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Madrid es una ciudad desconcertante. Todas las personas que conocí en la capital tenían siempre una queja contra ella, una o varias razones para irse y abandonarla definitivamente. Pero nunca lo hacían. Y si lo hacían, tarde o temprano volvían. Cuando vives allí estás deseando escaparte. Y cuando estás fuera, anhelas con fuerza volver lo más pronto posible. Supongo que, en el mundo gay, si es que existe tal cosa, el sentimiento es más poderoso, pues la variada oferta que tiene Madrid no la hay en muchos sitios de España (se pueden contar con los dedos de una mano y sobran dedos).
Después de que cerraran el after, Daniel y José, que vivían juntos, nos invitaron a su casa. Yo no daba crédito. Eran las doce del mediodía, no tenía sueño y estaba deseando ir a otro sitio. Aquella mañana aprendí que las fiestas privadas en las casas a esas horas respondían al nombre de chill outs, si eran tranquilas, y afters si eran más moviditas. ¡Qué cosas! Llegamos al piso y aparcamos los abrigos y demás bártulos que nos sobraban. La casa era pequeña, pero estaba muy bien distribuida, por lo que había espacio para los cinco de sobra. Daniel puso música mientras José machacaba algo en una mesa. Me acerqué para observar lo que hacía. Estaba cogiendo pastillas de éxtasis de una bolsita donde, por lo menos, podría haber unas doce y las desmenuzaba usando un mechero a modo de mortero. Luego, preparó unas rayas con el polvo resultante.
—¿Vamos a meternos eso por la nariz?
—Y a tomar media para acompañar.
Nos hizo aspirar el éxtasis y luego nos dio la mitad de una pastilla para que nos la tragáramos. Daniel, que era un anfitrión excelente, ya tenía copas preparadas. Aquello no tardó nada en hacer efecto, y ya estaba yo bailando con una sonrisa tonta dibujada en mi cara. Mientras hablábamos, bailábamos y nos reíamos, José me contó que había gente que se metía pastillas por el culo y que le contaban que el subidón era impresionante, pero también muy peligroso y me juró que nunca lo probaría. Yo, desde luego, no lo haría nunca.
—¡Llegó el momento de PPT! —gritó Daniel y desapareció por el pasillo rumbo a su habitación.
—¿Qué es eso? ¿Más drogas? —pregunté yo.
—No, hombre no —rió Rocío—. Pelucas, plumas y tacones.
En un momento, y sin que pudiera hacer nada para evitarlo, me cogieron entre los tres y, mientras me acribillaban a preguntas sobre el número de pies o mi talla, me colocaban ropas y abalorios, descartando aquellos que no los convencían. Daniel entró de nuevo en su habitación y sacó un enorme maletín lleno de maquillaje. Media hora después era un auténtico travesti.
Como no sabía andar con tacones, perdía el equilibrio constantemente. Decidí que era momento de sentarse o acabaría perdiendo los dientes cuando me cayera de boca al suelo. Mientras estaba sentado bebiéndome la copa, observé a los demás y su increíble agilidad para mover sus cuerpos masculinos dentro de aquellos zapatos que te elevaban varios centímetros del suelo. Rocío no llevaba tacones porque no tenían de su número, pero iba igual de disfrazada que nosotros. ¿Por qué gusta tanto esa coquetería femenina en el mundo homosexual? El sexo de los seres humanos es lo que diferencia al hombre de la mujer pero ¿y el género?, ¿existe lo masculino y lo femenino?, ¿no podría ser el género un invento de la condición humana para separar y diferenciar a las personas, a riesgo de colocar a unos por encima de los otros, como viene ocurriendo desde la implantación de las sociedades patriarcales? Si el género es un concepto artificial ¿no eran los homosexuales las personas más liberadas del yugo de las convenciones culturales y sociales que nos vienen impuestas desde que nacemos? Mientras yo reflexionaba sobre estas cuestiones, mis nuevos amigos estaban organizando un pase de modelos y, como yo me negué a desfilar, me eligieron como juez. Tenía que puntuar del uno al diez a cada uno de ellos. Teniendo en cuenta que no tenía ni idea de cuáles eran las cualidades que debía valorar, decidí nombrar ganador al que tuviera más gracia y fuera más divertido. Rocío actuaba como presentadora y comentaba los modelos. Uno a uno fueron desfilando ante mí y haciendo payasadas y comentarios a cuál más ingenioso. Me costó decidirme por uno, así que propuse a José como ganador. Los otros dos protestaron, pero mi decisión fue inamovible.
Después de aquello, Daniel fue a rellenar nuestras copas y José, que me dio un beso cuando lo anuncié ganador, nos repartió otra dosis de éxtasis. Encendí un cigarrillo y me pregunté si no era ya demasiada droga la que estaba consumiendo. ¿No llegaba un momento en el que continuar con la ingesta era rídiculo? Si existía un tope, no era para aquellas personas que estaban allí. Me quité los tacones y me dispuse a mover el cuerpo al ritmo de la música house que sonaba, a fin de quemar todo lo que me había metido. Y decidí que ya era suficiente. Así que cuando me ofrecieron más, les dije que no.
—¡Venga coño, no seas aguafiestas! —dijo Miguel.
—Déjalo en paz —le contestó José—. Si dice que no quiere más, no le obligues.
Me pareció notar un gesto de rabia en los ojos de Miguel, pero duró dos segundos. No entendía si le molestaba que no quisiera drogarme más o que José me defendiera. Pasé de él, no quería que me estropeara el buen rollo que tenía, así que continué bailando sin mirarlo siquiera. Entre unas cosas y otras, nos dieron las diez de la noche. Todos estábamos reventados, así que, los que no vivíamos allí, nos fuimos a nuestras correspondientes casas. Cuando llegué a la mía, a duras penas pude quitarme la ropa y colocarme el pijama. Me tiré en la cama e intenté dormir. No podía. Tenía unas visiones extrañas, no sueños, pues estaba en una especie de duermevela. Además, cada cierto tiempo mi cuerpo era sacudido por una convulsión que recorría mi anatomía, como si mis ramificaciones nerviosas se encabritaran a la vez, despegándome involuntariamente de la cama de un salto. En algún momento de la noche me quedé dormido. Me desperté por la tarde del segundo día de mis vacaciones. Me levanté pesadamente de la cama y fui hasta el baño tropezando con todo lo que se interponía en mi camino. Aquel día iba a aprender una lección muy dura: todo lo que sube, tiene que bajar. Me recosté en el sofá y encendí el televisor. Estuve un buen rato mirando todos los canales, pasando de uno a otro sin control, hasta que me di cuenta de lo que hacía y dejé uno. Al fin y al cabo, no me interesaban. La televisión en España es una auténtica basura. ¿Cómo habíamos llegado a esto?, me preguntaba. La programación de las cadenas estaba llena de magacines ridículos con contenidos estúpidos, reality shows carentes de interés y late nights de dudoso gusto, todos ellos llenos de personajillos con menos preparación que vergüenza. ¿Realmente esto le gusta a la gente o es que no hay más donde elegir? Apagué el televisor. Luego me acordé de las películas que había alquilado y no había visto. Menos mal que siempre puedes ver una película si eres de los que odian la programación televisiva. Mientras veía la película, mi cuerpo no dejaba de sudar. Estaba completamente cubierto de líquido, pero el caso es que no tenía calor. Cuando terminó la película, me incorporé del sofá y, sin venir a cuento, me puse a llorar como un idiota. Y eso que había visto una comedia. Me sentía vacío por dentro, como si hubieran arrancado mi interior físico (órgano y vísceras) y mental (sentimientos y deseos). Estaba experimentando un bajón, que es igual de intenso que un subidón pero de forma negativa. Hay que joderse. De nuevo, el bien y el mal actuando sin contemplaciones, indisolubles, dependientes, implacables. Me acerqué un pañuelo a la nariz y me soné. Los mocos eran de color rosa.
—¡Por Dios! ¿Tan mariquita soy que tengo los mocos rosa? —me dije en voz alta. Me acordé del polvo de pastillas que habíamos esnifado. Era rosa.