El año de los espaguetis

1971 fue el año de los espaguetis.

En 1971 yo hacía espaguetis para vivir y vivía para hacer espaguetis. El vapor que se alzaba de la olla de aluminio era mi orgullo, la salsa de tomate que se cocía a fuego lento en la cazuela haciendo ¡chup!, ¡chup!, mi esperanza.

Fui a una tienda de artículos de cocina y adquirí una enorme olla de aluminio en la que hubiera podido bañarse un perro pastor alemán; compré un cronómetro de cocina; recorrí supermercados especializados en productos extranjeros e hice acopio de especias de curiosos nombres; encontré, en una librería occidental, unos libros de recetas de espaguetis y, además, compré montones de tomates. Adquirí pasta de espaguetis de todas las clases habidas y por haber, elaboré todos los tipos imaginables de salsas. Minúsculas partículas de olor a ajo, a cebolla, a aceite de oliva flotaban en el aire y, fundidas en un todo armonioso, llenaban todos los rincones del pequeño piso de un solo ambiente en el que yo vivía. El suelo, el techo, las paredes, los libros, las fundas de los discos, mi raqueta de tenis, los pliegos de viejas cartas, todo estaba impregnado de su olor. Un olor parecido al de las alcantarillas de la antigua Roma.

Esta historia tuvo lugar en el año 1971 d. C., el año de los espaguetis.

En principio, yo hacía los espaguetis solo y me los comía solo. Podía resultar que, por una u otra razón, tuviera que comer acompañado, pero yo prefería mil veces comérmelos solo. Para empezar, en aquella época, yo estaba convencido de que los espaguetis eran un plato para degustarlo solo. Aunque no tengo la menor idea de por qué creía eso.

Con los espaguetis siempre tomaba té. También me preparaba una ensalada. Una ensalada sencilla de lechuga y pepino. Ambos en generosas cantidades. Lo disponía todo cuidadosamente sobre la mesa y me iba comiendo los espaguetis yo solo, despacio, tomándome mi tiempo mientras le echaba ojeadas al periódico que tenía junto al plato.

Los días de los espaguetis se sucedían uno tras otro, de domingo a sábado, y al terminar volvía a iniciarse, a partir del nuevo sábado, un nuevo ciclo de días de los espaguetis.

Mientras comía espaguetis solo, a menudo me daba la sensación de que alguien estaba a punto de llamar a la puerta y de entrar en casa. Eso me sucedía especialmente las tardes lluviosas. El visitante difería según la ocasión. Unas veces era un desconocido y otras alguien a quien había visto alguna vez. O una chica de piernas delgadas con quien había salido en una ocasión cuando iba al instituto, o yo mismo, tal como era hacía unos años, o William Holden acompañado de Jennifer Jones.

¿William Holden?

Sin embargo, jamás entró uno de ellos en mi casa. Todos, como retazos de memoria que eran, permanecían vagando delante y, al final, se iban sin haber llamado siquiera a la puerta.

Fuera llovía.

Primavera, verano, otoño… Y yo continuaba haciendo espaguetis. Como si fuera un acto de venganza. De la misma manera que una chica sola, traicionada por su novio, arrojaría al fuego las viejas cartas que éste le escribió, yo iba haciendo espaguetis, eternamente, en silencio.

En un bol amasé las sombras del tiempo ya vivido dándoles la forma de un perro pastor alemán, lo arrojé dentro del agua hirviendo y le eché una pizca de sal. Y me planté ante la olla de aluminio con unos palillos largos en la mano, sin apartarme de su lado hasta que el cronómetro de cocina soltó un gritito plañidero.

No podía quitarles el ojo de encima a aquellos tramposos. Porque parecía que los espaguetis se dispusieran a deslizarse fuera de la olla y a desaparecer en la oscuridad de la noche. Y de la misma forma que la jungla tropical engulle, sin hacer ruido, dentro de su tiempo eterno una mariposa de colores, así mismo la noche parecía estar aguardando, inmóvil, conteniendo el aliento, la llegada de los espaguetis.

Spaghetti alla parmigiana

Spaghetti alla napoletana

Spaghetti alla prematura

Spaghetti al cartoccio

Spaghetti al aglio e olio

Spaghetti alla carbonara

Spaghetti della pina

Y luego están los desgraciados espaguetis sin nombre arrojados descuidadamente como sobras dentro del frigorífico.

Los espaguetis nacieron dentro del vapor de agua, descendieron el declive de 1971 como la corriente de un río y desaparecieron.

Lo lamento por ellos.

Los espaguetis de 1971.

Cuando a las tres y veinte minutos de la tarde sonó el teléfono, yo estaba tumbado sobre el tatami con la vista clavada en el techo. Los rayos de sol invernal formaban una isla de luz justo donde yo estaba tendido. Me había quedado distraídamente tumbado, durante horas, dentro de la luz de diciembre de 1971, como una mosca muerta.

Al principio no me pareció que se tratara del timbre del teléfono. Conforme sonaba, fue tomando la forma de timbre hasta que, al final, no me cupo la menor duda. Sonaba un timbre cien por cien real que hacía vibrar un aire cien por cien real. Sin cambiar de posición alargué la mano hacia el auricular. La que llamaba era una chica con una personalidad tan indefinida que parecía que, antes de las cuatro y media de la tarde, fuera a esfumarse en alguna parte. Era la antigua novia de un conocido. Él y esa chica de personalidad indefinida se habían juntado vete a saber por qué y se habían separado vete a saber por qué. Pero la primera vez que se encontraron yo tuve (aunque no muy activamente) algo que ver.

—Oye, siento molestarte, pero ¿podrías decirme dónde puedo encontrarlo? —me dijo.

Yo contemplé el auricular y seguí el cable con la mirada. Estaba bien conectado al teléfono.

Le di una respuesta vaga. En su voz había advertido una resonancia funesta y prefería no verme involucrado en el asunto.

—Nadie me lo quiere decir —replicó ella con frialdad—. Todo el mundo simula que no lo sabe. Pero es muy importante. Por favor, dímelo. No te ocasionaré ningún problema. Dime. ¿Dónde está?

—No lo sé, de verdad. Hace mucho que no lo veo —contesté.

Me había salido una voz que no parecía la mía. Era cierto que hacía mucho tiempo que no lo veía. Pero conocía su dirección y su número de teléfono. Y yo, cuando mentía, ponía una voz muy extraña.

Ella enmudeció.

El auricular me pareció de pronto tan frío como una vara de hielo.

Todo a mi alrededor se había convertido en una vara de hielo. Igual que en una escena de ciencia ficción de J. G. Ballard.

—No lo sé, de verdad —repetí—. Hace tiempo que desapareció sin decir nada.

Al otro lado del teléfono ella se rió.

—Bromeas, ¿no? No es tan listo como para hacer algo así. Eso lo sé hasta yo. Es incapaz de vivir sin gritarle a alguien.

Realmente, tenía razón. El tipo no era tan listo. Pero yo no podía decirle dónde se encontraba. Si llegaba a saber que yo se lo había dicho, el siguiente en llamar sería él. Y yo no tenía ningunas ganas de meterme en berenjenales. Yo, en cierto momento, hice un hoyo en el jardín trasero y lo enterré todo allí. No quería que ahora vinieran los demás a abrirme de nuevo el hoyo.

—Lo siento —me disculpé.

—Oye, yo a ti te caigo mal, ¿verdad? —me espetó de repente.

No supe qué responderle. Yo no sentía por ella ninguna antipatía en especial. En primer lugar, porque no tenía una impresión determinada de ella. Y no puedes tener una mala impresión de una persona que no te produce impresión alguna.

—Lo siento —repetí—. Es que ahora tengo los espaguetis al fuego.

—¿Ah, sí?

—Estoy haciendo espaguetis —mentí. No sé cómo se me ocurrió soltarle eso. Pero esa mentira me pareció muy convincente. Tanto que ni siquiera me dio la sensación de que estuviera mintiendo.

Metí un agua imaginaria dentro de la olla, encendí un fuego imaginario con unas cerillas imaginarias.

—¿Y entonces qué? —dijo ella.

Metí una pizca de sal imaginaria en el agua hirviendo, eché con cuidado un puñado de espaguetis imaginarios dentro y programé a veinte minutos el cronómetro de cocina imaginario.

—Ahora no puedo hablar contigo. Se me pegarían los espaguetis.

Ella se calló.

—Lo siento, pero es que hervir espaguetis es una operación muy delicada.

Ella calló. En mi mano, el auricular empezó a descender la pendiente la del bajo cero.

Precipitadamente, añadí:

—¿Podrías llamarme más tarde?

—¿Porque tienes los espaguetis al fuego?

—Sí, exacto.

—Esos espaguetis, ¿los haces para alguien o son para comértelos tú solo?

—Para comérmelos yo solo —respondí.

Ella contuvo el aliento. Luego aspiró despacio una bocanada de aire…

—Seguro que tú no lo sabes, pero me encuentro en un apuro muy serio. Y no sé qué hacer.

—Siento no poder ayudarte —dije.

—También es una cuestión de dinero.

—¿Ah, sí?

—Quiero que me devuelva un dinero —dijo—. Le presté dinero. No tenía que haberlo hecho. Pero no pude evitarlo.

Permanecí unos instantes en silencio, pensando en los espaguetis.

—Lo siento —repetí.

—Pero tienes los espaguetis al fuego.

—Sí.

Ella se rió sin fuerzas.

—Adiós. Y recuerdos a tus espaguetis. Espero que estén buenos.

—Adiós —dije yo también.

Al colgar, la isla de luz del suelo se había desplazado unos centímetros. Volví a tenderme dentro y alcé los ojos hacia el techo.

A mí me parece que es triste pensar eternamente en un puñado de espaguetis que no se van a hervir nunca.

Ahora me arrepiento un poco de no haberle dicho a aquella chica lo que quería saber. Total, el tipo no era nada del otro mundo. Un tipo superficial, sin ningún contenido, que se creía un artista. Un sujeto con mucha labia del que casi nadie se fiaba. Y quizás ella necesitaba el dinero. Además, el dinero que te han prestado, sea como sea, tienes que devolverlo.

¿Qué habrá sido de ella? A veces pienso en ello. Por lo general, mientras como espaguetis. ¿Desapareció, realmente, después de colgar, absorbida por las sombras de las cuatro y media de la tarde? ¿Tuve yo, en ese caso, parte de la culpa? Pero quiero que me comprendas. En aquella época, yo no quería mantener ninguna relación con nadie. Justamente por eso iba haciendo yo solo espaguetis un día tras otro. En aquella enorme olla donde habría cabido un perro pastor alemán.

Durum semolina.

Un trigo dorado que crece en los campos de Italia.

Los italianos se habrían quedado estupefactos si hubieran sabido que lo que exportaban en 1971 no era más que soledad.