21
Aquella tarde llamé al restaurante y dije que estaba enfermo. Como excusa, comenté que había comido algo que me sentó mal, porque no paraba de ir al baño a vomitar. Rocío fue la que atendió el teléfono y me dijo que comiera el caldo resultante de hervir arroz.
—¡Qué asco! —dije.
—Es mano de santo, en serio. También puedes probar con el té con limón. No sé si dejarás de vomitar, top model, pero te cortará la diarrea.
—No tengo diarrea —repliqué.
—Por si acaso.
—Nos vemos mañana.
Colgué y dejé el teléfono móvil encima de la mesita del salón. Me estaba haciendo un experto en eso de mentir para no trabajar. Nigel me miraba agradecido. Después de estar todo el día llorando desconsoladamente, había recuperado un poco de su buen humor, momento que aproveché para subirle la moral, contándole que la ciencia avanzaba a pasos agigantados, y que la enfermedad se había convertido en crónica, ya no era mortal, y que podían pasar muchos años sin que desarrollara el anticuerpo. Más animado, le propuse varios entretenimientos para que se olvidara del tema y diera una tregua a su torturada cabeza: alquilar unas películas, jugar a las cartas, echar una partida de Trivial pursuit, dar un paseo, jugar con mi PlayStation 2.
—Te gusta jugar ¿eh?
—Sí. Supongo que se debe a que apenas jugué en mi niñez. Como no tenía amigos… —dije.
—¿No tenías amigos? ¿Y qué hacías?
—Verás, en un pueblo de mierda como en el que crecí, nadie quiere hacer migas con el maricón. Así que mis únicos compañeros fueron los libros y el cine. Por eso no puedo vivir sin ellos. Sé que nunca me fallarán. —Nigel me miró con pena. Pero yo no estaba dispuesto a que se compadeciera de mí, así que volví a la carga con nuevas actividades.
—Lo que de verdad me apetece —dijo él— es cogerme un buen pedo. —Ahí estaba otra vez. No importa cuántas cosas existan para entretener al hombre, el alcohol y las drogas siempre las superarán.
—Yo no me voy a drogar. Y tú no deberías.
—No hablo de drogas, hablo de emborracharnos. Y si me meto algo es cosa mía. ¿A que viene ahora esa actitud de campaña del Ministerio de Salud?
Le conté lo que me había pasado y lo asustado que estuve. Le dije mi firme decisión de abandonar las drogas para siempre; lo asqueado que estaba de la noche. Una hora más tarde, estaba en una discoteca con Nigel, metidos en el baño, esnifando coca. No es que no tuviera fuerza de voluntad, es que tenía poca, y desapareció cuando Nigel sacó a colación que era la única forma de olvidarse por un rato de su enfermedad. Sé que aquello era chantaje, pero no me atreví a decirle nada. Pero juré que era la última vez, y eso, sí que se lo comenté. Cuando regresamos a la pista, Nigel insistió en invitarme a una copa y se fue a la barra. Yo me quedé observando a la gente y pensando en la cocaína que acababa de consumir con culpabilidad. Después del susto tendría que haber aprendido la lección. ¿Y si mi corazón se volvía a disparar? ¿Y si me faltara la respiración de nuevo? Mientras pensaba en estas cosas, sentí un pinchazo en el pecho. Me tomé el pulso para comprobar que todo era normal. Pero no lo era. O eso pensaba yo. No estaba seguro de si me iba a dar otro ataque o lo estaba provocando con mi imaginación desbocada, el mono loco, como llamaban los griegos a los pensamientos sin control. De repente me vi corriendo por la pista, con las manos arrastrando por el suelo y peludo como un orangután. La gente me miraba y se reía mientras yo pedía ayuda en un lenguaje incomprensible. Nigel me sacó de golpe de mis fantasías colocando la copa delante de mi cara. Agradecí la bebida y la distracción, no quería seguir dándole vueltas al asunto del ataque. Estuvimos hablando un buen rato sobre temas serios y trascendentales, y me sorprendió oír los puntos de vista de Nigel. No es que estuviera de acuerdo con todo lo que me decía, pero los razonaba muy bien, y me alegré de conocer esa faceta de su personalidad.
—Oye, seamos frívolos y superficiales de nuevo, porque allí hay uno que no te quita ojo —dijo Nigel. Yo miré disimuladamente hacia donde me indicaba la mirada de Nigel. Un hombre joven, de unos veintisiete años, alto, moreno y con perilla, me miraba fijamente. Jamás había visto semejante indiscrección en nadie. Una cosa era mirar y demostrar que te gustaba alguien y otra era observar sin detenimiento a una persona. Me resultaba incómodo.
—Ve y dile algo.
—¿El qué? Oye tú, ¿necesitas colirio? —repliqué.
—Haz el favor de ir antes de que pierda el interés por ti.
Nigel tenía razón. Por experiencia sabía que, si no había señal de confirmación en poco tiempo, el sujeto cambiaba de blanco en un abrir y cerrar de ojos. Dado que su interés estaba más que claro, me acerqué a él con una confianza desbordante, con paso seguro y una sonrisa que decía «sé que te gusto».
—Tienes una forma muy particular de ligar. Estás decidido a conseguir lo que te gusta ¿eh? —le dije al oído con la voz más sugerente de mi repertorio.
—Perdón, ¿cómo dices? —preguntó sin mirarme siquiera. Mi seguridad descendió notablemente y empecé a pensar que tal vez me había equivocado. Pero no podía ser. Nigel y yo vimos cómo me miraba. ¡No me quitaba ojo!
—No te hagas el tonto. No has dejado de mirarme desde que me has visto —dije, intentándolo de nuevo.
—Creo que te equivocas —dijo sacando un bastón extensible—. Soy ciego. —¡Bien hecho, Bridget Jones! Ahora sí que había metido la pata hasta el fondo. ¡Qué digo la pata! ¡El cuerpo entero! Me quedé quieto, con el gesto de horror congelado y pensando que merecía ser atravesado por una katana de Hatori Hanzo, empuñada por Mamba Negra. O que aquel hombre fuera en realidad Daredevil y me ahorcara con su bastón-látigo por mi insolencia.
—¿Sigues ahí? —preguntó, alzando la voz por encima de la música. Me invadieron las ganas de escabullirme, pero eso me convertiría en una persona de la peor calaña, en una rata inmunda que escaparía por entre los pies de las personas de la discoteca.
—Sí, sí. Siento… lo siento, de verdad. Pensé que… no sé qué decir.
El hombre se rio con ganas. Aunque sus carcajadas podían oírse en toda la discoteca, me dio la impresión de que no se reía de mí.
—No te preocupes. No es la primera vez que me pasa. Me llamo Rafa.
—Yo soy Luis.
Rafa me contó las veces que su circunstancia había atraído a hombres muy confiados que, al descubrir la verdad, desaparecían silenciosamente.
—Me alegro de que te hayas quedado. Dice mucho de ti. —Aunque no podía verme, yo sonreí. Luego nos contamos cosas de nuestras vidas y descubrí que Rafa tenía un sentido del humor envidiable. No paraba de reír con sus ocurrencias y pensé que tal vez Nigel debería conocerlo. Quería que se empapara de la energía que desprendía aquel hombre a pesar de su circunstancia. ¿Sería yo capaz de reaccionar ante la vida con ese optimismo ante semejante tesitura? Probablemente no, pensé.
—¿Te apetece que vayamos a mi casa? Es un espacio que controlo. —Rafa no sabía cómo era físicamente y quería que fuera a su casa con él. Aquello me halagaba. Suponía que le gustaban los pocos rasgos de mi personalidad que había exteriorizado. Pero, por otro lado, no comprendía su seguridad. ¿Y si yo fuera un ladrón? ¿O un asesino? Me ocurrió lo mismo cuando conocí a Nigel. ¿Por qué era tan confiada la gente? ¿O es que yo era un retorcido? Preferí pensar que la gente es muy confiada.
—¿No te apetece? Porque aún estoy desarrollando mis habilidades para leer el lenguaje corporal —dijo sonriendo.
—Sí. Sí quiero.
—Entonces, nos declaro marido y marido —rió de nuevo—. ¿Nos vamos?
—Espera, tengo que avisar a mi amigo. —Entonces caí en la cuenta—. ¿Has venido solo?
—Sí. Conozco este sitio desde hace mucho tiempo. Me siento cómodo.
Admiré su valentía. «Personas como Rafa son las que necesita el mundo», pensé. Le dije que me esperara y fui a buscar a Nigel. No lo encontré. Seguramente se había largado con algún tío.
—Me encanta —dije, hablando solo—. Yo buscándolo para decirle que me voy y él se pira sin decir nada. Rafa y yo salimos del local y cogimos un taxi. Mientras él le daba la dirección al conductor, yo llamaba a Nigel. Saltó el buzón de voz.
—Nigel, soy Luis. ¿Por qué te has ido sin decir nada? Llámame, estoy preocupado. Un beso.
Llegamos al piso de Rafa, un apartamento de dos habitaciones decorado con muy buen gusto, pocos detalles pero sabiamente escogidos. Todo estaba perfectamente ordenado y limpio. Parecía que las cosas estaban clavadas a los sitios.
—Por favor, no toques o cambies nada —dijo—. Cualquier cosa fuera de su sitio es una trampa para mí.
—Lo único que pienso tocar es a ti.
Me acerqué y lo besé. Él me devolvió el beso sujetando mi cabeza con sus manos, dejando caer el bastón al suelo. Besaba muy bien. Sus labios y su lengua recorrían toda mi boca, como si quisieran conocerla centímetro a centímetro. Me llevó a su habitación y caímos en su cama. Él se colocó encima de mí y comenzó a desnudarme muy despacio. Me quitó la camiseta lentamente y acarició mi abdomen en toda su extensión. Luego lo besó, una y otra vez, sin parar, erizándome el vello del cuerpo. Quise besarlo, así que cogí su cara y la acerqué a mi boca. Él buscaba con las manos mi pantalón, y comenzó a desabrocharlo sin dejar de besarme. Cuando todos los botones estuvieron fuera de sus ojales, se separó de mí y tiró de mis vaqueros hacia abajo. Colocó una mano en mi entrepierna y recorrió mi pene. Luego, me quitó los calzoncillos y cogió mi miembro con la mano, masturbándome despacio. Yo respiraba pesadamente; eché la cabeza hacia atrás. Movía la pelvis al ritmo que marcaban los vaivenes de su mano. Noté un calor repentino. Se había metido mi pene en su boca. Me retorcí levemente de placer mientras él continuaba con la felación. Era incapaz de retener los gemidos de placer. Javier cogió aire mientras seguía masturbándome con la mano y continuó con el sexo oral. Pero calculó mal. Emití un quejido sordo acompañado de un encogimiento de la zona pélvica. Un dolor agudo hizo acto de presencia en mi entrepierna. Miré hacia abajo. Estaba sangrando.
—¡Estoy sangrando! —grité—. ¡Estoy sangrando!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Rafa.
—Tú sabrás, coño. Me has roto la polla, tío.
Busqué el baño, cogí una toalla de mano y me la enrollé en el pene. Sabía que no era muy higiénico, pero tenía que salir de allí rápidamente. Me vestí muy nervioso y asustado. Rafa, ante mi completa incredulidad, se echó a reír. A carcajada limpia. Incluso se le saltaban las lágrimas.
—¿Qué coño te hace tanta gracia? —dije mientras me colocaba la camiseta.
—Lo siento, lo siento, son los nervios —pero no dejaba de reírse.
—Me voy.
—Espera, te acompaño.
—¡No! Perderíamos mucho tiempo.
Aquello cortó su risa de cuajo.
—Adiós —dije.
Salí de la casa corriendo, dejando a Rafa con una expresión de tristeza que me encogió el corazón. Sabía que lo había herido, pero mi pene estaba sangrando y no podía pensar en otra cosa. Cogí el primer taxi que vi y le indiqué que me llevara a urgencias lo más rápido que pudiera.
—Oye, esto es un taxi, no un bólido. ¿Acaso te crees que estamos en el Jarama? —dijo. Estuvo todo el camino despotricando contra los jóvenes conductores y su irresponsabilidad ante el volante. Cuando llegamos, le di un billete y salí sin esperar la vuelta. Me metí coriendo en el hospital y fui directo a admisión.
—Hola, buenas noches. —Detrás de la ventanilla había una señora mayor, con las gafas puestas en la punta de la nariz, que me miraba por encima de ellas.
—Deme la tarjeta de la Seguridad Social.
Saqué la tarjeta de la cartera y se la di.
—¿Qué le ocurre? —dijo con ausencia de interés.
—Verá —dije bajando la voz—. Tengo una hemorragia en el pene.
—¿En la pierna? —preguntó.
«¡Pero qué pierna ni que niño muerto!», pensé. Aquella vieja era, además de desagradable, sorda.
—En el pene —subí la voz. Ella abrió los ojos y me pareció ver que esbozaba una sonrisa. Luego, se apresuró a darme el parte de admisión y ordenó a una subordinada acompañarme a la consulta de un tal Dr. Rosales. Fuimos a la consulta. Un médico alto y fuerte, con mandíbula cuadrada y ojos felinos, discutió con la enfermera sobre la irregularidad de aquel procedimiento. Pero al leer el parte, despachó a la chica y cerró la puerta con el pestillo.
—Desnúdese de cintura para abajo y cuénteme qué ha pasado.
Le expliqué, con mucha vergüenza, lo sucedido, omitiendo que el causante de aquel desastre había sido un hombre. Me tumbé en una camilla. El doctor se colocó unos guantes de látex y me examinó el miembro. Cogió un bote de pomada y la untó en el glande, moviendo el prepucio de arriba abajo para extenderla. Aunque la escena era de lo más antierótica, aquel doctor, tan robusto, tan varonil, pajeándome, era como una fantasía. No pude controlar la erección. Mi pene se irguió y yo me llevé las manos a la cara, como si aquel gesto pudiera hacerme invisible ante los ojos del doctor.
—No pasa nada —dijo—. Estoy acostumbrado. Le ocurre a todos los homosexuales que vienen. —Ya no sabía si ponerme a llorar, a reír o colocarme un gorro de papel en la cabeza y correr por todo el hospital como un pirado típico de viñeta.
—Se ha roto el frenillo. Vas a tener que operarte para quitar lo que haya quedado. Pide cita urgentemente con el volante que te voy a dar porque te va a doler. Cuanto antes te lo quites, mejor.
Salí de allí con la cabeza agachada. La noche había sido un desastre. Quería meterme en la cama y dejar que pasaran unos días sin saber nada del mundo. Pero no podía. Tenía un frenillo que me lo impedía. Qué curioso.