Hanalei Bay
El hijo de Sachi murió a los diecinueve años atacado por un gran tiburón en Hanalei Bay. Para ser exactos, el tiburón no llegó a devorarlo. Estaba haciendo surf, solo, en alta mar, cuando un tiburón le arrancó la pierna derecha y, de la impresión, el joven se ahogó. Así pues, la causa oficial de la muerte fue ahogamiento. El tiburón se tragó más de la mitad de la tabla de surf. A los tiburones no les gusta devorar hombres. La carne humana no es de su agrado. En la mayoría de los casos, al primer bocado, decepcionados, se van. Por eso hay muchos casos de personas que, siempre que no hayan sucumbido al pánico, han logrado sobrevivir al ataque de un tiburón habiendo perdido solamente un brazo o una pierna. Sólo que el hijo de Sachi se aterró de tal manera que le sobrevino un ataque al corazón, tragó gran cantidad de agua y murió ahogado.
Cuando recibió la noticia a través del consulado japonés de Honolulú, Sachi se hincó de rodillas en el suelo. Su mente quedó en blanco, fue incapaz de hilvanar sus ideas. Simplemente permaneció allí sentada, con la vista fija en un punto de la pared. No sabe cuánto tiempo estuvo en ese estado. Sin embargo, al final, volvió en sí y buscó el número de teléfono de una compañía aérea para reservar un billete con destino a Honolulú. Porque el consulado le había dicho que viajara allí lo antes posible a fin de identificar el cadáver. Que podía darse el caso de que se tratara de una confusión.
Sin embargo, como era un puente largo, no había billetes con destino a Honolulú, ni para aquel día ni para el siguiente. Igual suerte tuvo en las demás compañías. Sin embargo, cuando Sachi le explicó la situación al responsable de reservas de United, éste reaccionó: «Diríjase inmediatamente al aeropuerto. Intentaremos por todos los medios conseguirle un billete». Sachi metió cuatro cosas en una bolsa de viaje y se dirigió al aeropuerto de Narita donde ya la estaba esperando una empleada que le entregó un billete de clase ejecutiva. «Es el único que tenemos disponible en este momento. Sin embargo, le cargaremos la tarifa de clase turista», le dijo la empleada. «Deben de ser momentos muy duros para usted, señora. Intente no desfallecer». Sachi le agradeció su ayuda.
Cuando llegó al aeropuerto de Honolulú, Sachi se dio cuenta de que, con el atolondramiento, se había olvidado de comunicar la hora de su llegada al consulado japonés. Habían quedado en que un miembro del consulado la acompañaría a Kauai. Sin embargo, le pareció más sencillo dirigirse hacia allí sola que ponerse en contacto con el consulado y concertar una cita, y así lo hizo. Una vez en el lugar, ya se las apañaría. Hizo transbordo de avión y, antes de mediodía, ya estaba en Kauai. En el aeropuerto alquiló un coche en un mostrador de Avis y, en primer lugar, se dirigió a la comisaría más cercana. Allí les explicó que acababa de llegar de Tokio porque había recibido aviso de que su hijo había muerto en Hanalei Bay atacado por un tiburón. Un policía canoso con gafas la acompañó a un depósito de cadáveres parecido a un almacén frigorífico. Y le mostró el cuerpo de su hijo al que le faltaba la pierna devorada. La pierna derecha estaba amputada un poco por encima de la rodilla. Por el corte, asomaba dolorosamente el blanco hueso. Aquél era su hijo, sin lugar a dudas. Su rostro carecía de toda expresión, parecía que estuviese durmiendo como si tal cosa. Daba la impresión de que, si lo sacudiera por el hombro, se levantaría rezongando. Como todas las mañanas.
En otra sala firmó un documento certificando que el cadáver era de su hijo. El policía le preguntó qué pensaba hacer con el cuerpo. Ella le respondió que no lo sabía, ¿qué solía hacerse en estos casos? El policía le explicó que lo más corriente era incinerar el cadáver y llevarse las cenizas a casa. También existía la posibilidad de transportar el cuerpo a Japón, pero los trámites eran complicados y costosos. También podía sepultar a su hijo en el cementerio de Kauai.
—Hágalo incinerar, por favor. Me llevaré las cenizas a Tokio —dijo Sachi.
Su hijo estaba muerto. Lo hiciera como lo hiciese, las perspectivas de que volviera a la vida eran nulas. Cenizas, huesos o cadáver, ¿qué cambiaba en realidad? Firmó la autorización de incineración. Pagó el importe.
—Sólo llevo American Express —dijo ella.
—No hay problema —respondió el policía.
«Estoy pagando la incineración de mi hijo con la tarjeta de American Express», pensó Sachi. Le parecía extraordinariamente irreal. Todo aquello carecía de cualquier viso de realidad, al igual que el hecho de que su hijo hubiera muerto atacado por un tiburón. La incineración tendría lugar al día siguiente por la mañana.
—Habla usted muy bien el inglés —le dijo el oficial mientras ponía los documentos en orden. Era un policía de origen japonés llamado Sakata.
—De joven viví un tiempo en América —explicó Sachi.
—Comprendo —dijo el policía. Luego le entregó las pertenencias de su hijo. Ropa, el pasaporte, el billete de regreso, la cartera, el walkman, unas revistas, unas gafas de sol, el neceser. Todo cabía en una pequeña bolsa de viaje. Sachi tuvo que volver a firmar un recibo donde figuraba una lista de aquellas modestas posesiones.
—¿Tiene otros hijos? —le preguntó el policía.
—No. Sólo lo tenía a él —respondió Sachi.
—¿Y no la ha acompañado su esposo?
—Mi marido murió hace muchos años.
El oficial lanzó un hondo suspiro.
—Lo siento mucho. Si podemos hacer algo por usted, no dude en decírnoslo.
—Enséñeme el lugar donde murió mi hijo. Y también donde se alojaba. Supongo que tendré que pagar la cuenta del hotel. Además, me gustaría ponerme en contacto con el consulado japonés en Honolulú, ¿podría usar su teléfono?
El policía trajo un mapa y le señaló con un rotulador el lugar donde había estado haciendo surfing su hijo y el hotel donde se alojaba. Sachi, por su parte, decidió pasar la noche en el pequeño hotel del centro de la ciudad que le recomendó el policía.
—Señora, me gustaría pedirle un favor personal —dijo aquel policía de mediana edad llamado Sakata en el momento de despedirse—. Aquí, en Kauai, la naturaleza arrebata con frecuencia vidas humanas. Tal como usted puede ver, la naturaleza posee aquí una belleza extraordinaria, pero, al mismo tiempo, puede ser violenta y mortal. Nosotros vivimos aquí asumiendo esta posibilidad. Siento de corazón lo que le ha sucedido a su hijo. Pero le ruego que no aborrezca por ello nuestra isla. Puede que esto le suene muy poco considerado a usted. Con todo, se lo pido, por favor.
Sachi asintió.
—¿Sabe, señora? El hermano mayor de mi madre murió en la guerra, en el año 1944, en Europa. Cerca de la frontera entre Alemania y Francia. Formaba parte de un regimiento de soldados de origen japonés y se dirigía a rescatar un batallón de Texas cercado por los nazis, cuando lo alcanzó de lleno una bomba del ejército alemán. Lo único que quedó de él fue su placa de identificación y unos cuantos trozos de carne. Esparcidos por encima de la nieve. Mi madre adoraba a su hermano y, después de aquello, ya no volvió a ser la misma. Yo, por supuesto, únicamente conocí a mi madre después del cambio. Me duele el corazón sólo de pensarlo. —Al decirlo, el policía sacudió la cabeza—. En la guerra, sean cuales sean los ideales que se tengan, la muerte es producto de la ira y del odio de los dos contendientes. Pero en la naturaleza no es así. En la naturaleza no hay partes. Todo esto debe de ser muy duro para usted, pero intente pensar de esta manera: su hijo se ha integrado de nuevo en el ciclo de la naturaleza y su muerte nada ha tenido que ver con las ideologías, la ira o el odio.
Al día siguiente, después de la incineración, una vez hubo recibido una pequeña urna de aluminio con las cenizas de su hijo, Sachi se puso al volante del coche y se dirigió a Hanalei Bay, en la costa norte de la isla. Desde Lihue, donde estaba la comisaría de policía, había una hora de camino. La mayor parte de los árboles estaban deformados a causa de un gran tifón que años atrás había asolado la isla. Sachi también vio los restos de algunas casas de madera que se habían quedado sin tejado. Incluso las montañas habían experimentado cambios en su morfología. La naturaleza era muy dura en aquellos parajes.
Dejó atrás la pequeña y somnolienta ciudad de Hanalei y, un poco más adelante, encontró la zona de surfing donde el tiburón había atacado a su hijo. Detuvo el coche en un aparcamiento cercano, se sentó en la arena y se quedó mirando cómo cinco surfistas cabalgaban las olas. Flotaban en alta mar agarrados a sus tablas. Cuando se acercaba una ola poderosa tomaban impulso, se ponían de pie encima de la tabla y cabalgaban sobre la ola hasta llegar a las proximidades de la playa. Cuando la ola perdía su fuerza, ellos perdían el equilibrio y caían al agua. Luego recobraban la tabla y la empujaban hasta alta mar, deslizándose entre las olas. Y volvían a repetir todo el proceso. Sachi no lo podía entender. ¿No tenían miedo de los tiburones? ¿O es que no se habían enterado de que, pocos días atrás, un tiburón había matado a su hijo en aquel mismo lugar?
Sentada en la arena, Sachi permaneció alrededor de una hora contemplando esa escena. Era incapaz de conformar una sola idea. El pasado que poseía un determinado peso había desaparecido, sin más, y el futuro estaba muy lejos, sumergido en las tinieblas. Ni un tiempo ni el otro tenían casi nada que ver con ella. Sentada en una temporalidad en continuo tránsito llamada presente, iba persiguiendo con los ojos de manera mecánica aquella monótona escena que se repetía una vez tras otra. En cierto momento pensó: «Lo que más necesito ahora es tiempo».
Luego se dirigió al hotel donde se hospedaba su hijo. Era un hotel pequeño y sucio frecuentado por surfistas, con un jardín descuidado donde dos chicos blancos de pelo largo, semidesnudos, estaban sentados en unas tumbonas de lona tomando cerveza. Había varios botellines verdes de Rolling Rock tirados por el suelo, entre los hierbajos. Uno de los chicos era rubio y el otro moreno, pero, aparte de eso, los dos tenían una cara parecida y una complexión física similar. Ambos lucían llamativos tatuajes en los brazos. En el aire flotaba un tenue olor a marihuana, mezclado con el de excrementos de perro. Cuando Sachi se acercó, ambos le dirigieron una mirada suspicaz.
—Mi hijo se alojaba aquí. Es el chico al que mató un tiburón hace tres días —les explicó Sachi.
Los dos intercambiaron una mirada.
—¿Te refieres a Takashi?
—Sí, a Takashi.
—Era un tipo muy majo —dijo el rubio—. ¡Fue una lástima!
—Aquella mañana, ¿no? Pues resulta que había muchas tortugas en la bahía, ¿no? —explicó el moreno con voz átona—. Y los tiburones vinieron detrás, para comérselas, ¿no? Esto… Los tiburones no suelen atacar a los surfistas… Porque nosotros tenemos muy buen rollo con ellos, ¿sabes? Pero…, hay tiburones de todo tipo, ¿no?
Ella les dijo que había venido a pagar el hotel. Porque suponía que su hijo tenía alguna cuenta pendiente.
El rubio hizo una mueca y blandió el botellín de cerveza en el aire.
—Ya. Es que tú no sabes cómo va esto. Aquí se tiene que pagar por adelantado, ¿sabes? Es un hotel barato para surfistas sin una perra. Nada de cuentas pendientes.
—Esto… ¿Y la tabla de Takashi? Te la vas a llevar, ¿no? —dijo el moreno—. El tiburón ese le hincó bien los dientes, ¿no?… La dejó partida en dos, ¿no? Es una Dick Brewer vieja. La policía no se la llevó. Eee… me parece que aún está allí, ¿no?
Sachi sacudió la cabeza. No la quería ver.
—¡Fue una lástima! —repitió el rubio. Al parecer no se le ocurría otra cosa.
—Era un tipo muy majo —dijo el moreno—. Un tipo de puta madre, ¿no? Y en surfing también era muy bueno, ¿no? Esto… La noche antes, ¿no?… Estuvimos tomando tequila juntos, ¿no?
Al final, Sachi se quedó una semana en Hanalei. Alquiló la mejor casita que encontró y vivió allí preparándose comidas sencillas. Antes de volver a Japón tenía que tratar de recuperarse un poco. Se compró una silla de plástico, unas gafas de sol, un sombrero y crema de protección solar, y todos los días se sentaba en la arena y contemplaba a los surfistas. Llovía varias veces al día. La lluvia era tan fuerte que parecía que arrojaran grandes cubos de agua desde el cielo. En la costa norte, el clima es variable en otoño. Cuando empezaba a llover, Sachi se metía dentro del coche y se quedaba contemplando la lluvia. Cuando escampaba, volvía a la playa y dirigía los ojos hacia el mar.
A partir de entonces, Sachi empezó a visitar Hanalei todos los años en aquella misma época del año. Cuando se acercaba la fecha de la muerte de su hijo, se dirigía a Hanalei y permanecía allí tres semanas. En cuanto llegaba, cogía la silla de plástico, iba a la playa y se quedaba mirando a los surfistas. No hacía nada más. Simplemente, se pasaba el día sentada en la playa. Esto se repitió durante más de diez años. Se alojaba en la misma habitación de la misma casita y comía sola en el mismo restaurante leyendo un libro. A base de repetir, año tras año, lo mismo, empezó a conocer a algunas personas con quienes podía hablar. Era una ciudad pequeña y la mayoría de personas la conocían de vista. Se la conocía como la madre de aquel chico japonés al que mató un tiburón por los alrededores.
Aquel día, cuando volvía del aeropuerto adonde había ido a cambiar un coche de alquiler que no funcionaba del todo bien, Sachi se encontró a dos chicos japoneses que hacían autoestop en una localidad que está a medio camino llamada Kapaa. Estaban plantados delante del Ono Family Restaurant, con enormes bolsas deportivas a la espalda, y alzando, con expresión poco convencida, el dedo pulgar en dirección a los automóviles. Uno era alto y larguirucho, el otro bajo y rechoncho. Los dos llevaban el pelo, que les llegaba hasta los hombros, teñido de castaño, camisetas raídas y unos shorts y sandalias desastrados. Sachi pasó de largo, pero, tras proseguir un poco, se lo pensó dos veces y dio la vuelta.
—¿Adónde vais? —les preguntó en japonés asomándose por la ventanilla.
—¡Oh! ¡Pero si habla japonés! —dijo el alto.
—Pues claro. Como que soy japonesa —repuso Sachi—. ¿Adónde vais?
—A un sitio que se llama Hanalei —dijo el alto.
—¿Os llevo? Justo ahora voy hacia allí —dijo Sachi.
—Pues nos haría un gran favor —dijo el rechoncho.
Cargaron el equipaje en el maletero y, luego, se dispusieron a sentarse los dos en los asientos traseros del Neon.
—No es por nada, pero no me hace ninguna gracia que os sentéis los dos detrás —dijo Sachi—. No soy ningún taxi, así que, por favor, que pase uno delante. Me parece un poco más educado, la verdad.
Al final resultó ser el larguirucho el que se sentó, tímidamente, en el asiento de al lado del conductor.
—¿Cómo se llama este coche? —preguntó el alto doblando penosamente sus largas piernas.
—Es un Dodge Neon. De Chrysler —respondió Sachi.
—¡Jo! ¿No me diga que en América hay coches tan pequeños? Mi hermana lleva un Corolla, pero me parece que todavía hay más espacio que en éste.
—No todos los americanos van en Cadillac, ¿sabes?
—Pero es que éste es tan pequeño…
—Si no te gusta, puedes bajarte ahora mismo —dijo Sachi.
—¡Oh, no! No lo decía con esta intención. Ya veo que he metido la pata. Sólo es que me ha sorprendido que fuera tan pequeño. Creía que todos los coches americanos eran enormes.
—¿Y qué vais a hacer a Hanalei? —preguntó Sachi mientras conducía.
—Pues, surfing —dijo el alto.
—¿Y la tabla?
—Ya nos la agenciaremos en la zona —dijo el rechoncho.
—Traerlas de Japón es muy pesado. Además, hemos oído que aquí venden tablas de segunda mano baratas —explicó el alto.
—¿Y usted ha venido de viaje? —preguntó el rechoncho.
—Sí.
—¿Sola?
—Pues sí —le respondió Sachi con naturalidad.
—¿No será una de esas surfistas legendarias?
—¡Pues claro que no! —exclamó Sachi boquiabierta—. Por cierto, ¿ya sabéis dónde os vais a alojar en Hanalei?
—Pues no. Una vez allí, ya nos espabilaremos —dijo el alto.
—Y, si no encontramos nada, dormiremos en la playa —dijo el rechoncho—. Además, como no tenemos mucha pasta…
Sachi sacudió la cabeza.
—En la costa norte, en esta estación del año, las noches son frías. Incluso dentro de casa tienes que ponerte un jersey. Si dormís al aire libre, os pondréis enfermos.
—¿Pero en Hawai no es siempre verano? —preguntó el alto.
—Hawai está en el hemisferio norte y tiene cuatro estaciones. En verano hace calor y, en invierno, a su manera, hace frío.
—Entonces, será mejor que durmamos bajo tejado —dijo el rechoncho.
—Oiga, señora. ¿Podría recomendarnos algún sitio para pasar la noche? —preguntó el alto—. Es que nosotros casi no hablamos inglés.
—Nos habían dicho que en Hawai todo el mundo hablaba japonés, pero aquí nadie pilla una palabra —dijo el rechoncho.
—¡Por supuesto que no! —exclamó Sachi boquiabierta—. Japonés sólo lo hablan en Oahu y, además, sólo en una parte de Waikiki. Allí van muchos japoneses a comprar cosas caras a Louis Vuitton o a Chanel y, por eso, cogen dependientes que hablan japonés. O, también, en los hoteles Hyatt y Sheraton. Pero, a la que das un paso fuera, sólo entienden inglés. Es que esto es América, ¿sabéis? ¿Habéis venido a Kauai sin saber eso?
—Pues yo no lo sabía. Mi madre dice que en Hawai todo el mundo habla japonés.
—¡Uf! —dijo Sachi.
—Nosotros tenemos bastante con el hotel más barato que haya por allí —dijo el rechoncho—. Es que no tenemos pasta.
—El hotel más barato de Hanalei no es para pardillos —dijo Sachi—. Es un poco peligroso.
—¿Peligroso? ¿En qué sentido? —preguntó el alto.
—Drogas, básicamente —dijo Sachi—. Entre los surfistas, también hay mala gente. Si sólo fuera marihuana, no pasaría nada, pero a la que se trata de ice la cosa cambia.
—¿Y qué es eso del ice?
—Nunca he oído hablar de él —dijo el alto.
—Vosotros dos no os enteráis de nada, ¿verdad? ¡Uf! Esos tipos os enredarían de lo lindo —dijo Sachi—. El ice es una droga dura que en Hawai se puede encontrar por todas partes. No soy una experta, pero es una especie de estimulante cristalizado. Es barato, fácil de encontrar y te hace sentir muy bien, pero, a la que te enganchas, ya estás muerto.
—¡Qué peligro! —dijo el alto.
—Oiga, ¿y la marihuana se puede tomar sin problemas? —preguntó el rechoncho.
—Eso, yo no lo sé. Pero, como mínimo, por culpa de la marihuana no se muere nadie —dijo Sachi—. No es como el tabaco, que seguro que mata a la gente. Con la marihuana no pasa. Puede que te vuelva un poco tonto. Claro que vosotros no notaríais la diferencia.
—¡Cómo se pasa, señora! —exclamó el rechoncho.
—Usted debe de ser una del boom, ¿verdad? —dijo el alto.
—¿De qué boom me hablas?
—De la generación del baby boom.
—A mí no me vengas con generaciones. Yo soy yo, y ya está. No me gusta que me clasifiquen, así por las buenas.
—¡Seguro! ¡Fijo que es del boom! —dijo el rechoncho—. Enseguida se mosquea. Igualita que mi madre.
—Te lo advierto. No me pongas tampoco en el mismo saco que a la bendita de tu madre —dijo Sachi—. En fin, dejémoslo correr. En Hanalei es mejor que os alojéis en un sitio decente. Saldréis ganando. Incluso hay algún asesinato de vez en cuando.
—Vaya, que esto no es precisamente el paraíso —concluyó el rechoncho.
—Sí. Ha cambiado mucho desde la época de Elvis —dijo Sachi.
—No lo tengo muy claro, pero ese tal Elvis Costello ya debe de ser bastante abuelo, ¿no?
Después de esto, Sachi condujo durante un buen rato sin abrir la boca.
Sachi habló con el encargado de las casitas donde ella se alojaba y éste les encontró a los dos chicos una habitación bastante barata. Gracias a la intermediación de Sachi, les rebajaron considerablemente la tarifa de una semana. Sin embargo, con todo, ésta no se ajustaba al presupuesto de los muchachos.
—¡Imposible! Nosotros no tenemos tanta pasta —dijo el alto.
—No tenemos casi nada, la verdad —reconoció el rechoncho.
—Pero algo de dinero, para una emergencia, sí llevaréis, supongo —dijo Sachi.
El larguirucho se frotó el lóbulo de la oreja con aire de apuro.
—Pues sí. Llevo la tarjeta familiar del Diners Club, pero mi padre me ha advertido que sólo la use si no me queda más remedio. Dice que a la que empezara a gastar, me puliría todo el dinero. Y si gasto en algo que no sea una emergencia, al volver a Japón me va a soltar una bronca.
—¡Idiota! —dijo Sachi—. Esto es una emergencia. Si aprecias en algo tu vida, ve sacando la tarjeta y quédate aquí. A no ser que quieras que la policía te arroje en un calabozo a medianoche y que un hawaiano enorme como un luchador de sumo te taladre el culo. Claro que, si te gusta eso, la cosa cambia. Pero duele bastante.
El larguirucho se sacó inmediatamente la tarjeta familiar del Diners Club del fondo de la cartera y se la entregó al encargado de las casitas. Sachi le preguntó dónde podían comprar tablas de surf de segunda mano a buen precio. El encargado le indicó una tienda. Donde tenían la posibilidad, además, de revenderlas al marcharse. Los dos dejaron el equipaje en la habitación y se dirigieron enseguida a la tienda a comprar tablas de surf.
A la mañana siguiente, Sachi estaba sentada en la playa, como siempre, contemplando el mar, cuando llegaron los dos chicos japoneses y empezaron a hacer surf. Nadie lo hubiera dicho al ver su aspecto tan poco digno de crédito, pero los dos dominaban a la perfección la técnica del surf. Cuando venía una ola con fuerza se montaban encima, veloces, y, manejando las tablas con destreza, se deslizaban hasta las proximidades de la playa. Y lo repetían una y otra vez, sin cansarse. Cuando cabalgaban sobre una ola, se los veía llenos de vitalidad. Les brillaban los ojos, rebosaban confianza en sí mismos. No había ni rastro de debilidad en sus figuras. Seguro que se pasaban los días, de la mañana a la noche, sin estudiar, cabalgando sobre las olas. Como había hecho su hijo en el pasado.
Sachi empezó a estudiar piano después de ingresar en el instituto. Un comienzo muy tardío para ser pianista. Antes no había puesto nunca las manos sobre un piano. Sin embargo, después de clase, jugueteando con las teclas del piano que había en el aula de música, lo aprendió a tocar bien. En principio, ella estaba dotada para la música y tenía un oído extraordinario. A la que oía una vez una melodía, fuera la que fuese, era capaz de traspasarla, tal cual, al teclado del piano. Sabía encontrar los acordes correctos para cada melodía. A pesar de que nadie se lo había enseñado, movía los diez dedos con agilidad. Poseía un talento innato para tocar el piano.
Un joven profesor de música quedó admirado al descubrirla un día jugueteando con el piano del aula de música y le corrigió algunos errores básicos que ella cometía al poner los dedos sobre el teclado. «Tal como lo haces ahora, también puedes tocar, pero así serás más rápida», le dijo y se lo mostró. Ella lo asimiló en un abrir y cerrar de ojos. Aquel profesor era un gran amante del jazz y, después de clase, le fue transmitiendo la teoría básica del piano en el jazz. Cómo se formaban los acordes, cómo progresaban. Cómo se usaba el pedal. Cuál era el concepto de la improvisación. Ella lo absorbía todo con avidez. El profesor le compró, además, varios discos. De Red Garland, Bill Evans, Wynton Kelly. Ella escuchaba una y otra vez sus interpretaciones y las copiaba a la perfección. En cuanto se familiarizaba con ellos, no le resultaba demasiado difícil copiarlos. Era capaz de reproducir la resonancia y el flujo de su música con los dedos, sin necesidad de ir trascribiendo cada nota. «Tienes talento. Si estudiaras, podrías llegar a ser una pianista profesional», le decía el profesor entusiasmado.
Pero Sachi no opinaba igual. Porque lo único que ella era capaz de hacer era copiar fielmente un original. Le resultaba fácil tocar lo que ya existía y de la manera que lo hacían otros. Pero no era capaz de crear su propia música. Por más que le dijeran que tocara lo que quisiera, ella no sabía ni qué ni cómo. A la que improvisaba, al final acababa imitando algo. Además, le costaba mucho leer música. Cuando se encontraba frente a una partitura escrita al detalle, notaba que le faltaba el aire. Le resultaba muchísimo más fácil escuchar una melodía y trasladarla directamente al teclado. «¿Y así cómo voy a ser pianista?», pensaba.
Al acabar el instituto, decidió estudiar cocina en serio. No es que le gustara particularmente la cocina, pero su padre tenía un restaurante y, como no había nada que le apeteciera hacer en especial, pensó que podría continuar el negocio. Fue a estudiar a una escuela de Chicago. No es que Chicago fuera una ciudad famosa en el mundo entero por su sofisticada cocina, pero allí tenía unos parientes que podían responsabilizarse de ella.
Mientras estudiaba cocina en aquella escuela, invitada por un compañero de clase empezó a tocar el piano en un pequeño piano-bar que había en el centro de la ciudad. Al principio tocaba esporádicamente para ganarse algún dinerillo para los gastos. Vivía con estrecheces del dinero que le enviaban sus padres, así que agradecía poder contar con unos ingresos extras. Y, como era capaz de tocar al momento cualquier melodía, el dueño estaba encantado con Sachi. Una vez oía una melodía, jamás la olvidaba y, aunque no la conociera, sólo con que se la tararearan ya era capaz de reproducirla. Además, sin ser una belleza, tenía un rostro atractivo, por lo que se hizo muy popular y cada vez acudían más clientes al bar a verla. Sólo en propinas ya ganaba una buena cantidad de dinero. Pronto dejó de ir a la escuela. Sentarse ante el piano era mucho más divertido, y más cómodo, que trocear carne de cerdo sanguinolenta, rallar un trozo de queso duro o lavar un montón de platos sucios.
Por lo tanto, cuando su hijo se saltaba las clases y se pasaba todo el día haciendo surfing, ella se limitaba a encogerse de hombros. «Cuando yo era joven, hacía lo mismo. No puedo reprochárselo. Quizá sea algo hereditario», se decía.
Estuvo alrededor de un año y medio tocando el piano en aquel bar. Allí aprendió a hablar inglés y ganó bastante dinero. Incluso tuvo un novio americano. Era un chico negro muy guapo aspirante a actor (más adelante, Sachi lo vio como actor secundario en Diehard 2). Sin embargo, un día un agente de inmigración con una placa en el pecho entró en el local. Posiblemente, Sachi llamara demasiado la atención. El agente le pidió que le enseñara el pasaporte. Y la detuvo por trabajo ilegal. Unos días después la hacían subir en un Jumbo con destino al aeropuerto de Narita —el importe del billete lo abonó ella, por supuesto— y así acabó su vida en América.
De vuelta en Japón se planteó diversas posibilidades de cara al futuro, pero no se le ocurría otro medio de vida posible que tocar el piano. Sus problemas con las partituras le restaban oportunidades de trabajo, pero su capacidad de reproducir de oído cualquier melodía era muy valorada en diversos lugares. Y tocó el piano en salones de hoteles, clubes nocturnos, piano-bares. Era capaz de interpretar cualquier tipo de música adaptándose al ambiente del local, a los clientes y a las canciones que le pedían que tocara. Ella podía ser un «camaleón musical», pero nunca le faltó trabajo.
A los veinticuatro años se casó y, dos años después, tuvo un hijo. Su marido era un guitarrista de jazz un año menor que ella. Sus ingresos eran casi nulos, se drogaba con asiduidad y era mujeriego. Muchos días no aparecía por casa y, cuando lo hacía, solía ser violento. Todo el mundo había estado en contra de su matrimonio y, una vez casada, todo el mundo le aconsejaba que se separase. Su marido era muy descuidado, pero poseía un talento musical muy particular y, en el mundo del jazz, se le consideraba una joven promesa. Es posible que fuera eso lo que atrajo a Sachi. Pero el matrimonio no duró más de cinco años. Una noche, él tuvo un ataque al corazón en casa de otra mujer y murió mientras lo llevaban, completamente desnudo, al hospital. Debido a una sobredosis.
Poco después de que muriera su marido, ella abrió en Roppongi su propio piano-bar. Tenía algunos ahorros y, además, pudo contar con el dinero del seguro de vida al que Sachi había suscrito a su marido en secreto. También tuvo la posibilidad de pedir un préstamo a un banco. Porque el director de la sucursal bancaria era un cliente asiduo del piano-bar donde había trabajado Sachi antes. En el nuevo local puso un piano de cola de segunda mano e hizo construir una barra adecuándose a su silueta. Atrajo, con un sueldo muy elevado, a un hombre de talento que había descubierto en otro local para que desempeñara las funciones de barman y de encargado. Ella tocaba cada noche el piano, satisfacía las peticiones musicales de sus clientes y los acompañaba al piano cuando éstos cantaban. Sobre el instrumento había puesto una pecera para las propinas. Los músicos que actuaban en un club de jazz cercano se pasaban a veces por el bar y tocaban cosas sencillas. Consiguió hacerse con una clientela fija y el negocio le fue mejor de lo que había supuesto. Pudo ir devolviendo con regularidad el préstamo bancario. Como había quedado harta de la vida de casada, no volvió a contraer matrimonio, aunque salía con hombres de vez en cuando. La mayoría eran casados, lo que, a los ojos de Sachi, simplificaba las cosas. Y, mientras tanto, su hijo fue creciendo, se hizo surfista y empezó a decir que quería ir a Hanalei, en Kauai, a practicar el surf. A Sachi no le entusiasmó la idea, pero, harta de discutir, le acabó comprando a regañadientes el billete de avión. Las largas controversias no eran su fuerte. Y así, mientras esperaba la llegada de una ola con fuerza, a su hijo le atacó un tiburón que había entrado en la bahía persiguiendo tortugas y puso fin a su corta vida de diecinueve años.
Después de la muerte de su hijo, Sachi trabajó con más fervor aún que antes. Durante el año acudía a su local casi cada día y tocaba el piano sin parar. Y, cuando el otoño llegaba a su fin, se tomaba tres semanas de vacaciones y se dirigía a Kauai con un billete de clase ejecutiva de la compañía United. Durante su ausencia, la sustituía otro pianista.
También en Hanalei tocaba el piano a veces. Había un restaurante que tenía un pequeño piano de cola y, los fines de semana, actuaba un pianista cincuentón. Su repertorio se componía, principalmente, de temas inocuos como Bali Hai o Blue Hawaii. Sin ser un gran músico, el pianista era una persona muy afable y su carácter se reflejaba en sus interpretaciones musicales. Sachi se hizo amiga de él y, de vez en cuando, lo sustituía ante el piano. Al tratarse de actuaciones espontáneas, Sachi no cobraba nada, por supuesto, pero el dueño del restaurante solía invitarla a una copa de vino o a un plato de pasta. A Sachi, tocar el piano, en sí mismo, le gustaba. Sólo con posar los diez dedos sobre las teclas notaba cómo se le ensanchaba el corazón. Y eso no tenía nada que ver con el talento. Tampoco con que tuviera alguna utilidad o no la tuviera. «Quizá mi hijo sentía lo mismo mientras cabalgaba sobre las olas», se decía Sachi.
Sin embargo, a decir verdad, a ella nunca le gustó su hijo como persona. Lo quería, por supuesto. Nadie le importaba más en el mundo. Sin embargo, como persona —aunque lo cierto es que tardó mucho tiempo en reconocerlo ante sí misma— no lograba sentir simpatía hacia él. Si el chico no hubiera llevado su misma sangre, no lo hubiera querido ni ver. Era egoísta, le faltaba fuerza de concentración, nunca lograba acabar lo que empezaba. Evitaba hablar en serio y, a la mínima, se inventaba la mentira que más le convenía. Apenas estudiaba y, por lo tanto, sus notas eran deplorables. La única actividad que realizaba más o menos en serio era el surf y vete a saber cuánto tiempo hubiera durado. Como tenía las facciones dulces, nunca le faltaban chicas, pero él no pensaba más que en divertirse y, cuando se cansaba de una, la dejaba sin más, como si desechara un juguete. «Quizá lo mimé demasiado», se decía Sachi. Tal vez le dio demasiado dinero para sus gastos. Debería haberlo educado con más severidad. Pero lo cierto es que ella no sabía cómo podía haber sido más estricta con él. Sachi tenía demasiado trabajo y, además, desconocía completamente la mentalidad y el cuerpo de un muchacho.
Sachi estaba tocando en aquel restaurante cuando entraron los dos surfistas a comer. Era su sexto día en Hanalei. Ambos estaban muy bronceados y parecían mucho más decididos que la primera vez que los había visto.
—¡Anda! ¡Pero si toca el piano! —exclamó el chico rechoncho.
—¡Y qué bien lo hace! Es toda una profesional —comentó el alto.
—Toco para divertirme —dijo Sachi.
—¿Conoce alguna canción de los B’z?
—No, para nada —dijo Sachi—. Pero, decidme, ¿no erais tan pobres? ¿Ya os llegará el dinero para comer aquí?
—Es que tengo la tarjeta Diners —dijo el alto con seguridad.
—¿No habíamos quedado en que era sólo para emergencias?
—¡Uf! Ya me las apañaré. Con estas cosas, ya se sabe. Una vez empiezas a usarlas se convierten en un vicio. Mi padre tenía toda la razón.
—Cierto. Bueno, veo que te lo tomas con tranquilidad —dijo Sachi admirada.
—Hemos pensado invitarla a comer —dijo el rechoncho—. Nos ha ayudado mucho y, eso, sin conocernos de nada. Pasado mañana a primera hora nos volvemos a Japón y antes nos gustaría invitarla para darle las gracias.
—Así que, si le apetece, podemos comer juntos ahora. También pediremos vino. Invitamos nosotros —dijo el alto.
—Ya he comido —dijo Sachi. Y alzó la copa de vino tinto que llevaba en la mano—. El dueño ya me ha invitado a una copa de vino. Pero me basta con la intención. Me considero invitada. Muchas gracias.
Un hombre blanco de gran estatura se acercó a su mesa y se plantó junto a Sachi. Llevaba un vaso de whisky en la mano. Rondaba los cuarenta años. Llevaba el pelo corto. Sus brazos eran tan gruesos como un poste eléctrico mediano y, en uno de ellos, lucía un gran tatuaje de un dragón. Debajo figuraban las iniciales USMC[23]. El color del tatuaje había palidecido. Al parecer, se lo habían hecho hacía mucho tiempo.
—Tocas muy bien —dijo él.
—Gracias —respondió Sachi tras echarle una ojeada al hombre.
—¿Japonesa?
—Sí.
—Yo he estado en Japón. Pero hace mucho tiempo. Dos años en Iwakuni.
—¡Vaya! Yo he estado dos años en Chicago. Pero hace mucho tiempo. Así que estamos empatados.
El hombre se lo pensó un poco. Luego, tras decidir que debía de tratarse de una broma, se rió.
—¡Va! Toca algo al piano. Algo que tenga marcha. ¿Conoces Beyond the Sea, de Bobby Darin? Es que la quiero cantar.
—Yo no trabajo aquí y, además, ahora estoy hablando con estos chicos. El pianista del restaurante es aquel caballero delgado, un poco calvo, que está sentado ante el piano. Si tienes alguna petición que hacer, dirígete a él. Y, luego, no te olvides de dejar propina.
El hombre sacudió la cabeza.
—Esa tarta de frutas no toca más que mariconadas. ¡Va! Quiero que tú me toques algo con marcha. Te doy diez pavos.
—No lo haría ni por quinientos —replicó Sachi.
—¿Ah, no? —dijo él.
—No —dijo Sachi.
—¡Ah! ¿Y entonces por qué no lucháis vosotros, los japoneses, para defender vuestro país? ¿Por qué tenemos que ir nosotros a Iwakuni a protegeros a vosotros?
—¿De modo que lo mínimo que yo puedo hacer es cerrar la boca y tocar?
—Correcto —dijo el hombre. Dirigió la mirada hacia los dos chicos que estaban sentados al otro lado de la mesa—. Y vosotros, ¿de qué vais? No servís para nada, todo el día con el coño del surfing. Los japos, vosotros venís a Hawai para hacer surfing, ¿y eso para qué? En Irak…
—Me gustaría hacerte una pregunta —intervino Sachi—. Hace un rato que me ronda una duda por la cabeza.
—Di.
Sachi giró la cabeza y miró de frente al hombre.
—Es la siguiente: ¿cómo diablos se forman los tipos como tú? Es algo que me intriga desde hace tiempo. Sois así de nacimiento o, a lo largo de vuestra vida, a raíz de una experiencia desagradable, os volvéis de este modo. ¿Cuál de las dos opciones es? ¿Tú qué piensas?
El hombre se quedó pensando unos instantes. Luego, con un golpe seco, dejó el vaso de whisky encima de la mesa.
—Escuche, señora…
Al oír que alguien vociferaba, el dueño del restaurante se acercó. Era un hombre bajito, pero agarró al antiguo marine por el brazo y se lo llevó. Al parecer se conocían y el hombre no opuso resistencia. Sólo dejó caer una o dos frases de protesta.
—Siento muchísimo lo que ha sucedido —dijo el propietario un poco después cuando se acercó a Sachi para disculparse—. No es un mal tipo, pero si bebe, cambia. Luego le llamaré la atención. Les invito a algo, para hacerles olvidar el mal rato.
—No pasa nada. Estoy acostumbrada a este tipo de cosas —dijo Sachi.
—¿Qué decía aquel tipo? —le preguntó el chico rollizo a Sachi.
—No he pillado nada —comentó el alto—. Bueno, sólo lo de «japo».
—No os habéis perdido gran cosa. No valía la pena —dijo Sachi—. ¿Y qué? ¿Habéis podido hacer surfing a gusto en Hanalei? ¿Os habéis divertido?
—¡Muchísimo! —respondió el rechoncho.
—¡Ha sido súper! —dijo el larguirucho—. Creo que me ha cambiado la vida. De veras.
—Pues eso es lo principal. Uno debe divertirse al máximo mientras pueda. Luego, ya te pasan factura.
—No hay problema. Tengo la tarjeta —dijo el larguirucho.
—¡Vaya par de benditos! —exclamó Sachi sacudiendo la cabeza.
—Oiga, señora. ¿Podemos hacerle una pregunta? —dijo el rollizo.
—¿De qué se trata?
—¿Ha visto alguna vez al surfista japonés con una sola pierna?
—¿Un surfista japonés con una sola pierna? —dijo Sachi achicando los ojos y mirando de frente al chico rollizo—. No, nunca.
—Nosotros lo hemos visto dos veces. Nos estaba mirando fijamente desde la playa. Llevaba una tabla roja Dick Brewer y le faltaba la pierna desde aquí. —El chico rollizo trazó una línea con el dedo unos diez centímetros por encima de la rodilla—. Como si se la hubieran amputado. Pero cuando nosotros llegábamos a la playa, había desaparecido. No aparecía por ninguna parte. Queríamos hablar con él, así que lo buscamos en serio, pero no logramos encontrarlo. Debe de tener nuestra misma edad, más o menos.
—¿Y qué pierna le faltaba? ¿La derecha? ¿O la izquierda?
El rechocho reflexionó un momento.
—Pues yo diría que era la derecha. ¿Verdad?
—Sí, seguro. Era la derecha —respondió el alto.
—Ya —dijo Sachi. Se humedeció la boca con un poco de vino. El corazón le latía con un sonido duro y seco—. ¿Y seguro que era japonés? ¿No sería un hawaiano de origen japonés?
—Seguro. Eso se ve enseguida. Era un surfista venido de Japón. Como nosotros —dijo el alto.
Sachi mantuvo, por unos instantes, los labios apretados con fuerza. Luego dijo con voz seca.
—Me parece muy extraño. En una ciudad tan pequeña, a un surfista japonés cojo lo verías aunque no quisieras.
—Sí, ya —dijo el chico rollizo—. Algo así llamaría mucho la atención. Por eso nos ha extrañado tanto. Pero estaba. Seguro. Lo hemos visto los dos.
El alto comentó:
—Usted también se queda mucho rato sentada en la playa. Siempre en el mismo lugar. Pues, un poco más allá, estaba el chico ese, de pie sobre su pierna. Y siempre nos miraba a nosotros. Apoyado en el tronco de un árbol. Estaba por la zona donde se encuentran las mesas de picnic, debajo de aquel grupo de árboles de hierro.
Sachi tomó un sorbo de vino sin decir nada.
—Pero ¿cómo podrá tenerse en pie con una sola pierna encima de una tabla? No lo entiendo. Con dos ya cuesta lo suyo —dijo el rechoncho.
Después de aquello, Sachi recorrió todos los días, de la mañana a la noche, aquella larga playa, arriba y abajo. Pero no logró encontrar al surfista cojo. Iba preguntando a los surfistas del lugar: «¿Habéis visto a un surfista japonés con una sola pierna?». Pero todos sacudían la cabeza con cara de extrañeza. «¿Un surfista japonés con una sola pierna? No, no lo he visto. Si lo hubiera visto, me acordaría. Llamaría mucho la atención. Pero ¿cómo diablos puede hacer surfing faltándole una pierna?».
La noche antes de volver a Japón, después de hacer el equipaje, Sachi se metió en la cama. Se oían los chillidos de los lagartos gecko mezclados con el rumor de las olas. Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Sachi. Se dio cuenta de que estaba llorando al ver la almohada humedecida por las lágrimas. «¿Por qué no puedo ver yo a mi hijo?», pensó llorando. «¿Por qué pueden verlo aquel par de tontos y yo no? ¡Es injusto!». Recordó el cuerpo de su hijo en el depósito de cadáveres. De haber podido, lo hubiera sacudido fuertemente por el hombro hasta despertarlo y le hubiera preguntado a gritos: «¿Por qué? Dime, ¿por qué? ¡Esta vez has ido demasiado lejos!».
Sachi permaneció largo tiempo con la cara hundida en la almohada mojada por las lágrimas, sofocando el llanto. «¿Acaso yo no tengo derecho a verlo?». No lo sabía. Lo único que le quedaba claro era que debía aceptar aquella isla. Tal como le había indicado, en voz baja, aquel policía de origen japonés, ella debía aceptar, tal como eran, las cosas de la isla. Tal cual eran. Justas o injustas. Con derecho o sin él. A la mañana siguiente, Sachi se despertó como una mujer sana de mediana edad. Cargó su maleta en el asiento posterior del Dodge Neon y dejó atrás Hanalei Bay.
Ocho meses después de regresar a Japón, Sachi se encontró en Tokio al chico rollizo. Estaba tomando un café en un Starbucks, cerca de la estación de metro de Roppongi, huyendo de la lluvia, cuando descubrió al chico rechoncho sentado a una mesa cercana. Se lo veía muy atildado con una camisa de Ralph Lauren bien planchada y unos pantalones chinos nuevos, y lo acompañaba una chica menuda de facciones agraciadas.
—¡Caramba, señora! —Con cara de alegría, se levantó de su asiento y se acercó a la mesa de Sachi—. ¡Qué casualidad! ¡Mira que encontrarnos aquí!
—Y que lo digas. ¿Cómo va todo? —dijo ella—. ¿Qué le ha pasado a tu pelo? Lo llevas mucho más corto, ¿no?
—Es que pronto termino la universidad, ¿sabe? —respondió el chico rollizo.
—No me digas que vas a sacarte una carrera.
—Bueno, pues eso parece. Hasta aquí llego —dijo tomando asiento a su lado.
—¿Has dejado el surfing?
—Lo practico los fines de semana. Pero ahora tengo que buscar trabajo. Ha llegado la hora de reformarme.
—¿Y tu amigo, el timidito?
—¡Ése tiene una suerte! No debe preocuparse por el empleo. Su padre es dueño de una pastelería occidental muy grande en Akasaka. Y dice que, si sigue con el negocio, le comprarán un BMW. ¡Qué suerte! Mi situación es diferente.
Sachi dirigió los ojos hacia el exterior. La lluvia pasajera de verano había teñido el pavimento de negro. Las calles estaban atestadas de coches y los taxistas hacían sonar, impacientes, el claxon.
—¿Aquella chica es tu novia?
—Sí, bueno, estoy en ello —dijo el chico rollizo rascándose la cabeza.
—Es muy mona. Quizá demasiado guapa para ti. Seguro que no te deja hacer todo lo que quieres, ¿me equivoco?
Él alzó los ojos al techo, inconscientemente.
—Usted sigue como siempre, ¿eh? Soltando todas las lindezas que se le ocurren, ¿no? Pero lleva toda la razón del mundo. ¿No tendrá un buen consejo que darme? ¿Qué debo hacer para que las cosas progresen entre ella y yo?
—Para que las cosas te vayan bien con una chica hay tres maneras. La primera, callarte y escuchar lo que te dice. La segunda, alabar la ropa que lleva. La tercera, invitarla a una buena comida. Es sencillo, ¿no? Y si así no te va bien, mejor que te resignes y lo dejes correr.
—Es un método muy práctico y fácil de entender. ¿Puedo apuntármelo en la agenda?
—Por mí, no hay problema. Pero ¿ni eso eres capaz de retener?
—No. Soy como una gallina. Doy tres pasos y ya se me ha ido todo de la cabeza. Por eso lo apunto todo. Por lo visto, Einstein hacía lo mismo.
—Conque Einstein, ¿eh?
—«Ser olvidadizo no es ningún problema. El problema es olvidar».
—Haz lo que quieras —repuso Sachi.
El rechoncho se sacó una agenda del bolsillo y apuntó con cuidado lo que Sachi le había dicho.
—Muchas gracias por darme siempre tan buenos consejos —dijo él.
—Espero que te funcione.
—Haré lo posible —dijo el rollizo. Se puso en pie con la intención de volver a su mesa y, tras dudar un instante, le ofreció la mano—. Y usted también, señora. Haga todo lo posible.
Sachi le estrechó la mano.
—Me alegro mucho de que no se os comiera un tiburón en Hanalei Bay.
—¿Qué? ¿Hay tiburones allí? ¿De verdad?
—Sí, los hay —dijo Sachi—. De verdad.
Todas las noches, Sachi se sienta ante el teclado de ochenta y ocho teclas, de color marfil y negras, y mueve los dedos casi automáticamente. Mientras tanto, no piensa en nada. Sólo el eco de las notas del piano cruza su conciencia. Entran por esta puerta, salen por la otra. Cuando no está tocando el piano, piensa en su estancia de tres semanas, a finales de otoño, en Hanalei. Piensa en el rumor de las olas que se acercan y en el susurro de los árboles de hierro. En las nubes barridas por el viento, en los albatros que surcan el cielo con sus grandes alas desplegadas. Y piensa en lo que le aguarda allí. Esto es lo único en lo que Sachi puede pensar en estos momentos. Hanalei Bay.