XXI

La siguiente visita la hicimos a la ciudad de Sippar. Reconozco que desde un principio el viaje me gustó. Nunca había estado tan al norte y la ciudad de Sippar, desde que yo poseía mis propios negocios, me resultaba un nombre mágico, casi de frontera de caravanas. Por encima de ella, y en lo alto del río, sólo quedaba Mari, y más allá, los países desconocidos que el gran señor Sargón había conquistado, con sus extrañas gentes y costumbres.

Entregamos un bello poema a Utu, y me esforcé haciendo que la atmósfera fuera mágica. Lo conseguí con la ayuda involuntaria de las sacerdotisas del recinto, que con sus kaunakes adornados con hilos dorados, refulgían al sol de mediodía mientras se realizaba el recitado. Las bailarinas eblaítas de Nippur me habían dado un par de ideas, e hice que dos bailarinas, aunque no en este caso eblaítas, evolucionaran detrás de Sharrat, mientras hacían que, con sus movimientos, grandes telas doradas tremolaran al viento. También tuve suerte ese día, pues el dios, tal vez agradecido por el bello poema que se regalaba a su recinto, hizo que una agradable brisa soplara desde poco antes de la ceremonia, lo que ayudó al espectáculo.

Y todo habría ido como la seda, si no hubiese sido porque Enheduanna se desmayó de nuevo al acabar la ceremonia. Había vuelto a quejarse de dolores en el pecho desde antes de que comenzara el acto, y el pobre Palili tuvo que hacer milagros con su maquillaje, pues sudaba copiosamente. Lo atribuimos al calor del día y cometí el error de no obligar a aplazar el recital. Tuvieron que trasladarla al giparu a toda prisa y tardó varios días en volver a estar en disposición de viajar. Durante aquellas jornadas tampoco me separé de su lecho, a veces para tomar notas con pequeñas correcciones a su Exaltación de Inanna, otras veces para obligarla a ingerir unas cucharadas de caldo, y en ocasiones, simplemente, para distraerla y que su mente se relajara. Le narraba leyendas e historias de las montañas, y alguna noche se durmió en mis brazos mientras le cantaba alguna de las nanas que mi madre me dedicaba en la niñez.

Por fin, y gracias a las atenciones de las buenas sacerdotisas de Sippar, Enheduanna estuvo en condiciones de poder volver a Ur. Entramos en la ciudad, por la Puerta de Nippur, un día tormentoso en el que unas nubes oscuras afeaban el paisaje, dándole una apariencia melancólica y temerosa. A lo lejos, en dirección de Eridu, se veían caer gran cantidad de rayos, como si los dioses del mar estuvieran furiosos. Alane acudió a recibirnos a la puerta del giparu.

—Mi Entu, debe descansar, se la nota quebrantada, y ya nos somos jovencitas — observó al ver a Enheduanna, que llevaba impresas en su rostro las huellas de su último desmayo —. ¡Sheru, mi niña! Estás consumida — me dijo, supongo que al ver que yo había adelgazado bastante durante aquellos días al lado del lecho de mi protectora.

Sin embargo, no había venido a recibirnos solamente por comprobar cómo estábamos, sino porque portaba sendos mensajes para cada una de nosotras, procedentes del mismísimo Naram-Sin. El de Enheduanna solicitaba a la Entu que prescindiera durante unas semanas de mi persona, a fin de que realizara un servicio a la corona real. En mi tablilla se me pedía que me presentara en el Palacio de Agadé, acompañada de una sacerdotisa de mi elección, con el fin de atender a un ruego personal del rey. Estaba escrita en un tono tan amable, que casi no parecía procedente de Naram-Sin.

Tuve que considerar detenidamente la cuestión de la segunda sacerdotisa, y al final opté por viajar a toda prisa a Nippur, donde le pedí a Enanedu que fuera ella mi acompañante. No podía pedírselo a Alane o a Ittibel (como me hubiera gustado) pues la tablilla del rey traslucía que se iba a producir un viaje largo, y como Alane había señalado, ya no eran jovencitas. No sólo Enanedu aceptó acompañarme, sino que se rizó los cabellos. Cuando le pregunté la razón, me confesó que llevaba tiempo considerando la posibilidad hacerse kezertu, aunque sólo fuera una temporada, pues con el tiempo había comenzado a sentir una gran admiración hacia Ittibel, y por otro lado no se sentía a gusto encerrada entre las cuatro paredes del templo.

Una vez resuelto aquel punto me trasladé, acto seguido, a Agadé.

La ciudad volvía a estar rebosante de comercio y de vida. Era de nuevo la capital de un imperio floreciente y en paz. ¡Ojalá hubiera seguido así muchos años! Dejé a Enanedu en el gran recinto de Ishtar de Agadé, donde no quise entrar, a mi vez, para no tener que aguantar a Agatima, y me dirigí sin demora al palacio real.

Mi reunión con Naram-Sin se celebró en el patio donde nos habíamos conocido años atrás, bajo el peral. Supuse que el asunto debía ser muy reservado, para que la reunión se hiciera en los jardines de su esposa. Por otra parte, en la galería del segundo piso vislumbré la figura de cuatro soldados, lo que indicaba que el acceso al patio estaba controlado. Nos acompañaba Apiyatum, que tomaba notas en una tablilla de vez en cuando. No dejé de notar que mantenía su actitud de intentar pasar desapercibido. Si hubiera sabido que yo conocía un secreto suyo, no habría estado tan tranquilo. Naram-Sin, como siempre, no se anduvo por las ramas.

—Te he mandado llamar para que me hagas un pequeño favor — dijo, lo que me hizo gracia, pues en palabras de Naram-Sin, “pequeño favor” solía equivaler a enfrentarse a un ejército con un garrote de caravanero.

—Si ello sirve a los dioses y al reino, estaré encantada de ser útil — contesté con prudencia.

—Cierto, no olvido que fuiste útil anteriormente, y que has realizado pequeños actos al servicio de la corona que me han reportado ligeras ventajas — asintió el rey con su típico aire de suficiencia.

Reconozco que me hizo gracia que se refiriera con “ligeras ventajas” a hechos como el de salvar su capital y conseguirle dos grandes ciudades sin derramar una gota de sangre. Pero era consciente de que el rey había aprendido cumplidamente el arte de la propaganda, y a fin de cuentas era culpa mía, así que asentí en silencio. Naram— Sin prosiguió: «Los reinos elamitas se revuelven en las montañas. Tenemos un pacto de hermandad con Awan, pero no creo que tarden en romperlo, pues seguramente están estableciendo alianzas entre ellos que no nos son favorables».

—Recuerdo, mi señor — intervine yo —, que cuando los de Awan fueron derrotados, el general Shamum me expresó sus sospechas de que, tal vez, disponían de algún aliado secreto.

Naram-Sin asintió.

—Cierto, el general lleva tiempo advirtiéndome sobre ello. ¿Lo ves Apiyatum? — Preguntó volviéndose hacia el aludido, que siguió tomando notas con su actitud imperturbable —. Te advertí que esta sacerdotisa siempre tiene un oído abierto para las cuestiones políticas y no sólo para las teológicas. Es montañesa, y los montañeses miran siempre más hacia las llanuras que hacia el cielo.

Supongo que debería haberme molestado un poco aquella observación, pero me limité a asentir de nuevo. Empezaba a sentir curiosidad y quería ver dónde acaba todo aquello.

—Sólo recuerdo comentarios que, a veces, llegan hasta mis oídos, mi señor — dije.

—Bien, pues eso nos favorecerá. Desearía que viajaras hasta esa zona. Eres sacerdotisa, y puedes buscar el pretexto de un viaje de contacto con algunos templos de por allí. Me interesa, sobre todo, que visites Awan y Namar. Quiero saber qué se proponen y las relaciones que hay entre ellos.

—Haré entonces ese viaje — acepté, intentando que mi voz no dejara traslucir la preocupación que me invadía —. ¿Debo suponer que se prepara una guerra?

—¡No, por supuesto! — Negó efusivamente Naram-Sin —. Sólo me propongo averiguar a qué atenerme. Ya nos traicionaron anteriormente y no deseo que suceda de nuevo. Esa vez pudo explicarse por las maniobras políticas de Iphur-Kish, pero ahora...

Asentí de nuevo y con ello cometí un error. No debí fiarme de Naram-Sin, pero aún era novata en aquellos asuntos.

El rey me invitó a cenar, pero rechacé el convite alegando que el viaje era largo y debía acelerar los preparativos. No quise permanecer en Agadé más tiempo, pues la atmósfera de intrigas, en cuyo centro se encontraban Agatima y Apiyatum, me ahogaba. Así que Enanedu y yo volvimos a Nippur, aunque no sin despedirme antes del general Shamum, el cual sólo me dio un consejo para el viaje que resultó ser sumamente útil, como todos los que me había obsequiado durante años.

—Eres inteligente, y compasiva — me dijo —. Pero para este viaje necesitarás algo más: debes aprender a ser despiadada. No te detengas ante los obstáculos, pues puede que tu vida dependa de ello. Las montañas son peligrosas, y tú debes ser como ellas.

—General, yo...

—No, muchacha — me interrumpió adivinando lo que iba a decir —. Admiro ese generoso corazón tuyo, pero he visto tus ojos tras las batallas en que hemos estado juntos. Aunque lo intentes no puedes negar tu naturaleza de montañesa. Tienes la capacidad de dar patadas contra las paredes, y debes aprender a dejar que esa capacidad surja de vez en cuando. No te aconsejo que hagas arder el mundo con tu furia, sino simplemente, que aceptes de una vez que mataste a dos hombres de forma justa, y que lo hiciste cumplidamente y bien.

—Lo tendré en cuenta, general — le dije sonriendo. Él se me quedó mirando unos instantes, y luego me acompañó en silencio hasta las puertas de la ciudad. Antes de separarnos me pidió que saludara “a quien yo sabía”. Luego añadió:

—Eres como ella. Tienes esa misma mirada y vuestros corazones se parecen. Bebéis del mismo fuego divino y camináis con los mismos pasos. Pero a ella le entorpecía una diadema, y tú, en cambio, la portas como un vulgar adorno que arrojarías al lado del camino sin remordimientos. ¡Tal vez Inanna es más sabia de lo que pensamos...!

—Seguiré sus consejos, general. Intentaré ser... despiadada, y morderé toda mano que se me acerque.

—Harás bien, jovencita — me dijo con una gran carcajada —. Sé de uno que ya te perdonó el mordisco.

Con aquellas palabras nos despedimos y me dirigí con Enanedu a Nippur. Por el camino le conté nuestra misión, lo que en cierto modo la ilusionó pues, al contrario que yo, ella nunca había viajado más allá de Agadé o Ur. Decidimos que no sólo viajaríamos como dos sacerdotisas que establecen relaciones de amistad con otros cultos de las montañas, sino que también aprovecharíamos para establecer contactos comerciales. Y en este caso concreto, estuve inspirada, pues antes de abandonar Nippur solicité una entrevista con Gemezida, en el transcurso de la cual, aparte de confesarle mi misión (con la que ella estaba totalmente de acuerdo), le pedí que refrendara cualquier acuerdo comercial que yo estableciera durante el viaje. Mi petición dejó a Gemezida un tanto perpleja.

—¿Por qué recurres a mí, muchacha? — Me preguntó.

—Por la misma razón por la que le he informado de mi viaje, mi Entu — dije —. Sois Ninlil, y vuestro marido es el dios más grande del panteón. Es justo que se os informe de algo tan importante para el reino como esto. En cuanto a los acuerdos — añadí — pienso que Nippur es el lugar ideal para recibir las mercancías.

—Pero ello implicará que el recinto sagrado se lleve un tanto por ciento de todas las operaciones comerciales.

—Con ello contaba, mi Entu — asentí —. Tal como yo lo veo, prefiero que sea el recinto quien dirija esas operaciones, que el Palacio de Agadé.

—¿Tiene esto que ver con lo que Enheduanna y yo hemos hablado, anteriormente, acerca de lo que está sucediendo con los templos asociados a los recintos?

—En cierto modo no, y en cierto modo sí — reflexioné unos instantes acerca de ello —. Si el volumen de comercio aumenta lo suficiente, no hay duda de que la balanza se desequilibrará en dirección favorable al recinto de Nippur, y en detrimento de quienes están inundando de plata los pequeños templos asociados. No es mi objetivo principal, por tanto, pero como objetivo secundario, es apetecible.

—¿Y por qué deseas, en suma, que refrende los acuerdos? — Inquirió la Entu —. Podrías realizarlo, simplemente, pagando los impuestos correspondientes. De esta forma pierdes un tanto por ciento en cada operación realizada.

—Porque sois una Zirru, y vuestro sello jamás podrá romperse — indiqué.

Gemezida permaneció en silencio unos instantes mientras me miraba fijamente, con una sonrisa irónica en los labios.

—Tal vez me equivoqué al juzgar a las montañesas — dijo al fin —. No eres ninguna tonta. Enheduanna vio algo en ti, que yo aún no veo, pero empiezo a sospechar que está allí, en algún lugar. Supongo que eres consciente de que esto nos convierte virtualmente en socias, y que si pongo mi sello en esos acuerdos, exigiré poder dar mi veto o supervisarlos.

—También contaba con ello, mi Entu — reconocí —, y jamás he dudado de su sabiduría.

Gemezida asintió a su vez.

—Bien — decidió —. Haré que te entreguen una tablilla con el acuerdo sellado. Una copia será depositada en nuestros archivos, y te llevarás otra copia a Ur, para que sea custodiada por Enheduanna, en la cual confío más que en ti. No me parece mal tu idea.

Se levantó y dio por terminada la entrevista, aunque añadió algo antes de salir:

—Eres prudente — dijo —. Sabes cubrirte las espaldas, lo que no es una mala virtud para una montañesa.

Me quedé sorprendida, pues aquello sonaba descaradamente como si me hubiera dedicado un elogio. Tal vez hubiera pillado a Gemezida en un día en el que estaba con la guardia baja.

* * *

Retorné a Ur acompañada de una exultante Enanedu, la cual había recibido el permiso de su templo para dedicarse a la labor de kezertu. Antes de salir de Nippur, ambas nos despedimos de Enlilbani e Iltani, la cual estaba de nuevo encinta. Enlilbani me hizo entrega de unas cuantas tablillas que me enviaba Sharkalisharri, el cual había tenido noticias de mi misión por intermedio de su padre. Se trataba de informes acerca de los reinos elamitas, sobre todo apuntes sobre su religión e historia que decidí leer durante el viaje. Me resultaron muy útiles en aquella aventura, y Sharkalisharri hizo con ello honor al agradecimiento que me tenía.

En Ur le conté a Enheduanna la misión que me esperaba. Se encontraba sentada, aún convaleciente del viaje a Sippar, y envuelta en una piel, pues el atardecer se presentaba un poco fresco y la temperatura comenzaba a afectarla. Tras escuchar mi informe, Enheduanna tomó la tablilla sellada por Gemezida y me dirigió una mirada sonriente. Se levantó e hizo que le acompañara a la terraza, haciendo caso omiso de mis protestas por el frescor del atardecer. Una vez allí miró en dirección a las montañas y permaneció un rato en silencio, como recordando otros tiempos y otros lugares.

—Fue aquí donde me lo pediste aquella noche, ¿recuerdas? Una extraña petición hecha por un “espíritu” que asustaba a los soldados de la guardia... Te has convertido en una sacerdotisa inteligente, Sheru — me dijo al fin, con un tono de voz que no logré interpretar muy bien, pero que me llenó de alegría.

—Espero haber satisfecho sus expectativas, mi Entu — dije.

—Siempre lo has hecho, muchacha, y eso me desasosiega a veces. Actúas como si tuvieras una deuda conmigo, y no es así. La deuda es con los dioses. ¡Yo soy quien debería agradecerte a ti tantas cosas...!

—Siempre hay deudas, mi Entu, y yo las pago cumplidamente. Es mi sangre montañesa.

—Yo sí que tengo una gran deuda contigo — me dijo mientras volvía a acariciarme el cabello, tal como hacía de vez en cuando desde que era una niña —. Una deuda que no puedo pagar aún, y eso me corroe por dentro, como el peor de los venenos.

—Mi Entu, no hable así — protesté —. Ha hecho tanto por mí en estos años, que necesitaré varias vidas para devolver lo que he recibido.

—¿Sabes? Algunas veces me sorprendo a mí misma deseando que hubieras sido acadia, pero luego lo pienso mejor y reconozco que nunca hubiera preferido que fueras distinta a como eres. Sigo sin saber qué pensaron hacer contigo los dioses, es un mensaje que se oculta para mí tras una cortina de negrura que no puedo apartar, pero sé bien lo que me hubiera gustado... y lo que nunca fue... — Pareció desechar una idea repentina y se volvió hacia mí con una sonrisa —. Si el mundo debe cambiar, no se me ocurre mejor mujer para llevar las riendas del carro.

—No os entiendo, mi Entu.

—Nací siendo hija de un gran rey, tal vez el más grande que han visto los tiempos. Llevo, pues, sangre de un conquistador en mis venas... pero tú... Sospecho, mi niña, que a ti te han elegido, no para conquistar reinos sino para iluminar con tus ojos tiempos oscuros. Cuando el viento sople y la tormenta ruja, estarás en lo alto sonriendo, y acogiendo bajo tus alas a todos los que desean guardar en sus corazones la esperanza.

Esas palabras me asustaron un poco.

—Una vez me dijeron algo parecido, mi Entu — dije mientras recordaba mi última charla con Amar-Enlil.

—Pues te lo debió decir alguien sabio, pero me da miedo tu destino, muchacha.

—¿Por qué, mi Entu?

—Porque conquistar reinos es fácil, pues basta con aceptar que se derrame sangre, pero ser un muro contra el que se estrelle la desesperación y el miedo, e infundir el amor por el futuro en los corazones de aquellos que te contemplan, es la más difícil de las conquistas. Tal vez, después de todo, se necesiten los poderes de los dioses de las cuatro zonas y de las montañas, unidos, para conseguirlo...

Enheduanna me hizo un gesto de cansancio, indicando que la reunión debía terminar.

—Debes salir cuanto antes. Mañana mismo, si es preciso. El viaje es largo, más largo que cualquiera que yo haya hecho nunca. Al final, somos diosas viajeras por encargo de los dioses.

Me arrodillé ante ella.

—Estaré de vuelta antes de lo que parece, mi Entu, y volveremos a viajar juntas, aunque la próxima vez no habrá que exagerar tanto.

Intenté besar el borde de su kaunake, pero no me lo permitió. Me tomó del brazo e hizo que me levantara. De repente, se abrazó a mí y estuvo así, durante un buen rato. Luego, ante mi asombro, me dio un beso cariñoso en la mejilla, siguió abrazada y me dijo al oído:

—Cuídate mucho, muchacha. Cuídate como si el mundo estuviera contra ti, y debieras sobrevivir por orden de los dioses. Este lado sería un lugar muy triste si tú no estuvieras en él, y a mí no me gustan los sitios tristes.

Respondí tímidamente a su abrazo, aunque no supe muy bien qué hacer y me retiré con sentimientos encontrados, hecha un completo lío. Por una parte, sentía que algo en Enheduanna se había revelado, algo que no entendía muy bien. Pero por otra parte, me dejó una sensación de calidez en el corazón que, sin la más mínima sombra de duda, me gustó mucho.

* * *

Salimos de Ur a la mañana siguiente.

Durante el viaje en dirección a Lagash, navegando por el canal Nanagugal, me dediqué a leer las tablillas que Sharkalisharri me había hecho llegar tan amablemente.

Gracias a ellas, supe que lo que conocía como el País de las Tierras Altas o Elam, se componía de un número indeterminado de reinos. Nadie sabía en realidad cuántos, pues ningún cabeza negra había viajado por toda aquella gigantesca región. Se conocía, sobre todo, la zona limítrofe con las llanuras, que comenzaba justo al extremo de los montes donde había nacido mi madre.

Alguno de los reinos, por tanto, eran vecinos de mis parientes gutis, con quienes mantenían un floreciente comercio. Muchas de las mercancías procedentes de las montañas de los dragones, principalmente cobre, nos llegaban a través de comerciantes elamitas, en vez de directamente de los gutis. Empezaba a entender, en parte, por qué Naram-Sin me había elegido para aquel viaje. Estaba muy claro que los elamitas se sentirían mucho más a gusto con alguien de ancestros dragones, que con una cabeza negra pura.

Se creía que existía una capital en el lejano sureste, llamada Anshan ó Anshuan. Nadie estaba muy seguro del nombre, pues no se sabía de ningún cabeza negra que hubiera estado allí, en unas tierras tan montañosas y salvajes.

La zona que a Naram-Sin le interesaba era el Awan, que tenía fronteras comunes con los territorios de la ciudad de Lagash, y que ya había sido conquistada anteriormente por los acadios. Se conocía el hecho de que, en tiempos remotos, ejércitos de awanitas habían atacado y, a veces derrotado, a alguna que otra ciudad sumeria. El gran señor Sargón, por lo visto, le dio una auténtica paliza a su rey, haciendo que el Awan pasara a ser tributario de Agadé, lo que resultaba muy importante, sobre todo por el comercio del bronce con aquella zona del mundo, que poseía algunos de los mejores artesanos de aquel metal que existían.

Otro de los reinos era Marhasi o Warakshe, conquistado también por el gran señor Sargón, por lo menos en parte, pues se pensaba que ese reino constituía la parte más lejana más allá de las montañas, en las grandes llanuras elevadas que, se decía, existían en esa zona. Muchos objetos ricos y de gran valor se comerciaban con ese reino tan misterioso.

Durante el reinado del señor Rimush, el reino de Marhasi se rebeló tras aliarse con Awan, pero el señor Rimush los derrotó en la Batalla de Entre Ríos, que se produjo cerca de la ciudad de Awan. Me informé por las tablillas, de que en esa batalla los ejércitos acadios habían llegado a estar al borde de la derrota, cuando de repente un joven oficial, al mando de su falange, fingió un amago de retirada, con lo que los elamitas abandonaron en aquel punto de su línea toda disciplina y comenzaron a presionar irregularmente; en ese momento el oficial ordenó que su falange avanzara con un esfuerzo sobrehumano, presionando una de las alas enemigas contra el río, lo que hizo que los elamitas se aterrorizaran y desbarataran, con lo que se logró rodear al resto del ejército elamita por ese flanco. Leí con una sonrisa que el joven oficial, ascendido en el mismo campo de batalla a general, se llamaba Shamum.

El señor Manishtusu había tenido sus más y su menos con los awanitas, que deseaban recobrar su independencia con ferocidad. Precisamente eran awanitas los que nos habían atacado durante la insurrección de las ciudades sumerias, y el rey Naram-Sin había firmado aquel singular tratado de hermandad con su rey Hisepratep. El pequeño reino que se encontraba al extremo de Awan, pegando a las montañas gutis, era el de Namar, y se sabía poco de él, salvo que poseía grandes yacimientos de cobre y que tenía bastantes relaciones comerciales con los gutis.

Tal y como acordé con Enanedu, la idea del viaje era reconocer Awan e intentar averiguar si Warakshe estaba en relaciones con los awanitas, pues el general Shamum sospechaba que sí, lo que no era nada bueno para los acadios, pues entre ambos podían reunir un gran ejército. Si además lográbamos aportar datos sobre el estado del reino de Namar, pues mejor aún.

Los documentos ofrecían pocas noticias sobre su religión, aunque advertían que la organización religiosa se parecía a la sumeria. No me importó demasiado, pues aquello me ofrecía la oportunidad de hacer preguntas e intentar sacar información a su casta sacerdotal. Esperaba llevarme bien con ellos.

No llegamos a entrar en Lagash, pues el nuevo gobernador nombrado por Naram-Sin, Lugal-Ushumgal, me conocía bastante, y el rey no deseaba que se me viera por esa zona y me invitara a su palacio, dado que era bien conocida su buena relación con Enheduanna. Así pues, nos desviamos hacia la frontera, a la ciudad de Pashime, en la que nos esperaba un guía contratado desde Agadé.

El guía, que se llamaba Dudu, me recordaba un poco a Akkilu. Su padre había sido elamita y su madre sumeria, y presentaba los rasgos oscuros y la nariz aplastada de muchos elamitas. Por lo demás, se comportaba en todo como un sumerio, si exceptuamos que desde el primer momento no me fie demasiado de él, no sólo porque hubiera preferido contratar yo misma al guía, sino porque había en su actitud y en su forma de relacionarse con nosotras, algo que no terminaba de convencerme, como si continuamente ocultara algún asunto poco claro, aunque intentaba parecer muy sonriente y servicial. Creo que pensé, desde el instante mismo que lo conocí, que actuaba continuamente como si su propia vida fuera una fábula representada, y aquello no me gustaba.

Se le había instruido para que no revelara nuestra naturaleza de sacerdotisas, salvo que nosotras le diéramos permiso para ello, y se dedicaba continuamente a hacer chistes groseros sobre nuestra secreta condición, como si tuviera mucha gracia que él lo supiera y nadie más. Sobre todo, era especialmente grosero con Enanedu, dada su actividad de kezertu. Conmigo parecía tener más reservas, lo que al principio me hizo creer que me respetaba, y demasiado tarde descubrí que, simplemente, tenía una misión relacionada conmigo que cumplir.

Permanecimos en la ciudad de Pashime una semana, mientras comprábamos onagros, asnos y diversos elementos para el viaje. En dicha ciudad existía una fábrica de cerveza, cuya fama igualaba a la de Ur, así que no dejé de visitarla. Cuando me presenté como qadishtu de Ur, los capataces se desvivieron por enseñarme todas las instalaciones, aunque con cierta gracia por mi parte, no dejé de notar que en las salas de fermentado, ocultaban disimuladamente sus procedimientos secretos, lo que me pareció completamente lícito. Estaba segura de que Enheduanna jamás les habría revelado nuestros propios secretos acerca del fermentado con aceitunas, por ejemplo. Pero no dejaron de ser extremadamente corteses. Uno de los capataces, incluso, me proporcionó buenos consejos acerca de lo que iba a necesitar para mi viaje a Awan. Entre los objetos que me aconsejó adquirir se encontraba algún puñal, cosa que hice cumplidamente, adquiriendo una buena daga de bronce elamita, que conservo hasta el día de hoy, y que me hizo buenos servicios en el viaje. Me informó también de que a las mujeres elamitas les gustaban mucho los adornos coloridos, asunto del que tomé nota mentalmente.

El mercado de Pashime, para ser una ciudad relativamente pequeña, era muy rico, pues se juntaba en ella la ruta de caravanas de oriente con la de las grandes llanuras de los dos ríos. A través de ese mercado Elam adquiría cebada, sebo, harina de diversos cereales, trigo, dátiles, queso y diversos ungüentos corporales y medicinales, que eran muy apreciados en lo alto de las montañas. En dirección contraria, procedente de Elam, se comerciaba sobre todo con animales, como osos, perros y ovejas, así como piedras exóticas como esteatita, clarita y ágatas.

No desaproveché el viaje, así que Enanedu y yo establecimos buenas relaciones con un gran comerciante de cebolla-chalote elamita, otro de lapislázuli, y otro de perfumes de calidad y aceites esenciales para masajes.

Con el comerciante de lapislázuli congenié inmediatamente. Una de sus abuelas había sido dragona de montaña, con lo que di a conocer mi condición, ganándome sus simpatías. Aproveché la coyuntura para enterarme de cómo distinguir el lapislázuli falso del verdadero. De esa forma, a lo largo de una interesante mañana, nos hizo visitar con él unos cuantos talleres de artesanos conocidos suyos. Mientras Enanedu se probaba muestras de todo tipo (y adquiría algún que otro collar), yo aprendí a distinguir la textura y el peso de la piedra; a comprobar la cantidad exacta de veta dorada que debía tener, e incluso, me informé sobre técnicas más sofisticadas, como aquellas con las que se teñía una piedra porosa de menor calidad con polvos de azurita u otros parecidos. Para ello se colocaba la piedra y los polvos en un recipiente cerrado, que se mantenía durante más de un día junto a un fuego muy fuerte.

El pretexto que puse para aprender, fue que en la zona de Ebla podría haber mercado para joyas falsas de lapislázuli, entre personas que desearan lucirlas a modo de imitación más barata. Aquello satisfizo a nuestro contacto y nuevo suministrador, pues nunca había comerciado con Ebla, y no le disgustaba la idea de ampliar ventas hasta aquel lejano lugar. Obviamente, en cuanto volví a Ur, pude comprobar que, tal y como sospechaba, el sello de Apiyatum que yo poseía, era el auténtico.

Siguiendo la costumbre de mi padre, repartí pequeños regalos a modo de pacto de amistad, y el truco funcionó tan bien que el comerciante de perfume nos invitó a cenar en su casa, donde pernoctamos la noche del último día en Pashime. Nos obsequió con una cabra montañesa asada, la cual yo no había probado nunca, y que encontré exquisita. Le habíamos regalado varios collares de cornalina hechos en Uruk, así como una partida de tortas de dátil de la misma ciudad, que eran muy apreciadas. Durante la cena, su mujer y su concubina lucieron con alegría los collares, y por la expresión del comerciante supe que habíamos acertado.

Allí mismo firmamos el contrato comercial, que redactamos en los términos que había acordado con Gemezida, haciendo que el recinto sagrado de Nippur apareciera en el contrato, lo que hizo que el comerciante quedara francamente impresionado. Me di cuenta de que había tenido una buena idea con aquello, pues no era lo mismo viajar hasta el extremo del mundo para firmar un contrato comercial con alguien, de parte de dos mujeres solas, que hacerlo con el apoyo de un recinto sagrado.

Fue esa semana cuando Enanedu y yo creamos las bases del comercio que actualmente realizamos con cebollas, lapislázuli y perfumes de Elam, y que tan buenos dividendos nos permite conseguir. Otros productos se han unido con el tiempo, pero aquello fue y sigue siendo la base de nuestros intercambios. Debo añadir que ninguno de esos comerciantes con los que establecimos relaciones, ha dado motivo de queja hasta el día de hoy, supongo que gracias también al apoyo del recinto de Nippur y su influencia, que se extendía incluso más allá de las montañas, como tendría ocasión de comprobar.

* * *

El viaje propiamente dicho comenzó a la mañana siguiente, cuando partimos con cuatro onagros cargados de pequeñas mercancías, y nuestros sufridos asnos, en dirección de Awan. Casi todo el viaje en la llanura lo hicimos siguiendo el curso de un pequeño río, acercándonos poco a poco a las montañas, que cada día se veían más cercanas y más altas, haciendo que me invadiera la nostalgia mientras pensaba en aquellas otras que habían visto nacer a mi madre.

En esa parte del viaje, Dudu no me dio demasiados motivos de queja, salvo porque a veces intentaba dilatar el mismo con pretextos de lo más variopinto, a lo que yo hice poco caso, pues deseaba acabar el viaje antes de que comenzara a estropearse el tiempo con la llegada del invierno. No me agradaba subir a las montañas con lluvia y frío. Nuestros recientes amigos nos habían aconsejado hacer la travesía lo antes posible, así como contratar tres o cuatro escoltas. A Dudu no pareció gustarle la compañía de unos mercenarios, pero tuvo que aguantarse, pues los eligió el comerciante de perfumes. Desde el primer instante me gané su respeto pagándolos un precio justo y puntual en anillos de plata, así como realizando de tarde en tarde, a la luz de la hoguera, alguno de mis trucos de las montañas, lo que me hizo adquirir a sus ojos un aura casi mágica. Supongo que desde ese día están convencidos de que las sacerdotisas sumerias pueden realizar milagros. En todo caso, sólo nos iban a escoltar hasta Awan, donde tendríamos que buscarnos una nueva escolta.

Cuando llegamos al pie de las alturas, nuestro guía se reveló bastante útil, pues conocía los pasos para llegar a lo alto de los montes. Antes de llegar allí atravesamos densos bosques de bellísimos cedros, que cuando comenzamos a subir, fueron dando paso a olmos junto a los riachuelos que encontrábamos, y sobre todo, pinos, que perfumaban el ambiente con un aroma que me resultaba familiar y desconocido a la vez. Sólo una de las mañanas, al levantarme, y tras haber soñado con él, caí en la cuenta de que ya conocía aquel olor a madera de pino. Era el mismo que el tío Ektir despedía al llegar de visita de las montañas. De niña no había conocido de dónde procedía aquel aroma, pero ahora lo sabía: se trataba del olor de los árboles de las laderas, de las piedras monumentales, de los arroyos salvajes donde el agua se desplomaba en pequeñas cascadas...

Enanedu se reía de mí, pues aseguraba que acabaría por transformarme en dragona y echar a volar. Pese a todo, reconozco que sentía una gran felicidad por estar en esas montañas.

Tras dos semanas subiendo, alcanzamos las cimas, y los bosques de pinos dieron paso a grandes praderas cubiertas de hierba y grandes rocas. En un terreno como ése los onagros caminaban más rápido, aunque nosotras sufrimos los primeros días la sensación de que nos oprimían el pecho con una mano invisible.

—Es la mano de los dioses — nos explicó Dudu —. Ellos la colocan en tu pecho para advertirte de que puedes subir, pero no en exceso. Si subes demasiado te castigarán.

—¡Conozco la historia! — Exclamé con alegría. Dudu me dirigió una mirada suspicaz y luego se dedicó a sus cosas, pero esa noche le narré a Enanedu la leyenda de los hombres que subieron a los cielos, y de cómo los dioses les llenaron la cabeza de abejas.

—Ahora sé por qué Naram-Sin te ha elegido para esta labor — aseguró Enanedu con voz queda, para que Dudu no supiera que teníamos una misión paralela a la meramente comercial.

—¿Por qué?

—Pues porque eres la única persona entre ambos ríos que, no sólo subiría a darle la mano a los dioses, sino que además, creo que te perdonarían por ello.

Reflexioné durante la noche sobre esas palabras, y no quise advertirle a mi amiga que la leyenda significaba que hay que pagar por todo en esta vida, y que yo no estaba segura de poder pagar tantas deudas.

El camino transcurrió con cierta tranquilidad, y llegamos a la ciudad de Shushan, que estaba en las cercanías de la capital, Awan. Nos alojamos en unos corrales de las afueras y descansamos en ellos durante dos días, mientras yo hacía recuento de nuestras mercancías e intentaba pensar en los posibles lugares que visitaríamos. Tenía claro que deberíamos localizar los templos principales y entablar relaciones con el alto clero, así que preparé mis ropas, y Enanedu las suyas, a fin de revelarnos, convenientemente, como sacerdotisas.

La segunda noche, me levanté mientras Enanedu dormía, pues los nervios no me dejaban dormir, y me acerqué al cercado para controlar los animales. Nada más salir del cobertizo donde ambas dormíamos, descubrí que Dudu no estaba en su lecho. Busqué por los alrededores y distinguí dos sombras tras una de las cercas de piedra. Escuché susurrar a dos voces, una de las cuales era indiscutiblemente la de Dudu. Ambas voces hablaban en elamita. Mi conocimiento del idioma no era lo bastante bueno como para seguir toda la conversación por entero, aparte de que debían usar palabras de algún dialecto distinto al de Akkilu, con sus particularidades lingüísticas. Sin embargo, lo que pude entender me llenó de preocupación. Dudu daba instrucciones a su interlocutor para que avisara a palacio de nuestra llegada. El rey iba a ser informado de que viajábamos hacia allí, aunque no me pareció que Dudu le contara nada acerca de nuestra misión, lo que significaba que, o bien el guía aún no sabía nada sobre ella, o que tenía algún extraño objetivo en mente. Se confirmaba, en todo caso, que Dudu no era alguien en quien confiar.

Por la mañana le confesé mis sospechas a Enanedu, así como lo que había logrado comprender de la conversación.

—¿Sabes hablar en elamita? — Me preguntó mi amiga con un gesto de estupor en el rostro.

—Te recuerdo que tuve un amigo elamita — le advertí.

—¡Sí, claro, pero...! — Enanedu se encogió de hombros, pues aparte de que nunca había entendido que tuviera amistad con un esclavo, tampoco entendía que me molestara en aprender su lengua —. ¡Bueno, da igual! Lo que importa es que ellos no saben que tú comprendes su idioma.

—Eso está claro, y procuraremos que no se enteren de ello. Si esto va a ser una pequeña batalla, haremos que sea nuestra baza secreta.

—Me parece buena idea,

—Aunque te advierto que tampoco lo conozco tanto como para seguir por entero las conversaciones. Supongo que si me aplico a ello, en estos días aumentaré mis conocimientos, pero en todo caso, no sé leerlo, aunque escriban en cuneiforme como nosotras.

—Pues eso es un problema — opinó Enanedu —. Voy a tener que empezar a hablar más a menudo con los esclavos.

—No se fiarían de ti — aseguré yo.

—¿Por qué? Ya no soy hija del gobernador.

—No, pero eres demasiado bonita. Las mujeres bonitas no son de fiar. Eso lo saben hasta los esclavos.

Enanedu me dio un pescozón y se partió de risa, aunque no dejé de notar que estaba nerviosa, pues bien sabía yo que al día siguiente debíamos representar nuestros papeles de sacerdotisas, y a ella le tocaba el más vistoso de kezertu.

A pesar de todo, Enanedu había sido educada en un palacio como una mujer de mundo, así que en ningún momento tuve dudas de que mi amiga se desempeñaría con soltura y lo haría a la perfección.

* * *

Tardamos dos días más en llegar a Awan, y el terreno se elevó un poco, aumentando las grandes agrupaciones rocosas en número y tamaño, lo que ralentizaba algo nuestro avance. Finalmente descubrimos la ciudad desde lo lejos, pues se levantaba en un altozano y constituía una gran fortaleza natural. Antes de llegar a ella habíamos pasado por el antiguo campo de batalla donde el general Shamum había ganado su título de general, y me estremeció saber que pisábamos un lugar que estuvo cubierto con cientos de cuerpos ensangrentados.

Al observar Awan me pregunté cómo era posible que hubieran salido a campo abierto a recibir al ejército acadio. Dentro de aquellas murallas hubieran podido tener a raya a dos ejércitos enteros. Supuse que, en la cadena de mando elamita, alguien no estuvo ese día muy inspirado. Justo a las puertas de la muralla pagamos por última vez a los miembros de la escolta, y nos despedimos de ellos.

Entramos en la ciudad y nos alojamos en lo alto de una taberna, cerca del palacio real, a pesar de que no teníamos intención alguna de visitarlo, pues supusimos que dada la cercanía, aquel establecimiento sería de más calidad y confianza. No nos sentimos demasiado extrañas, aunque las ropas eran un poco distintas entre esas gentes, sobre todo entre las mujeres, que llevaban kaunakes con adornos excesivamente coloridos y distintos a los que era costumbre llevar entre los dos ríos. Cenamos en la planta baja, rodeadas por comerciantes y clientes de todo tipo que no nos prestaban demasiada atención, pues estaban acostumbrados a ver viajeros de toda índole.

Mientras hablábamos no aparté el oído de las conversaciones que nos rodeaban. Gracias a dos de ellas, en particular, pude enterarme de que los oriundos de Marhasi acostumbraban a llevar pendientes tanto en orejas como en la nariz, de lo que tomé nota mental inmediatamente. Muchas de las charlas me resultaron incomprensibles, pues claramente los idiomas eran de pueblos de más allá de Elam, y no reconocía ni una sola palabra. Otras conversaciones, en cambio, me resultaron más familiares. Algunas, incluso, demasiado.

—Somos las prostitutas acadias, Enanedu.

—Sólo yo, Sheru —, me indicó mi amiga con ironía —. La kezertu soy yo, no intentes darte más categoría de la que tienes.

—No me entiendes — susurré —. Así nos han llamado esos dos individuos que se sientan cerca de la puerta. Uno de ellos está allí para vigilarnos con órdenes de palacio. El rey Hisepratep ya sabe que hemos venido. Nuestro amigo Dudu, ya sabes...

—¡Bonita situación la nuestra, con un traidor como guía!

—Seguramente. Pero eso no me preocupa demasiado. Lo que me llena de sospecha es que fue contratado desde Agadé. Me pregunto quién lo hizo, y si sabía que era un espía.

—¿Un espía de los elamitas?

—O de ambos —. Permanecí en silencio un rato, mientras saboreaba con aire distraído los restos de la pata de cabra que nos habían servido.

—¿En qué piensas? — Insistió mi amiga —. O mejor dicho, ¿en quién piensas?

—En el ministro Apiyatum. Su padre era elamita.

Enanedu abrió los ojos con sorpresa, así que le conté la historia que me había narrado Kitudu en la biblioteca de Ur.

—¿Un ministro del rey es un traidor?

—No necesariamente, pues puede tener otros intereses. Yo no lo veo nada claro de momento.

Ante estas noticias Enanedu también cayó en un triste mutismo y permanecimos en silencio el resto de la cena.

Dedicamos tres días a visitar el mercado y pasear por la ciudad. Observé que, al contrario que en las ciudades sumerias, los artesanos no se agrupaban por oficios, sino que permanecían revueltos creando un cierto caos que me resultó divertido. Gran parte de ellos eran artesanos de la madera, destacando los constructores de carros y arreos para los mismos. También vi una gran cantidad de puestos de plantas aromáticas y medicinales, lo que hizo que me detuviera ante ellos bastante rato, pues muchas de ellas eran desconocidas para mí, y despedían aromas que jamás había olido. Uno de ellos, que era un polvo amarillento-anaranjado, al que llamaban cúrcuma, me agradó especialmente. Me contaron que con él se fabricaban tintes y que mezclado con aceites resultaba medicinal. Decidí que tal vez algunas de esas especias pudieran interesarle a Enheduanna, de cara a crear nuevos tipos de cervezas en la fábrica de Ur, así que compré pequeñas cantidades de cada una, así como otras de tipo medicinal.

Por lo demás, el resto del mercado se parecía a los nuestros, si exceptuamos aquel impresionante caos, y por doquier se veían animales amaestrados y sin amaestrar, joyas, telas, vegetales y comida en general; así como la típica zona para venta de esclavos, donde me asombró que ellas tenían precios que, a veces, triplicaban los de ellos, llegando a quintuplicar el mismo en el caso de aquellas que sabían bailar, lo que me permitió dedicarle un par de chistes a mi amiga Enanedu, y llevarme los correspondientes pescozones.

La mañana del cuarto día, nos vestimos elegantemente, como corresponde a una qadishtu de Ur y su acompañante, kezertu de Inanna, con los kaunakes blanco con adornos blancos y blanco con adornos azules, correspondientes a la condición de cada una, y nos dirigimos al templo principal de la ciudad.

Nos habíamos informado de que dicho templo era el de Yabru, dios supremo de los elamitas. Se trataba de un bello edificio que se levantaba encima de una plataforma, al igual que los templos sumerios. Sin embargo, no dejé de notar que el efecto de esas cuestas de la loma donde se levantaba la ciudad, producían un efecto singular. Daba la sensación, al observar el edificio desde cierta distancia, de que el templo constara de varias plataformas en vez de una, y aparentaba ser más alto. Me pregunté cómo sería un templo sumerio si se aumentara el número de plataformas. Mi mente, influida por la magia de las montañas, no dejaba de captar que el efecto podría ser grandioso, en medio de las llanuras. Desde un templo así, se podría tocar el cielo.

Nos hicimos anunciar y comprobamos con agrado que ya sabían, tal vez por algún aviso del palacio, de nuestra llegada. Nos recibió el gran sacerdote Sirudub, acompañado por la gran sacerdotisa Napirasu. Supimos así, que al igual que entre los dos ríos, en los templos de Elam se permitía a las mujeres representar a la divinidad, con lo que Gemezida andaba un poco equivocada en su percepción del mundo. Recordé que había oído comentar al entrar en la Edubba, que la Entu de Nippur había viajado a Elam, pero ahora empezaba dudarlo.

Intercambiamos todo tipo de cortesías y las dos procuramos resultar simpáticas. Tanto Sirudub como Napirasu hablaban sumerio, lo que me hizo pensar que aquellos elamitas eran bastante más avanzados en civilización de lo que los cabezas negras suponían, pues salvo yo, y lo ocultaba en todo momento, no conocía a ningún miembro del clero que se hubiera molestado en aprender elamita.

Curiosamente, escuchando a escondidas lo que se decían entre ambos, deduje que les caíamos bastante bien. También me enteré de que consideraban un gran honor, más que la visita de una qadishtu, la de una kezertu, pues en aquellas montañas el culto a Inanna tenía simpatías, e incluso aceptaban pequeños templos de la diosa en sus ciudades, tal vez por el carácter guerrero de la misma.

Sirudub, que era un hombre de mediana edad, se envolvía en una especie de kaunake-chal, como los que usan las mujeres elegantes en Sumeria, aunque en su caso lo llevaba siendo hombre. Debajo del mismo portaba una prenda con mangas, lo que ayudaba a darle algo de calor, dada la altura a la que estábamos. El kaunake de Napirasu, la cual tenía aproximadamente nuestra edad, era bastante parecido a los nuestros, aunque añadía una sobrefalda de alegre colorido con una especie de cinturón ancho de cuero a su cintura, adornado con motivos geométricos de colores, así como la típica prenda con mangas bajo el kaunake. Me pareció que el conjunto quedaba muy atractivo, y aquel cinturón le realzaba mucho el talle, y así se lo dije durante la visita, lo que claramente fue de su agrado.

El gran sacerdote me parecía tan renegrido y de nariz aplastada y ancha como otros elamitas, con una gran barba lacia, al contrario que las barbas rizadas de los acadios; pero ella era una mujer bellísima con unos ojos increíblemente grandes y bonitos, que me recordaba mucho a Ittibel, con aquella faz tostada y expresiva en la que adornaba un lateral de su nariz con un aro de cornalina y oro. Tenía un cabello negrísimo y largo, que se ondulaba de forma natural a sus espaldas. Durante el tiempo que estuvimos en Awan observé que aquello era natural entre las elamitas. Si bien los hombres no me llamaron la atención, me di cuenta de que ellas eran muy bellas, y entendí por qué las esclavas elamitas eran más apreciadas que los esclavos.

De sus conversaciones privadas, deduje que consideraban que los sumerios eran gente egocéntrica y encerrada en sí misma, y que no estaban acostumbrados a que dos miembros del clero de los cabezas negras demostraran interés por sus costumbres. Tampoco lograban explicarse el color de mis ojos (y eso que escondí mis cabellos con un turbante en todo momento) e intercambiaron varios comentarios entre ellos acerca de que yo tenía “ojos de diosa”, lo que me hizo mucha gracia, pero decidí seguir fingiendo que no conocía el elamita.

Gracias a la simpatía que nos tomaron, nos enseñaron el templo. No pudimos acceder al interior, de la misma manera que tampoco ellos hubieran podido hacerlo en un templo sumerio, pero desde fuera pudimos observar que parecía guardar cierta semejanza con los templos de las llanuras. La diferencia más apreciable consistía en que había más estatuas colocadas en lo alto de la plataforma. Se nos explicó que eran estatuas votivas de reyes, en agradecimiento por batallas u otras causas. Nosotras solíamos colocar esas estatuas en el interior de los templos, y no eran tan grandes. Se me explicó que los botines ganados al enemigo se almacenaban también en los subterráneos, pero no pude comprobarlo, por razones obvias.

Lo que, personalmente, me gustó más, fue visitar el jardín sagrado dentro de la estructura del propio templo. Me explicaron que todos los santuarios elamitas poseían un jardín semejante, en cuyo interior enterraban las cenizas de los reyes, gobernadores, generales, o gente principal según la categoría del templo. Me mostraron expresamente la tumba del fundador de la dinastía, el antiguo rey Peli. En ese instante, decidí que era el momento del toque mágico. Así pues, y ante el asombro de nuestros colegas del clero elamita, y otros que se habían unido a la comitiva en la visita a las instalaciones, hice que Enanedu sacara un bello vaso de alabastro tallado, representando escenas de la creación del mundo. Lo coloqué como regalo encima de la tumba del rey Peli y solicité permiso a Sirudub y Napirasu para rezar por él. Recibí el permiso, acompañado de sendas miradas de admiración por el gesto que aquello suponía.

Me quité el turbante dejando mis cabellos al descubierto, y recé una oración en voz alta, en acadio y sumerio, mientras dirigía sucesivamente la vista a los cuatro puntos cardinales. Los sacerdotes y sacerdotisas elamitas asistieron a la escena con estupor. Cuando terminé intercambiaron varias miradas entre ellos.

—¿Sois una montañesa? — Me preguntó Sirudub con asombro.

—Mi madre lo era — respondí.

—¿Y cómo es que una hija de las montañas llega a ser una sacerdotisa importante, en las tierras de los dos ríos?

—Yo soy lo que los dioses eligieron hacer conmigo. Simplemente, obedezco sus órdenes.

—Sois una mujer extraña entonces — dijo Sirudub —. Tal vez los dioses os hayan elegido para algo importante.

—A todos nos eligen por algo y nos colocan en lugares donde podemos crecer y ganar en sabiduría, para bien de nosotros y de aquellos a quienes representamos. Eso es así entre los ríos, y aquí arriba, en las montañas.

Napirasu sonrió. No supe hasta tiempo después que debí causarles una honda impresión, pues los elamitas tienen relaciones de comercio con los gutis, y por alguna razón indeterminada, consideran como personas mágicas que hablan con los dioses a los montañeses que presentan mis rasgos físicos.

—Me alegro de haberos conocido — aseguró —. Espero que nos acompañéis esta noche. Celebraremos una cena en vuestro honor, y acudirá el rey, que desea veros.

Decidí que iba a ser una buena ocasión para intentar averiguar aquello para lo que habíamos viajado hasta allí y, además, lo mismo hasta sacábamos algún buen negocio de todo ello.

* * *

Volvimos a la taberna acompañadas por algunas sacerdotisas de alto rango, y tras una agradable comida en su compañía, que revolucionó a todo el local, el resto de la tarde lo pasé informándome acerca de las creencias elamitas. Mientras, Enanedu era el centro de atención, debido a su condición de kezertu de Inanna, y a que hizo alguna demostración de baile eblaíta que, aunque no provenía de una experta, gustó bastante entre nuestras colegas elamitas.

Así, supe que el dios supremo, al que ese templo estaba dedicado, era Yabru. Estaba acompañado en el mismo templo por Pinikir, madre de los dioses. Otros dioses grandes en el panteón elamita eran Napirisha, del cual existía también culto en aquel templo; Hutran que era el dios del derecho y las leyes; Narundi, de la justicia, y Kiririsha, madre de los dos grandes grupos de dioses secundarios. Estos se dividían, a su vez, en los Bahahutep o creadores del mundo y la vida, y los Napratep u organizadores de la misma.

En realidad, tampoco se diferenciaba tanto del sistema sumerio, salvo que los cabezas negras habían organizado a los largo de los siglos tal desbarajuste, por culpa de los rangos y jerarquías entre templos, que ahora Enheduanna se veía obligada a reorganizarlo todo.

Cuando nombré a mi protectora, comprobé que era muy conocida en esa zona, y que tenían muy buena opinión de ella. Mi prestigio subió, como la espuma a la orilla del mar en un día de tormenta, cuando se enteraron de que era ayudante de Enheduanna. Eso me favorecía claramente a la hora de hacer negocios. Antes de acudir a la cena, Enanedu y yo nos pasamos un buen rato enseñando a las sacerdotisas el arte de tatuarse con henna, a lo que ellas nos correspondieron enseñándonos a adornarnos con cúrcuma.

Durante la cena, a la que asistieron sacerdotes y familiares de los mismos, hubo un ambiente muy amigable y distendido, en el que hablamos de historia, de recetas diversas (me enteré de un relleno especial con semillas de los pinos para hacer con asados de aves, que me dije que tenía que contar a mi amiga Agisa) y, por supuesto, de negocios.

Cuando la cena ya estaba comenzada se presentó el rey Hisepratep, al que cumplimentamos educadamente. No me impresionó demasiado, tal y como estaba acostumbrada a la figura altanera y soberbia de Naram-Sin. Era un hombre de mediana edad que parecía estar algo resfriado. No pude imaginármelo como gran conquistador al frente de un ejército.

El rey se interesó por nosotras y nuestros templos, aunque no dejé de notar que desconfiaba de nuestras intenciones. Para sorprenderlo, realicé uno de mis trucos. Tomé un bello chal de lana oscura, y lo enrollé, creando una especie de cordón ligeramente grueso. Hice un nudo, y acto seguido con un pase de mis manos el nudo desapareció. Acto seguido convertí el cordón en un bastón, para luego volver a transformarlo de nuevo en un cordón. Al desplegarlo, el chal había cambiado de color en su interior y ahora era rojo. Les causé una impresión tremenda, pues como dije, pensaban que las montañesas como yo, eran hechiceras.

—He visto realizar magia como ésa a magos de más allá de las llanuras — observó Napirasu.

—Debe haber gentes fascinantes en esa parte del mundo — dije con naturalidad —. En las llanuras sabemos de la existencia de un país, que conocemos como Warakshe, aunque supongo que debe haber más países y reyes.

—Ciertamente — afirmó la gran sacerdotisa con satisfacción —. Aunque las distancias son largas, y debemos recurrir a caravanas.

—Admiro las joyas de Warakshe, son bellísimas y presentan un trabajo muy delicado. Mi señor — me volví hacia el rey que no parecía sentirse cómodo con el rumbo de la charla —, debéis ser un monarca con mucha suerte, pues podéis relacionaros con los artesanos de aquellas tierras. ¿Tal vez podríais asesorarnos a mi compañera y a mí acerca de cómo viajar hasta allí, por si deseáramos establecer relaciones comerciales?

Tal y como suponía, el rey se puso nervioso e intentó desviar el tema.

—No sería aconsejable, pues hay muchos bandidos en esa zona, y tribus nómadas que viven del pillaje. No estaría a gusto con mi conciencia si os dejara viajar por lugares tan peligrosos.

—Sois un hombre muy gentil — intervino Enanedu, lo que hizo que el rey se hinchara como un buey cebado, y es que aquel hombre no quitaba ojo de la kezertu.

Decidí no tocar más el tema para no incurrir en sospechas, aunque tenía muy claro, viendo las reacciones del monarca, que existía algún tipo de relación entre Marhasi y Awan que excedía lo meramente comercial.

Entraron varios malabaristas con osos amaestrados, y el rey aprovechó para despedirse, alegando que andaba ocupado con asuntos personales, y que el olor de esos animales no le agradaba demasiado.

—Espero que no os moleste las prisas de nuestro rey — indicó Napirasu con una sonrisa —. De joven tuvo un mal encuentro con un oso, y además, prepara la boda de su hijo.

Aproveché el momento para hacer regalos. A Sirudub le hice entrega de un elegante faldellín de lino adornado con bordados de plata, y a Napirasu le regalé un chal-kaunake parecido al que yo había lucido en Nippur, sólo que esta vez adornado con bordados azules y largos flecos dorados y anudados. También repartimos frascos de ungüento para masajes, y algunas tortas de dátil, lo que entusiasmó a las mujeres presentes. El caso es que al acabar la noche teníamos en nuestras manos un bonito acuerdo comercial, según el cual, el recinto sagrado de Nippur pasaba a comerciar con maderas de cedro y pino, así como con lana de más allá de las montañas, a cambio de ungüentos, cebada de primera calidad, y bueyes cebados con leche para sacrificios.

Nos despedimos para volver a la taberna donde nos alojábamos, no sin que antes Napirasu y otras sacerdotisas nos saturaran de besos y abrazos (he de señalar aquí que los elamitas son bastante más efusivos en sus muestras de cariño que los cabezas negras, aunque eso ya lo sabía yo por mi amigo Akkilu), y nos pidieron que no dudáramos en pasar por allí al día siguiente, antes de irnos de Awan camino de Namar.

En el último momento, Enanedu se retrasó un poco recordándole unos pasos de baile a varias de las sacerdotisas, lo que resultó providencial, pues mientras yo esperaba cerca de la entrada del templo, sorprendí a Dudu hablando con un individuo elamita. Decían algo acerca de que “era mejor hacerlo en la calle estrecha, para que pareciera un robo”. Le hice un gesto significativo a Enanedu, y de repente, me caí “tontamente” por las escaleras de entrada y me dañé un tobillo. Los sacerdotes, rápidamente, llamaron a un sanador y se negaron a que pasáramos la noche en la taberna. La propia Napirasu nos prestó sus habitaciones en el recinto del templo para que descansara mi “dañado” tobillo. Por esa noche, habíamos salvado la vida.

Cada día tenía más ganas de intercambiar unas palabras con Dudu.

* * *

A la mañana siguiente mi tobillo se había recuperado “milagrosamente”, así que pudimos ir ya, a plena luz del sol, a recoger nuestras cosas a la taberna y reemprendimos viaje, tras recibir regalos de nuestras nuevas amigas, en dirección a las montañas, hacia la ciudad de Urua y el reino de Namar, donde se fabricaba el magnífico bronce que tanto codiciaban los acadios.

Con gran disgusto por mi parte, Dudu había contratado como escoltas a dos individuos que no me agradaron nada, pues saltaba a la vista que eran viejos conocidos suyos.

Esta vez le sorprendí, mientras aseguraban los fardos en los onagros, diciéndoles algo acerca de que “él se encargaría en las montañas”. Tomé cumplida nota de ello y decidí tener la daga a mano en todo momento.

Justo cuando salíamos de la ciudad, y casi por casualidad, conseguí la confirmación de aquello que Naram-Sin deseaba saber. En las afueras de la población se estaban entrenando un grupo de soldados awanitas. En uno de los laterales observé a un grupo de oficiales. Me llamó la atención que algunos de ellos llevaban ropas distintas a las que había visto hasta entonces, así como pendientes en las orejas y nariz. Reconocí a uno de los oficiales awanitas, que era primo del gran sacerdote Sirudub y había estado en la cena del templo, y decidí que las mejores batallas se ganan echándole desvergüenza a la vida, así que me acerqué a ellos con la más seductora de mis sonrisas interrumpiendo la marcha de los onagros, y le saludé derrochando simpatía y algunas de las mejores miradas que me había enseñado Zanka la shamhatu.

El oficial no pudo (o no quiso) fingir que no me reconocía, supongo que en parte porque le halagaba que sus compañeros vieran que se relacionaba con aquellas dos bellezas, así que correspondió al saludo y me preguntó si ya nos marchábamos.

—Por supuesto. Ha sido un viaje provechoso, en el que hemos establecido lazos comerciales muy interesantes entre nuestros dos templos. Esos intercambios no estarán sometidos a los impuestos de la corona —. Lo recalqué porque sabía que uno de los motivos de enfado de los awanitas, eran los impuestos de la corona acadia al comercio, así que supuse, acertadamente, que les agradaría esa mención.

Comprobé que varios asentían con sonrisas.

—Veo que tenéis unos soldados muy bizarros — observé.

—Por supuesto — aseguró el oficial —. Ganarían al ejército de los demonios si se enfrentaran a ellos.

—No lo dudo —dije —. Por cierto, que mi acompañante es sacerdotisa de la sagrada Inanna. ¿Permitiríais que pronuncie una oración para encomendarlos a su protección? — Pregunté yo —. Es en agradecimiento a la maravillosa bienvenida que nos habéis dado.

El oficial pareció quedar gratamente sorprendido, y lo comunicó en elamita a los demás compañeros, los cuales hicieron que los soldados formaran delante de Enanedu.

Ésta, con toda su deslumbrante belleza, de la que no quitaban ojo aquellos guerreros, realizó una breve ceremonia, en la que convenientemente descubrió sus pechos. Embobados como estaban, decidí hacer un pequeño intento.

—Observo que no todos parecen ser awanitas. ¿Sois de alguna otra ciudad? — Inquirí fingiendo curiosidad.

—Son nuestros amigos, efectivamente, y han venido para participar en la boda del hijo de nuestro rey, con la hija de su soberano — confirmó uno de los oficiales más jóvenes. El pariente de Sirudub le dirigió una mirada de advertencia y luego comentó en elamita con algo de ironía: «Más que amigos, después de la boda, aliados».

Los demás soltaron unas risitas, convencidos de que no les entendía. Yo me hice la tonta, y sonreí como quien sigue la corriente sin saber de qué va el negocio. Enanedu acabó su ceremonia.

—Bien — dijo el pariente de Sirudub —. Os dirigís, entonces, hacia las montañas. Deseo de todo corazón que tengáis un viaje agradable, y que Simut [24] os acompañe.

—Y que Inanna os acompañe a vosotros y a vuestros amigos — dije dirigiéndome a los que vestían distinto —, que los guíe allá a donde tengan que volver, sea como se llamen sus lejanas tierras.

—Marhasi — aclaró uno de ellos casi sin advertirlo. Los demás le dirigieron una mirada de advertencia, pero yo actué como si esa palabra fuera para mí una de tantas para definir el horizonte.

—El hogar siempre es lejano. Que Inanna os acompañe — repetí.

E iniciamos nuestro viaje mientras me regocijaba para mí misma. Acababa de confirmar que el general Shamum tenía razón. Awan estaba aliada de nuevo con Marhasi, esta vez por lazos de sangre, y eso no era nada bueno. Por si fuera poco, además de la involuntaria confirmación, y no sé si por un arranque de caballerosidad, o para comprobar si de verdad nos dirigíamos a Namar, el primo de Sirudub hizo que dos soldados nos acompañaran como complemento de nuestra intranquilizadora escolta.

De momento, no podíamos quejarnos.

* * *

Nos dirigimos en dirección a la ciudad de Urua, célebre por sus minas de cobre y por la fabricación de bronce. Curiosamente, según el informe que me había hecho llegar el señor Sharkalisharri, no parecía que hubiera minas de estaño por los alrededores de esa zona, por lo que éste debía enviarse desde fuera para fabricar el bronce.

Cada vez el terreno era más alto y más escabroso, aunque no con demasiados árboles, y el tiempo también era menos cálido, haciendo que un aire gélido barriera las laderas, sobre todo por las tardes, con lo que teníamos que abrigarnos y envolvernos en pieles de oveja.

Debido a ello, las noches no eran demasiado agradables, pero a mí eso me ayudaba a no apartar el ojo de Dudu. Sabía que se aproximaba el momento en que iba a actuar contra nosotras, y que no iba a dudar en hacer lo que estuviera considerando, pues como dice el refrán: “El perro siempre estropea los surcos”. Tenía claro que había tomado la decisión de que no llegáramos a Urua, y que sólo la presencia de los dos soldados le había impedido hacerlo hasta ese instante, pero por alguna razón, no terminaba de entender su juego. ¿Ayudaba a los elamitas o a los acadios? Si ayudaba a los elamitas no tenía sentido de que nos pusieran una escolta, y más aún, una improvisada.

Llegué a un acuerdo con Enanedu para que no nos sorprendiera a ambas dormidas. Siempre había una despierta vigilándolo, pero por desgracia, yo no soy una guerrera, experimentada en la vida en el campo, y aquello no bastó.

Cuando creíamos estar ya cerca de la ciudad de Urua, tras pasar dos semanas vagando por aquellas montañas, y mientras pernoctábamos en un espeso bosque de pinos, Dudu decidió actuar, y lo hizo sorprendiéndome, lo que me llena de vergüenza, pues Enanedu pudo pagar mi falta de previsión. Yo estaba convencida de que Dudu no iba a hacer nada hasta que los soldados nos abandonaran, sin caer en la cuenta de que en unas laderas tan solitarias, un hombre como nuestro guía podría encontrar recursos hasta de debajo de las piedras.

Los dos soldados, junto con los compinches del guía, fueron enviados por delante hacia un lugar donde, según Dudu, existía una pequeña cascada y un prado adecuado para pasar la noche. La idea era reconocer el lugar para ahuyentar a posibles alimañas que acudieran allí a abrevar.

Mientras pasábamos montadas en nuestros asnos por entre los espesos pinos, Dudu se detuvo para apartar una rama de mi camino, y cuando creí que iba a pasar sin problema, el miserable la soltó, golpeándome en el rostro. Me tambaleé y noté cómo me golpeaban de nuevo con algo duro en la nuca. Caí al suelo y estuve un rato aturdida, viendo las estrellas. Pero por suerte, Dudu no contaba con mi naturaleza de montañesa, dura como el pedernal.

Cuando me recuperé a los pocos instantes, y levanté la cabeza, vi que aquel canalla había tirado del asno a mi amiga, la cual se encontraba desmayada en el suelo. Por suerte para Enanedu, en vez de matarla y acto seguido rematarme a mí, se estaba entreteniendo en quitarse torpemente la ropa para violarla. Debió considerar que mientras sus compañeros despachaban a los dos soldados, él podía regalarse con un pequeño extra. Gracias a los dioses, una ciudad con locos es feliz, pero un reino con necios acaba desapareciendo.

Me levanté y me acerqué despacio, intentando no hacer ruido. Enanedu recuperó la conciencia, e intentó rebelarse, pero Dudu era un hombre fuerte y utilizaba hábilmente su peso encima de ella, con lo que logró desgarrarle las ropas. En ese instante, Enanedu descubrió que yo me acercaba y decidió ayudarme, así que fingió rendirse a lo inevitable, miró a otro lado, en parte para que su mirada no me traicionase, y en parte para que Dudu pensara que se sometía a lo que iba a llegar, y abrió las piernas. Y así, de esa forma, logré sorprender a Dudu con su miembro al aire mientras le colocaba la daga en el cuello y le agarraba con fuerza de los cabellos. Enanedu le rodeó con sus muslos ayudándome a sujetarlo.

—¿Quién te paga? — Le pregunté.

—No vas a matarme — aseguró con una risita —. Sois sacerdotisas, no soldados. Si deseas saber quién me paga, tendrás que prometerme más plata de la que me han ofrecido por tu vida.

—¿Por mi vida? ¿No por las dos vidas?

—Tu compañera es un agradable premio para mí — dijo con otra risita —. Sólo me han pagado por tu vida.

—Entonces no espías para los elamitas...

—¿Los elamitas? — Intentó soltar una carcajada, pero le tiré del pelo y apreté mi daga contra su cuello —. Esos pobres diablos no saben lo que se les viene encima.

—¿Qué quieres decir? — Inquirí.

—¿Aún no lo sospechas? Naram-Sin, nuestro señor, va a lanzar una gran ofensiva contra ellos. Sólo deseaba la confirmación de si tenían aliados o no, pero con aliados o sin ellos, nada les va a librar de que la tormenta les inunde.

—Mentiroso hasta el fin — murmuré —. Como en Umma.

—¿Quieres entonces saber quién me paga? — Insistió el canalla con su sonrisa de suficiencia.

Entonces sucedió algo que ni yo misma me esperaba. Me invadió una gran furia, por una parte al recordar a Lanusa y ver a mi amiga, aún bajo el cuerpo del traidor, con sus ropas medio desgarradas y un pecho descubierto. Bajé la cabeza y acerqué mi boca a una de sus orejas.

—Sí, quiero saberlo, pero también deseo oler tu sangre — susurré.

Dudu volvió a sonreír.

—¡No me matarás, ilusa! Me necesitas para salir de estas montañas.

—Mira mis cabellos — le dije con una voz tan fría y dura que yo misma no pude reconocerme —. Soy una montañesa... ¡Ya me ayudarán los dioses de mi madre!

Dudu tal vez supo en ese instante lo que iba a suceder, porque abrió mucho los ojos, pero no le di tiempo a hablar. Le corté el cuello de oreja a oreja, como se corta el de un animal sacrificado. La sangre salpicó a Enanedu, que comenzó a gritar horrorizada. Mantuve la cabeza de Dudu sujeta, obligándolo a echarla hacia atrás, mientras la sangre salía a borbotones de su garganta y hacía esfuerzos para zafarse. Finalmente logró soltarse de mi mano, dejando un mechón de cabellos entre mis dedos, y cayó como un guiñapo al suelo, donde se convulsionó unos instantes hasta que murió al fin.

Enanedu me dirigió una mirada cargada de terror.

—Sheru... — Murmuró —. ¿Qué te ha pasado?

—Despiadada... — Susurré mientras la daga resbalaba de mis manos ensangrentadas —. Es así, entonces...

Y me dejé caer al suelo donde, de repente, me entraron unos temblores que no pude controlar. Enanedu se acercó a mí y me abrazó. Me dio un beso sin darse cuenta de que me estaba manchando con la sangre de Dudu.

—Tranquila, Sheru — me susurró al oído, mientras me mecía como a una niña pequeña y me estrechaba contra su pecho —. Tranquila, todo ha pasado, la diosa ya no maneja tu mano. Respira, cariño, respira... Es ella la que te ha guiado... No te preocupes, yo estoy contigo...

Así pasamos el resto de la tarde y la noche.

* * *

De aquella aventura en el país de los elamitas poco más puedo contar ya.

A la mañana siguiente registramos los fardos de Dudu y encontré algo muy revelador: una pequeña tablilla en la que se encontraba impreso un sello que yo conocía bastante bien, con el dios Mushdamma junto al árbol de la vida. Así pues, el desconocido que pagaba por mi muerte era Apiyatum. Lo que no lograba entender era por qué aquel hombre deseaba hacerme desaparecer. Sólo se me ocurría que tal vez fuera por el asunto de los templos menores, si él me consideraba una gran amenaza para sus intereses, lo que no hubiera sido tan difícil. Gemezida y Enheduanna podían ser enemigos más formidables, pero yo aún era joven. Tenía lógica aquello de aprovechar el viaje para eliminar al elemento con más peligro en el futuro.

Sin embargo, me quedó en el corazón otra duda. Me pregunté si Naram-Sin no estaría también implicado en la conspiración. Conociendo su retorcida mente, la muerte de dos sacerdotisas sumerias le habría proporcionado un buen pretexto para iniciar una guerra que deseaba con todo su corazón. Aunque, por otra parte, Naram-Sin nunca había necesitado causas para iniciar una guerra.

Logramos salir de las montañas gracias a una circunstancia afortunada en la que volví a ver la mano de Inanna. Al segundo día, tras matar a Dudu, nos encontramos con un grupo de montañeses. Nos presentamos como sacerdotisas, lo que no pareció impresionarlos demasiado. Eran claramente gutis, y me llenó de satisfacción comprobar que los entendía perfectamente.

Uno de ellos, que parecía ser el jefe, se volvió hacia los demás y propuso robarnos y matarnos. En ese instante, volví a quitarme el turbante, y aprovechando que se quedaron mirando mis cabellos con admiración, dije en guti:

—¿Y dónde quedaría el espíritu de hospitalidad de los guerreros de las montañas, si hicierais algo tan poco honorable?

—¿Eres una guti? — Preguntó el que había propuesto nuestra muerte.

—¿Lo dudas acaso?

—Hemos encontrado el cadáver de un hombre a cierta distancia de aquí — anunció con algo de desconfianza —. ¿Era vuestro guía?

—Sí — dije —. Lo maté yo misma, pues quiso traicionarnos con dos cómplices. Lo hice con esta daga —. Y extraje de mis vestiduras, con toda naturalidad, el arma, y la lancé clavándola en el suelo a sus pies.

Todos soltaron una gran carcajada y sacaron dos cabezas ensangrentadas de una bolsa de piel. Por lo visto, ya no tendríamos que preocuparnos por los ayudantes de Dudu. A partir de ese momento, esos hombres que en otras circunstancias no habrían dudado en eliminarnos, nos tomaron bajo su protección.

Gracias a ellos supimos que el viaje a Urua y Namar ya no era necesario. Nos informaron de que el pequeño territorio no disponía de un ejército destacable, lo que indicaba que ni tenían intenciones belicosas, ni aliados para llevarlas a cabo.

Nos escoltaron a salvo hasta la ciudad de Der, enfrente de la ciudad sumeria de Larak. En esa ciudad existía un mercado neutral que comerciaba, sobre todo, con perfumes, aceites esenciales, animales y esclavos. Allí nos despedimos de ellos, no sin que les entregáramos varios obsequios en agradecimiento por su ayuda y protección. Me dije que, si volvía a las montañas, tendría buen cuidado en recordar que, de la misma forma que nos habían acompañado, podrían habernos matado sin vacilar. Estaba claro que mi padre tuvo mucha suerte.

El viaje desde Larak hasta Ur, donde tenía pensado escribirle un informe a Naram-Sin, pues no deseaba encontrarme cara a cara con Apiyatum, fue un poco cansado, pues quise hacerlo de forma directa sin pasar por Nippur, lo que tal vez hubiera sido lo más cómodo. Así que nos desviamos en dirección a Umma, donde pernoctamos un par de días con nuestras viejas conocidas del Templo de Inanna, y luego proseguimos viaje en dirección a Ur.

Llegamos allí de mañana, mientras la gente se comenzaba a desperezar y se dirigían hacia el trabajo diario. Inspiré aquel aire que me insufló una nueva vida. Había salido con bien de todo aquello, a fin de cuentas. Tal vez Gemezida tuviera razón y las montañesas estuviéramos hechas de otra materia, más cercana a la piedra de las montañas.

Traspasé las puertas del recinto sagrado. Al entrar me encontré con varias sacerdotisas hablando y discutiendo con Alane, así que me dirigí hacia ella con una gran sonrisa en los labios. Había pensado decirle algo divertido, pero vi en su cara una expresión que me llenó de temor. Alane me vio a su vez e inmediatamente se abalanzó a mis brazos y comenzó a llorar.

—¡Mi niña, nos han dejado solas! — Repetía una y otra vez entre sollozos sin que yo lograra comprender nada —. ¡Nos han dejado solas!

—¿Qué sucede, Alane? — Pregunté con un peso en el corazón.

—¿Es que no lo sabes? ¿Nadie te lo ha informado aún? — Negué con la cabeza —. Enheduanna, nuestra Entu, murió hace dos semanas.

* * *

Tardé unos días en digerir aquel golpe tan terrible. Enheduanna había mejorado tras mi partida hacia las montañas, pero un mes antes había cogido frío una noche que subió a la terraza. Me dijeron que desde que yo estaba fuera solía hacerlo algunas veces, cuando el cielo estaba despejado, y que se quedaba sentada mirando en dirección a Elam, y así permanecía largo rato. El relente se agarró a sus pulmones y los sanadores nada pudieron hacer por ella.

No quise llorar, aunque tenía ganas. Me negué, incluso, a visitar su tumba en el giparu, pues sospechaba que si lo hacía me derrumbaría, y me resistía a que eso sucediera. Por suerte, conté con la ayuda de Enanedu, que se quedó a mi lado; de Ittibel, que corrió al giparu al enterarse de mi vuelta; y de Agisa, que se desvivió por hacerme comer algo, sabiendo como ella sabía acerca de mis malas costumbres con el ayuno y los disgustos.

Se convocó el cónclave correspondiente, que se celebró en el Dilmún. Acudieron todas las qadishtu, sal-me y naditu de Ur. El día anterior al comienzo del cónclave hizo su entrada en la ciudad, ante mi asombro, Naram-Sin, con una pequeña escolta de soldados y acompañado de Enmenanna, la cual, como siempre, ni se dignó en saludarme cuando cumplimentamos al monarca.

El cónclave dio comienzo, presidido por Naram-Sin, en la escuela de escribas del Dilmún, tras una breve ceremonia solicitando a Enki, Nannar y Nanshe su inspiración y su ayuda. La sala se encontraba abarrotada de sacerdotes y sacerdotisas con derecho a voto en el cónclave. Yo también lo tenía, como miembro que era del séquito de Enheduanna en el giparu, aunque no dejé de notar que, posiblemente, era la más joven con ese derecho que había en la sala. El Shangu, tras unas pocas palabras, dio permiso a Naram-Sin para que se dirigiera a los presentes. Como siempre, no se anduvo por las ramas.

—Miembros del recinto sagrado de Ur que servisteis a mi sagrada tía con lealtad — dijo —. Sé que un momento como éste es difícil para vosotros. Debéis decidir quién será la diosa, quién ha demostrado cualidades que la hacen merecedora, no sólo del cargo, sino que parezca claramente señalada por los dioses para ello — el clero presente dejó escapar algunos murmullos de aprobación, pues eran unas palabras justas y sensatas. Se notaba que llevaba el discurso preparado —. Como rey os puedo presentar sugerencias y os traigo una, en la figura de mi propia hija Enmenanna. Por una parte, ha estudiado en los recintos sagrados de Agadé y de Nippur, con lo que posee sobrados conocimientos para ejercer su labor administrativa. Por otro — recordó — la corona a la que represento, desde los tiempos de mi abuelo ha sido bendecida por la sagrada Ishtar, que nos protege con su fiera mano, y ella inspiró a mi abuelo para colocar la tiara de cuernos en la cabeza de su hija Enheduanna. No hay duda de que la ejemplar vida de mi tía demuestra que la mano de la diosa estuvo en su elección — nuevos murmullos indicaron que los presentes estaban de acuerdo con ello, incluso yo —. Y pienso que si, aquella vez la diosa mostró cómo debían hacerse la cosas, esta vez hay que volver a realizarlo igual. Así pues, Enmenanna sería una buena elección, que os ofrezco humildemente.

Aquello de “humildemente” me resultó gracioso, pero en líneas generales habían sido unas palabras adecuadas, así que me dispuse a votar a favor de Enmenanna, pues estaba de acuerdo en que las decisiones de la diosa debían respetarse. Sin embargo, una sacerdotisa se levantó de improviso y pidió la palabra. Se trataba de Alane.

—Mi señor — dijo ante el asombro de todos —. Son ciertas vuestras palabras, son sabias y justas. Pero como habéis señalado, la Entu de Nannar debe reunir, no sólo sabiduría para realizar labores de administración, sino cualidades que indiquen que la mano de los dioses está sobre ella. Este cónclave, desde tiempos inmemoriales, tiene el derecho a presentar candidatas, y yo reclamo ese derecho.

—¿Y cuál es la candidata que quieres proclamar ante el cónclave? — Preguntó con estupor Naram-Sin, que claramente no se esperaba esa intervención.

—Miembros del cónclave: yo proclamo a la sacerdotisa conocida como Sheru — y me señaló.

Los murmullos dieron paso a una gran discusión. Muchos comenzaron a repetir mi nombre y a proclamarme, mientras se levantaban y me señalaban. El revuelo en la sala se volvió tremendo y hubo instantes en que apenas podía entender lo que se decía. Naram-Sin me miraba con un gesto de furia, y yo permanecía sentada. De repente pensé que no deseaba la tiara de cuernos, nunca la había querido. Había pensado votar a Enmenanna y retirarme a supervisar jardines o plantaciones para descansar por fin, trabajando con la obra de la Entu, con su Exaltación de Inanna. Me levanté, miré a mi alrededor y se hizo el silencio.

—Gracias, ahatu Alane — dije —, pero no deseo la tiara. Le pertenece a la hija del rey por decisión de los dioses.

Naram-Sin cambió su expresión de furia por una de estupor. Enmenanna me miró, a su vez, como si no me conociera. Ninkinda, la anciana sal-me, que dirigía a las qadishtu, como la decana de ellas que era, se levantó.

—No puedes rechazar la tiara una vez que se te ha proclamado, muchacha. Las proclamaciones también son inspiración de los dioses.

—No me siento preparada, ahatu Ninkinda — alegué —. Todas me conocéis. Soy joven, sin experiencia y medio montañesa.

—Cierto — intervino Naram-Sin —, es una mestiza montañesa. Los dioses no pueden elegir a alguien que procede de las montañas. Está muy claro que ellos jamás pensarían en una huérfana que ni siquiera pertenece a la familia real, ni tiene una familia o unos nombres paternos que la respalden.

—Eso no es muy cierto, mi señor — insistió Alane, volviendo a hacer que la sala se plagara de cuchicheos. La qadishtu hizo que una criada saliera un instante. Al momento, volvió acompañada de alguien a quien yo conocía bien. Se trataba del peluquero Palili, el cual llevaba un sobre en las manos. Alane lo tomó y lo levantó en alto.

—¿Reconocéis el sello que hay impreso en el exterior del sobre? — Preguntó. Ninkinda se acercó y lo examinó.

—Es el sello de Enheduanna — aseguró. Naram-Sin se revolvió inquieto en su escabel.

—De acuerdo, reconocemos que es un sobre procedente de mi difunta tía — concedió —. ¿Y qué?

Alane no pareció amilanarse.

—Mi señor, en el exterior de este sobre, que ha sido reconocido ante el cónclave, consta el sello de Enheduanna, mi propio sello y el de Palili, aquí presente —. Rompió la capa exterior de barro y extrajo la tablilla interior. Comenzó a leer:

“Yo, Enheduanna, Ningal del sagrado Nannar, mi esposo y señor; Entu y Zirru del recinto sagrado de Ur, hija del gran señor Sargón, rey de Kish, rey de Akhad y señor de las cuatro zonas del mundo; ante los testigos Alane, qadishtu del recinto sagrado de Ur, hija de Lu-Nannar y Nizatia; y Palili, peluquero de mi sagrada persona, hijo de Usmu y Humusi, declaro:

Que adopto como hija a la sacerdotisa conocida como Sheru, qadishtu del recinto sagrado de Ur, huérfana de padres, y la instituyo heredera universal de todos mis bienes y documentos, salvo lo indicado en testamento aparte, que se destinará a lo que especifico en el mismo. Si la sacerdotisa Sheru dice “ya no eres mi madre”, este contrato se romperá. Si yo digo “ya no eres mi hija”, este contrato se romperá.

Y lo sello en el año que el poema de Ningirsu fue presentado en el Eninnu. Quien dañe este contrato o lo viole, que Nannar destruya su semilla y haga desaparecer su descendencia.”

Un escándalo increíble estalló en la sala tras acabar la lectura del documento, pero yo no quise escuchar nada más. Empecé a sentirme como si el aire me faltara, no podía respirar, sólo escuchaba un rumor sordo que castigaba mis oídos como una maza de bronce. Sin hacer caso a nadie, salí del Dilmún y me dirigí corriendo al giparu, en el cual entré por la puerta trasera, y por primera vez desde la vuelta de Elam, accedí a su cementerio. Allí vi la tumba de Enheduanna, rodeada de cántaros y ofrendas. Me senté sobre la tumba y miré hacia lo alto con desesperación.

—¿Qué es lo que quieres de mí? — Grité —. ¿Qué quieres? ¡Siempre te he servido, siempre te he obedecido...! ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué...?

Y, de repente, rompí a llorar. Todas las lágrimas que no había derramado en años se desbordaron, como un aluvión incontrolable. Cuando vi la tumba comprendí que Inanna me había proporcionado una nueva madre, y que de nuevo me la había arrebatado. Me sentía triste, como aquellos días en el campo, abandonada sin una mano amiga. Ahora entendía el abrazo de Enheduanna y lamentaba no haber sabido cómo reaccionar a él. Pero sobre todo, sentía que otra vez me había quedado sola contra el mundo.

Lloré durante mucho rato, incapaz de contenerme. Lloré durante gran parte de la noche hasta que por fin, de madrugada, abrazada a aquella tumba, me quedé dormida.

En un mundo azul oscuro
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