Capítulo 2
Con nuestra casa empieza la calle, que mi memoria llama la Hilera de Panaderos. Es la primera y está sola.
Tres lados miran al campo, y desde el cuarto puedo tocar la pared de la casa vecina cuando abro nuestra ventana y me asomo, tan estrecha es la calle que separa ambos edificios.
La calle no tiene nombre porque es sólo un pasaje empinado —un pasaje como no debe de haber dos en el mundo—, un pasaje que une entre sí las dos orillas izquierdas del río; aquí cruza la lengua de tierra de aquel círculo de agua sobre el que vivimos.
Muy temprano por la mañana, cuando salgo a apagar los faroles, se abre una puerta de la casa vecina y una mano armada con una escoba tira virutas de madera al río, que luego las pasea alrededor de la ciudad hasta lanzarlas medía hora más tarde, apenas a cincuenta metros de distancia, a la presa donde se despide con gran fragor.
Este extremo del pasaje desemboca en la Hilera de Panaderos; en la esquina, sobre la tienda de la casa vecina, pende un letrero que reza así:
FÁBRICA DE ÚLTIMAS MORADAS
regentada por
ADONIS MUTSCHELKNAUS
Antes rezaba así: «Maestro tornero y ebanista de ataúdes». Aún se puede leer con claridad cuando el letrero está húmedo por la lluvia; entonces la vieja inscripción se transparenta.
* * *
Todos los domingos, el señor Mutschelknaus, su esposa Aglaja y su hija Ofelia van a la iglesia, donde se sientan en la primera fila. Es decir: la señora y la señorita Mutschelknaus se sientan en la primera fila; el señor Mutschelknaus se sienta en la tercera, en el extremo, bajo la figura de madera del profeta Jonás, donde está muy oscuro.
¡Qué ridículo se me antoja todo esto ahora, después de tantos años… y qué indeciblemente triste!
La señora Mutschelknaus va siempre vestida de crujiente seda negra, sobre la que el devocionario de terciopelo carmesí destaca como un aleluya en colores. Con sus botas mates y puntiagudas de color ciruela pasa, provistas de elástico, sortea cada charco a pasitos prudentes, levantándose con decencia la falda; una densa red de finas venitas moradas, reventadas bajo la tez maquillada de rosa, revela su edad de matrona incipiente; los ojos, casi siempre tan elocuentes, sombreados con cuidado sobre las pestañas, están entornados con recato, ya que no conviene irradiar encanto femenino cuando las campanas llaman ante Dios a los seres humanos.
Ofelia lleva una vaporosa túnica griega y un aro de oro en torno a sus finos cabellos, ondulados, de un rubio ceniza, que le caen hasta los hombros, y cada vez que la veía iba coronada con una guirnalda de mirto.
Tiene el modo de andar hermoso, tranquilo y sosegado de una reina.
Siempre me palpita el corazón cuando pienso en ella. Va a la iglesia con un tupido velo… No le vi la cara hasta mucho después, y en ella los grandes, oscuros y pensativos ojos contrastan singularmente con los rubios cabellos.
El señor Mutschelknaus, con levita dominguera larga, negra y ondeante, suele caminar detrás de las dos damas; cuando lo olvida y las alcanza, su esposa Aglaja le susurra cada vez:
—Adonis, ¡medio paso más atrás!
Tiene una cara estrecha, larga, melancólica y hundida, barba rojiza e hirsuta y una prominente nariz de pájaro bajo la frente deprimida, que se prolonga en el calvo cráneo, dando la impresión, con la manchada raíz de los cabellos, que su dueño ha tropezado contra una piel sarnosa y olvidado limpiarse los restos adheridos a su propia piel.
El borde de la chistera que el señor Mutschelknaus lleva en todas las ocasiones festivas tiene que apoyarse siempre en la parte delantera contra una tira de algodón, del grosor de un dedo, para evitar que se mueva de un lado a otro.
Los días laborables, el señor Mutschelknaus no está nunca visible. Come y duerme abajo, en su taller. Sus damas viven en varias habitaciones del tercer piso.
Debieron de pasar al menos tres o cuatro años desde que me adoptara el barón antes de que supiera que la señora Aglaja, su hija, y el señor Mutschelknaus, formaban una familia.
El estrecho pasaje entre las dos casas está desde el amanecer hasta la medianoche lleno de un ruido sordo y regular, como si un enjambre de abejorros gigantescos se afanara en un lugar profundo bajo tierra; el rumor llega arriba, hasta nosotros, bajo y ensordecedor, cuando el viento está en calma. Al principio me molestaba y siempre tenía que escucharlo cuando estudiaba durante el día, sin que ni una sola vez se me ocurriera preguntar de dónde venía. Uno no investiga sobre las causas de sucesos que se repiten sin interrupción; se antojan naturales y uno se resigna a ellos, por muy extraordinarios que puedan ser en el fondo. Hasta que los sentidos se asustan y uno se vuelve curioso… o echa a correr.
Poco a poco me fui acostumbrando al rumor, como si sólo me zumbaran los oídos, hasta el punto de que por la noche, cuando enmudecía de repente, me despertaba asustado, creyendo que alguien me había asestado un golpe.
Un día la señora Aglaja, que se tapaba las orejas con las manos, me quitó de la mano una cesta de huevos y se disculpó con las palabras:
—¡Oh, Dios mío, querido niño! Esto procede de las espantosas vueltas… del alimentador. Y… y… de sus operarios —añadió, como si se hubiera ido de la lengua.
—¡De modo que es el torno del señor Mutschelknaus lo que zumba! —adiviné.
Hasta más tarde no supe por él mismo que no tenía operarios y que estaba solo en la fábrica.
Era una tarde de invierno oscura y sin nieve; me disponía a empujar hacia arriba con mi vara la cara inferior del farol de la esquina, para encenderlo, cuando me llamó una voz susurrante: «¡Pst, pst, señor Taubenschlag!», y reconocí al maestro tornero Mutschelknaus, que, con delantal verde y zapatillas en las que había bordada con perlas de colores una cabeza de león, me hacía señas desde el pasaje.
—Señor Taubenschlag, si es posible, le ruego que esta noche no lo encienda, ¿quiere? Verá —continuó al darse cuenta de mi confusión, aunque no me atreví a preguntar el motivo—, verá: no es que quiera tentarle a faltar a su digno deber, pero la honra de mi esposa estará en juego si se descubre lo que pretendo hacer. Y el futuro de mi hija como artista se habría acabado para siempre. ¡Ningún ojo humano puede ver lo que ocurra aquí esta noche! —Sin querer, retrocedí un paso, tanto me asustó el tono de voz del anciano, que me hablaba con el rostro contraído por el miedo—. ¡No, no; se lo ruego, no se vaya, señor Taubenschlag! ¡No se trata de ningún crimen! ¡Sólo que, si se descubre, estoy perdido! Verá: he recibido un encargo muy dudoso, sumamente dudoso, de un cliente de la capital, y esta noche, cuando todos duerman, lo cargaremos en un carruaje y se lo llevarán. Me refiero al encargo. Eso es. ¡Hum!
Se me quitó un peso de encima.
Aunque no podía adivinar de qué se trataba, imaginé que sólo podía ser algo inofensivo.
—¿Desea que le ayude a cargarlo, señor Mutschelknaus? —me ofrecí.
El tornero estuvo a punto de abrazarme de puro contento:
—Pero ¿no se enterará el señor barón? —preguntó al instante, nuevamente preocupado—. ¿Y tiene usted permiso para bajar tan tarde? ¡Es aún tan joven!
—Mi padre adoptivo no advertirá nada —le tranquilicé.
* * *
Hacia medianoche oí llamar mi nombre en voz baja. Me deslicé escaleras abajo y vi en la oscuridad las siluetas de un carro con adrales[2].
Los caballos llevaban los cascos envueltos en trapos para que nadie los oyera trotar. Junto a la lanza estaba un carretero que sonreía irónicamente cada vez que el señor Mutschelknaus sacaba a rastras de su almacén una canasta llena de tapaderas grandes, redondas, de madera pintada de color marrón, cada una con un asidero en el centro.
Me acerqué de un salto y le ayudé a cargar. En media hora el carro estuvo lleno hasta arriba; cruzó dando tumbos el puente de estacas y no tardó en perderse en la oscuridad.
Suspirando de alivio, el anciano me llevó a su taller, a pesar de mi resistencia.
Una mesa redonda y blanca de tan cepillada, sobre la que había una jarra de cerveza rubia y dos vasos, uno de los cuales —de cristal muy bien tallado— era por lo visto para mí, atraía como un disco luminoso la escasa luz de una pequeña lámpara de petróleo que pendía sobre ella; el resto de la larga habitación estaba sumido en la penumbra. Hasta al cabo de un rato, cuando mis ojos se hubieron acostumbrado, no pude distinguir los objetos.
Un eje de acero, accionado durante el día desde el exterior por una noria en el río, ocupaba la pared de extremo a extremo. Ahora dormían sobre él varias gallinas.
Sobre el torno pendían como sogas de patíbulo unas correas de transmisión. Una estatua de madera de san Sebastián, traspasada por flechas, se erguía en un rincón, y en cada flecha dormía también una gallina.
Un ataúd abierto, dentro del cual se movían de vez en cuando en sueños varios conejos, contenía un miserable catre que tal vez servía de lecho al tornero.
Un dibujo enmarcado en oro, bajo cristal y rodeado de una corona de laurel, era el único adorno de la estancia; representaba a una mujer joven en una postura teatral, con los ojos cerrados y la boca medio abierta, desnuda, tapada sólo con una hoja de parra, pero blanca cual la nieve, como si hubiera hecho de modelo pintada con yeso.
El señor Mutschelknaus enrojeció un poco al advertir que yo me había detenido ante el cuadro y se apresuró a decir:
—Es mi señora esposa cuando me dio la mano para el vínculo eterno. Posó como… —agregó a guisa de explicación, carraspeando— una ninfa de mármol. Sí, sí, Aloisia (que significa Aglaja, naturalmente); mi señora esposa tuvo la desgracia de ser bautizada al nacer, de manera incomprensible, por sus señores padres, que en gloria estén, con el vergonzoso nombre de Aloisia. Pero usted no lo repetirá, ¿verdad, señor Taubenschlag? De lo contrario, la reputación artística de mi señorita hija sufriría un gran menoscabo. —Me condujo a la mesa, me ofreció asiento con una inclinación y me sirvió cerveza rubia.
Parecía haber olvidado por completo que yo era un adolescente —aún no había cumplido los quince años—, pues me hablaba como a un adulto, como a un caballero que estuviera muy por encima de él en rango y educación.
Al principio creí, por su modo de hablarme, que sólo quería darme conversación, pero pronto adiviné, al advertir que su tono se volvía tenso y temeroso cada vez que yo miraba los conejos, que deseaba distraer mi atención del sórdido entorno.
Por consiguiente, intenté permanecer quieto en mi asiento y no dejar vagar la mirada.
No tardó, mientras hablaba, en ser presa de una profunda agitación. Manchas nerviosas de forma redonda salpicaron sus hundidas mejillas.
Sus palabras revelaban cada vez con más claridad un esfuerzo convulsivo para… ¡justificarse ante mí!
Por aquel entonces yo me sentía aún demasiado niño —y la mayor parte de lo que me dijo rebasaba con mucho mis dotes de comprensión— para que la impresión de las singulares disonancias que sus palabras despertaban en mí no me causara poco a poco un horror mudo e inexplicable.
Un horror que me invadió hasta lo más profundo de mi ser y que en los años sucesivos, cuando ya hacía tiempo que era un hombre, me desvelaba cada vez con mayor intensidad en cuanto la imagen surgía por azar en mi memoria.
A medida que aumentaba mi conocimiento de las cosas horribles que la existencia depara a los seres humanos, cada palabra pronunciada entonces por el tornero adquiría más claridad y perspectiva en mi memoria, y a veces se convertía en una pesadilla cuando evocaba las circunstancias y recorría en espíritu el lamentable destino del viejo tornero; parecía sentir en mi propio pecho la profunda oscuridad que rodeaba su alma, y la terrible discrepancia entre la comicidad fantasmal que emanaba de él y su sacrificio, extravagante y a la vez conmovedor, por un falso ideal que ni el propio Satanás habría puesto en su vida como un maligno fuego fatuo.
Podría decirse que yo entonces, de niño, tomé su relato como la confesión de un demente, destinada a otros oídos que los míos y a la que, sin embargo, debía prestar atención, tanto si quería como si no, obligado por una mano invisible que pretendía instilar veneno en mi sangre.
Fueron momentos en que me sentí caduco y quebrantado como un anciano, tanta fue la fuerza con que la locura del tornero me comunicó la idea de que tenía su misma edad o era superior a él y no un mocoso.
—Sí, sí; ¡Aglaja era una gran artista y muy famosa! —empezó, más o menos—. Nadie lo adivina en este lastimoso antro. ¡Ella no quiere que se sepa! Verá, señor Taubenschlag: no puedo decirlo como a mí me gustaría. Apenas sé escribir. Pero esto es un secreto entre nosotros, ¿eh? Igual que lo de antes, ese asunto de las tapaderas. En realidad, sólo sé escribir una palabra —cogió un trozo de yeso y pintó sobre la mesa—, sólo ésta: Ofelia.
»En cuanto a leer, no sé absolutamente nada. En realidad —se inclinó hacia adelante y me susurró secretamente al oído—, y perdone la expresión, soy un zoquete. Verá: mi padre era muy severo, y cuando yo, siendo muy pequeño, dejé quemar la cola en una ocasión, me encerró durante veinticuatro horas en un ataúd de metal que acababa de terminar, diciendo que me enterraría en vida. Como es natural, le creí, y el tiempo que pasé dentro fue para mí tan terrible como una larguísima eternidad en el infierno, pues no se acababa nunca porque no podía moverme y a duras penas respirar. Tal era mi terror que me rompí los dientes inferiores. Sin embargo —añadió en voz muy baja—, ¿por qué dejé quemar la cola? Cuando me sacaron del ataúd, había perdido el conocimiento. Y el habla. Hasta diez años después no aprendí lentamente a hablar de nuevo. Pero ¿no es verdad, señor Taubenschlag, que esto quedará como un secreto entre nosotros? ¡Si la gente se enterase de mi vergüenza, la reputación artística de mi señorita hija quedaría por los suelos! Eso es. ¡Hum! Cuando mi difunto padre entró un día para siempre en el Paraíso (fue enterrado en aquel mismo ataúd de metal), heredé el negocio y también dinero (era viudo), y la divina Providencia envió a mi casa para mi consuelo (porque yo pensé morirme a fuerza de llorar por la triste pérdida de mi padre), como un ángel, al señor director de escena, señor París. ¿No conoce usted al ilustre artista París? ¡Viene en días alternos a enseñar arte dramático a mi señorita hija! Tiene el mismo nombre que el antiguo dios griego París. Es una bendición desde su más tierna infancia. Eso es. ¡Hum! Mi actual señora esposa aún era una doncella entonces. Eso es. ¡Hum! Y el señor París dirigió su carrera artística. Fue ninfa de mármol en un teatro secreto de la capital. Eso es. ¡Hum!
Por su modo incoherente de pronunciar las frases y de reanudar la charla una y otra vez después de breves e involuntarias pausas, me di cuenta de que su memoria le fallaba y después, según recuperaba o perdía el aliento, volvía a funcionarle. Era como un flujo y reflujo de su conciencia. «Jamás se ha repuesto de aquella espantosa tortura en el ataúd de metal —pensé instintivamente—. Sigue siendo un sepultado en vida».
—Pues bien, cuando heredé el negocio, el señor París vino a mi casa y dijo que la famosa ninfa de mármol Aglaja me había visto por casualidad en el entierro mientras visitaba nuestra ciudad sin ser reconocida. ¡Hum! Eso es. Y al verme llorar tanto ante la tumba de mi padre había exclamado —el señor Mutschelknaus se levantó de un salto y declamó con patetismo y la mirada fija en sus ojos pequeños y azules, como si viera las palabras escritas con letras de fuego—: «Quiero ser para este hombre sencillo un apoyo para toda la vida y una luz en la oscuridad, que deseo no se extinga jamás. Quiero darle un hijo cuya vida será consagrada al arte. Abriré su espíritu a las cosas sublimes, aunque para ello tenga que destrozarse mi corazón en la soledad y monotonía de lo cotidiano. ¡Adiós, arte! ¡Adiós, gloria! ¡Adiós, reinos del laurel! Aglaja se marcha y no volverá nunca». Eso es. ¡Hum! —Se pasó la mano por la frente y volvió a sentarse con lentitud, como si la memoria le hubiese abandonado—. Eso es. ¡Hum! El señor director de escena lloró a gritos y se mesó los cabellos cuando nos hallábamos sentados los tres a la mesa del banquete nupcial. Gritaba: «Mi teatro está arruinado si pierdo a Aglaja. Soy hombre muerto». Eso es. ¡Hum! Las mil monedas de oro que le obligué a aceptar para que al menos no lo perdiera todo no duraron mucho, naturalmente. Eso es. ¡Hum! Desde entonces es un melancólico. Sólo ahora, que ha descubierto el gran talento dramático de mi señorita hija, ha vuelto a animarse un poco. Eso es. ¡Hum!
»Debe de haberlo heredado de su señora madre. Sí, muchos niños son visitados por la musa ya en la cuna. ¡Ofelia! ¡Ofelia! —Le dominó un violento entusiasmo; me agarró del brazo y me sacudió con fuerza—. ¿Sabe usted también, señor Taubenschlag, que Ofelia, mi hija, es una criatura bendecida por la gracia divina? El señor París siempre dice, cuando viene al taller a cobrar su sueldo: «¡El propio dios Vestalus debió de estar presente cuando usted la engendró, maestro Mutschelknaus!». Ofelia… —su voz volvió a convertirse en un murmullo—, pero esto es un secreto, igual que lo de… bueno, lo de las tapaderas. Eso es. ¡Hum! Ofelia vino al mundo a los seis meses. Eso es. ¡Hum! Otros niños necesitan nueve meses. Eso es. ¡Hum! Pero no es ningún milagro. También su madre nació bajo una estrella real. ¡Hum! Ahora fluctúa. Me refiero a la estrella. Mi señora esposa no quiere que nadie lo sepa, pero a usted puedo decírselo, señor Taubenschlag. ¿Sabe que estuvo a punto de sentarse en un trono? Y de no ser por mí (las lágrimas me anegan los ojos cuando lo pienso), hoy podría sentarse en un carruaje con cuatro caballos blancos. Pero descendió hasta mí. ¡Hum! Eso es. Y lo del trono —levantó los tres dedos que prestan juramento— es verdad, por mi honor y mi salvación eterna que no miento. El señor director de escena Paris fue en su juventud (lo sé de sus propios labios) gran intendente del rey de Arabia en Belgrado, y allí organizó un harén para su majestad soberana. Eso es. Y mi actual señora esposa Aglaja fue, a causa de sus talentos, ascendida a primera dama de compañía (en Arabia se llama «Mai-Therese») o sustituta de la mano izquierda del soberano; entonces su majestad fue asesinado y el señor París y mi señora esposa huyeron por la noche a través del Nilo. Eso es. ¡Hum! Allí, como usted ya sabe, se convirtió en ninfa de mármol, en un teatro secreto que el señor París dirigió en otro tiempo. Hasta que ella renunció a la corona de laurel. También el señor París renunció a su profesión y ahora vive sólo para la formación de Ofelia. ¡Hum! Eso es. «Todos debemos vivir sólo para ella —suele decir—, y su sublime misión, maestro Mutschelknaus, es hacer todo lo posible para que la carrera artística de Ofelia no se vea truncada en su origen». Ya ve usted, señor Taubenschlag, cuál es el motivo de que deba aceptar encargos de tan dudosa índole. Hacer ataúdes no es rentable. Se muere muy poca gente. ¡Hum! Eso es. Para la formación de mi señorita hija tengo el dinero suficiente, pero el poeta mundialmente famoso, el profesor Hamlet de América, pide muchísimo dinero. Tuve que firmarle un pagaré y ahora tengo que matarme a trabajar. ¡Hum! Eso es. El señor profesor Hamlet es hermano de leche del señor París y, cuando oyó hablar del gran talento de Ofelia, escribió para ella una obra de teatro, con el título El rey de Dinamarca. En el argumento el príncipe heredero va a casarse con mi señorita hija, pero su majestad, su señora madre, no lo permite y por ello mi Ofelia se tira al río. ¡Mi Ofelia, al río! —El anciano exclamó tras una pausa—: Cuando lo supe, se me destrozó el corazón. ¡No, no, no! ¡Mi Ofelia, la niña de mis ojos, mi todo, no puede tirarse al río! Ni siquiera en una obra teatral. ¡Hum! Eso es. Y me arrodillé ante el señor París hasta que consintió en escribir al señor profesor Hamlet. El señor profesor Hamlet prometió que lo arreglaría para que mi Ofelia se casara con el príncipe heredero y no muriera ahogada si yo le firmaba un pagaré. El señor París firmó el pagaré y yo escribí tres cruces debajo de su firma. Usted quizá se reirá, señor Taubenschlag, ¡porque sólo se trata de una obra teatral y no de la realidad! Pero, verá, en la obra mi Ofelia también se llamará Ofelia. Ya lo sabe usted, señor Taubenschlag, soy un zoquete; ¿y si mi Ofelia se ahoga de todos modos? El señor París dice siempre que el arte supera a la realidad… ¡Qué importa si se cae al río! Pero ¿qué sería entonces de mí?
¿No habría sido mejor en este caso que hubiera muerto asfixiado en el ataúd de metal?
Los conejos alborotaron en el interior del ataúd. El tornero tuvo un sobresalto y murmuró:
—¡Malditos conejos!
Se hizo una larga pausa; el anciano había perdido totalmente el hilo de la narración y parecía haber olvidado por completo mi presencia; sus ojos ya no me veían.
Al cabo de un rato se levantó, fue hacia el torno, colocó las correas de transmisión en la rueda motriz y lo puso en marcha.
—¡Ofelia! ¡No, mi Ofelia no debe morir! —le oí susurrar—. Debo trabajar, trabajar, pues de lo contrario no cambiará la obra de teatro y…
El zumbido de la máquina ahogó sus últimas palabras.
Me escabullí del taller sin hacer ruido y subí a mi habitación.
En la cama crucé las manos y, sin saber por qué, rogué a Dios que protegiera a Ofelia.