La tía pobre

1

Al comienzo de todo, teníamos un día radiante, perfecto. Era un domingo de julio por la tarde. El primer domingo del mes. Tres o cuatro nubecillas blancas flotaban a lo lejos como unos exquisitos signos de puntuación puestos con cuidado. El sol vertía sus rayos sobre el mundo con entera libertad, sin nada que se interpusiera en su camino. En ese reino de julio, incluso el envoltorio plateado de chocolate, hecho una bola y arrojado sobre el césped, lanzaba orgullosos destellos como un cristal legendario del fondo de un lago. Si fijabas la vista, te dabas cuenta de que la luz contenía otra luz distinta en su interior, algo parecido a una caja dentro de otra. La luz que había dentro de la luz estaba compuesta de diminutos e incontables granos de polen. Unos granos de polen opacos y blandos. Y esos granos flotaban sin rumbo en el cielo para acabar posándose poco después, despacio, tomándose su tiempo, en la superficie de la tierra.

Al volver del paseo me acerqué a la plaza que hay delante de la galería de pintura. Sentados al borde del estanque, mi compañera y yo nos quedamos contemplando perezosamente las dos estatuas de bronce de los unicornios que había al otro lado. La larga estación de las lluvias por fin había terminado. El vientecillo del verano recién estrenado mecía con suavidad las hojas de los robles y levantaba, de vez en cuando, algún rizo en la superficie de aquel estanque poco profundo. De forma idéntica, el tiempo avanzaba y se detenía, se detenía y avanzaba. En el fondo de las aguas transparentes había algunas latas de Coca-Cola. A mí me recordaron las ruinas de alguna ciudad antigua sumergidas bajo el agua. Por delante de nosotros desfilaron los miembros uniformados de un equipo de béisbol sobre hierba, un niño montado en una bicicleta, un anciano que paseaba un perro, un joven extranjero con pantalones cortos de jogging. De un enorme transistor que había sobre el césped llegaba débilmente, transportada por el viento, la dulzona melodía de una canción pop. Una canción que hablaba de amores perdidos o de amores que estaban a punto de perderse. Me parecía haber oído antes aquella melodía, pero no lo habría jurado. Tal vez fuera otra similar. La escuché distraído. Podía sentir cómo los rayos del sol me succionaban los brazos desnudos. Sin que se oyera un sonido, de una forma muy apacible, tranquila. De vez en cuando alzaba ambos brazos y los estiraba hacia delante. Había llegado el verano.

No tengo la menor idea de por qué un domingo como aquél una tía pobre, precisamente, tuvo que robarme el corazón. A mi alrededor no había ninguna tía pobre, ni siquiera había nada que me sugiriera su existencia. Pero, a pesar de ello, la tía pobre llegó y se marchó. Fue sólo durante unas centésimas de segundo, pero estuvo en mi corazón. Y al marcharse dejó atrás un extraño vacío con forma humana. Una sensación parecida a cuando alguien pasa un instante por debajo de tu ventana y desaparece. Tú corres a la ventana y te asomas hacia fuera. Pero allí ya no hay nadie.

¿Una tía pobre?

Tras echar otra mirada a mi alrededor, alcé la vista al cielo. Había llegado y se había ido. Las palabras habían sido absorbidas por aquella tarde de domingo como la trayectoria transparente de una bala. Los principios siempre son así. En un momento determinado, todo existe; un instante después, todo se ha perdido.

—Quiero escribir algo sobre una tía pobre —le dije a mi compañera, decidido a traducir mis pensamientos en palabras. Yo soy de esas personas que intentan escribir novelas.

—¿Sobre una tía pobre? —preguntó ella ligeramente sorprendida. Se quedó unos instantes mirándome a los ojos como si estuviese midiendo algo—. ¿Y por qué? ¿Por qué sobre una tía pobre?

¿Por qué? Eso no lo sabía ni yo. Por una razón u otra, las cosas que no comprendía solían ser las que me robaban el corazón.

Permanecimos unos instantes en silencio. Mientras, estuve bosquejando con la punta del dedo el vacío con forma humana que había dejado en mi pecho.

—Y esa historia, ¿crees que querrá leerla alguien? —dijo ella.

—La verdad, mucho atractivo no creo que tenga —reconocí yo.

—¿Por qué quieres escribirla entonces?

—Eso no puedo explicártelo bien con palabras —dije—. Para poder explicarte las razones de por qué quiero escribir una novela sobre esto, primero tengo que escribirla; y si escribo una novela sobre esto, ya no habrá ninguna razón para explicarte las razones de por qué quiero escribirla, ¿entiendes?

Ella sonrió sin decir nada, se sacó un pitillo arrugado del bolsillo y lo encendió. Ella siempre los arruga. A veces están tan desmenuzados que ni siquiera puede encenderlos. Pero esa vez lo prendió sin dificultad.

—Por cierto —dijo ella—. ¿Tienes alguna tía pobre?

—No —respondí.

—Yo sí. Un ejemplar auténtico. Una verdadera tía pobre. Estuvo viviendo unos años con nosotros.

La miré a los ojos. Su mirada era tan serena como de costumbre.

—Pero yo no quiero escribir nada sobre mi tía —dijo ella—. No pienso escribir ni una palabra.

En el transistor empezó a sonar otra canción. Se parecía a la anterior, pero ésta no recordaba haberla oído nunca.

—Tú no tienes ninguna tía pobre —prosiguió ella—. Pero quieres escribir algo sobre una. En cambio, yo tengo una auténtica tía pobre. Pero no quiero escribir nada sobre ella. ¿No te parece un poco extraño todo esto?

Asentí.

—¿Por qué será?

En vez de responder, ella se limitó a ladear un poco la cabeza. De espaldas a mí, sumergió sus finos dedos en el agua. Fue como si la pregunta pasara a través de sus dedos hasta ser absorbida por las ruinas del fondo del agua. Seguro que mi señal de interrogación aún sigue allí, sumergida en el fondo del estanque lanzando brillantes destellos como un fragmento de bruñido metal. Y, posiblemente, les haga la misma pregunta a las latas a su alrededor.

¿Por qué será? ¿Por qué será? ¿Por qué será?

Ella dejó caer al suelo las cenizas desmenuzadas de la punta de un cigarrillo desmenuzado.

—A decir verdad, hay unas cuantas cosas que también a mí me gustaría contar sobre mi tía. Pero yo no sabría encontrar las palabras adecuadas. A mí eso me supera. Porque yo conozco a una tía pobre de carne y hueso —dijo ella mordisqueándose los labios—. Pero creo que eso va mucho más lejos de lo que tú te piensas.

Alcé la vista de nuevo hacia las estatuas de los unicornios. Ambos estaban agitando las patas delanteras al viento, irritados por el paso del tiempo que los había abandonado en algún lugar del pasado. Tras frotarse varias veces contra las mangas de la camisa los dedos que había sumergido en el agua, ella se volvió hacia delante.

—Tú vas a escribir sobre una tía pobre —dijo—. Vas a encargarte de eso. Y, no sé, al menos a mí me parece que asumir esa responsabilidad implica ofrecer, a la vez, algún tipo de ayuda. ¿Y tú serías capaz de hacerlo? Si tú ni siquiera tienes una tía pobre de verdad.

Lancé un profundo suspiro.

—Lo siento —se disculpó.

—No te preocupes. Posiblemente tengas razón —admití yo.

Pues, sí. Porque yo no tengo una tía pobre de verdad…

Parece la letra de una canción.

2

Tal vez en tu familia tampoco haya una tía pobre. Éste sería, entonces, un punto que tú y yo tendríamos en común: el hecho de que nuestras familias carezcan de una tía pobre. Como punto en común es un poco raro. Como lo sería, por ejemplo, compartir un charco una apacible mañana.

Pero seguro que tú, al menos, sí habrás visto una tía pobre en alguna boda. Porque, al igual que en todas las librerías hay un libro que lleva mucho tiempo abandonado en un rincón sin que nadie lo hojee, al igual que en todos los armarios hay una camisa que apenas se usa, en todas las bodas hay una tía pobre.

Apenas se la presentan a la gente, apenas conversan con ella. Nadie le pide que pronuncie unas palabras. Se limita a permanecer sentada a la mesa como una botella de leche vacía. Toma el consomé a pequeños e inseguros sorbos, come la ensalada con el tenedor del pescado, las alubias se le escurren fuera de la cuchara y, al final, es la única que se queda sin la cucharilla del helado. Su regalo, con un poco de suerte, irá a parar al fondo de un armario y, si la fortuna le es adversa, acabará en la basura en la próxima mudanza junto con trofeos polvorientos de vete a saber qué.

En el álbum de bodas que hojearán de vez en cuando, también aparece su fotografía, claro está. Pero su imagen es tan fúnebre como la del cadáver de un ahogado que todavía esté en relativo buen estado.

«¿Y esa mujer quién es? Sí, ésa, la de la segunda fila, la que lleva gafas…».

«¡Ah!, no es nadie». Dirá el joven esposo. «Es sólo mi tía pobre».

No tiene nombre. Es sólo la tía pobre. Únicamente eso.

Claro que el nombre, un día u otro, desaparece. Esto lo puedo jurar.

Sin embargo, la desaparición puede producirse de diversas formas. En primer lugar, está aquella en la cual tu nombre desaparece al morir. Ésa es muy simple. «El río se ha secado y todos los peces han muerto», o «El bosque ha sido pasto de las llamas y todos los pájaros han muerto abrasados»… Y nosotros lamentamos sus muertes. A continuación, está aquella en la cual, un buen día, tú haces ¡puf!, y te apagas de repente, pero, tal como sucede con un televisor viejo, incluso después de morir queda una luz blanca temblando en la pantalla. Tampoco ésa está mal. Se parece un poco a las pisadas de los elefantes de la India que se han extraviado, pero seguro que no está nada mal. Y, en último lugar, está aquella en la que el nombre se pierde antes de morir. Es decir, las tías pobres.

Sin embargo, yo también caigo a veces en ese estado de falta de nombre típico de las tías pobres. Al atardecer, entre la muchedumbre que abarrota la terminal, de súbito se me va de la cabeza adónde voy, cómo me llamo y dónde vivo. Claro que es por poco tiempo, unos cinco o diez segundos a lo sumo.

También puedes encontrarte con esto:

—Mira, es que no hay manera de que me acuerde de cómo te llamas —te dice alguien.

—Tranquilo. No pasa nada. Mi nombre tampoco es nada del otro mundo.

Él se señala repetidas veces la boca.

—No, si es que lo tengo en la punta de la lengua…

En esas situaciones me siento como si estuviera enterrado pero con la punta del pie izquierdo asomando por fuera. Alguien acabará, antes o después, tropezando con él y empezará a disculparse.

—¡Oh! Lo siento. Si es que lo tengo en la punta de la lengua…

Bueno, y entonces, los nombres que se pierden, ¿adónde van a parar? En el intrincado laberinto de las grandes ciudades, desde luego, tienen muy pocas probabilidades de sobrevivir. Unos acabarán aplastados en el asfalto por un camión de transporte, otros morirán como un perro abandonado por no llevar la calderilla suficiente para coger el tren, otros se hundirán en un río profundo al llevar los bolsillos lastrados por el orgullo.

Con todo, quizás algunos logren sobrevivir y se dirijan a la ciudad de los nombres perdidos donde formarán una silenciosa comunidad. Una ciudad pequeña, muy pequeña. Y seguro que en sus puertas plantarán este cartel:

PROHIBIDA LA ENTRADA A LAS PERSONAS AJENAS.

Y quien entre por las buenas recibirá el pequeño castigo reglamentario.

O tal vez fuera un pequeño castigo pensado exclusivamente para mí. Yo llevaba pegada a mis espaldas una pequeña tía pobre.

La primera vez que fui consciente de ello ocurrió a mediados de agosto. No fue por nada especial. Simplemente, lo advertí de pronto: ¡Oh! En las espaldas llevo a una tía pobre.

La sensación no era nada desagradable. El peso era discreto, no me lanzaba un aliento apestoso detrás de las orejas. Se limitaba a estar firmemente adherida a mi espalda como una sombra pasada por lejía. Si no prestaba mucha atención, la gente ni siquiera advertía su presencia. Incluso los gatos que viven conmigo la miraban, los dos o tres primeros días, con recelo, pero en cuanto comprendieron que no tenía intención alguna de entrometerse en su territorio se acostumbraron a ella enseguida. Algunos amigos míos, sin embargo, no lograban relajarse en su presencia. Porque, mientras estábamos bebiendo, ella les iba echando rápidas ojeadas por encima de mi hombro.

—Pues yo no me siento cómodo.

—No te preocupes —dije yo—. Pero si es muy tranquila. Y, además, es completamente inofensiva.

—Eso ya lo sé. Pero… ¿cómo te diría? Es que me deprime.

—Pues no la mires.

—Ya, claro —replicaba él con un suspiro—. ¿Y dónde se te ha colgado eso a la espalda?

—No se trata de dónde —respondí—. Es sólo que estoy rumiando unas cosas todo el día. Sólo eso.

Él asintió y suspiró.

—Creo que ya sé lo que quieres decir. Si es que tú siempre has tenido ese carácter.

—Pues sí.

Y, sin excesivo entusiasmo, seguimos bebiendo whisky alrededor de una hora más.

—Oye —le pregunté yo—, ¿por qué la encuentras deprimente?

—Es que… Vamos, que me da la impresión de que mi madre no me quita los ojos de encima.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué debe de ser?

—¿¡Que por qué!? —exclamó él con cara de espanto—. Pues porque es mi madre lo que llevas pegado a la espalda.

Al contrastar las impresiones de varias personas (porque yo, por mí mismo, no podía mirarme la espalda), llegué a la conclusión de que lo que llevaba pegado detrás no era una tía pobre con una forma definida, sino una especie de ser etéreo que cambiaba de forma según las imágenes que tuviera en mente quien la miraba.

Para un amigo mío era una perra de raza akita, que se le había muerto de cáncer de esófago el otoño anterior.

—A los quince años. Ya era muy vieja, la pobre. Pero es que el cáncer de esófago es horroroso. ¡Pobre bicho!

—¿De cáncer de esófago?

—Sí. Un cáncer que se forma en el esófago. Algo terrible. ¡Dios me libre de algo parecido! La pobre se pasaba el día gimiendo. «Hi-hi-hi», hacía. Yo quería matarla para que no sufriera más. Pero mi madre no quiso.

—¿Y por qué no?

—¡Vete a saber! No debía de querer ensuciarse las manos —respondió él con acento sombrío.

—Total, que estuvo dos meses con el gota a gota enchufado. Uno que se coloca en el suelo. ¡Olía que apestaba! —En este punto, se calló por unos instantes—. No es que fuera un buen perro. En absoluto. Era una cobardica y ladraba a todo bicho viviente. Vamos, que no servía para nada. También pilló una enfermedad en la piel…

Asentí.

—La pobre habría sido más feliz si hubiera nacido cigarra. Al menos se habría podido pasar el día chillando sin que la molestara nadie. Y, además, no habría tenido cáncer de esófago…

Pero ella seguía siendo una perra y estaba montada a mi espalda con el tubo de la instilación colgándole de la boca.

Para cierto agente inmobiliario era una maestra que había tenido mucho tiempo atrás, en primaria.

—El año veinticinco de Shôwa[7]. Sí, diría que fue el año en que empezó la guerra de Corea —dijo él enjugándose el sudor con una gruesa toallita—. Fue nuestra tutora durante dos años. ¡Qué tiempos aquéllos! Claro que, de ella, ya ni me acordaba.

Parecía tomarme por un pariente de la antigua maestra y me invitó a un mugicha[8].

—Pensándolo bien, era una pobre mujer. El mismo año en que se casó llamaron al marido a filas. Y él murió dentro de un buque de carga, a medio camino del frente. Eso debió de ser el año dieciocho de Shôwa[9]. Ella siguió dando clases en primaria, pero, al año siguiente, se abrasó en los bombardeos. Se quemó desde la mejilla izquierda, así, así, brazo abajo. —Se trazó una larga línea con la punta del dedo desde la mejilla hasta el brazo izquierdo, se acabó la mugicha de un trago y volvió a enjugarse el sudor con la toallita—. Por lo visto, había sido muy guapa. ¡Pobre mujer! Pero dicen que hasta le cambió el carácter. Si aún vive, ahora debe de tener casi sesenta años. Sí, sí. Seguro que fue el veinticinco de Shôwa

Y así fue tomando la forma del plano de un rincón de la ciudad o de una participación de boda. Y, teniendo como base de operaciones mi espalda, la tía pobre fue ampliando, poco a poco, su círculo de influencia.

Pero, al mismo tiempo, mis amigos se fueron apartando de mi lado, uno tras otro, de la misma forma que un peine va perdiendo sus púas.

—No, si no es mal tipo —decían—. Pero cada vez que lo veo me encuentro frente a la deprimente estampa de mi madre (o de la vieja perra muerta de cáncer de esófago o de la maestra con la cara quemada).

Tenía la sensación de haberme convertido en el sillón de un dentista. Nadie me recriminaba nada. Nadie me odiaba. Pero todos me evitaban como la peste y, si me topaba con ellos, me daban cualquier excusa verosímil y ponían pies en polvorosa.

—Es que, cuando estoy contigo, me agobio, ¿sabes? —me dijo una chica con tono remiso, pero no exento de sinceridad—. Si lo que llevas a la espalda fuera un paragüero, pues aún podría soportarlo. Pero eso…

¡Un paragüero!

«¡Qué le vamos a hacer!», pensé. Las relaciones sociales nunca habían sido mi fuerte. Además, no quería vivir con un paragüero colgado a la espalda.

Tal como he dicho, mis amigos me evitaban, pero, a cambio, empezaron a disputárseme los medios de comunicación. Revistas en su mayoría. Un día sí otro no venían a fotografiamos a la tía pobre y a mí, se exasperaban al ver que ella no salía bien en las fotos, me acribillaban a preguntas que no venían a cuento y se iban. Yo esperaba que el hecho de salir en las revistas me conduciría a descubrir algo nuevo o a que se desarrollase algo con respecto a la tía pobre. Pero no se produjo ningún descubrimiento y tampoco hubo evolución alguna. Lo único que conseguí fue agotarme.

Incluso salimos en el Morning Show de la televisión. Me tuve que levantar a las seis de la mañana, me montaron en un coche, me llevaron a los estudios de televisión y me hicieron tomar un café dudoso. Unos tipos incomprensibles me rodearon llevando a cabo cosas incomprensibles. Me entraron ganas de coger la puerta y largarme. Pero, antes de que tuviera la posibilidad de hacerlo, llegó mi turno. El presentador, cuando no le enfocaban las cámaras, era un tipo malhumorado, arrogante y superficial. No perdía la ocasión de meterse con quienes le rodeaban. Nada más verlo, le cogí antipatía. Pero en cuanto se encendió la luz roja experimentó una brusca transformación. Se convirtió en un sonriente, simpático e inteligente hombre de mediana edad.

—Vamos a dar inicio a la sección «Cosas así también existen» —dijo dirigiéndose a las cámaras—. Empezaremos con nuestro invitado, el señor… que se encontró de pronto con que tenía a una tía pobre cargada a la espalda. Y, ciertamente, pocas son las personas que se hallan en semejante situación. Esta mañana desearía que nos contara cómo sucedió todo y, también, las dificultades que ha tenido que afrontar. ¿Qué le parece a usted? ¿Encuentra muy incómodo llevar a una tía pobre a la espalda?

—Pues no es particularmente incómodo o problemático, la verdad —dije—. Pesa poco, no come ni bebe.

—¿Tampoco le duele a usted la espalda?

—No.

—¿Desde cuándo la lleva usted pegada ahí?

Intenté explicarles de forma concisa la historia de la plaza de las estatuas de los unicornios, pero el presentador no pareció entender su significado.

—En resumen —dijo tras un carraspeo—, que usted se encontraba sentado en el borde de un estanque y que la tía pobre que estaba oculta en su interior se le subió a la espalda y lo poseyó.

—Que no. No es eso —le dije sacudiendo la cabeza.

«¡Uf!», pensé. «Lo sabía. No tendría que haber venido a este sitio. Total, lo único que esperan es algo que les haga reír o una historia de terror de segunda categoría».

—La tía pobre no es un fantasma. Ni estaba oculta en ninguna parte ni ha poseído a nadie. Está hecha sólo de palabras —expliqué con hastío—. Únicamente palabras.

Nadie abrió la boca.

—O sea, que puesto que las palabras son como electrodos que conectan con la mente, si a través de ellas envías el mismo estímulo una y otra vez, se producirá sin falta una reacción. No hace falta decir que esta reacción será completamente distinta según la persona. En mi caso ha adoptado la forma de un ser independiente. Exactamente igual que si la lengua se te fuera hinchando deprisa dentro de la boca. Lo que se me pegó a la espalda, en definitiva, fueron las palabras «tía pobre». Unas palabras sin significado, sin forma. Iría más allá y diría que son un signo conceptual.

El presentador puso cara de apuro.

—Usted dice que no tienen ni significado ni forma, pero nosotros podemos ver claramente una especie de figura colgada a su espalda, y eso tiene un significado para cada uno de nosotros.

Me encogí de hombros.

—Y eso es un signo, ¿no le parece?

—En ese caso —saltó a mi lado una joven colaboradora deseosa de reconducir la situación al ver que entrábamos en terreno estéril—, si usted lo desea, podrá hacer desaparecer a su antojo esta imagen o este ser.

—No, eso no es posible. Una vez surge, continúa existiendo de modo independiente a mi voluntad. Es como la memoria. Hay recuerdos, por ejemplo, que por más que quieras borrarlos te es imposible hacerlo. Pues esto es igual.

La joven colaboradora siguió preguntando con aire de estar poco convencida.

—Por ejemplo. Este proceso que ha mencionado usted de convertir palabras en signos conceptuales, ¿podría efectuarlo yo también?

—No sé qué tal resultaría, pero en principio sí —le dije.

—Y si yo —intervino el presentador— repitiera una y otra vez la palabra «conceptual», es posible que algún día me apareciera en la espalda una figura de lo conceptual, ¿no es así?

—En principio, sí —respondí mecánicamente.

—En resumen, que tendría lugar una simbolización conceptual de la palabra «conceptual».

—Exactamente —dije. Los potentes focos del plató y el pestilente aire que se respiraba allí dentro me estaban dando dolor de cabeza. Las estridentes voces de la gente no hacían más que incrementar el dolor.

—Por cierto, la palabra «conceptual», ¿qué forma cree usted que adoptaría? —dijo el presentador. Algunos invitados se rieron.

Le dije que no lo sabía. Ni siquiera me apetecía pensar en ello. Bastante tenía yo con cargar con la tía pobre. Y además, sobre todo, ellos no lo preguntaban en serio. Lo único que querían era hablar por hablar hasta que llegara el momento de la publicidad.

Este mundo es una farsa, no hace falta que lo diga. ¿Quién puede huir de ello? Desde el plató de televisión iluminado por los potentes focos hasta el ermitaño que vive oculto en las profundidades del bosque, la raíz es la misma. Yo seguí andando por el mundo con una tía pobre colgada a la espalda. En el circo de este mundo yo era un payaso de primera. Porque tenía una tía pobre pegada a la espalda. Quizá debería haber llevado un paragüero, tal como me había dicho aquella chica. Entonces, la gente tal vez me hubiese admitido en su grupo. Y yo cada quince días habría pintado el paragüero de un color distinto y habría ido a todas las fiestas.

—¡Oh! Esta semana llevas el paragüero de color rosa —me diría alguien.

—Pues, sí —respondería yo—. Y la semana que viene vendré de verde esmeralda.

Quizás incluso habría chicas deseosas de meterse en la cama con un hombre que cargara con un paragüero de color rosa.

Pero, por desgracia, lo que yo llevaba a la espalda no era un paragüero sino una tía pobre. Con el paso del tiempo, la gente fue perdiendo el interés en nosotros. En definitiva (tal como dijo mi compañera) ¿a quién va a interesarle una historia sobre una tía pobre? Una vez que la fugaz curiosidad inicial siguió el camino que tenía que seguir y desapareció, lo único que dejó tras de sí fue un silencio parecido al de las profundidades marinas. Un silencio tan profundo como el hecho de que la tía pobre y yo nos hubiésemos convertido en un solo cuerpo.

3

—Te vi el otro día por la tele —me dijo mi compañera.

Estábamos sentados en el borde de aquel mismo estanque. Hacía tres meses de nuestro último encuentro. Había llegado el otoño. El tiempo había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Era la primera vez que habíamos estado tanto tiempo sin vernos.

—Pareces un poco cansado.

—Lo estoy, muchísimo —dije.

—No pareces tú.

Asentí. Era cierto. No parecía yo. Ella dobló repetidas veces las mangas de la chaqueta de su chándal sobre las rodillas. Las plegaba y las desplegaba, las desplegaba y volvía a plegarlas. Como si hiciera retroceder y avanzar el tiempo, una y otra vez.

—Parece que tú también has conseguido tener una tía pobre, ¿no? —comentó ella.

—Eso parece —dije yo.

—¿Y qué? ¿Cómo te sientes?

—Como una sandía que se hubiera caído al fondo de un pozo.

Ella se rió mientras acariciaba, como si fuera un gato, la suave chaqueta de chándal que tenía cuidadosamente doblada sobre las rodillas.

—¿Y ya sabes cómo es?

—Un poco, creo —contesté—. Al menos creo que estoy a punto de saberlo.

—¿Has podido escribir algo entonces?

—No —dije ladeando un poco la cabeza—. Ni una línea. Me falta motivación. Quizá no pueda escribir nunca nada.

—¡Qué pusilánime!

—Tal como tú misma dijiste, si no puedo ayudar en nada, ¿qué sentido tiene que escriba sobre una tía pobre?

Ella permaneció unos instantes en silencio, mordisqueándose los labios.

—¡Va! Pregúntame algo. Quizá pueda ayudarte.

—¿Como voz autorizada en tías pobres?

—Pues sí —dijo ella—. Pregunta. Es posible que nunca más vuelva a tener ganas de hablar de este tema.

No se me ocurrió por dónde empezar hasta pasado un tiempo.

—A veces me pregunto qué tipo de personas se convierten en tías pobres. ¿Lo son de nacimiento? ¿O existen unas circunstancias tía-pobre que, como si fueran una hormiga león, acechan en una esquina, abren la boca, engullen al que pasa por allí y lo convierten en tía pobre?

Ella hizo una serie de movimientos afirmativos con la cabeza. Como indicándome que aquélla era una buena pregunta.

—Las dos cosas son lo mismo. Seguro —dijo ella.

—¿Cómo que son lo mismo?

—Sí. En resumen, que tal vez una tía pobre tenga una infancia tía-pobre y una juventud tía-pobre. O quizá no. Pero eso no importa. En este mundo hay millones de causas para millones de consecuencias. Millones de razones para vivir y millones de razones para morir. Millones de razones para dar razones. Razones de este tipo puedes obtenerlas de una manera tan sencilla como hacer una llamada telefónica. Pero tú no pides nada de eso, ¿verdad?

—Pues… —contesté—, creo que no.

—Existen. Eso es todo —dijo ella—. Y tú tienes que reconocerlo y aceptarlo. Son causas o consecuencias. Eso no importa. La tía pobre existe. Y su existencia en sí misma ya es una razón. Como nosotros, que estamos, aquí y ahora, sin ninguna razón o causa en particular.

Permanecimos sentados en el borde del estanque, en la misma posición, sin pronunciar una palabra. La luz transparente del otoño creaba pequeñas sombras en su perfil.

—¿Y qué? ¿No vas a preguntarme qué veo en tu espalda? —dijo.

—¿Qué ves en mi espalda? —pregunté.

—Nada —contestó ella sonriendo—. Sólo te veo a ti.

—Gracias —dije.

El tiempo, por supuesto, va abatiendo a todos los hombres por igual. Como un cochero que fustiga con su látigo a un caballo viejo hasta que cae muerto a un lado del camino. Pero sus embates son tan extremadamente suaves que ni siquiera los perciben quienes los están sufriendo.

A pesar de ello, nosotros sí pudimos observar ante nuestros propios ojos, como a través del cristal de un acuario, los efectos de la tiranía del tiempo sobre la tía pobre. Dentro del angosto recipiente de cristal, el tiempo estaba estrujando a la tía pobre como si fuera una naranja. Pero no salía ni una gota de zumo.

Lo que me fascinaba era la perfección de su interior.

Y ya no sale ni una gota, ¡de veras!

Sí, la perfección está sentada sobre el núcleo de la existencia de la tía pobre como un cadáver enterrado en un glaciar. Un magnífico glaciar que parece hecho de acero inoxidable. Sólo diez mil años de sol podrían fundirlo. Claro que la tía pobre no durará diez mil años, así que ella vivirá con esta perfección, morirá con esta perfección y será enterrada con esta perfección.

La perfección de debajo de la tierra y sobre la tía pobre.

En fin, quizás a lo largo de diez mil años el glaciar se vaya fundiendo dentro de las tinieblas y la perfección empuje hacia arriba, logre reventar la tumba y salir afuera. Seguro que todo habrá cambiado en la superficie de la tierra. Pero si todavía se hicieran ceremonias de boda, la perfección que habría dejado la tía pobre quizá sería invitada a un banquete, se comería todos los platos del menú con modales exquisitos, se pondría en pie y pronunciaría unas emotivas palabras de felicitación.

Pero ¿qué más da? Dejémoslo.

Esto, en definitiva, no sucederá hasta el año 11 980 d. C.

4

La tía pobre dejó mi espalda a finales de otoño.

Recordé que debía resolver unos asuntos antes de que llegara el invierno y, junto con la tía pobre, cogí un tren de cercanías. A aquellas horas de la tarde, los pasajeros podían contarse con los dedos de una mano. Hacía mucho tiempo que no daba un paseo tan largo y me quedé contemplando con deleite el paisaje que discurría al otro lado de la ventanilla. El aire era claro y penetrante, las montañas estaban teñidas de un color azul casi artificial, los árboles que aparecían de trecho en trecho a lo largo de la vía estaban cargados de frutos rojos.

Durante el viaje de vuelta, frente a mí, sólo había sentada una mujer delgada, que debía de estar en la mitad de la treintena, junto con sus dos hijos. A la izquierda de la madre estaba la hija mayor, una niña vestida con lo que parecía el uniforme del parvulario, de sarga azul marino, y un sombrero recién estrenado, de fieltro gris con una cinta roja, en la cabeza. Un bonito sombrero de ala estrecha y redonda. A la derecha de la madre estaba el niño, de unos tres años. No llamaban la atención por nada en particular. Tanto sus facciones como los atuendos que llevaban eran normales y corrientes. La madre cargaba con un gran paquete y tenía cara de cansancio. Claro que la mayoría de madres la tienen. Así que apenas reparé en ellos. Me limité a echarles una rápida ojeada cuando subieron al tren y se sentaron frente a mí. Después bajé la vista y me concentré en la lectura de un libro de bolsillo.

Pronto llegó a mis oídos la quejumbrosa voz de la niña. Tenía un tono irritado, apremiante, como de protesta.

—¡Qué pesada! ¡Te he dicho mil veces que te estés calladita en el tren! —oí que le decía la madre.

La madre estaba absorta en la lectura de una revista que había desplegado sobre el paquete que llevaba en las rodillas.

—Es que…, ¡mamá!… Mi sombrero… —dijo la niña.

—¡Cállate! —le espetó la madre.

La niña iba a objetar algo, pero se tragó las palabras y cerró la boca con aire descontento. El niño, que estaba sentado al otro lado de la madre, le había quitado a su hermana de un tirón el sombrero de la cabeza y ahora lo estaba manoseando. La niña alargó el brazo e intentó quitárselo. Pero el niño se retorció, decidido a no soltar el sombrero por nada del mundo.

—¡Va a romper el sombrero! —exclamó la niña al borde del llanto.

Con cara de fastidio, la madre echó una rápida ojeada al niño, alargó la mano e intentó coger el sombrero. Pero el niño, agarrándolo con fuerza con ambas manos, se negó tercamente a soltarlo. La madre lo dejó correr. Le dijo a la niña algo como: «Déjalo jugar un rato con él, que se cansará enseguida». La niña no pareció muy convencida. Pero no replicó. Sabía que lo único que conseguiría con ello sería que la riñeran. Apretó los labios y clavó la mirada en el sombrero, todavía en manos de su hermano pequeño. La madre seguía leyendo la revista. Poco después, el niño empezó a tirar del lazo rojo del sombrero. El desinterés de la madre, por lo visto, lo había envalentonado. Sabía que estirando del lazo irritaba a su hermana. Y lo hacía adrede. Era un acto lleno de malicia. Me enfadé incluso yo. Me entraron ganas de levantarme y de arrancarle el sombrero de las manos.

La niña miraba fijamente a su hermano en silencio. Parecía estar rumiando algo. De pronto, se levantó, le soltó a su hermano un bofetón en la mejilla, aprovechó el instante en que éste retrocedía amedrentado para quitarle el sombrero y volvió a su asiento. Veloz como una centella. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. A la madre y al niño, comprender la situación les llevó lo que se tarda en aspirar una profunda bocanada de aire. De repente, el hermano pequeño empezó a berrear y, al mismo tiempo, la madre le dio una fuerte palmada a la niña en la rodilla desnuda. Luego se volvió hacia el niño, le acarició la mejilla e intentó que dejara de llorar. Pero el niño siguió berreando.

—Pero, mamá…, es que mi sombrero… —dijo la niña.

—Los niños que no se portan bien en el tren ya no son míos —atajó la madre.

Sin dejar de mordisquearse los labios, la niña bajó la vista y la clavó en su sombrero.

—Vete allá.

La madre le señaló el asiento vacío que había a mi lado. La niña desviaba la mirada intentando ignorar el dedo tieso de la madre, pero éste seguía apuntando hacia mi izquierda como si se hubiera petrificado en el aire.

—¡Va! ¡Vete! Tú ahora ya no eres de la familia.

Resignada, la niña agarró el sombrero y la maleta, se levantó, cruzó lentamente el pasillo, se sentó a mi lado y bajó la cabeza. Acarició con los dedos el ala del sombrero posado sobre sus rodillas. «¡La culpa es suya!», pensaba la niña. «¡Le estaba quitando la cinta a mi sombrero!». Regueros de lágrimas corrían por sus mejillas.

Ya casi anochecía. La turbia luz amarilla de las lámparas danzaba vagamente por el interior del vagón como el polvillo de las alas de una polilla lúgubre. Flotaba en el espacio hasta ser succionado en silencio por las bocas y narices de los pasajeros hacia el interior de sus cuerpos. Cerré el libro, puse cara arriba las palmas de mis manos sobre las rodillas y me quedé largo rato con la vista clavada en ellas. Pensándolo bien, hacía mucho tiempo que no me estudiaba con tanto detenimiento las manos. A la luz mortecina del vagón se veían muy sucias, ennegrecidas. No parecían mías. Eso me entristeció. Porque esas manos, desde todos los puntos de vista, ya no podrían hacer feliz a nadie. Porque no eran unas manos como para ayudar a alguien. Deseé apoyar una mano en el hombro de la niña, que hipaba a mi lado, y consolarla. Deseé decirle que ella no había hecho nada malo y que había sido extremadamente hábil en el momento de recuperar su sombrero. Aunque, por supuesto, ni la toqué ni le dirigí la palabra. Porque sólo hubiera servido para aturdirla más aún, para asustarla todavía más. Encima, mis manos estaban tan ennegrecidas, tan sucias.

Cuando bajé del tren, a mi alrededor soplaba ya el viento invernal. La temporada de los jerséis estaba llegando a su fin y se acercaba la de los gruesos abrigos. Por un instante, pensé en los abrigos de invierno. Me pregunté si tendría que comprarme uno nuevo. Después, al pie de las escaleras, cuando acababa de cruzar la garita del revisor, me di cuenta de pronto. Me di cuenta de que la tía pobre había abandonado mis espaldas.

No sabía cuándo había desaparecido. Se fue de la misma manera que vino: sin que nadie lo advirtiera.

Había regresado al lugar donde estaba originalmente, dondequiera que éste se encontrara, y yo había vuelto a mi yo original. Pero ¿qué diablos era mi yo original? En aquellos momentos me veía incapaz de asegurarlo. Me sentía como si el yo que estaba allí fuese otro yo muy parecido al yo original. ¿Qué tenía que hacer yo a partir de ahora? No lo sabía. Estaba tan completa y desesperadamente solo como un poste indicador plantado en mitad del desierto al que se le hubiesen borrado las letras. Me resultaba imposible comprobar la dirección. Rebusqué en los bolsillos, introduje toda la calderilla que llevaba en la ranura de una cabina telefónica y marqué el número del apartamento de mi compañera. El timbre sonó siete veces. Al octavo timbrazo, se puso.

—Estaba durmiendo —me dijo atontada.

—¿A las seis de la tarde? —pregunté sorprendido.

—Es que he estado trabajando toda la noche hace dos horas.

—Siento haberte despertado —me disculpé—. Quizá te suene raro, pero, a decir verdad, sólo quería asegurarme de que estuvieses viva.

Pude sentir cómo ella sonreía plácidamente al otro lado del teléfono.

—Gracias por preocuparte por mí —dijo—. Pero tranquilo. Estoy viva. Y para poder continuar viviendo me mato trabajando y, ahora, estoy que me caigo de sueño. ¿Vale? ¿Te has quedado tranquilo?

—Sí —respondí.

—Oye —me dijo ella en tono confidencial—. Vivir es muy duro, ¿no te parece?

—Y que lo digas —admití.

Tenía razón. Vivir es muy duro.

—¿Te apetece que vayamos ahora a comer algo? —le pregunté.

—Lo siento, pero ahora no me apetece comer. Lo único que quiero es dormir a pierna suelta sin pensar en nada.

—Tampoco yo tengo hambre —dije—. Sólo quería hablar contigo. Es que hay varias cosas que quiero decirte.

Se produjo un corto silencio al otro lado del auricular. Ella se mordía los labios y tenía el dedo meñique posado en el extremo de la ceja. Podía sentirlo.

—Luego, ¿vale? —dijo remarcando cada palabra—. Ahora déjame dormir. Sólo un rato. Y cuando me levante, seguro que todo irá bien. Cuando me despierte te llamo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dije—. Buenas noches.

—Buenas noches.

Ella dudó unos instantes.

—¿Es urgente lo que tienes que decirme?

—No —respondí—. No corre ninguna prisa. Puedo esperar.

Sí, porque me sobra el tiempo. Diez mil años, veinte mil años. Puedo esperar tanto tiempo como sea necesario.

Tras repetir «Buenas noches», ella cortó la comunicación. Contemplé unos instantes el auricular amarillo que tenía en la mano y colgué. En aquel preciso instante me asaltó un hambre espantosa. Sentía un vacío en el estómago que casi me hacía enloquecer. Quería comer algo. Lo que fuera. Mientras pudiera meterme algo en la boca, no me importaba qué. Para conseguir algo de comer me habría arrastrado por el suelo, le habría lamido los dedos a quien fuera. Sí, de acuerdo. Os lameré los dedos y, luego, dormiré tan profundamente como un tronco expuesto a la lluvia. Y, sea quien sea quien me dé puntapiés, yo no abriré los ojos. Me sumiré en un profundo sueño de diez mil años.

Me recosté en la cabina, ahuyenté cualquier pensamiento de mi mente, cerré los ojos. Los pasos de diez mil personas me bañaban como una ola. La gente continuaba andando hasta el infinito. Marcando un paso tras otro. «Tac, tac, tac». «¿Adónde habrá vuelto la tía pobre?», me pregunté. «¿Y adónde he vuelto yo?».

Suponiendo, pienso yo, suponiendo que dentro de diez mil años surgiera una sociedad compuesta exclusivamente por tías pobres, ¿me abrirían las puertas a mí? En aquel lugar debería haber un gobierno y un ayuntamiento para tías pobres elegidos por tías pobres, circularían trenes para tías pobres conducidos por tías pobres, existirían novelas para tías pobres escritas por tías pobres.

No, ellas no necesitan eso para nada. Ni el gobierno, ni los trenes, ni las novelas.

Ellas preferirían, más bien, hacer una especie de enormes botellas de vinagre en las que poder meterse y llevar una vida silenciosa y apacible. Desde el aire veríamos decenas, centenas de miles de esas botellas alineadas sobre la superficie de la tierra hasta donde alcanzara la vista. Seguro que sería un paisaje tan hermoso que te dejaría sin aliento.

Sí, y suponiendo que en ese mundo hubiera un pequeño espacio para la poesía, yo querría escribir un poema. Y tendría el honor de ser el primer insigne poeta del mundo de las tías pobres.

«No está mal», pensé.

Yo cantaría a los rayos de sol que se reflejan en el verde cristal de las botellas, cantaría al mar de hierba que se extiende bajo mis pies brillando con el rocío matutino.

Pero, esto, en definitiva, no sucederá hasta el año 11 980 d. C. Y diez mil años son demasiados años como para esperar. Tendría que pasar muchos inviernos hasta entonces.