Capítulo 15

Como el grito del águila, que sacude el aire en las cumbres de las montañas y desprende una cornisa de nieve que cae rodando hasta convertirse en una avalancha y deja al descubierto brillantes superficies nevadas que antes estaban ocultas, así arrancan en mi interior las palabras del antepasado un pedazo de mi yo.

El salmo desencadena un zumbido ensordecedor en mi oído, la vista del aposento se desvanece ante mis ojos y creo deslizarme hacia el espacio ilimitado.

«¡Ahora, ahora me estrellaré!». Pero la caída no parece tener fin; la sima me atrae a velocidades cada vez más vertiginosas y siento que la sangre me sube por la columna vertebral y me atraviesa el cráneo como una gavilla luminosa.

Oigo crujir los huesos y entonces todo termina; estoy de pie y sé que ha sido una alucinación, que una corriente magnética me ha recorrido desde las plantas de los pies hasta la cabeza y producido en mí la sensación de que me precipitaba en un abismo insondable.

¡Lleno de asombro, miro a mi alrededor y me extraño de que la lámpara siga alumbrando sobre la mesa y de que nada haya cambiado! En cambio, yo me siento distinto, como si tuviera alas y no pudiera utilizarlas.

«Se ha despertado en mí un nuevo sentido», reconozco, y sin embargo tardo mucho rato en averiguar en qué consiste y por qué soy distinto, hasta que poco a poco adquiero conciencia de una cosa: sostengo en la mano un objeto redondo.

Miro mi mano y no veo nada; abro los dedos y el objeto desaparece, pero no oigo caer nada al suelo; cierro el puño y vuelve a estar allí, frío, duro y redondo como una esfera.

«Es el pomo de la espada», adivino de repente; a tientas, encuentro la hoja; es tan afilada que me araña la piel.

¿Flota la espada en el aire? Me alejo un paso del lugar donde estaba y alargo la mano para cogerla. Esta vez mis dedos cogen unos anillos de metal liso que forman una cadena, sujeta a mi cintura, de la que cuelga el arma.

Me invade una profunda sorpresa que no se disipa hasta que comprendo de modo gradual lo ocurrido: el sentido interior del tacto, el sentido que duerme con más profundidad en el hombre, se ha despertado; el delgado tabique que separa la vida terrena de la del más allá se ha roto para siempre.

¡Es extraño! ¡Con lo estrecho que es el umbral entre los dos reinos, nadie levanta el pie para franquearlo! ¡La otra realidad está pegada a la piel y no la sentimos! Aquí se detiene, donde la fantasía podría crear una nueva tierra.

La nostalgia de dioses y el temor de quedarse a solas consigo mismo y ser el creador del propio mundo es lo que impide al ser humano desarrollar las fuerzas mágicas que dormitan en él; quiere tener compañeros de viaje y una naturaleza poderosa que le rodee; ¡quiere sentir amor y odio, obrar y vivir por sí mismo! ¿Cómo sería capaz de convertirse en creador de cosas nuevas?

«Sólo necesitas tender la mano para tocar el rostro de tu amada», me tienta una voz cálida, pero me horroriza la idea de que la realidad y la fantasía sean lo mismo. ¡Lo terrible de la última verdad me sonríe irónicamente a la cara!

Todavía más terrible que la posibilidad de convertirme en víctima del contacto demoniaco, o de ir a parar al mar sin orillas de la locura y las alucinaciones, ¡es para mí la revelación de que la realidad no existe en ninguna parte, de que sólo hay fantasía!

Recuerdo las temerosas palabras que pronunció un día mi padre cuando le hablé de mi peregrinaje por la montaña:

—¿Has visto el sol? Quien lo ha visto, renuncia a peregrinar; se incorpora a la eternidad.

—No, ¡quiero seguir siendo un peregrino y volver a verte, padre! ¡Quiero estar unido con Ofelia y no con Dios! Quiero el infinito y no la eternidad. Quiero que todo cuanto he aprendido a ver y oír con los ojos del espíritu sea también una realidad para mi sentido del tacto. Renuncio a ser un Dios coronado, provisto de fuerza creadora; por amor a vosotros quiero seguir siendo una persona capaz de crear; quiero compartir con vosotros la vida a partes iguales.

Como para protegerme de la tentación de alargar mis manos ansiosas, cojo el pomo de la espada:

—¡Maestro, confío en tu ayuda! Sé tú el creador de todo cuanto me rodea.

La mano que aferra el pomo conoce tan bien el rostro grabado en él que me parece verlo en mi interior. Es ver y tocar al mismo tiempo: la erección de un altar para guardar al Santísimo.

Emana de ello una fuerza misteriosa que se transmite a las cosas y les insufla un alma.

Como si lo oyera en palabras, sé: la lámpara de la mesa es el reflejo de tu vida terrena, el aposento de tu soledad la ha encendido y ahora será sólo un resplandor; su aceite se termina.

* * *

¡Me urge estar al aire libre cuando suena la hora del gran reencuentro! Una escalera conduce al tejado plano, donde de niño me sentaba en secreto para contemplar con asombro las nubes con las cuales el viento formaba caras blancas y figuras de dragones. Trepo hasta arriba y me siento en la barandilla.

La ciudad yace a mis pies, sumergida en la noche.

Todo mi pasado sube flotando, imagen tras imagen, y se arrima miedosamente a mí, como si quisiera exhortar: «Cógeme con fuerza, llévame contigo para que no tenga que morir en el olvido y pueda vivir en su memoria».

Los relámpagos ribetean todo el horizonte: son como un ojo gigantesco y luminoso que acecha, y las casas y ventanas proyectan sobre mí el resplandor de su llama y reflejan, traicioneras, la señal de la antorcha: ¡allí, allí! ¡Allí está el que buscas!

«Has matado a todos mis servidores, ahora vengo yo misma», grita a través del aire un alarido lejano y yo debo pensar en la dueña de la oscuridad y en lo que me dijo mi padre sobre su odio.

«¡La túnica de Neso!», aúlla una ráfaga de viento, tirando de mi ropa.

El trueno brama con voz ensordecedora: «Sí».

—¡La túnica de Neso! —repito, pensativo—. ¿La túnica de Neso?

Un silencio sepulcral, ahora; la tormenta y los rayos deliberan sobre cómo han de empezar.

Abajo, el río grita de repente, como si quisiera advertirme: «¡Baja hasta mí! ¡Ocúltate!».

Oigo el horrorizado susurro de los árboles: «¡La novia del viento con manos de estrangulador! ¡Los centauros de la medusa, la caza salvaje! ¡Bajad las cabezas, que viene el jinete de la guadaña!».

En mi corazón palpita un sereno júbilo: «Te espero, amado mío».

La campana de la iglesia gime, como tocada por un puño invisible.

Bajo el resplandor de un relámpago se iluminan, inquisitivas, las cruces del cementerio.

—¡Sí, madre, ya voy!

En alguna parte, una ventana se desprende y cae con gran estruendo sobre el empedrado: el miedo mortal de las cosas creadas por la mano del hombre.

¿Ha caído la luna del cielo y vaga a mi alrededor? Una esfera blanca y luminosa se mueve a tientas por el aire, oscila, desciende, sube, avanza sin rumbo y estalla con un crujido atronador, repentino, como si fuera el resultado de una violenta cólera; la tierra tiembla con inmenso pavor.

Aparecen sin cesar nuevos globos; uno busca el puente, rueda con lentitud y alevosía por las estacas, describe un círculo en torno a una viga, la envuelve con un bramido y la destroza.

«¡Rayos en bola!». Leí acerca de ellos en los libros de mi niñez y consideré una fábula la descripción de su misterioso movimiento, ¡y ahora son reales! Seres ciegos, formados por la energía eléctrica, bombas del abismo cósmico, cabezas de demonios sin ojos, boca, orejas y nariz, surgidos del aire y de las profundidades de la tierra, remolinos que giran en torno a un punto central del odio y que, sin órganos de percepción, buscan a tientas víctimas de su furia destructiva.

¡De qué tremenda fuerza estarían dotados si poseyeran forma humana! ¿Ha atraído mi muda pregunta a este globo luminoso para que abandone de improviso su camino y vuele hacia mí? Pero da media vuelta, pegado a la barandilla, se desliza hasta una pared, entra flotando por una ventana y sale por otra, su forma se alarga; y un rayo de fuego excava un embudo en la arena mientras los truenos hacen temblar la casa y el polvo me salpica.

Su luz, cegadora como un sol blanco, me quema los ojos; durante un segundo, mi figura queda tan iluminada que su reflejo llena mis párpados y permanece grabada a fuego en mi memoria.

* * *

—¿Me ves por fin, medusa?

—¡Sí, te veo, maldito!

Y un globo rojo asciende desde la tierra. Medio cegado, siento que se hace más y más grande; ahora flota sobre mi cabeza… un meteoro de furia ilimitada.

Extiendo los brazos: manos invisibles se enlazan con las mías en el «apretón» de la Orden, incorporándome a una cadena viviente que llega hasta el infinito.

La parte corruptible que hay en mí está quemada, transformada por la muerte en una llama de vida.

Estoy erguido, vistiendo la túnica púrpura del fuego, con el arma de hematita al cinto.

Separado para siempre del cadáver y de la espada.