El mono de Shinagawa

A veces no lograba recordar su nombre. En particular, cuando alguien se lo preguntaba de improviso. Por ejemplo, en una boutique, cuando tenían que arreglarle las mangas del vestido que acababa de comprar y la dependienta le preguntaba: «Perdone, ¿me puede decir su nombre?». O en el trabajo, ante el teléfono, cuando al final de una conversación alguien le decía: «¿Podría repetirme su nombre, por favor?». En estos casos, su nombre se le borraba repentinamente de la memoria. Dejaba de saber quién era. De modo que, a fin de recordar cómo se llamaba, tenía que sacar el carnet de conducir de su billetero, cosa que, como es natural, hacía que su interlocutor pusiera cara de perplejidad o, si se trataba de una conversación telefónica, se extrañara ante el silencio perplejo que se había abierto al otro lado de la línea.

Nunca le ocurría cuando era ella quien daba su nombre primero. Si estaba prevenida, lograba recordarlo sin problemas. Sin embargo, con las prisas, cuando no estaba en guardia y se lo preguntaban de manera inopinada, era como si se le fundieran los plomos y su mente quedara completamente en blanco. No lograba acordarse de su nombre de ninguna de las maneras. Cuantos más indicios buscaba, más la engullía aquel vacío sin contornos.

Su nombre era lo único que no podía recordar. Nunca olvidaba el de las personas que la rodeaban. Ni olvidaba su dirección, ni su número de teléfono, ni la fecha de su cumpleaños, ni su número de pasaporte. Se sabía de memoria el teléfono de sus amigos, y el de los clientes más importantes. Nunca había tenido problemas de memoria. Lo único que no lograba recordar era su nombre. Hacía aproximadamente un año que había comenzado a sucederle. Antes no le había pasado nunca.

Se llamaba Mizuki Andô. Mizuki Ôsawa de soltera. Ninguno de los dos nombres podía ser calificado de original ni de dramático. Sin embargo, eso no quería decir que, con las prisas de la vida cotidiana, nombres así tuvieran que borrarse de la memoria. Además, y eso era lo principal, aquél era su nombre, el único que tenía.

Se había convertido en Mizuki Andô la primavera de hacía tres años. Pasó a llamarse Mizuki Andô al casarse con un hombre llamado Takashi Andô. Al principio le costó familiarizarse con su nuevo nombre. Le parecía que la combinación no acababa de ser armónica, ni en lo referente a los caracteres ni en lo referente al sonido. Sin embargo, a fuerza de pronunciarlo y de firmar una y otra vez, empezó a convencerse de que Mizuki Andô no estaba tan mal. Decidió que, comparado con los diversos juegos de palabras que podían muy bien darse, tales como «Mizuki Mizuki» o «Mizuki Miki» (de hecho, aunque fue por poco tiempo, estuvo saliendo con un hombre cuyo apellido era Miki), Mizuki Andô era una de las mejores opciones. Y, gradualmente, fue aceptándolo como propio.

Sin embargo, desde hacía un año, el nombre había empezado a írsele de la memoria. Al principio, le sucedía una vez al mes, pero, con el paso del tiempo, le ocurría con mayor frecuencia. Y por aquel entonces le pasaba al menos una vez por semana. El nombre «Mizuki Andô» se le escapaba y la dejaba a ella atrás en el mundo como «una mujer sin nombre», como un ser inexistente. Si llevaba el billetero, estaba salvada. Le bastaba con sacarlo y mirar el carnet de conducir. Sin embargo, de perderlo, podía muy bien acabar no teniendo la menor idea de quién era. Claro que, por más que olvidara momentáneamente su nombre, Mizuki estaba allí presente y, además, recordaba su dirección y su número de teléfono, o sea, que su existencia no quedaba anulada por completo. No era un caso de amnesia total como los que salen en las películas. Sin embargo, ser incapaz de recordar su nombre le producía muchos inconvenientes, y también le generaba ansiedad. Una vida que ha perdido el nombre es como un sueño que ha perdido los indicios del despertar.

Fue a una joyería y adquirió un fino y sencillo brazalete de plata donde hizo grabar su nombre: MIZUKI (ÔSAWA) ANDÔ. Sin dirección ni número de teléfono. «Igual que un perro o un gato», se dijo a sí misma con sorna. Al salir de casa se lo ponía siempre. Y si no se acordaba del nombre, le bastaba con echarle una ojeada. De ese modo no tenía que sacar el billetero del bolso. Y nadie le ponía cara de extrañeza.

No le había contado a su marido que se le olvidaba el nombre. De haberlo hecho, seguro que éste le hubiese salido con que ella se debía de sentir insatisfecha, o incómoda, con su matrimonio. Era un hombre a quien le gustaba sacar a colación temas sobre los que poder discutir. Carecía de mala fe, pero enseguida teorizaba sobre cualquier cosa. Ese modo de ir etiquetando las cosas no era el fuerte de Mizuki. Además, como él tenía facilidad de palabra, la vencía fácilmente en cualquier discusión. Así que optó por callarse.

Pero, de todos modos, lo que habría dicho su marido no era cierto, pensaba Mizuki. Ella no se sentía insatisfecha con su vida de casada. No estaba descontenta de su marido —aunque a veces le aburría lo discutidor que era— y tampoco tenía una impresión especialmente negativa de su familia política. Su suegro era médico y pasaba consulta en la ciudad de Sakata, en la prefectura de Yamagata. No eran malas personas. Tenían una mentalidad algo conservadora, pero, como su marido era el segundo hijo, tampoco les ocasionaban demasiadas molestias. Ella era de Nagoya y le costaba soportar los fríos inviernos y el fuerte viento de Sakata, al norte del país, pero, tras algunas breves estancias, una o dos veces al año, decidió que el lugar no estaba nada mal. Llevaban un par de años casados y habían suscrito una hipoteca para comprar un piso nuevo en Shinagawa. Su marido tenía treinta años y trabajaba en los laboratorios de una empresa farmacéutica. Ella tenía veintiséis y trabajaba en un punto de venta de Honda en el distrito de Ôta. Allí contestaba al teléfono, recibía a los clientes, los acompañaba hasta el sofá y les ofrecía té o café, hacía fotocopias cuando era necesario, archivaba los documentos y llevaba al día la base de datos de clientes introducida en el ordenador.

Tras graduarse por una universidad femenina de la ciudad de Tokio, Mizuki entró a trabajar en aquel punto de venta de Honda por recomendación de un tío suyo, ejecutivo de la compañía. Su trabajo no podía calificarse de excitante, pero le habían otorgado cierta responsabilidad y, a su manera, no estaba mal. Vender directamente coches no entraba dentro de sus funciones, pero, cuando los vendedores estaban ausentes, ella podía responder con libertad a las preguntas de los clientes que visitaban el punto de venta. A fuerza de observar cómo operaban los vendedores, las técnicas de venta habían dejado de tener secretos para ella y había adquirido, además, los conocimientos automovilísticos necesarios. Podía hablar convincentemente sobre la manejabilidad en la conducción del Odyssey, impensable en una furgoneta. Se sabía de memoria el consumo de todos los modelos. Era muy elocuente y su encantadora sonrisa disipaba las reservas de los compradores. Sabía distinguir en qué tipología se encuadraba cada cliente y diseñar una estrategia flexible adecuada a cada uno de ellos. Había llegado en muchas ocasiones hasta el paso previo a la firma del contrato. Sin embargo, en el último estadio, por desgracia, debía transferir la negociación al personal especializado de la empresa. Porque ella no estaba autorizada a hacer descuentos, a tasar el valor del coche usado y descontárselo del nuevo, a ofrecer opciones. Aunque ella hubiese hecho más de la mitad del trabajo, al final siempre aparecía el vendedor de turno y era éste quien se llevaba la comisión. Lo único que ella recibía a cambio eran ocasionales invitaciones a cenar por parte del vendedor en cuestión.

«Si me encargara yo de las ventas, seguro que se venderían más coches y que los resultados generales del concesionario subirían», se decía a veces Mizuki. Si se pusiera a ello, podría vender el doble que esos jóvenes vendedores recién salidos de la universidad. Pero nadie le dijo: «Oye, Mizuki, tienes talento. Es una lástima que pierdas el tiempo clasificando documentos o contestando al teléfono. A partir de ahora te encargarás de las ventas». Así es como funcionan las empresas. Las ventas son las ventas, y el trabajo administrativo es el trabajo administrativo. Una vez asignadas las funciones, es muy difícil salirse del marco establecido. Además, ella tampoco ambicionaba ampliar su campo de acción y progresar en su carrera. Por su carácter prefería hacer, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, el trabajo que le asignaban, tomarse el mes entero de vacaciones pagadas que le correspondía y disfrutar tranquilamente de su vida privada.

En su lugar de trabajo continuaba usando su nombre de soltera. La razón principal era que le parecía muy pesado ir explicándoles uno a uno, a todos los clientes que la conocían de vista los pormenores de su nuevo estado civil. Así que el apellido «Ôsawa» continuaba figurando tanto en las tarjetas, como en la placa de identificación que llevaba prendida en el pecho, como en su tarjeta de fichar. Todos la llamaban «señora Ôsawa», «Ôsawa», «señorita Mizuki» o «Mizuki». Ella misma, cuando se ponía al teléfono, decía: «Aquí el concesionario *** de Honda. Le habla Mizuki Ôsawa». Esto, sin embargo, no implicaba rechazo alguno hacia el apellido «Andô». Ella continuaba utilizando su nombre de soltera porque le daba pereza darle explicaciones a todo el mundo.

Su marido sabía que en el trabajo ella seguía usando su nombre de soltera (alguna que otra vez la llamaba a la oficina), pero nunca había formulado ninguna objeción al respecto. Pareció creer que era sólo una cuestión práctica. Y el marido, si encontraba lógica una cosa, no se ponía pesado. En ese sentido era fácil de llevar.

Cuando empezó a borrársele el nombre de la cabeza, a Mizuki le inquietó la posibilidad de que se tratara del síntoma de alguna enfermedad grave. Del Alzheimer sin ir más lejos. El mundo está lleno de complicadas enfermedades mortales que pueden contraerse de modo inesperado. Como, por ejemplo, la miastenia, o la enfermedad de Huntington, males que ella no conocía hasta hacía cuatro días. Además, existían montones de enfermedades raras que ella ni siquiera había oído nombrar. Y, en la mayoría de ocasiones, los primeros síntomas eran insignificantes. Cosas curiosas pero nimias, como puede ser… olvidarse del nombre. Una vez que se le ocurrió esta idea empezó a sentir una preocupación atroz pensando que, en su interior, quizás existiera el foco de una enfermedad desconocida que iba extendiéndose de forma silenciosa pero inexorable.

Mizuki acudió a un gran hospital y explicó los síntomas que presentaba. Sin embargo, el joven médico que la visitó (aquel hombre tenía la cara de un color tan pálido e insano que más que un médico parecía un paciente) no se tomó demasiado en serio lo que ella le contaba. «Y, aparte de su nombre, ¿olvida usted algo más?», le preguntó. Ella le respondió que no. Que, de momento, lo único que, a veces, no lograba recordar era su nombre. «¡Humm! Esto más bien pertenece al ámbito de la psiquiatría», dijo el médico en un tono tan desprovisto de interés como de simpatía. «Si empieza a olvidar cotidianamente otras cosas, aparte del nombre, vuelva. Y le haremos los análisis pertinentes». El médico parecía querer decir que aquel hospital estaba lleno de gente con síntomas mucho más graves que los suyos y que ellos, los médicos, no daban abasto. Y que, en fin, tampoco era tan malo olvidarse del nombre de vez en cuando.

Un día, mientras leía un periódico del distrito de Shinagawa que le habían dejado en el buzón junto con el correo, sus ojos se posaron en un artículo que hablaba sobre un «gabinete psicológico» que abría el ayuntamiento. Era un artículo de esos tan breves que normalmente se te pasan por alto. Una vez a la semana, un psicólogo ofrecía una consulta individual por un precio módico. Podía acudir cualquier vecino del distrito de Shinagawa que tuviera más de dieciocho años. Se respetaba estrictamente la confidencialidad. Mizuki no estaba segura de hasta qué punto le sería de utilidad un gabinete psicológico organizado por el ayuntamiento, pero todo era cuestión de probar. «Total, no perderé nada con ir a ver de qué va», decidió Mizuki. En el punto de venta donde trabajaba, a diferencia de los sábados y domingos, entre semana podía tomarse, con relativa libertad, un día de fiesta y, además, podía ajustarse al horario que había fijado el ayuntamiento —un horario carente de todo realismo para la gente que trabajaba—. Había que concertar previamente la cita y ella llamó al número indicado. Una sesión de treinta minutos costaba dos mil yenes. Podía permitírselo sin problemas. Y le dieron hora para el miércoles a la una de la tarde.

Ese día, al llegar al segundo piso del ayuntamiento de distrito donde se había abierto el «gabinete psicológico», se encontró con que ella era la única persona que había acudido a la consulta.

—Este programa ha empezado tan de repente que la mayoría de vecinos todavía no lo conoce —dijo la mujer de recepción—. Cuando lo descubran, seguro que se llena. Tiene usted suerte de que ahora esté tan vacío.

La psicóloga se llamaba Tetsuko Sakaki y era una mujer bajita y regordeta, muy agradable, que rondaba la cincuentena. Llevaba el pelo corto, teñido de color castaño claro y, en su ancha cara, lucía una afable sonrisa. Llevaba un traje chaqueta de verano de tonalidad pálida, una blusa de seda brillante, un collar de perlas artificiales y unos zapatos planos. Más que una psicóloga, parecía una vecina del barrio, de carácter franco y abierto, siempre dispuesta a echar una mano.

—Mi marido es jefe del Departamento de Obras Públicas del Ayuntamiento de Distrito —se presentó afablemente—. Gracias a ello, hemos conseguido una subvención para abrir este gabinete de consulta destinado a los vecinos del distrito. Tú eres la primera que nos visita. Estoy encantada de que sea así. Hoy todavía no hay nadie esperando, así que las dos podremos mantener una larga y reposada conversación.

Su manera de hablar era extremadamente pausada. En su tono no había apremio alguno.

—Mucho gusto —dijo Mizuki. En su corazón, sin embargo, albergaba la duda de que aquella mujer pudiera ayudarla en algo.

—Con todo, poseo la titulación que me acredita como psicóloga y tengo muchos años de experiencia a mis espaldas, así que puedes estar tranquila. Confía en mí y ponte en mis manos —añadió sonriente la mujer como si estuviera leyendo la mente de Mizuki.

Tetsuko Sakaki se sentó ante un escritorio de acero y Mizuki, en un sofá de dos plazas. Un viejo sofá que parecía recién sacado de un almacén. Los muelles estaban vencidos y olía tanto a polvo que a Mizuki empezó a picarle la nariz.

—Lo cierto es que si dispusiéramos de una chaise longue, conseguiríamos crear una atmósfera más apropiada para una consulta psicológica, pero de momento sólo contamos con esto. Después de todo, esto es un ayuntamiento, o sea, que para conseguir cualquier cosa, tienes que hacer unos trámites muy engorrosos. No es muy agradable, pero te prometo que la próxima vez que nos visites tendré algo mejor. Así que te ruego que te conformes con esto.

Mientras Mizuki, hundida en aquella antigualla de sofá, le iba contando de forma ordenada a Tetsuko Sakaki cómo olvidaba cada día su nombre, ésta la escuchaba en silencio. No hacía preguntas, tampoco mostraba sorpresa alguna. Apenas dejaba escapar algún sonido que indicara que la estaba escuchando con atención. Estaba completamente absorta en lo que le estaba contando Mizuki y, de no ser por alguna mueca ocasional que se dibujaba en su rostro cuando pensaba en algo, la psicóloga hubiera esbozado, desde el principio hasta el fin, una vaga sonrisa parecida a la luna de los crepúsculos de primavera.

—Fue muy buena idea hacerte grabar el nombre en un brazalete —dijo, en primer lugar, la psicóloga cuando Mizuki acabó de hablar—. Tu reacción fue muy acertada. Lo principal es intentar minimizar los inconvenientes que te ocasiona el problema en la vida diaria. Enfrentarte a él buscando medidas prácticas en vez de sentirte culpable, de darle demasiadas vueltas al asunto o de dejar que te superara. Eres una chica muy inteligente. Además, el brazalete es precioso y te sienta muy bien.

—¿Cree usted que el hecho de olvidar mi nombre puede derivar hacia una enfermedad más grave? ¿Hay algún precedente? —preguntó Mizuki.

—No creo que haya ninguna enfermedad que tenga una sintomatología precoz tan concreta —dijo la psicóloga—. Lo que me preocupa es que, a lo largo del último año, los síntomas hayan ido apareciendo con una frecuencia cada vez mayor. Existe la posibilidad de que puedan convertirse en el disparador de otros síntomas más graves o que la pérdida de memoria se extienda a otras áreas. Es posible. Así que, ante todo, vamos a hablar tú y yo con calma e intentar descubrir de dónde surge todo esto. Porque a ti, que trabajas fuera de casa, olvidarte de tu nombre debe de ocasionarte muchos problemas, ¿verdad?

Tetsuko Sakaki, la psicóloga, le hizo, en primer lugar, unas cuantas preguntas básicas sobre el tipo de vida que Mizuki llevaba en el presente. Cuántos años hacía que estaba casada. De qué trabajaba. Cómo se encontraba físicamente. Y, después, pasó a preguntarle cosas sobre su infancia. Sobre la composición de su familia, sobre la escuela. Sobre cosas divertidas y no tan divertidas. Sobre lo que se le daba bien y lo que no se le daba tan bien. Mizuki fue contestando a todas las preguntas con sinceridad, rapidez y exactitud.

Había crecido en una familia normal y corriente. Su padre trabajaba en una compañía aseguradora, de seguros de vida. Su familia no era acomodada, pero Mizuki no recordaba haber padecido nunca dificultades económicas. Su familia la formaban sus padres y una hermana mayor. Su padre era una persona muy formal. Su madre tenía un carácter quisquilloso y era un poco pesada. Su hermana era de las que sacan siempre las mejores notas de la clase, pero (a ojos de Mizuki) era un poco superficial y aprovechada. Sin embargo, Mizuki jamás tuvo ningún problema en particular con su familia y había logrado mantener con ellos una buena relación. Jamás habían tenido una disputa grave. Ella había sido una niña que llamaba poco la atención. Estaba llena de salud, jamás había estado enferma, pero no tenía grandes aptitudes para el deporte. No se sentía acomplejada por su físico, pero nunca la habían llamado guapa. Era inteligente, ella misma lo sabía, pero jamás había destacado en ninguna área concreta. Sus notas eran normales. Eso sí, su nombre estaba más cerca del principio que del final de la lista. En la escuela tenía varias buenas amigas, pero todas se habían dispersado al casarse y, ahora, apenas mantenía el contacto con ellas.

Tampoco respecto a su matrimonio tenía una sola queja concreta. Al principio tuvieron que aprender, ambos, de sus errores, pero habían logrado establecer una sólida vida matrimonial. Su marido no era perfecto, por supuesto (era discutidor, tenía mal gusto en el vestir), pero también poseía muchas virtudes (era un hombre cariñoso, responsable, limpio, comía de todo, no solía refunfuñar). Ella, en su lugar de trabajo, no tenía, en especial, ningún problema. Se llevaba bien tanto con sus compañeros como con sus superiores, tampoco sentía estrés. Evidentemente, a veces se producía algún incidente poco agradable, cosa difícil de evitar cuando varias personas trabajan juntas, día tras día, en un lugar pequeño.

Sin embargo, al responder a aquellas preguntas sobre su vida presente y pasada, Mizuki se encontró pensando, admirada: «¡Qué vida tan poco interesante tengo!». De hecho, su vida estaba desprovista, casi por entero, de cualquier elemento dramático. Si utilizáramos un símil cinematográfico, su vida sería uno de esos reportajes del día a día, hechos con poco presupuesto, cuyo propósito parece que sea el de invitar al sueño. Pálidas imágenes que se suceden ininterrumpidamente, sin más, en la pantalla. Sin cambios de espacio, sin primeros planos. Sin subidas ni bajadas, sin una sola secuencia que atraiga la atención del espectador. Nada presagia nada, nada sugiere nada. Sólo algún pequeño cambio de ángulo ocasional en la toma. Mizuki se encontró compadeciendo a la psicóloga. Por más que fuera su trabajo, ¿no se aburría de tener que estar escuchando con atención experiencias personales de semejante calibre? ¿No se le escapaban los bostezos? «Yo acabaría muriéndome de aburrimiento si me soltaran cada día estas historias. Seguro».

Sin embargo, Tetsuko Sakaki escuchaba llena de interés, tomaba sencillas notas con un bolígrafo. Excepto alguna pregunta ocasional, intentaba intervenir lo menos posible y parecía totalmente concentrada en lo que le estaba contando Mizuki. Además, cuando hablaba, su voz calmada traslucía un verdadero y profundo interés. No había ni rastro de aburrimiento en ella. Sólo con escuchar aquella voz de tono pausado, tan característica, Mizuki se sintió extrañamente relajada. «No creo que nadie me haya escuchado nunca con tanta atención», pensó Mizuki. Cuando finalizó la hora y poco más de consulta, pudo constatar que el peso que cargaba sobre sus espaldas se había aligerado un poco.

—¿Quedamos, entonces, el miércoles que viene a la misma hora? —preguntó sonriente Tetsuko Sakaki.

—Sí, a mí me va bien —dijo Mizuki—. Pero ¿de verdad puedo volver a venir?

—Por supuesto. Si tú quieres, claro. Es que con estas cosas, ¿sabes?, tienes que hablar muchas, muchas veces, para que avancen. Esto no es un programa de consulta de la radio donde te responden lo que toca, te sueltan un: «Eso es todo. ¡Ánimo!», y listos. Quizá nos lleve algún tiempo, pero nos lo vamos a tomar. Porque las dos somos vecinas de Shinagawa, ¿no?

—Entonces, ¿hay algún incidente que recuerdes relacionado con nombres? —le preguntó Tesuko Sakaki al principio de la segunda sesión—. Con tu nombre, con el de otra persona, con el de algún animal de compañía, con el de algún lugar adonde hayas ido, con algún apodo, con cualquier cosa que tenga algo que ver con nombres. Si tienes algún recuerdo relacionado con algún nombre, dímelo.

—¿Algo relacionado con algún nombre?

—Sí. Nombres, firmas, pasar lista… No tiene por qué ser nada del otro mundo. Mientras esté relacionada con nombres, cualquier cosa vale, por insignificante que sea. Intenta recordar.

Mizuki reflexionó durante largo rato.

—Pues no recuerdo nada en particular que tenga que ver con nombres —dijo ella—. Al menos, ahora, de repente, no se me ocurre nada. Sólo… Sí, creo que sí. Recuerdo una cosa sobre una chapa de identificación.

—¡Muy bien! Sobre una chapa de identificación. Sí, eso vale.

—Pero no llevaba mi nombre —dijo Mizuki—. Era la chapa de otra persona.

—No importa. Háblame de eso —la animó la psicóloga.

—Tal como le conté la semana pasada, estudié secundaria y bachillerato en un colegio privado femenino —dijo Mizuki—. La escuela se encontraba en Yokohama y mi casa está en Nagoya, así que yo dormía en la residencia del colegio. Y todos los fines de semana volvía a casa. El viernes por la noche cogía el Shinkansen[26] y me iba a casa, y el domingo volvía a la residencia. De Yokohama a Nagoya no hay más de dos horas y nunca me sentí sola.

La psicóloga asintió.

—Pero en Nagoya hay muchas escuelas femeninas buenas, ¿no? ¿Por qué tuviste que dejar tu casa e ir a Yokohama?

—Porque mi madre había estudiado allí. A mi madre le encantaba aquella escuela, siempre había querido que alguna hija suya estudiara allí. Además, a mí también me gustaba la idea de vivir separada de mis padres. Era una escuela de monjas, pero era bastante liberal, y allí hice algunas buenas amigas. Todas ellas venían de otros lugares de Japón, como yo. Y había muchas que, tal como me ocurrió a mí, estudiaban en la escuela porque sus madres se habían graduado allí. Disfruté mucho durante los seis años que pasé en el colegio. Aunque tuve algunos problemas con la comida.

La psicóloga sonrió.

—Me dijiste que tenías una hermana mayor, ¿verdad?

—Sí, dos años mayor. Somos dos hermanas.

—¿Y tu hermana no fue a esa escuela de Yokohama?

—Mi hermana fue a una escuela en Nagoya. Mientras tanto, por supuesto, vivió con mis padres. A mi hermana no le gusta demasiado salir afuera. Además, nunca ha sido muy fuerte… Así que mi madre prefirió que fuera yo, la hermana pequeña, quien estudiara en aquella escuela. Yo era una niña muy sana, mucho más independiente que mi hermana mayor. Así que cuando al terminar primaria me preguntaron si me gustaría ir a la escuela en Yokohama, les respondí que sí. También me parecía muy divertido lo de volver a casa cada fin de semana en Shinkansen.

—Perdona que te haya interrumpido —se disculpó la psicóloga sonriendo—. Continúa, por favor.

—Los dormitorios de la residencia, en principio, eran dobles, pero al llegar a tercero de bachillerato, como privilegio del último año de estudios, te asignaban una habitación individual. El incidente ocurrió cuando yo ocupaba una de esas habitaciones. Como alumna del curso superior era, en aquellos momentos, delegada de los dormitorios. En el recibidor había un tablón con las chapas de identificación colgadas, cada alumna tenía la suya. En la placa figuraba nuestro nombre, escrito en caracteres de color negro en el anverso y de color rojo en el reverso. Cuando salíamos, teníamos, sin falta, que dar la vuelta a la placa. Al volver, la dejábamos como estaba antes. Es decir, que la cara escrita en negro indicaba que la alumna estaba en el dormitorio y la roja que había salido. Y cuando te alojabas fuera o te ausentabas por una larga temporada por suspensión de estudios, descolgabas la tarjeta. Los alumnos estábamos en recepción por turno, pero cuando llamaban por teléfono, por ejemplo, nos bastaba con echar una ojeada a las chapas para saber si la persona en cuestión se encontraba en el dormitorio o no. Era un sistema muy práctico.

La psicóloga asintió, alentándola a continuar.

—Era octubre. Antes de la cena, yo estaba en mi cuarto preparando las clases del día siguiente cuando me visitó una alumna de segundo curso llamada Yôko Matsunaka. Todas la llamábamos Yukko. Era, sin duda, la chica más guapa de la residencia. Blanca de tez, con el pelo largo y las facciones como las de una muñeca. Sus padres tenían un hotel de estilo japonés, muy renombrado, en Kanazawa. Eran ricos. Yukko estudiaba en un curso inferior al mío y, no lo puedo asegurar, pero había oído decir que sacaba muy buenas notas. O sea, que era una chica que destacaba extraordinariamente. Muchas alumnas de cursos inferiores la admiraban. Pero, sin embargo, Yukko no era antipática ni engreída. Más bien era una chica tranquila que no solía exteriorizar sus sentimientos. Era simpática, pero yo, a menudo, no sabía lo que estaba pensando. Y podían admirarla tanto como quisieran, pero dudo que tuviera una sola amiga íntima.

Mizuki se encontraba ante su escritorio, escuchando música por la radio, cuando oyó que llamaban flojito a la puerta. Al abrir, se encontró con Yôko Matsunaka. Llevaba un jersey fino de cuello alto ajustado y unos tejanos. Le dijo que quería hablar con ella y le preguntó si la molestaba en aquel momento. Mizuki se sorprendió, pero le respondió que no. Que no hacía nada importante, que adelante. Hasta aquel día, Mizuki nunca había hablado a solas con Yôko Matsunaka y jamás hubiera imaginado que ésta la visitara en su habitación para tratar de algún asunto privado. Le ofreció una silla y le preparó un té con el agua caliente del termo.

—Mizuki, ¿has tenido celos, o envidia, alguna vez? —le preguntó sin más preámbulos.

Mizuki se sorprendió de que le hicieran esta pregunta de sopetón, pero reflexionó sobre ello.

—Creo que no —dijo Mizuki.

—¿Ni siquiera una vez?

Mizuki sacudió la cabeza.

—Al menos, ahora que me lo preguntas así, tan de repente, no logro recordar ninguna ocasión. Sentir celos, envidia… ¿Cuándo, por ejemplo?

—Cuando, por ejemplo, tú quieres a alguien y ese alguien quiere a otra persona. O cuando, por ejemplo, alguien consigue sin más lo que tú deseas con todas tus fuerzas. O cuando, por ejemplo, tú piensas: «¡Ojalá pudiera hacer esto!», y otra persona lo logra sin el menor esfuerzo, como si nada… A esto me refiero.

—Pues yo diría que nunca los he tenido —dijo Mizuki—. ¿Y tú?

—Muchas veces.

Al oírlo, Mizuki se quedó sin habla. ¿Qué más podía desear aquella chica? Era guapísima, su familia era rica, sacaba buenas notas, era popular. Sus padres la adoraban. Mizuki había oído decir que algunos fines de semana salía con su novio, un estudiante universitario muy guapo. A Mizuki no se le ocurría qué más podía desear una persona.

—¿Cuándo, por ejemplo? —le preguntó Mizuki.

—No querría dar muchos detalles, ¿sabes? Si no te importa —dijo Yôko escogiendo con cautela las palabras—. Además, me da la impresión de que tampoco tiene mucho sentido ir enumerando ahora ejemplos concretos. Sólo que, desde hace tiempo, te quería hacer esta pregunta. Si habías sentido celos alguna vez o no.

—¿Querías preguntarme eso desde hace tiempo?

—Sí.

Mizuki no entendía a qué venía todo aquello, pero decidió responder con sinceridad.

—No lo creo —dijo ella—. Desconozco la razón. Y no deja de ser extraño. Porque no es que tenga mucha confianza en mí misma, la verdad. Y tampoco poseo, ni mucho menos, todo lo que me gustaría. Más bien al contrario. Hay un montón de aspectos con los que me siento bastante insatisfecha. Pero, a pesar de ello, nunca he envidiado a nadie. ¿Por qué será?

Una pequeña sonrisa afloró en los labios de Yôko Matsunaka.

—Me da la impresión de que la envidia no tiene nada que ver con las circunstancias reales u objetivas. Quiero decir que no es que las personas favorecidas por la fortuna no deban sentir envidia de los demás y que las menos favorecidas sí puedan experimentarla. La envidia no es así. Es como un tumor en nuestro interior, que nace a su antojo, en algún lugar desconocido por nosotros, y, sin atender a razones lógicas, se va desarrollando deprisa. Y, por más conscientes que seamos de ello, no podemos detenerlo. Y no es que la gente afortunada no tenga tumores y que a la gente desgraciada le salgan con facilidad, ¿verdad? Pues es lo mismo.

Mizuki escuchaba en silencio. En muy contadas ocasiones Yôko Matsunaka pronunciaba un discurso tan largo.

—Es muy difícil de explicar a una persona que nunca la haya sentido. Déjame decirte solamente que convivir, día tras día, con la envidia no es nada fácil. En realidad, es como ir acarreando contigo un pequeño infierno. Y tú, Mizuki, puedes sentirte muy afortunada de no haberla experimentado jamás.

Tras decir esto, Yôko Matsunaka se calló y miró de frente a Mizuki, que la escuchaba con una expresión casi sonriente. «¡Qué chica tan guapa!», pensó Mizuki una vez más. «Bonita figura, un busto precioso. ¿Cómo debe de sentirse una chica tan guapa como ella, tan guapa que llama la atención vaya a donde vaya? No puedo ni imaginármelo. ¿Debe de sentirse orgullosa por ello y encontrarlo, simplemente, divertido? ¿O debe de causarle, de alguna manera, alguna preocupación?».

Sin embargo, con todo, Mizuki nunca había envidiado a Yôko.

—Ahora me vuelvo a casa —dijo Yôko contemplándose las manos sobre las rodillas—. Un pariente mío ha muerto y debo asistir al funeral. Hace un rato, la profesora me ha dado permiso. No podré volver hasta el lunes por la mañana. ¿Podrías guardarme, mientras tanto, la chapa de identificación?

Tras pronunciar estas palabras, se sacó la chapa del bolsillo y se la entregó a Mizuki. Ésta no lograba entenderlo.

—No me importa lo más mínimo guardártela —dijo Mizuki—. Pero ¿por qué me pides que te la guarde? Bastaría con que la metieras en algún cajón.

Yôko Matsunaka se quedó mirando a Mizuki con más intensidad que antes a la cara. Mizuki se sintió incómoda al ser observada de aquel modo.

—Esta vez me gustaría que me la guardases tú —dijo Yôko Matsunaka con tono resuelto—. Hay algo que me preocupa y no quiero dejarla dentro en la habitación.

—De acuerdo —dijo Mizuki.

—No quiero que me la robe un mono mientras yo no estoy —aclaró Yôko Matsunaka.

—Me parece que en los dormitorios no hay ningún mono —comentó Mizuki alegremente. Hacer bromas tampoco era muy propio de Yôko Matsunaka. Luego, Yôko salió de la habitación. Atrás dejaba la chapa, una taza de té sin tocar y un extraño vacío.

—El lunes, Yôko Matsunaka no volvió al internado —le contó Mizuki a la psicóloga—. Cuando la tutora, preocupada, llamó a su familia, se enteró de que no había vuelto a su casa. No había muerto ningún pariente ni tampoco, por supuesto, se había celebrado un funeral. Ella había mentido, se había marchado a alguna parte. Encontraron su cadáver durante el fin de semana siguiente, yo me enteré al llegar a la residencia a la vuelta de Nagoya. Se había suicidado. Se había cortado las venas de la muñeca con una navaja de afeitar en las profundidades del bosque. La encontraron muerta, cubierta de sangre. Nadie comprendía las razones que podían haberla impelido al suicidio. No había dejado atrás ninguna nota, no había ningún motivo plausible. Su compañera de habitación dijo que no había apreciado ninguna diferencia en su comportamiento. Que no parecía atormentarla nada. Que estaba exactamente igual que siempre. Ella se había matado, simplemente, sin decir nada a nadie.

—Pero a ti, como mínimo, quizá sí intentara comunicarte algo, ¿no crees? —preguntó la psicóloga—. Por eso fue a tu habitación y te pidió que le guardaras la chapa. Y te habló de la envidia.

—Sí, es cierto. Yôko Matsunaka me habló de la envidia que sentía. Más adelante, se me ocurrió que quizá deseaba decírselo a alguien antes de morir. Claro que, en aquel momento, no le presté mucha atención.

—¿Le contaste a alguien que Yôko Matsunaka había ido a tu habitación antes de morir?

—No. No se lo dije a nadie.

—¿Y por qué?

Mizuki inclinó, dubitativa, la cabeza.

—Pensé que contarlo sólo hubiera servido para confundir más a todo el mundo. Nadie lo hubiera comprendido y no hubiera representado ninguna ayuda.

—¿Decir que quizá la profunda envidia que sentía había sido la causa del suicidio?

—Sí. Seguro que sólo hubiera servido para que pensaran mal de mí. ¿A quién iba a envidiar una chica como Yôko Matsunaka? En aquellos momentos, todo el mundo estaba muy conmocionado, reinaba una gran excitación, pensé que lo mejor era callarme. ¿Puede usted imaginarse cómo es la atmósfera en una residencia de estudiantes? Hablar hubiera sido como encender una cerilla en una habitación llena de gas.

—¿Qué hiciste con la chapa?

—Aún la guardo. Debe de estar metida en una caja, al fondo del armario. Junto con la mía.

—¿Y por qué continúas guardándola?

—En aquellos momentos, las cosas estaban muy revueltas en la residencia y perdí la oportunidad de devolverla. Luego, con el paso del tiempo, se me hizo cada vez más difícil devolverla, así, como si nada. Y tampoco era cuestión de tirarla, claro. Además, pensé que tal vez lo que Yôko Matsunaka quería era que yo me la quedara para siempre. Que por eso había venido a mi habitación antes de morir y me había pedido que se la guardara. Claro que no logro comprender por qué fue precisamente a mí a quien se lo pidió.

—Sí, es muy extraño. Porque tú y ella no erais tan amigas, ¿verdad?

—Vivíamos juntas en una residencia pequeña y nos conocíamos de vista. Nos saludábamos, habíamos intercambiado algunas palabras. Pero íbamos a cursos diferentes y jamás habíamos hablado de nada personal. Sólo que yo era la delegada de los dormitorios. Quizá fuera por eso por lo que vino a verme a mí —dijo Mizuki—. No se me ocurre otra razón.

—O quizá fuese porque Yôko Matsunaka, por alguna razón, sintiera interés por ti. Tal vez se sintiera atraída por ti. Quizás encontrara en ti algo especial.

—Eso, yo no lo sé —dijo Mizuki.

Tetsuko Sakaki permanecía en silencio, con los ojos clavados en el rostro de Mizuki como si estuviera considerando algo.

—Por cierto, ¿es verdad que no has sentido nunca envidia? ¿Nunca en toda tu vida? ¿Ni siquiera una vez?

Mizuki dejó que se hiciera una pausa. Luego respondió.

—Creo que no. Nunca.

—Es decir, que tú no comprendes lo que son los celos o la envidia.

—Lo entiendo más o menos. O sea, que puedo comprender cómo surgen. Pero la sensación real, ésa la desconozco. No sé lo fuertes que pueden llegar a ser, cuánto pueden llegar a durar, de qué manera sufre una persona poseída por ellos. Todas esas cosas.

—Pues sí —dijo la psicóloga—. Hay varias categorías. Como sucede, por otra parte, con todas las emociones humanas. Están los celos de baja intensidad, los que se conocen como celos o envidia. Éstos, en mayor o menor medida, los experimenta la mayoría de la gente de manera cotidiana. Es lo que sientes cuando promocionan a un compañero de trabajo por encima de ti, cuando el profesor prefiere a otro alumno de tu clase, cuando a un vecino le toca una gran cantidad de dinero en la lotería. Esto sólo es envidia. Piensas que es injusto y te enfadas un poco. En la psicología humana, ésta es una reacción natural. ¿Ni siquiera de ésos has sentido nunca? ¿Nunca has sentido envidia de nadie?

Mizuki reflexionó.

—Yo diría que nunca. Ya sé que hay muchas personas mucho más favorecidas por la fortuna que yo. Pero, sin embargo, no las envidio. Es que a mí me parece que cada persona es diferente.

—Y como cada persona es diferente, una no puede compararse con otra, ¿es eso lo que quieres decir?

—Sí, de eso se trata.

—Ya veo. Un punto de vista muy interesante —dijo la psicóloga con su voz calmada, entrecruzando, divertida, los dedos sobre el escritorio—. De todos modos, ésa no es más que la leve, la de baja intensidad. Pero cuando se intensifica, la cosa no es tan sencilla. La envidia es como un parásito que anida en el corazón de las personas. Y en algunos casos, tal como dijo tu amiga, se convierte en un cáncer que va carcomiendo su alma. Hay algunos casos en que llega a conducir a la persona a la muerte. Y como no hay manera de frenarla, supone una tortura para la persona que la sufre.

Al volver a casa, Mizuki sacó del armario la caja de cartón sellada con cinta adhesiva. La chapa de identificación de Yôko Matsunaka debía de estar guardada en un sobre, junto con la suya. Dentro de la caja había, sin orden ni concierto, viejas cartas de cuando iba a primaria, diarios, álbumes de fotografías, cartillas de notas y otros recuerdos. Mizuki llevaba tiempo pensando que tenía que ordenar todo aquello, pero, como estaba muy ocupada, la caja había quedado tal cual, intacta, de un traslado a otro. Sin embargo, por más que rebuscó en su interior, no logró encontrar el sobre con las chapas. Sacó todo el contenido de la caja y lo estudió minuciosamente, pero el sobre siguió sin aparecer. Mizuki se sintió desconcertada. Cuando se había mudado a aquella casa, había echado una ojeada al contenido de la caja y había visto el sobre con las chapas. Y había pensado, embargada por una profunda emoción: «¡Oh! Todavía están aquí». Luego, para que nadie las viera, había sellado la caja. Y aquélla era la primera vez que la abría después. Por lo tanto, el sobre debía estar dentro. No le cabía la menor duda. ¿Dónde diablos habría ido a parar?

Desde que había empezado a ir, una vez por semana, a ver a la psicóloga Sakaki al gabinete de consulta del ayuntamiento, Mizuki había dejado de conceder tanta importancia al hecho de olvidarse del nombre. Continuaba sucediéndole, y con la misma frecuencia, pero al menos los síntomas se habían estabilizado y las pérdidas de memoria no se habían extendido a otras áreas aparte del nombre. Además, el brazalete la salvaba de las situaciones embarazosas. A veces llegaba incluso a considerarlo natural, como un aspecto más de su vida cotidiana.

Mizuki no le había dicho a su marido que iba a la consulta. En realidad, no es que pretendiera escondérselo, pero le parecía muy pesado tener que explicárselo todo. Su marido le pediría, sin duda, una explicación pormenorizada. Además, olvidando su nombre y yendo a la consulta una vez por semana, a él no le hacía ningún daño. Y la tarifa era irrisoria. Tampoco le contó a la psicóloga que, por más que la había buscado, no había conseguido encontrar la chapa del internado de Yôko Matsunaka. Porque no le pareció que aquello tuviera algo que ver con la entrevista.

Pasaron dos meses. Todos los miércoles, Mizuki se dirigía a la consulta del segundo piso del ayuntamiento del distrito. El número de personas que acudía al gabinete, al parecer, había aumentado y el tiempo de la sesión se redujo de la hora que al principio le habían concedido como trato preferente, a los treinta minutos establecidos; pero por entonces la conversación entre ambas ya estaba muy bien encauzada y habían aprendido a hacer un uso más provechoso del tiempo de que disponían. Había ocasiones en que a Mizuki le hubiera gustado continuar hablando, pero, después de todo, eran sesiones a bajo precio. No podía pedir más.

—Ésta es la novena vez que vienes —le dijo un día la psicóloga cinco minutos antes de acabar la consulta—. La frecuencia con la que olvidas tu nombre no ha disminuido, pero tampoco ha aumentado, ¿verdad?

—No, no ha aumentado —respondió Mizuki—. Creo que me encuentro en una fase estacionaria.

—¡Fantástico! ¡Fantástico! —dijo la psicóloga. Luego introdujo su bolígrafo negro en el bolsillo de su chaqueta y cruzó estrechamente los dedos de ambas manos sobre el escritorio. Después, tras dejar que se produjera una pequeña pausa, dijo—: Es posible que la semana que viene, cuando vengas, quizá se produzca un gran avance respecto al problema que hemos estado tratando.

—¿Respecto a lo de olvidarme del nombre?

—Sí. Es posible que, si todo va bien, pueda especificarte la causa de una forma materializada y que te la pueda mostrar.

—¿De por qué olvido mi nombre? ¿La causa de por qué no lo recuerdo?

—Exacto.

Mizuki no acababa de entender lo que le estaba diciendo.

—La causa materializada… ¿Es decir, que es algo que puede verse?

—Pues claro que puede verse. Por supuesto —dijo la psicóloga y se frotó las manos con aire satisfecho—. Quizá te la pueda poner en una bandeja y decirte: «¡Aquí la tienes!». Pero, por desgracia, hasta la semana que viene no podré darte más detalles. Porque en la fase en la que nos encontramos ahora, todavía no estoy segura. Pero confío en que todo vaya bien. Y, si es así, entonces te lo explicaré todo con pelos y señales.

Mizuki asintió.

—En todo caso —prosiguió la psicóloga Tetsuko Sakaki—, lo que quiero decirte es que vamos hacia delante y hacia atrás, pero que, con todo, el asunto se está encaminando, de una manera segura, hacia una solución. Porque ya lo dicen, ¿no?, que en la vida se avanzan tres pasos y se retroceden dos. No te preocupes. Todo va bien. Confía en mí. Así que hasta la semana que viene. Y no te olvides de pedir hora en recepción.

Y, tras decir eso, la psicóloga le guiñó el ojo.

La semana siguiente, a la una de la tarde, cuando Mizuki fue al gabinete psicológico, Tetsuko Sakaki la estaba esperando sentada ante el escritorio y lucía en su rostro una sonrisa más amplia que de costumbre.

—Me parece que he descubierto la causa de que te olvides de tu nombre —dijo con orgullo—. Creo que he encontrado la solución.

—¿Quieres decir con eso que ya no lo olvidaré nunca más? —preguntó Mizuki.

—Exacto. Ya no volverás a olvidarlo. La causa está clara, y el problema está resuelto.

—¿Cuál era, entonces, la causa? —preguntó, medio incrédula, Mizuki.

Tetsuko Sakaki sacó algo de un bolso de charol de color negro que había a su lado y lo depositó sobre la mesa.

—Me parece que esto es tuyo.

Mizuki se levantó del sofá y se acercó a la mesa. Encima, había dos chapas de identificación. En una ponía: MIZUKI ÔSAWA, en la otra: YÔKO MATSUNAKA. El rostro de Mizuki se quedó sin sangre. Retrocedió y se hundió en el sofá. Durante unos instantes, fue incapaz de pronunciar palabra. Se presionaba las palmas de ambas manos fuertemente contra la boca. Como si quisiera evitar que se le escapasen las palabras.

—No es extraño que te sorprendas —dijo Tetsuko Sakaki—. Tranquila, voy a explicártelo con calma. Tranquilízate. No tienes por qué sentir miedo.

—¿Cómo es posible que…? —dijo Mizuki.

—¿Cómo es posible que hayan ido a parar a mis manos tus dos chapas de identificación?

—Sí. Yo…

—No lo entiendes, ¿verdad?

Mizuki asintió.

—Las he recuperado para ti —dijo Tetsuko Sakaki—. Estas chapas te fueron robadas y por eso tú no podías recordar tu nombre. Y, para que pudieras recuperarlo, era preciso que las poseyeras de nuevo.

—¿Pero quién…?

—¿Pero quién robó de tu casa estas dos chapas? ¿Y con qué objetivo? —dijo Tetsuko Sakaki—. Esto, más que explicártelo yo, me da la impresión de que es mejor que se lo preguntes directamente a quien te las sustrajo.

—¿Pero es que el ladrón está aquí? —preguntó, atónita, Mizuki.

—Sí, por supuesto. Lo hemos atrapado y le hemos incautado las chapas. Bueno, no he sido yo quien lo ha hecho, claro. Han sido mi marido y unos subordinados suyos del departamento. Ya te lo dije, ¿no?, que mi marido era jefe del Departamento de Obras Públicas del distrito de Shinagawa.

Mizuki asintió sin entender nada.

—¡Adelante! Vayamos a ver al malhechor. Y cuando lo tengas delante, dile cuatro verdades.

Guiada por Tetsuko Sakaki, Mizuki salió de la habitación donde tenía lugar la consulta, recorrió el pasillo, subió al ascensor. Las dos bajaron al sótano. Avanzaron por un largo pasillo desierto, se detuvieron ante una puerta que había al fondo y Tetsuko Sakaki llamó con los nudillos. «Adelante», le contestó desde dentro una voz masculina y Tetsuko Sakaki abrió la puerta.

Dentro había un hombre alto y delgado que rondaba la cincuentena, y otro, corpulento, de unos veinticinco años. Ambos vestían una bata de trabajo de color café claro. El hombre de mediana edad llevaba prendida del pecho una tarjeta que ponía «Sakaki», y el joven otra donde figuraba el nombre «Sakurada». Este último llevaba en la mano una porra negra de policía.

—Usted debe de ser la señora Mizuki Andô, ¿no es así? —preguntó el hombre llamado Sakaki—. Soy el marido de Tetsuko. Me llamo Yoshirô Sakaki y soy el jefe del Departamento de Obras Públicas del Ayuntamiento de Shinagawa. Éste es el señor Sakurada. Trabaja en mi departamento.

—Encantada —dijo Mizuki.

—¿Qué? ¿Está tranquilo? —le preguntó Tetsuko a su marido.

—Sí. Por lo visto se ha conformado y se ha quedado quieto —dijo Yoshirô Sakaki—. El señor Sakurada lo lleva vigilando desde la mañana y parece que no le ha ocasionado ningún problema.

—Sí, es pacífico —admitió Sakurada con cierto timbre de decepción en la voz—. Si hubiera armado alboroto, ya le hubiera enseñado yo un par de cosas, pero no ha habido necesidad.

—Sakurada fue capitán del equipo de kárate de la Universidad de Meiji. Es uno de nuestros jóvenes más prometedores —explicó el jefe de departamento, el señor Sakaki.

—Entonces, ¿quién robó las tarjetas de mi casa? ¿Y por qué lo hizo? —preguntó Mizuki.

—Bueno, vamos a dejar que hable con el autor del robo —dijo Tetsuko Sakaki.

Al fondo de la habitación había otra puerta, Sakurada la abrió. Le dio al interruptor, encendió la luz. Recorrió la habitación con la mirada, se volvió hacia los demás e hizo un gesto de asentimiento.

—No hay problema. Adelante, por favor.

En primer lugar entró el jefe de departamento, el señor Sakaki, luego, Tetsuko Sakaki, y por último Mizuki. Era un cuarto pequeño parecido a un almacén. No había ningún mueble. Sólo una silla pequeña y un mono sentado en ella. Para tratarse de un mono, era bastante grande. Su tamaño era inferior al de un hombre adulto, pero superior al de un niño de primaria. Tenía el pelo un poco más largo que los monos japoneses y se veían, aquí y allá, algunos pelos grises. Resultaba difícil precisar su edad, pero ya no parecía muy joven. Tenía los brazos y las patas fuertemente atadas a la silla de madera con una delgada cuerda. Su largo rabo le colgaba, impotente, hasta el suelo. Cuando Mizuki entró en la habitación, el mono le echó una ojeada rápida y bajó la vista al suelo.

—¿Un mono? —dijo Mizuki.

—Exacto —dijo Tetsuko Sakaki—. Tus chapas de identificación te las robó, de tu casa, un mono.

«Para que no me la coja un mono mientras yo no estoy», había dicho Yôko Matsunaka. «¡No hablaba en broma!», pensó Mizuki. «Yôko Matsunaka lo sabía». Un escalofrío recorrió la espalda de Mizuki.

—¿Cómo es posible que…?

—¿Cómo es posible que lo haya descubierto? —preguntó Tetsuko Matsunaka—. Pues porque soy una profesional. Ya te lo dije el primer día, ¿no te acuerdas? Tengo mi titulación y muchos años de experiencia. Las apariencias engañan. Una psicóloga que trabaje en el ayuntamiento por un precio reducido, como si hiciera una obra de beneficencia, no tiene por qué ser peor que otra que disponga de un consultorio maravilloso.

—No, claro. Eso ya lo sé. Pero estoy tan sorprendida que…

—¡Vale, vale! Hablo en broma —dijo Tetsuko Sakaki, y sonrió—. En verdad, yo soy una psicóloga un poco rara. Y no me llevo demasiado bien ni con las instituciones ni con el mundo académico. Prefiero trabajar a mi aire en un lugar como éste. Porque mis métodos son, como puedes ver, un poco especiales.

—Pero extremadamente eficaces —añadió con expresión seria Yoshirô Sakaki.

—¿Entonces, este mono me robó las chapas de identificación? —preguntó Mizuki.

—Sí. Se coló en tu casa y te quitó las chapas de dentro de la caja del armario. Hace un año aproximadamente. Justo cuando tú empezaste a no poder recordar tu nombre, ¿verdad?

—Sí, exacto. Fue justo en aquella época.

—Le ruego que me disculpe —dijo el mono hablando por primera vez. Tenía una voz vigorosa. Incluso se podía apreciar en ella cierta musicalidad.

—¡Habla! —exclamó Mizuki atónita.

—Sí, puedo hablar —dijo el mono sin cambiar apenas de expresión—. Tengo que pedirle a usted disculpas por otra cosa más. Cuando entré en su casa a robarle las chapas, también cogí dos plátanos. No tenía intención de quitarle nada más que las chapas, pero tenía mucha hambre y, pese a ser consciente de que era algo que no debía hacer, acabé llevándome dos plátanos que había encima de la mesa y me los comí. Es que tenían muy buen aspecto, ¿sabe usted?

—¡Desvergonzado! —exclamó Sakurada y le golpeó la palma de la mano con la porra negra—. ¡Vete a saber qué más habrá robado! ¿Le aprieto las ataduras un poco más?

—Espera un momento —dijo el jefe de departamento, el señor Sakaki—. Ha confesado libremente lo de los plátanos y no parece tan malvado. Hasta que no esclarezcamos los hechos, más vale que no hagamos uso de la violencia. Si se supiera que en el ayuntamiento maltratamos a los animales, podríamos tener problemas.

—¿Y por qué me robaste las chapas? —le preguntó Mizuki al mono.

—Es que yo soy un mono que roba nombres —respondió el mono—. Es una enfermedad. A la que veo un nombre, experimento la necesidad de robarlo. Por supuesto, no me vale cualquier nombre. Hay nombres que me atraen. Hay nombres de personas que me atraen. Y, cuando los encuentro, no puedo evitar hacerme con ellos. Entro furtivamente en sus casas y los robo. Soy muy consciente de que está mal, pero no puedo contenerme.

—Eras tú el que quería robarle la chapa a Yôko Matsunaka en la residencia, ¿verdad?

—Sí, en efecto. Yo estaba perdidamente enamorado de la señorita Matsunaka. Enamorado como no lo he estado en toda mi vida. Pero ella jamás hubiese podido ser mía. Yo soy un mono, ya lo ve, no tenía esperanza alguna. Por eso deseaba poseer su nombre. Poseer, al menos, su nombre. Sólo con eso, mi corazón ya se hubiera sentido satisfecho. ¿Qué más podía pedir un mono? Pero, antes de que pudiera conseguirlo, ella se quitó la vida.

—¿No tendrás algo que ver con su suicidio?

—¡No! —gritó el mono sacudiendo violentamente la cabeza—. ¡No! Que ella se suicidara nada tiene que ver conmigo. A ella la acuciaba un negro dilema dentro de su corazón. Nadie podía salvarla.

—¿Y cómo acabaste enterándote, después de tantos años, de que la chapa de Yôko Matsunaka estaba en mi casa?

—Tardé mucho tiempo en llegar a esa conclusión. Después de que la señorita Matsunaka muriera, intenté conseguir enseguida su chapa. Hacerme con ella antes de que alguien se la llevara. Pero me encontré con que la chapa ya había desaparecido. Y nadie sabía adónde había ido a parar. La busqué por todas partes. Casi perdí la vida en el intento. Pero no logré descubrir su paradero. En aquel momento, no se me ocurrió que la señorita Matsunaka pudiera habérsela entregado a usted. Porque ustedes dos no eran particularmente amigas.

—Cierto —dijo Mizuki.

—Sin embargo, tuve una chispa de inspiración y empecé a pensar que era posible que la tuviese usted. Eso fue la primavera del año pasado. Pero hasta que descubrí que la señorita Mizuki Ôsawa se había casado, que se había convertido en la señora Mizuki Andô y que ahora vivía en una casa de Shinagawa tardé, una vez más, mucho tiempo. Porque, para un mono, es bastante complicado hacer investigaciones de este tipo. En fin, así fue como entré a robar en su casa.

—Pero ¿por qué te llevaste, de pasada, también mi chapa de identificación y no sólo la de Yôko Matsunaka? Eso me ha hecho sufrir mucho. Dejar de saber cómo me llamaba.

—Lo siento muchísimo —se disculpó el mono, avergonzado, bajando la cabeza—. Cuando veo un nombre que me atrae, no puedo evitar robarlo. Me avergüenza confesárselo, pero también el nombre «Mizuki Ôsawa» cautivó mi humilde corazón. Tal como le he dicho, es una enfermedad. Ni yo mismo logro controlar mis impulsos. Pese a ser consciente de que es algo que no debe hacerse, sin darme cuenta se me escapa la mano. Lamento, desde lo más profundo de mi corazón, haberle ocasionado tantas molestias.

—Este mono vivía oculto en las cloacas de Shinagawa —dijo Tetsuko Sakaki—. Así que le pedí a mi marido que lo capturaran y los jóvenes del departamento así lo hicieron. Nos ha sido de gran ayuda que él sea el jefe del Departamento de Obras Públicas y que las cloacas se incluyan dentro de sus responsabilidades.

—El señor Sakurada, aquí presente, se ha esforzado mucho en atraparlo —dijo el jefe de departamento, el señor Sakaki.

—Al Departamento de Obras Públicas no se le puede pasar por alto, bajo ningún concepto, el hecho de que haya un sujeto sospechoso como éste oculto en las cloacas —dijo Sakurada con suficiencia—. Este tipo tenía su guarida provisional bajo el suelo de Takanawa y, desde ese centro de operaciones, se desplazaba por las cloacas hacia cualquier punto de la ciudad.

—En las ciudades no hay ningún lugar donde podamos vivir. Hay pocos árboles, durante el día es difícil encontrar zonas de sombra. A la que pisas el suelo, un tropel de gente quiere atraparte. Los niños tiran a darte con el tirachinas o con las pistolas BB, enormes perros con pañuelos anudados al cuello nos persiguen desesperadamente. Cuando estás en lo alto de un árbol, descansando, viene una cámara de televisión y te enfoca. No podemos estar tranquilos en ningún lado. Por eso me oculté bajo el suelo. Perdónenme.

—Pero ¿cómo supo usted que este mono se ocultaba en las cloacas? —preguntó Mizuki a Tetsuko Sakaki.

—A lo largo de estos dos meses en los que te he estado escuchando atentamente, he ido comprendiendo varias cosas. Ha sido como si se fuera despejando la niebla —expuso Tetsuko Sakaki—. Supuse que debía de haber algo que robaba nombres y pensé que, tal vez, todavía estuviera oculto en el subsuelo de la zona. Y si se trataba del subsuelo de la ciudad, las posibilidades se reducían mucho. O bien el recinto del metro, o bien las cloacas. Entonces decidí pedírselo a mi marido. Que investigara si en las cloacas se ocultaba alguna criatura que no fuera humana, porque yo creía que existía tal posibilidad. Y, ¡bingo!, encontraron al mono.

Mizuki se quedó sin habla durante unos instantes.

—Pero…, sólo escuchando lo que yo le contaba, ¿cómo logró descubrirlo?

—No queda bien que lo diga yo, siendo su marido, pero mi mujer posee una capacidad especial que no tiene el común de la gente —dijo el jefe del departamento, el señor Sakaki, con expresión formal—. En los veintidós años que llevamos casados he visto muchas cosas que me han llenado de asombro. Por eso me esforcé tanto en conseguir que el ayuntamiento abriera el gabinete psicológico. Porque estaba convencido de que si ella disponía de un espacio donde desarrollar su talento podría ser de gran ayuda a los vecinos del barrio de Shinagawa. En fin, lo que ahora importa es que el caso del robo de nombres haya quedado aclarado. Me siento muy contento por ello. Y también aliviado.

—¿Y qué van a hacer con el mono que han atrapado? —preguntó Mizuki.

—No podemos dejarlo vivir —dijo, como si nada, Sakurada—. Una vez se ha adquirido un vicio es imposible desprenderse de él. Diga lo que diga ahora, reincidirá en alguna otra parte. Acabemos con él. Es lo mejor. Si le inyectamos en la vena una alta concentración de desinfectante, solucionamos el problema en un abrir y cerrar de ojos.

—Espera un momento —dijo el jefe del departamento, el señor Sakaki—. Sean cuales sean nuestras razones, si se llegara a saber que hemos matado un animal, seguro que llegarían quejas y nos encontraríamos con un gran problema. Acuérdate de lo que pasó hace un tiempo cuando matamos aquellos cuervos. Recuerda el revuelo que se armó. Quiero evitar problemas.

—Por favor, no me maten —suplicó el mono, atado como estaba, haciendo una profunda inclinación de cabeza—. He cometido una mala acción. Lo que hice es reprobable, sin lugar a dudas. Eso lo sé perfectamente bien. He ocasionado un montón de problemas a los señores humanos. Pero, y no es que con ello pretenda quitarme culpa, también hay algo positivo en mi acción.

—¿Qué elemento positivo puede haber en robarle el nombre a la gente? Dime uno —le espetó, con tono duro, el jefe del departamento, el señor Sakaki.

—Sí, señor. Yo robo nombres, en efecto. Pero, al mismo tiempo, me llevo también parte de los elementos negativos que cada nombre conlleva. Quizá les parezca que me lo estoy inventando. Pero existe una pequeña posibilidad de que, si yo no hubiera fracasado en el intento de robarle el nombre a Yôko Matsunaka, ella no se hubiese quitado la vida.

—¿Y eso por qué? —preguntó Mizuki.

—Porque si hubiera logrado arrebatarle el nombre, le hubiese sustraído, al mismo tiempo, parte de las tinieblas que ocultaba en su corazón. Y, junto con el nombre, me las hubiese llevado al mundo subterráneo —dijo el mono.

—¡Vaya un argumento para salir del paso! —exclamó Sakurada—. Como se está jugando la vida, este mono se exprime los sesos que es un contento y se saca de la manga el primer pretexto que se le ocurre.

—No lo creo. Quizá tenga parte de razón —dijo Tetsuko Sakaki, que estaba reflexionando con los brazos cruzados. Se dirigió al mono y le preguntó—: ¿Cuando robas un nombre te llevas junto con lo bueno también lo malo que éste conlleva?

—Así es. En efecto —respondió el mono—. Nosotros no podemos elegir, no podemos tomar sólo lo que nos place. Los monos nos llevamos también lo malo que hay en el nombre que robamos. Lo tomamos todo en conjunto. ¡Por favor! ¡No me maten! Soy un estúpido mono que tiene un mal vicio, pero eso no quiere decir que no les pueda ser útil en absoluto.

—Entonces, ¿qué había de malo en mi nombre? —le preguntó Mizuki al mono.

—Eso no quiero decirlo delante de la persona a la que pertenece el nombre —dijo el mono.

—Dímelo —rogó Mizuki—. Si lo haces, te perdonaré. Y les pediré a los aquí presentes que te perdonen también.

—¿De verdad?

—¿Lo perdonarían ustedes si me lo explica todo con sinceridad? —le preguntó Mizuki al jefe del departamento, el señor Sakaki—. El mono, en sí mismo, no es malo, y en estos mismos instantes ya está purgando su culpa. Si, tras aleccionarlo bien, lo lleváramos a las montañas de Takao y lo soltáramos allí, no creo que volviera a cometer ninguna mala acción. ¿Qué le parece?

—Si a usted le parece bien, no tengo nada que objetar —dijo el jefe de departamento, señor Sakaki. Luego se dirigió al mono—: ¡Eh, tú! ¿Prometes no volver a pisar nunca más el distrito veintitrés?

—Sí, señor jefe de departamento. Nunca más volveré al distrito veintitrés. A partir de ahora no les ocasionaré ninguna otra molestia. No volveré a deambular por las cloacas. Ya no soy joven y creo que ésta es una buena oportunidad para cambiar de vida —prometió el mono con expresión sumisa.

—Por si acaso, ¿no sería mejor marcarle la cola para, después, poder reconocerlo enseguida? —dijo Sakurada—. Creo que por aquí tenemos la placa eléctrica de las obras con el timbre del distrito de Shinagawa.

—¡No, por favor! No me hagan eso —exclamó el mono al borde de las lágrimas—. Si llevo una marca extraña en la cola, los otros monos recelarán de mí y no se me acercarán. Se lo voy a contar todo sinceramente, sin ocultar nada, pero no me marquen, por favor.

—Deja correr lo de la marca —intercedió el jefe de departamento, señor Sakaki—. Si lleva la marca del distrito en la cola, puede traernos problemas más adelante. Es como si nosotros asumiéramos la responsabilidad.

—Sí, señor. Como usted mande —dijo Sakurada con un deje de decepción en la voz.

—Entonces, dime. ¿Qué cosas malas llevaba consigo mi nombre? —preguntó Mizuki mirando fijamente los ojillos rojos del mono.

—Es posible que mis palabras la hieran, señora Mizuki.

—No importa. Habla.

El mono, apurado, reflexionó unos instantes. Varias arrugas surcaron su frente.

—Tal vez sería mejor que no las escuchase.

—Es igual. Quiero saber la verdad.

—De acuerdo —dijo el mono—. En ese caso voy a decírselo sin rodeos. Su madre no la quiere. Jamás la ha querido, ni ahora ni cuando usted era niña. Desconozco las razones. Pero es así. Tampoco su hermana mayor la quiere a usted. Su madre la envió al colegio de Yokohama con la finalidad de sacársela de encima. Porque tanto su madre como su hermana preferían tenerla lo más lejos posible. Su padre no es, en absoluto, una mala persona, pero tiene un carácter muy débil. Y no fue capaz de protegerla. Por esta razón, usted, desde pequeña, ha estado falta de amor. En el fondo, usted siempre lo ha sabido, pero ha intentado ignorarlo intencionadamente. Ha desviado los ojos de esa realidad, la ha ocultado en el fondo de su corazón, ha puesto una tapa encima y ha intentado vivir sin pensar en cosas que puedan hacerla sufrir, sin ver las cosas desagradables. Ha vivido sofocando este sentimiento negativo. Y esta postura defensiva ha pasado a formar parte de su personalidad. ¿No es cierto? Debido a eso, usted ha acabado por no poder amar a nadie de verdad, incondicionalmente, desde lo más hondo de su corazón.

Mizuki permanecía en silencio.

—En el presente, su matrimonio parece feliz, sin problemas. Y tal vez lo sea en realidad. Sin embargo, usted no ama profundamente a su marido. ¿No es cierto? Y, si tuviera un hijo, de seguir las cosas así, sucedería lo mismo.

Mizuki no decía nada. Se acuclilló en el suelo y cerró los ojos. Tenía la sensación de que su cuerpo se había desmembrado. Su piel, sus órganos, sus huesos estaban desunidos, en piezas. Sólo le llegaba el sonido de su propia respiración.

—¿Quién se ha creído este mono que es para hablar así? —exclamó Sakurada sacudiendo la cabeza—. Jefe, ya no puedo aguantarlo más. Déjeme darle su merecido.

—¡Espera! —dijo Mizuki—. Tiene razón. Este mono dice la verdad. Y yo lo he sabido siempre. Pero pretendía no verlo, miraba para otro lado. Cerraba los ojos y los oídos. Este mono no ha hecho más que hablar con sinceridad. Así que les pido que lo perdonen. No digan nada y suéltenlo en la montaña.

Tetsuko Sakaki depositó suavemente la mano en el hombro de Mizuki.

—¿Es esto lo que tú quieres?

—Sí. Con que me devuelva mi nombre, me doy por satisfecha. Y, de aquí en adelante, tendré que aprender a vivir con todo lo que conlleva. Éste es mi nombre y ésta es mi vida.

Tetsuko Sakaki le dijo a su marido:

—El próximo fin de semana podríamos coger el coche, acercarnos a Takao y buscar un lugar apropiado para soltar al mono. ¿Qué te parece?

—Muy bien. Perfecto —respondió el jefe del departamento, el señor Sakaki—. Está a la distancia justa para probar el coche nuevo.

—Les estoy profundamente agradecido —dijo el mono.

—No te marearás en el coche, ¿verdad? —le preguntó Tetsuko Sakaki al mono.

—No. No se preocupe. Ni les vomitaré encima de los asientos nuevos ni haré allí mis necesidades. Me portaré como es debido. No les ocasionaré ninguna molestia —dijo el mono.

En el momento de separarse del mono, Mizuki le dio la chapa de Yôko Matsunaka.

—Esto es mejor que te lo quedes tú —le dijo Mizuki al mono—. Estabas enamorado de ella, ¿no es cierto?

—Sí, lo estaba.

—Entonces guarda bien esta chapa. Y no vuelvas a robarle nunca el nombre a alguien.

—Sí. Esta chapa será lo más preciado que tenga. Y no volveré a robar nunca jamás —prometió el mono mirándola con expresión seria.

—¿Por qué debió de pedirme Yôko Matsunaka antes de morir que le guardase la chapa? ¿Por qué me lo pidió precisamente a mí?

—Eso yo no lo sé —respondió el mono—. Pero, en todo caso, gracias a ello hemos podido encontrarnos y hablar. Tal vez haya sido un designio de la fortuna.

—Sí, seguro que sí —dijo Mizuki.

—¿La ha herido lo que le he dicho?

—Sí —respondió Mizuki—. Creo que sí. Muy hondo.

—Lo siento mucho. La verdad es que yo no quería hablar.

—No importa. En el fondo de mi corazón, yo eso ya lo sabía. Y en realidad tenía que enfrentarme a este hecho antes o después.

—Me siento aliviado al oírlo —dijo el mono.

—Adiós —le dijo Mizuki al mono—. No creo que volvamos a vernos.

—Cuídese mucho —dijo el mono—. Y muchas gracias por haberme salvado la vida.

—Oye, tú. No vuelvas a poner los pies en el distrito de Shinagawa —espetó Sakurada dándose golpecitos con la porra en la palma de la mano—. Hoy te has salvado gracias a la consideración del jefe, pero si te vuelvo a ver, te aseguro que no saldrás con vida.

Y el mono sabía que no era una simple amenaza.

—¿Y qué, la semana que viene? —le preguntó Tetsuko Sakaki a Mizuki, de vuelta en el consultorio—. ¿Hay algo más de lo que quieras hablarme?

Mizuki negó con la cabeza.

—No. Gracias a usted, doctora, mi problema se ha solucionado por completo. Le estoy muy agradecida.

—¿Y no necesitas hablar conmigo de lo que te ha dicho el mono?

—No. Creo que podré sobrellevarlo sola. Antes que nada, tengo que reflexionar sobre ello con calma.

Tetsuko Sakaki asintió.

—Sí, creo que eres muy capaz de enfrentarte a ello sola. Si te lo propones, seguro que te fortalecerás.

Mizuki dijo:

—Pero, si me encontrara en un callejón sin salida, ¿podría volver?

—Por supuesto —respondió Tetsuko Sakaki. Y una amplia sonrisa dividió en dos su rostro flexible—. Y, entonces, entre las dos, volveremos a atrapar algo.

Se dieron la mano y se separaron.

Al volver a su casa, Mizuki metió dentro de un sobre marrón la vieja chapa donde ponía MIZUKI ÔSAWA y el brazalete con el nombre MIZUKI (ÔSAWA) ANDÔ grabado, cerró el sobre y lo guardó dentro de la caja de cartón del armario. Había recuperado su nombre. A partir de aquel momento, volvería a vivir con ese nombre. Las cosas quizá le irían bien. O tal vez no. Pero, en todo caso, ése era su nombre, el único que tenía.