Capítulo 9

Había creído que al día siguiente la noticia de la muerte de Ofelia ya sería conocida y se extendería por la ciudad como un reguero de pólvora; pero las semanas transcurrieron y nada sucedió. Por fin lo comprendí: Ofelia se había despedido de la tierra sin informar de ello a nadie más que a mí.

Así pues, yo era el único ser viviente de la tierra enterado de su muerte.

Me invadía una mezcla singular de indescriptible soledad y de una riqueza interior que no necesitaba compartir con nadie.

Todas las personas que me rodeaban, incluso mi padre, se me antojaban figuras recortadas de papel que nada tenían que ver con mi existencia y sólo formaban parte del decorado.

Cuando estaba sentado en el banco del jardín, donde solía soñar a diario durante horas, sintiendo casi sin interrupción la proximidad de Ofelia, pensaba: «¡Aquí, a mis pies, duerme su cuerpo, al que he amado con tanta pasión!». Y siempre experimentaba la ausencia de dolor con un profundo asombro.

¡Qué delicado y certero había sido su sentimiento cuando me pidió durante nuestro paseo en bote que la enterrase aquí y no revelara el lugar a nadie!

De este modo los dos éramos ahora los únicos que lo sabíamos —ella en el más allá y yo aquí en la tierra—, y esta complicidad nos unía tanto que a veces yo ni siquiera sentía su muerte como una ausencia de su cuerpo.

Sólo necesitaba imaginarme que yacía en un cementerio de la ciudad, bajo una lápida, rodeada de muertos, llorada por sus parientes, y la mera idea me atravesaba dolorosamente el pecho como un cuchillo y relegaba a una lejanía inasequible la sensación de su proximidad.

La vaga creencia de los hombres de que la muerte es sólo un delgado tabique entre la visibilidad y la invisibilidad y no un abismo infranqueable, se convertiría muy pronto en una certeza firme si enterrasen a sus muertos en lugares sólo accesibles para ellos y no en cementerios públicos.

Cuando hube asimilado por completo mi soledad, aquella noche en que enterré el cuerpo de Ofelia quedó grabada en mi memoria como si fuera la de mi propio entierro y yo sólo fuese en lo sucesivo un fantasma sobre la tierra, un cadáver errante que ya no tuviera nada en común con los seres de carne y hueso.

Había momentos en que tenía que decirme: éste ya no eres tú; un ser cuyo origen y existencia se remonta a siglos atrás, se introduce irremisiblemente en tu interior, cada vez con mayor profundidad, toma posesión de tu envoltura y pronto no quedará de ti más que un recuerdo flotante en el reino del pasado que podrás evocar como las vivencias de un total desconocido. «Es mi antepasado —pensé— que resucita en mí».

Imágenes de comarcas y paisajes anónimos desfilaban ante mis ojos, con mayor frecuencia y duración cada día, mientras yo tenía la vista perdida entre las neblinas del cielo. Oía palabras que captaba con un órgano interno, sin considerarlas extrañas; las comprendía como la tierra acoge y conserva granos para hacerlos germinar mucho después; las comprendía como algo sobre lo que uno intuye: «Algún día lo entenderás de verdad».

Salían de los labios de personas extrañamente vestidas que se me antojaban viejos conocidos, pese a que era imposible que las hubiera visto en esta vida; las palabras eran válidas para mí y, sin embargo, su procedencia era muy remota; renacían del pasado y se convertían de improviso en presente.

Vi altísimas montañas nevadas cuyos picos helados eran infinitamente más altos que todas las nubes.

«Es el techo del mundo —me dije—, el misterioso Tibet».

Después, interminables estepas con caravanas de camellos, monasterios asiáticos en la más profunda soledad, sacerdotes con túnicas amarillas y máquinas de rezar en las manos, peñascos convertidos por obra del cincel en gigantescas estatuas sedentes de Buda, ríos que parecían venir del infinito y desembocar en el infinito… y en sus orillas, una tierra de colinas de loess[3] cuyas cumbres eran planas, planas como mesas, planas como si las hubiera segado una guadaña monstruosa.

«Son regiones, cosas y hombres —adiviné— que debió de ver el tatarabuelo cuando aún vagaba por la tierra. Ahora, que ha entrado en mí, sus recuerdos son también los míos».

Cuando encontraba los domingos muchachos de mi misma edad y presenciaba su enamoramiento y sus alegres deseos de vivir, comprendía muy bien lo que les pasaba, pero en mí sólo había frialdad. No la frialdad de la rigidez, que es la manifestación pasajera de un dolor congelado en las profundidades de la sensibilidad, y tampoco la frialdad decadente de los ancianos.

Sentía sin duda la antigüedad en mi interior con más fuerza y firmeza que nunca, y a menudo, cuando me veía en el espejo, casi me asustaba ver ante mí un rostro juvenil; la muerte aparente sólo había afectado el vínculo que ata a los seres humanos a las alegrías de la tierra, la frialdad me venía de unas regiones desconocidas para mí, de un mundo de ventisqueros que es la patria de mi alma.

Entonces no podía medir el estado en que me hallaba; no sabía que era una de aquellas transformaciones misteriosas y mágicas que suelen encontrarse en las biografías de santos católicos y de otras religiones, sin comprender su profundidad y la significación de su vida.

Como yo no sentía ninguna nostalgia de Dios, carecía de explicación para ello y tampoco la buscaba. Me salvé de la sed abrasadora de una nostalgia insaciable a la que se refieren los santos y que, según ellos, quema todo lo terrenal, porque lo único que podía inspirarme nostalgia, «Ofelia», era una certeza que llevaba conmigo constantemente.

La mayor parte de los de sucesos de mi vida exterior pasaron sin dejar huella en mi recuerdo; las imágenes de aquel tiempo desfilan ante mí como un muerto paisaje lunar de cráteres apagados sin ningún camino o senda que lo cruce.

No puedo acordarme de lo que hablamos mi padre y yo; las semanas se encogieron, convirtiéndose en minutos, y los minutos se dilataron, convirtiéndose en años; durante años, o así me lo parece ahora, ahora que empleo la mano derecha de un desconocido para evocar el pasado, durante años debí sentarme en el banco del jardín, ante la tumba de Ofelia; los eslabones de la cadena de vivencias por los que puede medirse el paso del tiempo penden para mí aislados en el aire.

Sé de este modo que un día se detuvo la rueda del molino que impulsaba el torno del maestro tornero y que el rumor de la máquina cesó, sumiendo la calle en un silencio sepulcral; pero he olvidado cuándo sucedió, si en la mañana que siguió a aquella noche o más tarde.

Sé que conté a mi padre que había falsificado su firma, pero debió de ocurrir sin ningún trastorno emotivo, pues no recuerdo ninguno.

Tampoco recuerdo los motivos que me impulsaron a contárselo.

Sólo me acuerdo vagamente que sentí cierta alegría por el hecho de que ya no hubiera ningún secreto entre él y yo; y en relación con la noria, sé que me agradó pensar que el viejo maestro tornero ya no trabajaba.

No obstante, creo que estos dos sentimientos no los experimenté yo mismo y que sólo me fueron transmitidos por el espíritu de Ofelia, tan muerto para todo lo humano me represento ahora al Christopher Taubenschlag de aquel tiempo.

Fue el tiempo en que el nombre supuesto de Taubenschlag se me antojó una profecía del destino, pues en esto me había convertido literalmente: en un palomar inanimado, un lugar habitado por Ofelia y el tatarabuelo y el primitivo, que se llama Christopher.

Poseo muchos conocimientos que jamás han aparecido en libros: ningún ser humano me los enseñó y, sin embargo, aquí están.

Remonto su origen a aquel tiempo en que mi forma exterior salió, en el sueño de la muerte aparente, de una envoltura de ignorancia para entrar en un recipiente de sabiduría.

Creía entonces, como lo creyó mi padre hasta su muerte, que el alma puede enriquecerse con más experiencias y que la vida en el cuerpo le resulta útil para este fin. También el tatarabuelo me había hablado en este sentido.

Hoy sé que el alma de los seres humanos es omnisciente y todopoderosa desde el principio y que lo único que el hombre puede hacer por ella es: apartar todos los obstáculos que dificulten su desarrollo.

¡Si está a su alcance hacer algo!

El secreto más profundo de todos los secretos y el enigma más oculto de todos los enigmas es la transformación alquimista de la… forma.

¡Te digo esto a ti, que me prestas la mano, en agradecimiento a que escribes por mí!

El camino oculto al renacimiento en el espíritu, mencionado por la Biblia, es una transformación del cuerpo y no del espíritu.

El espíritu se expresa por medio de la forma; la cincela y amplía constantemente, empleando el destino como instrumento; cuanto más rígida e imperfecta sea, tanto más rígida e imperfecta será la clase de la revelación espiritual; cuanto más agradable y delicada sea, con tanta mayor diversidad se manifestará el espíritu.

Sólo Dios, el espíritu puro, la transforma y espiritualiza los miembros para que lo más profundo, el ser primitivo, no dirija su oración hacia fuera, sino que adore miembro por miembro la propia forma como si la divinidad viviera oculta en cada una de sus partes bajo una imagen diferente.

El cambio de forma a que me refiero no es visible para el ojo externo hasta que el proceso alquimista de la transformación toca a su fin; su comienzo tiene lugar en lo oculto, en las corrientes magnéticas que determinan el sistema de ejes de la estructura corporal; primero cambia la mentalidad del ser, sus inclinaciones e impulsos, y luego sigue el cambio del comportamiento y con él la transformación de la forma, hasta que ésta se convierte en el cuerpo resucitado del Evangelio.

Es como cuando una estatua de hielo empieza a derretirse desde dentro.

Se acerca el día en que la enseñanza de esta alquimia se reanudará para muchos; yacía como muerta, como un montón de escombros, y el rígido faquirato de la India es su ruina.

Bajo la influencia transformadora del antepasado espiritual me convertí, como ya he dicho, en un autómata con los sentidos fríos; y así permanecí hasta el día de mi «separación del cadáver».

Como palomar inanimado en el que las aves entran y salen sin que él tome parte en su actividad, así debes considerarme si quieres comprender cómo era yo entonces; no debes medirme por el patrón de los seres humanos, que sólo conocen a sus semejantes.