Viajero por azar

Yo —Murakami— soy el autor de estos relatos. Las historias están, en su mayor parte, escritas en tercera persona, pero el narrador debe, en primer lugar, presentarse a sí mismo. De pie ante el telón, como en una antigua obra de teatro, va a pronunciar unas palabras introductorias, hacer una reverencia y retirarse. Intentaré ser breve. Permítanme, pues, abusar de su paciencia.

La razón por la cual he decidido mostrarme ahora es porque creo que es mejor que narre directamente unos «extraños sucesos» que me ocurrieron en el pasado. A decir verdad, mi vida es rica en este tipo de acontecimientos. Algunos de ellos poseen una significación especial y han ocasionado algún cambio, más o menos importante, en mi vida. Otros son insignificantes, triviales, y no han tenido la menor influencia —o, al menos, eso creo yo—.

Sin embargo, cuando relato, en una charla, alguna de las experiencias que me ha tocado vivir, la respuesta no suele ser positiva. La mayor parte de las veces, la reacción es tibia y la cuestión queda zanjada con una frase del tipo: «Ya. Esas cosas pasan». Mis vivencias nunca han animado la charla. Tampoco un «¡Oh! ¡A mí también me pasó algo parecido!», ha llevado la conversación al terreno personal. Y, como si fuera agua conducida hacia un canal equivocado, el tema que he sacado a colación va languideciendo, poco a poco, como absorbido por unas arenas sin nombre. Se produce un breve silencio. Luego alguien empieza a hablar de otra cosa distinta.

Primero me planteé la posibilidad de que fuera culpa de la manera de contarlo. Así que decidí escribirlo, como ensayo, en una revista. Quizá convertido en texto ganara interés. Pero, al parecer, nadie se creyó lo que estaba contando. «¡Anda! Eso es inventado, ¿verdad?», me dijeron en varias ocasiones. Como soy novelista, la gente tiende a creer que todo cuanto digo (escribo) es, en mayor o menor medida, una invención. Ciertamente, en el terreno de la ficción me invento historias sin recato (de hecho, éste es el papel de la ficción). Pero, cuando no me dedico a esta labor, no me voy sacando, porque sí, historias de la manga.

Por lo tanto, ahora me permito reservarme un poco de espacio para narrar brevemente, como preámbulo de los cuentos, algunas de las extrañas experiencias que he vivido. He decidido contar sólo hechos triviales, sin ninguna significación especial. Si empezara a relatar sucesos extraordinarios de esos que cambian la vida, necesitaría más de la mitad de las hojas de las que dispongo.

De 1993 a 1995 viví en Cambridge, en el estado de Massachusetts. Estaba en la universidad como escritor residente y escribía una larga novela titulada Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. En el Charles Hotel de Cambridge hay un club de jazz llamado Regattabar donde ofrecen a menudo conciertos de música en vivo. Es un club de jazz que tiene las dimensiones justas, con un ambiente muy tranquilo. En él suelen tocar músicos de renombre y no es demasiado caro.

En una ocasión actuaba allí el pianista Tommy Flanagan y su trío. Aquella noche, mi mujer tenía algo que hacer y fui a escucharlo solo. Tommy Flanagan es uno de mis pianistas de jazz preferidos. La mayoría de las veces, aparece como acompañante y su interpretación es cálida y profunda. Tan refinada como estable. Sus solos poseen una gran belleza. Me aposenté en una mesa al lado del escenario y me dispuse a disfrutar de la música mientras me tomaba una copa de Merlot californiano. Sin embargo, si se me permite expresar francamente mi parecer, aquella noche su interpretación distaba mucho de ser apasionada. Quizá no se encontrara en las condiciones físicas idóneas. O quizá fuera todavía demasiado pronto y no se había metido en el tema. No era, en absoluto, una mala actuación, pero carecía de ese algo que es capaz de transportar el corazón de quien la escucha a un lugar distinto. También se podría decir que le faltaba un toque de magia. Yo lo escuchaba pensando: «Ése no es Tommy Flanagan. Pero seguro que, de un momento a otro, nos muestra lo que sabe hacer».

Sin embargo, por más que transcurría el tiempo, la interpretación no remontaba. Conforme se acercaba el final, yo me iba impacientando y me decía: «¡No quiero que acabe de este modo!». Esperaba que su interpretación me ofreciera algo que pudiera recordar. Y, de seguir de aquel modo, sólo me dejaría una impresión muy tibia. O quizá nada en absoluto. Además, tal vez no volviera a tener otra oportunidad de escuchar a Tommy Flanagan en directo (de hecho, no la he tenido). Entonces se me ocurrió de repente. «Si tuviera la ocasión de pedirle a Tommy Flanagan que tocara dos melodías más, ¿cuáles elegiría?». Tras pasarme un rato dándole vueltas al asunto, opté por Barbados y Star-Crossed Lovers.

La primera es de Charlie Parker; la segunda, de Duke Ellington. Hay algo que quiero aclarar para los que no sean entendidos en jazz y es que ninguna de las dos son melodías muy conocidas. Se tocan en contadas ocasiones. La primera se puede escuchar a veces, aunque es una de las obras más discretas que dejó Charlie Parker, y, en cuanto a la segunda, creo que la mayoría de gente diría: «Ésa, yo no la he oído en mi vida». A lo que yo me refiero es, en resumen, a que elegí melodías muy «sobrias».

Por supuesto tenía una razón para escoger, en mis peticiones imaginarias, esas melodías tan «sobrias». Y es que Tommy Flanagan había grabado, en el pasado, una impresionante interpretación de ambas melodías. La primera está incluida en el álbum llamado Dial J. J. 5 (grabado en 1957), donde Tommy Flanagan estaba al piano con la banda de J. J. Johnson, y la segunda aparece en el álbum Encounter! (grabado en 1968), donde él forma parte del quinteto bicéfalo Pepper Adams & Zoot Sims. A lo largo de su extensa carrera, Tommy Flanagan ha interpretado y grabado como acompañante incontables melodías, pero eran los solos, inteligentes y frescos pese a su brevedad, que se encontraban en aquellas dos piezas los que se habían contado siempre entre mis favoritos. Por lo tanto, me hubiera parecido un sueño que las interpretara entonces ante mis ojos. Yo mantenía la vista clavada en él imaginando cómo bajaba del escenario, se dirigía directamente a mi mesa y me decía: «Hace rato que tengo la sensación de que quieres pedirme que toque algo, así que pídeme dos melodías». Por supuesto, las perspectivas de que mis sueños se hicieran realidad eran nulas.

Sin embargo, Flanagan, al final de la actuación, sin decir una palabra, sin lanzar una mirada hacia mí, ¡interpretó las dos melodías, una detrás de la otra! Primero, la balada Star-Crossed Lovers; luego, una (versión) uptempo de Barbados. Con la copa de vino en la mano, me quedé sin palabras. Supongo que los amantes del jazz me comprenderán, pero es que las posibilidades de que eligiera al final de una actuación esas dos piezas, una detrás de la otra, de entre un número de melodías de jazz tan alto como estrellas hay en el cielo, eran increíblemente pequeñas. Y, además, éste es otro punto interesante de la historia, que la suya fuera una interpretación tan maravillosa y llena de encanto.

El segundo acontecimiento tuvo lugar en un periodo de tiempo parecido y también está relacionado, ¡cómo no!, con el jazz. Una tarde, yo estaba buscando discos en una tienda de segunda mano que se encuentra cerca del conservatorio Berklee. Rebuscar por las estanterías llenas de viejos LP es uno de los pocos placeres por los que vale la pena vivir. Aquel día encontré un viejo LP de Pepper Adams llamado 10 to 4 at the 5 Spot grabado por Riverside. Era una grabación de un concierto de música en vivo del apasionado quinteto de Pepper Adams, que incluía la trompeta de Donald Byrd, en el club de jazz Five Spot de Nueva York. 10 to 4 significa «las cuatro menos diez» de la mañana. O sea, que se apasionaron tanto en la actuación que prosiguieron hasta el amanecer. El disco era un original y el estado en que se encontraba era excelente, como si fuera nuevo. Creo que me costó unos siete u ocho dólares. Yo tenía la versión japonesa del disco, pero lo había escuchado tanto que estaba muy rayado y, además, encontrar un original en buen estado a aquel precio era, si se me permite la exageración, un pequeño milagro. Compré el disco sintiéndome el hombre más afortunado de la tierra y, al salir de la tienda, me crucé con un hombre joven que me dijo:

Hey, you have the time? [¿Qué hora es?]

Eché un vistazo al reloj y le respondí automáticamente:

Yeah, it’s 10 to 4[21].

Al decírselo, me di cuenta de la coincidencia y tragué saliva. ¡Uf! ¿Qué diablos estaba ocurriendo a mi alrededor? ¿Estaba el dios del jazz —suponiendo que hubiera algo parecido en el cielo de Boston— guiñándome un ojo y dedicándome una sonrisa? «¿Qué, lo pillas?». [Yo, you dig it?]

Ninguno de los dos sucesos posee ningún significado especial. Ni el uno ni el otro han provocado algún cambio en mi vida. Simplemente me chocaron aquellas extrañas coincidencias. «¡Vaya! Pues es verdad que a veces pasan cosas raras», me dije.

En realidad, soy una persona a la que le interesan muy poco los fenómenos ocultos. Nunca me ha atraído la adivinación. Antes que ir a un quiromántico a que me lea la mano, prefiero estrujarme los sesos y tratar de solucionar mis problemas yo solo. No tengo una gran cabeza, pero me da la impresión de que, incluso así, es más rápido. No me interesan los poderes paranormales. Hablando con franqueza, tampoco despiertan mi curiosidad ni la transmigración de las almas, ni los espíritus, ni los presentimientos, ni la telepatía, ni el fin del mundo. No es que sea un completo descreído. Es que no me importa si existen o no. Simplemente no tengo ningún interés personal en ello. Pero, sin embargo, un número significativo de fenómenos curiosos han dado una nota de color a mi modesta vida.

¿Me he puesto por ello a analizarlos activamente? No. Me he limitado a tomarlos tal cual venían y a seguir viviendo con completa normalidad. Pensando sin más: «Pues es verdad que pasan cosas raras», o «A lo mejor hay un dios del jazz o algo por el estilo».

A continuación voy a relatarles una historia que me refirió un conocido. Cuando, no sé por qué razón, le expliqué los dos episodios anteriores, él se quedó unos instantes reflexionando con expresión muy seria, y luego me dijo: «A decir verdad, a mí me sucedió algo parecido. Fue una experiencia fruto de la casualidad. No es que se trate de algo rarísimo, pero no me explico cómo pudo ocurrir. En todo caso, una suma de casualidades me condujeron a un lugar insospechado».

He introducido algunos cambios para evitar que pueda reconocerse la identidad de esta persona. Pero, aparte de esto, la historia ocurrió tal cual voy a contarla.

Él es afinador de pianos. Vive en la parte oeste de Tokio, cerca del río Tama. Tiene cuarenta y un años, y es gay. No oculta el hecho de que sea gay. Tiene un novio tres años más joven, pero éste trabaja en algo relacionado con bienes inmobiliarios y, por razones profesionales, no puede salir del armario. Así que viven separados. Él es afinador de pianos, pero se graduó en piano en el Conservatorio y no lo toca nada mal. Interpreta muy bien, con una gran carga expresiva y una considerable profundidad, a autores franceses como Debussy, Ravel y Erik Satie. Sin embargo, su preferido es Francis Poulenc.

—Poulenc era gay. Y no intentó ocultarlo jamás —me dijo una vez—. Aunque eso, en aquella época, no era nada fácil. Una vez dijo: «Mi música no puede abstraerse del hecho de que yo sea homosexual». Entiendo muy bien a qué se refería. En resumen, que tenía que ser tan honesto respecto a su homosexualidad como intentaba serlo con su música. La música es así, y así debe ser, también, tu vida.

A mí siempre me había gustado la música de Poulenc. Y, cuando él venía a afinar mi viejo piano, una vez había acabado su trabajo siempre me tocaba algunas piezas breves de Poulenc. Como la Suite Francesa o la Pastoral.

«Descubrió» que era gay después de ingresar en el Conservatorio. Hasta entonces nunca había contemplado siquiera la posibilidad de serlo. Era guapo, de buena familia, de ademanes tranquilos, así que en el instituto, era muy popular entre las chicas. En aquella época, no tuvo ninguna novia fija, pero salió con varias. Le gustaba tener una chica a su lado. Contemplar muy de cerca sus peinados, aspirar el olor de sus nucas, coger sus pequeñas manos. Pero nunca llegó a iniciarse en el sexo. Tras unas cuantas citas, se daba cuenta de que la chica esperaba algo más. Pero él no daba un paso hacia delante porque no sentía la necesidad de hacerlo. A su alrededor, todos los chicos sin excepción, poseídos por sus demonios sexuales, lograban, a duras penas, dominar sus impulsos, o bien se abandonaban activamente a ellos. Pero él nunca sintió esa urgencia. Pensaba que debía de ser un poco infantil para su edad. O que, tal vez, aún no había encontrado a la persona adecuada.

Tras ingresar en la universidad empezó a salir con una chica de su mismo curso, del departamento de percusión. A ambos les gustaba hablar, se sentían muy próximos. Poco después de conocerse, hicieron el amor en la habitación de la chica. Fue ella quien tomó la iniciativa. También habían bebido. El acto sexual se desarrolló sin incidentes, pero él no lo encontró tan placentero y excitante como decía todo el mundo. Más bien le pareció rudo y grotesco. El tenue olor que despedía el cuerpo de la chica al excitarse le había desagradado. Más que realizar directamente el acto sexual hubiera preferido charlar de cosas íntimas con ella, tocar algo juntos o ir a comer los dos. Y, conforme pasaban los días, más difícil le resultaba hacer el amor con ella.

Con todo, él continuaba pensando que debía de ser indiferente al sexo. Hasta que un día… Pero, dejémoslo. Si saco el tema, me extenderé demasiado y, además, no guarda relación directa con la historia. En definitiva, que ocurrió algo y él descubrió que era, sin ningún género de duda, homosexual. Y, como le parecía muy fastidioso ir buscando pretextos, le confesó abiertamente a la chica: «Soy homosexual». Una semana después, casi todas las personas de su entorno ya se habían enterado de que era gay. La noticia fue rodando de boca en boca hasta llegar a su familia. Por este motivo, perdió algunos amigos y tuvo conflictos familiares, pero, en definitiva, quizá fuera mejor así. Por su carácter, era preferible esa situación a vivir escondiendo una verdad manifiesta en el fondo del armario.

Sin embargo, lo que más le afectó fue pelearse con su hermana; ella, dos años mayor, era con quien mejor se llevaba de toda la familia. La familia del prometido de la hermana se enteró de que él era gay y la boda, que debía celebrarse en breve, estuvo a punto de suspenderse. Al final, lograron convencer a los padres del novio y hubo boda, pero, con todo el alboroto, la hermana sufrió un ataque de nervios y se enfadó muchísimo con su hermano pequeño. Le reprochó a gritos que se interpusiera en su felicidad al elegir un momento tan poco apropiado para confesarlo todo. Su hermano tenía, por supuesto, sus razones. Pero entre ambos ya nunca volvió a haber la intimidad que había existido en el pasado. Él ni siquiera asistió a la boda de su hermana.

Él se sentía satisfecho con su típica vida de gay que vive solo. Vestía bien, era amable y educado, tenía sentido del humor, casi siempre iba con una sonrisa agradable en los labios, por lo cual, la gran mayoría de personas —exceptuando esos individuos que tienen una aversión instintiva hacia los homosexuales— sentían por él una simpatía natural. En su trabajo, era un profesional de primera categoría, tenía muchos clientes y unos ingresos estables. Incluso varios pianistas famosos requerían sus servicios. Ya casi había amortizado por completo la hipoteca de la casa de dos dormitorios que había comprado en la ciudad universitaria. Poseía un aparato de audio de primera calidad, sabía preparar platos de comida orgánica e iba cinco días a la semana al gimnasio a quemar las grasas superfluas. Tras salir con varios hombres, diez años atrás conoció a su pareja actual, con quien mantiene una relación estable y satisfactoria.

Los martes se montaba en su Honda descapotable de dos asientos (verde, de conducción manual), cruzaba el río Tama e iba a un centro comercial de saldos de la prefectura de Kanagawa. Allí se concentraban grandes tiendas como Gap, Toys R us, The Body Shop. Los fines de semana, el centro estaba atestado de gente y era muy difícil encontrar sitio para aparcar, pero los días laborables, por la mañana, reinaba en él la tranquilidad. Entrar en una gran librería que había en el centro, comprar un libro que le llamara la atención, dirigirse a la cafetería que había en un rincón del establecimiento y, una vez allí, ir volviendo las páginas del libro mientras saboreaba un café era su pasatiempo favorito de los martes.

—Los centros esos, en sí mismos, son horribles. No hace falta que te lo diga. Pero aquella cafetería es terriblemente agradable —dijo él—. La descubrí por casualidad. No hay música, no se puede fumar, los cojines de los asientos son ideales para leer. No son ni muy duros ni muy blandos. Además, siempre está vacía. Hay muy poca gente que entre en una cafetería los martes por la mañana y, si hay alguien, seguro que se va al Starbucks de la esquina.

Total, que el martes por la mañana se concentraba en la lectura en aquella cafetería de mala muerte desde las diez de la mañana pasadas hasta la una del mediodía. A esa hora comía una ensalada de atún en un restaurante de allí cerca, se bebía una botella de Perrier y, luego, iba al gimnasio a sudar. Así acostumbraba a pasar los martes.

Aquel martes por la mañana estaba leyendo como siempre en la cafetería. Casa desolada, de Charles Dickens. La había leído hacía mucho tiempo, pero al descubrirla en los estantes de la librería le entraron ganas de volver a leerla. Recordaba muy bien que en su día le pareció un libro muy interesante, pero había olvidado por completo el argumento. Charles Dickens era uno de sus autores favoritos porque, mientras se sumergía en sus páginas, podía olvidarse de todo lo demás. Y, como le sucedía siempre, la historia lo cautivó desde la primera página.

Tras estar una hora concentrado en la lectura, se sintió cansado, cosa nada extraña. Cerró el libro, lo dejó sobre la mesa, llamó a la camarera, le pidió otro café, se dirigió a los lavabos que se encontraban fuera del establecimiento y regresó. Al volver a su asiento, una mujer que había estado leyendo tranquilamente igual que él, en la mesa vecina, le dirigió la palabra.

—Perdone. ¿Podría hacerle una pregunta?

Esbozando una vaga sonrisa miró a la mujer. Debía de ser de su misma edad.

—Por supuesto. Adelante.

—Ya sé que es una falta de educación dirigirse de este modo a la gente, pero hay algo que me gustaría saber —dijo y se ruborizó un poco.

—No importa. ¿De qué se trata?

—Pues, el libro que está usted leyendo ahora, ¿no se tratará por casualidad de una obra de Dickens?

—Pues sí —dijo él sujetando el libro y enseñándoselo—. Es Casa desolada, de Dickens.

—Lo suponía —dijo la mujer con alivio—. Al echar una ojeada a la cubierta me lo ha parecido.

—¿A usted también le gusta Casa desolada?

—Sí. Yo he estado todo el rato leyendo el mismo libro. A su lado, por casualidad. —Sacó la cubierta[22] del libro y se lo mostró.

Realmente, era una coincidencia asombrosa. Dos personas que están leyendo el mismo libro, un día laborable por la mañana, en dos mesas contiguas de una cafetería desierta de un centro comercial desierto. Además, no se trataba de un best seller famoso en el mundo entero, sino de una de las obras menos conocidas de Charles Dickens. Sorprendidos por la curiosa coincidencia, iniciaron una conversación sin la natural reserva de los primeros encuentros.

Ella vivía en una urbanización recién construida cerca del centro comercial. Unos cinco días atrás compró Casa desolada, tal como era previsible, en la misma librería del centro comercial. Luego se sentó en la cafetería, pidió un té y abrió el libro sin más, pero, en cuanto empezó a leerlo ya no lo pudo dejar. Se le pasaron dos horas en un santiamén. No devoraba las páginas de un libro con tanta pasión desde que iba a la universidad. Pasó un rato tan agradable en aquella cafetería que decidió volver. A seguir leyendo Casa desolada.

La mujer era menuda y, sin poder llamársela gorda, empezaba a acumular un poco de grasa en algunas partes del cuerpo. Tenía bastante pecho y un rostro simpático. Llevaba ropa de buen gusto y de apariencia más bien cara. Estuvieron hablando un rato. Ella pertenecía a un club de lectura y, como libro del mes, había resultado elegido en aquella ocasión Casa desolada. Entre los miembros del club se contaba una gran amante de Dickens y había sido ella quien había propuesto aquella novela. Tenía dos niñas (una en primero y la otra en tercero de primaria) y le resultaba difícil encontrar tiempo para dedicarlo a la lectura. Sin embargo, de vez en cuando, lograba salir de casa y reservarse un rato para leer. Las personas con quienes solía tratar eran las madres de los compañeros de colegio de sus hijas, pero con éstas los únicos temas de conversación posibles eran los programas de televisión y los chismes sobre los profesores de la escuela. Así que había decidido entrar en el club de lectura de la zona. Su marido, en el pasado, había sido un gran lector, pero, últimamente estaba tan ocupado con el trabajo que sólo leía libros de economía, y eso cuando podía.

Él también dijo cuatro palabras sobre sí mismo. Que trabajaba como afinador de pianos. Que vivía al otro lado del río Tama. Que estaba soltero. Que le gustaba tanto aquella cafetería que cada semana cogía el coche e iba a leer allí. No mencionó que fuera gay. No pretendía esconderlo, pero tampoco era algo que fuera propagando a los cuatro vientos.

Comieron en el restaurante del centro comercial. Ella tenía un carácter franco y abierto. Una vez hubo desaparecido la tensión del principio se rió a menudo. La suya era una risa natural, nada estentórea. No era preciso que ella le contara al detalle qué tipo de vida había llevado hasta el momento. Él podía imaginar que había sido educada con amor por una familia relativamente acomodada de Setagaya, que había ido a una universidad bastante buena, que había sacado buenas notas, que había sido muy popular (quizá más entre sus amigas que entre sus amigos), que se había casado con un hombre tres años mayor que ella que se ganaba muy bien la vida y que había tenido dos niñas. Sus hijas iban a una escuela privada. A lo largo de los doce años que llevaba casada, no todo había sido de color de rosa en su matrimonio, pero tampoco había habido ningún problema propiamente dicho. Mientras tomaban un almuerzo ligero hablaron de los libros que habían leído en los últimos tiempos y de la música que les gustaba. Charlaron alrededor de una hora.

—Me ha encantado hablar contigo —le confesó ella al terminar de comer, con las mejillas un poco encendidas—. Apenas conozco a gente con quien pueda hablar con tanta libertad.

—A mí también me ha encantado —le dijo él. Y no mentía.

El siguiente martes, él estaba en la misma cafetería leyendo el mismo libro cuando apareció ella. Al verse, se sonrieron e inclinaron levemente la cabeza en ademán de saludo. Luego, sentados en mesas diferentes, leyeron en silencio, cada uno por su lado, Casa desolada. A mediodía ella se acercó a su mesa y habló con él. Luego se fueron a almorzar juntos, como la semana anterior. Ella le propuso ir a un restaurante de cocina francesa que había por allí cerca, muy mono y que no estaba nada mal. Él asintió diciendo que le parecía bien, que en el centro comercial no había un solo restaurante que valiera la pena. Los dos fueron en el coche de ella (un Peugeot 306 automático de color azul) al restaurante y pidieron ensalada de berros y lubina a la plancha. También tomaron una copa de vino blanco. Y, mesa por medio, hablaron de las novelas de Dickens.

Después del almuerzo, a medio camino de vuelta al centro comercial, ella detuvo el coche en el aparcamiento de unos jardines y le cogió la mano. Le dijo que quería ir con él a algún «sitio tranquilo». Él se sorprendió un tanto de la forma en que se habían precipitado los acontecimientos.

—Desde que me he casado, jamás he hecho una cosa así. Ni una sola vez —dijo en tono de disculpa—. Ésa es la verdad. Pero en toda la semana no he dejado de pensar en ti. No te traeré complicaciones. Ni pienso molestarte. Eso en caso de que yo no te desagrade a ti, claro.

Él le estrechó cariñosamente la mano y, en voz baja, le explicó la situación. Que si hubiera sido un hombre corriente, seguro que le habría encantado ir con ella a un «sitio tranquilo». Que la encontraba una mujer muy atractiva y que habría sido maravilloso gozar de un momento de intimidad a su lado. Pero lo cierto era que él era homosexual. Y que no podía hacer el amor con mujeres. También había gays que lo hacían, pero ése no era su caso. Que lo comprendiera, por favor. Él podía ser su amigo. Pero, por desgracia, no podía convertirse en su amante.

La mujer tardó un poco en comprender el significado de lo que le estaba diciendo (antes que nada, porque era el primer homosexual que conocía en su vida), pero, una vez lo asimiló, se echó a llorar. Apoyó la cara en el hombro del afinador de pianos y lloró durante largo rato. Debía de ser por la impresión. A él le dio pena. La rodeó con el brazo y le acarició dulcemente el pelo.

—Perdóname —dijo ella—. Te he hecho decir cosas de las que no te apetecía hablar.

—Tranquila. No creas que vivo ocultándolo. Posiblemente hubiera tenido que ser yo quien te lo hubiera dicho desde un principio, para evitar futuros malentendidos. En todo caso, si alguien tiene que disculparse, ése soy yo.

Permaneció largo tiempo acariciándole dulcemente el pelo con sus cinco largos dedos. Esto logró calmarla un poco. Él se dio cuenta de que la mujer tenía un lunar en el lóbulo de la oreja derecha y sintió una nostalgia casi asfixiante. Porque su hermana, dos años mayor que él, también tenía un lunar de tamaño parecido en el mismo sitio. Cuando era pequeño, solía acercarse a su hermana dormida y, en broma, se lo rascaba con la uña para quitárselo. Su hermana siempre se despertaba enfadada.

—Pero, gracias a haberte conocido, me he pasado toda la semana haciéndome ilusiones —dijo ella—. Hacía muchísimo tiempo que no me sentía igual. Ha sido fantástico, no sé, algo como volver a la adolescencia. Así que no te preocupes. He ido a la peluquería, he hecho una dieta rápida, me he comprado ropa interior italiana…

—Vamos, que te he hecho tirar un montón de dinero —dijo él sonriendo.

—Sí, pero creo que yo, en este momento, lo necesitaba.

—¿Que lo necesitabas?

—Sí. Para dar forma a cómo me siento.

—¿Comprando, por ejemplo, lencería italiana sexy?

Ella enrojeció hasta las orejas.

—De sexy no tiene nada. Nada de nada. Es muy bonita, eso sí.

Sonriente, él la miró a los ojos. Le mostró que sólo estaba gastando una broma inofensiva para aliviar la tensión. Ella lo comprendió y sonrió a su vez. Ambos permanecieron unos instantes mirándose a los ojos.

Luego, él sacó un pañuelo y le secó las lágrimas. Ella se incorporó en el asiento y se recompuso el maquillaje ante el espejo retrovisor.

—Pasado mañana tengo que ir al hospital a que me hagan otra mamografía —le dijo al detener el coche en el aparcamiento del centro comercial, una vez hubo puesto el freno de mano—. En la radiografía que me hacen periódicamente han encontrado una sombra sospechosa y me han avisado de que vuelva al hospital para repetir la prueba y examinarlo a fondo. Si de verdad fuera cáncer, quizá tengan que ingresarme de inmediato. Que hoy haya actuado de esta forma, es posible que se deba a eso. Es decir…

Hubo un corto silencio. Luego ella sacudió varias veces la cabeza de izquierda a derecha. Despacio, pero con fuerza.

—Ni yo misma lo sé.

El afinador de pianos estuvo unos instantes calculando la profundidad del silencio de ella. Aguzó el oído, intentando detectar en su silencio alguna resonancia extraña.

—Los martes por la mañana, siempre estoy aquí —dijo—. No puedo servirte de mucho, pero, al menos, tendrás a alguien con quien hablar. Si te sirve alguien como yo.

—No se lo he contado a nadie más. Ni siquiera a mi marido.

Él posó su mano sobre la mano de la mujer, apoyada en el freno de mano.

—Tengo mucho miedo —confesó ella—. Tanto, que a veces ni siquiera puedo pensar.

Una furgoneta azul se detuvo en el espacio vacío contiguo y de su interior salió un matrimonio de mediana edad con cara malhumorada. Se les oía hablar. Al parecer se estaban recriminando algo el uno al otro. Una cosa sin importancia. Cuando desaparecieron, volvió el silencio. Ella permanecía con los ojos cerrados.

—No estoy en disposición de decir grandes cosas —comentó él—. Pero, yo, cuando no sé qué camino tomar, sigo una norma.

—¿Una norma?

—Si te encuentras con que debes elegir entre una cosa que tiene forma y otra que no la tiene, elige siempre la que no la tiene. Ésta es mi norma. Siempre que he chocado contra un muro la he seguido, y creo que a la larga me ha dado buenos resultados. Aunque haya sido duro en el momento de aplicarla.

—Y esta norma, ¿te la has inventado tú?

—Sí —dijo él mirando el cuentakilómetros—. Basándome en mi propia experiencia.

—Si debo elegir entre una cosa que tiene forma y una que no la tiene, debo elegir siempre la que no la tiene —repitió ella.

—Exacto.

Ella reflexionó unos instantes.

Ahora mismo no lo acabo de entender. ¿Qué diablos tiene forma y qué no la tiene?

—Quizá no lo comprendas ahora. Pero es muy posible que, en un momento determinado, te encuentres ante esta disyuntiva.

—¿Y tú eso lo sabes?

Asintió en silencio.

—Los gays veteranos como yo tenemos muchos poderes especiales.

Ella se rió.

—Gracias.

Entonces se produjo otro largo silencio. Pero no fue tan denso ni asfixiante como el anterior.

—Adiós —dijo ella—. Muchas gracias por todo. He tenido mucha suerte al conocerte y poder hablar contigo. Me siento más capaz de enfrentarme a las cosas.

Él sonrió y le estrechó la mano.

—Cuídate.

De pie en el aparcamiento, siguió con la vista el Peugeot azul que se alejaba. Al final agitó la mano para despedirse en dirección al espejo retrovisor. Luego se dirigió andando despacio al lugar donde tenía estacionado su Honda.

El martes siguiente fue un día lluvioso. Ella no apareció por la cafetería. Él estuvo leyendo en silencio hasta la una y, luego, se marchó.

Aquel día, el afinador de pianos decidió no ir al gimnasio. No le apetecía hacer ejercicio. Sin almorzar siquiera, volvió directamente a casa. Allí se sentó en el sofá y dejó vagar sus pensamientos mientras escuchaba unas baladas de Chopin interpretadas por Arthur Rubinstein. Al cerrar los ojos se le representaba el rostro de la mujer menuda que conducía el Peugeot, sentía el tacto de su pelo en la punta de los dedos. Recordaba con una nitidez asombrosa la mancha negra del lunar en el lóbulo de la oreja. Poco después, aun cuando el rostro de la mujer y la imagen del Peugeot se hubieron esfumado, la forma del lunar, únicamente ésta, siguió dibujándosele con toda claridad. Aquel pequeño punto negro, abriera los ojos o los cerrara, permanecía allí de manera secreta pero inevitable, como un signo de puntuación que se hubiera olvidado de poner, y hacía que se le estremeciera el corazón.

Pasadas las dos y media decidió llamar a casa de su hermana. Había pasado mucho tiempo desde que hablaron por última vez. ¿Cuánto tiempo debía de haber transcurrido? ¿Diez años, tal vez? Su relación había llegado hasta ese punto de abandono. Una de las razones de que eso hubiera sucedido eran las palabras que nunca debían haber pronunciado y que intercambiaron los dos hermanos en medio de la excitación de la pelea cuando se complicó el asunto de la boda. Otra de las razones era que a él no le gustaba su cuñado. Le parecía un zafio arrogante que consideraba sus inclinaciones sexuales como una enfermedad infecciosa incurable. Y, dejando aparte las ocasiones en que no le quedaba más remedio que verlo, intentaba mantenerse a cien metros de distancia.

Con el auricular en la mano dudó varias veces, pero al final marcó el número. El timbre sonó más de diez veces, y cuando él, resignado —aunque con cierto alivio—, se disponía a devolver el auricular a su sitio, contestó su hermana. Aquella voz tan familiar. Cuando la hermana supo que era él enmudeció por un instante al otro lado del auricular.

—¿A qué se debe tu llamada? —le preguntó ella con voz carente de inflexión.

—No lo sé —le respondió él con franqueza—. Simplemente he sentido la necesidad de hacerlo. Estaba preocupado por ti.

Hubo otro silencio. Un largo silencio. Él pensó que tal vez ella se estuviese preguntando si él todavía estaba enfadado.

—No hay ninguna razón en particular. Sólo quería saber si estabas bien.

—Espera un momento —dijo la hermana. Y, por su voz, él se dio cuenta de que había estado llorando en silencio—. Lo siento, ¿esperas un momento?

Otro silencio. Mientras, él mantuvo el auricular pegado a la oreja. No se oía nada. No había señales de vida. Luego, la hermana preguntó:

—¿Estás libre ahora?

—Sí. No tengo nada que hacer —contestó él.

—¿Te importa que vaya a verte?

—En absoluto. Iré a buscarte en coche a la estación.

Una hora más tarde, él recogió a su hermana delante de la estación y la llevó a su casa. Tras diez años de no verse tuvieron que admitir que los dos habían cambiado. Los efectos del tiempo se manifestaban en ambos. Y uno podía verlos reflejados en la figura del otro, como en un espejo. Su hermana seguía siendo delgada y esbelta, y parecía cinco años más joven. Sin embargo, en sus mejillas hundidas había una severidad que antes no existía. También sus impresionantes y negras pupilas habían perdido su brillo. Él también aparentaba ser cinco años más joven, pero era evidente, a los ojos de cualquiera, que el nacimiento del pelo había retrocedido algo. Dentro del coche, los dos intercambiaron las consabidas frases tópicas. Que cómo iba el trabajo. Que si estaban bien los niños. Noticias de conocidos comunes. El estado de salud de los padres.

Al entrar en el piso, él se metió en la cocina y calentó agua.

—¿Todavía tocas el piano? —le preguntó ella al fijarse en el piano vertical que había en la sala de estar.

—Lo toco por afición. Piezas sencillas. Los dedos no me siguen en las complicadas.

La hermana levantó la tapa del piano y posó sus dedos sobre las teclas cuyo color había cambiado con el uso.

—Estabas convencido de que llegarías a ser un famoso concertista de piano.

—El mundo de la música es la tumba de los niños prodigio —dijo él moliendo el café—. Yo también lo sentí, claro. Renunciar a la idea de ser pianista supuso una gran decepción. Fue como si todo lo que había hecho hasta entonces se hubiera echado a perder. Ésa es la sensación que tuve. Hubiera querido desaparecer. Pero no me quedó otra opción que admitir que mi oído era superior a mis manos. Había mucha gente mejor que yo tocando el piano, pero nadie que tuviera el oído más fino. Lo descubrí poco después de ingresar en la universidad. Y entonces pensé lo siguiente: «Me irá mejor siendo un afinador de primera categoría que un pianista de segunda».

Sacó de la nevera crema de leche para el café y la vertió en una pequeña jarrita de porcelana.

—Parecerá extraño, pero fue al empezar a estudiar para afinador profesional cuando comencé a disfrutar de verdad tocando el piano. Me había matado estudiando piano desde pequeño. No creas. Practicar un día tras otro con el objetivo de ir mejorando, a su manera, era interesante. Pero nunca me había divertido tocando el piano. Lo tocaba únicamente con el objetivo de solucionar algunos problemas concretos. Para no colocar los dedos en la tecla equivocada o para no hacerme un lío con ellos. Total, para impresionar a la gente. Pero cuando renuncié a la idea de ser pianista descubrí, finalmente, el placer de tocar el piano. «¡Qué maravillosa es la música!», pensé. Me sentí como si me hubiera descargado un pesado fardo de la espalda. Mientras cargaba con él, no era consciente de que lo llevaba.

—Nunca me lo habías dicho.

—¿Ah, no?

La hermana sacudió la cabeza en silencio.

Tal vez no. Él pensó que quizá no le hubiera hablado nunca de eso. No, al menos, de aquella forma.

—Lo mismo me sucedió cuando descubrí que era gay —prosiguió él—. Algunas dudas que tenía y que nunca había podido explicarme se despejaron de golpe. «¡Ah, claro! Era eso», pensé. Y todo se volvió mucho más fácil. Un paisaje nublado que se despeja de golpe. Es posible que en el momento en que renuncié a ser pianista o en el que reconocí que era gay decepcionara a algunas de las personas que me rodeaban. Pero quiero que entiendas que ésa era la única manera de volver a ser yo mismo. De ser yo bajo mi forma natural.

Puso una taza de café delante de su hermana, que estaba sentada en el sofá. Trajo su propio tazón y tomó asiento a su lado.

—Quizá tendría que haberme esforzado más en entenderte —dijo su hermana—. Pero creo que, antes, deberías habernos explicado mejor las cosas. Sincerarte con nosotros. Explicarnos qué te rondaba por la cabeza…

—No quise dar ninguna explicación —la interrumpió él—. Quería que me comprendieseis sin tener que explicar, una a una, mis razones. Especialmente tú.

Ella enmudeció.

Él dijo:

—Yo, en aquellos momentos, no podía pensar en cómo se sentía cada una de las personas que me rodeaban. No estaba en situación de hacerlo. —Al acordarse de aquella época, su voz tembló un poco. Le entraron ganas de llorar. Pero se rehízo. Y prosiguió—: En muy poco tiempo, mi vida sufrió un cambio radical. Debía agarrarme a algo, fuera como fuese, para no precipitarme al vacío. Tenía mucho miedo, estaba aterrado. Y, en un momento así, no puedes ir dando explicaciones a los demás. Sientes que te vas a resbalar de un momento a otro y a caer fuera del mundo. Por eso sólo quería que me comprendieras. Que me abrazaras con fuerza. Sin razones o explicaciones de por medio. Pero nadie…

La hermana sepultó la cara entre las manos y empezó a llorar en silencio. Sus hombros temblaban. Él le posó con suavidad una mano en un hombro.

—Lo siento —dijo la hermana.

—Olvídalo —repuso él. Puso crema de leche en el café, lo removió con la cucharilla y se lo bebió despacio para serenar su ánimo—. No tienes por qué llorar. También fue culpa mía.

—Pero, oye, ¿a qué se debe que me llames hoy? —preguntó la hermana levantando la cabeza y mirándolo de frente.

—¿Hoy?

—Sí. ¿Por qué después de diez años sin hablarnos, me has llamado precisamente hoy?

—Es que ha sucedido algo y me he acordado de ti. Me he preguntado qué estarías haciendo. Y me han entrado ganas de oír tu voz. Sólo eso.

—¿Nadie te ha dicho nada?

La voz de la hermana poseía una resonancia especial que lo puso en guardia.

—No, nada. ¿Ha pasado algo?

Ella permaneció unos instantes en silencio para serenarse. Él esperó pacientemente a que empezara a hablar.

—La verdad es que mañana ingreso en el hospital —dijo la hermana.

—¿En el hospital?

—Pasado mañana me operan de cáncer de mama. Van a extirparme el seno derecho. Todo entero. Pero, incluso así, no es seguro que logren impedir que el cáncer se extienda. Aún no lo saben. Tienen que sacarlo y analizarlo primero.

Por unos instantes, él se quedó sin palabras. Todavía con la mano posada en el hombro de su hermana fue contemplando por orden, sin ningún significado en especial, uno tras otro, todos los objetos que había en la habitación. El reloj, los adornos, el calendario, el mando a distancia del estéreo. A pesar de ser objetos familiares de un cuarto que le era familiar, no podía calibrar la distancia que había entre uno y otro.

—Estuve mucho tiempo dudando entre llamarte o no —dijo la hermana—. Pero me dio la sensación de que era mejor que no lo hiciera y, al final, no te dije nada. Tenía muchas ganas de verte. Pensaba que debía hablar contigo con calma una vez. Y disculparme. Eso también. Pero… es que no quería que nuestro reencuentro se produjera en estas circunstancias. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Lo entiendo.

—Si teníamos que volver a encontrarnos, prefería que fuese en unas circunstancias más alegres, verte con una visión más positiva frente a las cosas. Por eso decidí no ponerme en contacto contigo. Pero, justo hoy, me has llamado tú…

Sin decir nada, él la rodeó con ambos brazos y la abrazó con fuerza, de frente. Pudo notar sus dos senos apretados contra su pecho. Ella sepultó la cara en su hombro y lloró. Los dos hermanos permanecieron largo tiempo en esa posición.

Finalmente, ella preguntó:

—¿Qué me decías que ha sucedido hoy para que te pusieras a pensar en mí? Si no te importa, cuéntamelo.

—¡Uf! ¿Cómo te lo contaría yo? No es algo que se pueda explicar en cuatro palabras. Es una tontería. Una serie de casualidades. Por azar, una coincidencia se ha sumado a otra y yo…

Ella sacudió la cabeza. El sentido de la distancia aún no había vuelto. El mando y los objetos de adorno estaban separados por un montón de años luz.

—No sabría explicarlo —dijo él.

—No importa —repuso la hermana—. Ha sido una suerte. Una verdadera suerte.

Él tocó el lóbulo de la oreja derecha de su hermana y, con la punta del dedo, rascó suavemente el lunar. Luego, como si enviara un susurro sin palabras a un lugar muy querido, le dio un cariñoso beso en la oreja.

—A mi hermana le extirparon el seno derecho en la operación. Por suerte, no se había producido metástasis y todo se solucionó con una quimioterapia bastante suave. Ni siquiera llegó a perder el cabello ni nada por el estilo. Ahora ya se encuentra totalmente restablecida. Fui a verla todos los días al hospital. Para una mujer debe de ser algo terrible perder un seno. Incluso después de que le dieran el alta, seguí yendo a visitarla con frecuencia a su casa. Me encariñé con mi sobrino y mi sobrina y ellos conmigo. Incluso estoy enseñándole piano a la niña. Qué voy a decir yo, pero mi sobrina tiene mucho talento. Y en cuanto a mi cuñado, pues una vez empecé a tratarlo, no me pareció tan odioso como creía. Ya sé que es un poco arrogante, y algo zafio, pero se mata a trabajar y adora a mi hermana. Además, parece que finalmente ha comprendido que la homosexualidad no es una enfermedad infecciosa y que no voy a contagiar a mis sobrinos. Y éste es un pequeño, pero significativo, paso hacia delante. —Al decirlo, se echó a reír—. Me da la sensación de que haberme reconciliado con mi hermana ha representado un gran avance en mi vida. Es como si ahora fuera capaz de vivir con mayor naturalidad que antes. Quizá sea porque he tenido que enfrentarme a algo. Ya que, en el fondo de mi corazón, durante mucho tiempo había acariciado la idea de reconciliarme con ella.

—Sin embargo, ¿faltaba algo que propiciara vuestro reencuentro? —le pregunté.

—Exacto —respondió él. Y asintió repetidas veces—. Era fundamental que ocurriera ese algo. Y entonces lo pensé. Que una coincidencia fortuita tal vez sea un fenómeno normal y corriente. Es decir, que ese tipo de cosas ocurran constantemente, a diario, a nuestro alrededor. Sólo que nosotros no solemos prestarles atención y pasamos la gran mayoría por alto. Como sucede con los fuegos artificiales a pleno día, oímos un débil estallido pero, al alzar la vista al cielo, no vemos nada. Sin embargo, si estamos en una disposición de ánimo en la que necesitamos ardientemente que ocurra algo, tal vez envíen un mensaje dentro de nuestro campo visual y se hagan visibles. Que tomen una forma y un significado comprensible para nosotros. Y que nosotros, al percibirlo, exclamemos sorprendidos: «¡Menudas cosas pasan! ¡Qué raro!». Aunque en eso, de raro, no haya nada. No puedo evitar tener esta sensación. ¿Qué opinas? ¿Crees que estoy llevando las cosas demasiado lejos?

Reflexioné sobre lo que me había dicho.

—Pues sí. Tal vez tengas razón —fui capaz de responderle, pero no estaba muy seguro de que pudiera extraerse una conclusión sobre todo eso de una manera tan sencilla—. Mira, yo, por mi parte, opto por algo más simple y continúo creyendo en la teoría del dios del jazz —dije.

Él se rió.

—Ésa tampoco está nada mal. Espero que también exista un dios de los gays.

No sé qué fue de la mujer bajita que él había conocido en la cafetería del centro comercial. Hace más de medio año que no me hago afinar el piano y no he tenido la ocasión de hablar con él. Posiblemente continúe cruzando el río Tama y yendo a la misma cafetería todos los martes, y también es posible que se hayan vuelto a ver. Sin embargo, nada he oído todavía al respecto. Por lo cual, la historia acaba en este punto.

Sea el dios del jazz, o el dios de los gays —o cualquier otro dios, no importa cuál—, lo que deseo es que uno de ellos proteja a aquella mujer, en alguna parte, humildemente, bajo la apariencia de una casualidad. Lo deseo de corazón. De una manera muy simple.