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Mientras estábamos en aquel after hour abierto en horario infantil, Kike me dijo que mojara un dedo en el éxtasis que me ofrecía y me lo chupara. Yo lo hice y después me enteré de que la mayoría de la gente consume esa droga de la manera en la que yo lo estaba haciendo en aquel momento. ¡Y pensar que me había metido rayas de aquella sustancia! ¡Y la gente se chupa un dedito! No sabía si tenía ganas de reír o de cruzarle la cara a Kike por hacerme pasar por los picores de la muerte. Seguí bebiendo whisky como un poseso sin pagar ninguna copa. Nunca supe de dónde las sacaban. Me abstuve de preguntar. Los cuatro reíamos y bailábamos cuando un chico se acercó y nos preguntó si sabíamos de alguien que pasara. Yo iba a contestar que sí que Kike, allí presente, era camello. Pero Daniel se me adelantó y dijo que no, que lo sentía. El chico se fue y Daniel, que advirtió mi desconcierto, me dijo que jamás le dijera a nadie quién pasaba. Cualquiera que preguntara podía ser policía. Di gracias a Dios por la rapidez de Daniel. Si hubiera metido la pata, nos habríamos metido en un lío cojonudo. ¡Cuántas cosas había que saber para salir por Madrid! A las doce salimos de aquel local y fuimos a otra discoteca. Sin pagar entrada. «Podría acostumbrarme a esto», pensé. Pero luego me arrepentí. No, no quería acostumbrarme a aquello. Era algo excepcional. Había perdido totalmente la noción del tiempo dentro de la nueva discoteca hasta que vi a José acercándose a nosotros. Me alegré tanto, que lo abracé con demasiada fuerza y casi nos caemos.

—¿Qué hora es? —dije

—Las dos y media de la mañana. Llevas dos días sin dormir. Y yo voy a meterme algo porque estoy que me caigo. —José se fue hacia Kike y, después de saludarlo, cogió de su mano la droga y se dirigió al servicio. No entendía cómo era capaz de meterse otra raya de aquello. Supuse que debía de estar muy cansado. Luego pensé en lo que José me había dicho. Llevaba casi dos días sin dormir. Cuarenta y ocho horas de vigilia. Era la primera vez que hacía aquello. A las cinco de la mañana decidí que ya era suficiente y me fui a casa. Mentiría si dijera que fue sencillo conciliar el sueño. Pero lo peor estaba por llegar. Al día siguiente, tampoco fui a trabajar. No podía. Mi cuerpo, totalmente desgastado, sólo pedía descanso, y mi mente estaba sumida en una intensa depresión. Después de la euforia de dos días, venía el desequilibrio emocional de la misma duración. Con el cuerpo postfiestón, sólo eres capaz de preguntarte por el sentido de tu existencia y tu actitud en la vida. Todo es de color negro. Y uno se pregunta si vale la pena pasar por aquello por una noche (o varias) de juerga. Pero siempre vuelves a caer. Al día siguiente fui a trabajar. Estaba avergonzado por mi falta injustificada y el sentimiento creció cuando mi jefe me preguntó si traía la baja médica. Naturalmente le respondí que no, que había estado los dos días en casa con el vientre flojo y que no me atreví a ir por temor a hacérmelo encima en plena consulta. Él me miró con cara de no-me-creo-nada pero sólo me dijo que me lo descontaría del sueldo y que no volviera a faltar al trabajo sin una justificación médica. Respiré aliviado soltando una bocanada de aire que había estado atrapada en mis pulmones, luchando por salir. Me reuní con mis compañeros. Rocío y Marta ya conocían los verdaderos sucesos acontecidos el fin de semana, pero me preguntaron cómo me encontraba para disimular. Cuando las dos chicas vieron el estado en que se encontraba José el domingo, fueron hacia él y le dijeron que no se preocupara, que ya se repartían ellas las mesas de su zona. José, por su parte, iba cada dos por tres al servicio para meterse una raya de cocaína que lo ayudara a mantenerse despierto y poder trabajar. Esa fue la razón por la que apareció por la noche en la discoteca donde estábamos, pues llegó a consumir más de medio gramo durante la jornada laboral.

—Cabrones —me dijo Marta—. La próxima vez avisad, que a mí también me gusta irme de fiesta.

Durante las horas en las que el trabajo era mínimo, Rocío nos contó su particular fin de semana. Había salido después del trabajo con unos compañeros de sus clases de interpretación. Conoció a un chico y se lo llevó a su casa, dispuesta a pasar la mejor noche de sexo que aquel hombre y ella pudieran procurarse. Una vez metidos en faena, ella, a quien le gusta tomar la iniciativa, arrojó el cuerpo de su compañero en la cama y se colocó encima, a horcajadas, dándole la espalda. El chico la penetró de improviso, antes de que ella pudiera colocarse debidamente, por un orificio por el que, en su cuerpo, sólo salen cosas. Rocío abrió los ojos de par en par, alucinada ante la osadía de aquel pene. Se incorporó levemente, sacó el sexo de su ano y lo introdujo donde correspondía. Pero aquel muchacho no cedía fácilmente y lo volvió a intentar.

—Claro, yo me rayé porque me dieron ganas de cagar y tenía la impresión de que incluso había mierda por allí. Después olía mierda. Y lo único en lo que podía pensar era que me había cagado —me contaba.

—¿Puedes ser menos explícita? No necesito conocer todos los detalles.

—Total, que se me cortó el rollo, ya no estaba excitada ni nada. ¿Por qué seguía el muy capullo intentando encularme? —José le contestó rápidamente.

—Porque el culo es más estrecho, cariño. Da más placer.

—Los tíos sois unos cabrones, siempre pensando en vuestro placer.

—No nos incluyas, nosotros siempre vamos al mismo agujero.

Rocío no entendía cómo podía gustarnos el sexo anal. Según ella, dolía y daban ganas de hacer de vientre. Tuve que darle una rápida lección de anatomía sexual masculina. Le expliqué que en el ano se localizaba el punto «G» de los hombres, además de la estimulación que se produce en la próstata con la penetración.

—Pero aún así, duele —se quejó ella.

—Un buen lubricante soluciona ese problema. La próxima vez que te ocurra algo así, dile claramente que a ti no te va eso y punto.

Estuve un rato pensando en aquello. ¿Cuántas mujeres habría en el mundo que hubieran pasado por malas experiencias sexuales por no decir claramente lo que no les gustaba?

Sospechaba que la proporción de hombres era significativamente menor. ¿Aún arrastrábamos la cultura de sumisión de la mujer? ¿Existía esa sumisión entre los homosexuales? «No, estamos más liberados», pensé. ¿O no? El hecho de reivindicar la libertad sexual ¿nos convertía en personas con una sexualidad avanzada o cometíamos los mismos errores que los demás? Por la mañana me despertó el sonido de mi móvil. Con la voz áspera y somnolienta, contesté a aquel número desconocido. Me llamaban de una Empresa de Trabajo Temporal (ETT). Habían recibido mi currículo y querían comentarme con detalle las características de un puesto de trabajo para el que mi perfil encajaba. Quedamos a las cuatro de la tarde para la entrevista. Ya que estaba despierto, me levanté de la cama y fui a darme una ducha. Bajo el agua tibia, mis neuronas despertaban de su letargo, y me di cuenta de que no me habían comentado ninguna de las condiciones del puesto, y maldije mi persona por no haber preguntado. Después de una hora dando vueltas buscando la calle y preguntando a todo hijo de vecino que se cruzaba en mi camino, llegué puntual a la cita. Cuando Ricardo, el entrevistador, me pidió que lo acompañara a su despacho, a mí casi se me sale el corazón del pecho. Aquel hombre de metro noventa de estatura, tórax firme y piernas duras, que me miraba sonriente con sus ojos verde aceituna, me dio la mano y apretó firmemente. Yo tuve una erección repentina. El bulto era evidente bajo el pantalón, por lo que coloqué mis manos entrelazadas frente a mi entrepierna. En aquella postura parecía una numeraria. Me senté rápidamente aprovechando la mesa para ocultar mi pecado. Ricardo resultó ser un cabroncete que disfrutaba haciendo sufrir a la gente en las entrevistas. Me explicó, como es lógico, a qué se dedicaba la empresa a cuyo puesto de trabajo aspiraba, datos numéricos incluidos. Después de media hora de información oral sobre la organización, me preguntó por mi experiencia laboral. La experiencia que yo me había inventado. Él tenía en su mano uno de los cuatro currículos que tenía preparado, uno por cada clase de trabajo que buscaba. Conocía aquellos currículos como la palma de mi mano, así que comencé a recitarle la ristra de ocupaciones que había tenido hasta llegar allí.

Cuando acabé, me preguntó qué podía aportar a la empresa, dónde me veía dentro de diez años, laboralmente hablando, y qué esperaba conseguir en el puesto. Yo contesté como buenamente pude, saliendo del paso con respuestas más o menos originales.

—Nombra tres aspectos positivos y negativos de tu personalidad —dijo.

Aquello sí que me pilló de sorpresa. Abrí la boca para contestar pero me interrumpió.

—Y, por favor, no digas que eres cabezota. Odio esa respuesta-cliché.

¿Aquel tío podía leer la mente o qué? Justo lo que iba a decir, pero es que era precisamente uno de los puntos negativos de mi persona. La gente no dejaba de recordármelo. Opté por empezar por los positivos.

—Soy entusiasta, espontáneo y sé escuchar.

—¿Escuchas activamente?

—Sí.

—¿Cuántas filiales he comentado que había en España?

«La cagué», pensé. ¿Cómo quería aquel hombre que me acordara del número exacto que había dicho? Probé suerte.

—Cuarenta —dije.

—No, cincuenta y dos.

Me miró con expresión triunfante. Saltaba a la vista que disfrutaba de su trabajo. Me dieron ganas de nombrar la agresividad como un aspecto negativo de mi personalidad y estrellarle la cara contra la mesa. Contuve mi impulso físico, pero no el verbal.

—Cuando escucho lo que alguien me dice —le expliqué— generalmente me quedo con datos globales de la exposición, no con datos concretos. Si en una clase de historia el profesor explica un acontecimiento de una fecha determinada, retenemos el suceso en sí en el contexto histórico al que pertenece, aunque no recordemos la fecha exacta.

Se le borró aquella estúpida sonrisa de triunfo y yo proseguí definiéndome.

—Soy una persona orgullosa —dije con todo mi morro— y pedante.

—Te falta una característica.

¡Ooops! Era cierto. Pero me había quedado en blanco, por lo que aquel guapísimo desgraciado retornó a su posición de poder.

—¿No se te ocurre nada? O sea, rozas la perfección. —Estaba a punto de darle una patada en la boca. ¿A cuento de qué venía ese comentario? Él estaba perdiendo la profesionalidad y yo los papeles. Y justo cuando creí que la cosa no podía ir a peor, Ricardo me avasalló con preguntas relativas a mi nivel de inglés.

—Aquí pone —dijo señalando mi currículo— que posees un inglés alto. ¿Has estado viviendo fuera quizás?

—No.

—¿Tienes un título de alguna escuela de idiomas?

—No. —Y pensé en decirle «¿Acaso pone eso en el currículo?». Pero me contuve.

So, where did you learn english?

Menos mal que no mentí en aquello porque si no, hubiera salido de la entrevista llorando. Contesté en inglés todas las preguntas que Ricardo me hacía, que no fueron pocas, hasta que se aburrió, dándose cuenta de que no me pillaría por ese camino.

—En realidad, no hace falta saber inglés para el puesto de trabajo que ofrece la empresa.

Era el colmo. Pero estaba tan agotado psicológicamente que no pude protestar. Nunca pensé que tendría ganas de asesinar a un hombre espectacular con el que había estado encerrado durante una hora. Cuando salí de allí, me temblaban las piernas. Y fue entonces cuando añadí un nuevo concepto a mi lista de «odios»: «Odio las ETT’s». Decidí que lo colocaría justo debajo de «odio los aviones» y antes de «odio que la gente hable durante una película».