13

Eran las doce del mediodía y aún seguíamos en la casa de Javi. De repente, alguien, no recuerdo quién, propuso ir a una macrodiscoteca que abría sobre aquella hora. Había conseguido invitaciones para una fiesta de una conocida marca de tabaco que se celebraba allí. Como a esa hora éramos pocos los que continuábamos en la casa, todos tuvimos pase de puerta, y fuimos en metro hasta el local. Era la primera vez que montaba en el subterráneo colocado hasta las trancas. Es una experiencia horrible. Yo estaba desorientado, la gente nos miraba con estupor y yo no sabía cómo esconder los notables signos corporales que delataban mi estado. Parece que el trayecto no acaba nunca y uno tiene ganas de abrir las compuertas para que corra el aire y dejar de tener la desagradable sensación de sentir cómo el vagón se te viene encima, asfixiándote. Por fin salimos a la calle y caminamos un trecho hasta llegar a la puerta, por la que pasamos sin ningún problema. Al entrar, me encontré con una gigantesca nave repleta de personas, luces de colores y gogós por todas partes sudando por seguir el ritmo de aquella música endiablada. Yo no cabía en mí de gozo, jamás había presenciado un espectáculo como el que se presentaba ante mis ojos. Una vez situados en una zona cercana a varios altavoces, José se fue a pedir y yo me quedé observando el panorama. Recuerdo que no podía parar de bailar, y eso que no había consumido nada desde que llegué, claro que, por otro lado, ya llevaba encima bastantes sustancias químicas. Había por todas partes unos paneles enormes de focos, que se encendían al mismo tiempo acompañando a la música, iluminando la discoteca como si hubiera entrado el sol por un segundo, para luego sumirnos en un estado de ceguera fugaz. Aquél invento luminoso servía para reanimar hasta a la persona más colocada del lugar. Y esa no era otra que Marta. Marta era la única persona que conocía a la que las drogas le proporcionan el gran colocón, pero la amuerman sin remedio. Ella es capaz de disfrutar de su estado sentada durante toda la noche, con la cabeza ladeada y los ojos en blanco, incapaz de articular palabra más que para pedir un cigarro o para que le llevemos una copa. Y a veces nos transmite sus deseos mediante gestos. En muchas ocasiones en que salimos con ella, nos drogábamos a escondidas para que no nos pidiera y así no aumentara su lamentable estado vegetativo. Y otras muchas noches nos turnábamos para estar sentados a su lado mientras los otros disfrutaban del subidón. Ya estábamos aconstumbrados a aquella rutina, pero esa mañana, sentada en un sofá de la discoteca, Marta parecía una auténtica yonqui. Me acerqué a ella y la intenté levantar para que bailara, pero se negó.

—De verdad, yo no sé para qué te drogas si lo único que haces es estar sentada —dije mientras me colocaba a su lado. Ella me indicó con el dedo que me acercara a su boca. Apenas podía moverse, no porque no tuviera fuerza, sino porque no controlaba los movimientos de su cuerpo.

—Yo me lo paso bien así. Tú de pedo, bailas, y yo, de pedo, me siento a mi bola. Y soy feliz.

Era evidente que teníamos distintas visiones del concepto de felicidad. Todo el mundo sabe lo que es el miedo, puede explicar lo que se siente e incluso todos compartimos las mismas reacciones físicas: aumento de la presión cardíaca, sudoración, alerta de los sentidos, el vello se eriza, etc. También todos sabemos qué nos ocurre cuando nos encontramos en un estado de ansiedad, pero nadie sabe explicar qué es la felicidad, en qué consiste o qué se siente. Ni siquiera el cerebro tiene una región específica donde radique el sentimiento de felicidad, pero sí el del temor. ¿Por qué? ¿Acaso los seres humanos nos habíamos inventado el concepto para diferenciarnos aún más de los animales, justificando así nuestra razón y el por qué de nuestra existencia? ¿O alguna vez el hombre habría sido feliz pero perdimos esa capacidad con el paso de los años, de la evolución? ¿Y si quizás esa pérdida fuera cultural en lugar de evolutiva? Está claro que hemos nacido en un mundo donde el miedo y el dolor son constantes, y los momentos de verdadera felicidad son efímeros. ¿Siempre fue así? Y si no lo fue ¿podríamos recuperar nuestra capacidad de ser felices constantemente o la habíamos perdido para siempre? Todos estos pensamientos me martilleaban la cabeza hasta que vino José con una copa que me ofreció. Yo bebí un trago con la esperanza de que el líquido apagara el incipiente humo que se gestaba en mi cabeza.

—Espera, espera —dijo José—. Tengo que aliñar tu copa.

Sacó un pequeño bote de su bolsillo y echó un fluído en el alcohol que yo no llegué a discernir.

—Es GHB —me dijo—. Ya verás qué subidón. Pero no te bebas la copa muy rápido, ¿vale? Quince minutos más tarde estaba en la pista bailando como un loco. Había olvidado a Marta, mis cuestiones sobre la felicidad y a la gente de mi alrededor. Sólo estaba yo y era el amo de la pista. Tenía la sensación de que pinchaban música sólo para mí y yo les correspondía agitando mi cuerpo sin control. Eso provocó que me chocara varias veces con otras pesonas, pero afortunadamente, ellos y ellas estaban en el mismo estado que yo y el buen rollo flotaba en el ambiente. O eso era lo que yo percibía. Después de un buen rato, una chica con dos coletas y pinta de colegiala, se acercó a mí con la cara desencajada y me tocó en el hombro. Yo la miré preguntándole con la mirada qué quería.

—¿Quién soy yo? —me preguntó.

—¿Y quién soy yo? ¿Quiénes somos todos? —dije.

—No, en serio, ¿sabes quién soy? —Dejé de bailar y me fijé detenidamente en ella.

—¿Eres famosa?

—No lo sé. ¿Lo soy?

Aquello ya me estaba enervando, así que le dije que no tenía ni idea de quién era. Entonces se echó a llorar y me volvió a preguntar, con desesperación, si sabía quién era, porque no se acordaba. Yo negué con la cabeza intentando averiguar si se trataba de una broma pesada o aquella chica tenía un problema serio de memoria. Ella empezó a respirar con dificultad y su tez se tornó blanca.

—Tranquilízate, vamos.

Y entonces… se desmayó. Allí, en mitad de la pista, cayendo a mis pies. Yo miré a ambos lados como un idiota sin saber qué hacer. Un chico que lo había visto todo, se acercó a mí.

—Ayúdame a levantar a tu amiga. Vamos a llevarla a la enfermería.

—No es mi amiga, no la conozco de na… ¿Hay una enfermería?

—Aunque no lo creas, esto pasa muy a menudo.

Cogimos a la muchacha y la sacamos fuera de la pista esquivando a la gente que ni nos miraba. ¡Pues sí que estaban acostumbrados a ver este tipo de cosas! Cuando llegamos, una enfermera salió a nuestro paso preguntándonos qué había pasado. Yo le conté la extraña historia.

—Puedes decirme qué se ha tomado, no vamos a hacerte nada.

—Le acabo de decir que no la conozco.

—¿Se lo has vendido tú? ¿Por eso no quieres hablar?

Lo que me faltaba. Con un colocón de puta madre, en aquella discoteca pantagruélica, con una chica sin conocimiento en mis brazos y una enfermera insinuando que era un camello. Menos mal que el chico que me ayudó intercedió por mí y verificó mi historia. Entonces la enfermera nos dijo que nos fuéramos y, sin pensármelo dos veces, salí de allí como alma que lleva el diablo.

—Me llamo Nacho.

Entonces me fije bien en él por primera vez. Llevaba unos pantalones anchos que terminaban en unas zapatillas All Star de color azul, una camiseta negra sin mangas que dejaban a la intemperie dos delgados pero firmes brazos, un rostro de película clásica y peinado retro. Me gustó. Me gustó mucho. Tanto que no articulé palabra durante un buen rato.

—¿Estás bien?

—¿Eh?… Sí, perdona… es que… ha sido muy fuerte —dije señalando la enfermería—. Soy Luis. —Le tendí la mano en un gesto típicamente heterosexual en lugar de darle dos besos. Pero él se acercó a mis mejillas colocando un ósculo en cada una. Nos quedamos un momento sin saber qué decir y yo comencé a acribillarlo con las típicas preguntas con la esperanza de retenerlo. Si nos sepárabamos, lo más seguro era que no nos volviéramos a ver. Mientras hablábamos, el vaho caliente de su boca masajeaba suavemente el lóbulo de mi oreja izquierda cuando me decía algo. Me dieron ganas de arrastrarlo al servicio y tirármelo allí mismo. Pero no lo hice, claro. No sé por qué tuve la sensación de que estaba ante alguien especial, ante alguien con quien, quizás, podría comenzar algo distinto, algo más que un simple aquí te pillo, aquí te mato. (No sé por qué la gente siempre dice «rollo de una noche». Por mi experiencia y la de la gente que me rodea, sé a ciencia cierta que es muy difícil que pase de un par de horas, no digamos ya de una noche entera).

—Oye, ¿de qué vas? —dijo. Yo me quedé quieto, sorprendido y alerta. ¿Qué había dicho? ¿Había hecho algo indebido? ¿Algún gesto malinterpretable realizado sin ninguna intención? ¿O es que era capaz de leer mis pensamientos y había alucinado con mis fantasías de príncipe encantado?

—¿Cómo dices?

—¿Qué de qué vas puesto?

Intenté que la relajación momentánea de mis músculos faciales no se notara en demasía. Me maldije interiormente por ser tan lerdo e intenté resarcir mi estupor inicial con una actitud de hombre de mundo cuando le contesté que por mi cuerpo corrían sustancias tan nocivas como la ketamina y el GHB. Y al instante, me arrepentí. ¿Cómo podía haber sido tan ingenuo? Aquel hombre podía ser policía o un drogadicto deseperado capaz de clavarme un cuchillo sólo para quitarme las drogas que di a entender que llevaba encima.

—Joder, vas fino ¿eh? —me dijo con la sonrisa más bonita que había visto en mi vida (con la excepción de la de José)—. ¿Tienes algo por ahí?

—No, pero si me esperas aquí te traigo en un momento.

Nacho captó la indirecta a la primera. Era natural que yo no delatara al posible camello que me proporcionaba las drogas, y él lo entendió perfectamente.

—Aquí estaré. No tardes.

Fui a buscar a José. No tardé mucho en encontrarlo gracias a Marta, que se había convertido en un punto de referencia excelente gracias a su manía de colocarse sentada en los sofás de cualquier discoteca. La saludé pero no me vió. Luego fui hacia José y le pedí la botellita de GHB.

—He creado un monstruo —dijo.

—¿Sí? Pues demasiado tarde para arrepentirse.

—Anda, toma —me pasó la droga disimuladamente y, con la misma actitud, yo la guardé en el bolsillo de mi pantalón.

—¿Váis a estar aquí?

Me dijo que sí y señaló con la cabeza a un chico que no debía de tener más de veintidós años y que se encontraba a unos metros.

—Buena suerte —le dije, y me fui.

Nacho me esperaba en el lugar indicado. Le pedí que me sostuviera la copa que acababa de pedir y le eché un chorrito de la droga. Guardé el bote de nuevo y le dije que bebiera.

—¿Con quién estás? —le pregunté.

—Solo.

—Bueno, pues ya no lo estás.

Media hora más tarde, los dos estábamos bailando en la pista cerca de la cabina del DJ, diciendo paridas de vez en cuando y comentando el pedo que teníamos. Recuerdo aquella noche con mucho cariño.

Sin darnos cuenta se hicieron las ocho de la tarde y la discoteca entera se iluminó dando a entender que cerraba. José, que había espabilado a Marta con un buen par de rayas de cocaína, me localizó y nos instó a que salieramos antes de que todo el mundo taponara la entrada. Una vez fuera, yo hice las presentaciones de rigor y José también, pues lo acompañaba aquel chico que me había señalado con un gesto. En ese momento me di cuenta de que faltaba Rocío. José se rió y me dijo que se había ido al principio de la noche. Yo no me lo acababa de creer. No recordaba que se hubiera ido.

—Estás fatal. A ver ¿quién tiene sueño?

Nadie dijo nada.

—Pues todo el mundo a mi casa y no quiero oír rechistar a nadie. Andando. Le rogué a José que cogiéramos un taxi. No podía pasar otra vez por la experiencia del metro. Él me dijo que no pensaba meterse en el metro.

—No estoy en condiciones.

—Yo tampoco.

Una vez en casa de José, seguimos coqueteando con el GHB. Como aún eran las ocho y media, la música estaba al máximo volumen. Yo hablaba con Nacho. Cuanto más conversábamos, más interesante y encantador me parecía, por lo que más me gustaba. Descubrí que era músico, que tenía un gusto exquisito para el cine y que para cualquier tema que sacábamos tenía una opinión bastante elaborada y discurrida. Estábamos tan compenetrados que sólo me faltaba una señal suya para tirarme al cuello.

—Qué fiestones montan tus amigos ¿no?

—Sí, a eso no les gana nadie.

—Y mi novia se lo ha perdido.

Y ahí estaba, la señal. El telegrama corto pero incisivo como un cuchillo, la carta desgarradora, un mensaje tan breve como desolador.

—¡Ah! ¿Tienes novia? —fue todo lo que acerté a decir.

—Sí, desde hace tres años.

¿Por qué coño lo había preguntado? Ahora la noticia había atravesado mi cuerpo por completo, deshaciendo mis entrañas al mismo tiempo que se desplomaban las ilusiones de mi mente.

—¿Y qué tal os va?

«Pero ¡serás idiota!», pensé. No sé qué esperaba que me dijera. «La verdad es que nos estamos distanciando y me he enamorado de ti», o «bien, pero la vida es corta, hay que probar de todo y había pensado en ti», o «Voy a llamarla ahora mismo para decirle que acabo de conocer el amor de mi vida».

—Bien, acabamos de empezar a vivir juntos.

En aquel momento yo estaba que me subía por las paredes, y no precisamente del colocón, que se me había pasado de golpe. Acababa de conocer a un exponente de un grupo de heterosexuales que estaban ocupando el planeta a pasos agigantados: los heterogays. A estos hombres los atraen sexualmente las mujeres, pero su forma de expresarse, de hablar, de moverse, de vestirse o de actuar tiene un punto gay que hace que los consideremos como uno de los nuestros (y aquí hago una deliberada comparación del mundo gay con una mafia). Desde mi punto de vista, el nacimiento de este conjunto de personas viene dado por una evolución cultural donde se han perdido los caracteres típicos asociados al género masculino. Aparece así, un nuevo hombre más consciente de su parte femenina y que no duda en desarrollarla y mostrarla, y todo esto gracias a las cuestiones derivadas de la lucha feminista y al que, pese a quien pese, ser gay está de moda. Pero en aquel momento yo me estaba cagando en los heterogays por confundirme. Pero sobre todo estaba enfadado conmigo mismo, porque había permitido que las emociones me indundaran sin control, y luego pasa lo que pasa.

Una vez superado el palo, decidí no estropear la noche que acababa de comenzar y regalarle a aquel nuevo amigo una de las mejores marchas de su vida. Recapacité y me recompuse pensando que, aunque sólo fuera una amistad, Nacho valía mucho la pena.