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Estaba muy nervioso cuando entré en el restaurante. Mientras atravesaba un pasillo decorado con madera y hierro, pensaba en cómo se me había ocurrido mentir en la entrevista. Jamás había trabajado como camarero. En realidad, jamás había trabajado.

Mi currículo era una pequeña lista de mentiras que aseguraba que tenía experiencia en el ramo de la hostelería. Pero no podía hacer otra cosa. Nadie me daba trabajo si aseguraba no tener experiencia. ¿Cómo quieren que adquiramos experiencia sin trabajar?

¿Acaso las personas nacen con una predisposición especial para trabajar como camareros, cocineros, abogados o peluqueros? Acababa de terminar mis estudios universitarios y decidí salir de la isla que me vio nacer, Tenerife, con el pretexto de que nunca lograría trabajo allí. En realidad, lo que deseaba era desaparecer de aquel diminuto espacio que no me proporcionaba más que disgustos. Cogí un avión y me planté en la capital. Estaba en Madrid. Llegué con muchísima ilusión, dispuesto a comerme la ciudad, a triunfar laboralmente, a fabricarme una vida decente, lejos de los prejuicios y la intolerancia que gobernaba mi tierra.

Tenía la esperanza de encontrar un buen trabajo en poco tiempo. Qué iluso. Los ahorros con los que me fui se agotaban, así que no tuve más remedio que buscar un empleo que me permitiera subsistir hasta que llegara una oportunidad. Y así fue cómo me encontré caminando por un pasillo rumbo a mi taquilla en mi primer día de trabajo.

Aquel restaurante era enorme. Aunque sólo tenía un salón, estaba repleto de mesas de distintas capacidades, con un considerable espacio entre ellas. En una esquina estaba la barra y, detrás de ésta, la cocina. Con mi primer uniforme de trabajo, me planté en la sala esperando recibir mis primeras instrucciones laborales.

Aún no había gente, por lo que un compañero se ofreció a explicarme cómo funcionaba todo.

—Soy José —dijo.

Era un hombre joven, cercano a la treintena. Alto y delgado, lo que realmente sobresalía de su fisonomía era una sonrisa peculiar que mantenía tu mirada atenta a su boca.

—¿Cómo te llamas?

—¿Eh?… Sí… esto… perdona. Soy Luis. Me llamo Luis. Ése es mi nombre.

Pensé que era un buen momento para que se abriera el averno y me llevara a sus profundidades por siempre jamás. No podía empezar con peor pie, creando la sensación de ser un completo idiota. En lugar de eso, iniciamos un tour por el complejo. José no cesaba de explicarme cosas añadiendo, para mi consternación, un «pero eso ya lo debes saber» después de cada frase. Cuando terminó, se volvió hacia mí. No sé qué cara debía de tener en aquel momento, pero lo cierto es que me miró y, suspirando, me dijo:

—No tienes ni puta idea de hostelería ¿verdad?

—No. Pero… pero puedo aprender. Por favor, no digas nada, yo…

—Tranquilo, tranquilo. No te preocupes. Todos hemos tenido una primera vez. Te ayudaré a superar el traumático primer día. Es horrible, pero se pasa enseguida.

¿Fue horrible? Sí. ¿Se pasó enseguida? No. Aquello era el infierno en la tierra. Durante seis horas, en aquel salón no hubo ni una sola mesa libre. El bullicio que formaban todas aquellas personas sólo era superado por los camareros que gritaban sus comandas a la barra y a la cocina a partes iguales. Jamás en mi vida me había sentido tan inútil.

Tenía la sensación de que estorbaba al resto de mis compañeros. Ellos atendían tres mesas en el mismo tiempo en el que yo apenas terminaba con una. Por fin, el restaurante se quedó vacío. Eran las dos de la madrugada y nos afanábamos por terminar de limpiar para poder salir de aquel lugar.

—Bueno, no te ha ido tan mal —me dijo José.

—Eso quiere decir que lo he hecho mal, pero que esperabas que me fuera como el culo ¿no?

José se echó a reír. Su risa era hipnótica. Como un tonto, yo me eché a reír también. Me cayó bien. Con el paso del tiempo supe que José era de un pueblo de Jaén, La Carolina, donde las libertades individuales no estaban a la orden del día, por lo que huyó de allí buscando una vida donde no tuviera que justificarse por lo que era o sentía. Igual que yo. Igual que muchos homosexuales, que no tienen más remedio que dejar atrás sus raíces para tener una vida seminormal. Él me contaba que echaba de menos El Centenillo, un lugar en el que se sentía a gusto y al que no descartaba regresar algún día para pasar el resto de su vida.

Una de las camareras se fijó en nosotros y se acercó. Era alta, con un cuerpo bien proporcionado, ojos claros y el pelo teñido de rojo. Aunque venía sonriendo hacia nosotros, noté en su mirada un halo de tristeza, como si un velo de tul invisible cubriera sus ojos y no les permitiera brillar con libertad.

—¿De qué os reís?

—De nada. Mira, este es Luis. Luis, Rocío.

Nos dimos los besos de rigor y nos quedamos los tres allí plantados sin decir nada.

Rocío, muy hábil en cuestiones protocolarias, rompió el silencio haciéndome preguntas sobre mi vida. Yo le respondí y, a su vez, en un alarde de total falta de originalidad, le hice las mismas preguntas. Me contó que era de Sevilla y que había venido a Madrid para convertirse en actriz, pero que últimamente estaba muy desmotivada, porque no hacía otra cosa que presentarse a castings y no la cogían en ninguno. Yo, intentando levantarle el ánimo, le dije que no se preocupara, que, como decía mi madre, lo que está para uno, siempre llega, y si ella sentía que ser actriz era su destino, tarde o temprano se haría realidad. Sonrió agradecida la chorrada ingenua. Pensé en lo feliz que nos hace el creer que tenemos un destino, una misión en la vida que cumplir, que hemos nacido para algo. Supongo que forma parte del engaño que imponemos a la razón cuando ésta nos muestra la verdad de la existencia del hombre: que no existe ningún motivo. Dejé a un lado mis pensamientos filosóficos baratos y concluí mi trabajo. Cuando salí a la calle, ya cambiado, José y Rocío me esperaban.

—¿Dónde vas ahora? —me preguntaron.

—A mi casa.

—¿A tu casa? Pero si es sábado, hombre. ¿No vas a salir?

—Hace poco que vivo en Madrid, así que aún no conozco a nadie.

—Bueno, nos conoces a nosotros. ¿Por qué no te vienes?

Pensé que, después de aquella odisea por la que había pasado, despejarme un poco no me vendría mal. Y además era una buena manera de conocer gente y hacer amigos.

—De acuerdo. ¿Dónde vamos?

—Primero tenemos que esperar a Miguel, un amigo nuestro con el que hemos quedado aquí.

Estuvimos un buen rato esperando. Yo encendí un cigarro y ofrecí, pero ellos no fumaban. Si hay una cosa que me pone nervioso son los silencios con gente desconocida. Para remediarlo, hice una pregunta que podría calificarse como estúpida.

—Y ¿cómo es Miguel?

Rocío y José intercambiaron una mirada cómplice. Yo me di cuenta en ese momento de la doble interpretación que tenía lo que había dicho. No es que me avergonzara de mi sexualidad, pero no me apetecía enseñar mis cartas antes de intuir cuál sería su reacción. Luego pensé que estaba en Madrid y, qué coño, si no les parecía bien pues adiós, muy buenas y aquí no ha pasado nada.

—No es que me interese… quiero decir, que no me interesa a nivel físico, bueno, a lo mejor sí, no lo sé…

—Relájate —dijo José—. Estamos entre iguales. No hay nada que explicar. Además, Miguel no es tu tipo, créeme.

—Es muy vinagre —añadió Rocío.

—¿Vinagre?

—Lo entenderás cuando lo conozcas. Mira, ahí viene.

Un hombre de treinta años se acercó a nosotros. Era de mi estatura, delgado, con los ojos grandes y labios muy finos. Saludó a Rocío y a José. Después de intercambiar unas cuantas palabras, se giró hacia mí y me preguntó quién era yo. José le contestó por mí porque yo me había quedado tan cortado por la pregunta lanzada a bocajarro, que no podía articular palabra. Por fin nos pusimos en marcha. Mientras caminábamos, José y Miguel iban delante y Rocío y yo los seguíamos.

—O sea que eres lesbiana —dije.

—No, no. Me gustan los tíos. Supongo que, de ser algo, sería una mariliendre.

Arrugué la frente y levanté las cejas. ¿Una mariliendre? ¿Y eso qué era? ¿Una chica con problemas de parásitos capilares? ¿Una enfermedad femenina?

—Tengo la sensación de que no sabes de lo que estoy hablando.

—¡Qué aguda! —dije con una ironía que no entendió. O no quiso entender.

—Una mariliendre es una heterosexual que tiene amigos gays y hace muchas cosas con ellos.

—¿Qué cosas? —pregunté imaginándome a Rocío compartiendo cama con José y Miguel. ¡Joder con las mariliendres! Nunca mejor dicho.

—Pues como salir por ahí, como ahora.

Llegamos a la entrada de una discoteca con un letrero luminoso al que le faltaban algunas letras. En la puerta, dos gorilas controlaban el flujo de personas.

—Esperad aquí —dijo José después de saludar a los guardias de seguridad.

José entró en el local. Rocío me explicó que había ido a buscar a su primo, que trabajaba allí, para que nos colara. Mientras ella hablaba, Miguel me miraba de arriba a abajo. Aquel hombre me violentaba. Daniel, el primo de José, salió a la puerta y nos dijo que pasáramos. Era un hombre de treinta y cinco años, muy alto. Debía medir cerca del metro noventa y de cuerpo espigado.

Pasamos por entre la gente que hacía cola para comprar su entrada, que nos miraban con una mezcla de entre envidia y odio. Por un momento, tuve una ridícula sensación de importancia, como si el hecho de entrar en aquel sitio sin pagar me convirtiera en alguien superior. Abandoné rápidamente esa idea y bajamos por unas escaleras que llevaban directamente a la pista de baile. A los lados estaban las barras, donde multitud de personas hacían toda clase de aspavientos para llamar la atención de los camareros y conseguir la ansiada copa. En una esquina, estaba la cabina del pinchadiscos o, para ser más modernos, del DJ. La música sonaba atronadora y la gente bailaba frenéticamente, animada por cuatro bailarines colocados en sendas plataformas situadas estratégicamente por la discoteca. Daniel cogió nuestros abrigos y se los llevó. Los tres amigos tenían los movimientos perfectamente sincronizados. Tenían una ruta preestablecida dentro de aquel local. Después de despojarnos de la ropa que no necesitábamos, nos dirigimos a una de las barras, llena de gente. José me preguntó qué quería beber y le pedí un whisky. Levantó la mano. Uno de los camareros lo vio y se acercó. Se dieron un beso en los labios y José le dijo al oído lo que queríamos beber.

—¿Conocéis a todos los que trabajan aquí? —pregunté.

—Casi. Venimos mucho. No es que sea gran cosa, pero entramos gratis y las copas nos salen baratas —contestó Rocío.

—Y también tenemos las drogas a mano —añadió Miguel—. ¿Vas a querer una?

—¿Una qué?

Miguel miró a Rocío y los dos se echaron a reír. Me sentí bastante humillado pero no dije nada.

—Una pastilla —dijo Rocío.

—No, gracias. No tomo drogas.

—¡Qué aburrido! ¿Por qué habéis traído a este muermo? —dijo Miguel. José, que ya estaba con nosotros repartiendo las copas que le habíamos pedido, le dijo a Miguel que me dejara en paz. Pero yo, como un idiota, piqué ante su provocación.

—De acuerdo, dame una.

—Seis euros —me soltó, extendiendo su mano. Yo saqué mi cartera y le di el dinero.

—Esperad aquí, ahora vengo —dijo él.

Y desapareció entre la gente. Yo estaba cada vez más incómodo. José lo debió notar, porque se acercó y me dijo que no le diera mucha importancia a lo que Miguel pudiera decirme. Pero ya era tarde. Aquel hombre, sin conocerme de nada, me había desafiado y yo había aceptado el envite. Miguel volvió al cabo de unos minutos y repartió las pastillas entre los cuatro, una para cada uno. Inmediatamente, los tres se la metieron en la boca y bebieron un sorbo de su copa para ayudarla en su viaje al estómago. Yo los imité. No había terminado de tomármela y me puse nervioso pensando en los efectos que tendría aquella droga en mi cuerpo. Tenía miedo, no sólo de los efectos físicos, sino de perder el control de mis actos. Nos fuimos a la pista y bailamos un poco, aunque yo sólo podía pensar en lo que había tomado. Me fui a la barra a pedirme otra copa, con la esperanza de que el alcohol matara los efectos de aquel cuerpo extraño. Nada más lejos de la realidad. Como supe más tarde, el alcohol aumenta los efectos de casi cualquier droga. Cuando volví a la pista, mis tres nuevos amigos estaban bailando con más energía que antes. Sus frentes estaban repletas de perlas de sudor que se volvían brillantes con las luces de la discoteca. Tenían los ojos entrecerrados y, de vez en cuando, respiraban con ansiedad, como si quisieran todo el oxígeno que había en la sala. Cuando José me vio, vino hacia mí y me plantó un beso en la boca. Yo me quedé petrificado.

—Tío, no te rayes. Es que me has dado buen rollo. ¿Lo estás pasando bien?

No, no lo estaba pasando muy bien pero no quería aguarle la fiesta a nadie. Antes de que contestara, me cogió del brazo y me llevó a los sillones que estaban repartidos por toda la discoteca.

—¡Tengo un subidón! ¿Qué tal tú?

No tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando, pero no podía evitar fijarme en que le temblaba la mandíbula. Aquello era algo realmente grotesco.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—¿Yo? Estoy de escándalo. Oye, no te asustes, esto es completamente normal. ¿Tú no sientes nada?

—Sí, claro que siento. Me siento ridículo. Me siento fuera de lugar. Y vosotros no habéis hecho más que empeorar esa sensación. ¿Sabes qué? Me voy, despídeme de tus amigos.

Estaba tan enfadado conmigo mismo por dejar que mis inseguridades afloraran en el momento menos oportuno, que tenía que salir de allí como fuera. José me alcanzó y me cogió por el brazo.

—Oye, espera. Si te quieres ir no te lo impediré, pero no te vayas enfadado, por favor. Dime qué es lo que te ha sentado mal y me disculparé.

—No, el que tiene que disculparse soy yo. Aún no me he adaptado a la ciudad. Me está costando bastante. Y lo he pagado contigo. Lo siento. —En ese momento, José me abrazó. Cualquiera en mi lugar podría pensar que era consecuencia del alcohol, las drogas o ambas, y puede que estuviera influenciado por ellas, pero yo sentí que lo hacía de corazón.

—Es difícil para todos, pero ya te acostumbrarás.

Daniel sacó mi abrigo y me lo puse.

—Te prometo que la próxima vez lo pasarás en grande.

Me despedí de él y salí de la discoteca. El frío de la noche me despejó. Mientras caminaba rumbo a casa, me puse a pensar en los seis euros que había malgastado en aquella sustancia que no me produjo ningún efecto. Si hubiera tirado el dinero a la basura, habría obtenido el mismo resultado.