III
Mi estancia en los jardines del templo duró, aproximadamente, dos años. Y admito que, en ocasiones, la echo de menos. En aquellos jardines asimilé todo lo que conozco sobre el cuidado de las plantas. Una cosa que me llamó la atención desde el comienzo, fue la relación que los sumerios establecen entre los árboles y los jardines o las huertas. No conciben ningún tipo de plantación, por pequeña que sea, sin que esté rodeada por árboles. Aprendí que eso sirve para proporcionar humedad y frescor a las plantas que conviven con los árboles (y también sirve para aumentar el número de frutales y, con ellos, los ingresos del templo y de sus funcionarios). Lanusa era un buen jardinero, y no estaba en ese puesto precisamente por haberlo pagado, sino por sus méritos.
Él me enseñó no solamente a cuidar las plantas, sino también el uso de las mismas, incluso algunos claramente peligrosos como, por ejemplo, la toxicidad de algunas de ellas.
Una tarde que acababa de podar los rosales e iba a retirar las ramas cortadas, Lanusa me enseñó algo que, por entonces, me pareció casi mágico. Tomó un pequeño trozo de rama que aún se conservaba verde, jugosa y fresca y me ordenó que lo siguiera. Llegamos hasta una zona de los jardines en la que había un retazo de tierra libre y despejada. Allí hizo un pequeño hoyo en el suelo y plantó la rama.
—Te cuidarás de regarlo, pero no en exceso. Y procurarás que el sol no lo agoste — me ordenó.
—¡Pero si es una rama seca! ¿Qué sentido tiene hacer eso? — Le pregunté con incredulidad, pues pensaba que se burlaba de mí, lo que no era extraño, pues desde el primer día me trataba como la persona más insignificante de los jardines.
—No está muerto del todo — aseguró él con cierto fastidio, como si le molestara enseñar algo que consideraba obvio —. El rosal es una planta casi mágica y bendecida por Abu. Mientras una rama se mantenga como ésta, mientras conserve siquiera un trozo vivo, podrás volverla a la vida, y crearás un nuevo rosal más fuerte y más lozano que el anterior, pero el proceso requiere cuidados y vigilancia.
Obedecí. Las dos primeras semanas la rama pareció que iba secándose cada vez más, hasta que apenas quedó un trocito verdoso pegado al terreno. Volví a creer que Lanusa se había burlado de mí, pero al mes de haber plantado la rama, una mañana observé que una pequeña yema había brotado en la base de la misma. Ese invierno Lanusa me hizo escarbar al pie del nuevo rosal e introducir algo de paja entre sus raíces para que el frío no lo matara. Al verano siguiente, llegó a ser tan alto como yo, pero el jefe de jardineros lo arrancó.
Este tipo de actuaciones eran típicas de Lanusa. A veces aparentaba actuar como si deseara contentarte o interesarte en algo, y luego destruía todo. Unas veces trataba a los esclavos con indiferencia y, al momento siguiente, los maltrataba de palabra (nunca físicamente) y amenazaba con denunciarlos por las razones más nimias al intendente, lo que habría acarreado un castigo a base de latigazos.
Pienso ahora, pasados los años, que simplemente disfrutaba con la sensación que le proporcionaba el tener poder sobre alguien, aunque sólo fuera un grupo de jardineros. Akkilu me comentó, en una ocasión, que su prometida le había asegurado que el padre de Lanusa había sido escriba y que, habiendo caído en desgracia, se había vendido como esclavo para pagar unas deudas, con lo que su hijo había terminado de jardinero en aquel lugar.
—El asno que fue onagro, no desea que le vean las orejas — me comentaba riendo el elamita. Y yo me reía también al oírlo, pues me resultaba muy placentera la imagen mental de Lanusa con unas orejas de asno, sobre todo en las ocasiones en que me ganaba alguna reprimenda injustificada.
Una de las más grandes me sobrevino, precisamente, por culpa de ese rosal. Y es que yo decidí repetir por mi cuenta la experiencia, por lo que planté un par de pequeños retoños en un rincón de los jardines. Lanusa montó en cólera al enterarse y me obligó a arrancarlos delante de los otros jardineros. Por lo visto, para él no bastaba con ejercer su autoridad, sino que ésta debía acompañarse de alguna humillación pública.
—¡Montañesa rebelde! — Me gritó una y otra vez mientras yo arrancaba las plantas —. ¡Si vuelves a tomar una iniciativa por tu cuenta, te arrancaré las entrañas de la misma forma que tú arrancas esos retoños!
—No era una iniciativa, sólo estaba probando... — Intenté explicarme.
—¡Por Ishkur que si vuelves a hacerlo te arrepentirás! Yo soy el jefe de estos jardines. Si deseas mi puesto, págalo, dragona pordiosera.
Este último epíteto fue acompañado por las carcajadas de los otros jardineros, lo que me humilló doblemente, pues no sólo dejó claro que para él yo era una montañesa ajena al templo e, incluso, a la ciudad misma, sino que seguramente era la que menos probabilidades tenía, entre el personal de aquellos jardines, de llegar un día a poder comprar un simple empleo de barrendera de patio.
Yo era muy consciente de todo eso, y aceptaba mi destino como algo que los dioses habían decidido y a lo que no podía oponerme. Pero era muy molesto que alguien te lo señalara de forma tan brutal. No sé si los dioses manejan los asuntos humanos con crueldad o simple indiferencia. Supongo que actúan como los amos que son de todas las cosas, pero Lanusa aparentaba creer que el único señor de los jardines era él, y aunque yo siempre he aceptado las jerarquías, tal como se me ha enseñado, mi carácter de montañesa no me permite asimilar con facilidad las injusticias.
Es posible que Lanusa creyera que solamente me estaba enseñando algo característico de los rosales, al ver que me gustaban esas plantas, pero con los años he aprendido que la vida es como ellos. Mientras logres conservar un pequeño hálito de verdor, siempre puedes hacer que rebrote algo nuevo y más fuerte, pero el proceso requiere cuidados y vigilancia, pues la vida, al igual que los rosales, es delicada y puede agostarse en un suspiro.
Aunque no todo eran disgustos por parte del jefe de jardineros. Aún recuerdo la segunda Fiesta del Año Nuevo que pasé en el santuario (la primera no pude disfrutarla, pues me la perdí por culpa de unas fiebres).
En un principio me hubiera gustado salir por la ciudad, de la que aún no conocía más que las vistas que apreciaba por encima de las murallas del recinto sagrado, pero no se me permitió, por ser aún una niña. Si antes me desaconsejaban salir, en aquellas fechas se consideraba peligroso, por el gran consumo de cerveza que se hacía en las calles. No es que se preocuparan por mí sino que, simplemente, al intendente del templo le desagradaba perder algo valioso, y desde el momento en que había sido admitida como personal laboral del mismo, era una inversión que costaba un equivalente en comida y bienes. Salvo por una enfermedad o un accidente, no estaban dispuestos a perderme, lo que no sé si era un consuelo o algo como para disgustarme.
Así pues, tuve que quedarme con los criados del santuario, que montaron una pequeña celebración en uno de los jardines, cerca de la casa de Lanusa, el cual dirigía con mucha ceremonia la misma. De hecho, Akkilu me informó de que esa fiesta había sido instaurada unos pocos años antes por el jefe de jardineros, como una forma de darse importancia entre el personal más humilde del templo, pues no sólo participaban los trabajadores de los jardines, sino todos aquellos que lo desearan. El festejo comenzaba con una pequeña ceremonia en honor a Enkimdu y luego se comía, se bebía, y la diversión abundaba tanto como en la misma ciudad.
En la fiesta pude conocer a Agisa, la prometida de Akkilu. Me pareció muy simpática, aunque tal vez un poco apurada por el hecho de que, a su novio, sólo se le permitiera asistir a la fiesta en calidad de criado. Por supuesto Lanusa, conocedor de la relación entre ambos, procuró que el pobre Akkilu estuviera pendiente de él todo el tiempo, para que así la situación resultara más humillante. Los demás trabajadores del templo podían disfrutar de los festejos de la ciudad, pero en esa jornada concreta, preferían quedarse en los jardines, porque había abundancia de bebida y alimentos totalmente gratuitos que el intendente facilitaba a Lanusa, supongo que en agradecimiento por los distintos ingresos que el jardinero le proporcionaba.
El día anterior varios de los jardineros trajeron numerosas tinajas de cerveza, aprovechando la circunstancia de que el recinto de Nannar posee la mayor fábrica de cerveza de Sumeria, y que algunas de las especialidades tienen fama. Yo sí que había bebido cerveza alguna vez, cuando mi madre me lo permitía. Sin embargo, esa fue la primera vez que probé la de aceitunas o la de dátiles. La fábrica del santuario producía más de veinte variedades distintas de aquella bebida que tanto gustaba a los de las cabezas negras... (...y la vista borrosa, como solía añadir Akkilu, ironizando sobre la afición de los sumerios a la cerveza).
Recuerdo que comimos salchichas en abundancia, así como empanadas de carne picante, que incitaban a la gente a beber aún más cerveza. Había fuentes con grandes cantidades de queso cremoso aromatizado con canela, que se untaba en pan de centeno, y también pasteles de manteca que probé por primera vez, aunque ya los conocía de haberlos visto vender en el mercado de Eshnunna. También fue la primera ocasión en que degusté, gracias a Agisa, que me lo había preparado especialmente, un plato de pescado acompañado de siqqu [9] y, debo decir que desde entonces, es uno de mis platos favoritos, aunque nadie sabe prepararlo tan bien como ella, salvo su hija, pero aún es pronto para hablar de ella.
El recinto tenía contratados, permanentemente, a un grupo de músicos para amenizar las fiestas religiosas. Cuando llevábamos un buen rato de celebración, dos de ellos se acercaron a nuestra reunión y comenzaron a tocar un pandero y una pequeña arpa, con lo que el ambiente de la fiesta se fue calentando cada vez más, comenzando algunos de los presentes a recitar poesías y a cantar tonadas populares, casi todas ellas de carácter amoroso, por ser el tema de la fiesta.
En un momento dado, me pidieron que cantara algo de las montañas, a lo que accedí encantada de recordar aquellas melodías. Primero canté una de las preferidas de mi madre, sobre un novio que añora a su amada a la que sólo puede ver las noches de luna llena. Era un canto melancólico pero muy bello y, aunque nadie logró entender la letra, gustó mucho. Luego logré que los dos músicos tocaran una canción que también me había enseñado mi madre, la cual me empeñé en enseñar a bailar a la ayudante de cocinera que dormía en mi cobertizo y a Agisa. Acabamos haciendo de improvisadas bailarinas a la luz de una gran hoguera, mientras todos daban palmas y reían rodeándonos. Por un momento recordé que esa melodía la danzaba con mi hermana, pero la alegría de la fiesta impidió que me invadiera, momentáneamente, la melancolía.
Uno de los momentos que más me agradaron de la celebración, fue cuando las mujeres comenzaron a recitar poemas de amor en honor de sus parejas. Se creó una especie de competición no oficial para ver cuál era el más popular. Agisa se llevó la mayor parte de los aplausos cuando le dedicó a Akkilu los siguientes versos (y aún los recuerdo, a pesar de los años que han pasado):
Mi león, fuerte como las ramas del tamarindo.
Eres el que convierte mis abrazos en miel.
Eres el manzano que crece en mis sueños.
Mi león, bello como las ramas del tamarindo.
Entra en mi lecho y probarás mis copas rebosantes de miel.
Al jefe de jardineros no le hizo ninguna gracia que la cocinera obtuviera tanto éxito con aquellos versos, dedicados a un vulgar esclavo al que disfrutaba humillando. Supongo que le habría gustado, aún menos, enterarse de que yo había ayudado a Agisa a componer esos versos durante la comida, mientras ella me explicaba cómo había cocinado el siqqu. Y no voy ahora a atribuirme más mérito del que me corresponde, pues yo era una jovencita. Digamos simplemente, y no me avergüenza el reconocerlo, que en realidad, me basé en algunas de las poesías que escuchaba junto a la Edubba, y que las futuras sacerdotisas utilizaban en sus ejercicios de dictado. Pero la cosa salió bien, pues logré molestar a Lanusa, ayudé a Agisa, le di algo de felicidad a un amigo, y así la noche fue aún más bonita. ¿Qué más se puede pedir?
Como ya era habitual en mí aproveché ese instante, con la hoguera en su apogeo, para realizar algunos trucos de manos. Hice aparecer y desaparecer nudos, luego corté una cuerda en dos mitades, que por arte de “magia” hice que volvieran a unirse en uno solo; realicé el truco del anillo y del cuenco, aunque esta vez lo cambié por una jarra de cerveza, e incluso probé a cambiar nudos de color sólo con pasar las manos por encima.
En un momento dado, incluso me atreví con algo más audaz: tomé un higo seco, cerré la mano y, al abrirla, el higo se había convertido en una almendra. Volví a cerrar la mano y, al abrirla de nuevo, la almendra había desaparecido. Luego, hice que el higo apareciera en otra jarra de cerveza y la almendra entre las ropas de uno de los músicos.
Mientras realizaba mis trucos descubrí con estupor que, aquellas gentes sencillas, no me veían con admiración como el general Shamum, sino que me observaban con un creciente temor. Debían pensar que yo era una hechicera bajada de las montañas.
Por ello dejé de hacer trucos de magia y pasé a contar historias, con lo que el ambiente se relajó de nuevo. Resultó que a Lanusa también le gustaban mucho las historias de zorros, lo que unido al abundante consumo de cerveza que había hecho, le había puesto en un estado que oscilaba entre la complacencia y las ganas de molestar, así que me obligó a narrar más de diez de ellas, con lo que puso en grave aprieto mi imaginación, pero salí con bien de la prueba.
Al final de la noche, no pude evitar recordar que estaban a punto de cumplirse dos años de la pérdida de mi familia, por lo que la nostalgia invadió mi corazón y se me hizo un nudo en la garganta. Pero también descubrí que ya no era capaz de llorar por aquella tragedia. Inanna se había ocupado de hacerme fuerte como las garras de un águila, así que no me quebré.
No fue una velada desagradable, sobre todo porque alguien me estuvo observando desde el tejado de una de las casas cercanas. Y aunque yo no supe hasta más tarde que había tenido un espectador inesperado, esa persona se convertiría con los años en alguien muy especial para mí. Y si debo hablar de esa persona, tendré también que confesar una de las malas costumbres que adopté en aquellos tiempos.
Como ya he dicho, en ocasiones acostumbraba a acercarme a la Edubba para espiar, disimuladamente, lo que estudiaban los muchachos que acudían a ella. En un edificio anexo a la misma, asistían a clase unas pocas muchachas a las que yo admiraba mucho, ya que nunca había podido imaginar que a una chica se le permitiera acceder a los secretos de los signos del barro. Ni siquiera la que estuvo a punto de convertirse en mi cuñada sabía leer o escribir, a pesar de pertenecer a una familia con posibles.
En general prefería permanecer cerca de la zona principal, porque la sacerdotisa que enseñaba a las muchachas me resultaba de lo más desagradable. Era colérica, biliosa y parecía eternamente enfadada con el mundo, castigando de modo continuo a las jóvenes, aunque a ellas no se les propinaban latigazos con un junco, como sucedía con ellos. Supuse que se debía a que, como Akkilu me había comentado una vez, esas chicas serían sacerdotisas en un futuro.
Me gustaba pasar el rato sentada entre los arbustos, escuchando las explicaciones, aunque no siempre las entendiera. Un día, tras haber acabado las clases y haberse retirado los alumnos, sin que yo me lo esperara se sentó en el suelo, a mi lado, uno de los muchachos que era dos o tres años mayor que yo. Ya le había visto anteriormente, pues se alojaba en una de las casas cercanas a los jardines principales, y cojeaba ligeramente de la pierna derecha, aunque no pareció que eso le diera problemas para sentarse en el suelo.
—¿De dónde eres? — Me espetó de repente.
Me pareció algo descarado que me preguntara así, sin más. Sin embargo, captaba algo en él que me inspiraba confianza, así que respondí.
—De cerca de Eshnunna.
—¿Eres una dragona de montaña?
No pude menos que soltar una carcajada ante semejante pregunta. Decididamente, era algo descarado, pero siempre me ha gustado la gente con desparpajo que van a cara descubierta.
—No. Mi abuelo lo es. ¿Te dan miedo los dragones de montaña?
—Nunca he visto uno, hasta hoy, bueno... — Durante unos instantes pareció azorarse un poco y perder su inicial descaro, lo que me produjo aún más gracia —. Quiero decir... que se pareciera...
—Tranquilo — volví a reírme y, para calmarlo, le alargué un trozo de regaliz —. Estoy acostumbrada.
—No eres una esclava. ¿Qué haces aquí?
—Me trajo la Entu — le dije.
—¿Y cómo es que viniste con ella? ¿Tus padres son importantes o algo así? ¿Eres el rehén de algún rey de las montañas?
En circunstancias normales, no me habría parecido educado confesar mi historia a un desconocido pero, no sé por qué, esa vez decidí romper la norma, y le conté mi vida a grandes rasgos. Supongo que, por una parte, me había parecido gracioso que me tomara por la hija de un rey-dragón y, por otra parte, en el fondo sentía una cierta necesidad de abrirle mi corazón a alguien, aunque sólo fuera un poco. Él se quedó en silencio un momento reflexionando sobre mi historia, y luego sonrió con una mueca entre tímida y compasiva que me encantó.
—Siento mucho todo eso — dijo —. En parte te entiendo, porque yo perdí a mi madre. ¿Sabes? Yo tampoco soy de Ur. Vine aquí a pasar un año con mis primos.
—¿De dónde eres?
—De Nippur.
Abrí los ojos con admiración y le confesé que había pasado junto a esa ciudad cuando viajaba con Enheduanna, tras abandonar el palacio real de Agadé. Mientras hablaba caí en la cuenta de que el chico estaba anonadado y que, según iba proporcionándole datos sobre el palacio real, se iba quedando de piedra.
—¡Es increíble! — Me interrumpió —. ¡Has visto el palacio real! Yo nunca he estado allí... ¡Y eres una jardinera!
—¿Soy una jardinera? — Pregunté con cierta ironía.
—No me interpretes mal. Quería decir que no es normal que alguien que cuida plantas, haya vivido esas cosas. No te estoy despreciando por ser jardinera, de hecho me pareces interesante.
—¿Interesante?
Ahora, pasados los años, creo que si hubiera sido un poco más mayor lo habría interpretado como un coqueteo. En todo caso, lo de “interesante” no me disgustó.
—Si — afirmó él—. Te vi la otra noche desde mi terraza, cuando hacías esas cosas maravillosas. También te estuve escuchando, pero algunas historias no pude oírlas del todo, porque estabas lejos.
—¿Te gustaron mis historias? — Reconozco que debí enrojecer como una llama al escuchar aquello.
—Sí, me encantaron. En Nippur había una criada que contaba historias, pero casi siempre eran las mismas. Y las tuyas jamás las había oído antes. ¿Podrías contarme alguna ahora? ¿Tal vez alguna de las que no pude escuchar? Claro, si no te importa repetirlas...
Lo pensé un poco y luego asentí con una sonrisa. Bueno, no lo pensé en realidad, pues la idea me atraía mucho, pero consideré que no estaba de más fingir un poco. Sin embargo, concluí que era una buena ocasión para sacar ventaja de una circunstancia inesperada, como aquélla.
—Lo haré con una condición. Te contaré historias si tú me enseñas a usar los signos del barro. Por ejemplo... — Pensé un rato y finalmente esbocé una sonrisa —. ¿Cómo se escribe la palabra “zorro”?
El chico sonrió a su vez, y con un palito trazó unos símbolos en el polvo del suelo.
—Te lo escribiré en acadio, que es la lengua que hemos estado aprendiendo hoy — dijo —. ¿Ves? Dos grupos de cuñas. En el primero, cuatro horizontales con la de abajo un poco salida a la izquierda, una vertical larga y dos más horizontales; y un segundo grupo con una larga vertical y dos verticales cortas una encima de otra [10] — me indicó mientras yo intentaba repetirlos, aunque tuve que hacerlo cinco veces hasta que me salió correcto.
Aquel día fueron dos cuentos de zorros y otro más de osos, a cambio de aprender las símbolos de las palabras “zorro”, “oso”, “casa”, “miel”, “cielo” y “piedra”, tanto en sumerio como acadio. Con el tiempo, le conté bastantes historias y él me enseñó a escribir una buena cantidad de palabras, aparte de que algunas de ellas aprendí a pronunciarlas también en acadio. Por lo visto, me explicó, a los futuros escribas se les obligaba a conocer ambos idiomas, así que no dudé en aprovecharme, inocentemente, de la suerte que me había llovido del cielo. En ocasiones, yo le intentaba instruir con algunas de las palabras en elamita que Akkilu me había enseñado a su vez, pero como el esclavo ya me había advertido, no demostró nunca mucho interés en aprender ese idioma.
Hoy día opino que lo que más le asombraba de mí era que, de una vez para otra, recordaba perfectamente toda aquella colección de símbolos y palabras. Lo que él no sabía es que yo practicaba en mis ratos libres y repetía, escribiendo en el suelo, todo aquello que me había enseñado, a costa de ganarme fama de rara entre los jardineros y, dicho sea de paso, de llevarme unas cuantas burlas. Cuando me comentaba que a su maestro le habría asombrado ver esa muestra de buena memoria y de aplicación, yo respondía haciendo imitaciones de aquel hombre que le hacían reír mucho, aunque confieso que nunca tuve que esforzarme demasiado por hacerlas, pues el anciano tenía la costumbre de hablar “con los dientes”, por lo que imitarlo era una tarea bien sencilla. Además, tiempo atrás, entre las muchas cosas que me había enseñado el tío Ektir estaba el secreto de que, todo aquél que asiste a la imitación de un personaje conocido, siempre intenta buscar instintivamente semejanzas entre el original y la imitación. Máxime si es alguien cercano, una persona con autoridad o, simplemente, alguien a quien el observador desearía ver ligeramente ridiculizado. «Cuanto más alta está una persona en su pedestal — decía el montañés —, más fácil resulta quitarle su faldellín».
En un par de meses llegué a considerar a aquel muchacho como un amigo de la misma categoría que Akkilu, con lo que tuve que repartir mi tiempo entre ambos pues, tristemente, observé que el muchacho no se mezclaba con esclavos como hacía yo, así que no pude hacer que congeniaran. Esa era otra de las cosas que me convertían en exótica a los ojos de las demás personas, aparte de los rasgos de mi rostro, y es que nadie lograba entender que yo considerara normal relacionarme con un esclavo. Supongo que esa actitud abierta me venía por influencia de mi madre, pues para las gentes de las montañas una persona es un amigo o un enemigo. No hay términos medios.
Inanna puso a aquel chico en mi vida, como un regalo que me concedía para compensar todo lo que había perdido, pues su amistad me libró, más adelante, de un buen disgusto con el jefe de jardineros. Y pasaré ahora a contarlo, pues ese hecho tendría una gran influencia en mi futuro.
Debo advertir antes, que siempre respeté a Lanusa por todo lo que me enseñaba, y no soy tan desagradecida como para no tener en cuenta lo que aprendí en aquellos jardines bajo su dirección. Pero me desagradaban algunas costumbres suyas, como la de sufrir repentinos accesos de cólera que hacía pagar con los más débiles a su alrededor, o la de emborracharse con vino de palma, que solía intercambiar por todo aquello que conseguía rapiñar, en comisiones, a los jardineros a su cargo. Una que me molestaba especialmente, y que demostraba la crueldad que llevaba dentro, consistía en que, de tarde en tarde, recogía a algún pobre perro hambriento por la calle, y lo alimentaba durante unos cuantos días hasta que el animalito cogía confianza. Finalmente, le daba de comer miel de azalea, y realizaba apuestas con otros jardineros acerca del tiempo que tardaría en morir.
Al principio sólo tuve que soportar algunas reprimendas, varias de ellas, soy consciente, justificadas. Y es que nunca he negado mi carácter rebelde de montañesa aunque, con los años, he intentado aprender a dejarlo salir solamente cuando me resulta ventajoso.
Cuando llevaba más de un año en el santuario, comenzó a parecerme más molesta la presencia de Lanusa por culpa de sus malos hábitos. Acostumbraba a hacer comentarios sobre mis cabellos, por ejemplo. Yo llevaba un turbante, en parte por comodidad y, en parte, para no despertar habladurías a mí alrededor. De tarde en tarde, Lanusa me lo arrancaba de improviso para hacer uno de sus comentarios, lo que me molestaba bastante.
Más de un año después empezó a hacerse el encontradizo conmigo, lo que resultaba francamente violento si yo me encontraba en compañía de Akkilu, porque invariablemente lo enviaba a hacer alguna tarea innecesaria, molestando a mi amigo. Finalmente, un día entró de improviso en el cobertizo mientras yo me lavaba. Me encontraba desnuda, con el kaunake fuera de mi alcance al otro extremo de la habitación. Si hubiera intentado cubrirme no hubiera podido. Sin mediar palabra me agarró de los cabellos y me miró fijamente a la cara mientras me sofocaba con un desagradable tufo a vino.
—Veo que ya estás a punto de convertirte en una mujer. Las montañesas sois muy bonitas y me gustáis mucho —. Yo me revolví e hice que me soltase, pero él volvió a insistir y me agarró con mucha fuerza de una muñeca, atrayéndome hacia él —. ¡No seas necia, niña estúpida! Estás sola. ¿Crees que las sacerdotisas te recuerdan? — Dejó escapar una risita burlona sin hacer caso de mis intentos por soltarme —. Ni siquiera han preguntado por ti.
—¡Suélteme! — Le ordené mientras comenzaba a salirme la vena montañesa y la cólera me invadía, sobre todo al escuchar su coletilla sobre las sacerdotisas.
—¿Soltarte? — Volvió a reírse —. Nadie debería soltarte, pequeña fiera. Vas a ser una mujer hermosa. ¿Qué será de ti estando sola? Yo puedo darte lo que quieras. Cásate conmigo y serás la dueña de los jardines. Tendrás todo lo que puedas desear y te trataré como un gobernador trata a su esposa.
Logré zafarme dando un tirón repentino, e intenté ganar la puerta del cobertizo para pedir ayuda, pero él me cazó inmediatamente y me sujetó con tal violencia, que di un grito de dolor. Me unió las manos a la espalda e intentó poner una de las suyas entre mis piernas. Yo estaba horrorizada y furiosa al mismo tiempo. Sabía que ésa era una de las cosas que mi hermano hacía en el río con las chicas del pueblo, pero nunca, ni en mis peores pesadillas, me habría imaginado realizando eso en el río con semejante individuo. Le propiné una patada en una espinilla con todas mis fuerzas y dio un grito, pero luego volvió a reírse, al ver que yo no era lo bastante fuerte para soltarme. Lanusa era un hombre muy musculoso gracias al trabajo en los jardines.
—Hubiera aguardado a que fueras mujer del todo — comentó con brutalidad —, pero ahora creo que necesitas saber quién es tu dueño y señor.
Me arrojó al suelo y se colocó encima de mí mientras intentaba, torpemente, quitarse el faldellín con una mano, mientras me sujetaba con la otra. En ese instante se escuchó un golpe sordo y Lanusa puso cara de dolor, separándose mí. Se levantó soltando un quejido.
—¿Quién es el maldito...?
Detrás del jardinero se encontraba el muchacho sujetando una rama gruesa en las manos, con la que lo había golpeado en la nuca.
—¡Suéltala! — Ordenó. Lanusa hizo ademán de acercarse a él con la intención de agredirlo, pero el muchacho levantó el improvisado garrote y le amenazó con él —. Sabes perfectamente quién soy yo — añadió —. Si nos tocas a ella o a mí, antes de que acabe el día llegará a oídos del giparu, y antes de tres días te juro por Pazuzu, que serás empalado en una plaza pública.
Lanusa escupió en el suelo y luego rió con desprecio. Se volvió hacia mí mientras se arreglaba el faldellín y me enviaba una mirada de odio.
—¡Niña estúpida...! Podrías haber tenido los jardines a tus pies. ¡Ahora serás sólo algo menos que una esclava!
Iba a añadir algo, pero la mirada amenazante del muchacho hizo que se retirara con más presteza de la que le hubiera gustado mostrar.
Yo aún estaba tumbada en el suelo, pues todo había sucedido tan rápido que no había tenido tiempo de asimilar mi repentina salvación. El chico recogió mi kaunake y me lo alcanzó. Luego, con un gesto que me sorprendió, se volvió de espaldas.
—Puedes vestirte — me dijo. Recordé la muestra de respeto de los soldados en el río cuando me bañé con Enheduanna, y decidí que ese muchacho me gustaba.
Tuve suerte de que Lanusa se hubiera decidido a hacer aquello ese día. Si lo hubiera hecho más adelante tal vez la cosa hubiera acabado muy mal, pues mi defensor se fue del santuario dos semanas después y regresó a Nippur.
El día que vino a despedirse hablamos poco, pues ambos estábamos tristes por la separación. Me quedaba Akkilu, pero era como si me hubieran vuelto a cortar una parte de mí. Sentía la sensación de que, cada vez que conseguía tener alguien importante en mi vida, los dioses me lo arrebataban. Me invadían la tristeza por la despedida y el miedo ante la posibilidad de que, en un futuro, Akkilu desapareciera de mi vida.
Me dejó como recuerdo su tablilla de escritura y su estilo, y los guardé como tesoros junto al tablero de juego y mis pocas pertenencias. Al despedirse me dio un beso en la mejilla. Fue un beso leve, suave y cálido, como una tarde tranquila de verano. El jardín olía a granados en flor y cerré los ojos para retener ese momento, pues sospechaba que era algo mágico que los dioses me concedían. Finalmente los abrí y, mientras contemplaba cómo se alejaba con su leve cojera, caí en la cuenta de que, efectivamente, ya estaba a punto de ser una mujer, y nunca se me había ocurrido preguntarle su nombre.
Había tomado la costumbre, entre otras no muy recomendables, de trepar algunas noches a la terraza del giparu, tal vez por estar cerca de mi antigua protectora. Si me hubieran descubierto seguramente habría sido castigada, pero yo permanecía en silencio y me limitaba a mirar las estrellas, ya que lo hacía en noches tranquilas y despejadas cuya temperatura lo permitía.
El día que el muchacho volvió a Nippur, resultó ser una noche maravillosa. Es curioso que, a veces, tras una tarde tormentosa la noche te asalta con una gran belleza o, en otras ocasiones, tras una noche desagradable descubres una mañana esplendorosa que te invita a disfrutar de la vida. Aquella vez las estrellas refulgían como gotas de plata bruñida en medio de la negrura, tal vez como un intento de la vida por compensarme de mi pérdida. Yo necesitaba estar a solas conmigo misma, así que subí a la terraza a escondidas y me tumbé boca arriba mirando al cielo, mientras me preguntaba por qué los dioses eran tan generosos y tan crueles conmigo.
Llevaba un rato así, en silencio, sumida en mis pensamientos, cuando alguien carraspeó a mis espaldas. Me volví y el corazón me dio un vuelco, pues la persona que acababa de interrumpirme era Enheduanna, la cual me observaba con una mirada severa mas no exenta de cierta curiosidad.
—¿No sabes que puedes meterte en un buen lío si te ven aquí?
Yo me arrodillé inmediatamente, tal y como había visto hacer a otras personas ante las sacerdotisas de alto rango.
—Perdonadme, mi Entu — le dije en acadio. Ella me respondió en la misma lengua, y no dejé de notar que estaba algo impresionada de que yo hiciera uso del acadio, aunque con cierta torpeza. Ella, evidentemente, no sabía que yo había aprovechado mi estancia en los jardines, y mi amistad con el muchacho, para practicar esa lengua.
—Me dijeron que una sombra frecuentaba la terraza algunas noches. Me consta que algunos soldados cambiaban su ruta de ronda para no pasar por aquí, y pensé ver si esa sombra era un demonio, un espíritu o alguien del otro lado, pero veo — añadió con un tono divertido que me tranquilizó — que en realidad era sólo una chiquilla que acostumbra a aparecerse repentinamente por las noches a la gente honrada. No creo que sea necesario llamar a un exorcista.
—Perdonadme, mi Entu — volví a repetir.
—Siéntate aquí — me ordenó, y ella se sentó a su vez junto a mí —. Ya pocas veces pensaba en ti. Y hoy, precisamente, vuelves a aparecer... hoy precisamente... — Pareció desechar una idea repentina que le hubiera pasado por la cabeza —. Eres una niña extraña. Ahora que ya parece que tu lengua se ha soltado definitivamente, ¿cuál es tu historia?
Le informé acerca de mis padres, de dónde vivíamos y de lo que había sucedido mientras viajábamos hacia Kish. Ella asentía sin interrumpirme, hasta que llegué al momento en que la encontré sobre la loma aquella madrugada. Mi historia la relaté en su mayor parte en sumerio, salvo algunos trozos en acadio que intercalaba de vez en cuando, lo que pareció satisfacerle mucho.
—¿Cómo te llamas?
—Sheru — respondí.
—No, me refiero a tu verdadero nombre — me aclaró —. Doy por supuesto que una niña que no sabía acadio hace dos años, no tiene un nombre acadio de nacimiento. No es algo que suceda de forma habitual.
—Tijstirk.
Enheduanna me lo hizo repetir de nuevo y sonrió vagamente, como si aquel nombre le resultara difícil de comprender.
—Es una extraña palabra — opinó —. ¿Es de las montañas? — Yo asentí con la cabeza —. ¿Qué significa?
—Significa “llena de estrellas” — le dije y, a continuación, le aclaré que según mi madre, había nacido mientras surcaba el cielo una gran lluvia de ellas. Enheduanna asintió como si ya conociera ese hecho y, de repente, le hubiera venido a la memoria.
—Si, ya lo creo recordar... Por la edad que debes tener... Sí... Recuerdo esa noche. Es extraño, ¿sabes? Parece como si las estrellas estuvieran unidas a tu persona. ¿Sabes lo que significa “Sheru”?
—No. En los jardines pocos saben acadio y no lo he preguntado.
—Significa “Estrella del alba” — me tomó suavemente el rostro con una mano, tal y como había hecho hacía dos años —. Tus ojos también parecen estar hechos de estrellas, como si la divina Ishtar te hubiera prestado los suyos. ¿Eres feliz aquí? — Preguntó cambiando repentinamente de tema.
—¡Oh sí! — Aseguré con énfasis —. Me gusta cuidar las plantas. Siempre me ha gustado, de hecho.
—Pero también te gusta mirar las estrellas y, por lo que ha llegado a mis oídos, te agrada estar cerca de la Edubba. No lo niegues — añadió al ver que yo iba a decir algo —, conozco perfectamente todo lo que sucede en este templo. Sé todo lo que pasa y todo lo que se dice.
—Perdonadme, mi Entu.
—¿Por qué te acercas a la Edubba? ¿Crees que así vas a aprender a cultivar mejor las plantas?
—No, pero a lo mejor aprendo otras cosas, como el significado de los signos del barro.
Enheduanna pareció divertida al escuchar esto.
—¿Y eso qué te reportaría en los jardines? Además... ¿Crees que es fácil aprender a leerlos y escribirlos? La mayor parte de las sacerdotisas los aprenden porque no les queda otro remedio, pues se considera una tarea desagradable y difícil. Incluso los escribas los aprenden por oficio y raras veces por vocación.
—Yo ya sé escribir algunos — repuse un poco molesta —. Además, creo que con ellos también se pueden escribir poemas, o pensamientos. O, simplemente, para que todos recuerden una historia bonita, y no se pierda en la memoria de la gente y la olviden al despertar a la mañana siguiente.
Ella asintió y me observó en silencio unos instantes. Luego me alcanzó un precioso estilo de marfil que sacó de entre sus ropas. «Escribe algo, pues» —. Me invitó con cierta ironía, como si me hubiera pillado en una pequeña mentira.
Un poco picada en mi amor propio, comencé a escribir en el polvo de la terraza torpemente. Al principio me temblaba un poco la mano, pero luego empecé a moverla con más soltura, como cuando narraba historias. Perdí el miedo escénico y fui escribiendo, una por una, todas las palabras que el chico me había enseñado mientras las pronunciaba en sumerio o acadio. Enheduanna asistía a mis esfuerzos en silencio y sólo un par de veces me corrigió algún símbolo. Luego, se tumbó mirando las estrellas boca arriba, junto a mí, y permaneció un buen rato callada. Finalmente me dijo, casi susurrando: «Si alguien te dijera que puede darte la oportunidad de cambiar de vida, ¿qué elegirías ser?»
—Sacerdotisa — respondí casi sin pensar —. Sacerdotisa como las dos que vi en Eshnunna — añadí con más convicción.
—Sacerdotisa... — Murmuró Enheduanna —. Ése es el precio de los sueños... — Luego se incorporó y me miró fijamente —. ¿Quieres ser sacerdotisa? Bien, tal vez Ishtar envía una señal, y hay que saber leer las señales, de la misma manera que deben leerse los símbolos del barro. Tenías razón. Los símbolos sirven para dejar constancia de nuestras historias, al igual que las señales de los dioses dejan constancia de su voluntad y sus deseos. Lo malo es que, de la misma manera que no siempre sabemos leer los símbolos, tampoco a veces discernimos lo que los dioses desean de nosotros. Si tú has sido capaz de empezar a leer los símbolos, tal vez yo sea capaz, a mi vez, de aprender a leer las señales, después de todo.
Se incorporó e hizo ademán de retirarse mientras yo volvía a arrodillarme. De repente se volvió hacia mí.
—Vuelve a tu dormitorio — me ordenó —. Si los soldados no quieren saber que hay un espíritu en la terraza, tampoco tiene que saberlo la Entu.
Salté de la terraza y me alejé corriendo en la oscuridad.
Al día siguiente, cuando apenas me había levantado y aún no había desayunado siquiera, Lanusa entró en mi cobertizo, pero esta vez presentaba un aire de azoramiento y de sumisión que no era habitual en él. Iba acompañado de Alane, que esbozó una radiante sonrisa al verme.
—¡Por Ningal! ¡Cuánto has crecido!
Me preguntó brevemente sobre mi vida en aquel lugar. Yo decidí responder favorablemente, haciendo como si entre Lanusa y yo no hubiera habido ninguna escena desagradable en aquel cobertizo. Alane asintió y me tomó de la mano.
—Te vienes conmigo. Recoge tus cosas — me comunicó.
Yo me quedé de piedra. Me había encantado la visita de Alane, pero ni en sueños esperaba aquella noticia.
—¿A dónde vamos?
—Por alguna razón la Entu me ha dado una orden extraña hoy. Una jardinera va a ser sacerdotisa, ¿sabes? No es algo que pase todos los días.
Al oír aquello casi di un salto de alegría, y no pude evitar una gran satisfacción al ver que, a Lanusa, el rostro se le ponía del color de la ceniza. Recogí mis pocas pertenencias con rapidez y seguí a Alane a través de los jardines. Atravesamos el muro bajo y llegamos junto al giparu pero, en vez de penetrar en él, Alane se dirigió hacia una pequeña edificación que se encontraba un poco más allá. Entramos en ella y vi que era una especie de dormitorio comunal, con varias camas sencillas hechas a base de una estructura de madera y cuerdas trenzadas. Se detuvo delante de una y me la señaló.
—Éste será tu lecho — me informó —. Coloca tus cosas junto a él y a lo largo de la mañana vendrá una criada a traerte dos kaunakes nuevos. Son iguales que los de otras chicas que habrás visto, de lino con adornos blancos — asentí al oírlo, pues eran los kaunakes que llevaban las alumnas de la Edubba. Alane prosiguió —. Deberás mantenerlos limpios y en perfecto estado. Mientras los lleves, todo el mundo sabrá que eres una futura sacerdotisa y te respetarán por ello, pero tú deberás hacer honor a la imagen del santuario al que representas. La misma criada te explicará los horarios y la vida que llevarás.
—Esto es un sueño... — Suspiré. Alane sonrió y me acarició la mejilla.
—Si, pero a veces, también puede ser una pesadilla. Por la tarde acudirás a la Edubba por primera vez. Se te entregarán un estilo de escritura y una tableta, y deberás aplicarte en aprender, porque es el propio templo el que financia tus estudios. Ahora debo irme a mis obligaciones. Creo que, a partir de ahora, nos veremos con más frecuencia, así que si necesitas ayuda o tienes dudas, pregúntame.
—Yo... No sé qué decir —. Me sentía como si aquello fuese una historia que le hubiera sucedido a otra persona.
—Aprovecha esta oportunidad que te dan los dioses — me aconsejó Alane —. El intendente del templo está furioso porque se le faciliten estudios a una campesina, y la Entu ha tenido que dedicarle algunas palabras un poco duras, pero — añadió antes de salir de la estancia — hay una vocecita en mi interior que me dice que no se ha equivocado.
Me quedé a solas en esa estancia, anonadada, aún sin haber sido capaz de asimilar lo que, de repente, me estaba sucediendo. Por una parte me invadía una alegría inmensa, pero por otra sospechaba que los dioses me habían dirigido inexorablemente hasta ese momento pasando por la muerte de mis padres, y temía que, en un futuro, me llevaran por otros caminos que sólo ellos conocían. Sin embargo, estaba determinada a convertirme en una compañera de aquellas dos diosas terrenales que había visto en Eshnunna.
Observé que, una pequeña araña, huía de una de mis manos y se escapaba corriendo por el entrelazado de cuerdas de la cama. Suspiré y decidí que yo no iba a ser como la araña. Yo no iba a huir. Ya que había llegado hasta el cielo, por lo menos aprovecharía para tocar las nubes con mis manos y, si los dioses me ponían un precio, ya vería cómo pagarlo.