Capítulo 14

Las impresiones que recibí el día que fui a examinar la herencia de mi padre y de nuestros antepasados son inolvidables.

Inspeccioné piso tras piso: me parecía estar bajando de un siglo a otro hasta bien entrada la Edad Media. Muebles dispuestos artísticamente, cajones llenos de pañuelos de encaje; espejos empañados en resplandecientes marcos de oro en los cuales me veía a mí mismo de color verde lechoso, como un fantasma; retratos oscurecidos de hombres y mujeres ataviados con trajes antiguos, diferentes según las épocas, pero en todos los rostros cierto parecido de familia que a veces daba la sensación de disminuir, pasando del rubio al moreno, para volver de repente con toda la fuerza de su origen, como si el tronco hubiese recordado su esencia.

Cajitas doradas, adornadas con joyas, algunas de las cuales aún contenían restos de rapé, como si se hubieran usado la víspera; joyeros de nácar, zapatos de tacón forrados de seda ya raída, de formas extrañas, que me recordaban jóvenes figuras femeninas: las madres y esposas de nuestros abuelos; bastones con amarillentas incrustaciones de marfil; anillos con nuestras armas, muy estrechos, como para dedos infantiles, o tan anchos que daban la impresión de haber pertenecido a gigantes; ruecas cuya estopa, adelgazada por el tiempo, se deshacía bajo el aliento.

En muchos aposentos el fino polvo formaba una capa tan densa que me hundía en ella hasta los tobillos y se amontonaba en bolas cuando abría las puertas; mis pisadas sobre las alfombras ponían al descubierto la muestra de flores y caras de animales.

* * *

La contemplación de todas estas cosas me absorbió de tal modo que dediqué a ella semanas enteras, olvidando a veces por completo que aún vivían otros seres humanos en esta tierra.

En mi adolescencia había visitado durante una excursión escolar el pequeño museo de nuestra ciudad y todavía recuerdo nuestra apatía y cansancio al ver tantos objetos antiguos, extraños para nosotros. ¡Qué diferente era aquí! Cada cosa que sostenía en la mano quería relatarme algo; una vida propia emanaba de ella: era el pasado de mi propia sangre y representaba para mí una mezcla singular de pasado y presente. Personas cuyos huesos se pudrían en tumbas desde hacía tiempo habían vivido en estas habitaciones, iniciado su existencia como lactantes llorones y llegado a su fin con los estertores de la agonía, habían amado y llevado luto, reído y sollozado y tomado cariño a los objetos que ahora continuaban en el mismo lugar donde los habían dejado y que me susurraban en secreto cuando los tocaba. Había una rinconera de cristal con medallas en estuches de terciopelo rojo, medallas de oro que aún conservaban el brillo y tenían grabados rostros de caballeros, medallas de plata ennegrecidas, como si hubieran muerto, todas colocadas en hilera y cada una provista de una pequeña placa cuya inscripción era borrosa e ilegible; una codicia lejana pero aún latente emanaba de ellas: «Colecciónanos, colecciónanos, queremos estar completas»; susurros que nunca había oído flotaban hacia mí, halagadores y suplicantes: «Consérvanos, te haremos feliz».

Una vieja butaca de brazos maravillosamente tallados, al parecer la dignidad y el descanso en persona, me invitaba a soñar en ella y me prometía: «Quiero contarte historias de tiempos pasados», y entonces, cuando me confié a ella, me atenazó una angustia silenciosa y senil, como si me hubiera sentado en la falda de la más negra inquietud; mis piernas se tornaron pesadas y rígidas, como si fuera un inválido confinado aquí desde hacía un siglo y ansioso de liberarse tansformándome en su contrafigura.

A medida que penetraba en los aposentos situados más al fondo, la impresión se iba haciendo más tenebrosa, más grave y más austera. Mesas de roble, ásperas y resistentes; un hogar en vez de una delicada chimenea; paredes encaladas; platos de estaño; un herrumbroso guante de malla; jarras de barro; de nuevo un aposento con ventana enrejada; hojas de pergamino diseminadas y roídas por las ratas; retortas de arcilla, como las usadas por los alquimistas; un candil de hierro; redomas cuyos líquidos se habían solidificado: la habitación entera rebosante del aura sin consuelo de una vida humana hecha de frustradas esperanzas. El sótano, donde, según la crónica, debió de vivir nuestro antepasado, el farolero Chrístophorus Jocher, estaba cerrado con una pesada puerta de plomo. Imposible derribarla. Cuando hube terminado mis investigaciones en nuestra casa y —como después de un largo viaje al reino del pasado— me retiré de nuevo a mi cuarto de estar, tuve la sensación de estar cargado hasta las yemas de los dedos de influencias magnéticas; los ambientes olvidados de los pisos inferiores me acompañaban como un corro de fantasmas para quienes se ha abierto la puerta del calabozo; deseos incumplidos durante la existencia de mis antepasados emergían a la luz del día, se despertaban y trataban de inquietarme asediándome a fuerza de ideas: «Haz esto, haz aquello; esto aún está incompleto, aquello se quedó a medio hacer; ¡no podré dormir hasta que tú lo termines por mí!». Una voz me susurraba: «Baja otra vez a las retortas; te diré cómo se hace el oro y cómo se prepara la piedra filosofal; ahora ya lo sé, antes no pude lograrlo porque morí demasiado pronto», y nuevamente percibo palabras tenues, cargadas de lágrimas, que parecen salir de una boca femenina: «Di a mi marido que siempre le amé, a pesar de todo; él no lo cree y ahora no me oye porque estoy muerta; ¡lo comprenderá si tú se lo dices!». «¡Venganza! ¡Persigue a su ralea! ¡Mátala! Te diré dónde se encuentra. ¡Piensa en mí! ¡Eres el heredero y tienes el deber de vengarme!», me silba al oído un aliento feroz y creo oír rechinar el guante de malla. «¡Vuelve a la vida! ¡Gózala! ¡Quiero contemplar de nuevo la tierra con tus ojos!», intenta aturdirme con su grito el inválido de la butaca.

Cuando los ahuyento de mi cerebro, los fantasmas parecen convertirse en jirones inconscientes de una vida impulsada por electricidad, que es absorbida por los objetos de la habitación: dentro de los armarios suenan crujidos fantasmales; un cuaderno que hay sobre la mesa empieza a susurrar; el entarimado crepita como si lo pisaran unos pies; unas tijeras se caen de la mesa y una de sus puntas queda clavada en el suelo, como si quisiera imitar a una bailarina puesta de puntillas.

Camino de un lado a otro, lleno de inquietud. «Es la herencia de los muertos», pienso; enciendo la lámpara, porque ya es noche cerrada y la oscuridad agudiza demasiado mis sentidos; los fantasmas son como murciélagos: «La luz los alejará; ¡no conviene que continúen saqueándome la conciencia!».

He escuchado en silencio los deseos de los muertos, pero la inquietud de la herencia fantasmal no quiere dejar en paz mis nervios.

Para distraerme, rebusco en un armario: me viene a las manos un juguete que mi padre me regaló un año por Navidad: una caja con tapa y fondo de cristal; contiene figuras de madera de saúco, un hombre, una mujer y una serpiente; si se pasa un trozo de cuero por el cristal, se electrizan, se juntan y separan, brincan, tan pronto están arriba como abajo, y la serpiente se alegra y se enrosca de las maneras más extrañas. «También esos de ahí dentro creen que están vivos —pienso—, ¡y no obstante, es sólo la energía única lo que les presta movimiento!». Sin embargo, no se me ocurre aplicarme el ejemplo a mí mismo: me domina de pronto un espíritu de acción que no me inspira ninguna desconfianza; el impulso vital de los muertos se aproxima bajo otra máscara.

«¡Actos, actos, se necesitan actos! —presiento—. ¡Sí, eso es! No lo que, egoístamente, querían los antepasados que sucediera —intenté convencerme a mí mismo—. ¡No, debo hacer algo mucho más grande!».

Ha dormitado en mí como un germen y ahora estalla, grano tras grano: ¡tienes que salir a la vida y llevar a cabo actos para la humanidad, de la cual eres una parte! ¡Sé una espada en la lucha común contra la cabeza de medusa!

En el aposento reina un bochorno insoportable; abro la ventana de par en par: el cielo se ha convertido en un tejado de plomo, impenetrable, de un tono gris negruzco. Lejos, en el horizonte, está relampagueando. Gracias a Dios que se prepara una tormenta. Hace meses que no cae una gota de lluvia, las praderas se han secado, durante el día resuena en los bosques el trémulo aliento de la tierra sedienta.

Voy hacia la mesa y decido escribir. ¿Qué? ¿A quién? Lo ignoro. ¿Tal vez al capellán, para decirle que pienso emprender un viaje con objeto de ver mundo? Cojo una pluma y empiezo, pero el cansancio me vence; dejo caer la cabeza sobre el brazo y me quedo dormido.

La superficie de la mesa transmite el latido de mi pulso como un eco y aumenta su volumen como una caja de resonancia hasta que parece un martilleo, y yo me imagino que estoy golpeando con un hacha las puertas de metal del sótano. Cuando se descuelgan de los oxidados goznes, veo salir a un anciano y me despierto inmediatamente.

Pero ¿estoy realmente despierto? ¡El caso es que el anciano se encuentra de verdad en la habitación y me mira con ojos seniles y apagados!

El hecho de que todavía sostenga la pluma en la mano me demuestra que no sueño y estoy totalmente lúcido.

«Debo de haber visto antes a este extraño desconocido —pienso—. ¿Por qué sólo lleva una orejera de piel en esta estación del año?».

—He llamado tres veces a la puerta; como nadie contestaba, he entrado —dice el anciano.

—¿Quién es usted? ¿Cómo se llama? —pregunto, perplejo.

—Vengo por encargo de la Orden.

Durante un segundo creo tener delante de mí a un fantasma: ¡el rostro arrugado y la barba rala, de forma singular, no concuerda en absoluto con las musculosas manos de trabajador! Si lo que estoy viendo fuera un grabado, diría: es un mal dibujo. ¡Hay algún error en las dimensiones! Y el pulgar derecho está cortado; curiosamente, también recuerdo esto.

Toco a hurtadillas la manga del hombre para saber si no soy víctima de una alucinación y acompaño el movimiento con el gesto:

—¡Por favor, siéntese!

El anciano no hace caso y permanece de pie.

—Hemos recibido la noticia de que tu padre ha muerto. Era uno de los nuestros De acuerdo con las leyes de la Orden, como su hijo carnal te asiste el derecho de solicitar la admisión. Yo te pregunto: ¿quieres hacer uso de él?

—Pertenecer a la misma comunidad que mi padre sería mi mayor felicidad, pero ignoro qué fines persigue la Orden y cuál es su objetivo. ¿Puedo saber algo más concreto sobre ella?

La mirada sin brillo del anciano vaga por mi rostro.

—¿No te ha hablado nunca tu padre sobre esto?

—No. Sólo con insinuaciones. Por el hábito de la Orden que se puso a la hora de su muerte, puedo deducir que pertenecía a una sociedad secreta; pero esto es todo cuanto sé.

—Te lo diré, entonces. Desde tiempos inmemoriales vive en la tierra un círculo de hombres que dirige el destino de la humanidad. Sin él, hace tiempo que reinaría el caos. Todos los grandes caudillos de pueblos han sido ciegos instrumentos en nuestra mano cuando no eran iniciados de la comunidad. Nuestro objetivo es eliminar las diferencias entre pobres y ricos, entre amo y criado, sabio e ignorante, gobernante y oprimido, para hacer de este valle de lágrimas llamado Tierra un paraíso, un lugar donde se desconozca la palabra «sufrimiento». La carga bajo la que suspira la humanidad es la cruz de la personalidad. El alma del mundo se ha dividido en seres individuales, y de ahí han partido todos los desórdenes. Nuestro deseo es convertir de nuevo la pluralidad en unidad.

»Los espíritus más nobles se han puesto a nuestro servicio y el tiempo de la cosecha está muy cercano. Cada uno debe ser su propio sacerdote. La multitud está madura para sacudirse el yugo. De ahora en adelante, la belleza será el único Dios adorado por la humanidad, pero ésta necesita todavía hombres enérgicos que le enseñen el camino a las alturas. Por eso los padres de la Orden han enviado al mundo corrientes mentales que enardecen los cerebros para quemar el delirio de la doctrina del individualismo. ¡Una guerra de todos para todos! ¡Hacer de la selva un jardín es la misión que nos hemos propuesto! ¿No sientes cómo todo en tu interior pide a gritos la acción? ¿Por qué te quedas aquí sentado, soñando? ¡Levántate, salva a tus hermanos!

Un violento entusiasmo se apodera de mí.

—¿Qué debo hacer? —grito—. ¡Ordéname lo que debo hacer! Quiero dar mi vida por la humanidad, si es necesario. ¿Qué condiciones impone la Orden para que pueda pertenecer a ella?

—¡Obediencia ciega! ¡Renunciar a la propia voluntad! ¡Trabajar para la mayoría y no para ti mismo! Tal es el camino que cruza la selva de la pluralidad y conduce a la tierra prometida de la unidad.

—¿Y cómo sabré qué debo hacer? —pregunto, dominado por una duda repentina—. Seré un guía, ¿qué enseñaré?

—Quien enseña, aprende. ¡No preguntes qué dirás! Cuando Dios confía una tarea, da también la comprensión. ¡Sal y habla! ¡Las ideas afluirán a ti, no te preocupes por eso! ¿Estás preparado para prestar el juramento de la obediencia?

—Estoy preparado.

—Pues ¡posa la mano izquierda sobre la tierra y repite lo que voy a decir!

Como aturdido, quiero obedecer, me agacho y entonces me asalta la desconfianza. Titubeo, alzo la mirada y el recuerdo me atraviesa: he visto el rostro del anciano que está ante mí tallado en el pomo de la espada de hematita; y el pulgar mutilado pertenece a la mano del vagabundo que un día cayó muerto en la plaza del mercado cuando me vio.

El espanto me hiela la sangre, pero ahora sé qué debo hacer; me levanto de un salto y grito al anciano:

—¡Dame la señal! —Y le alargo la diestra para el «apretón» que me enseñó mi padre.

Pero el que está delante de mí ya no es un ser viviente: ¡un conjunto de miembros que cuelgan del tronco como de un palo! Encima flota la cabeza, separada de la nuca por una delgada franja de aire; aún tiemblan los labios por el aliento interrumpido. Un espantoso cadáver de carne y hueso.

Con un escalofrío, me tapo los ojos con las manos; cuando vuelvo a mirar, el fantasma ha desaparecido, pero en la habitación flota libre un anillo luminoso, y en su interior, el perfil transparente, como una niebla azulada, del anciano de la orejera.

Esta vez es la voz del antepasado la que habla por su boca:

—Has visto escombros, maderos de barcos embarrancados que flotan en el océano del pasado; con los restos sin alma de figuras sumergidas, con las impresiones olvidadas de tu espíritu han formado los habitantes (lémures) del abismo la imagen de nuestro maestro, convirtiéndole en un fantasma, con el fin de engañarte; te han dicho palabras vacías y altisonantes con el fin de aturdirte y atraerte, cual fuegos fatuos, hacia los mortíferos pantanos de las acciones carentes de plan, donde miles mejores que tú se han hundido antes que tú, miserablemente. Llaman «renunciación» al resplandor fosforescente con que engañan a sus víctimas, el infierno se regocijó cuando prendió fuego al primer hombre que confió en ellos. Quieren destruir el bien más sublime que un ser puede alcanzar: la conciencia eterna como personalidad. Enseñan la destrucción, pero conocen el poder de la verdad y por eso son verdad todas las palabras que eligen; y no obstante, cada frase que forman con ellas es una profunda mentira.

»Cuando la vanidad y la avidez de poder moran en el corazón, se unen para atizar con sus turbias chispas un gran fuego que induce al hombre a creer que arde en el amor altruista hacia su prójimo y sale a predicar sin haber sido llamado… un guía ciego que se precipita en el hoyo junto con los tullidos.

»Saben muy bien que el corazón del hombre es malo desde la juventud y que el amor no puede habitar en él, a menos que sea un regalo de las alturas. Repiten la frase: «Amaos los unos a los otros» hasta que no significa nada; quien primero la dijo dio a quienes le oyeron un regalo mágico; pero ellos vomitan las palabras al oído como si fueran veneno y de ellas sólo crece la desgracia y la desesperación, el asesinato, la matanza y la devastación. Imitan la verdad como el espantapájaros la cruz al borde del camino.

»Dondequiera que ven formarse un cristal que promete ser simétrico (una imagen de Dios), emplean todas sus fuerzas para hacerlo añicos. Ninguna enseñanza oriental les parece demasiado sutil para no vulgarizarla, convertirla en terrenal, tergiversarla y desvirtuarla hasta que representa lo contrario de su verdadero sentido. «De Oriente procede la luz», dicen, y se refieren en secreto a la peste.

»Llaman egoísmo al único acto digno de llevarse a cabo: el trabajo en el propio ser; hablan de mejorar el mundo, pero no saben cómo hacerlo; disimulan la codicia con el nombre de «deber» y la envidia con el de «ambición»; tales son las ideas que inculcan en los mortales extraviados.

»El reino de la conciencia dividida es su espacio futuro, la obsesión general, su esperanza; predican por boca de los obsesos el «reino milenario» como en otro tiempo los profetas, pero niegan el hecho de que el reino «no es de este mundo», mientras la tierra no se transforme y el ser humano no lo haga a su vez a través del renacimiento de su espíritu; desmienten a los ungidos, arrebatándoles la madurez del tiempo.

»Cuando ha de venir un Salvador, se burlan de él por anticipado; cuando se va, le imitan.

»Dicen: ¡preséntate como guía!, sabiendo muy bien que no se puede guiar antes de ser perfecto. Ellos lo invierten y engañan: guía y te perfeccionarás.

»Se ha dicho: a quien Dios da una tarea, le da también la comprensión; en cambio ellos sugieren: acepta la tarea y Dios te dará la comprensión.

»Saben que la vida en la tierra ha de ser un estado de transición y por eso atraen con astucia: «Haz un paraíso de este mundo», conociendo la inutilidad de tal esfuerzo.

»Han liberado a las sombras del infierno y las animan con un fluido demoníaco para hacer creer a los hombres que ha llegado la resurrección de los muertos.

»A partir del rostro de nuestro maestro, han formado una larva que aparece aquí y allá como un fantasma, ya en los sueños de los clarividentes, ya en los círculos de los conjurados espirituales, como una forma engañosamente sólida o como un dibujo creado de forma automática por los médiums; John King (Juan el Rey) se autodenomina el fantasma ante los curiosos que preguntan su nombre, a fin de que cunda la creencia de que es Juan el Evangelista. Imitan el rostro para todos aquellos que, como tú, han madurado y pueden contemplarlo de verdad; se anticipan para poder sembrar dudas cuando, como ahora es tu caso, se aproxima la hora de la fe inquebrantable.

»Has aplastado la larva al exigir el «apretón»; ahora el rostro verdadero se convertirá en pomo de la espada mágica, forjada en una sola pieza de hematita; para quien la reciba cobrará vida el sentido del salmo: «¡Cíñete la espada al cinto, defiende siempre la verdad y los derechos de los afligidos, y así tu mano derecha realizará milagros!».