capté un maravilloso perfume a rosas. Así que aspiré profundamente y suspiré.
—Me recuerda los rosales de Ur — comenté —. Es como volver a estar allí.
—Lo sé — dijo él —. Por eso te traje aquí.
—¿Me has guiado hasta este lugar sabiendo que podría gustarme?
—Bueno — reconoció él con su maravillosa timidez en la voz —, la verdad es que esto me lo sugirió mi hermana. Aunque yo acepté la idea — añadió esta vez con bastante más firmeza en sus palabras — porque supuse que era un buen lugar para despedirse.
—¡Ah, bien! — dije yo, tras soltar una pequeña risa —. Entonces ahora podemos despedirnos sin problemas.
Nos levantamos y él me regaló uno de sus breves besos en la mejilla, que hizo que mi corazón, de nuevo, volviera a acelerarse, aunque en ese momento ya no me molestaba esa sensación. De repente y, sin previo aviso, sus labios se posaron en los míos y me dio un beso largo y apasionado que ya no era como una tarde de verano, sino que, más bien, parecía una maravillosa noche sin fin. Mis labios mandaron al olvido a mi corazón desbocado y se unieron al beso. Antes de retirarse, separó sus manos de mi cintura, y descubrí que había evitado en todo momento tocar mi costado.
Me quedé a solas en aquel lugar, rodeada de rosales y de un olor embriagador, durante un largo rato que, en realidad, se me hizo muy corto. Cuando ya era noche cerrada, Enanedu se dejó caer por el lugar.
—¿Qué haces aquí sola? — Me preguntó.
—Recuperar el tiempo perdido — respondí yo. Y luego me levanté y me fui dejándola con una graciosa expresión de estupor en el rostro.
Nunca le di explicaciones, ya que supuse que había entendido lo que me sucedía. En todo caso, no se lo tomó como una ofensa y me alegro por ello, pero todavía tenía aquella sensación maravillosa en los labios, y no estaba dispuesta a que nadie me estropeara el momento.
En días sucesivos hubo más encuentros y más besos se unieron a aquél. Todavía los recuerdo, todos y cada uno. Guardo en mi corazón el que me dio al lado de un canal, detrás del Templo de Inanna, mientras un pescador nos miraba desde un pequeño bote de pieles. Atesoro el que me robó a traición mientras yo leía una tablilla en la biblioteca... Todos ellos están dentro de mí, junto con sus miradas, y con los latidos de mi corazón; con el dolor de mi herida, que poco a poco se fue disipando, y con el tacto de sus manos, que siempre evitaban tocar mi costado. Fuera de las murallas de Nippur se oscurecían las nubes de una guerra que amenazaba con desgarrar la llanura de los dos ríos, pero para mí nada de eso existía.
¡Pobre jovencita ingenua! Los dioses nos arrojan un pastel de miel, mientras nos sueltan un latigazo. Nos dejan saborear unos labios mientras la sangre inunda el mundo. Por un instante, incluso, llegué a pensar que ni siquiera la muerte había estado cerca de mí. Pero aunque Inanna me había concedido una dulce recuperación, debió decidir que ya había llegado el momento de continuar con la labor que me tenía reservada, así que una tarde llegó la noticia de que, el general Shamum, había llegado con un barco procedente de Agadé, para recogernos y escoltarnos hasta la antigua capital de un reino que ya no existía.
Enlilbani no se encontraba en Nippur el día que nos fuimos, así que no tuvimos la oportunidad de despedirnos, lo que me llenó de tristeza. En el puerto, mientras una multitud observaba la escena con curiosidad, el general Shamum nos acogió con una sonrisa de satisfacción, y expresó al gobernador el agradecimiento del rey por sus amabilidades hacia su tía.
—¿No habrá, pues, acuerdo? — Añadió luego con semblante grave, lo que me hizo pensar que, tal vez, Enheduanna había estado ocupada esos días en algunas negociaciones, a un nivel que me era ajeno.
—No — dijo Amar-Enlil, también con una expresión grave en el rostro —. El paso ya está dado y no me echaré atrás. Decidle al rey de Akhad que lo respeto y que no levantaré mi mano contra él, pero espero que haga lo mismo.
—No os habéis nombrado rey, como han hecho otros — observó Shamum con curiosidad.
—No, no lo he hecho, ni lo haré. Soy gobernador y moriré como gobernador. Además — añadió —, no deseo dejarles a mis hijos semejante carga como herencia. No necesito una corona para que mi pueblo sea feliz.
El general Shamum asintió. Luego se volvió hacia nosotras y nos hizo un ademán para que subiéramos al barco. Amar-Enlil interrumpió la escena.
—Sabed que para mí siempre seréis una Entu — le dijo a Enheduanna —. Aquí tendréis un amigo, pase lo que pase.
Enheduanna se lo agradeció. Luego Amar-Enlil se volvió hacia mí.
—Sois una sacerdotisa muy valiente. Los dioses han decidido conservaros la vida, y eso debe ser porque os reservan para algo grande. En tiempos revueltos es donde se descubren las decisiones de los dioses. Que Enlil os acompañe y que Nannar os proteja. Y espero que, si los dioses piensan utilizaros en algo bueno, alguna parte de la bendición divina recaiga sobre mi familia, y sobre esta ciudad que siempre os guardará amistad.
Se lo agradecí en los mismos términos que Enheduanna, y me volví a prometer a mí misma que intentaría ser digna de sus palabras y devolver algún día el favor que me había hecho. Aunque me asustaba que fuera verdad que Inanna me estuviera reservando para algo, hacía tiempo que había aceptado la voluntad divina, pero me entristecía abandonar aquella ciudad que empezaba a gustarme, y donde se quedaba alguien a quien volvía a perder de nuevo, tras haberlo recuperado.
Jamás he sabido si Amar-Enlil conocía lo que había entre su hijo y yo. Tampoco se lo he preguntado nunca a Enanedu pues, en cierto modo, me asusta saber la respuesta. Siempre he deseado que lo supiera, pues sería prueba, no ya de que no le importaba nuestra relación, sino de que aquel hombre honorable me consideraba digna de un muchacho, tan bueno, que salvaba a simples jardineras.
Salimos de Nippur una tarde maravillosa. Una de esas tardes que debes guardar en tu memoria, porque presagian que la tranquilidad se romperá y la noche se verá inmersa en una tormenta sin fin. Yo hubiera deseado disfrutar del momento, pero no pude. Mi corazón sangraba, y esa herida tenía una cura más difícil que la de mi costado.