El cuchillo de caza

En alta mar, dos grandes boyas flotaban una junto a la otra. Estaban a cincuenta brazadas a crol desde la orilla y, entre ambas, había treinta brazadas más, una distancia idónea para cubrirla a nado. Las boyas eran cúbicas, medían cuatro metros de lado y estaban amarradas de tal modo que parecían dos islas gemelas.

El agua era de una transparencia casi artificial y, al otear el fondo del mar, se distinguían con toda claridad las cadenas que sujetaban las boyas y, en el extremo de éstas, el bloque de hormigón que las anclaba. El agua tendría de tres a cuatro metros de profundidad. En la superficie de aquel remanso rodeado por arrecifes de coral no se alzaba ninguna ola digna de ese nombre y las boyas, resignadas, sin mecerse apenas, permanecían inmóviles bajo los ardientes rayos del sol. A un lado, había una escalera metálica recubierta de una capa de hierba artificial.

De pie sobre la boya, al dirigir los ojos hacia la orilla, podías abarcar de una ojeada la larga y blanca línea de la playa, la torre pintada de rojo del socorrista y la hilera de palmeras verdes. Era una vista muy hermosa, algo parecida a un paisaje de postal. Al dirigir los ojos hacia la derecha, siguiendo la línea de la costa, te encontrabas con que la playa moría, y en el punto donde el negro acantilado empezaba a asomar su faz se levantaban las dependencias del hotel donde me alojaba yo. Unas casitas de dos plantas, de paredes blancas y tejado de un verde un poco más oscuro que el de las hojas de palmera. Estábamos a finales de junio, aún faltaba para la temporada de verano y tanto en la playa como en el hotel apenas había gente.

Sobre las boyas, helicópteros del ejército seguían la ruta que tenían establecida hacia una base militar americana. Los helicópteros venían de alta mar, pasaban por entre las dos boyas, cruzaban la línea de palmeras y desaparecían en tierra firme. Volaban tan bajo que casi podías distinguir la expresión del rostro de los pilotos. La antena que salía del morro verde apuntaba directamente hacia delante como el aguijón de un insecto. Sin embargo, exceptuando el trasiego de helicópteros, la playa era apacible y tranquila, casi se diría que amodorrada. Nadie molestaba a nadie, era un paraje idóneo para pasar las vacaciones.

Nuestra habitación estaba en la planta baja, de cara al mar. Justo bajo la ventana crecían unas solitarias mimosas blancas. Más allá, se extendía un jardín de cuidado césped. Mañana y tarde, los aspersores regaban en abanico la hierba con un zumbido somnoliento. Al otro lado del recuadro de césped había una piscina y una hilera de altas palmeras que mecían sus grandes hojas al viento.

Cada casita constaba de cuatro habitaciones. Dos en la planta baja y dos en el primer piso. En la habitación contigua a la nuestra se alojaban dos americanos, madre e hijo. Por lo visto estaban allí desde mucho antes de que llegáramos nosotros. La madre rondaría los sesenta años y el hijo debía de contar unos veintiocho o veintinueve, aproximadamente mi edad. Ambos tenían el rostro largo y delgado, la frente ancha, mantenían siempre los labios apretados. Jamás había visto a una madre y a un hijo que se parecieran tanto. La madre era sorprendentemente alta para su edad, andaba muy erguida y sus gestos eran enérgicos.

El hijo, por lo que podía apreciarse, era tan alto como la madre, pero no sabría decir cuánto medía. Porque jamás se levantaba de la silla de ruedas. Tras la silla iba siempre la madre, empujándola.

Ambos eran en extremo silenciosos. En su cuarto reinaba el silencio propio de un museo, jamás se oía la televisión. Sólo dos veces nos llegó a la habitación el sonido de música. Una vez, de un quinteto de clarinete de Mozart, la otra, de una pieza para orquesta que yo no había oído nunca. Creo que era de Richard Strauss. Y nada más.

No tenían puesto el aire acondicionado y dejaban abierta la puerta de entrada para que la fresca brisa se metiera en la habitación; pero, a pesar de ello, jamás los oímos hablar. Sus conversaciones —suponiendo que las tuvieran— debían de ser un intercambio de susurros. Ésa fue la causa de que, tanto mi mujer como yo, sin darnos cuenta, empezáramos a hablar en voz baja cuando estábamos en nuestra habitación.

Solíamos verlos en el comedor, en el vestíbulo, en el jardín, en el paseo. El hotel era muy pequeño y, quisieras o no, acababas topándote con ellos. Al cruzarnos intercambiábamos un saludo que iniciábamos, indistintamente, nosotros o ellos. Madre e hijo diferían en la manera de saludar. Mientras la madre hacía un ademán claro y firme, el hijo se limitaba a esbozar un gesto rápido con los ojos y la barbilla. No obstante, ambos saludos dejaban una impresión muy similar. Tanto el de ella como el de él eran saludos concluyentes que nacían y morían en sí mismos. Que mostraban bien a las claras que las probabilidades de ir más allá eran casi nulas.

Mi mujer y yo jamás conversamos con ellos. De hecho, ella y yo teníamos mucho de qué hablar. Del traslado a un nuevo apartamento, del trabajo, de la posibilidad de tener un hijo. Era nuestro último verano antes de cumplir treinta años. No sé de qué hablarían ellos. En realidad, apenas recuerdo haberlos visto intercambiar un par de frases.

Después del desayuno siempre se sentaban en un sofá del vestíbulo a leer el periódico. Cogían uno cada uno y seguían todos los artículos de cabo a rabo, muy despacio, como si compitieran en ver cuál de los dos tardaba más tiempo del requerido en leerlos. Cuando no cogían el periódico, sacaban unos gruesos volúmenes de tapa dura que llevaban consigo. Más que madre e hijo parecían un viejo matrimonio que hubiera perdido, hacía ya mucho tiempo, el interés el uno por el otro.

Todos los días, a las diez de la mañana, mi mujer y yo cogíamos la nevera portátil y nos íbamos a la playa. Nos untábamos generosamente con aceite bronceador, nos tendíamos sobre las toallas y tomábamos el sol. Yo solía escuchar alguna cinta de los Rolling Stones, o de Marvin Gaye, y mi mujer releía una edición de bolsillo de Lo que el viento se llevó. Ella decía que casi todo lo que sabía de la vida lo había aprendido en ese libro. Pero como yo no lo he leído nunca, no tengo la menor idea de qué es lo que habrá aprendido en él. El sol ascendía por el lado de tierra firme, y los helicópteros seguían su ruta en dirección opuesta y desaparecían en la línea del horizonte.

A las dos de la tarde, madre e hijo, con su silla de ruedas, aparecían por la playa. La madre llevaba un vestido liso de tonalidades pálidas y se cubría la cabeza con un sombrero de paja de ala ancha. El hijo no se ponía sombrero, iba con unas gafas de sol de color verde oscuro. Vestía siempre una camisa hawaiana y unos pantalones de algodón. Ambos se ponían a la sombra de las palmeras, donde soplaba la brisa, y contemplaban el mar sin hacer nada. La madre se sentaba en una silla plegable de lona, pero al hijo no lo vi abandonar jamás la silla de ruedas. Conforme la sombra se desplazaba, ellos iban cambiando con diligencia de sitio. La madre llevaba un termo plateado y, de cuando en cuando, llenaba unos vasos de papel. A veces mordisqueaban galletas saladas. En la playa no leían jamás. Sólo contemplaban el mar en silencio.

En ocasiones se iban a los treinta minutos, otras permanecían en la playa hasta tres horas, eso dependía del día. Mientras me bañaba, sentía sus miradas clavadas en mi piel. De las boyas a la hilera de palmeras había una distancia considerable y es posible que fuera una alucinación. Es posible que sólo se tratara de un exceso de susceptibilidad por mi parte. Pero cuando, subido a la boya, dirigía los ojos hacia la playa, habría jurado que los dos miraban hacia mí. El termo plateado despedía, de vez en cuando, un vivo destello como si fuera un cuchillo.

Los días fueron deslizándose de forma lenta pero certera. Ninguno de ellos poseía una particularidad especial que permitiera diferenciarlo de otro. Cualquiera podría haberse intercambiado con el siguiente sin problemas. Tal vez ni lo hubiéramos notado. El sol ascendía por el este y se ponía por el oeste, los helicópteros verdes volaban a baja altura, yo bebía litros de cerveza y nadaba cuanto quería.

La tarde antes de abandonar el hotel fui a tomar mi último baño. Mi mujer estaba durmiendo la siesta, así que me dirigí solo a la playa. Como era sábado, estaba un poco más concurrida de lo normal. Unos soldados con el pelo cortado a cepillo jugaban a voleibol. Estaban muy bronceados y todos lucían tatuajes en los brazos. Los niños hacían castillos de arena junto al agua. De cuando en cuando, una ola grande rompía en la orilla y los niños chillaban excitados o se quejaban. Había muchas familias, pocos nadadores dentro del agua. Encima de las boyas no se veía a nadie. El sol había llegado a su cénit, la arena estaba caliente, no había ni una nube flotando en el cielo. Las agujas del reloj ya habían sobrepasado las dos, pero la madre y el hijo aún no habían aparecido.

Me metí en el mar, caminé hasta que el agua me llegó a la altura del pecho y, luego, empecé a nadar a crol hacia la boya que se encontraba a mi izquierda. Nadaba despacio, contando las brazadas, percibiendo en la palma de la mano la resistencia del agua. Sentía su agradable frescor en la piel tostada por el sol. Mientras nadaba en aquella agua transparente veía mi sombra recortada en el fondo arenoso del mar y me sentía como un pájaro surcando el cielo. Cuando hube contado cuarenta brazadas, alcé el rostro y vi la boya ante mis ojos. Justo diez brazadas más y alcancé a tocar el costado con la mano derecha. Como siempre. Permanecí unos instantes flotando, acompasando la respiración, y, después, me agarré a la escalera y subí a la boya.

La boya tenía una visitante inesperada. Una americana rubia, increíblemente gorda. Al mirar desde la playa me había parecido que no había nadie, pero quizá la mujer hubiera subido a la boya mientras yo estaba nadando. Llevaba un pequeño biquini y estaba tumbada boca abajo. Su ondulante biquini rojo me recordó las banderas que los campesinos ponen en los campos avisando de que acaban de esparcir pesticidas. Estaba tan rolliza que el biquini parecía diminuto. Su piel blanca aún no estaba bronceada. No debía de hacer mucho tiempo que había llegado.

Cuando subí a la boya chorreando agua, ella levantó los ojos, me dirigió una breve mirada y volvió a cerrarlos. Yo me senté en el lado opuesto al que estaba tendida la mujer, metí los pies en el agua y contemplé el paisaje.

Bajo las palmeras todavía no se distinguían las siluetas de la madre y del hijo. Ni debajo de las palmeras ni en ningún otro lugar. Porque, estuvieran en el rincón de la playa en el que estuviesen, el cegador destello de la silla de ruedas metálica brillando al sol los habría delatado. Era imposible no verlos. Su ausencia me producía desasosiego. De pronto sentí que me faltaba algo. Día tras día, a las dos de la tarde, habían venido a la playa. Tal vez hubieran dejado el hotel y hubiesen vuelto al lugar —donde quiera que éste se encontrara— de donde procedían. Sin embargo, poco antes, cuando los había visto en el comedor a la hora del almuerzo, no me habían causado esa impresión. Como era habitual, los dos habían comido el menú del día con gran parsimonia y, después, habían tomado café sin intercambiar una palabra.

Me tumbé boca abajo, como la mujer, y permanecí unos diez minutos tostándome al sol mientras oía cómo las pequeñas olas rompían contra la boya. Noté cómo el agua que se me había metido en los oídos iba calentándose, poco a poco, a la luz del sol.

—¡Uf! ¡Qué calor! —me dijo la mujer desde el extremo opuesto. Su voz era aguda, un poco dulzona.

—Pues sí —repuse yo.

—¿Tienes hora?

—No llevo reloj, pero serán las dos y treinta, tal vez y cuarenta.

—¡Ah! —dijo la mujer sin demasiado entusiasmo. Lanzó una especie de suspiro. Aquella hora no parecía gustarle demasiado. O tal vez le diera igual.

Su cuerpo estaba tan lleno de gotitas de sudor como moscas habría en una torta de miel. Una curva de grasa nacía debajo de sus orejas, seguía en suave declive hasta sus hombros y moría en sus rollizos brazos. Apenas se le marcaban los tobillos y las muñecas. Al mirarla, no podías evitar acordarte del muñeco del anuncio de Michelin. Pero su gordura no ofrecía una impresión mórbida. Y sus facciones no eran feas. Sólo que estaba demasiado gorda. Debía de tener unos treinta y cinco años.

—¿Hace siempre tanto calor?

—Pues sí, más o menos. Claro que a veces llueve —contesté.

—¿Llevas mucho tiempo aquí? Es que estás muy moreno.

—Nueve días.

—Pues te ha cogido el sol de lo lindo —comentó ella admirada—. ¡Qué barbaridad!

En vez de responder, solté un pequeño carraspeo. El agua de los oídos hizo una especie de ruido gutural.

—Me alojo en el hotel del ejército —dijo.

Lo conocía. Estaba en un paraje un poco apartado de la playa.

—Es que mi hermano es oficial de la Marina y me dijo que me viniera aquí. Eso de ser marine no está nada mal, ¿sabes? No se mueren de hambre, desde luego. Y disponen de muchas instalaciones. Vamos, que tiene sus ventajas. Cuando yo estudiaba, estábamos en plena guerra del Vietnam y todo era muy diferente. Entonces te daba vergüenza decir que tenías un pariente en el ejército. Pero ahora las cosas han cambiado mucho.

Hice un vago gesto de asentimiento.

—Pues, mira, hablando de marines, mi exmarido también lo era. Él estaba en aviación. Era piloto. Estuvo dos años en Vietnam y, luego, empezó a trabajar para la United Airlines. En aquella época, yo era azafata. Así nos conocimos los dos. Y nos casamos en… A ver… Pues, sería en el setenta y tantos. De eso hará unos seis años. La típica historia, vamos.

—¿La típica historia?

—Pues sí. El personal de las compañías aéreas tiene unos horarios rarísimos, así que siempre acaban relacionándose entre sí. Porque ni sus horarios ni su estilo de vida tienen nada que ver con los de la demás gente. Al casarme dejé el trabajo y, entonces, mi marido se buscó otra azafata y se casó con ella. Eso también pasa mucho.

Decidí cambiar de tema.

—¿Dónde vives?

—En Los Ángeles —contestó—. ¿Has estado alguna vez en Los Ángeles?

—No —respondí.

—Yo nací allí. Luego a mi padre lo trasladaron a Salt Lake City. ¿Has estado alguna vez en Salt Lake City?

—No —dije.

—Pues no te recomiendo que vayas.

Al decirlo sacudió la cabeza. Luego se secó el sudor del rostro con la palma de la mano.

Me sorprendió que hubiera sido azafata. Hasta entonces, nunca había visto una azafata tan rolliza. Las había visto tan musculosas como los que practican lucha libre. Y también con los brazos como troncos y una sombra de vello sobre el labio superior. Pero una azafata tan gorda, hasta allí podíamos llegar. Quizás United Airlines no concediera gran importancia al peso de sus azafatas. O quizás ella no estuviera tan gorda en aquella época.

—¿Y tú dónde te alojas? —me preguntó.

Le señalé mi hotel.

—¿Has venido solo?

Le expliqué que estaba de vacaciones con mi mujer.

—¿De viaje de novios?

Le respondí que no. Que hacía ya seis años que nos habíamos casado.

—¡Caramba! —dijo asombrada—. Pues no pareces tan mayor.

Dirigí la mirada hacia la playa. La madre y el hijo de la silla de ruedas seguían sin aparecer. Los soldados continuaban jugando a voleibol. Desde su torre, el socorrista escudriñaba algo con unos grandes gemelos. Poco después aparecieron por el lado de alta mar dos grandes helicópteros del ejército que, como si fueran mensajeros de una tragedia griega portadores de noticias funestas, pasaron solemnemente tronando por encima de nuestras cabezas y desaparecieron tierra adentro. Mientras tanto, nosotros permanecimos en silencio, con los ojos alzados hacia los fuselajes verde oliva.

—Desde allá arriba, a lo mejor piensan que nos lo estamos pasando muy bien y que somos la mar de felices, ¿no crees? —dijo—. Tumbados sobre la boya, tomando tranquilamente el sol, sin ningún problema, sin ninguna preocupación.

—Sí, tal vez —dije.

—Cuando te las miras desde muy arriba, casi todas las cosas te parecen bonitas —dijo ella. Luego volvió a tenderse boca abajo y cerró los ojos con pereza.

El tiempo transcurrió en silencio. Decidí que aquélla era la ocasión idónea para marcharme y me incorporé. Le dije que debía regresar a la playa. Me zambullí en el agua y nadé hacia la orilla. A medio camino dejé de nadar, me quedé flotando en el agua y me puse de cara a la boya. Ella estaba mirando hacia donde yo me encontraba y me saludó agitando la mano. Yo también sacudí la mano ligeramente. Desde lejos, la mujer recordaba un delfín. Parecía que le hubieran salido aletas y que estuviera a punto de sumergirse en el mar de donde había venido.

Volví a la habitación del hotel, hice una pequeña siesta y, al anochecer, me dirigí como siempre al comedor con mi mujer y cenamos. La madre y el hijo tampoco se hallaban allí. Después de cenar, cuando regresamos a nuestro cuarto, la puerta de su habitación, en contra de la costumbre, estaba cerrada a cal y canto. A través del cristal esmerilado de la pequeña ventana interior se apreciaba que la luz de la habitación estaba encendida, pero eso no quería decir que madre e hijo estuviesen dentro.

—Esos dos deben de haberse ido —le dije a mi mujer—. Hoy no estaban en la playa y tampoco han aparecido por el comedor.

—Todo el mundo se va de aquí antes o después —repuso ella—. Nadie puede seguir llevando esta vida indefinidamente.

—Sí, claro —asentí. Pero yo no estaba muy convencido. Porque era incapaz de situar la imagen de la madre y del hijo en otra parte.

Hicimos los preparativos de la vuelta. Metimos nuestras cosas en un par de maletas y, en cuanto las depositamos a los pies de la cama, la habitación adquirió de pronto un aire frío y ajeno. Nuestras vacaciones estaban a punto de terminar.

Cuando me desperté, las agujas del reloj de viaje que estaba a la cabecera de la cama marcaban la una y veinte. No sé por qué, pero el corazón me palpitaba con furia. Latía con una violencia que no había experimentado jamás. Salté de la cama, me senté con las piernas cruzadas sobre la alfombra y respiré hondo repetidas veces. Luego contuve la respiración, relajé los hombros, estiré la espalda, me concentré en un punto alrededor del ombligo. Después volví a respirar hondo unas cuantas veces más y, poco a poco, logré acompasar los latidos de mi corazón. Pensé que tal vez había nadado demasiado durante el día. O que quizás hubiera tomado demasiado el sol. Me puse en pie e inspeccioné la habitación con la mirada. A los pies de la cama había dos maletas sigilosamente agazapadas como un animal. «¡Ah, claro! Mañana nos vamos», me dije. A la blanca luz de la luna que penetraba por la ventana vi a mi mujer profundamente dormida. Apenas se advertía su respiración, parecía que estuviese muerta. Ella duerme así a veces. Poco después de casados, al verla dormir, en ocasiones me había sentido inquieto y me había preguntado si estaría muerta. Pero no. Sólo dormía profundamente. Me quité el pijama anegado en sudor y me puse una camisa y unos pantalones cortos limpios. Luego me metí en el bolsillo una pequeña botella de Wild Turkey que estaba encima de la mesa y, con sigilo para no despertar a mi mujer, salí de la habitación. El aire de la noche era fresco y olía a vegetación húmeda. La luz de la luna llena confería al mundo un tinte extraño, diferente al diurno. Igual que cuando miras a través de un filtro de colores, ciertas cosas adquirían una tonalidad más viva que la real, otras perdían su colorido como si formaran parte de un cadáver.

No tenía sueño. Mi conciencia estaba tan despejada que parecía no haber conocido jamás el sueño. A mí alrededor reinaba un silencio sepulcral. No soplaba el viento. No se oía el zumbido de los insectos, no se oía tampoco el grito de ninguna ave nocturna. El único sonido que llegaba a mis oídos era el rumor de las olas, e incluso éste era tan tenue que tenías que aguzar el oído para sentirlo.

Rodeé el edificio despacio, tomándome mi tiempo, y luego crucé el césped. Bajo la luz de la luna, el jardín circular parecía un estanque helado. Yo avanzaba en silencio extremando las precauciones para no quebrar el hielo. Más allá del jardín de césped había una estrecha escalera de piedra y, arriba, un bar de estilo tropical. Cada día, antes de cenar, yo solía tomarme allí un vodka con tónica. Pero a aquellas horas el bar estaba cerrado, como es lógico. La barra, una glorieta, tenía bajadas las persianas de madera y, a su alrededor, había desperdigadas una docena de mesas redondas. Los tiesos parasoles cerrados sobre las mesas recordaban las alas de un dragón.

El joven de la silla de ruedas estaba acodado en una de las mesas contemplando, él solo, el mar. El metal de la silla de ruedas brillaba a la luz de la luna con un destello pálido y helado. De lejos parecía una máquina de una precisión especial, dispuesta para las más altas y oscuras horas de la noche.

Era la primera vez que lo veía solo. Me había acostumbrado a concebir como una unidad la figura del joven y, detrás, la madre empujando la silla de ruedas. Así que me causó una extraña sensación encontrármelo solo. Tanto que casi me pareció una grosería improcedente observarlo de aquella forma. Llevaba una camisa hawaiana de tonalidades naranja, que ya le había visto antes, y unos pantalones blancos de algodón. Y, sin moverse un ápice, siempre en idéntica posición, mantenía la vista clavada en el mar.

Me quedé inmóvil, sin saber si debía dirigirle la palabra. Mientras dudaba, él pareció advertir mi presencia, se volvió y miró hacia donde yo me encontraba. Al descubrirme, me dirigió un pequeño gesto de saludo.

—Buenas noches —le dije.

—Buenas noches. —Me devolvió el saludo en voz baja. Era la primera vez que oía su voz. Exceptuando un leve eco somnoliento, era una voz normal y corriente. Ni aguda ni grave.

—¿Dando un paseo nocturno? —me preguntó.

—Es que no puedo dormir —contesté.

Me recorrió con la mirada de los pies a la cabeza. Luego esbozó una pálida sonrisa.

—Yo tampoco —dijo—. ¿Le apetece sentarse?

Dudé unos instantes, pero al final asentí y tomé asiento a su mesa. Extendí una tumbona y me senté frente a él. Volví los ojos en la misma dirección hacia la que él había estado mirando unos instantes antes. En el extremo de la playa se extendían, como un pan ácimo partido por la mitad, las dentadas rocas del acantilado adonde iban a morir, a intervalos regulares, unas pequeñas olas. Unas olas tan graciosas y ordenadas como medidas con regla. No había mucho más adonde mirar.

—Hoy no los he visto a ustedes en la playa —le dije desde el extremo opuesto de la mesa.

—No, hoy nos hemos quedado todo el día descansando en la habitación —dijo el joven—. Es que mi madre no se encontraba bien.

—¡Oh! Lo siento —dije.

—En realidad, no es que esté enferma. Físicamente enferma, quiero decir. Es algo psicológico, de origen nervioso.

Tras pronunciar estas palabras se frotó la mejilla con el dedo corazón de la mano derecha. A pesar de que era más de medianoche, no se apreciaba ni una sombra de barba en sus mejillas. Se veían tan lisas como la porcelana.

—Pero ya se encuentra mejor. Ahora está profundamente dormida. A diferencia de mis piernas, lo suyo se cura con una noche de sueño. Bueno, no es que se cure por completo. Pero vuelve de momento a la normalidad. Por la mañana ya estará restablecida del todo.

Permaneció callado unos treinta segundos, un minuto tal vez. Yo descrucé las piernas bajo la mesa pensando que aquél era un buen momento para volver. Por lo visto, me paso la vida buscando la ocasión idónea para marcharme. Pero perdí la oportunidad. Cuando me disponía a decir: «Bueno, yo tendría que irme», él empezó a hablar.

—Enfermedades nerviosas las hay a miles. Aunque el origen sea el mismo, las manifestaciones son infinitas. Pasa como con los terremotos. La energía es la misma, pero, según el lugar donde ésta actúa, los efectos son diferentes. Puede desaparecer una isla y formarse otra.

En este punto, el joven dejó escapar un bostezo. Un bostezo largo, elegante, como de ceremonial. Refinado, incluso. Tras bostezar dijo: «Lo siento». Parecía exhausto. Por sus ojos somnolientos cualquiera diría que iba a caer dormido de un momento a otro. Eché una ojeada a mi reloj de pulsera. Pero no lo llevaba. En la muñeca de mi mano izquierda sólo había una blanca y nítida señal dibujándose con forma de reloj sobre mi piel bronceada.

—No se preocupe —dijo—. Puede parecer que tenga sueño, pero no es así. A mí me basta con dormir unas cuatro horas al día y, además, nunca me acuesto antes del amanecer. A estas horas suelo estar aquí todas las noches, sin hacer nada, con la cabeza en las nubes. Así que no se preocupe por mí.

Cogí un cenicero de Cinzano que había sobre la mesa y permanecí contemplándolo largo rato con atención, como si se tratara de un extraño objeto, y luego lo devolví a su sitio.

—A mi madre, cuando tiene una crisis nerviosa, se le paraliza el lado izquierdo de la cara. No puede mover ni el ojo ni la boca. Si se la mira desde ese lado, parece un jarrón agrietado. Su aspecto es muy extraño, pero no deja ninguna secuela. No es nada que no se cure durmiendo una noche.

Como no sabía qué decir, hice un vago gesto de asentimiento en silencio. ¿Un jarrón agrietado?

—Por favor, no le diga a mi madre que se lo he contado. Ella detesta que hablen de su estado físico.

Le dije que no faltaba más.

—Y, además, mañana por la mañana nos vamos de aquí. Tampoco tendría la oportunidad de hablar con ella.

—¡Oh! ¡Qué lástima! —exclamó. Y sonó como si realmente lo sintiera.

—Sí, yo también siento tener que marcharme, pero debo volver al trabajo. No me queda otro remedio —dije.

—¿Y adónde vuelve usted?

—A Tokio.

—Tokio —repitió él. Entrecerró los ojos y volvió a mirar hacia el mar. Como si creyera que, si achicaba lo suficiente los ojos, podría distinguir, más allá del horizonte, las calles de Tokio.

—¿Y ustedes piensan quedarse aquí mucho tiempo todavía?

—Pues… —dijo. Y recorrió varias veces con los dedos los brazos de su silla de ruedas—. No lo sé. Puede que un mes, o tal vez dos. Depende de cómo vayan las cosas. No es algo que decida yo. El marido de mi hermana mayor posee muchas acciones de este hotel, así que estar aquí nos resulta muy barato. Mi padre tiene una gran empresa de azulejos en Cleveland y es mi cuñado quien, de hecho, continúa el negocio. Si le digo la verdad, a mí no me gusta demasiado mi cuñado, pero qué le vamos a hacer, a la familia no se la puede escoger. Además, tampoco puedo asegurar que sea un tipo tan desagradable. Las personas enfermas, ya se sabe, tendemos a volvernos intolerantes.

Al pronunciar estas palabras se sacó un pañuelo del bolsillo y, tomándose su tiempo, se sonó con elegancia la nariz. Luego volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo.

—En fin, que mi cuñado no para de fabricar azulejos, día tras día. Además, tiene acciones en diferentes compañías. Y también posee tierras. En una palabra, que él sí sabe cómo hacer las cosas. Igual que mi padre. En fin, que nosotros, es decir, mi familia, nos dividimos en dos grupos muy diferenciados. El de los sanos y el de los enfermos. El de los productivos y el de los improductivos. La diferencia entre ambos grupos es abismal. Ante ella, cualquier otro baremo pierde sentido. Pero eso no importa. Al fin y al cabo, nosotros, a nuestra manera, coexistimos en armonía. Los sanos van haciendo azulejos laboriosamente, multiplicando sus riquezas y evadiendo los impuestos tanto como pueden, esto último que quede entre nosotros, y alimentan a los enfermos. Un auténtico sistema de división del trabajo.

En este punto enmudeció y aspiró una gran bocanada de aire. Tamborileó con las uñas sobre la mesa. En silencio, yo esperaba a que prosiguiera.

—Todo lo deciden ellos. Estate allí un mes, quédate aquí otro mes. Yo soy como la lluvia, yendo y viniendo, de aquí para allá. Quiero decir, hablando con propiedad, lo somos mi madre y yo, los dos.

Las olas rompían en el acantilado y se retiraban dejando atrás una estela de espuma blanca; la espuma se deshacía y se acercaba otra ola. Yo contemplaba distraído esa sucesión sin límite. En el cielo no había una sola nube y la luz de la luna creaba sombras dentadas entre las rocas.

—Acabo de hablar de división del trabajo —prosiguió él—. Y, como en toda división del trabajo propiamente dicha, nosotros dos también desempeñamos una función. No nos limitamos sólo a recibir. La relación no es unidireccional, claro está. ¿Cómo se lo explicaría? Nosotros dos, no haciendo nada, compensamos su exceso. Así se mantiene el equilibrio. Corregimos todo lo que se deriva de su superabundancia. Ésta es nuestra razón de existir. ¿Entiende lo que quiero decirle?

Le respondí que me daba la impresión de que sí, pero que no estaba seguro. Él se rió en voz baja.

—La familia es algo extraño —dijo él—. La familia se tiene, como premisa, a sí misma. De no ser así, no funciona como sistema. En este sentido, mis piernas inmovilizadas son un emblema para mi familia. La mayoría de cosas giran en torno a mis piernas muertas.

Sus dedos continuaban tamborileando sobre la mesa. Pero no se advertía impaciencia alguna en sus gestos. Mientras movía los dedos iba pensando en silencio, a su propio ritmo.

—Una de las características principales de este sistema es que las carencias tienden a ser cada vez mayores, pero también tiende a serlo la superabundancia. Claude Debussy, cuando le costaba mucho avanzar en la composición de una ópera, solía decir: «Dedico todo mi tiempo a perseguir la nada (le ríen) que ella crea». Pues mi trabajo consiste en crear ese ríen.

Juntó los labios y volvió a sumirse en un silencio insomne. Su consciencia estaba vagando por parajes desconocidos para mí. O, tal vez, por su propia nada (le ríen). Poco después, su consciencia volvió, aunque, al parecer, un poco más allá del punto de partida. Me acaricié la mejilla con suavidad. La barba incipiente me anunciaba que el tiempo seguía, con toda certeza, su curso.

Saqué la botella de whisky del bolsillo y la puse sobre la mesa.

—¿Le apetece un trago de whisky? Aunque no tengo vasos.

Sacudió la cabeza.

—Gracias. Pero no bebo. Es que no sé qué sucedería si empezara a beber. Pero no me importa que los demás lo hagan en mi presencia. Adelante, por favor.

Incliné la botella, tomé un trago de whisky, lo mantuve dentro de la boca y dejé que fuera deslizándose despacio hasta el fondo de la garganta. Sentí calorcillo en el estómago. Cerré los ojos y saboreé el calor. Al otro lado de la mesa, él me contemplaba.

—Quizá sea una pregunta un tanto extraña, pero ¿entiende usted de cuchillos? —me dijo.

—¿De cuchillos?

—Sí. De los cuchillos que cortan cosas. De cuchillos de caza.

Le dije que, cuando iba de campamento, había usado cuchillos. Pero que no era un gran entendido en la materia.

El joven pareció un tanto decepcionado ante mi respuesta. Pero enseguida se animó.

—No importa. Es que me gustaría enseñarle una navaja —dijo—. La compré por catálogo hace alrededor de un mes. Pero mis conocimientos en el tema son nulos. Ni siquiera sé si es una buena navaja o no. Por eso deseaba enseñársela a alguien y preguntarle su opinión. Si a usted no le molesta, claro está.

Le respondí que no era ninguna molestia.

Él se sacó con cuidado del bolsillo una navaja de unos diez centímetros de largo, bellamente arqueada, y la depositó sobre la mesa. Al caer hizo un ruido seco, pesado y duro. Aquél era su cuchillo de caza.

—No se imagine cosas extrañas. No tengo la menor intención de herir a nadie con esta navaja ni tampoco de hacerme daño a mí mismo. Sólo que un día, de repente, no sé por qué razón, me entraron unas ganas irresistibles de tener un cuchillo afilado. Posiblemente algo hizo que me viniera semejante idea a la cabeza. Pero no logro recordar qué fue. Sólo que me moría por poseer un cuchillo. Tanto que no pude resistirme. Eso es todo. Así que busqué en ventas por catálogo y encargué esta navaja. Nadie sabe que la llevo siempre encima, en el bolsillo. Ni siquiera mi madre. Es mi secreto. Ahora usted es la única persona que lo sabe.

—Pero mañana regreso a Tokio.

—Exacto —dijo él y una sonrisa acudió a sus labios.

Tomó la navaja, se la puso sobre la palma de la mano y la estuvo sopesando durante unos instantes. Como si su peso tuviera un significado especial. Luego me la pasó a mí por encima de la mesa. La navaja, como si fuera un animal dotado de voluntad, poseía una extraña variedad de pesos. En la parte hueca del latón se incrustaba la madera. Pese a haber permanecido tanto tiempo dentro del bolsillo, el metal tenía un tacto frío, gélido.

—Ábrala, por favor.

Apreté el resorte de la parte superior de la empuñadura y desplegué con los dedos la pesada hoja. Con un ruido seco se abrió una hoja de unos ocho centímetros. Con ella desplegada, la navaja daba la impresión de haber incrementado su peso. No era sólo lo que pesaba. Parecía que fuera a quedarse firmemente adherida a la palma de la mano. Al blandirla con vigor en todas direcciones, gracias al peso muerto, el asa apenas se deslizaba de la mano. El filo de acero dibujó agudos trazos en el aire siguiendo los movimientos de mi brazo.

—Es una navaja de primera calidad —dije—. No soy un experto, pero se adapta muy bien a la mano y el equilibrio es perfecto.

—¡Qué bien! —dijo el joven—. Pero ¿no es un poco pequeño como cuchillo de caza?

—Pues, no lo sé —respondí—. Pero eso de que sea pequeño o no depende de para qué se quiera, supongo.

—Sí, claro —dijo. Y asintió varias veces como si quisiera convencerse a sí mismo—. Sí, claro. Tiene usted razón. Según para qué se quiera usar la cosa cambia.

Cerré la hoja y le devolví la navaja. Él volvió a abrirla y, con habilidad, le dio una vuelta en la palma de su mano. Luego, como si estuviera apuntando con un rifle, guiñó un ojo y dirigió la navaja directamente hacia la luna. Su luz se reflejó en la hoja y, por un instante, un destello iluminó el perfil del joven.

—¿Puedo pedirle un favor? —dijo—. ¿Podría usted cortar algo con ella?

—¿Cortar? ¿Por ejemplo, qué?

—Cualquier cosa. Algo que haya por aquí. Corte cualquier cosa, por favor. Yo vivo sentado en esta silla de ruedas y sólo puedo alcanzar muy pocas cosas. Así que me gustaría que usted cortara algo por mí con la navaja.

No tenía ninguna razón para negarme, así que cogí la navaja y la clavé en el tronco de una palmera que había allí cerca. Entonces corté en diagonal un trozo de corteza. Luego me hice con una plancha de estireno que había cerca de la piscina y la rajé de arriba abajo. El filo cortaba mucho más de lo que había creído.

—Es una navaja fantástica —le dije.

—Es una pieza artesanal —dijo el joven—. La verdad es que me resultó bastante cara.

Expuse la hoja de la navaja a la luz de la luna, tal como había hecho él, y me la quedé mirando. Parecía una hoja fresca de una planta feroz que acabara de surgir de una grieta abierta en la faz de la tierra aquella noche de luna llena. Probablemente, algo que ligara el exceso y la nada.

—Corte más cosas, por favor —dijo él.

Corté todo cuanto encontré. Corté cocos que habían caído al suelo, trinché grandes y gruesas hojas de plantas tropicales, corté la carta que había pegada a la entrada, reduje a astillas un montón de maderos que habían flotado hasta la playa. Cuando ya no supe qué cortar, arqueando el cuerpo lentamente como si hiciera Tai chi, rasgué sin un sonido el aire de la noche. Nada podía detener mis movimientos. La noche era profunda, y el tiempo, flexible y lleno a rebosar de savia. La luz de la luna llena acrecentaba sigilosamente esa hondura, esa flexibilidad.

Mientras rasgaba el aire me acordé de repente de la mujer gorda que había conocido aquella tarde. La antigua azafata de United Airlines. Tuve la sensación de que su cuerpo blanco y fofo estaba flotando a mi alrededor, amorfo como la bruma. Y las boyas, el mar, el aire, los helicópteros, y también sus pilotos, estaban inmersos en esa bruma. Intenté rajarlos a todos, a ver qué sucedía. Pero me faltaba la perspectiva adecuada y la hoja que yo blandía no llegó, por poco, a alcanzarlos. ¿Eran una ilusión? ¿O era yo, quizá, la ilusión? Fui incapaz de discernirlo. «¡Bah! No importa», pensé. «En cualquier caso, mañana ya no estaré aquí».

—A veces tengo un sueño —dijo el joven de la silla de ruedas. El extraño eco de su voz hacía pensar que ésta procedía del fondo de un profundo agujero—. Dentro de mi cabeza hay un cuchillo clavado en diagonal en la mórbida carne de mis recuerdos. Está clavado muy hondo. Pero no me duele. Tampoco noto su peso. Sólo está ahí clavado. Yo lo contemplo desde otro lugar, como si fuera algo ajeno. Y deseo que alguien me extraiga el cuchillo. Pero nadie sabe que está ahí clavado. Pienso en sacármelo yo mismo, pero no alcanzo con las manos. Es muy extraño. He podido clavármelo, sin embargo, ahora, no puedo extraerlo. Mientras tanto, las cosas empiezan a borrarse paulatinamente. Yo mismo voy palideciendo, poco a poco, y desaparezco. Al final sólo queda el cuchillo. El cuchillo siempre permanece hasta el final. Como el blanco fósil de un animal prehistórico que ha quedado en la orilla del mar… Éste es mi sueño.