24

Aquella noche lloré y lloré sin descanso hasta que el sueño me derrotó. En ningún momento Nigel se separó de mi lado, me abrazaba y se mantuvo en silencio durante el tiempo en el que me desahogaba. A la mañana siguiente me desperté con la cara hinchada y muy pálido. Nigel no estaba en la cama, pero pude oír cómo cantaba. El sonido de su voz era ahogado por el ruido del agua de la ducha. Sin fuerzas para levantarme, me quedé tumbado mirando el techo.

Hice memoria de lo que había pasado por la noche. De nuevo me puse a llorar ante la sensación de rabia que me invadía. Había perdido el tiempo, me peleé con mi amigo por su culpa y me hice ilusiones estúpidamente. Nigel entró en la habitación con el cuerpo mojado y con una toalla alrededor de la cintura. Me miró con compasión cuando vio que me había levantado llorando.

—Siento estar tan llorón —dije intentando sonreír.

—No pasa nada. Es normal.

Se acercó a mí y me abrazó, empapando mi cuerpo.

—Me estás mojando —expliqué sonriendo.

—Perdona —dijo retirándose. Lo obligué a abrazarme de nuevo.

—Mójame, qué mas da.

—¿Cómo te sientes?

—Mal. Me siento engañado. Estoy dolido.

—Ya. Bueno, tómate tu tiempo. Puede que tardes en recuperarte, pero lo harás porque eres fuerte. Y bueno. Y a las personas buenas les tienen que pasar cosas buenas.

—Gracias. Por todo.

Le di un beso en la mejilla y lo abracé con fuerza. Quería transmitirle mi gratitud y mi afecto a través de mi cuerpo. Era un gesto que repetía a menudo. Sonó el timbre de la puerta.

—¿Esperamos a alguien? —pregunté.

Nigel se encogió de hombros y fue a vestirse mientras yo caminaba hacia la puerta.

Abrí. Al otro lado estaba José. Miré hacia la habitación. Nigel me estaba observando y asintió con la cabeza, confirmándome que lo había llamado. Luego, me fundí en un abrazo con José.

—Siento lo que ha pasado.

—Tal y como me advertiste. Tenías toda la razón. Siento haberte dicho lo que te dije.

—Estabas en tu derecho. Todos tenemos que cometer errores. Si no, no aprenderíamos nunca.

Llevé a José al salón y le ofrecí una taza de café que él rechazó.

—Sé exactamente cómo te sientes. Pero lo superarás, no te preocupes.

—Tú aún no lo has hecho.

—Eso es porque soy un capullo masoquista.

Le sonreí. Estaba guapísimo, pero no podía adivinar por qué. ¿Se había cortado el pelo? No. ¿Había cambiado de vestuario? Tampoco. ¿Qué era? Un brillo especial se reflejaba en su cara.

—Te noto distinto. ¿Ha pasado algo?

—Sí. He tomado una determinación. ¿Recuerdas aquel día en que dijiste que nos drogábamos porque no encontrábamos lo que queríamos?

—Sí. No me hagas caso. Sólo digo gilipolleces.

—No. Tienes razón. Desde ese día no he podido dejar de pensar en ello. Siempre he sabido que me faltaba algo, pero no sabía qué. Llevo un par de semanas dándole vueltas a una idea que me ronda la cabeza. Por fin, anoche, lo vi claro. Y me sentí muy feliz.

—¿De qué estás hablando?

—Me voy de Madrid. Vuelvo a mi tierra, al Centenillo. Quiero vivir allí.

—Pero si te encanta Madrid.

—Eso es lo que yo quería creer. Pero quiero irme. No estoy a gusto y no tengo nada que me impida marcharme.

—¿Y qué hay de tu primo?

—Él lo ha entendido perfectamente pero me ha dicho que ni muerto vuelve conmigo. Él sí está a gusto aquí.

No había nada más que decir. Cuando uno toma una determinación que hace que su cara brille, es que la decisión es la correcta.

—¿Y qué voy a hacer yo sin ti?

—Muchas cosas. Y todas muy buenas, ya lo verás.

Nos abrazamos y a mí se me escaparon un par de lágrimas. Ya sé que parecía la Virgen de los Dolores, pero no todo los días te dice un amigo que se marcha de tu lado y, además, estaba muy sensible por lo que había pasado con Nacho. Era una buena noticia para él, pero mala para mí. Mi móvil sonó desde la habitación. Nigel me lo llevó hasta donde estaba antes de que pudiera levantarme. Descolgué.

—¿Sí?

—Hola, soy el novio de Marta. Ha roto aguas y vamos camino del hospital. Me ha pedido que te llame. ¿Tienes para apuntar?

Fui corriendo en busca de un bolígrafo y un lápiz. Nervioso, escribí lo que me decía sin asimilar la información. Cuando colgué, tuve que leer la nota tres veces para enterarme de lo que pasaba.

—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?

—Marta va a dar a luz.

—El bebé va a ser sietemesino. Tendrán que incubarlo —reflexioné yo ante la atónita mirada de mis amigos.

—¿Por qué coño nos estás contando rollos médicos y no vamos ahora mismo al hospital? —replicó José con su humor de siempre. Salimos corriendo de mi casa y nos montamos en un taxi. No sabría decir por qué estaba nervioso, «ni que fuera yo el padre», pensé, pero si Marta se había acordado de mí, eso me convertía en responsable del niño de alguna extraña manera. Era como si fuera su tío, el tío de la criatura que iba a nacer. Nigel, José y yo esperamos en la sala destinada a ello a que nos dieran una noticia sobre el parto. Pasaban las horas y allí no aparecía nadie. El nervosismo dio paso al aburrimiento a medida que terminaba el día.

—Joder con el crío. Se le ocurre salir dos meses antes y ahora se toma su tiempo, el cabrón —dijo José.

—No seas burro —le espeté.

Un hombre muy atractivo entró en la sala de espera, atrayendo la atención inmediata de los tres. Era Emilio, el novio de Marta.

—¿Alguno de vosotros es Luis?

—Yo —dije acercándome a él.

—Es una niña. Se llama Luna. —Miré a mis amigos y sonreí emocionado. Luego, en un arrebato sensiblero, abracé al padre y lo felicité. Él, sorprendido al principio, me devolvió el abrazo agradecido.

—¿Cuándo podemos verla?

—Ahora mismo si queréis.

Nos acompañó a la habitación donde estaba Marta. Tenía un aspecto horrible, pero una sonrisa de satisfacción le iluminaba la cara. Nos quedamos allí un rato, observamos a aquel ser diminuto, desprotegido, dormilón, y decidimos dejar descansar a la madre. Me acerqué a la cama para despedirme.

—Serás una madre estupenda, estoy seguro —le dije al oído.

—Gracias. ¿Quién es ese rubio? —dijo refiriéndose a Nigel—. ¿Te has echado novio y no me has dicho nada?

—No, es un amigo. Y dada las circustancias, no creo que cualquier noticia sobre mi vida pueda superar esto —señalé a la niña. Cuando salimos del hospital, me puse a llorar de felicidad.

—¡Oh, Dios! Otra vez no. La próxima vez, ¿por qué no vas a llorar a los embalses y acabas con la sequía? —dijo José.

—¡Qué tonto! ¿Acaso no puedo llorar de alegría? Estoy contrarrestando estas lágrimas con las de ayer, para que mi cuerpo quede en perfecta armonía.

Cogimos un taxi y dejamos a José en su casa. Luego, Nigel y yo fuimos a la mía. Una vez dentro, sonó mi móvil de nuevo. Era Rocío.

—Oye, capullo, que me ha llamado José para darme la noticia ¿por qué no me habéis dicho nada? Me hubiera gustado estar allí.

—No sé, no caí. Perdona. Y por favor, no grites que vas a dejarme sordo.

—Bueno, voy a decirte todo lo que tengo que decir antes de que se me acabe el crédito, que no veas lo que me estoy gastando este mes en saldo. A mí me han engañado con el euro, yo siempre lo he dicho…

—Rocío, al grano.

—¡Uy, sí! Que me voy por los cerros de Úbeda. Siento mucho lo de Nacho, que te quiero y sé que lo olvidarás pronto.

Sonreí entristecido. El nacimiento de Luna había podido arrancarme a Nacho de la cabeza, pero ahora había vuelto con fuerza.

—¿Sigues ahí?

—Sí. Sí. ¿Qué más? —pregunté.

—¿Te ha dicho José ya que se va? ¡Qué fuerte!, ¿no? Claro que si no te lo ha dicho todavía, la he cagado.

—Sí, sí me lo ha dicho. Tranquila. Eres mucho, tía.

—Ja, ja. Ya lo sé. Ahora viene lo mejor. ¡Me han cogido para protagonizar una serie de televisión! —Me puse a gritar como un loco. Tanto que Nigel se asustó. Le dije lo que me había contado Rocío y se puso igual de feliz que yo.

—Felicidades de parte de Nigel. Y de mi parte claro. Qué alegría. ¿Cuándo te lo han dicho? ¿Y por qué no has empezado por ahí?

—Me han llamado hace unas horas y no he parado de hacer rondas de llamadas para contárselo a todo el mundo.

—¡Voy a tener una amiga famosa! ¡Como las muñecas!

—Bueno, eso es si la serie tiene éxito.

—¡No seas negativa!

—Oye, que se me acaba el crédito, que ya está la pesada esta de la máquina recordándome que no tengo un duro. Que nos vemos pronto, cuídate.

No me dio tiempo a despedirme. Dejé el móvil encima de la mesa del salón y pensé en que, aunque no era un buen día para mí, habían ocurrido cosas preciosas y buenas a gente que se lo merecía. Marta se había convertido en madre de un bebé precioso, José había resuelto dejar Madrid y su decisión lo hacía feliz y Rocío por fin se abría camino en el mundo de la interpretación. Eso me ponía de buen humor.

—Me voy —dijo Nigel—. Ya es hora de que me vaya a mi casa.

—¿Por qué? Quédate, anda.

—No, en serio. Debo irme.

El buen humor al carajo. ¿Por qué le habían entrado esas prisas por irse? Me imaginé solo, después de que se hubiera ido, sin su sonrisa, sin sus abrazos que me hacían sentir tan seguro, sin sus ojos claros mirándome con ternura, sin sus conversaciones divertidas. Y me entró el pánico. No quería que se fuera. Lo necesitaba.

—Adiós, Luis. Nos vemos —dijo abriendo la puerta.

—¡No! No te vayas… Te quiero.

Me sorprendí al oírme decir esas palabras, y levanté la mano para taparme la boca, pero me detuve. Comprendí que lo que había dicho era cierto. Había encontrado en Nigel a una persona especial, sensible, divertida. Hermosa. Esa era la palabra que mejor le definía. Era hermoso. Me entró el pánico cuando vi que Nigel no reaccionaba a mis palabras, y estuve a punto de decir que sentía haber dicho aquello cuando vi que dos lágrimas le aparecían en las mejillas. Él no levantaba la cabeza ni me miraba y yo no sabía si lo correcto era acercarme a él o mantener una distancia prudencial. ¿Y si me rechazaba? ¿Y si lloraba porque no quería hacerme daño? Entonces me miró avergonzado.

—No puedo hacerte esto. Estoy enfermo —dijo con una pena que se me clavó en el alma. Me acerqué a él, cerré la puerta y lo besé. Lo besé apasionadamente mientras rodeaba su cuello con mis manos. Él me agarró por la cintura, me estrechó entre sus brazos y sentí por primera vez en mi vida, lo que significaba el amor. Comprendí que lo de Nacho había sido una niñería, el capricho de una persona con miedo a entregarse.

—Demasiado tarde —le dije—. Ya he enfermado de amor. «Los patos no tienen eco y nadie sabe por qué» leí una vez. Tuve la certeza de que mi vida en Madrid había sido como el eco de un pato, un sonido inaudible, un silencio inquietante, una voz perdida entre el caos de la capital. Pero por fin había alguien que me escuchaba, otro animal como yo, que entendía lo que tenía que decir. «Los patos no tienen eco y nadie sabe por qué» leí una vez. Debe ser que su eco transmite el lenguaje del amor, sólo reconocible por el destinatario de tal precioso mensaje.