XXII

A la mañana siguiente, Alane me encontró aún dormida sobre la tumba. Me despertó con suavidad, se sentó a mi lado y me tomó de la mano.

—¿Por qué no me lo dijo? — Pregunté.

—No podía, Sheru — respondió con tristeza —. Ahora que eres una sacerdotisa, lo sabes bien. Mientras fuera una Entu, no podía abrirte su corazón. Sólo quedaría liberada tras su muerte.

—¿Y ahora qué?

—A ella le admiraba tu fortaleza de montañesa — me comentó —. Ella te mira en estos momentos desde el otro lado. Sé fuerte, como le hubiera gustado. Supongo que desearía que continuaras su labor, pues me comentó en más de una ocasión que te consideraba como la más apropiada para hacerlo.

Guardé un instante de silencio. Estaba totalmente bloqueada y no sabía qué hacer.

—¿Fuerte, Alane? — Susurré al fin —. Ya lo dije ayer y lo mantengo. No deseo la tiara de cuernos, no me siento preparada para llevarla.

—A Enheduanna le hubiera gustado que la llevaras, Sheru, pero tampoco quiso dar tu nombre antes de morir, y no porque no pudiera hacerlo, sino porque le aterrorizaba la idea de dejarte una carga tan pesada. Ella sabía bien que lo tomarías como un asunto de honor, y no quería destrozar tu vida, condenándote a llevar ese peso... — Asentí tristemente. Me asombraba que Enheduanna hubiera sido capaz de leer mi corazón de aquella manera. Estaba muy claro que habíamos estado mucho más unidas de lo que pensaba. Alane se encogió de hombros —. En fin, eso ya da igual. El cónclave ha elegido a Enmenanna. Le hiciste un gran favor al rey cuando saliste corriendo. Y por cierto, desea reunirse contigo, no le hagas esperar.

Me levanté con la sensación de un gran cansancio en el cuerpo. Me veía a mí misma sin fuerzas... sin ánimo para nada.

—Sí, ya da igual. ¡Qué importa ya todo...! — Dije.

Me arreglé un poco en mis aposentos y luego me dirigí sin tardanza hacia el palacio del gobernador, donde se alojaba el monarca. Naram-Sin me hizo esperar en una de las salas bastante rato. Supongo que le divertía dejarme claro que él era el ganador de la partida, aún cuando yo me había quitado de en medio. Entró de repente con un aire de furia contenida que no me gustó nada, aunque a fin de cuentas, ese tipo de actitudes en el rey no me impresionaban demasiado.

—¡Bien, montañesa! — Me dijo sin más preámbulos —. ¡Lo has conseguido, estarás orgullosa! ¡Al fin serás Entu, es lo que deseabas...!

—No lo entiendo, mi señor — dije extrañada —. Creí que vuestra hija había sido elegida.

—Y así ha sido, por supuesto. Enmenanna es la nueva Entu de Ur. Pero no pensarás que voy a aceptar que me humilles públicamente, ¿no?

—Sigo sin entender, mi señor, no creo haber hecho nada para...

—¡Tú y tu “madre”...! — Me interrumpió sin dejarme acabar la frase —. ¡La hija de Sargón... de mi abuelo... del gran conquistador...! ¡Adoptando a una sucia montañesa! ¡Namtar debe estar partiéndose de risa en su palacio!

—Siento que eso moleste a mi señor, pero...

—Pero no puedes renunciar a la herencia de tu “madre”, ¿verdad? — Volvió a interrumpirme —. Eso ibas a decir...

Mi carácter de montañesa salió a la superficie y me enfurecí. Levanté la cabeza y le miré a los ojos con fiereza, como aquel día de mi niñez en que le propiné una patada. Me molestaba mucho el tono con el que pronunciaba la palabra “madre”.

—Iba a decir, mi señor — le interrumpí a mi vez —, que ella dijo estar orgullosa de mí, por alguna causa que no comprendo. Y yo, a mi vez, estoy orgullosa de ella. Estoy orgullosa de mi “madre” — recalqué esa palabra desafiante —, y aceptaré su herencia como una obligación que tengo de proseguir su labor. Puede que yo sea una montañesa, mi señor, y una mestiza, pero Enheduanna fue la más extraordinaria mujer que ha visto el reino desde que fue fundado.

Naram-Sin se quedó atónito al ver mi reacción. Se notaba que no sabía cómo actuar. Finalmente parpadeó perplejo y se sentó.

—¡Bien, no importa! — Decidió —. Ya está hecho. Serás una Entu, después de todo.

—¿Qué queréis decir, mi señor?

Naram-Sin me observó con una mezcla de desprecio y de enfado. Si hubiera sido de nuevo una niña, en vez de una sacerdotisa, seguramente habría vuelto a golpearme como hizo años atrás.

—Quiero decir que no acepto quedar como un asno delante de mi reino — aclaró impaciente —. Tú lo dijiste hace años: las gentes aceptan lo que se escribe o representa. Mi hija Enmenanna será la Entu de Ur y tú... tú... — masculló entre dientes, casi escupiendo las palabras — tú serás la Entu del Templo de Enlil de Agadé.

—¡Pero mi señor...!

—¡No hay peros que valgan, ya está decidido! No tendrás derecho a tiara de cuernos. Serás la Entu de un templo menor, y espero que allí te pudras hasta que las aguas del infierno se sequen.

—Nunca he deseado ser Entu.

—¡Basta ya de seguir fingiendo, montañesa! Y hablando de fingir... En los relieves se te otorgará mi paternidad, que será meramente honoraria, por supuesto. Como primera medida, regalaré a tu templo alguna estatua en cuyo texto se advierta que eres mi hija.

—¡Soy hija de Enheduanna! — Grité sin poder contenerme.

—¡Serás hija de quien te dé la maldita gana, pero en los relieves se te presentará como hija mía! ¡Es mi última palabra! ¡No vais a burlaros de mí! Esa pandilla de necios quiere que seas Entu... pues bien... lo serás. Pero como hija mía, y no de otra forma. En tu vida privada, sé hija de Namtar si te apetece.

Sin darme tiempo a contestar, se dirigió hacia la salida dando por terminada la reunión.

—Mi señor — advertí tras pensarlo rápidamente —. No hay Templo de Enlil en Agadé.

—No, pero hay un pequeño Templo de Nannar. Ha estado muy solitario desde que mi tía lo dejó hace tiempo. Retornaremos la dedicación del templo a la que tenía antes de la guerra, y volverá a ser de Enlil. Mi hija lo aceptará si yo se lo pido, y no creo que a Gemezida le importe tampoco. Me he informado de que has estado llevando los asuntos administrativos del Enamtila, así que sabes cuáles son las relaciones con Nippur. Recuerdas ese templo, ¿no?

—Sí, mi señor.

—Pues en ese caso, ya sabes de qué tamaño es el agujero donde deseo que te pudras por la eternidad.

Y sin más palabras, salió de la sala.

* * *

Algunas cosas cambiaron, inevitablemente, en mi entorno, y en cierto modo me ayudaron a asumir mi nueva naturaleza sacerdotal. Así, por ejemplo, pude convencer a Agisa para que me acompañara a mi nuevo templo. Mi petición la alegró mucho, pues ahora que era viuda, y que tampoco tenía muchas esperanzas de ascender en las cocinas del recinto sagrado de Ur, el cielo se le abría de repente. Debo decir que mi nueva vida le resultó muy favorable y me satisfizo poder ayudarla, pues le ofrecí el puesto de capataz de las cocinas de mi nuevo templo. Para la viuda de un ex esclavo elamita, con poca riqueza en la vida y de familia humilde, aquello se parecía bastante a un milagro. También aproveché para ofrecerle la posibilidad de dar estudios a su hija, Aman-Ashtan, y me llevé una pequeña sorpresa cuando me enteré de que la niña se interesaba por la música. Decidí, pues, informarme en cuanto llegara a Agadé acerca de la posibilidad de que estudiara música y canto con un profesorado adecuado, incluso aunque tuviera que enviarla a Nippur, cuyo recinto sagrado contaba con un gran conjunto musical, y más aún sabiendo que podía contar con la ayuda del Sabra del Ekur, el cual no me iba a negar ningún favor.

Tuve que despedirme de Alane, la cual me reconoció que ya no se sentía con la edad adecuada para cambiar de aires; en cuanto a Ittibel, no quiso trasladarse a Agadé, porque no deseaba tener que rendir pleitesía a la nin-dingir del Eulmash, pero como deseaba estar cerca de mí (y yo sospechaba que aún necesitaba de sus numerosos consejos) cambió su lugar de residencia a la ciudad de Nippur, donde le ofrecieron un puesto de sal-me en el Templo de Inanna. Y como aquel templo ganaba a una extraordinaria sacerdotisa, Enanedu se vino a Agadé conmigo, aún a costa de tener que soportar a Agatima, lo que ésta resolvió sin querer cuando se negó a dar alojamiento a la nueva kezertu en las instalaciones del Eulmash, alegando que las kezertu realizaban labores ajenas al recinto. Yo le ofrecí habitaciones en mi pequeño templo, donde hice que colocaran una estatua de Inanna en una de las cellas secundarias. Agatima no pudo negarse, pues la estatua me fue enviada, con una carta muy cariñosa, por el mismísimo Zimrri-Lim desde Uruk.

Justo antes de salir de Ur se ejecutó el testamento de mi madre, donde volvió a notarse la gran inteligencia de que siempre había hecho gala. Enheduanna era dueña de una gran fortuna, no sólo por herencia de su padre, sino por haberse dedicado con buena maña a los negocios (ahora entendía su alegría, cuando me desempeñé con buen pie por mí misma). Me había dejado una cantidad bastante impresionante de tierras y artículos en especie. Podría haber abandonado mis negocios y haber vivido el resto de mi vida de esos bienes, pero decidí que era mejor seguir por el camino que a ella le gustaba. Por otra parte, aquello me abría la posibilidad de utilizarlos en cosas útiles, como pagar los estudios de la hija de Agisa, o mejorar a mis costas el pequeño templo donde iba a pasar el resto de mi vida.

Para evitar problemas con su familia, Enheduanna dejaba varias mandas a algunos parientes, entre ellas una muy importante a su sobrino Naram-Sin, lo que permitió que éste me dejara en paz y no volviera a hacer alusiones a la herencia de mi madre. Gran parte de las tierras las otorgó a pequeños templos de varias ciudades, lo que me hizo pensar, que en la mente de Enheduanna había quedado impresa la idea de que, esos pequeños templos, iban a ser la clave del futuro del reino.

También le dejó pequeñas cantidades de plata a su mayordomo Adda (que aprovechó para retirarse), a su escriba Kitudu, que me solicitó con cierta timidez el puesto de tabsarru, lo que le concedí con gran alegría, pues sospechaba que ese hombre me iba a ayudar mucho en el futuro, y al bueno de Palili. Entre lo que heredó de Enheduanna, lo que tenía ahorrado e invertido, y lo que cobró por traspasar su puesto a un nuevo peluquero, Palili era un hombre bastante acomodado.

Y aquel inesperado traspaso fue otra novedad que contribuyó a alegrarme, pues Palili rechazó la posibilidad de quedarse como peluquero del giparu de Ur y decidió retirarse de la profesión y trasladarse a Agadé conmigo. Enmenanna quedó perpleja al escuchar su decisión, pero mi buen Palili, por lo visto, tenía sus propias ideas al respecto.

—¿Dónde están los retos, hoy día, para un artista? — Cuentan que dijo.

Me halagó mucho que considerara mis cabellos como el último gran reto de su carrera profesional, pero me gustó más aún que prefiriera seguirme por amistad y cariño, pues la verdad es que yo no podía entregarle un estipendio tan elevado como el que recibiría en Ur. Mi templo no era rico, y bien que yo era consciente de ello. Al final, sin embargo, no tuve que entregarle ni un grano de cebada.

—¿Acaso reciben gachas los que ya se han retirado de una profesión? — Me recordó con una sonrisa. Yo sabía que poseía suficientes tierras como para dedicarse a vivir de ellas los años que le quedaran. Aproveché ese momento para intentar averiguar algo que picaba mi curiosidad desde que era una niña.

—Palili, ¿por qué siempre que te pregunto algo, me respondes con preguntas?

El peluquero sonrió mansamente y luego se arrodilló a mis pies.

—Porque me atemoriza, mi Entu, el día en que sólo me queden respuestas.

Le obligué a levantarse, lo abracé y decidí que aquel hombre, no sólo había sido un artista para mi madre, sino un gran consejero, con esa sabiduría que a veces poseen los que hablan poco, pues como bien dicen los ancianos: “Son los silenciosos los que conquistan el mundo”.

Una de las especificaciones del testamento, que a muchos pareció curiosa, fue que dejó su sorbete para beber cerveza a su amiga Ittibel. Nosotras sí que entendimos el mensaje que había tras ese acto, y antes de abandonar Ur nos dirigimos cumplidamente a la taberna de Nineana, donde pasamos una tarde entera haciendo uso del sorbete, de la cerveza que vendía nuestra amiga, y de los recuerdos, que a veces tienen más valor que todos los sorbetes de marfil y lapislázuli de las cuatro zonas, sobre todo si los recuerdos se refieren a la hija de un copero. Fue una bonita fiesta en homenaje a mi madre, y debo decir que, aunque su sepelio tuvo la categoría de un entierro de estado, aquella pequeña celebración a la que acudieron todas las prostitutas y gentes sencillas del puerto tuvo más relevancia, y que las lágrimas que algunas derramaron fueron más sinceras que la asistencia o el homenaje de cualquier gobernador.

Una vez resueltos todos los problemas legales y económicos quedé libre de trasladarme a Agadé. Prefiero no detallar la cantidad de impuestos que tuve que pagar a diversos templos, palacios y funcionarios de toda índole, aunque por suerte en ese desempeño me ayudó Kitudu.

La mañana en que salí de Ur, por la puerta de Nippur, la llevo grabada en mi corazón. Había salido del giparu, tras enterarme de que Enmenanna no deseaba despedirse de mí, e iba sentada en un carro acompañada de Ittibel, y cuando llegamos ante la muralla, descubrimos que una pequeña multitud se agolpaba a ambos lados de la calzada. Se trataba de las prostitutas del puerto, acompañadas por numerosas familias de pescadores, jardineros y artesanos humildes de la ciudad. Hice que detuvieran el carro, y Nineana se acercó con una cesta de rosas, que puso en mis manos.

—Aunque viajes a las lejanas montañas, aunque recorras las cuatro zonas, eres nuestra niña — me dijo —. Allá donde vayas, siempre serás nuestra pequeña diosa.

Luego el carro reanudó la marcha mientras las prostitutas comenzaban a cantar una vieja canción de pescadores, e Ittibel me agarraba de la mano, pues conocía mi costumbre de negarme a llorar en público.

Mi hermana, dejaste la puerta abierta al marchar.

Mi hermana, me invade la melancolía al recordarte.

Veo tu rostro al observar las ventanas vacías

y miro el mar esperando a que vuelvas.

Mi hermana, dejaste la puerta abierta al marchar.

Mi hermana, mi corazón seguirá abierto hasta tu vuelta.

* * *

Dejé a Ittibel en su nuevo hogar de Nippur y recogí a Enanedu, que ya tenía preparado su equipaje. Iltani y Enlilbani vinieron a despedirme, junto con su nuevo retoño, que esta vez era una niña a la que habían llamado Ninkare. Me alegró saber que les vería unas semanas después, ya que prometieron trasladarse a Agadé, para que yo bendijera a la niña y le entregara de forma oficial su nombre.

Mi nuevo templo era pequeño pero agradable. Totalmente pintado de blanco, constaba de tres secciones, en lo alto de una pequeña plataforma de ladrillos rojos a la que se subía por unas escaleras. La sección más grande constituía el templo propiamente dicho, en cuyo interior, como dije, habilité una cella en honor de Inanna. Al contrario que en los templos de los recintos, no presentaba decoración alguna en su interior, lo que le hacía parecer un poco triste y oscuro.

En la sección central lucía un pequeño patio, que cuando llegué se encontraba en un estado lamentable. No tardé en contratar a un matrimonio de jardineros y me propuse convertirlo en un pequeño recuerdo del jardín del giparu de Ur. A su alrededor, se levantaban varias habitaciones donde vivían tres sacerdotisas naditu, dos qadishtu, una de las cuales era prima de la reina y, en una esquina, se encontraba mi nuevo hogar, formado por un pequeño dormitorio y una sala de trabajo. Las paredes que rodeaban el patio estaban decoradas con dibujos de animales salvajes, pero eran tan viejos que se caían a trozos. Me hice la promesa de restaurar aquellos dibujos, y ya que el templo estaba dedicado de nuevo a Enlil (era tan humilde que ni siquiera se hizo ninguna ceremonia para realizar el cambio) decidí añadir, a imitación del Ekur, unos adornos geométricos azules en lo alto de las paredes, para que hiciera contraste con el blanco.

La tercera sección del templo la constituían unos pequeños almacenes, los baños para las sacerdotisas, y las cocinas del templo, donde Agisa iba a ejercer su nuevo trabajo de capataz, aunque tal vez aquella fuera una palabra demasiado excesiva, dado que sólo tenía un matrimonio de cocineros a sus órdenes.

El Shangu, al que conocía desde la época de la guerra civil, pues se trataba del que había estado al servicio de Enheduanna, vivía fuera del templo, junto con el personal laboral, que se reducía a tres o cuatro escribas y otros tantos sacerdotes. Palili y Agisa también tuvieron que buscar habitaciones fuera del templo, pues no había sitio para más. Aquél era mi nuevo pequeño mundo y no me quejaba de ello. De hecho, pensé que un lugar pequeño pero agradable es la mejor de las elecciones para un exilio, y que en realidad debía estar agradecida a Naram-Sin por su decisión.

En todo caso, mi retorno a Agadé fue un poco agridulce. La parte mala es que el templo no estaba en muy buen estado. Todos los recursos se habían dedicado en exclusiva al Eulmash, su reconstrucción tras el terremoto y su ampliación. Tuve que emplear recursos propios para iniciar las obras de reconstrucción, pues el Eulmash — Agatima, para ser exactos — alegó que mi templo dependía administrativamente del Ekur. Supongo que Agatima se alegró de poder hacerme semejante desaire. No dejé de observar que comenzó a buscar pretextos para no estar nunca disponible cuando me presentaba en el recinto sagrado. Estaba claro que no le hacía demasiada gracia tener que arrodillarse ante mí, ahora que yo era Entu. Y eso que no era una Entu de las grandes, ya que ni siquiera hubo una gran ceremonia para celebrar mi nuevo rango. Solamente se realizó un acto en el que las sacerdotisas del templo, así como los sacerdotes, se arrodillaron a mis pies de uno en uno y me hicieron entrega del anillo que señalaba mi nuevo cargo, enviado como era preceptivo desde el Ekur.

La parte buena sucedió al cuarto día de tomar posesión de mi nuevo hogar. Mientras me encontraba dando instrucciones al Shangu acerca de las reparaciones, una jovencita entró en los jardines del templo y se quedó esperando a que acabara de hablar con el sacerdote. De reojo me fijé en ella y noté un aire familiar. Apenas había entrado en la pubertad, y era delgaducha y desgarbada, aunque prometía convertirse en una futura belleza morena.

Cuando el Shangu se retiró, la jovencita se acercó a mí, se arrodilló a mis pies y luego se levantó y me miró a los ojos con una sonrisa. Fue entonces, viendo aquellos ojos y esa sonrisa, cuando la reconocí, aunque ella se adelantó a mis palabras.

—Aún me gustas mucho — afirmó.

—Tú también me gustas — afirmé a mi vez.

—Sí, pero recuerda que yo lo dije antes.

Y, ante el asombro de las sacerdotisas del templo, Taram-Agadé soltó una de sus escandalosas carcajadas y se echó en mis brazos. Esa noche cenamos juntas y le presenté a Enanedu, con la que pronto hizo buenas migas, cosa que yo esperaba, pues a fin de cuentas, ambas habían tenido una educación semejante y habían vivido rodeadas por un mundo parecido. Estaba claro que, de la misma forma que Enanedu nunca entendió mi amistad con Akkilu, aquella otra le pareció de lo más conveniente.

Debo agradecer a Taram que llenara de alegría los primeros días de mi estancia en “aquel agujero”, como decía su padre. Con ella y Enanedu cerca de mí, tampoco iba a ser tan malo, después de todo.

* * *

Nada más llegar a Agadé me tocó presentarle a Naram-Sin el informe acerca de mi viaje a Elam. Me molestaba que me hubiera utilizado para sus maquinaciones, y sobre todo, me llenaba de vergüenza haberme aprovechado de la buena voluntad del clero elamita, para dar pie a que el rey preparara una guerra.

Me reuní con él y a la reunión asistieron Agatima, en su papel de nin-dingir de Ishtar y el general Shamum. Este último se alegró al saber que sus sospechas quedaban confirmadas y que los awanitas, por tanto, estaban estableciendo pactos de familia con Marhasi. Sin embargo, me sentí obligada a advertirles que no había observado preparativos de guerra.

—Sólo vi que se preparaban para un desfile. El de la boda, en concreto — especifiqué —. En ningún caso pude descubrir a soldados entrenando conjuntamente o ensayando tácticas de guerra.

—Claramente, imitan el modelo antiguo — opinó el general Shamum, tras escuchar la descripción que hice de las maniobras. No parecía que los elamitas disfrutaran de la existencia de un general inteligente, como era el caso de los acadios.

—Para nosotros podría ser una circunstancia favorable — dijo Naram-Sin, mientras Agatima asentía sonriente, lo que me recordó a una serpiente antes de abalanzarse sobre un ratón.

—No se están preparando para la guerra — insistí.

—Da igual que no estén preparando un ataque — intervino Agatima —. Atacaremos nosotros. Además, mi señor, ellos fueron los que, en tiempos, se aliaron con el usurpador Iphur-Kish.

Me dieron ganas de recordarle que no sólo Iphur-Kish era conocido como “usurpador”, sino también su propio padre. En todo caso, me asombraba el cinismo con el que Agatima se olvidaba del tratado de amistad entre ambos reinos.

—Pero, mi señor, ¿atacar por qué? El rey Hisepratep está respetando sus acuerdos — opinó Shamum, que claramente se sentía molesto en esa reunión —. Es cierto que ya se rebeló antes, pero tal vez haya aprendido de sus errores y prefiera otra táctica más amigable.

—¿A qué te refieres, Shamum?

—A que tal vez, después de todo, le agrade nuestro pacto de hermandad. Veámoslo de la siguiente forma: tiene en una de sus fronteras un pacto, y en la otra un acuerdo de matrimonio... Más bien, se podría pensar que sus potenciales enemigos actualmente están en las montañas, y no en las llanuras. No sería nada extraño que esté completamente arrepentido de sus coqueteos con Iphur-Kish.

—Mejor entonces — afirmó Agatima —. Le atacamos mientras se distrae con los gutis y lo pillamos desprevenido. La situación sigue siendo completamente favorable a nuestros intereses.

—Sigo insistiendo en que tal vez no sea buena idea, mi señor... — dijo Shamum con el rostro preocupado.

—¡Habla claro, general!

—Si le atacamos, tendremos que derrotarlo no sólo a él, sino a los de Marhasi. Nos veríamos obligados a destruir dos grandes ejércitos, lo que nos costará pérdidas difíciles de calcular, y dejaremos a un enemigo en las montañas con las manos completamente libres. Por otra parte, no sabemos nada de lo que hay en dirección a la mítica Anshan...

Naram-Sin se encogió de hombros.

—Deja que yo me preocupe de ello, general. Destruiremos a dos potenciales enemigos, y si los montañeses se atreven a levantar la cabeza, se la cortaremos.

—Parece como si el general tuviera miedo de los awanitas — observó Agatima con desprecio —. La última vez los derrotamos sin esfuerzo alguno.

—La última vez — recordé yo — fue el general Shamum el que los derrotó. La nin-dingir, según recuerdo, se encontraba en Uruk enfrascada en otros menesteres menos bélicos.

Agatima me dirigió una mirada cargada de odio.

—Tal vez, después de todo, las montañesas siempre estén dispuestas a ayudar a sus parientes — dijo con un tono insolente que me enfadó bastante.

Iba a responderla que ello no me había impedido salvarle el trono al rey cuando Agadé fue invadida, pero Naram-Sin zanjó la cuestión al ordenar que terminara la reunión. Sabía que si Agatima perdía los nervios y me faltaba al respeto, podría verse metida en un buen lío, pues sin duda Gemezida exigiría que se disculpara en público. Al rey no le convenía que su nin-dingir, aquella que le entregaba el apoyo de la diosa de la guerra, quedara en entredicho públicamente.

Por la noche Shamum cenó en mi compañía. Volví a notar que consumía gran cantidad de cerveza.

—¿Qué os ronda por la cabeza, general?

Me regaló una mirada tierna, como aquellas que había descubierto en él, cuando era una niña y me enseñaba a jugar con el tablero.

—Las últimas veces tuvimos a una pequeña general montañesa de nuestra parte. La próxima... ¡Quién sabe...!

—¿Qué piensa el general que sucederá la próxima vez?

Shamum apuró la jarra de cerveza y tomó otra.

—Opino, Sheru, que el rey quiere abarcar más de lo que sus pies alcanzan. Casi se puede decir que hemos salido de una guerra civil ayer mismo — recordó —. El gran señor Sargón aumentó las fronteras, pero lo hizo en un momento en que las circunstancias eran muy favorables, tanto demográficamente, como desde otros puntos de vista.

—¿Hay problemas con las levas?

—Aún no, pero estamos llegando a un punto en que se tira demasiado de la cuerda, y corremos el riesgo de romperla de improviso. Cuando le indiqué al rey que podíamos tener demasiadas bajas — añadió con un tono de voz triste — no lo decía en vano. Si sufrimos muchas pérdidas habrá que reponerlas, y eso obligará a tirar más aún de la cuerda. Por otra parte...

Se quedó un rato en silencio, mirando fijamente una de las paredes, como si en ella hubiera una imagen que intentara descifrar. Yo lo saqué de sus pensamientos.

—¿Por otra parte, general...?

Shamum se acercó a mí y me tomó de una mano. Luego bajó el tono de voz, como si temiera que nos escucharan.

—Sheru, hablé de algunas de estas cosas con tu madre — sentí una gran satisfacción al escuchar cómo se refería a Enheduanna con aquel término —. Dime sinceramente... ¿En qué estado se encuentran las reservas de alimentos en los templos?

Supe enseguida a qué se refería, y supuse que Enheduanna había comentado con el general los problemas con los templos menores.

—General, los recintos sagrados poseen reservas de alimentos suficientes, incluso, para proveer a varios ejércitos si fuera necesario. Sin embargo — añadí —, como supongo que os comentó mi madre, los pequeños templos están agotando sus reservas y, en otros casos, vendiendo sus tierras.

—¿Sabes, muchacha, que el Eulmash tiene un acuerdo con determinadas personas de la corte, para ocuparse de la economía de los templos elamitas si se gana la guerra?

Aquello era una revelación para mí, pero no me pilló de nuevas. En cierto modo, lo esperaba.

—¿Me equivoco, general, si aventuro que una de esas personas se llama Apiyatum?

—¿Cómo lo sabes...? — Preguntó Shamum mientras hacía una cómica mueca de estupor.

—Lo sospechaba. Algún día revelaré algunas cosas que sé de ese hombre, aunque no ha llegado aún el momento. Sospecho que esta guerra tiene intereses que van más allá de los de la corona.

—¿Apiyatum y Agatima? — Aventuró Shamum con ironía.

—Sí, general, ahora lo veo claro. Apiyatum está comprando grandes cantidades de tierras a los templos menores mientras Agatima intenta apoderarse de las de los templos elamitas. Esta guerra no se hace ni por venganza ni para evitar males mayores. Esta guerra es un robo, general. Alguien intenta convertir el sistema redistributivo de alimentos de los recintos sagrados en un monopolio, y si empiezan a disminuir las reservas de alimentos, la gente lo va a pasar muy mal...

—¿Y qué podemos hacer? Yo soy un guerrero, obedezco órdenes de mi señor. Hice un juramento...

—Tranquilo, general. Estoy de acuerdo en que Naram-Sin va a cometer un gran error, y espero que ese error no produzca una cantidad de bajas que el reino no pueda cubrir... En todo caso, si llegara el momento, podéis contar conmigo.

Me apretó la mano con cariño y siguió bebiendo. Me pregunté qué rondaba por la cabeza del buen general, ahora que mi madre no estaba. Había nubes de tormenta en sus ojos, junto con un ligero brillo de desesperación, y eso me preocupaba más que todas las guerras del mundo.

* * *

No acudí, por suerte, al campo de batalla de Elam. Ya se ocupó de ello Agatima, a la que fui a despedir cuando partió junto con las tropas del rey. Se realizó una ceremonia en la gran plaza, a la que tuve que asistir junto a mis sacerdotisas. Me consoló que también estuviera en ella Taram-Agadé, que se dio cuenta de que yo no estaba muy animada.

—La guerra no es buena para nadie — le dije, intentando sonreír —. Pero sólo nos damos cuenta cuando la perdemos.

Ella se encogió de hombros. Era aún muy niña para darse cuenta de lo que estaba sucediendo y poco sabíamos ambas, por aquel entonces, que unos años después ella misma se convertiría en víctima involuntaria de las guerras de su padre, y que yo debería traspasar la última puerta de los infiernos para salvarla.

Se realizaron varios sacrificios y Agatima estuvo correcta en su papel de ishtaritum mayor del Eulmash. Reconozco que con su belleza y su crueldad quedaba bien en el papel, pero al igual que Enheduanna, yo pensaba que la función de la diosa era la de protectora de la corona, y no la de protectora de los negocios particulares de nadie. El acto me parecía una obscena pantomima religiosa, una blasfemia en la que se usaba el nombre de la diosa más grande para justificar un enorme robo. Y en medio de todo aquello, Naram-Sin, convencido de su destino como conquistador, prestaba oídos al veneno que destilaba de los labios de Agatima. Me pregunté si el rey era consciente de que, en cierto modo, era una patética marioneta en manos de una mujer ambiciosa.

El ministro Apiyatum estuvo en la despedida y no dejé de notar que me dirigía continuas miradas de intranquilidad. Justo cuando ya partía el ejército, y aprovechando que yo charlaba aparte con Enanedu, se acercó a mí, haciendo ostentación de una melosa cortesía.

—Siento no haber podido cumplimentarla aún por su nuevo cargo, señora — me dijo —. Creo que ese templo se beneficiará de su presencia.

—Gracias — respondí yo, mientras le miraba fijamente. La verdad es que resultaban unas palabras un poco exageradas, teniendo en cuenta que ni siquiera había habido ceremonia de entronización cuando tomé posesión del cargo.

—Por cierto, quería preguntarle... — añadió con algo de ansiedad — ¿Resultó de utilidad el guía que contraté desde Agadé?

—Resultó de lo más útil — aseguré yo. Aquello me confirmaba que, no sólo la idea de matarme había surgido de Apiyatum en vez del rey, sino que ese hombre debía estar sumido en la mayor de las confusiones al no tener noticias de su sicario, lo que me hacía bastante gracia. Con cierta mala intención, decidí mantenerlo a oscuras —. Conocía perfectamente la zona y nos ahorró muchos rodeos por aquellas montañas. Os agradezco vuestra iniciativa al contratarlo — añadí mientras Enanedu me pisaba disimuladamente un pie y sufría un molesto ataque de tos.

—¿No tenéis idea de dónde se dirigió tras dejaros? Nos hubiera gustado contar con su ayuda en esta empresa militar — aseguró, mientras intentaba sondearme.

—Pues la verdad es que nos dejó antes de llegar a la ciudad de Der. Supongo que estará en algún punto de esa zona, ultimando algún negocio personal con los gutis.

Enanedu, que estaba asistiendo en silencio a la escena, intentaba aguantar la risa mientras, disimuladamente, me pisaba de nuevo. Cuando el ministro se retiró, tras hacer un saludo con algo de torpeza, debida a la confusión que lo embargaba, mi amiga se me quedó mirando.

—¡Las montañesas sois crueles, terriblemente crueles! — Exclamó intentando contener una carcajada.

—No importa. Seguramente adivina que su empleado ésta muerto. Lo que le corroe es que no sabe quién lo ha matado ni en qué circunstancias.

—Si supiera la verdad, no actuaría de forma tan necia, interponiéndose en tu camino.

—¿Por qué?

—¿Una mujer bella que corta cuellos sin dudarlo? ¡Como para tenerte de enemiga!

—¿Una mujer bella? ¿Significa eso que aceptas que soy más guapa que tú?

—Por supuesto — dijo con ironía —. Un cuello tan bonito como el mío, merece que perdure unos cuantos años aún.

—Y además de bonita, sabe hacer magia — dijo en ese instante Taram-Agadé, que se había acercado a nosotras mientras hablábamos. Por suerte no debió de alcanzar a escuchar lo de “cortar cuellos” o se habría sentido muy confusa. En todo caso, la dejé satisfecha tras hacer aparecer un dátil tras una de sus bonitas orejas. La escena terminó con una de sus escandalosas carcajadas, que me hicieron recordar el primer desfile en el que participamos juntas.

Me enteré más adelante de toda la campaña gracias a sucesivas cenas con el general Shamum, el cual volvió con un ánimo aún más oscuro que con el que partió.

El ejército acadio, que constaba de 15.000 infantes, 400 arqueros y 150 honderos, imitó la misma ruta que yo había seguido en mi viaje a Elam. No llegaron a entrar en la ciudad de Pashime, pero en sus cercanías recibieron una gran caravana de suministros procedentes de los recintos sagrados de Lagash, Girsu y Umma. También recibieron en ese lugar la confirmación de que el rey de Shushan, Kitha, había aceptado un pacto de hermandad con Naram-Sin, permitiendo que pasara por sus tierras. Supongo que a esas alturas de la campaña los elamitas, gracias a sus informadores, ya sabían lo que se les venía encima, y sigo pensando que alguien en su cadena de mando volvió a equivocarse gravemente.

Podrían haber adelantado su ejército para enfrentar a los acadios en aquellas laderas escarpadas, donde las falanges no podían maniobrar y los arqueros perdían su eficacia. Ésta última idea me hizo reflexionar, mientras Shamum me narraba los prolegómenos de la campaña, en que si el general veía a los montañeses como un posible enemigo más formidable que los elamitas, tenía mucha razón en temer al futuro, pues ellos no iban a dudar en utilizar los árboles y las rocas como un arma.

Una vez en la meseta, el ejército de Awan tampoco dio señales de vida, lo que constituyó otro error, pues podrían haber retrasado la marcha de los acadios, o incluso haber atacado la enorme caravana de suministros. Otra opción que podían haber usado los elamitas, era la de refugiarse tras sus murallas y esperar a que sus aliados de Marhasi atacaran al ejército sitiador por la espalda, cogiéndolo entre dos frentes. Supongo que esa posibilidad era la que le quitaba el sueño al general Shamum, que decidió aprovecharse, oportunamente, cuando los de Awan cometieron el error, por segunda vez, de salir a campo abierto a recibir a los acadios.

Imagino que los awanitas esperaban presentar batalla junto a los de Marhasi, pero Shamum no les dio la oportunidad. Se enteró por varios exploradores de que los marhasitas se acercaban a paso rápido, y que se encontraban a cinco días de distancia. Así pues, no esperó a nada más y atacó a los awanitas la madrugada del primer día. Como me confesó en una de aquellas cenas: «Si debes enfrentarte a varios enemigos que sumados te superan en número, lo mejor que puedes hacer es tumbarte en el suelo como un león herido, y darles de zarpazos de uno en uno y sin dar tiempo para que se unan contra ti».

Justo cuando el sol se levantaba en el horizonte, los de Awan se despertaron con la desagradable sorpresa de que los acadios estaban formados a 500 codos de su campamento, y que avanzaban lentamente mientras los arqueros acadios arrojaban nubes de flechas. Inmediatamente, el campamento elamita se sumió en el pánico más absoluto, pues habían supuesto que los acadios se limitarían a esperar a que se realizaran las ceremonias, los sacrificios, el intercambio de regalos y todo el ceremonial típico para entrar en batalla, con lo que los marhasitas dispondrían de tiempo para llegar en su ayuda.

El rey Hisepratep se comportó de forma heroica, intentando organizar desesperadamente un atisbo de defensa en medio de aquel increíble caos. Decenas de soldados awanitas caían atravesados por flechas, gritando de dolor, y algunas de las tiendas empezaron a arder. Dice mucho acerca del nuevo estado de entrenamiento de los awanitas, que lograran formar una precaria falange que aguantó heroicamente hasta media mañana. Se defendieron con uñas y dientes, capitaneados por el rey Hisepratep en persona, y lograron hacerle a los acadios una buena cantidad de bajas. Pero se trataba de una defensa desesperada. Estaban rodeados y gran parte de la infantería se había dado a la fuga, con lo que estaban peligrosamente disminuidos en número.

Algunos de los que huían fueron organizados y reunidos por un pequeño grupo de oficiales, y atacaron a la fuerza de arqueros acadia que en un principio se dispersó, pero acto seguido intervinieron los honderos disparando sus proyectiles desde un flanco de los atacantes, con lo que todo quedó en un inteligente aunque desafortunado esfuerzo. La falange awanita, como he dicho, se fue disolviendo poco a poco a lo largo de media mañana. Cuando el sol ya estaba en lo alto, los últimos soldados awanitas caían muertos a lanzazos por los acadios que los rodeaban.

El general Shamum corrió hacia el lugar de la última defensa, buscando al rey Hisepratep. Lo encontró junto a un pequeño puñado de guerreros elamitas, rodeados de cadáveres ensangrentados, luchando con desesperación mientras enarbolaba un hacha con uno de sus brazos y el otro le colgaba, inutilizado, por culpa de una flecha acadia.

Creo que lo que luego sucedió contribuyó a que el general aumentara su consumo de cerveza en los siguientes meses. Por lo que me contó, logró convencer al rey para que se rindiera, prometiendo que su vida y la de los que lo acompañaban, sería respetada. Hizo que vendaran la herida del rey y lo acompañó a presencia de Naram-Sin, el cual aguardaba subido a un carro de guerra acompañado de Agatima. El rey Hisepratep arrojó su hacha ante el carro de Naram-Sin y saludó al rey acadio con una inclinación de cabeza.

—Yo no rompí el pacto de hermandad — afirmó con aire orgulloso y digno —. No te he dado razones para que me atacaras. Te he entregado todos los tributos que le pediste a mi pueblo. ¿A qué viene esta traición?

—¿Traición? — Rió Naram-Sin —. Soy el rey de las cuatro zonas. Tú conspirabas con tus vecinos contra mí.

—Eso no es cierto — aseguró el rey Hisepratep —. ¿Desde cuándo casar a un hijo es conspirar contra un rey? Sólo he hecho lo que cualquier otro monarca: he intentado preservar mi dinastía.

—Mi señor — intervino el general Shamum —. Tal vez podríamos aprovechar la boda para redactar un nuevo tratado. Si el texto del antiguo no os gusta...

Naram-Sin hizo un ademán furioso haciendo callar al general. Agatima le dijo algo al oído que le hizo soltar una carcajada.

—El tratado se redactará de nuevo, general. Y a tu hijo — añadió dirigiéndose al rey Hisepratep — le haré un buen regalo de boda.

—¿Qué regalo de boda? — Preguntó el rey awanita con estupor.

—Una corona — respondió Naram-Sin. Y ante el asombro y la indignación del general Shamum, tomó una lanza de las manos de un miembro de su escolta y la arrojó contra el rey Hisepratep, atravesándolo de parte a parte.

Hisepratep se derrumbó y el general Shamum intentó sujetarlo torpemente entre sus brazos. No lograba reaccionar adecuadamente, ante aquel acto atroz. El rey awanita vomitó una bocanada de sangre y luego le susurró:

—Os compadezco, general. ¡Qué gran guerrero sois y qué mal rey os ha tocado servir!

Después de esas palabras, murió. El general Shamum le cerró los ojos, miró silenciosamente a Naram-Sin, que se reía junto con Agatima de su asesinato y luego, sin una sola palabra, se fue hasta su tienda y se encerró en ella. No volvió a salir en dos días y, cuando lo hizo, sufría una espantosa resaca.

* * *

El ejército de Marhasi se acercaba rápidamente y amenazaba con sorprender a los acadios en baja forma, pues habían sufrido una buena cantidad de pérdidas. Tras comprobar las bajas se pudo ver que, tras descontar a muertos y heridos, sólo se disponía de unos 10.000 hombres para plantar cara a los que llegaban.

Shamum había planteado la estrategia contra Elam como una serie de batallas sucesivas. Consideró con bastante sabiduría, que el ejército acadio iba a estar siempre en inferioridad de condiciones, con lo que lo mejor y más aconsejable era luchar uno por uno, como el león panza arriba, y por ello había decidido adelantarse al ataque. Hizo que el ejército acadio abandonara ese campo de batalla y se dirigió en dirección a Shusan, cuyo rey, como he dicho, acababa de firmar un pacto con Naram-Sin. Sabía por mis descripciones que, cerca de la gran aldea, existía un gran bosque junto a una llanura. En uno de los bordes de la misma, el terreno era bastante pedregoso, por no haber sido cultivado nunca. En el otro, se levantaba el espeso bosque que yo había descrito.

De esa forma, dos días después, ambos ejércitos se enfrentaron junto a la ciudad de Shusan. El ejército acadio formaba en un extremo del extenso campo, y el ejército de Marhasi en el otro. La llanura tenía una longitud aproximada de unos 1.000 codos, estrechándose en su centro. El general Shamum, esta vez, no quiso que los acadios se adelantaran al ataque, pues estaban todavía más menguados que días atrás.

Los de Marhasi iniciaron, pues, su ataque, avanzando lentamente al estilo sumerio (por lo visto se habían informado acerca de las tácticas sumerias por intermedio de los awanitas) mientras su arqueros los apoyaban disparando varias nubes de flechas. Sin embargo, a poco de empezar el ataque, comenzaron a descubrirse sus puntos flacos. El primero consistía en que, aunque avanzaban al estilo sumerio, no guardaban un orden cerrado como las falanges acadias, y se limitaban a cubrirse con los escudos individualmente. No había un apoyo mutuo entre los infantes, ni avanzaban en filas ordenadas. Otro punto flaco lo constituían sus arqueros, que tuvieron que avanzar casi detrás de la infantería, ya que sus arcos no tenían demasiada potencia.

La gran falange acadia se cubrió con sus escudos y aguantó la lluvia de dardos sin romper la formación, a pesar de que de vez en cuando algún soldado resultaba herido. Lo que los de Marhasi no sabían es que Shamum había hecho que sus honderos se escondieran en el bosque la noche anterior, y mientras los elamitas avanzaban, los honderos se acercaban en silencio a los saeteros marhasitas. Cuando llegaron a su altura, acribillaron con proyectiles a los pobres arqueros, que apenas pudieron defenderse de aquel inesperado ataque. Casi la mitad cayeron fulminados con el cráneo abierto por un proyectil y el resto fue totalmente dispersado. En ese instante los flecheros acadios comenzaron a disparar, y los de Marhasi descubrieron que sus escudos no lograban detener los potentes proyectiles acadios, disparados por aquellos temibles arcos compuestos. Al no apoyarse mutuamente, se convertían fácilmente en víctimas de los dardos. Por otra parte, al llegar a la zona estrecha del campo, los soldados elamitas tuvieron que arrimarse entre ellos, mientras sus oficiales les azuzaban desde la retaguardia, y aunque eso les hizo ganar en protección mutua, también les obligó a perder margen de maniobra. Al final acabaron estorbándose unos a otros, facilitando aún más que fueran alcanzados por las flechas acadias.

A pesar de ello, la falange marhasita pudo haber ganado la batalla por el mero peso de su número, sobre todo tras lograr superar, a costa de fuertes pérdidas, la parte estrecha del campo, y en un par de ocasiones hicieron vacilar a fuerza de lanzazos a los acadios, que casi llegaron al punto de la retirada. Sin embargo, los honderos, una vez dispersados los arqueros marhasitas, comenzaron a disparar desde el bosque contra la retaguardia de Marhasi. Y fue en ese instante cuando algún oficial marhasita cometió el error de su vida, pues hizo que parte de la retaguardia abandonara el ataque principal y se internara en el bosque, enfrentándose a los atacantes.

Ciertamente hicieron una auténtica carnicería entre los ligeramente armados honderos, y los mataron a decenas, pero por culpa de aquello la infantería elamita perdió fuelle y se impuso la falange acadia, haciendo que los elamitas acabaran retrocediendo y dispersándose. Cuando los soldados elamitas salieron del bosque son sus lanzas ensangrentadas, se encontraron con que su ejército estaba en franco retroceso y, en vez de atacar con algo de orden el flanco acadio, se limitaron a retroceder entre los árboles y huir.

La batalla volvieron a ganarla los acadios, aunque de nuevo a costa de grandes pérdidas. Naram-Sin hizo que unos cuantos soldados se internaran en el bosque, en contra de la opinión de Shamum, que era consciente de que entre los árboles, esos soldados no podían pelear apoyándose unos a otros. Por culpa de ello sufrieron bastantes bajas luchando contra los marhasitas que huían. Aquellas muertes pudieron evitarse y debieron servir para que Naram-Sin cayera en la cuenta de que sus soldados eran invencibles en la llanura, pero vulnerables en medio de un bosque.

El ejército acadio ocupó sin lucha la ciudad de Awan y Naram-Sin hizo que Helu, el joven hijo del rey Hisepratep, firmara un nuevo tratado de paz. En ese tratado se incluyeron toda una serie de condiciones que convertían a los elamitas, de hecho, en un brazo económico al servicio del reino de Akhad.

El texto, del que me enteré meses después, constituía una humillación para aquel pueblo:

“Escuchad oh, dioses, Binikir, Bahakipip, Huban, Aba, Zit, Nahiti, Insunisak, Simut, Sirnapir, Husa, Uggabna, Imitki, Hutran, Mazi, Ninkarak, Narunte, Humrak, Ruhushna y Ruhusa. Yo Helu, rey de Awan y hermano de Naram-Sin, rey de Akhad y de las cuatro zonas del mundo, proclamo que el enemigo de Naram-Sin es mi enemigo, y el amigo de Naram-Sin es mi amigo. Se reforzará el ejército de Naram-Sin con una ofrenda y noche y día rogaremos por Naram-Sin. Dioses y diosas regidores, sed testigos de que acepto a las tropas de Naram-Sin en mi palacio, el ejército enemigo es ahora mi amigo, y las tropas de Akhad serán tratadas como las de Elam, por su hermano Helu, el que ruega día y noche por Naram-Sin. Dioses y diosas regidores, sed testigos de que hago entrega al ejército de Naram-Sin de alimento para su vuelta, y ruego al rey de las cuatro zonas que nos haga entrega de una efigie suya ante la que tomaremos decisiones que nunca serán desfavorables a Akhad. Dioses y diosas regidores, sed testigos de que colocaremos la efigie de Naram-Sin en el interior de uno de nuestros templos, y la proveeremos de alimento y la honraremos. Dioses y diosas regidores, sed testigos de que ordené someterse a mis tropas, ordené someterse los trabajos de mi reino, y que entregaré mi futuro primer hijo como rehén. Dioses y diosas regidores, sed testigos de que ordeno honrar a Naram-Sin, y que sus efigies sean honradas, y su reino sea honrado...”

No hizo falta atacar al pequeño reino de Namar. Su rey, Sadarmat, envió embajadores y regalos, y aceptó todo aquello que Naram-Sin decidió exigirle. Los elamitas estaban sometidos y la sombra de los montañeses se alargaba, pero Naram-Sin no supo verlo. Un grupo de 50 soldados que se internó en las montañas, más allá de las fronteras de Namar, no volvió a ser visto. El rey los tildó de desertores, pero el general y yo sabíamos que acababa de derrumbarse la presa que protegía Akhad de los torrentes de las cimas.

Asistí a la vuelta del ejército acadio una tarde calurosa, y pude admirar a Naram-Sin encima de su carro de guerra, como un dios triunfante, con una Agatima a su lado portando un manojo de mazas de bronce a su espalda y los pechos al descubierto, en su papel de sacerdotisa-guerrera.

Naram-Sin no tenía ojos más que para aquella sensual belleza que estaba a su lado, pero yo alcancé a ver a los soldados que retornaban con vendajes ensangrentados, cojeando, en un número menor que el que había abandonado Akhad semanas antes. Y vi a las madres y esposas llorando al enterarse de que sus hijos y maridos habían muerto en las batallas. Supe también de los gritos de dolor de Nippur, cuando se supo que la mayor parte de los honderos se pudría al sol en la meseta sangrienta.

Pero eso sólo era el principio. Como he dicho, con los meses fui enterándome de las condiciones del tratado y supuse muy acertadamente que, con el tiempo, me vería obligada a intervenir, aunque no sabía de qué forma. En aquellos instantes, mi mayor preocupación consistía en conseguir que el pobre general Shamum volviera a su casa a salvo después de cenar conmigo, aunque al día siguiente se levantara con una terrible resaca.

En un mundo azul oscuro
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