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Sin dormir, nos fuimos a una discoteca de ambiente que abría los domingos. Yo, en mi torpeza característica, la primera vez que oí la palabra ambiente, me imaginé un local lleno de bohemios y de gente de la farándula. Hasta que supe, no sin pasar mi momento de vergüenza, que el «ambiente» hace referencia a los homosexuales. Eran las tres de la mañana cuando se acabaron nuestras reservas de drogas, así que no tuvimos más remedio que preguntar a la gente si tenía o conocía a alguien que vendiera lo que fuera. Después de media hora, localizamos a un camello, bastante joven por cierto, que tenía pastillas. Compramos una para cada uno y las repartimos. Cuando José me dio la mía, noté que el grosor de aquella pirula era sensiblemente superior, pero el estado en el que me encontraba en aquellos momentos no me permitía mostrarme escéptico con la mercancía que nos habían pasado. Me la metí en la boca y me la tragué ayudado por un buen trago de mi copa. Algunas veces, la pastilla podía resultar una rebelde y se negaba a ser engullida, por lo que empezaba a deshacerse en el paladar y dejaba un gusto amargo de pura química en el gaznate. A más de uno había visto dando arcadas, derivando luego en vómitos por esa razón. Era, sin duda, un sabor muy desagradable.

Tres cuartos de hora más tarde, noté que aquella mierda que nos habían dado no le subía a nadie. Se lo comenté a José y nos propusimos averiguar qué habíamos consumido. Vimos al camello haciendo negocio indisimuladamente con otro tío. Cuando el comprador se llevaba su mercancía, lo abordamos.

—Oye tío, perdona pero creo que ese camello nos ha estafado. ¿Puedo ver lo que te ha dado?

—Yo no tengo nada —respondió el chico.

Si hubiéramos sido policías, aquel muchacho se habría delatado. No había visto nunca a nadie mentir tan mal.

—No somos maderos —dije ridículamente. Definitivamente hablar así no me pegaba nada.

—Mira nuestra cara —dijo José—. Estamos megacolocados, joder. Aquello le bastó al chico para fiarse de nosotros. Decididamente, una imagen vale más que mil palabras, y la nuestra decía a voz en grito que, si éramos policías, nos estábamos dedicando a probar todas las sustancias que se estaban vendiendo en aquella discoteca en lugar de confiscarlas. El muchacho abrió la mano disimuladamente dejando a la vista un par de pastillas. Sin pensarlo, cogí una antes de que cerrara el puño y me la acerqué a la cara. Pude leer, claramente, que en aquella pastilla ponía «Saldeva». Me eché a reír mientras le devolvía el analgésico. José y el muchacho me miraron con incredulidad y ambos miraron las rulas.

—¡Qué hijo de puta! —exclamó el chico. José me miró y también se echó a reír. No así aquel jovencito que no dudó en volverse a buscar al camello y pedirle explicaciones. Nosotros regresamos con los demás y les contamos lo sucedido.

—Supongo que no nos devolverán el dinero, claro —dijo Nacho.

—Déjalo estar. Esto nos pasa por comprarle a quien no conocemos —dijo José. Y entonces dejé de reírme en el acto. ¿Y si en vez de darnos unas pastillas para el dolor de regla nos hubiera pasado algo peor? ¿Cómo podíamos haber sido tan irresponsables de no mirar lo que estábamos consumiendo? De repente me vino la imagen del típico yonqui de película, demacrado y sucio, desesperado por meterse un pico. ¿Éramos nosotros iguales sólo que a otra escala? Al fin al cabo, ¿no éramos drogadictos de fin de semana? Arranqué la imagen del desgraciado yonqui de mi cabeza utilizando la excusa del «ya no tiene remedio» y volví a integrarme en el grupo. A las seis de la mañana, mi cuerpo decidió que ya estaba bien, que no podía seguir torturándolo de aquella manera, así que me fui. Nacho decidió irse también y me acompañó. Estuvimos hablando durante todo el camino hasta que nos separamos para ir a nuestras respectivas casas. Y de repente, sin pensarlo, sin poder ni querer evitarlo, me declaré. Él me sonrió y me dedicó el gesto de ternura más bonito que había visto en la vida. No sé si fue producto de las drogas o porque en realidad lo sentía, pero me dijo que estaba profundamente halagado y sentía no poder corresponderme de la misma manera. Nos despedimos y nos separamos con la promesa de vernos de nuevo. Cuando más tarde se lo conté a mis amigos, la mayoría se echaron las manos a la cabeza. No podían entender que emprendiera una batalla perdida de antemano. Según ellos, me había convertido en un blanco fácil por iniciativa propia, expuesto a que me rompieran el corazón, me dejaran en ridículo, me dieran una paliza o todo a la vez. Pero entonces llegó otro punto de vista: Nacarova. Nacarova había sido compañera de clase de Rocío cuando ésta estudiaba interpretación. Yo la conocí un día que fue por el restaurante donde trabajábamos. Le pregunté de dónde venía su nombre y ella me contestó que se lo había inventado. Poco a poco, nos convertimos en buenos confidentes y descubrí que era una persona con una visión del mundo ajena a todo lo que yo había conocido hasta entonces. Por alguna razón, ella aún conservaba una capacidad impresionante de asombrarse por las cosas, como si fuera una Wendy que le había tomado la delantera a Peter Pan en su afán de no crecer nunca. Aquella muchacha era, con diferencia, la persona más inteligente que había conocido en mi vida. Cuando le conté lo que había hecho, me dijo que había sido muy valiente.

—No entiendo nuestra necesidad de apartarnos del amor —me decía—. El amor nunca hace daño. Es nuestra concepción enfermiza de él lo que nos hiere. Si lo sentías así, hiciste muy bien en decírselo, y él también en tomárselo como lo que es, una expresión de máximo afecto.

—Hombre, yo no lo llamaría amor.

—¿Ves? Le tenemos miedo hasta a la palabra. ¿Te gustaba o simplemente se trataba de un polvo y punto?

—No me hubiera importado… —dije riendo— pero no, era más que eso.

—Pues para mí eso es amor. Por muy fuerte que suene.

—Pero nunca va a pasar nada. Él es hetero.

—¿Cómo? Ya ha pasado. ¿Cuál fue su cara cuando se lo dijiste?

Recordé aquel maravilloso gesto de afecto y entonces comprendí a Nacarova. Para ella todos los sentimientos positivos eran una muestra de amor. Nacho también me había demostrado amor, diferente al mío, pero amor al fin y al cabo. Y preferí quedarme con eso en lugar de amargarme la existencia pensando en que nunca pasaría nada entre nosotros dos. Desde luego, si todos pensáramos igual, el mundo sería un lugar más agradable y no sufriríamos tanto. ¿Cuándo nos metieron en la cabeza que demostrar afecto nos hace daño? ¿Desde cuándo amar sin que te correspondan es sinónimo de sufrimiento? ¿Abogábamos todos sin remedio por un capitalismo del amor, donde nuestra oferta de cariño tenía que ajustarse a una demanda? ¿No era el amor el mejor gesto de altruismo que se le podía regalar a un igual? Irremediablemente, pensé en el éxtasis. Aquella droga era capaz de provocar que expresáramos nuestros sentimientos sin ningún pudor, porque están ahí, existen, y el éxtasis sólo actúa de catalizador. Cuando uno está colocado, el amor que siente por las personas y por la vida es supremo y quizás sea ese producto químico el que nos insta a que lo promulguemos. Tal vez Rousseau tenía razón cuando decía que el ser humano era bueno por naturaleza y esa bondad, en el mundo en el que vivimos, sólo sea posible demostrarla cuando se ingieren ciertas sustancias. Así de alienados estamos.