Tony Takitani

El nombre real de Tony Takitani era, verdaderamente, Tony Takitani.

Debido a su nombre (en el registro civil figuraba, por supuesto, Tony Takitani) y a que tenía las facciones muy pronunciadas y el pelo rizado, cuando era pequeño solían tomarlo por un niño mestizo. Porque, en plena posguerra, había montones de niños por cuyas venas corría la sangre de los soldados americanos. Sin embargo, lo cierto era que tanto su padre como su madre eran japoneses de pura cepa. Su padre se llamaba Shôzaburô Takitani y era un trombón de jazz que había disfrutado de cierta fama en la preguerra. Pero cuatro años antes de que estallara la guerra del Pacífico se metió en un lío de faldas, tuvo que dejar Tokio y, puestos a marcharse, se fue a la China llevándose sólo su instrumento. En aquella época, zarpando de Nagasaki, se tardaba un día en llegar a Shangai. No tenía nada, ni en Tokio ni en Japón, que le importara dejar atrás. Se marchó sin pesar alguno. Además, los encantos artísticos que ofrecía el Shangai de aquella época parecían irle, a un hombre de sus características, como anillo al dedo. Desde el instante en que avistó, de pie en la cubierta del barco que remontaba el río Yangtzé, las hermosas calles de Shangai iluminadas por el sol de la mañana, se sintió fascinado por la ciudad. Aquella luz parecía traerle promesas de un futuro brillante y feliz. Tenía entonces veintiún años.

De este modo, Shôzaburô Takitani se pasó los agitados tiempos de contienda, desde la guerra chino-japonesa al ataque de Pearl Harbor y al lanzamiento de las bombas atómicas, tocando despreocupadamente el trombón en los clubes nocturnos de Shangai. La guerra se desarrollaba en un lugar que nada tenía que ver con él. En definitiva, que se puede afirmar que Shôzaburô Takitani no tenía ni un ápice de voluntad o reflexión frente a la historia. Tocar el trombón, comer tres veces al día y disponer de algunas mujeres a su alrededor era todo cuanto deseaba. Era un hombre modesto, pero también arrogante. Fundamentalmente era un gran egoísta, pero solía ser muy amable y simpático con quienes le rodeaban. Por lo tanto, gustaba a la mayoría de la gente. Era joven, guapo y, encima, tocaba muy bien el trombón, así que, fuera a donde fuese, destacaba como un cuervo en un día de nieve. Se había acostado con tantas mujeres que había perdido la cuenta. Desde japonesas a chinas, pasando por rusas blancas, desde prostitutas a mujeres casadas, desde mujeres hermosas a otras que no lo eran tanto, él se acostaba con cuantas mujeres tuviera al alcance de la mano. Y, pronto, Shôzaburô Takitani se convirtió en un sujeto emblemático del Shangai de la época gracias a la dulzura de su trombón y a la actividad de su enorme pene.

Otra cualidad que lo adornaba (aunque él no fuese especialmente consciente de ello) era la de saber trabar amistades «útiles». Estaba en excelentes términos con militares de alta graduación del ejército de tierra japonés, con ricachones chinos, aparte de con unos tipejos forrados de dinero que habían obtenido enormes beneficios económicos de la guerra por medios poco claros. La gran mayoría era el tipo de sujetos que esconden una pistola bajo la chaqueta y que, al salir de un edificio, lo primero que hacen es echar una ojeada calle arriba y calle abajo, pero Shôzaburô Takitani, curiosamente, se llevaba bien con ellos. Y ellos lo protegían con mimo. Si tenía algún problema, ellos le proporcionaban los medios para solucionarlo. En aquella época, la vida le sonreía a Shôzaburô Takitani.

Sin embargo, los talentos notables como el suyo también tienen, a veces, efectos adversos. Al acabar la guerra, el ejército chino puso el ojo en sus juergas con tipos poco recomendables y él fue a dar con los huesos en la cárcel durante una larga temporada. La mayoría de los encarcelados eran ejecutados sin ser juzgados siquiera. Un buen día, sin previo aviso, los arrastraban hasta el patio de la cárcel y con una pistola automática les volaban la cabeza de un disparo. Las ejecuciones siempre tenían lugar a las dos de la tarde. Y el sonido duro y comprimido de los disparos de las automáticas resonaba por el patio de la cárcel.

Ésa fue la mayor crisis en la vida de Shôzaburô Takitani. La distancia entre la vida y la muerte era, literalmente, del grosor de un pelo. Él era consciente de que podía encontrar la muerte en aquel lugar. Morir, en sí mismo, no le daba miedo. Total, te pegaban un tiro y listos. El dolor no debía durar más que un instante. «Hasta ahora he vivido como me ha dado la gana y me he acostado con un montón de mujeres», se decía. «He comido muy buena comida, he tenido mucha suerte en esta vida. No dejo atrás nada que valga la pena. Aunque me maten, así por las buenas, no tengo ningún derecho a quejarme. ¡En fin! Así están las cosas. Pedir más sería abusar. En esta guerra han muerto millones de japoneses. Y montones de personas han tenido una muerte infinitamente peor que la mía». Resignado a su suerte, se pasaba el día tumbado en el calabozo, silbando. Día tras día contemplaba cómo pasaban las nubes al otro lado del ventanuco enrejado de su celda y se representaba los rostros y los cuerpos de todas las mujeres con las que se había acostado sobre las paredes rezumantes de humedad. Sin embargo, después de todo, Shôzaburô Takitani fue uno de los dos únicos japoneses que lograron salir de aquella prisión con vida y volver a Japón. El otro era un militar de alta graduación que casi había enloquecido. De pie en la cubierta del barco que lo repatriaba, mientras miraba cómo la ciudad de Shangai se iba empequeñeciendo en la distancia, justo al contrario de lo que había sucedido a su llegada, pensó: «¡La vida no hay quien la entienda!».

Shôzaburô Takitani volvió a Japón demacrado y sólo con lo puesto, en la primavera del año 21 de Shôwa[13]. A su llegada a Tokio se encontró con que su casa había ardido y que sus padres habían muerto en los grandes bombardeos aéreos de marzo del año anterior. Su único hermano había desaparecido en el frente de Birmania. O sea, que Shôzaburô Takitani estaba solo en el mundo. Este hecho, sin embargo, no lo afligió demasiado ni tampoco representó un golpe terrible para él. Por supuesto que experimentó cierta sensación de pérdida. «Pero esto, en la vida, te pasa antes o después», se dijo. «Tomes el camino que tomes, un día u otro acabarás solo». Él tenía entonces treinta años. Y ya no era una edad en la que pudiera reprocharle a nadie haberse quedado solo. Le daba la sensación de haber envejecido algunos años de golpe. Sólo eso. Fue el único sentimiento que brotó de su pecho.

Sí. Shôzaburô Takitani había logrado, de una manera u otra, sobrevivir, y ya que lo había conseguido, ahora tendría que estrujarse los sesos para seguir sobreviviendo.

No sabía hacer otra cosa, así que llamó a sus antiguos conocidos, formó una pequeña banda de jazz y empezó a recorrer las bases del ejército norteamericano. Allí hizo uso de su innato don de gentes y trabó amistad con un comandante amante del jazz. El comandante era un americano de origen italiano, de Nueva Jersey, bastante buen clarinete. Como el comandante trabajaba en el departamento de abastecimiento, podía traerle de América todos los discos que necesitara. En sus ratos libres solían interpretar jazz juntos. Shôzaburô Takitani frecuentaba también el cuartel del comandante y, mientras bebían cerveza, escuchaban discos de alegre jazz de Bobby Hackett, Jack Teagarden o Benny Goodman, y se esforzaban en copiar sus frases. El comandante le proporcionaba, en las cantidades que él quería, leche, chocolate y otros alimentos muy difíciles de conseguir en aquella época. «¡Pues no son tan malos tiempos!», pensaba Shôzaburô Takitani.

Se casó el año 22 de Shôwa[14]. La novia era una pariente lejana por parte de madre. Un día se la encontró por la calle, fueron a tomar un té, intercambiaron noticias de la familia y hablaron de los viejos tiempos. Después volvieron a verse y, pronto, no se sabe por qué —lo más plausible es que fuera porque ella se hubiese quedado embarazada— decidieron irse a vivir juntos.

Esto es, al menos, lo que Tony Takitani había oído de boca de su padre. No sabía cuánto había querido Shôzaburô Takitani a su esposa. «Era una mujer muy bonita y callada, pero de constitución débil», le había dicho su padre.

Al año de la boda nació un niño. La madre murió tres días después del parto. Murió en un abrir y cerrar de ojos y fue incinerada en un abrir y cerrar de ojos. Tuvo una muerte muy tranquila. Sin ningún conflicto, sin sufrir apenas, murió consumiéndose lentamente. Como si alguien, a sus espaldas, hubiera apagado la luz.

Shôzaburô Takitani no sabía cómo debía sentirse frente a aquella muerte. Se sentía perdido ante ese tipo de emociones. Era incapaz de comprender con exactitud qué significaba la muerte. Y no podía deducir ni juzgar qué consecuencias le reportaría a él en concreto aquella pérdida. Lo único que podía hacer era asimilarlo como un hecho consumado. En consecuencia, tenía la sensación de que llevaba una especie de disco plano metido en el pecho. Pero no tenía ni idea de qué tipo de objeto se trataba ni de por qué se hallaba allí. Sólo sabía que llevaba aquello metido dentro y que le impedía pensar en otra cosa. Por esta razón, Shôzaburô Takitani se pasó la semana posterior a la muerte de su esposa casi sin pensar en nada. Ni siquiera se acordó de su hijo, al que había dejado en el hospital.

El comandante permaneció a su lado e intentó consolarlo. Todos los días bebían juntos en el bar de la base. El comandante lo aleccionaba. Le decía que tenía que ser fuerte. Porque lo más importante, en aquel momento, era criar a su hijo como era debido. Shôzaburô Takitani no comprendía de qué diablos le estaba hablando, pero asentía en silencio. El afecto que se desprendía de aquellas palabras podía captarlo incluso él. Luego el comandante le dijo, como si se le ocurriera de repente, que si estaba de acuerdo, él podía ser el padrino de su hijo. Sí, porque, pensándolo bien, Shôzaburô Takitani todavía no había dado ningún nombre a su hijo.

El comandante sugirió ponerle al niño su nombre, Tony. El nombre de Tony, lo mires como te lo mires, no parece muy adecuado para un niño japonés, pero si era apropiado o no, al comandante ni siquiera se le pasó por la cabeza. Shôzaburô Takitani, al llegar a casa, escribió «Tony Takitani» en un papel, lo pegó en la pared y lo estuvo contemplando durante unos cuantos días. «¿Tony Takitani? Pues no está mal», pensó. La era americana aún continuaría durante algún tiempo y tal vez fuese una buena idea ponerle al niño un nombre americano. A lo mejor le sería útil.

Sin embargo, para el niño que llevaba ese nombre, la vida no fue precisamente un camino de rosas. En la escuela se burlaban de él llamándolo mestizo, y la gente, cuando pronunciaba su nombre, ponía cara de extrañeza o de desagrado. La mayoría se lo tomaba como una broma de mal gusto e incluso había quien se enfadaba. Cierto tipo de personas, por el mero hecho de estar frente a un niño que se llamara de ese modo, sentía cómo se le abrían las viejas heridas del pasado.

Todo esto hizo de Tony Takitani un muchacho con una marcada tendencia a encerrarse en sí mismo. No trabó una sola amistad que pudiera considerarse como tal, pero este hecho no parecía afectarle demasiado. Para él, estar solo era lo más natural del mundo, o, incluso, una especie de premisa de su vida. Desde que tuvo uso de razón, su padre estaba ausente, de gira con la banda de jazz. De pequeño, lo cuidó una empleada doméstica y, a partir del último año de primaria, empezó a apañárselas solo. Cocinaba solo, echaba la llave solo y dormía solo. No sentía soledad. Era más cómodo hacerse las cosas por sí mismo que tener a alguien encima todo el día. Shôzaburô Takitani, después de la muerte de su esposa, fuera por la razón que fuese, no volvió a casarse. No hace falta decir que siguió teniendo una novia tras otra, pero jamás llevó a una sola mujer a casa. Tanto el padre como el hijo estaban acostumbrados a apañárselas solos. Su relación no era tan distante como cabría esperar de dos personas que vivan de ese modo. Sin embargo, ambos estaban muy avezados a la soledad y, por lo tanto, ninguno de los dos dio el primer paso para abrirle su corazón al otro. Simplemente, no necesitaban hacerlo. Shôzaburô Takitani no estaba hecho para ser padre y a Tony Takitani tampoco le iba el papel de hijo.

A Tony Takitani le gustaba el dibujo y se pasaba las horas encerrado en su habitación dibujando. Le gustaba especialmente reproducir aparatos. Con la punta del lápiz afilada como una aguja plasmaba con asombrosa exactitud cada detalle de bicicletas, radios y todo tipo de máquinas. Incluso cuando dibujaba flores captaba cada uno de los nervios de las hojas. Sólo sabía dibujar de esa forma. En las demás asignaturas, sus notas no eran nada del otro mundo, pero en dibujo eran excelentes. Y en los concursos siempre solía ganar el primer premio.

Por lo tanto, el hecho de que al acabar el instituto ingresara en la facultad de bellas artes y luego se hiciera ilustrador, fue lo más natural del mundo (a partir del primer año de universidad, sin que ninguno de los dos lo propusiera, como si fuera lo más lógico, padre e hijo empezaron a vivir cada uno por su cuenta). De hecho, ni siquiera tuvo la necesidad de considerar otras posibilidades. Mientras los demás jóvenes a su alrededor sufrían y se sentían perdidos, él iba trazando sus precisos dibujos mecánicos, en silencio, sin pensar en nada. En una época como aquélla, en la que los jóvenes se rebelaban con violencia contra el poder y el sistema, casi ninguna de las personas que lo rodeaban valoraba aquellos dibujos tan extremadamente prácticos. Al mirarlos, los profesores de bellas artes, no tenían más remedio que sonreír. Sus condiscípulos le criticaban su falta de contenido ideológico. A su vez, Tony Takitani no lograba encontrarles la gracia a los dibujos «con contenido ideológico» de sus compañeros. A sus ojos, eran inmaduros, feos e inexactos.

Una vez fuera de la universidad, la situación dio un vuelco. Gracias a su técnica extremadamente práctica, realista y utilitarista, a Tony Takitani nunca le faltó el trabajo. Porque no había otro que fuera capaz de reproducir con tanta precisión máquinas y elementos arquitectónicos complicados. «Es más real que el original», afirmaba todo el mundo. Sus dibujos eran más exactos que una fotografía y tan fáciles de comprender que cualquier explicación era superflua. En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en el ilustrador más solicitado. Desde dibujos de portadas de revistas de automóviles hasta ilustraciones para anuncios, mientras se tratara de mecanismos, él aceptaba cualquier encargo. Trabajar le divertía, aparte de reportarle unos beneficios considerables.

Mientras tanto, Shôzaburô Takitani continuaba tocando incansablemente el trombón. Llegó la época del jazz moderno, llegó la época del jazz libre, llegó la época del jazz electrónico, pero Shôzaburô Takitani siguió siempre con el viejo jazz. No era un músico de primera categoría, pero su nombre era bastante conocido y siempre tuvo trabajo. Podía comer comida buena, no le faltaban mujeres. Si consideramos la vida en términos de satisfacción o insatisfacción personal, la suya fue una de las más afortunadas.

Tony Takitani trabajaba sin desperdiciar un instante y no tenía ninguna afición cara, así que a los treinta y cinco años ya había amasado una pequeña fortuna. Aconsejado por alguien, compró una gran casa en Setagaya y adquirió varios apartamentos para ponerlos en alquiler. Un asesor fiscal se ocupaba de todo.

Tony Takitani había salido con unas cuantas chicas. Cuando era joven, incluso había vivido con una, aunque sólo durante un corto periodo de tiempo. Pero jamás había pensado en casarse. No sentía la menor necesidad de hacerlo. La comida, la limpieza y la colada se las hacía él solo y, cuando el trabajo se lo impedía, contrataba a una asistenta doméstica. Jamás había deseado tener hijos. Tampoco tenía amigos a quienes consultar las cosas o a quienes poder abrirles el corazón. Ni siquiera tenía a alguien con quien irse de copas. Eso no significa que fuera una persona huraña. No era tan simpático como su padre, pero en su vida diaria se relacionaba con absoluta normalidad con quienes lo rodeaban. No fanfarroneaba ni presumía. No se justificaba a sí mismo, no hablaba mal de nadie. Prefería escuchar a los demás que hablar de sí mismo. Así que la mayoría de personas lo apreciaba. Sin embargo, era absolutamente incapaz de establecer relaciones personales que fueran más allá del nivel práctico. A su padre sólo lo veía, siempre por algo en concreto, una vez cada dos o tres años. En cuanto se encontraban y resolvían el asunto que los ocupaba, ya no tenían nada más que decirse. La vida de Tony Takitani discurría de una manera extremadamente tranquila y apacible. «No creo que me case nunca», pensaba.

Sin embargo, un día, de repente, sin previo aviso, Tony Takitani se enamoró. Sucedió de forma tan inesperada que parecía increíble. Ella era una empleada a tiempo parcial de una editorial, que había ido a su estudio a recoger unas ilustraciones. Tenía veintidós años. Mientras estuvo allí, lució siempre una serena sonrisa en los labios. Tenía un rostro agradable y simpático, pero, mirándola con objetividad, no se la podía considerar una belleza. Sin embargo había algo en ella que golpeó con violencia el corazón de Tony Takitani. Desde que la vio por primera vez sintió una opresión en el pecho que casi le impedía respirar. No sabía qué tenía aquella chica que le había asestado un golpe tan fuerte. Pero, aunque lo hubiera sabido, no podía explicarse con palabras.

Además, también se sintió atraído por su modo de vestir. A él no le interesaba demasiado la ropa y apenas se fijaba en cómo iban vestidas las mujeres, pero, sin embargo, se quedó profundamente admirado al ver cómo aquella chica sabía llevar la ropa. Incluso puede decirse que lo conmovió. Había muchas mujeres que vestían con buen gusto. Muchas que iban más elegantes que ella. Pero el caso de aquella chica era diferente. Ella vestía con tanta naturalidad, con tanta gracia, que parecía un pájaro envuelto en un aire especial que se dispusiera a alzar el vuelo hacia otro mundo. Nunca había visto a alguien que llevara la ropa con tanta alegría. Incluso la ropa, al envolverla, adquiría una vida nueva. Ella le dio las gracias y se marchó. Pero incluso después de que ella recogiera el trabajo y se fuera, él siguió sin poder pronunciar una palabra. Permaneció sentado ante la mesa, aturdido, incapaz de hacer nada hasta que anocheció y la habitación quedó a oscuras.

Al día siguiente llamó a la editorial y se inventó la primera excusa que le vino a la cabeza para que ella tuviera que volver a su estudio. Después del trabajo la invitó a comer. Mientras, charlaron de cosas sin importancia. Pese a llevarse más de quince años, curiosamente tenían muchos temas en común. Hablaran de lo que hablaran coincidían. Era la primera vez que tanto a él como a ella les ocurría una cosa semejante. La chica, al principio, estaba un poco tensa, pero luego se fue relajando y empezó a reír y a charlar por los codos.

—Tienes muy buen gusto en el vestir —la alabó Tony Takitani al despedirse.

—Es que me gusta mucho la ropa —repuso ella tímidamente—. Casi todo el sueldo me lo gasto en ropa.

Luego se vieron varias veces más. No iban a ningún sitio en especial, simplemente se sentaban en algún lugar tranquilo y charlaban. Hablaban de sí mismos, hablaban del trabajo, hablaban de cómo se sentían o de qué pensaban sobre diversas cosas. Hubieran podido continuar charlando eternamente sin hartarse. Hablaban y hablaban, como si estuvieran llenando algún vacío. Y, a la quinta vez que se vieron, Tony Takitani le pidió que se casara con él. Pero ella tenía un novio con el que salía desde el instituto. Con el paso del tiempo, la relación con su novio se había ido deteriorando y habían llegado al punto de pelearse por cualquier tontería cada vez que se veían. A decir verdad, cuando estaba con él, ella no se sentía tan libre como con Tony Takitani, ni tampoco se divertía tanto. Pero no podía romper el noviazgo de un día para otro. Ella tenía sus razones. Y además se llevaban quince años. Ella todavía era joven, apenas tenía experiencia. Y no podía prever lo que esa diferencia de edad podía significar en el futuro. Le pidió tiempo para pensárselo.

Mientras ella reflexionaba, Tony Takitani vivió unos días infernales. No podía trabajar. Bebía, todos los días, solo. La soledad se le hizo tan opresiva que lo paralizaba, provocándole una gran angustia. La soledad empezó a parecerle una prisión. «¡Y pensar que nunca me había dado cuenta!», se decía. Contemplaba con ojos desesperados los fríos y gruesos muros que lo rodeaban. «Si ella no quiere casarse conmigo, me moriré», pensó.

Fue a su encuentro y se lo explicó todo. Que hasta entonces había estado siempre solo y que se había perdido una infinidad de cosas. Y que ella le había hecho ser consciente de su soledad.

Ella era una chica inteligente. Tony Takitani le gustaba como persona. Al principio le había caído simpático y, conforme lo había ido tratando, le había ido gustando cada vez más. Si a ese sentimiento se lo podía llamar amor, ella no lo sabía. Pero ella sentía que dentro de él se escondía algo maravilloso. Y pensaba que podía ser muy feliz a su lado. Y se casaron.

Al casarse con ella se terminaron los días de soledad en la vida de Tony Takitani. Al despertarse por la mañana, lo primero que hacía era buscar a su mujer con la mirada. En cuanto descubría su figura durmiendo se tranquilizaba. Cuando no la encontraba, recorría inquieto toda la casa buscándola. Para él, no estar solo era algo paradójico. Ya que en cuanto había dejado de estarlo le había asaltado una angustia espantosa pensando en qué sería de él si volvía a quedarse solo. De vez en cuando ese pensamiento le venía a la cabeza y se sentía tan aterrado que le entraba un sudor gélido. El pánico continuó hasta tres meses después de la boda. Sin embargo, conforme fue acostumbrándose a su nueva vida, conforme fue haciéndose más remota la posibilidad de que ella desapareciera de súbito, el terror fue alejándose gradualmente. Y, por fin, se tranquilizó y se sumergió en una plácida felicidad.

En una ocasión, los dos fueron a ver una actuación musical de Shôzaburô Takitani. Ella quería saber qué instrumento tocaba el padre de su marido.

—¿Crees que le importará que vayamos? —preguntó ella.

—No lo creo —repuso él.

Y acudieron a un club de Ginza donde tocaba Shôzaburô Takitani. Excepto durante su infancia, era la primera vez que Tony Takitani presenciaba una actuación de su padre. Éste tocaba exactamente el mismo tipo de música de entonces. Todas las melodías las había escuchado Tony Takitani en disco, desde niño, multitud de veces. La interpretación de su padre era fluida, elegante, dulce. Aquello no era arte. Pero sí una música ejecutada hábilmente por un profesional de primera categoría que lograba que el público se sintiera bien. Tony Takitani, cosa infrecuente en él, tomó una copa tras otra mientras escuchaba.

Sin embargo, poco después, mientras permanecía atento a la música, algo que había en ella empezó a asfixiarlo y a causarle un terrible desasosiego, como si fuera un estrecho tubo en el que fuera acumulándose de forma lenta pero certera la basura. Le pareció que aquella música era un poco diferente de la que él recordaba. Claro que había transcurrido mucho tiempo y que, en aquel entonces, la escuchaba con los oídos de un niño. Pero le pareció que la diferencia era muy importante. Quizá fuera mínima. Pero era esencial. Y eso él podía percibirlo con toda claridad. Hubiera querido subir al escenario, agarrar a su padre del brazo y preguntarle: «¡Papá! ¿Dónde diablos está la diferencia?». Pero no lo hizo, por supuesto. Después de todo, ni siquiera era capaz de explicar esa sensación. Sin decir nada, siguió escuchando a su padre hasta el final mientras tomaba whisky con agua. Y, junto a su esposa, aplaudió y volvió a casa.

Sobre su matrimonio no se proyectaba sombra alguna. Su trabajo seguía como siempre, ellos dos no se peleaban nunca. Solían pasear, iban al cine, viajaban. Considerando su edad, ella era bastante buena ama de casa y sabía dar una respuesta acertada a cualquier cuestión. Desempeñaba con eficacia las labores domésticas y no le creaba a su marido ningún problema superfluo. Con todo, había una cosa, una única cosa, que preocupaba a Tony Takitani. Y era que compraba demasiada ropa. No es exagerado decir que, cuando veía un vestido, casi no podía contenerse. La expresión de su cara cambiaba de súbito, incluso se le alteraba la voz. La primera vez que lo notó, Tony Takitani casi pensó que se había sentido indispuesta de repente. Esa tendencia ya la tenía antes de casarse, pero fue durante la luna de miel en Europa cuando tomó proporciones alarmantes. Durante el viaje, ella compró ropa hasta cansarse. En Milán y París, de la mañana a la noche, recorrió las boutiques como una posesa. No vieron nada. No fueron ni al Duomo ni al Louvre. El único recuerdo que tiene Tony Takitani del viaje son las tiendas de ropa. Valentino, Missoni, Sant Laurent, Givenchy, Ferragamo, Armani, Cerruti, Gianfranco Ferré… Como hechizada, ella compraba un traje tras otro mientras él iba detrás pagando las facturas. Casi temía que la banda magnética de la tarjeta de crédito acabara desgastándose por el uso.

Incluso después de volver a Japón no se aplacó la fiebre. Todos los días iba de compras. El número de trajes que poseía experimentó un incremento acelerado. En consecuencia, tuvieron que encargar varios armarios roperos más. También hicieron construir muebles zapateros. Pero pronto los armarios no fueron suficientes y tuvieron que acondicionar un cuarto entero como ropero. No obstante, la casa era grande y sobraban las habitaciones. Tampoco les faltaba el dinero. Además, su esposa vestía con un gusto exquisito. Y sólo con tener ropa nueva ya era feliz. Así que Tony Takitani no encontraba nada que objetar al respecto. «¡En fin! No hay nada de malo en ello», pensó. «En este mundo nadie es perfecto».

Sin embargo, cuando los trajes de su esposa ya no cupieron en una habitación, empezó a inquietarse. Una vez, mientras ella no estaba, contó las piezas de ropa que tenía. Según sus cálculos, aunque se cambiara de ropa dos veces al día, tardaría casi dos años en poder ponérsela toda. Y eso, lo miraras como lo mirases, era una exageración. No podía entender por qué había de comprar un vestido tras otro. Estaba tan ocupada comprándolos que ni siquiera tenía tiempo de ponérselos. Consideró la posibilidad de que se tratara de algún problema psicológico. Y, en ese caso, debía ponérsele freno.

Un día, después de cenar, decidió abordar el tema. Le sugirió que no comprara tanta ropa. Le dijo que no era cuestión de dinero. Que podía comprar todo lo que necesitara, por supuesto. Que él estaba contento de que ella se pusiera guapa, pero ¿era realmente necesario comprar tanta ropa cara?

Su esposa bajó la mirada y estuvo reflexionando durante unos instantes. Luego le dio la razón. No necesitaba toda aquella ropa. Eso lo veía hasta ella. Pero no podía hacer nada. Cuando tenía un vestido bonito delante, sentía la pulsión de comprarlo. No se trataba de que lo necesitara o no, o de que tuviera muchos o de que tuviera pocos. Se trataba de que no podía evitarlo. Sin embargo, dijo, aquello (y lo comparó con una adicción a las drogas) no podía continuar. Se curaría. Porque si seguía así, acabaría llenando la casa de ropa.

Se pasó una semana sin ir de compras, encerrada en casa. Para ella, aquellos días fueron terribles. Se sentía como si estuviese andando por la superficie de un planeta con poco oxígeno. Todos los días entraba en el ropero, cogía todos sus vestidos, uno tras otro, y los contemplaba. Acariciaba el tejido, olía su aroma, se los probaba y se miraba al espejo. No se cansaba de contemplarlos. Y cuanto más los miraba más le apetecía tener vestidos nuevos. No podía controlar las ganas de comprar más.

Simplemente, no podía aguantarse.

Sin embargo, amaba profundamente a su marido y lo respetaba. Creía que él tenía razón. No necesitaba tanta ropa. «Yo sólo dispongo de un cuerpo», se dijo. Llamó a una de las boutiques que frecuentaba y le preguntó al encargado si podía devolver un abrigo y un vestido que había comprado diez días antes y que no había estrenado. Le contestaron que no faltaba más. Que si tenía la amabilidad de llevarlos a la tienda, le devolverían el importe de los artículos. No podían hacer menos, ya que ella era una de sus mejores clientas. Cargó el abrigo y el vestido en el coche y se dirigió a Aoyama. Devolvió las prendas a la boutique y le reintegraron el importe en la tarjeta de crédito. Ella les dio las gracias, salió de la tienda, voló al coche intentando no mirar a su alrededor y emprendió el regreso a su casa pasando por la 246. Después de devolver la ropa sentía el cuerpo más liviano. «Sí, es verdad. No los necesitaba», se dijo a sí misma tratando de convencerse. «Tengo abrigos y vestidos suficientes para llevar mientras viva». Pero mientras esperaba en una encrucijada, ante el semáforo, no podía quitarse de la cabeza ni el abrigo ni el vestido. Su color, su forma, su tacto. Veía cada detalle de las prendas de ropa tan vívidamente como si las tuviera delante. Sintió cómo su frente se cubría de sudor. Acodada en el volante, aspiró una gran bocanada de aire. Cerró los ojos y, al abrirlos, vio que el semáforo ya había cambiado a verde. En un acto reflejo pisó el acelerador.

En aquel momento un enorme camión, empeñado en cruzar con el semáforo en ámbar, embistió a toda velocidad el lateral del Renault Sank de color azul que ella conducía. No tuvo tiempo de sentir nada.

A Tony Takitani sólo le quedó una habitación llena de trajes de la talla treinta y seis. Contando únicamente los zapatos, había ciento doce pares. No tenía ni idea de qué haría con todo aquello. No quería guardar hasta el fin de los tiempos lo que había llevado su esposa, así que para desprenderse de los accesorios llamó a un comerciante del ramo y le pidió que se los llevara todos por el precio que le ofreciera. Las medias y la ropa interior las quemó juntas en la incineradora del jardín. Vestidos y zapatos había demasiados, así que los dejó tal cual. Después de los funerales se encerró solo en el ropero y se pasó allí de la mañana a la noche mirando aquellos trajes alineados, apretados el uno contra el otro.

Diez días después del funeral, Tony Takitani puso un anuncio en el periódico solicitando una ayudante. «Se necesita mujer de metro sesenta y uno de estatura, talla 36 y número 35 de pie. Muy bien remunerado. Buenas condiciones laborales», rezaba la oferta de trabajo. El sueldo que ofrecía era excepcionalmente alto, así que a la entrevista, que tuvo lugar en su estudio de Minami-Aoyama, se presentaron trece candidatas. Cinco de ellas mentían de modo ostensible respecto a su talla. Entre las ocho restantes, escogió a la que tenía la constitución física más similar a la de su esposa. Una mujer de unos veinticinco años de rostro anodino. Vestía una blusa blanca sin adornos y una falda ceñida de color azul marino. Llevaba, tanto la ropa como los zapatos, pulcros y limpios, pero se veían bastante desgastados por el uso.

Tony Takitani se lo explicó a la mujer. El trabajo, en sí mismo, no era difícil. Tenía que estar todos los días en el estudio de nueve de la mañana a cinco de la tarde y atender al teléfono, enviar ilustraciones, ir a recoger material y hacer fotocopias. Nada más. Pero había una condición. El hecho era que él acababa de perder a su esposa y que ésta había dejado una gran cantidad de ropa. La mayoría era nueva, o casi nueva. Y él quería que ella se la pusiera en horas de trabajo como si fuera un uniforme. Por eso los requisitos para conseguir el empleo eran la talla, la estatura y el número de zapatos. Quizás eso le sonara raro. También él era consciente de ello. Pero en su propuesta no se ocultaba ninguna segunda intención. Él necesitaba tiempo para hacerse a la idea de que su esposa había muerto. Así de simple. En resumen, que era como si tuviera que ir ajustando, poco a poco, la presión atmosférica del aire que había a su alrededor. Necesitaba ese periodo de tiempo. Y, mientras tanto, le era preciso que ella estuviera cerca de él vistiendo la ropa de su esposa. De esa forma, él iría tomando conciencia real de su muerte.

Mordiéndose los labios, la chica consideró en un abrir y cerrar de ojos la cuestión. Realmente, aquélla era una historia extraña. A decir verdad, ella no acababa de entender del todo la lógica del asunto. Que la esposa de aquel hombre había muerto hacía poco, eso lo había entendido. Que había dejado un montón de ropa al morir, también. Lo que no lograba comprender era por qué razón ella tenía que trabajar vestida con aquella ropa delante de él. De ordinario, cualquiera pensaría que allí se ocultaba algo raro. «Pero no parece mal hombre», se dijo. Se notaba por su modo de hablar. Quizá le había trastornado un poco perder a su esposa, pero tampoco parecía un loco peligroso capaz de hacerle daño a alguien. Además, y por encima de todo, ella necesitaba trabajar. Se había pasado los últimos meses buscando un empleo. El mes siguiente se le acababa el subsidio del paro. Y entonces se encontraría en serias dificultades a la hora de pagar el alquiler del piso. Posiblemente no volvería a encontrar nunca más un trabajo tan bien remunerado.

Aceptó. Le dijo que había algunos aspectos que no le habían quedado claros, pero que, posiblemente, sería capaz de desempeñar su cometido. ¿Podría, sin embargo, enseñarle la ropa antes? Pensaba que era mejor comprobar que de verdad fuera de su talla. Él repuso que no faltaba más. Llevó a la mujer a su casa y le mostró la habitación llena de ropa. Excepto en los grandes almacenes, era la primera vez que la mujer veía tanta ropa junta. Y toda, eso se apreciaba a simple vista, era ropa de primera calidad que debía de costar una fortuna. De un gusto, además, irreprochable. Era una visión cegadora. La mujer sintió que le faltaba el aire. Los latidos del corazón se le aceleraron sin motivo. «Se parece a la excitación sexual», pensó ella.

Tony Takitani le pidió que se la probara, la dejó dentro del ropero y salió. Ella se sobrepuso y se vistió con los trajes que tenía más cerca. También se probó los zapatos. Tanto la ropa como los zapatos le iban tan bien como si hubieran sido hechos a medida para ella. Los fue tomando en las manos y los contempló. Los acarició con la punta de los dedos, aspiró su aroma. Cientos de preciosos vestidos estaban allí colgados, uno al lado del otro. Sus ojos se anegaron en lágrimas. No pudo evitarlo. Las lágrimas fueron brotando, una tras otra, de sus ojos. No podía contenerse. Rodeada de la ropa que había dejado una mujer muerta, ella lloraba, intentando ahogar los sollozos. Poco después, Tony Takitani se acercó a ver cómo iban las cosas y le preguntó por qué estaba llorando. Sacudiendo la cabeza, ella le respondió que no lo sabía. Era la primera vez que veía tantos vestidos bonitos juntos y eso, quizá, la había trastornado. Le pidió excusas. Y se secó las lágrimas con un pañuelo.

—Si te parece bien, puedes empezar mañana —le dijo Tony Takitani con tono expeditivo—. Y llévate ropa y zapatos para una semana. Coge los que más te gusten.

Ella eligió, tomándose su tiempo, ropa para seis días. Luego, escogió calzado a juego. Y lo metió todo en una maleta. Tony Takitani le dijo que se llevara también un abrigo por si tenía frío. Ella escogió un cálido abrigo de cachemir de color gris. Era ligero como una pluma. Nunca había tenido en las manos una prenda tan liviana.

Después de que la mujer se marchara, Tony Takitani entró en el ropero, cerró la puerta y permaneció unos instantes mirando vagamente los trajes que había dejado su esposa. No lograba entender por qué aquella mujer se había echado a llorar al ver la ropa. Para él, aquellos vestidos no eran más que las sombras que había dejado su esposa. Una serie de sombras de la talla treinta y seis que se sucedían, una tras otra, colgadas de las perchas. Parecían unas muestras, reunidas y colgadas en aquel lugar, de las ilimitadas (teóricamente, al menos) posibilidades que comprende la vida del ser humano.

Aquellas sombras estaban adheridas antes al cuerpo de su esposa, recibían su cálido aliento, se movían junto a ella. Sin embargo, lo que en su momento tenía ante los ojos, una vez perdida la raíz de la vida, no era más que una sucesión de sombras miserables que se iban marchitando, minuto a minuto. Se trataba sólo de vestidos usados, desprovistos de significado. Mientras los miraba, sintió que cada vez se le hacía más difícil respirar. Los diferentes colores volaban al viento como el polen y penetraban en sus ojos, sus orejas, sus fosas nasales. Aquellos volantes, los botones, los adornos de los hombros, los encajes, los cinturones enrarecían el aire de la habitación. El olor de la gran cantidad de sustancia antipolillas batía el aire sin hacer ruido, como incontables y minúsculas alas de insecto. De repente se dio cuenta de que, en ese momento, odiaba aquella ropa. Se recostó en la pared, se cruzó de brazos y cerró los ojos. La soledad se había infiltrado de nuevo en él como un tibio caldo de oscuridad. «Ya todo ha terminado», pensó. «Haga lo que haga, ya todo ha terminado».

Llamó a casa de la mujer y le dijo que olvidara el asunto del trabajo. Que lo sentía muchísimo, pero que ya no la necesitaba. Ella, sorprendida, le preguntó qué diablos había ocurrido. Él repuso que le sabía mal, pero que las circunstancias habían cambiado. Que podía quedarse con todos los trajes que se había llevado, y también con la maleta, pero que olvidara aquel asunto. Que no se lo contara a nadie. Ella no entendía nada, pero conforme escuchaba fue perdiendo las ganas de seguir preguntando. Le dijo que «muy bien» y colgó.

Al principio, la mujer estaba enfadada con Tony Takitani. Pero después acabó teniendo la impresión de que había sido mejor así. Desde el comienzo, toda aquella historia había sido muy extraña. Era una lástima quedarse sin trabajo, pero ya se las apañaría.

Fue desplegando con mimo, uno tras otro, los vestidos que se había traído de casa de Tony Takitani, los fue colgando dentro del armario y metió los zapatos en cajas. Comparados con los recién llegados, sus viejos vestidos y zapatos se veían todos terriblemente miserables. A ella le dio la impresión de que eran de una materia diferente, confeccionados con materiales de otra dimensión completamente distinta. Se quitó la ropa que había llevado puesta en la entrevista, la colgó de una percha, se puso unos tejanos y una sudadera, se sentó en el suelo, sacó una cerveza de la nevera y se la bebió. Luego, al recordar el ropero de casa de Tony Takitani lleno a rebosar de ropa, lanzó un suspiro. «¡Cuántos vestidos bonitos!», pensó. «¡Uf! Pero si aquel ropero era más grande que mi piso entero». Reunir semejante cantidad de ropa debía de haberle costado a aquella mujer un montón de dinero, y también de tiempo. Seguro. Pero ella había muerto Había dejado una habitación llena de vestidos de la talla treinta y seis. ¿Qué debía de sentirse al morir dejando atrás tantos vestidos bonitos?

Sus amigos, que sabían muy bien lo pobre que era, se sorprendieron mucho al ver que, cada vez que quedaban, ella acudía con un vestido nuevo. Y todo ropa de marca, cara, sofisticada. Todos sus amigos le preguntaban dónde diablos los había conseguido y cómo. Ella les decía que no podía contárselo, que lo había prometido. Y sacudía la cabeza con un gesto negativo. Además, añadía, aunque lo explicase, nadie la creería.

Tony Takitani, al final, llamó a un ropavejero y le entregó todos los vestidos que su esposa había dejado. No le resultó rentable. Ni siquiera debió de recuperar una vigésima parte del dinero que le habían costado. Pero eso a él no le importaba. Se los hubiera regalado con gusto, lo único que quería era que se los llevara, todos, sin dejar ni uno. Lejos, a un lugar donde él no pudiera volver a ponerles los ojos encima.

Y el antiguo ropero, ya vacío, continuó así durante muchos años.

A veces entraba en aquella habitación y permanecía allí, distraído, sin hacer nada. Durante una o dos horas se quedaba sentado en el suelo, con la vista clavada en las paredes vacías. Allí estaban las sombras de las sombras de la muerta. Sin embargo, con el paso del tiempo dejó de poder recordar lo que antes había en el cuarto. El recuerdo de aquellos colores y olores se fue borrando. Incluso la emoción tan viva que un día lo embargó reculó fuera del reino de la memoria, como si se hubiera acobardado. Los recuerdos fueron cambiando de forma despacio, como la neblina agitada por el viento, y cada vez que cambiaban de forma iban palideciendo un poco más. Ahora eran ya las sombras de las sombras de las sombras. Lo único que aún podía percibir era la sensación de pérdida dejada por algo que había existido. A veces ni siquiera lograba recordar con claridad el rostro de su esposa. Pero, de vez en cuando, se acordaba de aquella mujer desconocida que, en aquella habitación, había derramado lágrimas mirando los vestidos que había dejado atrás su difunta esposa. Recordaba su cara anodina, los zapatos de charol gastados. Y aquel sollozo revivía en su memoria. No quería acordarse de ello pero no podía evitar que le volviera una y otra vez a la cabeza. Ahora que había ido olvidando tantas cosas iba a acordarse, ni más ni menos, que de una mujer de quien ni siquiera recordaba el nombre.

Dos años después de la muerte de la esposa de Tony Takitani, murió de cáncer de hígado Shôzaburô Takitani. Pese a tratarse de cáncer, no fue una muerte muy dolorosa y pasó poco tiempo en el hospital. Se fue muriendo como si estuviera conciliando el sueño. También, en este sentido, la suerte le sonrió hasta el final. Aparte de algún dinero en metálico y algunas acciones, no dejó nada que pudiera llamarse fortuna. Lo único que quedó de él como recuerdo fue su instrumento musical y una enorme colección de viejos discos de jazz. Tony Takitani los puso, dentro de las mismas cajas en que los había traído, sobre el suelo del ropero. Como olían a moho, tenía que abrir periódicamente la ventana para ventilar la habitación. Exceptuando esas ocasiones, jamás ponía los pies en el cuarto.

Y así transcurrió un año. Sin embargo, a él le fue molestando cada vez más tener bajo su techo aquel enorme montón de discos. Por el mero hecho de pensar que estaban allí sentía que le faltaba el aire. Se despertaba a medianoche y era incapaz de volver a conciliar el sueño. Los recuerdos eran poco nítidos. Pero todavía estaban allí, con todo el peso que deben tener.

Llamó a una tienda de discos de segunda mano y les pidió que tasaran la colección. Como había muchos discos valiosos que ya no se grababan desde hacía mucho tiempo, le reportó un buen dinero. Una cifra suficiente para poder adquirir un coche pequeño, pero eso, a él, no le importaba.

Cuando aquel montón de discos desapareció, Tony Takitani se quedó, entonces sí, completamente solo.